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			 Capítulo I 
			 
			Condiciones de la educación 
			 
			No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños 
			debe ser uno de los objetos principales de que debe cuidar el 
			legislador. Dondequiera que la educación ha sido desatendida, el 
			Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las leyes 
			deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, 
			y en que las costumbres particulares de cada ciudad afianzan el 
			sostenimiento del Estado, por lo mismo que han sido ellas mismas las 
			únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costumbres 
			democráticas conservan la democracia, así como las costumbres 
			oligárquicas conservan la oligarquía, y cuanto más puras son las 
			costumbres, tanto más se afianza el Estado. 
			 
			Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos 
			resultados, nociones previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede 
			evidentemente con el ejercicio de la virtud. Como el Estado todo 
			sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe ser necesariamente 
			una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la 
			educación debe ser objeto de una vigilancia pública y no particular, 
			por más que este último sistema haya generalmente prevalecido, y que 
			hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el método que le 
			parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe 
			aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano 
			sea dueño de sí mismo, siendo así que todos pertenecen al Estado, 
			puesto que constituyen sus elementos y que los cuidados de que son 
			objeto las partes deben concordar con aquellos de que es objeto el 
			conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los 
			lacedemonios. La educación de sus hijos se verifica en común, y le 
			dan una extrema importancia. En nuestra opinión, es de toda 
			evidencia que la ley debe arreglar la educación, y que ésta debe ser 
			pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser 
			esta educación, y el método que conviene seguir. En general, no 
			están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar; 
			antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre 
			lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida 
			más perfecta. Ni aun se sabe a qué debe darse la preferencia, si a 
			la educación de la inteligencia o a la del corazón. El sistema 
			actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión. No 
			se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse 
			exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de 
			ella una escuela de virtud, o si ha de comprender también las cosas 
			de puro entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus 
			partidarios, y no hay aún nada que sea generalmente aceptado sobre 
			los medios de hacer a la juventud virtuosa; pero siendo tan diversas 
			las opiniones acerca de la esencia misma de la virtud, no debe 
			extrañarse que lo sean igualmente sobre la manera de ponerla en 
			práctica. 
			 
			Capítulo II 
			 
			Cosas que debe comprender la educación 
			 
			Es un punto incontestable que la educación debe comprender, entre 
			las cosas útiles, las que son de absoluta necesidad, pero no todas 
			sin excepción. Debiendo distinguirse todas las ocupaciones en 
			liberales y serviles, la juventud sólo aprenderá, entre las cosas 
			útiles, aquellas que no tiendan a convertir en artesanos a los que 
			las practiquen. Se llaman ocupaciones propias de artesanos todas 
			aquellas, pertenezcan al arte o a la ciencia, que son completamente 
			inútiles para preparar el cuerpo, el alma o el espíritu de un hombre 
			libre para los actos y la práctica de la virtud. También se da el 
			mismo nombre a todos los oficios que pueden desfigurar el cuerpo y a 
			todos los trabajos cuya recompensa consiste en un salario, porque 
			unos y otros quitan al pensamiento toda actividad y toda elevación. 
			Bien que no haya ciertamente nada de servil en estudiar hasta cierto 
			punto las ciencias liberales; cuando se quiere llevar esto demasiado 
			adelante se está expuesto a incurrir en los inconvenientes que 
			acabamos de señalar. La gran diferencia depende en este caso de la 
			intención que motiva el trabajo o el estudio. Se puede, sin 
			degradarse, hacer para sí, para sus amigos, o con intención 
			virtuosa, una cosa que, hecha de esta manera, no rebaja al hombre 
			libre, pero que, hecha para otros, envuelve la idea del mercenario y 
			del esclavo. Los objetos que abraza la educación actual, lo repito, 
			presentan, en general, este doble carácter, y sirven poco para 
			ilustrar la cuestión. Hoy la educación se compone ordinariamente de 
			cuatro partes distintas: las letras, la gimnástica, la música y, a 
			veces, el dibujo; la primera y la última, por considerarlas de una 
			utilidad tan positiva como variada en la vida; y la segunda, como 
			propia para formar el valor. En cuanto a la música, se suscitan 
			dudas acerca de su utilidad. Ordinariamente, se la mira como cosa de 
			mero entretenimiento, pero los antiguos hicieron de ella una parte 
			necesaria de la educación, persuadidos de que la naturaleza misma, 
			como he dicho muchas veces, exige de nosotros, no sólo un loable 
			empleo de nuestra actividad, sino también un empleo noble de 
			nuestros momentos de ocio. La naturaleza, repito, es el principio de 
			todo. Si el trabajo y el descanso son dos cosas necesarias, el 
			último es, sin contradicción, preferible, pero es preciso el mayor 
			cuidado para emplearlo como conviene. No se dedicará, en verdad, al 
			juego, porque sería cosa imposible hacer aquél el fin mismo de la 
			vida. El juego es principalmente útil en medio del trabajo. El 
			hombre que trabaja tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene 
			otro objeto que el procurarlo. El trabajo produce siempre la fatiga 
			y una fuerte tensión de nuestras facultades, y es preciso, por lo 
			mismo, saber emplear oportunamente el juego como un remedio 
			saludable. El movimiento que el juego proporciona afloja el espíritu 
			y le procura descanso mediante el placer que causa. 
			 
			El ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la 
			felicidad; porque éstos son bienes que alcanzan no los que trabajan, 
			sino los que viven descansados. No se trabaja sino para llegar a un 
			fin que aún no se ha conseguido, y, según opinión de todos los 
			hombres, el bienestar es, precisamente, el fin que debe conseguirse, 
			no mediante el dolor, sino en el seno del placer. Es cierto que el 
			placer no es uniforme para todos, pues cada uno le imagina a su 
			manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el individuo, 
			más pura es la felicidad que él imagina y más elevado su origen. Y 
			así es preciso confesar que para ocupar dignamente el tiempo de 
			sobra hay necesidad de conocimientos y de una educación especial; y 
			que esta educación y estos estudios deben tener por objeto único al 
			individuo que goza de ellos, lo mismo que los estudios que tienen la 
			actividad por objeto deben ser considerados como necesidades y no 
			tomar nunca en cuenta a los demás. Nuestros padres no han incluido 
			la música en la educación a título de necesidad, porque no lo es; ni 
			a título de cosa útil, como la gramática, que es indispensable en el 
			comercio, en la economía doméstica, en el estudio de las ciencias y 
			en una multitud de ocupaciones políticas; ni como el dibujo, que nos 
			capacita para juzgar mejor las obras de arte; ni como la gimnástica, 
			que da salud y vigor; porque la música no posee, evidentemente, 
			ninguna de estas ventajas. En la música sólo han encontrado una 
			digna ocupación para matar el ocio, y esto han tenido en cuenta en 
			la práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de un hombre 
			libre, éste es la música. Homero es del mismo dictamen cuando pone 
			en boca de uno de sus héroes estas palabras: 
			 
			"Convidemos al festín a un cantor armonioso," 
			 
			o cuando dice que algunos de sus personajes llaman 
			 
			"Al cantor, cuya voz sabrá hechizar a todos," 
			 
			y en otro pasaje Ulises dice que el más dulce de los placeres para 
			los hombres, cuando se entregan a la alegría, 
			 
			"Escuchar en el festín, en que todos toman parte, los acentos del 
			poeta..." 
			 
			Capítulo III 
			 
			De la gimnástica como elemento de la educación 
			 
			Se debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso 
			enseñar a los jóvenes, no como cosas útiles o necesarias, sino como 
			cosas dignas de ocupar a un hombre libre, como cosas que son bellas. 
			¿Hay sólo una ciencia de esta clase?, ¿hay muchas?, ¿cuáles son?, 
			¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de cuestiones que 
			examinaremos más tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es que la 
			opinión de los antiguos sobre los objetos esenciales de la educación 
			coincide con la nuestra, y que de la música pensaban absolutamente 
			lo mismo que nosotros. Añadiremos, también, que si la juventud debe 
			adquirir conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a 
			causa de la utilidad especial de estos conocimientos, sino también 
			porque facilitan la adquisición de otros muchos. Otro tanto debe 
			decirse del dibujo. Se aprende éste, no tanto para evitar los 
			errores y equivocaciones en las compras y ventas de muebles, 
			utensilios, como para formar un conocimiento más exquisito de la 
			belleza de los cuerpos. Por otra parte, esta preocupación exclusiva 
			de la idea de utilidad no conviene ni a almas nobles ni a hombres 
			libres. 
			 
			Se ha demostrado que se debe pensar en formar las costumbres antes 
			que la razón, y el cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue 
			que es preciso someter los jóvenes al arte de la pedotribia y a la 
			gimnástica: aquélla para procurar al cuerpo una buena constitución; 
			ésta para que adquiera soltura. En los gobiernos, que parecen 
			ocuparse con especial cuidado de la educación de los jóvenes, se 
			intenta las más veces hacer de ellos atletas, lo cual perjudica 
			tanto a la gracia como al crecimiento del cuerpo. Los espartanos 
			evitan esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los 
			jóvenes, los hacen feroces con el pretexto de hacerlos valientes. 
			Pero, lo repito, no hay que fijarse en su solo fin exclusivamente, y 
			en éste menos que en cualquier otro. Si sólo se intenta inspirar 
			valor, tampoco se consigue por este medio. El valor, lo mismo en los 
			animales que en los hombres, no es patrimonio de los más salvajes, 
			sino que lo es, por el contrario, de los que reúnen la dulzura y la 
			magnanimidad del león. Algunas tribus de las orillas del Ponto 
			Euxino, los aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato 
			y son antropófagos; otras naciones, situadas más al interior, tienen 
			hábitos semejantes, y a veces todavía más horribles; y, sin embargo, 
			no son más que bandoleros y no tienen verdadero valor. Ahí están los 
			mismos lacedemonios, que debieron al principio su superioridad a sus 
			hábitos de ejercicio y de fatiga, y que hoy son sobrepujados por 
			muchos pueblos en la gimnástica y hasta en el combate; y es que su 
			superioridad descansaba no tanto en la educación de su juventud, 
			como en la ignorancia de sus adversarios en gimnástica. 
			 
			Es preciso, pues, poner en primer lugar un valor generoso, y no la 
			ferocidad. Desafiar noblemente el peligro no es cualidad propia de 
			un lobo, ni de una bestia salvaje; es propio exclusivamente del 
			hombre valiente. Dando demasiada importancia a esta parte secundaria 
			de la educación, y despreciando los puntos principales de la misma, 
			no hacéis de vuestros hijos más que obreros; habéis querido hacerlos 
			aptos tan sólo para una ocupación de la sociedad, y resulta que son, 
			hasta en esta especialidad, muy inferiores a otros muchos, como lo 
			dice claramente la razón. Es preciso juzgar de las cosas en vista, 
			no de los hechos pasados, sino de los actuales: hoy encontramos 
			rivales tan instruidos como puede serlo uno mismo; en otro tiempo no 
			los había. 
			 
			Debe, por tanto, concedérsenos que la ocupación de la gimnástica es 
			necesaria y que los límites que le hemos fijado son los verdaderos. 
			Hasta la adolescencia los ejercicios deben ser ligeros; y se evitará 
			la alimentación demasiado sustanciosa, así como los trabajos 
			demasiado duros, no sea que vayan a detener el crecimiento del 
			cuerpo. El peligro de estas fatigas prematuras se prueba con un 
			notable testimonio: apenas se encuentran en los fastos de Olimpia 
			dos o tres vencedores de los premiados cuando eran niños, que hayan 
			conseguido el premio más tarde en edad madura; los ejercicios 
			demasiado violentos de la primera edad les habían privado de todo su 
			vigor. Los tres años que siguen a la adolescencia serán consagrados 
			a estudios de otro género; y se podrá, ya sin peligro, someterlos en 
			los años siguientes a ejercicios rudos y a un régimen más severo. De 
			esta manera se evitará fatigar a la vez el cuerpo y el espíritu, 
			cuyos trabajos producen, en el orden natural de las cosas, efectos 
			del todo contrarios: los trabajos del cuerpo dañan el espíritu; los 
			trabajos del espíritu son funestos al cuerpo. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			De la música como elemento de la educación 
			 
			Ya hemos expuesto acerca de la música algunos principios dictados 
			por la razón; creemos conveniente volver sobre esta discusión y 
			desarrollarla más, a fin de suministrar alguna dirección a las 
			indagaciones ulteriores que otros podrán hacer sobre esta materia. 
			Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál es su verdadera 
			utilidad. ¿Es sólo un juego? ¿Es un puro pasatiempo, como el sueño y 
			los placeres de la mesa, entretenimientos poco nobles en sí mismos, 
			sin duda, pero que, como ha dicho Eurípides, 
			 
			"Nos agradan... y sirven de desahogo?" 
			 
			¿Se debe poner la música al mismo nivel, y tomarla como se toma el 
			vino, no deteniéndose hasta la embriaguez, o como se toma el baile? 
			Hay gentes que dan otro valor a la música. Pero la música, ¿no es 
			más bien uno de los medios de llegar a la virtud? Así como la 
			gimnástica influye en los cuerpos, ¿no puede ella influir en las 
			almas, acostumbrándolas a un placer noble y puro? Y, en fin, ¿no 
			tiene como tercera ventaja, que debe unir se a aquellas dos, la de 
			que, al procurar descanso a la inteligencia, contribuye también a 
			perfeccionarla? 
			 
			Se convendrá sin dificultad en que la instrucción que si da a los 
			jóvenes no es cosa de juego. Instruirse no es una burla, y el 
			estudio es siempre penoso. Añadamos que el ocio no conviene durante 
			la infancia, ni en los años que la siguen: el ocio es el término de 
			una carrera; y un ser incompleto no debe, mientras lo sea, 
			detenerse. Si se cree que el estudio de la música, durante la 
			infancia, puede tener por fin el preparar una diversión para la edad 
			viril, para la edad madura, ¿a qué viene adquirir personalmente esta 
			habilidad, en lugar de valerse, para gozar de este placer y alcanzar 
			esta instrucción, del talento de artistas especiales, como hacen los 
			reyes de los persas y de los medos? Los hombres prácticos que se han 
			consagrado a la música como una profesión, ¿no alcanzarán en ella 
			una ejecución mucho más perfecta que los que sólo han dedicado a la 
			misma el tiempo estrictamente necesario para conocerla? Y si cada 
			ciudadano debe hacer personalmente estos largos y penosos estudios, 
			¿por qué no ha de aprender también los secretos de la cocina, 
			educación que sería completamente absurda? Esta objeción no tiene 
			menos fuerza si se supone que la música forma las costumbres. Porque 
			en este caso también, ¿para qué aprenderla personalmente? ¿No se 
			podrá también gozar con ella, y juzgarla bien, oyéndola a los demás? 
			Los espartanos han adoptado este método, y sin poseer ellos mismos 
			este conocimiento pueden, según se asegura, juzgar muy bien el 
			mérito de la música y decidir si es buena o mala. La misma respuesta 
			puede darse si se pretende que la música es el verdadero placer, el 
			verdadero solaz de los hombres libres. ¿Para qué aprenderla uno 
			mismo, y no gozar de ella mediante la habilidad de otro? ¿No es esta 
			la idea que nos formamos de los dioses? ¿Nos han presentado jamás 
			los poetas a Júpiter cantando y tocando la lira? En una palabra, hay 
			algo de servil en hacerse uno mismo artista de este género en 
			música; y a un hombre libre sólo se le permite en la embriaguez o 
			por pasatiempo. 
			 
			Más adelante tendremos quizá ocasión de examinar el valor de todas 
			estas objeciones. 
			 
			Capítulo V 
			 
			Continuación de lo relativo a la música como elemento de la 
			educación 
			 
			Ante todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe 
			ser excluida?; ¿qué es realmente de los tres caracteres que se le 
			atribuyen?; ¿es una ciencia, un juego o un simple pasatiempo? Es 
			posible la duda, porque la música presenta igualmente estos tres 
			caracteres. El juego no tiene otro objeto que la distracción; pero 
			es preciso que ésta sea agradable, porque es un remedio para las 
			penalidades del trabajo. También es preciso que el pasatiempo, 
			honesto como es, sea agradable, porque el bienestar sólo existe 
			mediante estas dos condiciones; y la música, según parecer de todo 
			el mundo, es un delicioso placer, aislado o acompañado por el canto. 
			Museo lo ha dicho: 
			 
			"El canto, verdadero hechizo de la vida." 
			 
			Y así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda 
			diversión, como un verdadero goce. Este motivo bastaría por sí solo 
			para incluirla en la educación. Todo lo que procura placeres 
			inocentes y puros puede concurrir al fin de la vida, y, sobre todo, 
			puede ser un medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el 
			objeto supremo de la vida, pero tiene con frecuencia necesidad de 
			descanso y de diversiones; y aunque no fuera más que por el sencillo 
			placer que causa, siempre se sacaría buen partido de la música 
			tomándola como un pasatiempo. Los hombres hacen a veces del placer 
			el fin capital de la vida; el fin supremo, cuando el hombre lo 
			consigue, procura también, si se quiere, placer; pero no es el 
			placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija en otro, 
			y se confunde las más de las veces con lo que debe ser el objeto de 
			todos nuestros esfuerzos. Este fin esencial de la vida no debe 
			buscarse a causa de los bienes que puede darnos; y, de igual modo, 
			los placeres de que aquí se trata se buscan, no por los resultados 
			que deban producir, sino a causa de lo que les ha precedido, es 
			decir, del trabajo y las penalidades. He aquí, sin duda, por qué se 
			cree encontrar la verdadera felicidad en estos placeres, que, sin 
			embargo, no la proporcionan. 
			 
			En cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la 
			música, no por sí misma, sino como un utilísimo medio de descanso, 
			puede preguntarse, aun aceptándola, si la música es verdaderamente 
			cosa tan secundaria, y si no se le puede asignar un fin más noble 
			que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no pueda esperarse de ella 
			otra cosa que este vano placer que excita en todos los hombres? 
			Porque no se puede negar que causa un placer físico que encanta sin 
			distinción a todas las edades y a todos los caracteres. ¿o es cosa 
			que debe averiguarse si ejerce algún influjo en los corazones y en 
			las almas? Para demostrar su poder moral, bastaría probar que puede 
			modificar nuestros sentimientos. Y, ciertamente, los modifica. Véase 
			la impresión que producen en los oyentes las obras de tantos 
			músicos, sobre todo de Olimpo. ¿Quién negará que entusiasma a las 
			almas? ¿Y qué es el entusiasmo más que una modificación puramente 
			moral? Basta, para renovar las vivas impresiones que la música nos 
			proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o sin la 
			letra. 
			 
			La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en 
			saber gozar, amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada 
			es más digno de nuestro estudio y de nuestros cuidados que el hábito 
			de juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer en las 
			sensaciones honestas y en las acciones virtuosas. Ahora bien, nada 
			hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, 
			aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera, la 
			bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos del 
			alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan 
			para demostrar cómo la simple narración de cosas de este género 
			puede mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de 
			simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de la alegría, se 
			está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de la 
			realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la 
			copia que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente 
			dichoso si llegara a contemplar a la persona misma, cuya imagen 
			tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el 
			gusto, no reproducen ni poco ni mucho las impresiones morales; el 
			sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes 
			a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre 
			los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, 
			una imitación de las afecciones morales; no es más que el signo 
			revestido con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las 
			modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pero 
			cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas 
			sensaciones de la vista, jamás se aconsejará a la juventud que 
			contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar 
			las de Polignoto o las de cualquier otro pintor que sea tan moral 
			como él. 
			 
			La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa 
			de las sensaciones morales. Cada vez que las armonías varían, las 
			impresiones de los oyentes mudan a la par que cada una de ellas y 
			las siguen en sus modificaciones. Al oír una armonía lastimosa, como 
			la del modo llamado mixolidio, el alma se entristece y se comprime; 
			otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre 
			estos extremos hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, 
			y este es el modo dórico, único que, al parecer, causa esta última 
			impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de 
			entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien 
			comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de la 
			educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de los 
			hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el 
			alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos 
			últimos más o menos vulgares, de mejor o peor gusto. 
			 
			Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el 
			poder moral de la música; y puesto que este poder es muy verdadero, 
			es absolutamente necesario hacer que la música forme parte de la 
			educación de los jóvenes. Este estudio guarda también una perfecta 
			analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con 
			paciencia lo que le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, 
			no lo causa nunca. La armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a 
			la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener que el 
			alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa. 
			 
			Capítulo VI 
			 
			Continuación de lo relativo a la música 
			 
			Pero ¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la 
			música vocal y la instrumental? Esta es una cuestión que ya 
			indicamos antes, y que ahora vamos a tratar. No se puede negar que 
			la influencia moral de la música varía necesariamente mucho, según 
			que se practique o no personalmente, porque es imposible, o, por lo 
			menos, muy difícil ser buen juez en cosas que uno no practica por sí 
			mismo. Además, la infancia necesita una ocupación manual. El mismo 
			sonajero de Arquitas no fue mala invención, puesto que, haciendo que 
			los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna 
			cosa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo 
			instante. El sonajero es un juguete excelente para la primera edad, 
			y el estudio es el sonajero de la edad que sigue; y aunque no sea 
			más que por esto, nos parece evidente que es preciso enseñar también 
			a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra 
			parte, determinar hasta dónde debe extenderse este estudio en las 
			diferentes edades, para que no exceda los límites debidos, a fin de 
			poder rechazar las objeciones de los que pretenden que la música 
			sólo puede crear virtudes vulgares. Por lo pronto, puesto que para 
			juzgar bien en este arte es preciso practicarlo por sí mismo, 
			concluyo de aquí que es necesario que los jóvenes aprendan a 
			ejecutar la música. Más tarde podrán abandonar este trabajo 
			personal, pero entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es 
			debido de las obras de mérito, gracias a los estudios que han hecho 
			cuando eran jóvenes. En cuanto al inconveniente que se pone a veces 
			a la ejecución musical diciendo que ella reduce al hombre al papel 
			de simple artista, basta para contestar a este cargo precisar lo que 
			conviene exigir en punto al talento de ejecución musical a los 
			hombres que hayan de formarse en la virtud política; qué cantos y 
			qué ritmos se les debe obligar a aprender y qué instrumentos deben 
			estudiar. Todas estas distinciones son muy importantes, puesto que, 
			mediante ellas, se puede responder a los que hablan de aquel 
			supuesto inconveniente, porque no niego que cierta clase de música 
			produce el mal efecto que se denuncia. Es preciso, pues, 
			evidentemente, reconocer que el estudio de la música no debe 
			perjudicar en nada a la carrera ulterior que se emprenda; que no 
			debe degradar el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la 
			guerra o de las ocupaciones políticas; en fin, que no debe ser un 
			obstáculo a que a la sazón se practiquen los ejercicios del cuerpo, 
			ni más tarde se adquieran los conocimientos serios. Para que el 
			estudio de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de 
			aspirar ni a formar discípulos que hayan de presentarse en los 
			concursos solemnes de artistas, ni a enseñar a los jóvenes esos 
			vanos prodigios de ejecución que en nuestros días han comenzado por 
			introducirse en los conciertos, y que han pasado después a la esfera 
			de la educación común. De estas delicadezas del arte sólo debe 
			tomarse lo necesario para sentir toda la belleza de los ritmos y de 
			los cantos, y tener para apreciar la música un sentimiento más 
			completo que el vulgar que produce hasta en algunas especies de 
			animales, así como en la muchedumbre de esclavos y de niños. 
			 
			Con arreglo a los mismos principios se han de elegir los 
			instrumentos para esta parte de la educación. Es preciso proscribir 
			la flauta y los instrumentos de que sólo se sirven los artistas, 
			como la cítara y los que a ella se parecen; y admitir solamente los 
			que son propios para formar el oído y desenvolver generalmente la 
			inteligencia. La flauta, por otra parte, no es instrumento moral; 
			sólo es buena para excitar las pasiones, y se debe limitar su uso a 
			aquellas circunstancias en que nos proponemos corregir más bien que 
			instruir. Además, otro de los inconvenientes de la flauta, desde el 
			punto de vista de la educación, es que impide el uso de la palabra 
			mientras se la estudia. No sin razón han renunciado a ella hace 
			mucho tiempo los jóvenes y los hombres libres, por más que en un 
			principio se les obligara a estudiarla. Tan pronto como nuestros 
			padres pudieron gustar las dulzuras del ocio, como resultado de su 
			prosperidad, se consagraron con un ardor magnánimo a la virtud, y, 
			orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de sus victorias 
			en la Guerra Médica, cultivaron todas las ciencias con más pasión 
			que discernimiento y elevaron el arte de la flauta a la dignidad de 
			ciencia. Se vio en Lacedemonia a un corista dar el tono al coro, 
			tocando él mismo la flauta; y en Atenas este gusto se hizo tan 
			nacional que no había hombre libre que no aprendiese este arte; como 
			lo prueba bien el cuadro que Trasipo consagró a los dioses cuando 
			tomó a su cargo la representación de una de las comedias de 
			Ecfantides. Pero la experiencia hizo que bien pronto se desechara la 
			flauta, cuando se reflexionó con más detenimiento sobre lo que podía 
			contribuir o perjudicar a la virtud. Se proscribieron también muchos 
			de los antiguos instrumentos, los pectides, los barbitonos, los que 
			sólo excitan en los oyentes ideas voluptuosas, los heptágonos, los 
			trígonos y los sambucos, y todos los que exigen un extremado 
			ejercicio de la mano. Una antigua tradición mitológica, que es muy 
			razonable, proscribe asimismo la flauta, diciéndonos que Minerva, 
			que la había inventado, no tardó en abandonarla. Se ha dicho 
			también, con mucha gracia, que la antipatía de la diosa a este 
			instrumento procedía de que afeaba el semblante; pero puede creerse 
			que Minerva rechazaba el estudio de la flauta porque no sirve para 
			perfeccionar la inteligencia, ya que, realmente, Minerva es a 
			nuestros ojos el símbolo de la ciencia y del arte. 
			 
			Capítulo VII 
			 
			Conclusión de lo relativo a la música 
			 
			En punto a instrumentos y a ejecución, rechazamos, por tanto, 
			aquellos estudios que son propios de los que se dedican a ser 
			profesores, esto es, de los que se destinan a tomar parte en los 
			combates solemnes de la música. Los que tal hacen no se proponen 
			mejorarse a sí mismos moralmente, sino que sólo tienen en cuenta el 
			placer grosero de los futuros oyentes. Y así no considero esta como 
			una ocupación digna de un hombre libre y sí como un trabajo de 
			mercenario, que sólo sirve para hacer artistas de profesión. El fin 
			a que el artista aspira en este caso con el mayor empeño es malo, 
			porque tiene que rebajar su obra poniéndola al alcance de los 
			espectadores, cuya grosería envilece muchas veces a los artistas que 
			intentan complacerles, degradando hasta su cuerpo a causa de los 
			movimientos que han de hacer para tocar su instrumento. 
			 
			En cuanto a armonías y a ritmos, ¿se deben incluir todos 
			indistintamente en la educación, o se deben elegir algunos? 
			¿Admitiremos solamente, como hacen hoy los que se ocupan de esta 
			parte de la enseñanza, dos elementos en música, la melopea y el 
			ritmo, o añadiremos uno más? Importa conocer con precisión el poder 
			de la melopea y del ritmo desde el punto de vista de la educación. 
			¿Debe preferirse la perfección de la una o la de la otra? Como todas 
			estas cuestiones han sido, a nuestro parecer, muy discutidas por 
			algunos músicos de profesión y por algunos filósofos que practicaron 
			la misma enseñanza de la música, recomendamos los exactos pormenores 
			de sus obras a todos los que quieran profundizar esta materia; y ya 
			que aquí tratamos de la música sólo desde el punto de vista del 
			legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamentales. 
			 
			Admitimos la división de los cantos hecha por algunos filósofos, y 
			distinguimos, como ellos, el canto moral, el animado y el 
			apasionado. Dentro de la teoría de estos autores, cada uno de estos 
			cantos corresponde a una armonía especial, que es análoga a él. 
			Partiendo de estos principios creemos que de la música se puede 
			sacar más de un género de utilidad, puesto que puede servir a la vez 
			para instruir el espíritu y para purificar el alma. Decimos aquí, en 
			general, que puede purificar el alma, pero ya trataremos este punto 
			con más claridad en nuestros estudios sobre la Poética. En tercer 
			lugar, la música puede emplearse como un solaz y servir para 
			distraer el espíritu y procurarle descanso después del trabajo. 
			Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las armonías, pero 
			con fines diversos en cada una de ellas. Para el estudio se 
			escogerán las más morales; y para los conciertos, en lo que uno oye 
			pero no toca, se escogerán las animadas y apasionadas. Estas 
			impresiones que ciertas almas experimentan de un modo tan poderoso, 
			alcanzan a todos los hombres, aunque en grados diversos; porque 
			todos, sin excepción, se ven arrastrados por la música a la 
			compasión, al temor, al entusiasmo. Algunos se dejan dominar más 
			fácilmente que otros por estas impresiones; y así puede verse cómo, 
			después de haber oído una música que ha conmovido su alma, se 
			tranquilizan de repente al escuchar los cantos sagrados, que vienen 
			a ser para ésta una especie de curación y purificación moral. Estos 
			cambios bruscos tienen lugar también necesariamente en aquellas 
			almas que se dejan arrastrar por el encanto de la música a la 
			compasión, al terror, o a cualquier otra pasión. Cada oyente se 
			siente conmovido, según que estas sensaciones han influido más o 
			menos en él; pero todos han experimentado una especie de 
			purificación y se sienten aliviados de este peso por el placer que 
			han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos que purifican el 
			alma nos producen una alegría pura; y deben dejarse estas armonías y 
			estos cantos tan impresionables a los músicos que tocan en el 
			teatro. Pero los oyentes son de dos especies; unos que son libres e 
			ilustrados, y otros, artesanos y groseros mercenarios, que tienen 
			necesidad de juegos y espectáculos para descansar de sus fatigas. 
			Como en estas naturalezas inferiores el alma se ha torcido y 
			separado de su debido camino, tiene necesidad de armonías tan 
			degradadas como ella y de cantos de un color falso y de una rudeza 
			que no pierden jamás. Cada cual sólo encuentra placer en lo que 
			responde a su naturaleza, y he aquí por qué concedemos a los 
			artistas que han de disputarse el premio el derecho de acomodar la 
			música a los groseros oídos de los que deben escucharla. 
			 
			Pero en la educación, lo repito, sólo se admitirán los cantos y las 
			armonías que tiene un carácter moral, como, por ejemplo, según hemos 
			dicho ya, la armonía dórica. También es preciso aceptar cualquiera 
			otra que propongan los versados en la teoría filosófica o en la 
			enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón, al no 
			admitir más que el modo frigio al lado del dórico, incurre en una 
			equivocación tanto más extraña cuanto que ha proscrito el estudio de 
			la flauta. Es el modo frigio en las armonías poco más o menos lo que 
			la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos producen 
			igualmente en el alma sensaciones impetuosas y apasionadas. La 
			poesía misma lo prueba bien, porque en los cantos que consagra a 
			Baco y en todas sus producciones análogas a éstas exige, ante todo, 
			el acompañamiento de la flauta. En los cantos frigios es donde 
			particularmente tiene lugar este género de poesía, por ejemplo, el 
			ditirambo, cuyo carácter completamente frigio nadie desconoce. Las 
			gentes versadas en estas materias citan de esto muchos ejemplos, 
			entre otros, el de Filóxeno, el cual, después de haber intentado 
			componer su ditirambo, las Fábulas, según el modo dórico, se vio 
			obligado, por la naturaleza misma de su poema, a emplear el modo 
			frigio, único que convenía bien en aquel caso. 
			 
			En cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más 
			gravedad que todas las demás, y que su tono es más varonil y más 
			moral. Partidarios declarados, como lo somos nosotros, del principio 
			que busca siempre el término medio entre los extremos, sostendremos 
			que la armonía dórica, que es la que tiene este carácter entre todas 
			las demás, debe ser evidentemente enseñada con preferencia a la 
			juventud. Dos cosas deben tenerse aquí presentes: lo posible y lo 
			oportuno; porque lo posible y lo oportuno son principios que deben 
			guiar a todos los hombres; pero la edad de los individuos es la 
			única que puede determinar lo uno y lo otro. A los hombres fatigados 
			por la edad les sería muy difícil modular cantos vigorosamente 
			sostenidos, y la naturaleza misma les inspira más bien modulaciones 
			suaves y dulces. Así es que algunos autores que se han ocupado de la 
			música han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber 
			proscrito las armonías dulces de la educación, con el pretexto de 
			que sólo eran propias de la embriaguez. Sócrates se ha equivocado al 
			creer que tenía que ver con la embriaguez, cuyo carácter consiste en 
			una especie de frenesí, mientras que el de los cantos no es más que 
			el de una dulce dejadez. Cuando llega la época próxima a la edad 
			senil es bueno estudiar las armonías y los cantos de esta especie, y 
			hasta creo que se podría encontrar entre ellos uno que convendría 
			perfectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez, la decencia y 
			la instrucción; y, a nuestro juicio, tal sería con preferencia a 
			cualquiera otro el modo lidio. Y así en punto a educación musical, 
			se requieren esencialmente tres cosas: primero, evitar todo exceso; 
			segundo, hacer lo que sea posible, y, finalmente, hacer lo que sea 
			oportuno. 
			 
			Fin del Libro 5  |