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			 Capítulo I 
			 
			De la organización del poder en la democracia 
			 
			Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan 
			en el Estado la asamblea deliberante, o sea el soberano, las 
			magistraturas y los tribunales; hemos demostrado cómo la 
			organización de estos elementos se modifica según los principios 
			mismos de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la 
			caída y estabilidad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las 
			causas que producen la una y aseguran la otra. Pero como hemos 
			reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobiernos, 
			creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a 
			un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y 
			especial de cada uno de ellos. Examinaremos, además, todas las 
			combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas de que 
			hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros, pueden 
			alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, 
			a la aristocracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la 
			demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinaciones 
			compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún 
			estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los 
			magistrados según el sistema oligárquico, la organización judicial 
			puede ser aristocrática; o, también, organizados oligárquicamente 
			los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados 
			puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría 
			suponerse todavía algún otro modo de combinación, con tal que las 
			partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un 
			sistema único. 
			 
			Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo 
			puede consentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según 
			los casos, las ventajas de los demás sistemas. Pero no basta saber 
			cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, preferirse 
			para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio 
			de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta 
			cuestión. Hablemos, en primer lugar, de la democracia, y nuestras 
			explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma política 
			diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se llama oligarquía. 
			 
			No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios 
			democráticos, ni tampoco ninguna de las consecuencias que de ellos 
			se desprenden; porque de su combinación nacen los matices de la 
			democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi opinión son 
			dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como 
			ya he dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por 
			un lado, los labradores; por otro, los artesanos; por aquel los 
			mercaderes. La combinación del primero de estos elementos con el 
			segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una 
			democracia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a 
			la segunda causa, hela aquí: las instituciones que se derivan del 
			principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar de los 
			mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la 
			naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos 
			numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse 
			reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excepción, ya se 
			trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una 
			antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en 
			torno de su principio general todos los especiales que de él 
			dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he hecho 
			observar al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados. 
			Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas, 
			los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya 
			realización aspiran. 
			 
			El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir 
			este axioma, podría creerse que sólo en ella puede encontrarse la 
			libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda 
			democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en 
			el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es 
			la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una 
			vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la 
			multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de 
			la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque 
			se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser 
			iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con 
			exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la 
			mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la 
			libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una 
			condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la 
			facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como 
			suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la 
			esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de 
			la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el 
			ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece es 
			a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se 
			concilia la libertad con la igualdad. 
			 
			Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las 
			únicas combinaciones de que es susceptible son las siguientes. Todos 
			los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a 
			cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los cargos 
			deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no 
			exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna 
			condición de riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe 
			ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y 
			sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo, las funciones 
			militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por 
			lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos 
			los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi 
			todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las 
			cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en 
			los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana en 
			todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe 
			quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo 
			en cosas insignificantes. El senado es una institución muy 
			democrática allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede 
			recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las 
			asambleas; pero donde se da este salario el poder del senado queda 
			reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario 
			que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda dicho en la 
			parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero, 
			previamente, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean 
			retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores; 
			o, por lo menos, es preciso retribuir a los magistrados, jueces, 
			senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están 
			obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son 
			el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la 
			democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de 
			un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo 
			vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este 
			privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar 
			sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por 
			elección. 
			 
			Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se 
			desprenden directamente del principio que se considera como 
			democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los 
			ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del 
			número, condición que parece esencial a la democracia y querida a la 
			multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que 
			los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean 
			todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro 
			medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad. 
			 
			Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso 
			distribuir los ciudadanos de manera que la renta que posean mil de 
			entre ellos sea igual a la que tengan otros quinientos distintos, y 
			conceder entonces a la suma de los primeros tantos derechos como a 
			los segundos? o, en otro caso, si se desecha esta especie de 
			igualdad, ¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los 
			mil de la otra un número igual de ciudadanos, los cuales tendrán el 
			derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es 
			este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o 
			es preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en 
			cuenta otra cosa que el número? Al decir de los partidarios de la 
			democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la 
			mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la 
			oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a 
			sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y 
			otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los 
			principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque 
			si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos 
			juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, 
			que este individuo sea soberano, porque solamente él tiene el 
			derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente 
			a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se 
			repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro 
			lugar. Para encontrar una igualdad que uno y otro partido puedan 
			admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos 
			fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se 
			sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito 
			este principio, pero le pongo una limitación. El Estado se compone 
			de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos 
			y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay 
			disentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más 
			numerosos o de aquellos que tengan más renta. Supongamos que son 
			diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una 
			manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que 
			disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los 
			seis ricos. Pues bien, digo yo que debe prevalecer el dictamen de 
			aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los ricos, 
			sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más 
			embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los 
			votos en la asamblea pública o en el tribunal. Entonces se deja que 
			decida la suerte, o se apela a cualquier otro expediente del mismo 
			género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de 
			alcanzar la verdad en punto a igualdad y justicia, siempre será este 
			recurso mucho menos trabajoso que el convencer a gentes que son 
			bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes deseos. La 
			debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida 
			para nada de esto. 
			 
			Capítulo II 
			 
			Organización del poder en la democracia (continuación) 
			 
			De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es 
			la que he puesto en primer lugar en las consideraciones que acabo de 
			presentar; y es también la más antigua de todas. Digo que es la 
			primera, atendiendo a la división que he indicado en las clases del 
			pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los 
			labradores; y así la democracia se establece sin dificultad 
			dondequiera que la mayoría vive de la agricultura y de la cría de 
			ganados. Como no es muy rica, trabaja incesantemente y no puede 
			reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se 
			dedica a los trabajos que le proporcionan el alimento, y no envidia 
			otros bienes que éstos. Trabajar vale más que gobernar y mandar allí 
			donde el gobierno y el mando no proporcionan grandes provechos; 
			porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los honores. 
			Prueba de ello es que antiguamente nuestros mayores soportaron la 
			tiranía que sobre ellos pesaba, y hoy mismo se sufren sin murmurar 
			las oligarquías existentes, con tal que cada cual pueda entregarse 
			libremente al cuidado de sus intereses sin temor a las 
			expoliaciones. Entonces se hace rápidamente fortuna, o por lo menos 
			se evita la miseria. Muchas veces se ve que el simple derecho de 
			elegir los magistrados y de intervenir en las cuentas basta para 
			satisfacer la ambición de los que pueden tenerla, puesto que en más 
			de una democracia, la mayoría, sin tomar parte en la elección de los 
			jefes y dejando el ejercicio de este derecho a algunos electores 
			tomados sucesivamente en la masa de ciudadanos, como se hace en 
			Mantinea, la mayoría, digo, se muestra satisfecha porque es soberana 
			respecto de las deliberaciones. Preciso es reconocer que esta es una 
			especie de democracia y Mantinea era en otro tiempo un Estado 
			realmente democrático. En esta especie de democracia, de que ya he 
			hablado anteriormente, es un principio excelente y una aplicación 
			bastante general el incluir entre los derechos concedidos a todos 
			los ciudadanos la elección de los magistrados, el examen de cuentas 
			y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones elevadas 
			condiciones de elección y de riqueza, acomodando este último 
			requisito a la importancia misma de los empleos, o también 
			prescindiendo de esta condición de la renta respecto de todas las 
			magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar 
			cumplidamente el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte 
			cuando se constituye conforme a estos principios. De esta manera, el 
			poder pasa siempre a las manos de los más dignos, y el pueblo no 
			recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes 
			voluntariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta 
			combinación basta también para satisfacer a los hombres 
			distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la 
			autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente 
			gobernarán con equidad, porque son responsables de su gestión ante 
			ciudadanos de otra clase distinta de la suya. Siempre es bueno para 
			el hombre que haya alguno que le tenga a raya y que no le permita 
			dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia 
			ilimitada de la voluntad individual no puede ser una barrera contra 
			los vicios que cada uno de nosotros lleva en su seno. De aquí 
			resulta necesariamente para los Estados la inmensa ventaja de que el 
			poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen faltas 
			graves, y que el pueblo no está degradado y envilecido. Esta es sin 
			duda alguna la mejor de las democracias, ¿Y de dónde nace su 
			perfección? De las costumbres mismas del pueblo por ella regido. 
			Casi todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelentes para hacer 
			que el pueblo fuera agricultor, o limitaban de una manera absoluta 
			la posesión individual de las tierras, fijando cierta cantidad, de 
			la que no se podía pasar; o fijaban el emplazamiento de las 
			propiedades, tanto en los alrededores de la ciudad, como en los 
			puntos más distantes del territorio. A veces hasta se añade a estas 
			primeras precauciones la absoluta prohibición de vender los lotes 
			primitivos. Se cita también como cosa parecida aquella ley que se 
			atribuye a Oxilo y que prohibía prestar con la garantía de hipoteca 
			constituida sobre bienes raíces. Si hoy se intentara reformar muchos 
			abusos, se podría recurrir a la ley de los afiteos, que tendría 
			excelente aplicación al caso que nos ocupa. Aunque la población de 
			este Estado es muy numerosa y su territorio poco extenso, sin 
			embargo, todos los ciudadanos sin excepción cultivan en ella un 
			rincón de tierra. Se tiene cuidado de no someter al impuesto más que 
			una parte de las propiedades; y las heredades son siempre bastante 
			grandes para que la renta de los más pobres exceda de la cuota 
			legal. 
			 
			Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la 
			democracia es el pueblo pastor que vive del producto de sus ganados. 
			Este género de vida se aproxima mucho a la agrícola; y los pueblos 
			pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de la 
			guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de 
			soportar las fatigas de campaña. En cuanto a las clases diferentes 
			de éstas, y de que se componen casi todas las demás especies de 
			democracias, son muy inferiores a las dos primeras; su existencia 
			aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las 
			ocupaciones habituales de los artesanos, de los mercaderes y de los 
			mercenarios. Sin embargo, es preciso observar que, bullendo esta 
			masa sin cesar en los mercados y calles de la ciudad, se reúne sin 
			dificultad, si puede decirse así, en asamblea pública. Los 
			labradores, por el contrario, diseminados como están por los campos, 
			se encuentran raras veces y no sienten tanto la necesidad de 
			reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal manera que 
			los campos destinados al cultivo estén muy distantes de la ciudad, 
			en este caso se puede establecer fácilmente una excelente democracia 
			y hasta una república. La mayoría de los ciudadanos se vería 
			entonces precisada a emigrar de la ciudad e iría a vivir al campo, y 
			podría estatuirse que la turba de mercaderes no pudiera reunirse 
			nunca en asamblea general sin que estuviera presente la población 
			agrícola. 
			 
			Tales son los principios en que debe descansar la institución de la 
			primera y mejor de las democracias. Se puede, sin dificultad, 
			deducir de aquí la organización de todas las demás, cuyas 
			degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo 
			hasta llegar a aquella que es preciso excluir siempre. 
			 
			En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la 
			universalidad de los ciudadanos toma parte en el gobierno, no es 
			dado a todos los Estados sostenerla; y su existencia es muy 
			precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a 
			mantenerla. Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas 
			que destruyen esta forma política y los demás Estados republicanos. 
			Para establecer esta especie de democracia y transferir todo el 
			poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran 
			generalmente inscribir en la lista civil el mayor número de personas 
			que les es posible; comprendiendo sin vacilar en el número de 
			ciudadanos, no sólo a los que son dignos de este título, sino 
			también a todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son 
			sólo por un lado, quiero decir, por la línea paterna o por la 
			materna. Todos estos elementos son buenos para formar un gobierno 
			bajo la dirección de tales hombres. Estos son los medios que están 
			por completo al alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan 
			cuidado de no hacer uso de ellos sino hasta conseguir que las clases 
			inferiores superen en número a las clases elevadas y a las clases 
			medias; que se guarden bien de pasar de aquí, porque traspasando 
			este límite se crea una multitud indisciplinada y se exaspera a las 
			clases elevadas, que sufren muy difícilmente el imperio de la 
			democracia. La revolución de Cirene no reconoció otras causas. No se 
			nota el mal mientras es ligero; cuando se aumenta, entonces llama la 
			atención de todos. 
			 
			Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los 
			medios de que se valió Clístenes en Atenas para fundar el poder 
			popular, y que aplicaron igualmente los demócratas de Cirene. Es 
			preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fratrias; es 
			preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas 
			religiosas poco frecuentes, pero públicas; es preciso, en fin, 
			amalgamar cuanto sea posible las relaciones de unos ciudadanos con 
			otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones 
			anteriores. Todas las arterias de los tiranos pueden tener cabida en 
			esta democracia; por ejemplo, la desobediencia permitida a los 
			esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la licencia de las mujeres 
			y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad de 
			vivir como le acomode. Con esta condición, serán muchos los que 
			quieran sostener un gobierno semejante, porque los hombres, en 
			general, prefieren una vida sin orden ni disciplina a una vida 
			ordenada y regular. 
			 
			Capítulo III 
			 
			Continuación de lo relativo a la organización del poder en la 
			democracia 
			 
			No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno 
			democrático la única ni la mayor dificultad la de instituir o crear 
			el gobierno; lo es mucho mayor el saber hacerlo duradero. Un 
			gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres 
			días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la 
			prosperidad y de la ruina de los Estados se pueden deducir de este 
			examen garantías de estabilidad política, descartando con cuidado 
			todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o 
			tácitas que encierren todos los principios en que descansa la 
			duración de los Estados. Es preciso, además, guardarse bien de tomar 
			por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en el gobierno 
			el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo 
			fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor 
			duración posible. Hoy los demagogos, para complacer al pueblo, hacen 
			que los tribunales acuerden confiscaciones enormes. Cuando se tiene 
			amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente 
			opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los 
			condenados por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público, 
			sino que se consagren a los dioses. Este es el medio de corregir a 
			los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de 
			impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en 
			estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a 
			su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de 
			estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de 
			falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más 
			bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso 
			que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la 
			constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los 
			mismos soberanos del Estado. 
			 
			Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en 
			los Estados muy populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas 
			públicas sin pagar a los que a ellas concurren. Además, las clases 
			altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas propias; 
			porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de 
			contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan 
			tribunales corruptos. Pues bien, todas estas son causas de perdición 
			en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene rentas es 
			preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los 
			miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose 
			para administrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos 
			ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes 
			gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes 
			haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia 
			será mejor administrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar 
			sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por 
			algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de 
			imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el 
			sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la 
			repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las 
			mismas, porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar 
			un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar 
			que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la 
			democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea 
			permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los 
			sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez 
			entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se 
			habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, 
			por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una 
			explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas 
			distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra 
			división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al 
			sostenimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se 
			renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El 
			gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos, 
			ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a 
			las colonias a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son 
			hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y 
			facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, 
			asimismo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder 
			a los pobres el uso común de las propiedades, se ha granjeado este 
			gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho que 
			fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a 
			la suerte, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener 
			los cargos públicos, y de la elección para que éstos sean bien 
			desempeñados. También se puede obtener el mismo resultado haciendo 
			que los miembros de una misma magistratura sean designados los unos 
			por la suerte y los otros por la elección. 
			 
			Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el 
			planteamiento de la democracia. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			De la organización del poder en las oligarquías 
			 
			Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que 
			preceden, cuáles son los de la institución oligárquica. Para cada 
			especie de oligarquía será preciso tomar lo opuesto a lo 
			concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla. 
			Esto es, sobre todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las 
			oligarquías, la cual se aproxima mucho a la república propiamente 
			dicha. El censo debe ser vario, más alto para unos, más bajo para 
			otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de utilidad 
			indispensable, más elevado para las magistraturas de primer orden. 
			Desde el momento en que se posee la renta legal se deben obtener los 
			empleos; y el número de individuos del pueblo que en virtud del 
			censo hayan de entrar en el poder debe estar combinado de manera que 
			la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea más 
			fuerte que la que no los tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que 
			lo más distinguido del pueblo sea admitido a participar del poder. 
			 
			Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía 
			que sucede a esta primera especie. En cuanto al matiz oligárquico 
			que corresponde al último matiz de la democracia y que, como ella, 
			es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta más 
			prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente 
			constituidos, las naves bien construidas y perfectamente tripuladas 
			con marinos hábiles pueden cometer, sin riesgo de perecer, la más 
			graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya 
			deterioradas y puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden, 
			por el contrario, soportar los menores errores. Lo mismo sucede con 
			las constituciones políticas: cuanto más malas son, tantas más 
			preocupaciones exigen. 
			 
			En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso 
			de su población. El derecho del número reemplaza entonces al derecho 
			del mérito. La oligarquía, por el contrario, no puede vivir y 
			prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi toda la 
			masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos, 
			mercenarios y comerciantes, y siendo necesarias para la guerra 
			cuatro clases de gente armada: caballería, infantería pesada, 
			infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado para la cría 
			de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy 
			poderosamente: porque la caballería, que es la base de la defensa 
			nacional, exige siempre para su sostenimiento muchos recursos. Donde 
			la infantería pesada es muy numerosa puede muy bien establecerse la 
			segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada se 
			compone generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el 
			contrario, la infantería ligera y la gente de mar son elementos 
			completamente democráticos. En los Estados en que estos dos 
			elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en 
			nuestros días, están en baja cuando se enciende la guerra civil. 
			Para poner remedio a este mal, puede imitarse la conducta de los 
			generales que en el combate procuran mezclar con la caballería y la 
			infantería pesada una sección proporcionada de tropas menos pesadas. 
			En las sediciones, los pobres muchas veces superan a los ricos, 
			porque, armados más a la ligera, pueden combatir con ventaja contra 
			la caballería y la infantería pesada. Por tanto, la oligarquía, que 
			toma su infantería ligera de las últimas clases del pueblo, se crea 
			ella misma un elemento adverso. Es preciso, por el contrario, 
			aprovechándose de la diversidad de edades y sacando partido así de 
			los de más edad como de los más jóvenes, hacer que los hijos de los 
			oligarcas se ejerciten desde los primeros años en todas las 
			maniobras de la infantería ligera, y dedicarlos desde que salen de 
			la infancia a los más rudos trabajos, como si fueran verdaderos 
			atletas. 
			 
			La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos 
			al pueblo, sea mediante el establecimiento del censo legal, como ya 
			he dicho, sea como hace la constitución de Tebas, exigiendo que se 
			haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de toda ocupación 
			liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por 
			su mérito pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno, 
			ya estén fuera de él. En cuanto a las principales magistraturas, 
			reservadas necesariamente a los que gozan de los derechos políticos, 
			será preciso prescribir los gastos públicos que para obtenerlas 
			deberán hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder 
			alcanzar los empleos, y en medio de sus recelos perdonará sin 
			dificultad a los que deben comprar tan caro el honor de 
			desempeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer 
			sacrificios magníficos y construir algunos monumentos públicos; 
			entonces el pueblo, que tomará parte en los banquetes y las fiestas, 
			y verá la ciudad espléndidamente dotada de templos y edificios, 
			deseará el sostenimiento de la constitución; y esto será para los 
			ricos un soberbio testimonio de los gastos que hubieren hecho. En la 
			actualidad, los jefes de las oligarquías, lejos de obrar así, hacen 
			precisamente todo lo contrario: buscan el provecho con el mismo 
			ardor que los honores; y puede decirse con verdad que estas 
			oligarquías no son más que democracias reducidas a algunos 
			gobernantes. 
			 
			Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias 
			y las oligarquías. 
			 
			Capítulo V 
			 
			De las diversas magistraturas indispensables o útiles a la ciudad 
			 
			Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el 
			número de las diversas magistraturas, sus atribuciones y las 
			condiciones necesarias para su desempeño. Anteriormente hemos dicho 
			algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede existir sin 
			ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no 
			podría ser bien gobernado sin magistraturas que garanticen el buen 
			orden y la tranquilidad. También es necesario, como ya he dicho, que 
			los cargos sean pocos en los pequeños Estados y numerosos en los 
			grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pueden 
			acumularse y cuáles los que son incompatibles. 
			 
			Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el 
			primer objeto de vigilancia es el mercado público, que debe estar 
			bajo la dirección de una autoridad que inspeccione los contratos que 
			se celebren y su exacta observancia. En casi todas las ciudades sus 
			miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus 
			mutuas necesidades, siendo esta, quizá, la más importante garantía 
			de bienestar que al parecer han deseado obtener los miembros de la 
			ciudad al reunirse en sociedad. Otra cosa que viene después de ésta, 
			y que tiene con ella estrecha relación, es la conservación de las 
			propiedades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen 
			interior de la ciudad, el sostenimiento y la reparación de los 
			edificios deteriorados y de los caminos públicos, el reglamento 
			relativo a los deslindes de cada propiedad, para prevenir las 
			disputas, y además todas las materias análogas a éstas. Todas estas 
			son funciones, como se dice ordinariamente, de policía urbana. Ahora 
			bien, siendo muy variadas en los Estados muy poblados se pueden 
			distribuir entre muchas manos. Así, hay arquitectos especiales para 
			las murallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto. 
			Hay otra magistratura análoga a aquélla y de igual modo necesaria, 
			que tiene a su cargo las mismas obligaciones, pero con relación a 
			los campos y al exterior de la ciudad. Los funcionarios que la 
			desempeñan se llaman inspectores de los campos o conservadores de 
			los bosques. Ya tenemos aquí tres órdenes de funciones 
			indispensables. Una cuarta magistratura, que no lo es menos, es la 
			que debe percibir las rentas públicas, custodiar el tesoro del 
			Estado y repartir los caudales entre los diversos ramos de la 
			administración pública. Estos funcionarios se llaman receptores o 
			tesoreros. Otra clase de funcionarios está encargada del registro de 
			los actos que tienen lugar entre los particulares, y de las 
			sentencias dictadas por los tribunales, siendo estos mismos los que 
			deben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces 
			esta última magistratura se divide en otras muchas, pero sus 
			atribuciones son siempre estas mismas que acabo de enumerar. Los que 
			desempeñan estos cargos se llaman archiveros, escribanos, 
			conservadores, o se designan con otro nombre semejante. 
			 
			La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria 
			y también la más delicada de todas, está encargada de la ejecución 
			de las condenas judiciales, de la prosecución de los procesos y de 
			la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo penosa es la 
			animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran 
			utilidad, no se encuentra quien la quiera servir o, por lo menos, 
			quien quiera desempeñarla con toda la severidad que exigen las 
			leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensable, porque 
			sería inútil administrar justicia si las sentencias no se 
			cumpliesen, y la sociedad civil sería tan imposible sin la ejecución 
			de los fallos como lo sería sin la justicia que los dicta. Pero es 
			bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistratura 
			única. Es preciso repartirlas entre los miembros de los diversos 
			tribunales y según la naturaleza de las acciones y de las 
			reclamaciones judiciales. Además, las magistraturas que son extrañas 
			al procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las causas 
			en que figuran jóvenes, las ejecuciones deberán confiarse con 
			preferencia a los magistrados jóvenes. En cuanto a los 
			procedimientos que afectan a los magistrados públicos, debe 
			procurarse que la magistratura que ejecuta sea distinta de la que ha 
			condenado; que, por ejemplo, los inspectores de la ciudad ejecuten 
			las providencias de los inspectores de los mercados, así como las 
			providencias de los primeros deberán ejecutarse por otros 
			magistrados. La ejecución será tanto más completa cuanto más débil 
			sea la animadversión que excite contra los agentes encargados de la 
			misma. Se duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas 
			manos la condenación y la ejecución; y cuando se extiende a todas 
			las cosas las funciones de juez y de ejecutor, dejándolas siempre en 
			unas mismas manos, se provoca la execración general. Muchas veces se 
			distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor, como 
			sucede en Atenas con el tribunal de los Once. Esta separación de 
			funciones es oportuna, y deben discurrirse medios a propósito para 
			hacer menos odioso el destino de carcelero, el cual es tan necesario 
			como todos los demás de que hemos hablado. Los hombres de bien se 
			resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso 
			confiarle a hombres corruptos, porque se debería más bien guardarlos 
			a ellos que no encomendarles la guarda de los demás. Importa, por 
			tanto, que la magistratura encargada de estas funciones no sea la 
			única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la juventud 
			y los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las 
			diversas magistraturas deberán encargarse sucesivamente de estos 
			penosos cuidados. 
			 
			Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la 
			ciudad. 
			 
			En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables, 
			pero que son de un orden más superior, porque exigen un mérito 
			reconocido, y sólo la confianza es la que motiva su obtención. De 
			esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad y a todos 
			los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de 
			guerra, es preciso velar igualmente por la guarda de las puertas y 
			de las murallas, y por su sostenimiento. También es preciso formar 
			los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los diversos 
			cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas 
			estas atribuciones son más o menos numerosas según las localidades; 
			así en las pequeñas ciudades un solo funcionario puede cuidar de 
			todas estas cosas. Los magistrados que desempeñan estos empleos se 
			llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Estado tiene 
			caballería, infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de 
			mar, cada grupo de éstos tiene precisamente funcionarios especiales, 
			llamados jefes de la marinería, de la caballería, de las falanges; o 
			también, siguiendo la subdivisión de estos primeros cargos, se les 
			llama jefes de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de 
			cualquier otro cuerpo que sea sólo una parte de los primeros. Todas 
			estas funciones son ramas de la administración militar, que encierra 
			todos los matices que acabamos de indicar. Manejando de continuo 
			algunas magistraturas, y podría decirse quizá todas, los fondos 
			públicos, es absolutamente preciso que el que recibe y depura las 
			cuentas de los demás esté totalmente separado de éstos, y no tenga 
			exclusivamente otro cuidado que aquél. Los funcionarios que 
			desempeñan este cargo se llaman ya interventores, ya examinadores, 
			identificadores o agentes del tesoro. 
			 
			Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas, 
			porque de ella dependen las más de las veces la fijación y la 
			recaudación de los impuestos, está la magistratura que preside la 
			asamblea general en los Estados en que el pueblo es soberano. Para 
			convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios 
			especiales. Se les llama ya comisarios preparadores, porque preparan 
			las deliberaciones, ya senadores, sobre todo en los Estados en que 
			el pueblo decide en última instancia. 
			 
			Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas. 
			 
			Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los 
			precedentes, que es el relativo al culto de los dioses, el cual está 
			a cargo de los pontífices e inspectores de las cosas sagradas, que 
			cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de otros 
			objetos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es 
			única, y esto es lo más común en los Estados pequeños; otras se 
			divide en muchos cargos, completamente distintos del sacerdocio, que 
			están confiados a los ordenadores de las fiestas religiosas, a los 
			inspectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas. 
			Después viene otra magistratura totalmente distinta, a la cual está 
			confiado el cuidado de todos los sacrificios públicos que la ley no 
			encomienda a los pontífices, y cuya importancia sólo nace de su 
			carácter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el 
			nombre de arcontes, allá el de reyes, en otra parte el de pritaneos. 
			 
			En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al 
			Estado tienen por objeto el culto, la guerra, las contribuciones y 
			gastos públicos, los mercados, la policía de la ciudad, los puertos 
			y los campos, así como también los tribunales, las convenciones 
			entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de 
			los juicios, la custodia de los penados, el examen, comprobación y 
			liquidación de las cuentas públicas; y por último, las 
			deliberaciones sobre los negocios generales del Estado. 
			 
			En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia 
			general no impide el buen orden, es donde principalmente se 
			establecen magistraturas encargadas de velar por las mujeres y los 
			jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumplimiento 
			de las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de 
			la vigilancia en los juegos solemnes, en las fiestas de Baco y en 
			todos los de la misma naturaleza. Algunas de estas magistraturas son 
			evidentemente contrarias a los principios de la democracia; por 
			ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la 
			imposibilidad de tener esclavos, los pobres se ven precisados a 
			asociar a sus trabajos a sus mujeres e hijos; y de los tres sistemas 
			de magistraturas, entre las que se distribuyen mediante la elección 
			las funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes, 
			comisarios, senadores, el primero es aristocrático; el segundo, 
			oligárquico, y el tercero, democrático. 
			 
			En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las 
			funciones públicas. 
			 
			Fin del Libro 7  |