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			 Capítulo I 
			 
			De los deberes del legislador 
			 
			En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, 
			sino que llegan a abrazar completamente todo un orden de hechos, 
			cada una de aquéllas debe estudiar por su parte todo cuanto se 
			refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los 
			ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? 
			¿Cómo deben modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es 
			necesariamente el ejercicio más favorable el que conviene mejor a 
			las naturalezas más vigorosas y más bellas? ¿Qué ejercicios son los 
			que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno que pueda 
			convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en 
			la gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del 
			gimnasio aspirase a adquirir el vigor y la destreza de un atleta de 
			profesión, el pedotribo y el gimnasta no son por eso menos capaces 
			de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo de 
			fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de 
			la medicina, de la construcción naval, de la fabricación de vestidos 
			y de todas las demás artes en general. 
			 
			Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar 
			cuál es la mejor forma de gobierno, cuál la naturaleza de este 
			gobierno, y mediante qué condiciones sería tan perfecto cuanto pueda 
			desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y, por otra 
			parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los 
			diversos pueblos, a los más de los cuales no podrá, probablemente, 
			darse una constitución perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto 
			el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los elementos 
			que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y 
			el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse que deben, también, 
			ser capaces de emitir su juicio sobre una constitución que 
			hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud de los 
			datos que se les suministren, los principios que la harían viable 
			desde su origen y le asegurarían, una vez establecida, la más larga 
			duración posible. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no 
			hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer 
			completamente, por otra parte, de los elementos indispensables, que 
			no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que 
			tuviesen aún mucho que perfeccionar. 
			 
			Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en 
			conocer la constitución que, pasando generalmente como la mejor, 
			pueda darse a la mayor parte de las ciudades, es preciso confesar 
			que las más de las veces los escritores políticos, aun dando pruebas 
			de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque 
			no basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un 
			gobierno practicable, que pueda aplicarse fácilmente a todos los 
			Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos presentan 
			constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se 
			inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a 
			Lacedemonia o a otro Estado cualquiera, a costa de todos los demás 
			que existen en la actualidad. Cuando se propone una constitución, es 
			preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución, 
			partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por 
			lo demás, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo 
			que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por primera vez. 
			Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que 
			acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un 
			gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente 
			imposible si no conociera todas las formas diversas de gobierno; 
			pues es, en verdad, un error grave creer, como sucede comúnmente, 
			que no hay más que una especie de democracia y una sola especie de 
			oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y 
			combinaciones posibles de las diversas formas políticas es preciso 
			acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más 
			perfectas, y de las que son mejores con relación a cada 
			constitución; porque las leyes deben ser hechas para las 
			constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio 
			que reconocen todos los legisladores. La constitución del Estado 
			tiene por objeto la organización de las magistraturas, la 
			distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en 
			una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación 
			política. Las leyes, por el contrario, distintas de los principios 
			esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que 
			ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la 
			represión de los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es, 
			por tanto, absolutamente necesario conocer el número y las 
			diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder 
			dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las 
			oligarquías, a todas las democracias, porque son muchas sus especies 
			y no una sola. 
			 
			Capítulo II 
			 
			Resumen de lo precedente e indicación de lo que sigue 
			 
			En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido 
			tres especies de constituciones puras: el reinado, la aristocracia y 
			la república; y otras tres especies que son desviaciones de las 
			primeras: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo 
			es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. 
			Hemos hablado ya de la aristocracia y del reinado; porque tratar de 
			un gobierno perfecto era tanto como tratar de estas dos formas, 
			puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa 
			virtud. Además, hemos explicado las diferencias entre la 
			aristocracia y el reinado, y hemos dicho lo que constituye 
			especialmente el reinado. Resta que hablemos del gobierno que recibe 
			el nombre común de república, y de las otras constituciones, la 
			oligarquía, la demagogia y la tiranía. 
			 
			Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de 
			degradación. El peor de todos será seguramente el que es la 
			corrupción del primero y más divino de los buenos gobiernos. Ahora 
			bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna 
			realidad, o descansa necesariamente en la absoluta superioridad del 
			individuo que reina. Por tanto, la tiranía será el peor de todos los 
			gobiernos, como que es el más distante del gobierno perfecto. En 
			segundo lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la 
			aristocracia; y por último, la demagogia, que es el más soportable 
			de los malos gobiernos. Un escritor ha tratado de esto antes que 
			nosotros; pero su punto de vista difería del nuestro, puesto que, 
			admitiendo que todos estos gobiernos eran regulares y que lo mismo 
			la oligarquía que los demás podían ser buenos, ha declarado que la 
			demagogia era el menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de 
			los malos. Nosotros, por el contrario, consideramos radicalmente 
			malas estas tres especies de gobierno, y nos guardamos bien de 
			afirmar que esta oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan 
			sólo que es menos mala. Mas prescindamos por el momento de esta 
			divergencia de opinión. 
			 
			Fijaremos, desde luego, lo mismo respecto de la democracia que de la 
			oligarquía, el número de estos diversos géneros que atribuimos a 
			ambas. Entre estas diferentes formas, ¿cuál es la más aplicable y la 
			mejor, después del gobierno perfecto, si es que hay alguna 
			constitución aristocrática distinta de aquélla y que tenga algún 
			mérito? En seguida, ¿cuál es, entre todas las formas políticas, la 
			que puede convenir a la generalidad de los Estados? Indagaremos 
			después cuál de las constituciones inferiores es preferible para un 
			pueblo dado, porque, evidentemente, según sean éstos, la democracia 
			es mejor que la oligarquía y viceversa. Luego, una vez adoptada la 
			oligarquía o la democracia, ¿cómo deben organizarse según el grado 
			en que lo sean? Y, para terminar, después de haber pasado 
			rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde sea 
			conveniente, procuraremos designar las causas más comunes de la 
			caída y de la prosperidad de los Estados, sea en general con 
			relación a todas las constituciones, sea en particular con relación 
			a cada una de ellas. 
			 
			Capítulo III 
			 
			Relación de las constituciones con los elementos sociales 
			 
			Lo que hace que sean múltiples las formas de las constituciones es, 
			precisamente, la multiplicidad de los elementos que constituyen 
			siempre al Estado. En primer lugar, todo Estado se compone de 
			familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hombres 
			necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo 
			entre los ricos que entre los pobres, hay unos que tienen armas y 
			otros que no las tienen. En el pueblo encontramos labradores, 
			mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superiores hay muchos 
			grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos 
			extensas. El sostenimiento de los caballos, por ejemplo, es un gasto 
			que, en general, sólo los ricos pueden soportar. Así es que en los 
			antiguos tiempos todos los Estados cuya fuerza militar estaba 
			constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La 
			caballería era entonces la única arma que se conocía para atacar a 
			los pueblos vecinos, como lo atestigua la historia de Eretria Calcis, 
			de Magnesia, situada a orillas del Meandro, y de muchas otras 
			ciudades de Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es 
			preciso unir las que proceden del nacimiento, de la virtud y de 
			tantas otras circunstancias que hemos indicado al tratar de la 
			aristocracia y al enumerar los elementos indispensables de todo 
			Estado. Pues bien, estos elementos pueden tomar parte en el poder, 
			sea en su totalidad, sea en mayor o menor número. De aquí se sigue 
			evidentemente que las especies de constituciones deben ser por 
			necesidad tan diversas como estos mismos elementos lo son entre sí, 
			y según sus especies diferentes. La constitución no es otra cosa que 
			la repartición regular del poder, que se divide siempre entre los 
			asociados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud 
			de cierto principio de igualdad común; es decir, que se puede dar 
			una parte a los ricos y otra a los pobres, o dar a todos derechos 
			comunes, de manera que las constituciones serán necesariamente tan 
			numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes 
			del Estado, en razón de su superioridad respectiva y de sus 
			diferencias. 
			 
			Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas 
			partes, a la manera que se reconocen dos clases de vientos, los del 
			norte y los del mediodía, de los cuales son los demás como 
			derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía, 
			porque se supone que la aristocracia no es más que una forma de la 
			oligarquía con la cual se confunde, así como lo que se llama 
			república no es más que una forma de la democracia a manera que el 
			viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del 
			viento del mediodía. Algunos autores han llevado la comparación más 
			lejos. En la armonía, dicen, no se reconocen más que dos modos 
			fundamentales, el dórico y el frigio; y, según este sistema, todas 
			las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de estos dos 
			modos. 
			 
			Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que 
			comúnmente se adoptan prefiriendo la que nosotros hemos dado como 
			más verdadera y exacta. Según nosotros, no hay más que dos 
			constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada, de la cual 
			todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos 
			los modos se derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las 
			constituciones se derivan de la constitución modelo; y son 
			oligárquicas si el poder está concentrado y es más despótico; 
			democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y 
			son más suaves. 
			 
			Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente 
			la democracia en la soberanía del número; porque en las mismas 
			oligarquías, y puede decirse que en todas partes, la mayoría es 
			siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste tampoco en 
			la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil 
			trescientos ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan 
			de todo poder político a los otros trescientos, que aunque pobres, 
			son tan libres como los otros e iguales en todo, excepto en la 
			riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es 
			democrático? Y en igual forma, si los pobres, estando en minoría, 
			son superiores políticamente a los ricos, aunque estos últimos sean 
			más numerosos, tampoco se podrá decir que ésta sea una oligarquía, 
			si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno. 
			Ciertamente, es más exacto decir que hay democracia allí donde la 
			soberanía reside en todos los hombres libres, y oligarquía, donde 
			pertenece exclusivamente a los ricos. Que los pobres estén en 
			mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias 
			secundarias; pero la mayoría es libre, y es la minoría la que es 
			rica. Si el poder se repartiera según la estatura y la hermosura, 
			como se dice que se hace en Etiopía, resultaría una oligarquía, 
			porque la hermosura y la elevada estatura son condiciones muy poco 
			comunes. No sería error menos grave el fundar únicamente los 
			derechos políticos sobre bases tan deleznables. Como la democracia y 
			la oligarquía encierran muchas clases de elementos, es preciso 
			proceder con cautela en este punto. No hay democracia allí donde 
			cierto número de hombres libres que están en minoría mandan sobre 
			una multitud que no goza de libertad. Citaré a Apolonia, situada en 
			el golfo jónico, y a Tera. En estas dos ciudades pertenecía el poder 
			a algunos ciudadanos de nacimiento ilustre, que eran los fundadores 
			de las colonias, con exclusión de la inmensa mayoría. Tampoco hay 
			democracia cuando la soberanía reside en los ricos, ni aun 
			suponiendo que al mismo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace 
			tiempo en Colofón, donde antes de la guerra de Lidia los más de los 
			ciudadanos poseían fortunas considerables. No hay verdadera 
			democracia sino allí donde los hombres libres, pero pobres, forman 
			la mayoría y son soberanos. No hay oligarquía más que donde los 
			ricos y los nobles, siendo pocos en número, ejercen la soberanía. 
			 
			Estas consideraciones bastan para probar que las constituciones 
			pueden ser numerosas y diversas, y por qué lo son. A esto debe 
			añadirse que hay muchas especies en las constituciones de que 
			hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo nacen? Es 
			lo que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que 
			antes hemos expuesto. 
			 
			Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte, 
			sino de muchas; pues bien, cuando en historia natural se quieren 
			conocer todas las especies del reino animal, se comienza por 
			determinar los órganos indispensables de todo animal; por ejemplo, 
			algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que 
			reciben y digieren los alimentos, como la boca y el estómago, y, 
			además, el aparato locomotor de cada especie. Suponiendo que no haya 
			más órganos que éstos, pero que fuesen semejantes entre sí, esto es 
			que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el 
			aparato de la locomoción no se pareciesen, el número de las 
			combinaciones de los mismos que se dieran en la realidad daría lugar 
			a otras tantas especies distintas de animales; porque es imposible 
			que una misma especie tenga un mismo órgano, boca u oído, de muchas 
			y diferentes clases. Todas las combinaciones posibles de estos 
			órganos bastarán para constituir especies nuevas de animales, y 
			estas especies serán, precisamente, tan múltiples cuanto puedan 
			serlo las combinaciones de los órganos indispensables. 
			 
			Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos 
			aquí; porque el Estado, como he dicho muchas veces, se compone, no 
			de un solo elemento, sino de elementos muy numerosos. 
			 
			De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las 
			subsistencias para la sociedad; de otro, los artesanos forman otra 
			clase dedicada a todas las artes sin las cuales la ciudad no podría 
			existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de adorno y 
			de las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de 
			los comerciantes, en otros términos, la de los que venden y compran 
			en los grandes mercados y establecimientos; una cuarta clase se 
			compone de mercenarios, una quinta de guerreros, clase tan 
			indispensable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse 
			de las invasiones y evitar el caer en la esclavitud; porque ¿es 
			posible suponer que un Estado, verdaderamente digno de este nombre, 
			pueda nunca ser considerado como esclavo por naturaleza? El Estado 
			se basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no. 
			 
			En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera 
			ingeniosa, pero insuficiente. Sócrates da en ella por sentado que el 
			Estado se compone de cuatro clases completamente indispensables: 
			tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encontrando después 
			esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por 
			último, el negociante y el mercader, y con esto cree que ha llenado 
			todos los vacíos de su plan primitivo. Así que a sus ojos todo 
			Estado se forma solamente para satisfacer las necesidades 
			materiales, y no en primer término para un fin moral, el cual, según 
			Platón, no es más indispensable que los zapateros y labradores. 
			Sócrates ni aun quiere la clase de guerreros, sino para el momento 
			en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se encuentre en 
			contacto y en guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas 
			cuatro clases o más de asociados que enumera Platón, es 
			absolutamente preciso que haya un individuo que administre justicia 
			y regule los derechos de cada uno; y si se admite que en el ser 
			animado el alma es la parte esencial con preferencia al cuerpo, ¿no 
			deberá reconocerse también que sobre estos elementos necesarios para 
			la satisfacción de las necesidades inevitables de la existencia se 
			encuentra también en el Estado la clase de guerreros y la de los 
			árbitros de la justicia social? ¿Y no debe añadirse a estas dos la 
			clase que decide los intereses generales del Estado, atribución 
			especial de la inteligencia política? Que todas estas funciones 
			estén aisladas y repartidas entre ciertos individuos o que se 
			ejerzan todas por las mismas manos, poco importa a nuestro 
			razonamiento, porque muchas veces la función del guerrero y la del 
			labrador se encuentran reunidas; pero si es preciso admitir como 
			elementos del Estado a los unos y a los otros, no es, en verdad, el 
			elemento guerrero el menos necesario. A éstas añado yo una séptima 
			clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos, que 
			es la de los ricos; después, una octava, la de los administradores 
			de Estado, de aquellos que se consagran al desempeño de las 
			magistraturas, puesto que el Estado no puede existir sin 
			magistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean 
			capaces de mandar a los demás y que se consagren a este servicio 
			público, sea por toda la vida, sea temporal y alternativamente. 
			Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de hablar, 
			que decide los negocios generales y juzga en las contiendas 
			particulares. 
			 
			Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa 
			organización de todos estos elementos, lo será igualmente que haya 
			entre todos los hombres llamados al poder cierto número de ellos que 
			estén dotados de virtud. 
			 
			Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin 
			inconveniente acumularse y que un mismo individuo puede ser a la vez 
			guerrero, labrador, artesano, juez y senador. Además, todos los 
			hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces de 
			desempeñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se 
			pueden acumular son la pobreza y la riqueza, y por esto los ricos y 
			los pobres son las dos porciones más distintas del Estado. Por otra 
			parte, como ordinariamente los pobres están en mayoría y los ricos 
			en minoría, se les considera como dos elementos políticos 
			completamente opuestos. Consecuencia de esto es que el predominio de 
			los unos o de los otros constituye la diferencia entre las 
			constituciones, que por tanto quedan, al parecer, reducidas 
			solamente a dos: la democracia y la oligarquía. 
			 
			Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de 
			constituciones, y hemos expresado la causa; y ahora vamos a probar 
			que hay también muchas especies de democracias y de oligarquías. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			Especies diversas de democracia 
			 
			Esta multiplicidad de especies en la democracia y en la oligarquía 
			es una consecuencia evidente de los razonamientos que preceden, 
			puesto que hemos reconocido que en la clase inferior hay muchos 
			grados y que la que se llama clase distinguida no los tiene menos. 
			En la clase inferior pueden reconocerse los labradores, los 
			artesanos, los comerciantes, ya vendan o compren, y las gentes de 
			mar, ya sean militares, navegantes costaneros o pescadores. Muchas 
			veces, cada una de estas profesiones diversas comprende una 
			infinidad de individuos. Bizancio y Tarento están pobladas de 
			pescadores; Atenas, de marineros; Egina y Quíos, de negociantes; 
			Ténedos, de comerciantes de cabotaje. También pueden comprenderse en 
			la clase inferior los obreros, las personas que no tienen bastante 
			fortuna para vivir sin trabajar, los que son ciudadanos y libres 
			sólo por el lado del padre o de la madre, y, en fin, todos aquellos 
			cuyos medios de existencia se aproximan a los de los que acabamos de 
			enumerar. En la clase elevada, las distinciones se fundan en la 
			fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras 
			circunstancias análogas. 
			 
			La igualdad es la que caracteriza la primera especie de democracia y 
			la igualdad fundada por la ley en esta democracia significa que los 
			pobres no tendrán derechos más extensos que los ricos, y que ni unos 
			ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que lo serán todos en 
			igual proporción. Por tanto, si la libertad y la igualdad son, como 
			se asegura, las dos bases fundamentales de la democracia, cuanto más 
			completa sea esta igualdad en los derechos políticos, tanto más se 
			mantendrá la democracia en toda su pureza; porque siendo el pueblo 
			en este caso el más numeroso, y dependiendo la ley del dictamen de 
			la mayoría, esta constitución es necesariamente una democracia. Esta 
			es la primera especie de democracia. 
			 
			Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se 
			obtienen con arreglo a una renta, que de ordinario es muy moderada. 
			Los empleos en esta democracia deben ser accesibles a todos los que 
			tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En una 
			tercera especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no 
			se pone en duda obtienen las magistraturas, pero la ley reina 
			soberanamente. En otra, basta para ser magistrado ser ciudadano con 
			cualquier título, dejándose aún la soberanía a la ley. Una quinta 
			especie tiene las mismas condiciones, pero traspasa la soberanía a 
			la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión 
			popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia 
			de los demagogos. 
			 
			En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay 
			demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados 
			la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde 
			la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdadero 
			monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no 
			individualmente, sino en cuerpo. Homero ha censurado la 
			multiplicidad de jefes, pero no puede decirse si quiso hablar, como 
			hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de un poder repartido 
			entre muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto 
			como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el 
			yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores 
			del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su género 
			lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos 
			encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos 
			ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro 
			mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador 
			tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; 
			el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrupto. Los 
			demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a 
			la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque su 
			propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del 
			pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza 
			que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener 
			motivo para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo 
			del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los 
			poderes legales quedan destruidos. Con razón puede decirse que esto 
			constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una 
			constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la 
			soberanía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios 
			generales, como el magistrado decide los negocios particulares en la 
			forma prescrita por la constitución. Si la democracia es una de las 
			dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se 
			resuelve de plano mediante decretos populares no es, a decir verdad, 
			una democracia, puesto que tales decretos no pueden nunca dictar 
			resoluciones de carácter general legislativo. 
			 
			He aquí lo que teníamos que decir sobre las formas diversas de la 
			democracia. 
			 
			Capítulo V 
			 
			Especies diversas de oligarquía 
			 
			El carácter distintivo de la primera especie de oligarquía es la 
			fijación de un censo bastante alto, para que los pobres, aunque 
			estén en mayoría, no puedan aspirar al poder, abierto sólo a los que 
			poseen la renta fijada por la ley. En una segunda especie, el censo 
			exigido para tomar parte en el gobierno es de consideración, y el 
			cuerpo de magistrados tiene el derecho de elegir sus propios 
			miembros. Sin embargo, es preciso decir que si la elección ha de 
			recaer entre todos los incluidos en el censo, la institución parece 
			más bien aristocrática; y sólo es oligárquica cuando el círculo de 
			la elección es limitado. Una tercera especie de oligarquía se funda 
			en la sucesión, a manera de herencia, en los empleos que pasan de 
			padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este principio 
			hereditario el de la soberanía de los magistrados, la cual sustituye 
			al reinado de la ley. Esta última forma corresponde perfectamente a 
			la tiranía en los gobiernos monárquicos; y en las democracias, a la 
			especie de que últimamente hemos hablado. Esta especie de oligarquía 
			se llama dinastía o gobierno de la fuerza. 
			 
			Tales son las formas diversas de oligarquía y de democracia. Es 
			preciso, sin embargo, añadir aquí una observación importante, y es 
			que muchas veces, aunque la constitución no sea democrática, el 
			gobierno, efecto de la tendencia de las costumbres y de los 
			espíritus, es popular; y recíprocamente en otros casos, aunque la 
			constitución legal sea más bien democrática, la tendencia de las 
			costumbres y de los espíritus es oligárquica. Pero esta discordancia 
			es casi siempre el resultado de una revolución, y nace de que se 
			evita hacer innovaciones bruscas; y prefiriendo contentarse con 
			usurpaciones progresivas y de poca consideración, se dejan en pie 
			las leyes anteriores; pero los jefes de la revolución no son por eso 
			menos dueños del Estado. 
			 
			Es una consecuencia evidente de los principios antes sentados que no 
			hay otras especies de democracias y de oligarquías que las que hemos 
			dicho. En efecto, necesariamente, los derechos políticos han de 
			pertenecer a todas las partes del pueblo enumeradas más arriba, o 
			sólo a algunas de ellas con exclusión de las demás. Cuando los 
			agricultores y los hombres de mediana fortuna son soberanos en el 
			Estado, éste debe ser regido por la ley, puesto que los ciudadanos 
			ocupados en los trabajos a que deben su subsistencia no tienen el 
			tiempo de sobra necesario para dedicarse a los negocios públicos; 
			ellos se remiten para esto a la ley, y no se reúnen en la asamblea 
			política sino en los casos absolutamente indispensables. Por lo 
			demás, los derechos pertenecen, sin ninguna distinción, a todos los 
			empadronados en el censo legal; porque si no se hiciera esta 
			prerrogativa completamente general, se constituiría una oligarquía. 
			Pero como la mayor parte de los ciudadanos no tiene una renta 
			segura, les falta tiempo para ocuparse de los asuntos generales; y 
			he aquí cómo se establece esta primera especie de democracia. 
			 
			La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado 
			es aquella en la que todos los ciudadanos de cuyo origen no se duda 
			tienen derechos políticos, aunque realmente sólo los gozan los que 
			pueden vivir sin trabajar. En esta democracia, las leyes son todavía 
			soberanas, porque los ciudadanos, en general, no son bastante ricos, 
			ni tienen bastantes rentas propias. 
			 
			En la tercera especie, basta ser libre para poseer derechos 
			políticos. Pero aquí también la necesidad de trabajar impide a casi 
			todos los ciudadanos el ejercerlos: y la soberanía de la ley no es 
			menos indispensable que en las dos primeras especies. 
			 
			La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Habiendo 
			alcanzado más extensión los Estados, que la tenían escasa en un 
			principio, y aumentado su bienestar con el crecimiento de las rentas 
			públicas, la multitud adquirió, a causa de su importancia, todos los 
			derechos políticos; y los ciudadanos pudieron entonces consagrarse 
			en común a la dirección de los negocios generales, porque tenían 
			tiempo de sobra, y se procuró a los menos acomodados, por medio de 
			indemnizaciones, el tiempo necesario para consagrarse también a la 
			cosa pública. Estos mismos ciudadanos pobres son los más 
			desocupados, puesto que no tienen intereses particulares de que 
			cuidar, circunstancia que con tanta frecuencia no permitía a los 
			ricos concurrir a las asambleas del pueblo y a los tribunales de que 
			son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocupando el lugar 
			de las leyes. 
			 
			Tales son las causas necesarias que determinan el número y las 
			diversidades de las democracias. 
			 
			La primera especie de oligarquía es aquella en la que la mayoría de 
			los ciudadanos posee riquezas inferiores a las de que acabamos de 
			hablar, y que son de poca consideración. El poder se atribuye a 
			todos aquellos que tienen la renta legal; y el ser tantos los 
			ciudadanos que adquieren de esta manera los derechos políticos ha 
			sido causa de que se haya atribuido la soberanía a la ley y no a los 
			hombres. Estando muy distantes a causa de su número de la unidad 
			monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un ocio absoluto, 
			y no bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen 
			necesidad de proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos 
			mismos soberanos. Si suponemos que los poseedores de renta son menos 
			numerosos que en la primera hipótesis, y las fortunas más pingües, 
			tendremos la segunda especie de oligarquía. La ambición entonces se 
			aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre los demás 
			ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del gobierno. 
			Poco poderosos aún para reinar sobre la ley, lo son bastante, sin 
			embargo, para hacer dictar la que les concede estas inmensas 
			prerrogativas. Concentrando en un número de manos todavía menor las 
			fortunas que han llegado ya a ser demasiado grandes, se llega al 
			tercer grado de la oligarquía, en el cual los miembros de la minoría 
			desempeñan personalmente las funciones, pero conforme a la ley que 
			las hace hereditarias. Suponiendo en los miembros de la oligarquía 
			un nuevo aumento de riquezas y de partidarios, este gobierno 
			hereditario se aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la 
			ley, reinan en él. Esta cuarta forma de oligarquía corresponde a la 
			última forma de democracia. 
			 
			Al lado de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas 
			políticas, una de las cuales, según reconocen todos los autores y 
			nosotros también, forma parte de las cuatro principales 
			constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas 
			constituciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la 
			llamada aristocracia. Una quinta forma política es aquella que 
			recibe el nombre genérico de todas las demás, y que se llama 
			comúnmente república; como es muy rara, pasa desapercibida a los 
			ojos de los autores que pretenden enumerar las especies diversas de 
			gobierno y que sólo reconocen las cuatro que acabamos de indicar, 
			como ha hecho Platón en sus dos repúblicas. 
			 
			Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que 
			hemos tratado precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia 
			sólo se aplica verdaderamente con toda exactitud al Estado compuesto 
			de ciudadanos que son virtuosos en toda la extensión de la palabra, 
			y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este 
			Estado es el único en que el hombre de bien y el buen ciudadano se 
			confunden en una identidad absoluta. En todos los demás sólo se 
			tiene la virtud que está en relación con la constitución particular 
			bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas que, 
			diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república, 
			reciben el nombre de aristocracias; estos son los sistemas en que 
			los magistrados son escogidos tomando en cuenta el mérito, por lo 
			menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se aleja de la 
			oligarquía y de la república, y toma el nombre de aristocracia; y es 
			que, en efecto, no hay necesidad de que la virtud sea el objeto 
			especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciudadanos 
			tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la 
			aristocracia. Así pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud 
			tienen derechos políticos, la constitución puede ser todavía 
			aristocrática, como en Cartago; y cuando la ley se limita, como en 
			Esparta, a los dos últimos elementos, la virtud y la multitud, la 
			constitución es una mezcla de democracia y de aristocracia. Y así, 
			la aristocracia, además de su primera y más perfecta especie, tiene 
			también las dos formas que acabamos de decir, y hasta una tercera 
			que presentan todos los Estados que se inclinan más que la república 
			propiamente dicha hacia el principio oligárquico. 
			 
			Capítulo VI 
			 
			Idea general de la república 
			 
			No nos quedan ya más que dos gobiernos de que ocuparnos: del que se 
			llama vulgarmente república y de la tiranía. Si coloco aquí la 
			república, aunque no sea un gobierno degradado, como no lo son 
			tampoco las aristocracias de que acabamos de hablar, lo hago porque, 
			a decir verdad, todos los gobiernos sin excepción no son más que 
			corrupciones de la constitución perfecta. Pero se clasifica 
			ordinariamente la república entre estas aristocracias; ella da, como 
			éstas, origen a otras formas menos puras aún, como dije al 
			principio. La tiranía debe, necesariamente, ocupar el último puesto, 
			porque no es un verdadero gobierno; lo es menos aún que cualquiera 
			otra forma política; y nuestras indagaciones sólo tienen por fin el 
			estudio de los gobiernos. Después de haber indicado los motivos de 
			nuestra clasificación, pasemos al examen de la república. Ahora 
			conoceremos mejor su verdadero carácter, después del examen que 
			hemos hecho de la democracia y de la oligarquía; porque la república 
			no es más que una combinación de estas dos formas. 
			 
			Es costumbre dar el nombre de república a los gobiernos que se 
			inclinan a la democracia, y el de aristocracia a los que se inclinan 
			a la oligarquía; y esto consiste en que la ilustración y la nobleza 
			son ordinariamente patrimonio de los ricos; los cuales, además, se 
			ven colmados ampliamente con aquellos dones que muchas veces compran 
			otros por medio del crimen, y que aseguran a sus poseedores un 
			renombre de virtud y una alta consideración. Como el sistema 
			aristocrático tiene por fin dar la supremacía política a estos 
			ciudadanos eminentes, se ha pretendido deducir de aquí que las 
			oligarquías se componen, en general, de hombres virtuosos y 
			apreciables. Parece imposible que un gobierno dirigido por los 
			mejores ciudadanos no sea excelente, no debiendo darse un mal 
			gobierno sino en Estados regidos por hombres corruptos. Y, 
			recíprocamente, parece imposible que donde la administración no es 
			buena el Estado sea gobernado por los mejores ciudadanos. Pero es 
			preciso observar que las buenas leyes no constituyen por sí solas un 
			buen gobierno, y que lo que importa, sobre todo, es que estas leyes 
			buenas sean observadas. No hay, pues, buen gobierno sino donde en 
			primer lugar se obedece la ley, y después, la ley a que se obedece, 
			está fundada en la razón; porque podría también prestarse obediencia 
			a leyes irracionales. La excelencia de la ley puede, por lo demás, 
			entenderse de dos maneras: la ley es la mejor posible, relativamente 
			a las circunstancias; o la mejor posible de una manera general y en 
			absoluto. 
			 
			El principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en 
			atribuir el predominio político a la virtud; porque el carácter 
			especial de la aristocracia es la virtud, como la riqueza es el de 
			la oligarquía, y la libertad el de la democracia. Todas tres 
			admiten, por otra parte, la supremacía de la mayoría, puesto que, en 
			unas como en otras, la decisión acordada por el mayor número de 
			miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de ley. Si los más 
			de los gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos 
			aspiran únicamente a combinar los derechos de los ricos y de los 
			pobres, de la fortuna y de la libertad; pues la riqueza, al parecer, 
			ocupa casi en todas partes el lugar del mérito y de la virtud. 
			 
			Tres elementos se disputan en el Estado la igualdad: la libertad, la 
			riqueza y el mérito. No hablo de otro que se llama nobleza, porque 
			no es más que la consecuencia de otros dos, puesto que la nobleza es 
			una antigüedad en riqueza y en talento. Pues bien, la combinación de 
			los dos primeros elementos produce evidentemente la república, y la 
			combinación de todos tres produce la aristocracia más bien que 
			ninguna otra forma. Téngase en cuenta que yo siempre clasifico y 
			pongo aparte la verdadera aristocracia de que he hablado al 
			principio. 
			 
			Hemos demostrado, pues, que al lado de la monarquía, de la 
			democracia y de la oligarquía, existen otros sistemas políticos. 
			Hemos explicado la naturaleza de estos sistemas, las distintas 
			aristocracias y las diferencias que hay entre las repúblicas y las 
			aristocracias; pudiendo verse claramente que todas estas formas 
			están menos distantes las unas de las otras de lo que podría 
			creerse. 
			 
			Capítulo VII 
			 
			Más sobre la república 
			 
			En vista de estas primeras consideraciones, examinaremos ahora cómo 
			la república propiamente dicha se establece al lado de la oligarquía 
			y de la democracia, y cómo debe constituirse. Esta indagación 
			tendrá, además, la ventaja de que mediante ella podremos fijar 
			claramente los límites de la oligarquía y de la democracia; porque, 
			tomando algunos principios de estas dos constituciones tan opuestas, 
			hemos de formar la república como se forma un símbolo amistoso, 
			uniendo las partes separadas. 
			 
			Hay tres modos posibles de combinación y de mezcla. En primer lugar, 
			puede reunirse la legislación de la oligarquía y la de la democracia 
			relativa a una materia dada, por ejemplo, al poder judicial. Así en 
			la oligarquía se condena al rico a una multa si no concurre al 
			tribunal, y no se da nada al pobre cuando concurre; en las 
			democracias, por el contrario, hay indemnización para los pobres y 
			no hay multa para los ricos. La reunión de ambas es un término medio 
			y común de estas instituciones diversas: multa para los ricos, 
			indemnización para los pobres; y esta institución nueva es 
			republicana, porque no es más que la mezcla de las otras dos. Este 
			es el primer modo de combinación. El segundo consiste en tomar un 
			término medio entre las disposiciones adoptadas por la oligarquía y 
			las de la democracia. En un lado, por ejemplo, el derecho de entrar 
			en la asamblea política se adquiere sin ninguna condición de 
			riqueza, o, por lo menos, con arreglo a un censo moderado; en otro, 
			por el contrario, se exige una renta extremadamente elevada; el 
			término medio consiste en no adoptar ninguna de estas dos tasas y 
			tomar el medio proporcional entre las dos. 
			 
			En tercer lugar, se puede tomar, a la vez, de la ley oligárquica y 
			de la democrática. Y así el uso de la suerte para la designación de 
			los magistrados es una institución democrática. El principio de la 
			elección, por el contrario, es oligárquico; así como no exigir renta 
			para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo 
			es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán estas dos 
			disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la 
			democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse 
			la oligarquía y la democracia. 
			 
			Mas para que el resultado de estas combinaciones sea una mezcla 
			perfecta de oligarquía y de democracia, es preciso que al Estado, 
			producto de la misma, se le pueda llamar indiferentemente 
			oligárquico o democrático, porque esto es evidentemente lo que se 
			entiende por una mezcla perfecta. Ahora bien, el término medio tiene 
			esta cualidad, porque en él se encuentran los dos extremos. Se puede 
			citar como ejemplo la constitución de Lacedemonia. Por una parte, 
			muchos afirman que es una democracia, porque, efectivamente, se 
			descubren en ella muchos elementos democráticos; por ejemplo, la 
			educación común de los hijos, que es exactamente la misma para los 
			de los ricos que para los de los pobres, educándose aquéllos 
			precisamente como podrían serlo éstos; la igualdad, que continúa 
			hasta en la edad siguiente y cuando son ya hombres, sin distinción 
			alguna entre el rico y el pobre; después, la igualdad perfecta en 
			las comidas en común; la identidad de trajes, que hace que el rico 
			ande vestido como un pobre cualquiera; en fin, la intervención del 
			pueblo en las dos grandes magistraturas, la de los senadores, que 
			son por él elegidos, y la de los éforos, que salen de su seno. Por 
			otra parte, se sostiene que la constitución de Esparta es una 
			oligarquía, porque realmente encierra muchos elementos oligárquicos; 
			así los cargos públicos son todos electivos y no se confiere ni uno 
			sólo a la suerte; y algunos magistrados, pocos en número, acuerdan 
			soberanamente el destierro o la muerte, aparte de otras 
			instituciones no menos oligárquicas. 
			 
			Una república en la que se combinan perfectamente la oligarquía y la 
			democracia debe parecer, a la vez, una y otra cosa, sin ser 
			precisamente ninguna de las dos. Debe poder sostenerse por sus 
			propios principios, y no mediante auxilios extraños; y cuando digo 
			que ha de sostenerse por sí misma, no entiendo que deba hacerlo 
			rechazando de su seno la mayor parte de los que quieren participar 
			del poder, cosa que puede alcanzar lo mismo un gobierno bueno que 
			uno malo, sino consiguiendo el acuerdo unánime de todos los 
			ciudadanos, ninguno de los cuales querrá mudar de gobierno. 
			 
			No hay para qué llevar más adelante estas observaciones sobre los 
			medios de constituir la república y todas las demás formas políticas 
			llamadas aristocráticas. 
			 
			Capítulo VIII 
			 
			Breves consideraciones sobre la tiranía 
			 
			Nos falta hablar de la tiranía, de que debemos ocuparnos, no porque 
			merezca que nos detengamos en ella mucho tiempo, sino tan sólo para 
			completar nuestras indagaciones, en las cuales debe ser comprendida, 
			puesto que la hemos incluido entre las formas posibles de gobierno. 
			Hemos tratado antes del reinado, fijándonos sobre todo en el reinado 
			propiamente dicho, es decir, en el reinado absoluto; y hemos hecho 
			ver sus ventajas y sus peligros, su naturaleza, su origen y sus 
			aplicaciones diversas. En el curso de estas consideraciones sobre el 
			reinado hemos indicado dos formas de tiranía, porque estas dos 
			formas se aproximan bastante al reinado, y tienen, como ésta, en la 
			ley su fundamento. Hemos dicho que algunas naciones bárbaras escogen 
			jefes absolutos, y que en tiempos muy remotos los griegos se 
			sometieron a monarcas de este género, llamados esimenetas. Entre 
			estos poderes había, por otra parte, algunas diferencias: eran 
			reales, en cuanto debían a la ley y a la voluntad de los súbditos su 
			existencia; pero eran tiránicos en cuanto su ejercicio era despótico 
			y completamente arbitrario. Queda una tercera especie de tiranía, 
			que, al parecer, merece más particularmente este nombre, y que 
			corresponde al reinado absoluto. Esta tiranía no es otra que la 
			monarquía absoluta, la cual, sin responsabilidad alguna y sólo en 
			interés del señor, gobierna a súbditos que valen tanto o más que él 
			sin consultar para nada los intereses particulares de los mismos. 
			Este es un gobierno de violencia, porque no hay corazón libre que 
			sufra con paciencia una autoridad semejante. Creemos haber dicho 
			bastante sobre la tiranía, el número de sus formas y las causas que 
			las producen. 
			 
			Capítulo IX 
			 
			Continuación de la teoría de la república propiamente dicha 
			 
			¿Cuál es la mejor constitución? ¿Cuál es la mejor organización para 
			la vida de los Estados en general y de la mayoría de los hombres, 
			dejando a un lado aquella virtud que es superior a las fuerzas 
			ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige 
			disposiciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar 
			tampoco en una constitución ideal, sino limitándonos, respecto de 
			los individuos, a la vida que los más de ellos pueden hacer, y 
			respecto de los Estados, a aquel género de constitución que casi 
			todos ellos pueden darse? Las aristocracias vulgares, de que 
			deseamos hablar aquí, o están fuera de las condiciones de la mayor 
			parte de los Estados existentes, o se aproximan a eso que se llama 
			república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la república 
			como si formasen un solo y mismo género; los elementos del juicio 
			que hemos de formar sobre ambas son perfectamente idénticos. 
			 
			Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad 
			consiste en el ejercicio fácil y permanente de la virtud, y que la 
			virtud no es más que un medio entre dos extremos, se sigue de aquí, 
			necesariamente, que la vida más sabia es la que se mantiene en este 
			justo medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que 
			cada cual puede conseguir. 
			 
			Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la 
			excelencia o los vicios del Estado o de la constitución, porque la 
			constitución es la vida misma del Estado. Todo Estado encierra tres 
			clases distintas: los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos muy 
			pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término 
			medio entre aquellos dos extremos. Puesto que se admite que la 
			moderación y el medio es en todas las cosas lo mejor, se sigue 
			evidentemente que en materia de fortuna una propiedad mediana será 
			también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que 
			ninguna otra someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se 
			da oídos con gran dificultad cuando se goza de alguna ventaja 
			extraordinaria en belleza, en fuerza, en nacimiento o en riqueza; o 
			cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el primer 
			caso, el orgullo que da una posición tan brillante arrastra a los 
			hombres a cometer los mayores atentados; en el segundo, la 
			perversidad se inclina del lado de los delitos particulares; los 
			crímenes no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad. Las 
			dos clases extremas, negligentes en el cumplimiento de sus deberes 
			políticos en el seno de la sociedad o en el senado, son igualmente 
			peligrosas para la ciudad. 
			 
			También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva 
			superioridad que proporcionan el influjo de la riqueza, lo numeroso 
			de los partidarios o cualquiera otra circunstancia, ni quiere ni 
			sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina en 
			la casa paterna; el lujo en medio del cual ha vivido constantemente 
			no le permite obedecer ni aun en la escuela. Por otra parte, una 
			extrema indigencia no degrada menos. Y así, la pobreza impide saber 
			mandar y sólo enseña a obedecer a modo de esclavo; la extrema 
			opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y 
			sólo le enseña a mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces 
			es cuando no se ven en el Estado otra cosa que señores y esclavos, 
			ningún hombre libre. De un lado, celos y envidia; de otro, vanidad y 
			altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia recíproca 
			y de esta fraternidad social que es consecuencia de la benevolencia. 
			 
			¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un 
			instante! Lo que principalmente necesita la ciudad son seres iguales 
			y semejantes, cualidades que se encuentran, ante todo, en las 
			situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor gobernado 
			cuando se compone de estos elementos, que, según nosotros, forman su 
			base natural. Estas posiciones medias son también las más seguras 
			para los individuos: no codician, como los pobres, la fortuna de 
			otro, y su fortuna no es envidiada por nadie, como la de los ricos 
			lo es ordinariamente por la indigencia. De esta manera se vive lejos 
			de todo peligro y en una seguridad completa, sin fraguar ni temer 
			conspiraciones. Y así, Focílides decía muy sabiamente: 
			 
			"Un puesto modesto es el objeto de mis aspiraciones." 
			 
			Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando 
			la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien 
			administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y 
			más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos, que cada 
			una de ellas separadamente. Inclinándose de uno a otro lado, 
			restablece el equilibrio e impide que se forme ninguna 
			preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja que los 
			ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender 
			a todas sus necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes 
			fortunas al lado de la extrema indigencia, estos dos excesos Jan 
			lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura o a la tiranía; 
			pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada o de una 
			oligarquía extrema con más frecuencia que del seno de las clases 
			medias y de las clases inmediatas a éstas. Más tarde diremos el 
			porqué, cuando hablemos de las revoluciones. 
			 
			Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana es que sus 
			poseedores son los únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las 
			fortunas regulares son numerosas, hay muchos menos disturbios y 
			disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades deben su 
			tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en 
			ellas tan numerosas. En las pequeñas, por el contrario, la masa 
			entera se divide muy fácilmente en dos campos sin otro alguno 
			intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ricos. Por 
			esto también la propiedad mediana hace que las democracias sean más 
			tranquilas y más durables que las oligarquías, en las que aquélla 
			está menos extendida y tiene menos poder político, porque aumentando 
			el número de pobres, sin que el de las fortunas medias se aumente 
			proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápidamente a su 
			ruina. 
			 
			Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos 
			principios, que los buenos legisladores han salido de la clase 
			media. Solón se encontraba en este caso, como lo atestiguan sus 
			versos; Licurgo pertenecían a esta clase, puesto que no era rey; con 
			Carondas y con otros muchos sucede lo mismo. 
			 
			Esto debe, igualmente, hacernos comprender la razón de que la mayor 
			parte de los gobiernos son o demagógicos u oligárquicos, y es 
			porque, siendo en ellos las más de las veces rara la propiedad 
			mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los pobres, estando 
			igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para 
			sí solos y constituyen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo 
			frecuentes entre los pobres y los ricos las sediciones y las luchas, 
			nunca descansa el poder, cualquiera que sea el partido que triunfe 
			de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos comunes. 
			Como el poder es el premio del combate, el vencedor que se apodera 
			de él crea necesariamente uno de los dos gobiernos extremos, la 
			democracia o la oligarquía. Así, los mismos pueblos que han tenido 
			alternativamente la suprema dirección de los negocios de la Grecia 
			sólo han consultado a su propia constitución para hacer predominar 
			en los Estados a ellos sometidos, ya la oligarquía, ya la 
			democracia, celosos siempre de sus intereses particulares y nada de 
			los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha visto nunca entre 
			estos dos extremos una verdadera república, o, por lo menos, se ha 
			visto raras veces y siempre por muy poco tiempo. Sólo ha habido un 
			hombre entre los que en otro tiempo alcanzaron el poder, que haya 
			establecido una constitución de este género. Desde muy atrás los 
			hombres políticos han renunciado a buscar la igualdad en los 
			Estados; o tratan de apoderarse del poder, o se resignan a la 
			obediencia cuando no son los más fuertes. 
			 
			Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno 
			y lo que constituye su excelencia. 
			 
			En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de 
			las democracias y de las oligarquías admitidas por nosotros, es 
			fácil ver en qué orden deben ser clasificadas, una primero, otra 
			después, y así sucesivamente, según que son mejores o menos buenas y 
			en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto. 
			Necesariamente, serán tanto mejores cuanto más se aproximan al 
			término medio, y tanto peores, cuanto más se alejen de él. Exceptúo 
			siempre los casos especiales; quiero decir, aquellos en que tal 
			constitución, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena 
			que otra para un pueblo dado. 
			 
			Capítulo X 
			 
			Principios generales aplicables a estas diversas especies de 
			gobierno 
			 
			Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las 
			anteriores, y que se refiere a la especie y naturaleza de los 
			gobiernos en relación a los pueblos que hayan de gobernarse. Hay un 
			primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la 
			porción de la ciudad que quiere el mantenimiento de las 
			instituciones debe ser siempre más fuerte que la que quiere el 
			trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso distinguir dos 
			cosas: la cantidad y la calidad de los ciudadanos. Por calidad 
			entiendo la libertad, la riqueza, las luces, el nacimiento; por 
			cantidad entiendo la preponderancia numérica. La calidad puede estar 
			en una parte de los elementos políticos, y la cantidad encontrarse 
			en otra; y así las gentes de nacimiento oscuro pueden ser más 
			numerosas que las de nacimiento ilustre; los pobres más numerosos 
			que los ricos, sin que la superioridad del número pueda compensar la 
			diferencia en calidad. Conviene mucho tener en cuenta todas estas 
			relaciones proporcionadas. En dondequiera que, aun teniendo en 
			cuenta esta relación, la multitud de los pobres tiene la 
			superioridad, la democracia se establece naturalmente con todas sus 
			combinaciones diversas, según la importancia relativa de cada parte 
			del pueblo. Por ejemplo, si los labradores son los más numerosos, 
			tendremos la primera de las democracias, si lo son los artesanos y 
			los mercaderes, tendremos la última; las demás especies se 
			clasifican igualmente entre estos dos extremos. Dondequiera que la 
			clase rica y distinguida supera en calidad más que en número, la 
			oligarquía se constituye de la misma manera con todos sus matices 
			según la tendencia particular de la masa oligárquica que predomina. 
			Pero el legislador no debe tener en cuenta más que la propiedad 
			mediana. Si hace leyes oligárquicas, esta propiedad es la que ha de 
			tener presente, si hace leyes democráticas, también en ellas debe 
			tener cabida esta propiedad. Una constitución no se consolida sino 
			donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases 
			extremas, o, por lo menos, que cada una de ellas. Los ricos nunca 
			urdirán tramas temibles de concierto con los pobres; porque ricos y 
			pobres temen igualmente el yugo a que se someterían mutuamente. Si 
			quieren que haya un poder que represente el interés general, sólo 
			podrán encontrarlo en la clase media. La desconfianza recíproca que 
			se tienen mutuamente les impedirá siempre aceptar un poder 
			alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y el árbitro en 
			este caso es la clase media. Cuanto más perfecta sea la combinación 
			política según la que se constituya el Estado, tanto más serán las 
			probabilidades de permanencia que ofrezca la constitución. Casi 
			todos los legisladores, hasta los que han querido fundar gobiernos 
			aristocráticos, han cometido dos errores casi iguales: primero, al 
			conceder demasiado a los ricos, y después al engañar a las clases 
			inferiores. Con el tiempo, resulta necesariamente de un bien falso 
			un mal verdadero; porque la ambición de los ricos ha arruinado más 
			Estados que la ambición de los pobres. Los especiosos artificios con 
			que se pretende engañar al pueblo en política hacen referencia a 
			cinco cosas: a la asamblea general, a las magistraturas, a los 
			tribunales, a la posición de las armas y a los ejercicios de 
			gimnasia. Respecto a la asamblea general, se da a todos los 
			ciudadanos el derecho de asistir a ella; pero se tiene cuidado de 
			imponer una multa a los ricos, si no concurren, o por lo menos es 
			mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pagan los 
			pobres; respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que 
			tienen la renta legal, la facultad de no aceptarlas, y se deja libre 
			esta facultad a los pobres; respecto a los tribunales, se impone una 
			multa a los ricos que se abstienen de juzgar y se concede la 
			impunidad a los pobres, o si no la multa es enorme para aquéllos y 
			casi nula para éstos, como sucede en las leyes de Carondas. A veces 
			basta estar inscrito en los registros civiles para tener entrada en 
			la asamblea general y en el tribunal; pero, una vez inscrito, si uno 
			falta a estos dos deberes, está expuesto a que le impongan una multa 
			terrible, que tiene por objeto hacer que los ciudadanos se abstengan 
			de inscribirse; no estando inscrito, no se forma parte entonces ni 
			de la asamblea ni del tribunal. El mismo sistema de leyes rige 
			respecto del uso de armas y de los ejercicios gimnásticos; se 
			permite a los pobres estar sin armas; se castiga con multa a los 
			ricos que no las tienen; y en cuanto a los gimnasios, nada de multa 
			a los pobres, y multa a los ricos que no asisten a ellos; éstos 
			concurren por temor a la multa; aquéllos jamás se presentan, porque 
			no tienen este temor. Tales son los ardides puestos en práctica por 
			las leyes en las condiciones oligárquicas. 
			 
			En las democracias el sistema de intriga y artificio es todo lo 
			contrario; indemnización para los pobres que asisten al tribunal y a 
			la asamblea general; impunidad para los ricos que no concurren. 
			 
			Para que la combinación política sea equitativa, es preciso tomar 
			algo de estos dos sistemas: salario para los pobres y multa para los 
			ricos. Entonces todos sin excepción toman parte en los negocios del 
			Estado; de otra manera, el gobierno sólo pertenecerá a los unos con 
			exclusión de los otros. El cuerpo político sólo debe componerse de 
			ciudadanos armados. En cuanto al censo, no es posible fijar la 
			cantidad de una manera absoluta e invariable; pero debe dársele la 
			base más ancha posible, para que el número de los que tengan parte 
			en el gobierno sobrepuje al de los que queden excluidos de él. Los 
			pobres, aun cuando se les excluya de las funciones públicas, no 
			reclaman y permanecen tranquilos con tal que no se les ultraje ni se 
			les despoje de lo poco que poseen. Esta equidad para los pobres no 
			es, por lo demás, cosa tan fácil; porque los jefes de gobierno no 
			siempre son los más considerados de los hombres. En tiempo de 
			guerra, los pobres permanecerán en la inacción a consecuencia de su 
			indigencia, a no ser que el Estado los alimente; pero si lo hace, 
			marcharán con gusto al combate. 
			 
			En algunos Estados, para disfrutar los derechos de ciudadanía, basta 
			no sólo llevar las armas, sino también el haberlas llevado. En Malia, 
			el cuerpo político se compone de todos los guerreros; y sólo se 
			eligen los magistrados de entre los que pertenecen al ejército. Las 
			primeras repúblicas que sucedieron en Grecia a los reinados se 
			formaron sólo de los guerreros que llevaban las armas. En su origen, 
			todos los miembros del gobierno eran caballeros; porque la 
			caballería constituía entonces toda la fuerza de los ejércitos y 
			aseguraba la vitoria en los combates. Verdaderamente, la infantería, 
			cuando carece de disciplina, presta escaso auxilio. En aquellos 
			tiempos remotos no se conocía aún por experiencia todo el poder de 
			la táctica respecto de la infantería, y todas las esperanzas se 
			cifraban en la caballería. Pero, a medida que los Estados se 
			extendieron y que la infantería tuvo más importancia, el número de 
			los hombres que gozaban de los derechos políticos se aumentó en 
			igual proporción. Nuestros mayores llamaban democracia a lo que hoy 
			llamamos nosotros república. Estos antiguos gobiernos, a decir 
			verdad, eran oligarquías o reinados; entonces escaseaban demasiado 
			en ellos los hombres para que la clase media pudiese ser numerosa. 
			Como eran poco numerosos y estaban sometidos además a un orden 
			severo, sabían soportar mejor el yugo de la obediencia. 
			 
			En resumen, hemos visto por qué las constituciones son tan 
			múltiples; por qué existen otras distintas que las que hemos 
			nombrado, puesto que lo mismo la democracia que las otras especies 
			de gobierno pueden ofrecer diversos matices; en seguida hemos 
			estudiado las diferencias que hay entre estas constituciones y las 
			causas que las han producido; y, en fin, hemos visto cuál era, en 
			general, la forma política más perfecta y cuál era la mejor 
			relativamente a los pueblos de cuya constitución se trate. 
			 
			Capítulo XI 
			 
			Teoría de los tres poderes en cada especie de gobierno: poder 
			legislativo 
			 
			Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno 
			por uno, remontándonos a los principios mismos en que descansan 
			todos. 
			 
			En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el 
			legislador, si es entendido, ocuparse ante todo, arreglándolos 
			debidamente. Una vez bien organizadas estas tres partes, el Estado 
			todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente 
			diferenciarse sino en razón de la organización diferente de estos 
			tres elementos. El primero de estos tres elementos es la asamblea 
			general, que delibera sobre los negocios públicos; el segundo, el 
			cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de 
			nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo judicial. 
			 
			La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la 
			guerra, y a la celebración y ruptura de tratados; hace las leyes, 
			impone la pena de muerte, la de destierro y la confiscación, y toma 
			cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir necesariamente uno 
			de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el cuerpo 
			político, o encomendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o 
			más magistraturas especiales; o distribuirlas, atribuyendo unas a 
			todos los ciudadanos y otras a algunos solamente. 
			 
			El encomendarlas a la generalidad es propio del principio 
			democrático, porque la democracia busca sobre todo este género de 
			igualdad. Pero hay muchas maneras de admitir la universalidad de los 
			ciudadanos al goce de los derechos que se refieren a la asamblea 
			pública. Pueden, en primer lugar, deliberar por secciones, como en 
			la república de Telecles de Mileto, y no en masa. Muchas veces todos 
			los magistrados se reúnen para deliberar; pero como son temporales 
			sus cargos, todos los ciudadanos llegan a serlo cuando les llega su 
			turno, hasta que todas las tribus y las fracciones más pequeñas de 
			la ciudad los han desempeñado sucesivamente. El cuerpo todo de los 
			ciudadanos se reúne entonces sólo para sancionar las leyes, arreglar 
			los negocios relativos al gobierno mismo y oír la promulgación de 
			los decretos de los magistrados. En segundo lugar, aun admitiendo la 
			reunión en masa, se la puede convocar sólo cuando se trata de alguno 
			de estos asuntos: de la elección de magistrados, de la sanción 
			legislativa, de la paz o de la guerra, y de las cuentas públicas. Se 
			deja entonces el resto de los negocios a las magistraturas 
			especiales, cuyos miembros son, por otra parte, elegidos o 
			designados por la suerte de entre la masa de los ciudadanos. Se 
			puede, también, reservando a la asamblea general la elección de los 
			magistrados ordinarios, las cuentas públicas, la paz y las alianzas, 
			dejar los demás negocios, para cuya resolución son indispensables 
			luces y experiencia, a magistrados especialmente escogidos para 
			conocer de ellos. Resta, por último, un cuarto modo, según el cual 
			la asamblea general tiene todas las atribuciones sin excepción, y 
			los magistrados, no pudiendo decidir nada soberanamente, sólo tienen 
			la iniciativa de las leyes. Este es el último grado de la demagogia, 
			tal como existe en nuestros días, correspondiendo, como ya hemos 
			dicho, a la oligarquía violenta y a la monarquía tiránica. 
			 
			Estos cuatro modos posibles de asamblea general son todos 
			democráticos. 
			 
			En la oligarquía, la decisión de todos los negocios está confiada a 
			una minoría, y este sistema admite igualmente muchos grados. Si el 
			censo es muy moderado, y por lo mismo son muchos los ciudadanos que 
			pueden inscribirse en él; si se respetan religiosamente las leyes 
			sin violarlas jamás; y si todo individuo incluido en el censo tiene 
			parte en el poder, la institución oligárquica en su principio, se 
			convierte en republicana por la suavidad de sus formas. Si, por el 
			contrario, no todos los ciudadanos pueden tomar parte en las 
			deliberaciones, pero todos los magistrados son elegidos y observan 
			las leyes, el gobierno es oligárquico como el primero. Pero si la 
			minoría, dueña soberana de los negocios generales, se constituye por 
			sí misma, haciéndose hereditaria y sobreponiéndose a las leyes, 
			tendremos necesariamente el último grado de la oligarquía. 
			 
			Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se 
			pone en manos de algunos magistrados, quedando encomendado a la masa 
			de los ciudadanos el derecho de intervenir en las cuentas generales 
			del Estado, y estos magistrados tienen la decisión de los demás 
			negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por la 
			suerte, el gobierno es aristocrático o republicano. Si se acude a la 
			elección para ciertos negocios y para otros a la suerte, ya entre 
			todos, ya entre los candidatos incluidos en una lista, o si la 
			elección y la suerte recaen sobre la universalidad de los 
			ciudadanos, entonces el sistema es, en parte, republicano y 
			aristocrático, y en parte, puramente republicano. 
			 
			Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la 
			organización del cuerpo deliberante, y cada gobierno lo organiza 
			según las relaciones que acabamos de indicar. 
			 
			En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se 
			cree hoy más digno de este nombre que todos los demás, en otros 
			términos, en la democracia en que la voluntad del pueblo está por 
			encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno, en interés de las 
			deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las 
			oligarquías. La oligarquía se sirve de la multa para obligar a 
			concurrir al tribunal a aquellos cuya presencia estima necesaria. La 
			democracia, que da una indemnización a los pobres que desempeñan 
			funciones judiciales, debería seguir el mismo método respecto de las 
			asambleas generales. Conviene a la deliberación que tomen parte en 
			ella todos los ciudadanos en masa, para que se ilustre la multitud 
			con las luces de los hombres distinguidos y éstos aprovechen lo que 
			por instinto sabe la multitud. También podría tomarse un número 
			igual de votantes por una y por otra parte, procediéndose después a 
			su designación por elección o por suerte. En fin, en el caso en que 
			el pueblo supere excesivamente en número a los hombres políticamente 
			capaces, podría concederse la indemnización, no a todos, sino sólo a 
			tantos pobres como sean los ricos, y eliminar a todos los demás. 
			 
			En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos 
			individuos de entre la generalidad, o constituir una magistratura, 
			que por cierto existe ya en algunos Estados, y cuyos miembros se 
			llaman comisarios o guardadores de las leyes. La asamblea pública en 
			este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos 
			magistrados. Este es un medio de dar a las masas voz deliberativa en 
			los negocios, sin que puedan atentar en lo más mínimo a la 
			constitución. También es posible conceder al pueblo únicamente el 
			derecho de sancionar las disposiciones que se le presenten, sin que 
			pueda decidir nunca en sentido contrario. Por último, se puede 
			conceder a las masas voz consultiva, dejando la decisión suprema a 
			los magistrados. 
			 
			En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al 
			adoptado al presente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe 
			ser soberana cuando absuelve y no cuando condena, debiendo 
			recurrirse en este último caso a los magistrados. El sistema actual 
			es detestable; la minoría puede soberanamente absolver; pero cuando 
			condena, abdica de su soberanía y tiene siempre cuidado de someter 
			el fallo al juicio del pueblo entero. 
			 
			No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero 
			soberano del Estado. 
			 
			Capítulo XII 
			 
			Del poder ejecutivo 
			 
			A la cuestión de la organización de la asamblea general debe seguir 
			la relativa a las magistraturas. Este segundo elemento de gobierno 
			no presenta menos variedad que el primero desde el punto de vista 
			del número de sus miembros, de su extensión y de su duración. Esta 
			duración es tan pronto de seis meses o menos, como de un año o 
			mayor. ¿Los poderes deben conferirse con carácter vitalicio, por 
			largos plazos, o según otro sistema? ¿Es preciso que un mismo 
			individuo pueda ser reelegido muchas veces, o podrá serlo sólo una 
			vez, quedando para siempre incapacitado para optar a él? Y en cuanto 
			a la composición de las magistraturas, ¿de qué miembros se han de 
			componer?, ¿quién los nombrará?, ¿en qué forma se han de designar? 
			Es preciso conocer todas las soluciones posibles de estas diversas 
			cuestiones, y aplicarlas en seguida según el principio y la utilidad 
			de los diferentes gobiernos. Por lo pronto, es difícil precisar lo 
			que debe entenderse por magistraturas. La asociación política exige 
			muchas clases de funcionarios, y sería un error considerar como 
			verdaderos magistrados a todos aquellos que obtienen este o aquel 
			poder, ya sea por elección, ya por la suerte. Los pontífices, por 
			ejemplo, ¿no son una cosa distinta de los magistrados políticos? Los 
			directores de orquestas, los heraldos, los embajadores, ¿no son 
			también funcionarios electivos? Pero ciertos cargos son 
			eminentemente políticos y obran en una esfera dada de hechos, o 
			sobre el cuerpo entero de los ciudadanos, como, por ejemplo, el 
			general que manda a todos los miembros del ejército, o sobre una 
			porción solamente de la ciudad, como sucede con los inspectores de 
			mujeres o de los niños. Otras funciones pertenecen, por decirlo así, 
			a la economía pública; por ejemplo, la que desempeña el intendente 
			de víveres, que es un funcionario también electivo. Otras, en fin, 
			son serviles, y se confían a esclavos cuando el Estado es bastante 
			rico para pagarles. 
			 
			Por regla general, las funciones que dan derecho a deliberar, 
			decidir y ordenar ciertas cosas, son las que constituyen las únicas 
			y verdaderas magistraturas. Yo me fijo principalmente en la última 
			condición, porque el derecho de ordenar es el carácter realmente 
			distintivo de la autoridad. Esto, por otra parte, importa poco, por 
			decirlo así, para la vida ordinaria; porque nunca se ha disputado 
			sobre la denominación de los magistrados, quedando así reducida la 
			cuestión a un punto de controversia puramente teórico. 
			 
			¿Cuáles son las magistraturas esenciales a la existencia de la 
			ciudad? ¿Cuál es su número? ¿Cuáles aquellas que, sin ser 
			indispensables, contribuyen, sin embargo, a que tenga una buena 
			organización el Estado? He aquí una serie de preguntas que pueden 
			hacerse con motivo de cualquier Estado, por pequeño que se le 
			suponga. En los grandes, cada magistratura puede y debe tener 
			atribuciones que son propias y peculiares de ella. Lo numeroso de 
			los ciudadanos permite multiplicar los funcionarios. 
			 
			Entonces, ciertos empleos no son obtenidos por un mismo individuo 
			sino mediando largos intervalos, y a veces sólo se alcanzan una vez. 
			No puede negarse que un empleo está mejor desempeñado cuando la 
			atención del magistrado se limita a un solo objeto, en vez de 
			extenderse a una multitud de asuntos diversos. En los pequeños 
			Estados, por el contrario, es preciso centralizar las diversas 
			atribuciones en algunas manos; siendo los ciudadanos muy pocos, el 
			cuerpo de los magistrados no puede ser numeroso. ¿Cómo sería posible 
			encontrar sustitutos? Los pequeños Estados necesitan muchas veces 
			las mismas magistraturas y las mismas leyes que los grandes; sólo 
			que en los unos los cargos recaen frecuentemente en unas mismas 
			manos, y en los otros esta necesidad sólo se reproduce de largo en 
			largo tiempo. Pero no hay inconveniente en confiar a una misma 
			persona muchas funciones a la vez, con tal que estas funciones no 
			sean por su naturaleza contrarias. La escasez de ciudadanos obliga 
			necesariamente a multiplicar las atribuciones conferidas a cada 
			empleo, pudiendo entonces compararse los empleos públicos a esos 
			instrumentos que prestan usos distintos y que sirven al mismo tiempo 
			de lanza y de antorcha. 
			 
			Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos 
			indispensables en todo Estado y el de los que, sin ser absolutamente 
			necesarios, son, sin embargo, convenientes. Partiendo de este dato 
			será fácil descubrir cuáles son los que se pueden reunir sin peligro 
			en una sola mano. También deberán distinguirse con cuidado aquellos 
			de que puede encargarse un mismo magistrado según las localidades, y 
			aquellos que en todas partes podrían reunirse sin inconvenientes. Y 
			así, en cuanto a policía urbana, ¿debe establecerse un magistrado 
			especial para la vigilancia del mercado público y otro magistrado 
			para otro lugar, o basta un solo magistrado para toda la ciudad? La 
			división de las atribuciones ¿debe hacerse teniendo en cuenta las 
			cosas o las personas? Me explicaré: ¿es preciso que un funcionario, 
			por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y otros de la 
			inspección de las mujeres y de los niños? 
			 
			Examinando el punto con relación a la constitución, puede 
			preguntarse si la clase de funciones es en cada sistema político 
			diferente, o si es en todas partes idéntica. Así, ¿en la democracia, 
			en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las 
			magistraturas elevadas son las mismas aunque no estén confiadas a 
			individuos iguales y ni siquiera semejantes? ¿No varían según los 
			diversos gobiernos? ¿En la aristocracia, por ejemplo, no están en 
			manos de las personas ilustradas; en la oligarquía, en las de los 
			hombres ricos; y en la democracia, en las de los hombres libres? ¿No 
			deben algunas magistraturas organizarse sobre estas diversas bases? 
			¿No hay casos en que es bueno que sean las mismas, y casos en que es 
			bueno que sean diferentes? ¿No conviene que, teniendo las mismas 
			atribuciones, sea su poder unas veces restringido y otras muy 
			amplio? 
			 
			Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de 
			un sistema: tal es la de las comisiones preparatorias tan contrarias 
			a la democracia que reclama un senado. Ni tampoco es menos cierto 
			que se necesitan funcionarios análogos encargados de preparar las 
			deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo. Pero si estos 
			funcionarios son pocos, la institución es oligárquica; y como los 
			comisarios no pueden ser nunca muchos, la institución pertenece 
			esencialmente a la oligarquía. Pero dondequiera que existen 
			simultáneamente una comisión y un senado, el poder de los comisarios 
			está siempre por encima del de los senadores. El senado procede de 
			un principio democrático; la comisión, de un principio oligárquico. 
			El poder del senado queda también reducido a la nulidad en aquellas 
			democracias en que el pueblo se reúne en masa para decidir por sí 
			mismo todos los negocios. El pueblo toma ordinariamente este cuidado 
			cuando es rico, o cuando con una indemnización se retribuye su 
			presencia en la asamblea general; entonces, gracias al tiempo 
			desocupado de que dispone, se reúne frecuentemente y juzga de todo 
			por sí mismo. La pedonomía, la gineconomía y cualquiera otra 
			magistratura especialmente encargada de vigilar la conducta de los 
			jóvenes y de las mujeres son instituciones aristocráticas y no 
			tienen nada de populares; pues ¿cómo se va a prohibir a las mujeres 
			pobres salir de sus casas? Tampoco tiene nada de oligárquica; porque 
			¿cómo se puede impedir el lujo a las mujeres en la oligarquía? 
			 
			Pongamos aquí fin a estas consideraciones, y veamos ahora de tratar 
			de la institución de las magistraturas de una manera fundamental. 
			 
			Las diferencias sólo pueden recaer sobre tres términos diversos, 
			cuyas combinaciones deben dar todos los modos posibles de 
			organización. Estos tres términos son: primero, los electores; 
			segundo, los elegibles; por último, la manera de hacer los 
			nombramientos. Estos términos pueden presentarse bajo tres aspectos 
			diferentes. El derecho de nombrar a los magistrados puede 
			pertenecer, o a la universalidad de los ciudadanos, o sólo a una 
			clase especial. La elegibilidad puede ser el derecho de todos, o un 
			privilegio unido a la riqueza, al nacimiento, al mérito o a 
			cualquier otra condición; en Megara, por ejemplo, estaba reservado 
			este derecho a los que habían conspirado y combatido para destruir 
			la democracia. En fin, la forma del nombramiento puede variar desde 
			la suerte hasta la elección. Además, pueden combinarse estos modos 
			de dos en dos; con lo cual quiero decir que para sus magistraturas 
			puede hacerse el nombramiento por una clase especial, al mismo 
			tiempo que para otras por la universalidad de los ciudadanos; o bien 
			que la elegibilidad será, respecto de unas un derecho general, al 
			mismo tiempo que será, respecto de otras, un privilegio; o, en fin, 
			que para éstas serán nombrados a la suerte los que las han de 
			desempeñar, y para aquéllas, por elección. Cada una de estas tres 
			combinaciones puede ofrecer cuatro modos: primero, todos los 
			magistrados son tomados de la universalidad de los ciudadanos por 
			medio de la elección; segundo, todos los magistrados son tomados de 
			la universalidad de los ciudadanos por medio de la suerte; tercero y 
			cuarto, aplicándose la elegibilidad a todos los ciudadanos a la vez, 
			puede verificarse esto sucesivamente por tribus, por cantones, por 
			fratrias, de manera que todas las clases vayan pasando por turno; 
			quinto y sexto, o bien la elegibilidad puede aplicarse a todos los 
			ciudadanos en masa, adoptando uno de estos modos para unas funciones 
			y otro modo para otras. Por otra parte, siendo el derecho de nombrar 
			privilegio de ciertos ciudadanos, los magistrados pueden tomarse, y 
			es el séptimo modo, del cuerpo entero de ciudadanos por medio de la 
			elección; octavo, del cuerpo entero de ciudadanos, por medio de la 
			suerte; noveno, de entre cierta parte de ciudadanos, por medio de 
			elección; décimo, de cierta porción de ciudadanos, por medio de la 
			suerte; undécimo, se puede nombrar para ciertas funciones, según la 
			primera forma; y duodécimo, para otras según la segunda, es decir, 
			aplicar al cuerpo entero de los ciudadanos la elección para unas 
			funciones, la suerte para otras. He aquí, pues, doce modos de 
			instituir las magistraturas, sin contar las combinaciones 
			compuestas. 
			 
			De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la 
			elegibilidad para todas las magistraturas concedida a todos los 
			ciudadanos, sea por suerte, sea por elección; o, simultáneamente, 
			designando para una función por suerte y para otra por elección. Si 
			son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino 
			sucesivamente, y el nombramiento ha de recaer ya en uno de la 
			generalidad de los ciudadanos, ya en algunos privilegiados, por 
			suerte o por elección, o por los dos medios al mismo tiempo; o 
			también si para unas magistraturas se nombra de entre la masa de 
			ciudadanos, y otras están reservadas a ciertas clases privilegiadas, 
			con tal que esto se haga por los dos modos a la vez, es decir, unas 
			por suerte y por elección otras, la institución en todos estos casos 
			es republicana. Si el derecho de nombrar de entre todos los 
			ciudadanos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se 
			proveen unas por suerte, otras por elección, o de ambos modos a la 
			par, en este caso la institución es oligárquica, siéndolo el segundo 
			modo más que el primero. Si la elegibilidad pertenece a todos para 
			ciertas funciones, y sólo a algunos para otras, sea por suerte, sea 
			por elección, el sistema en este caso es republicano y 
			aristocrático. Cuando la designación y la elegibilidad están 
			reservadas a una minoría, es un sistema oligárquico, si no hay 
			reciprocidad entre todos los ciudadanos, ya se emplee la suerte o 
			los dos modos simultáneamente; pero si los privilegiados se nombran 
			de entre la universalidad de ciudadanos, el sistema no es ya 
			oligárquico. El derecho de elección concedido a todos y la 
			elegibilidad sólo a algunos constituyen un sistema aristocrático. 
			 
			Tal es el número de combinaciones posibles, según las especies 
			diversas de constitución. Podrá verse fácilmente qué sistema 
			conviene aplicar a los diferentes Estados, qué modo de instituciones 
			debe adoptarse para las magistraturas y qué atribuciones se les debe 
			asignar. Entiendo por atribuciones de una magistratura el que corra 
			una, por ejemplo, con las rentas del Estado, y otra con su defensa. 
			Las atribuciones pueden ser muy variadas, desde el mando de los 
			ejércitos hasta la jurisdicción para entender en los contratos que 
			se celebren en el mercado público. 
			 
			Capítulo XIII 
			 
			Del poder judicial 
			 
			De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta 
			hablar de los tribunales. Seguiremos los mismos principios al hacer 
			el estudio de sus diversas modificaciones. 
			 
			Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres 
			puntos: su personal, sus atribuciones, su modo de formación. En 
			cuanto al personal, los jueces pueden tomarse de la universalidad o 
			sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto a las atribuciones, 
			los tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al 
			modo de formación, pueden ser creados por elección o a la suerte. 
			 
			Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de 
			tribunales. Son ocho: primera, tribunal para entender en las cuentas 
			y gastos públicos; segunda, tribunal para conocer de los daños 
			causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los atentados 
			contra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las 
			demandas de indemnización, tanto de los particulares como de los 
			magistrados; quinta, tribunal que ha de conocer en las causas 
			civiles más importantes; sexta, tribunal para las causas de 
			homicidio; séptima, tribunal para los extranjeros. El tribunal que 
			entiende en las causas de homicidio puede subdividirse, según que 
			unos mismos jueces o jueces diferentes conozcan del homicidio 
			premeditado o involuntario, según que el hecho es o no confesado, 
			aunque haya duda sobre el derecho del acusado. En el tribunal 
			criminal puede admitirse una cuarta subdivisión para los homicidas 
			que vengan a purgar su contumacia; tal es, por ejemplo, en Atenas el 
			tribunal de los Pozos. Por lo demás, estos casos judiciales se 
			presentan muy raras veces, hasta en los Estados muy grandes. El 
			tribunal de los extranjeros puede dividirse según que conoce de las 
			causas entre extranjeros y nacionales. En fin, la octava y última 
			especie de tribunal entenderá en todas las causas de menor cuantía, 
			cuyo valor sea de una a cinco dracmas o poco más. Estas causas, por 
			ligeras que sean, deben ser sustanciadas como las demás, y no pueden 
			someterse a la decisión de los jueces ordinarios. 
			 
			No creemos necesario extendernos más sobre la organización de estos 
			tribunales y de los encargados de las causas de homicidio y de las 
			de los extranjeros; pero hablaremos algo de los tribunales 
			políticos, cuya viciosa organización puede producir tantos 
			disturbios y revoluciones en el Estado. 
			 
			Si la universalidad de los ciudadanos es apta para el desempeño de 
			todas las funciones judiciales, los jueces pueden ser nombrados 
			todos por suerte o todos por medio de la elección. Si está limitada 
			su aptitud a algunas jurisdicciones especiales, los jueces pueden 
			ser nombrados unos por suerte y otros por elección. Además de estos 
			cuatro modos de formación, en los que figura todo el cuerpo de 
			ciudadanos, hay igualmente otros cuatro para el caso en que la 
			entrada en el tribunal sea el privilegio de una minoría. La minoría, 
			que conoce de todas las causas, puede ser igualmente nombrada por 
			elección o por suerte, o también puede, a la vez, proceder de la 
			suerte respecto de unos asuntos y de la elección respecto de otros. 
			En fin, algunos tribunales, aun teniendo atribuciones en todo 
			semejantes, pueden formarse unos por suerte y otros por elección. 
			Tales son los cuatro nuevos modos que corresponden a los que 
			acabamos de indicar. 
			 
			Aún pueden combinarse de dos en dos estas diversas hipótesis. Por 
			ejemplo, los jueces para ciertas causas pueden tomarse de la masa de 
			los ciudadanos, y los jueces para otras pueden tomarse de 
			determinadas clases, o bien pueden tomarse de ambos modos a la vez, 
			componiéndose los miembros de un mismo tribunal, de modo que salgan 
			unos de la masa, otros de las clases privilegiadas, ya por suerte, 
			ya por elección, o ya por ambos modos simultáneamente. 
			 
			He aquí todas las modificaciones de que es susceptible la 
			organización judicial. Las primeras son democráticas, porque todas 
			ellas conceden la jurisdicción general a la universalidad de los 
			ciudadanos; las segundas son oligárquicas, porque limitan la 
			jurisdicción general a ciertas clases de ciudadanos; y las terceras, 
			por último, son aristocráticas y republicanas, porque admiten a la 
			vez a la generalidad y a una minoría privilegiada. 
			 
			Fin del Libro 6  |