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			 Capítulo I 
			 
			De la vida perfecta 
			 
			Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta 
			con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar 
			cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. 
			Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el 
			gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto 
			procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de 
			las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su 
			condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida 
			preferible para todos los hombres en general, y después veremos si 
			es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. 
			Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras 
			exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que 
			aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede 
			negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el 
			hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera 
			de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la 
			felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda 
			considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, 
			fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se 
			entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que 
			esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más 
			queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, 
			fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. 
			Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos 
			sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni 
			sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se 
			considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero 
			tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás 
			bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, 
			cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos. 
			 
			A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, 
			convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, 
			lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes 
			exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos 
			mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los 
			goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, 
			sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas 
			inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del 
			amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a 
			aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que 
			la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las 
			verdaderas riquezas. 
			 
			Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para 
			demostrar perfectamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un 
			límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas que se 
			dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza 
			inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto 
			a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de 
			su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas 
			que son, ante todo, esencialmente bellas. En general, es evidente 
			que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer 
			la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en 
			relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas 
			cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego, si el alma, 
			hablando de una manera absoluta y aun también con relación a 
			nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su 
			perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las 
			leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son 
			apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben 
			desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada 
			como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como 
			punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en 
			proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las 
			leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a 
			Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, 
			sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia 
			naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna 
			consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el 
			azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, 
			mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por 
			efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las 
			mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo 
			tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede 
			acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no 
			prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, 
			la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma 
			extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo 
			mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo, 
			sabio y templado. 
			 
			No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible 
			que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar 
			propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado. 
			Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el 
			individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar 
			este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En 
			cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no 
			responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más 
			tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado. 
			 
			Capítulo II 
			 
			De la felicidad con relación al Estado 
			 
			Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está 
			constituida por elementos idénticos o diversos que la de los 
			individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos elementos 
			son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la 
			riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente 
			dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el individuo 
			es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico el Estado será 
			tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el 
			hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más 
			virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí 
			principalmente nuestra atención. En primer lugar, ¿debe preferir el 
			individuo la vida política, la participación en los negocios del 
			Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo 
			compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema 
			político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los 
			ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que, 
			haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta 
			última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que 
			no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente 
			son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan, 
			dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, 
			que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado. 
			 
			Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que 
			cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar 
			lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. Aun 
			concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos 
			se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida 
			extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a la 
			meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. 
			Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en 
			nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra 
			de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la 
			verdad es de alta importancia, porque todo individuo, si es 
			prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino 
			que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los 
			ojos de algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce 
			despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto, 
			pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo 
			ejerce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también 
			sus partidarios, se pretende que la vida práctica y política es la 
			única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus 
			formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que 
			dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de 
			esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y 
			sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante 
			la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la 
			constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la 
			conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión 
			general que presentan casi en todas partes los materiales 
			legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la 
			dominación. Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación 
			pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino para la 
			guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición 
			hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por 
			ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con 
			frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por 
			ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como 
			campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba 
			al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún 
			enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la 
			copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había 
			muerto a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza belicosa, 
			plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como 
			enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos 
			usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las 
			costumbres. 
			 
			Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un 
			hombre de Estado pueda nunca meditar la conquista y dominación de 
			los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo. 
			¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de 
			una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos 
			los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las 
			leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras 
			ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y el 
			piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos 
			que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá 
			que, generalmente, se confunde el poder político con el poder 
			despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno 
			para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se 
			reclama resueltamente la justicia para sí y se olvida por completo 
			tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto 
			cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho 
			natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar 
			como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no 
			indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un 
			sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se 
			pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de 
			comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de 
			aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la 
			sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes. 
			En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, 
			ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella. 
			Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas 
			que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan 
			sólo un medio para que aquél se realice. El verdadero legislador 
			deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos 
			individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la 
			asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda 
			pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las 
			exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la 
			legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga 
			mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. Esta 
			materia se tratará más adelante como ella merece, cuando 
			determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto. 
			 
			Capítulo III 
			 
			De la vida política 
			 
			Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse 
			esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en 
			el empleo que debe darse a la vida. Examinemos las dos opiniones 
			contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políticas y 
			se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual 
			se da una gran preferencia, difiere completamente de la vida del 
			hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida 
			política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede 
			ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas 
			son cosas idénticas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en 
			parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como 
			un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en 
			tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, 
			relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de 
			encantador. Pero es un error creer que toda autoridad sea 
			necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre 
			hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos 
			que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como 
			ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en 
			una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la 
			felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y 
			sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como 
			dignos. 
			 
			Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: "un poder 
			absoluto es el mayor de los bienes, puesto que capacita para 
			multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones. Así, siempre que 
			pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a 
			otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las 
			relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de la 
			amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado, 
			porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en 
			este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo". Esta 
			objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la 
			violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pero como no 
			es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente 
			falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus 
			semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el 
			señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la 
			virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. 
			Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que 
			en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la 
			igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares 
			son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra 
			naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea superior 
			por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar 
			en busca del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es 
			justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso, 
			además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es 
			verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es 
			para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, 
			el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida 
			activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de 
			relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos 
			verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados 
			positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos 
			activos son más bien las reflexiones y las meditaciones 
			completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio 
			estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una 
			acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al 
			pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El 
			aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de 
			existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la 
			inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser 
			activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen 
			las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo 
			considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra 
			manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que 
			su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada 
			en ellos mismos. 
			 
			Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el 
			individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			De la extensión que debe tener el Estado 
			 
			Después de los preliminares que acabamos de desenvolver y de las 
			consideraciones que hemos hecho sobre las diversas formas de 
			gobierno, entraremos en lo que nos resta por decir, indicando cuáles 
			deben ser los principios necesarios y esenciales de un gobierno 
			formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede 
			existir sin las condiciones indispensables para su misma perfección, 
			es lícito dárselas todas en hipótesis, y tales como se quiera, con 
			tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejemplo, en cuanto al 
			número de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero 
			en general, el tejedor, el constructor de naves o cualquier otro 
			artesano, debe antes de comenzar el trabajo tener la materia 
			primera, de cuyas buenas circunstancias y preparación depende tanto 
			el mérito de la ejecución, es preciso dar también al hombre de 
			Estado y al legislador una materia especial, convenientemente 
			preparada para sus trabajos. Los primeros elementos que exige la 
			ciencia política son los hombres en el número y con las cualidades 
			naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las 
			propiedades debidas. 
			 
			Se cree vulgarmente que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto; 
			y si este principio es verdadero, los que lo proclaman ignoran 
			ciertamente en qué consiste la extensión o la pequeñez de un Estado; 
			porque juzgan únicamente de ellas por el número de sus habitantes y, 
			sin embargo, es preciso mirar no tanto al número como al poder. Todo 
			Estado tiene una tarea que llenar; y será el más grande el que mejor 
			la desempeñe. Y así, yo puedo decir que Hipócrates, no como hombre, 
			sino como médico, es mucho más grande que otro hombre de una 
			estatura más elevada que la suya. Aun admitiendo que sólo se debe 
			mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los 
			elementos que le forman. Bien que el Estado todo encierre 
			necesariamente una multitud de esclavos, de domiciliados, de 
			extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros mismos de la 
			ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos 
			es la señal cierta de la grandeza del Estado. Una ciudad de la que 
			saliesen una multitud de artesanos y pocos guerreros no sería nunca 
			un gran Estado, porque es preciso distinguir un gran Estado de un 
			Estado populoso. Ahí están los hechos para probar que es muy 
			difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado populosa; 
			y ninguna de aquellas cuyas leyes han merecido tantas alabanzas ha 
			tenido, como puede verse, una excesiva población. El razonamiento 
			viene en apoyo de la observación. La ley es la determinación de 
			cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen 
			orden; pero el orden no es posible tratándose de una gran multitud. 
			El poder divino, que abraza el universo entero, sería el único que 
			podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de 
			la armonía del número con la extensión; y la perfección para el 
			Estado consistirá necesariamente en reunir una justa extensión y un 
			número conveniente de ciudadanos. Pero la extensión de los Estados 
			está sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los 
			animales, las plantas, los instrumentos. Cada cosa, para poseer 
			todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni 
			desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal 
			caso, o ha perdido completamente su naturaleza especial, o se ha 
			pervertido. Una nave de una pulgada tendría tanto de nave como una 
			de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente 
			inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. 
			Lo mismo sucede respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede 
			satisfacer sus necesidades, lo cual es una condición esencial de la 
			ciudad; demasiado extensa, se hasta a sí misma, pero no como ciudad, 
			sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobierno. En 
			medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué 
			Esténtor podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada 
			la ciudad en el momento mismo en que la masa políticamente asociada 
			puede proveer a todas las necesidades de su existencia. Más allá de 
			este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero 
			esta progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos 
			harán ver fácilmente cuáles deben ser. En la ciudad los actos 
			políticos son de dos especies: autoridad, obediencia. El magistrado 
			manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir 
			las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se 
			conozcan y se aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no 
			existen, las elecciones y las sentencias jurídicas son 
			necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución 
			tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de 
			serlo, recayendo sobre una masa tan grande. Por otra parte, será muy 
			fácil a los domiciliados y a los extranjeros usurpar el derecho de 
			ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud 
			reunida. Puede, pues, sentarse como una verdad que la justa 
			proporción para el cuerpo político consiste, evidentemente, en que 
			tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean capaces de 
			satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos 
			que puedan sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son 
			nuestros principios sobre la existencia del Estado. 
			 
			Capítulo V 
			 
			Del territorio del Estado perfecto 
			 
			Los principios que acabamos de indicar respecto a la población del 
			Estado pueden, hasta cierto punto, aplicarse al territorio. El más 
			favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones sean una 
			mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, porque 
			precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de 
			producciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad 
			de nadie, he aquí la verdadera independencia. La extensión y la 
			fertilidad del territorio deben ser tales que todos los ciudadanos 
			puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y 
			sobrios. Después examinaremos el valor de este principio con más 
			precisión, cuando tratemos, en general, de la propiedad, del 
			bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestiones muy 
			controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en este 
			punto en uno u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia o en 
			un lujo desenfrenado. 
			 
			Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna 
			dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse, exigen 
			que sea de difícil acceso para el enemigo y de salida cómoda para 
			los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la masa de 
			sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un 
			terreno fácil de observar no es menos fácil de defender. En cuanto 
			al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo, es preciso 
			que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que 
			debe exigirse es que todos los puntos puedan prestarse mutuo 
			auxilio, y que el transporte de géneros, maderas y productos 
			manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la de saber 
			si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena 
			organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados 
			bajo leyes completamente diferentes, es perjudicial al buen orden, y 
			la población constituida por esta multitud de mercaderes que van y 
			vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda 
			disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, 
			no hay duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a la 
			abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la ciudad y al 
			resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se 
			resiste mejor una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la 
			vez, por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se puede 
			batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo, se puede 
			hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se 
			pueden ocupar ambos. 
			 
			El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es 
			decir, importar lo que el país no produce y exportar las materias en 
			que abunda. Pero la ciudad, al hacer el comercio, sólo debe pensar 
			en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil de 
			todas las naciones no tiene otro origen que la codicia, y el Estado, 
			que debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe 
			entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero en algunos países y en 
			algunos Estados la rada y el puerto hecho por la naturaleza están 
			maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual, sin 
			estar muy distante, aunque sí separada, domina el puerto con sus 
			murallas y fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se 
			aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son 
			útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición 
			legislativa podrá alejar todo peligro, designando especialmente los 
			ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta 
			comunicación con los extranjeros. 
			 
			En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe, 
			hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo en vista de 
			sus necesidades interiores, sino también con relación a sus vecinos, 
			a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por tierra, 
			según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser 
			proporcionada al género de existencia de la ciudad. Si esta 
			existencia es por completo de dominación y de relaciones políticas, 
			es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones análogas a 
			las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no 
			tiene necesidad de esta población enorme compuesta por las gentes de 
			mar, que no deben ser jamás miembros de la ciudad. No hablo de los 
			guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las 
			dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército 
			de tierra. Dondequiera que las gentes del campo y los labradores 
			abundan, hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados 
			nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por 
			ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con otras, no por 
			eso deja de equipar numerosas galeras. 
			 
			No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio 
			del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación con el mar y sus 
			fuerzas navales. 
			 
			Capítulo VI 
			 
			De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos de la 
			república perfecta 
			 
			Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político; 
			veamos ahora qué cualidades naturales se requieren en los miembros 
			que lo componen. Puede formarse una idea de ellas con sólo echar una 
			mirada sobre las ciudades más célebres de la Grecia y sobre las 
			diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en 
			climas fríos, hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero 
			son en verdad inferiores en inteligencia y en industria; y si bien 
			conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente 
			indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En 
			Asia, por el contrario, los pueblos tienen más inteligencia y 
			aptitud para las artes, pero les falta corazón, y permanecen sujetos 
			al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que 
			topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de 
			ambas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo 
			guardar su independencia y constituir buenos gobiernos, y sería 
			capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el universo. En el 
			seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí 
			desemejanzas análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina 
			una sola cualidad; allí todas se armonizan en una feliz combinación. 
			Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la 
			vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle 
			fácilmente por el camino de la virtud. Algunos escritores políticos 
			exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes 
			conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es 
			el que produce en nosotros la afección; el corazón es la facultad 
			del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse que 
			el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los 
			amigos que contra los desconocidos. Arquíloco, cuando quiere 
			quejarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice: 
			 
			"Oh corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja?" 
			 
			En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte 
			de este mismo principio: el corazón es imperioso y no sabe 
			someterse. Pero los autores que he citado más arriba hacen mal en 
			exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente 
			tenerla con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea 
			con el crimen; y, repito, se irritan más contra los amigos cuando 
			creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera es 
			perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que 
			tal conducta pueda producir, se cree perder, además, una 
			benevolencia con que con razón se contaba. De aquí aquel pensamiento 
			del poeta: 
			 
			"La lucha entre hermanos es más encarnizada." 
			 
			Y este otro: 
			 
			"El que quiere con exceso, sabe aborrecer del mismo modo." 
			 
			Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su 
			número y sus cualidades naturales, y al determinar la extensión y 
			las condiciones del territorio, nos hemos encerrado dentro de los 
			límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en 
			simples consideraciones teóricas la misma precisión que en las 
			observaciones de los hechos que nos suministran los sentidos. 
			 
			Capítulo VII 
			 
			De los elementos indispensables a la existencia de la ciudad 
			 
			Así como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay 
			identidad entre todos los elementos del cuerpo entero, aunque sean 
			esenciales a su existencia, en igual forma se puede, evidentemente, 
			no contar entre los miembros de la ciudad a todos los elementos de 
			que tiene, sin embargo, una necesidad indispensable; principio 
			igualmente aplicable a cualquiera otra asociación que sólo haya de 
			formarse de elementos de una sola y misma especie. Los asociados 
			deben tener necesariamente un punto de unidad común, ya sean, por 
			otra parte, en razón de su participación en ella iguales o 
			desiguales: por ejemplo, los alimentos, la posesión del suelo o 
			cualquier otro objeto semejante. Pueden hacerse dos cosas, la una en 
			vista de la otra, ésta como medio, aquélla como fin, sin que haya 
			entre ellas más de común que la acción producida por la una y 
			recibida por la otra. Esta es la relación que hay en un trabajo 
			cualquiera entre el instrumento y el obrero. La casa no tiene, 
			ciertamente, nada que pueda ser común a ella y al albañil, y, sin 
			embargo, el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa. En 
			igual forma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la propiedad, 
			pero la propiedad no es ni remotamente parte esencial de la ciudad, 
			por más que de la propiedad formen parte como elementos seres vivos. 
			La ciudad no es más que una asociación de seres iguales, que aspiran 
			en común a conseguir una existencia dichosa y fácil. Pero como la 
			felicidad es el bien supremo; como consiste en el ejercicio y 
			aplicación completa de la virtud, y en el orden natural de las 
			cosas, la virtud está repartida muy desigualmente entre los hombres, 
			porque algunos tienen muy poca o ninguna; aquí es donde 
			evidentemente hay que buscar el origen de las diferencias y de las 
			divisiones entre los gobiernos. Cada pueblo, al buscar la felicidad 
			y la virtud por diversos caminos, organiza también a su modo la vida 
			y el Estado sobre bases asimismo diferentes. 
			 
			Veamos cuántos elementos son indispensables a la existencia de la 
			ciudad; porque la ciudad estará constituida necesariamente por 
			aquellos en los cuales reconozcamos este carácter. 
			 
			Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer 
			lugar, las subsistencias; después, las artes, indispensables a la 
			vida, que tiene necesidad de muchos instrumentos; luego las armas, 
			sin las que no se concibe la asociación, para apoyar la autoridad 
			pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los 
			enemigos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta 
			abundancia de riquezas, tanto para atender a las necesidades 
			interiores como para la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos 
			haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como suele 
			llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más 
			importante, la decisión de los asuntos de interés general y de los 
			procesos individuales. 
			 
			Tales son las cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea, no 
			puede absolutamente carecer. La agregación que constituye la ciudad 
			no es una agregación cualquiera, sino que, lo repito, es una 
			agregación de hombres de modo que puedan satisfacer todas las 
			necesidades de su existencia. Si uno de los elementos que quedan 
			enumerados llega a faltar, entonces es radicalmente imposible que la 
			asociación se baste a sí misma. El Estado exige imperiosamente todas 
			estas diversas funciones; necesita trabajadores que aseguren la 
			subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros, 
			gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de 
			sus necesidades y por sus intereses. 
			 
			Capítulo VIII 
			 
			Elementos políticos de la ciudad 
			 
			Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si 
			todas estas funciones deben pertenecer sin distinción a todos los 
			ciudadanos. Tres cosas son en este caso posibles: o que todos los 
			ciudadanos sean a la vez e indistintamente labradores, artesanos, 
			jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función 
			tenga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan 
			necesariamente a algunos individuos en particular y otras a la 
			generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a 
			cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían 
			suponer diversas combinaciones, admitir o no a todos los ciudadanos 
			en todos los empleos, y conferir ciertas funciones como privilegio. 
			Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En 
			las democracias todos los derechos son comunes, y lo contrario 
			sucede en las oligarquías. 
			 
			El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que 
			garantiza al cuerpo social el mayor grado de felicidad. Ahora bien, 
			la felicidad, según hemos dicho, es inseparable de la virtud; y así, 
			en esta república perfecta, en la que la virtud de los ciudadanos 
			será una verdad en toda la extensión de la palabra y no 
			relativamente a un sistema dado, aquéllos se abstendrán 
			cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de toda 
			especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la 
			virtud. Tampoco se dedicarán a la agricultura, pues se necesita 
			tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para ocuparse de la 
			cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera 
			sobre los negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos 
			que deben, al parecer, constituir esencialmente la ciudad. Las dos 
			funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en manos separadas o 
			reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta 
			pregunta es clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta 
			cierto punto reunidas; separadas, porque piden edades diferentes y 
			necesitan la una prudencia, la otra vigor; reunidas, porque es 
			imposible que gentes que tienen la fuerza en su mano y que pueden 
			usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los ciudadanos 
			armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno. 
			No hay más remedio que confiar todas esas funciones a las mismas 
			manos, pero atendiendo a las diversas épocas de la vida, como la 
			misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la 
			juventud, y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las 
			atribuciones conforme a este principio, tan útil como equitativo, 
			como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito. 
			 
			Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que 
			componen estas dos clases, porque el desahogo en la vida está 
			reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo son esencialmente. En 
			cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene 
			ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la 
			virtud, lo cual es una consecuencia evidente de nuestros principios. 
			La felicidad reside exclusivamente en la virtud, y para que pueda 
			decirse que una ciudad es dichosa es preciso tener en cuenta no a 
			algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción. 
			Y así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y 
			los labradores serán necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos. 
			 
			En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los 
			pontífices, cuya posición en el Estado está bien señalada. Un 
			labrador, un obrero, no pueden alcanzar nunca el desempeño de las 
			funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el 
			servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos 
			partes, la una guerrera, la otra deliberante, y es conveniente a la 
			vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a los 
			ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe 
			encomendarse el cuidado del sacerdocio. 
			 
			Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del 
			Estado, las partes que realmente componen la ciudad. Ésta no puede, 
			por un lado, carecer de labradores, de artesanos y de mercenarios de 
			todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante 
			son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes 
			divisiones del Estado se distinguen también entre sí, la una por la 
			perpetuidad y la otra por el carácter alternativo de las funciones. 
			 
			Capítulo IX 
			 
			Antigüedad de ciertas instituciones políticas 
			 
			No es, por lo demás, un descubrimiento de nuestro tiempo, y ni 
			siquiera reciente en la filosofía política, esta división necesaria 
			de los individuos en clases distintas, los guerreros de una parte, y 
			los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto y en Creta, 
			instituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de 
			Sesostris, y en el segundo, por las de Minos. El establecimiento de 
			las comidas en común no es menos antiguo, pues respecto a Creta se 
			remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más 
			remota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a 
			un cierto Ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que los 
			enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos, y que el nombre 
			de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de Europa, 
			comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre 
			sí una medida jornada. Se añade que Ítalo hizo agricultores a los 
			enotrios, que antes eran nómadas, y que entre otras instituciones 
			les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay cantones que 
			conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de Ítalo. Esta 
			costumbre existía entre los ópicos, habitantes de las orillas de la 
			Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de ausonios; y 
			también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado 
			Sirteis, en las costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo 
			demás, es sabido que los caonios eran también de origen enotrio. 
			 
			Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La 
			división de los ciudadanos por clases viene de Egipto, pues el 
			reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. Debe creerse, por 
			lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear 
			estas instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor 
			decir, una infinidad de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha 
			sugerido precisamente los medios de satisfacer las primeras 
			exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los 
			perfeccionamientos y la abundancia han debido, según todas las 
			apariencias, desenvolverse en la misma proporción; y es, por tanto, 
			una consecuencia muy lógica el creer esta ley aplicable igualmente a 
			las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y el 
			Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa 
			antigüedad, y en todos los tiempos ha tenido leyes y una 
			organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros 
			predecesores en todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en 
			novedades, sino en los puntos en que nos han dejado vacíos que 
			llenar. 
			 
			Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que 
			llevan las armas y tienen derechos políticos, y hemos añadido, al 
			fijar las cualidades y la extensión del territorio, que los 
			labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos 
			aquí de la división de las propiedades y del número y especie de 
			labradores. Hemos rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por 
			algunos autores; pero hemos declarado que la benevolencia de unos 
			ciudadanos para con los otros debía hacer común el uso de aquéllas, 
			para que todos tuvieran, al menos, segura su subsistencia. Se mira 
			generalmente el establecimiento de las comidas en común como 
			perfectamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde 
			diremos por qué adoptamos nosotros también este principio; pero es 
			preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un puesto en 
			aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir con la 
			parte fijada por la ley, puedan, además, atender a todas las demás 
			necesidades de su familia. Los gastos del culto divino son también 
			una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en 
			dos porciones, una para el público, otra para los particulares, y 
			subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se subdividirá 
			para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de las 
			comidas públicas. En cuanto a la segunda, se la dividirá, a fin de 
			que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas en la 
			frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado 
			en la defensa de las dos localidades. Esta repartición, equitativa 
			en sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su unión más 
			íntima contra los enemigos comunes de los Estados vecinos. Donde no 
			está establecida esta repartición, a los unos inquieta muy poco la 
			guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una 
			vergonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los 
			propietarios de la frontera de toda deliberación sobre las 
			agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y 
			no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos 
			que obligan a dividir el territorio en la forma que hemos dicho. En 
			cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir, deben preferirse 
			los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma 
			nación, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos 
			condiciones serán excelentes para el trabajo, y no pensarán en 
			rebelarse. Después es conveniente mezclar con los esclavos algunos 
			bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cualidades que 
			aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al 
			propietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, 
			diremos el trato que debe darse a los esclavos, y por qué se debe 
			siempre mostrarles la libertad como recompensa de sus trabajos. 
			 
			Capítulo X 
			 
			De la situación de la ciudad 
			 
			No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y 
			marítima, y en relación, en cuanto sea posible, con todos los puntos 
			del territorio, puesto que ya lo hemos dicho más arriba. En cuanto a 
			la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben tenerse en 
			cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición 
			al Levante y a los vientos que de allí soplan es la más sana de 
			todas; la exposición al Mediodía viene en segundo lugar, y tiene la 
			ventaja de que el frío en invierno es más soportable. Desde otros 
			puntos de vista, el asiento de la ciudad debe ser también escogido 
			teniendo en cuenta las ocupaciones que en el interior de ella tengan 
			los ciudadanos y los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso 
			que, en caso de guerra, los habitantes puedan fácilmente salir, y 
			que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en ella como en 
			bloquearla. La ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes 
			naturales en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene 
			construir vastos y numerosos aljibes destinados a guardar las aguas 
			pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante la guerra 
			se interrumpan las comunicaciones con el resto del país. Como la 
			primera condición es la salud de los habitantes, y ésta resulta, en 
			primer lugar, de la situación y posición de la ciudad que hemos 
			expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables, este último 
			punto exige también la más severa atención. Las cosas que obran 
			sobre el cuerpo con más frecuencia y más amplitud tienen también 
			mayor influjo sobre la salud; y en este caso se encuentra 
			precisamente la acción natural del aire y de las aguas. Y así, en 
			cualquier punto donde las aguas naturales no sean ni igualmente 
			buenas, ni igualmente abundantes, será prudente separar las potables 
			de las que pueden servir para los usos ordinarios. 
			 
			En cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad del 
			emplazamiento varían según las constituciones. Una ciudad situada en 
			lo alto conviene a la oligarquía y a la monarquía; la democracia 
			prefiere para esto una llanura. La aristocracia desecha todas estas 
			posiciones y se acomoda más bien en algunas alturas fortificadas. En 
			cuanto a la disposición de las habitaciones particulares, parecen 
			más agradables y generalmente más cómodas si están alineadas a la 
			moderna y conforme al sistema de Hipódamo. El antiguo método tenía, 
			por el contrario, la ventaja de ser más seguro en caso de guerra; 
			una vez los extranjeros en la ciudad, difícilmente podían salir, 
			después de haberles costado la entrada no menos trabajo. Es preciso 
			combinar estos dos sistemas, y será muy oportuno imitar lo que 
			nuestros cosecheros llaman tresbolillo en el cultivo de las viñas. 
			Se alineará, por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en 
			algunos cuarteles, y no en toda su superficie; y de este modo irá 
			unida la elegancia a la seguridad. En fin, en cuanto a las murallas, 
			los que no quieren para las ciudades otras que el valor de los 
			habitantes se dejan llevar de una antigua preocupación, por más que 
			han podido ver que los hechos han dado un mentís a las ciudades que 
			han hecho de esto una singular cuestión de honra. Poco valor 
			probaría el defenderse de enemigos iguales o poco superiores en 
			número al abrigo de las murallas; pero se ha visto y se puede ver 
			aún pueblos que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un 
			puñado de valientes pueda rechazarlos. Para precaver, pues, reveses 
			y desastres, para evitar una derrota cierta, los medios más 
			militares son las fortificaciones más inexpugnables, sobre todo hoy 
			en que el arte de sitiar, con sus tiros y sus terribles máquinas, ha 
			hecho tantos progresos. No permitir que haya murallas en las 
			ciudades es tan poco sensato como escoger un país abierto o nivelar 
			todas las alturas; sería como prohibir rodear de paredes las casas 
			particulares por temor de hacer cobardes a los habitantes. Es 
			preciso persuadirse de que, cuando se cuenta con murallas, se puede, 
			según se quiera, servirse o no de ellas; y que en una ciudad abierta 
			no es posible la elección. Si nuestras reflexiones son exactas, es 
			preciso no sólo rodear la ciudad de murallas, sino que deben, además 
			de servir de ornato, ser capaces de resistir todos los sistemas de 
			ataque, y sobre todo los de la táctica moderna. El que ataca no 
			desperdicia ningún medio para alcanzar el triunfo; el que se 
			defiende debe, por su parte, buscar, meditar e inventar nuevos 
			recursos; y la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí es 
			que se piensa menos en atacarle. Mas como en las comidas en común 
			hay precisión de distribuir los ciudadanos en muchas secciones, y 
			las murallas deben, igualmente, tener de distancia en distancia y en 
			puntos convenientes torres y cuerpos de guardia, es claro que estas 
			torres estarán, naturalmente, destinadas a albergar las secciones de 
			ciudadanos, y que en ellas tendrán lugar las comidas. 
			 
			Tales son los principios que se pueden adoptar relativamente a la 
			situación y a la utilidad de las murallas. 
			 
			Capítulo XI 
			 
			De los edificios públicos y de la política 
			 
			Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan 
			espléndidos como sea preciso y servirán, a la vez, para las comidas 
			públicas de los principales magistrados y para la celebración de 
			todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han 
			querido que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse 
			desde todos los cuarteles que le rodean, será tal como lo exige la 
			dignidad de los personajes que tiene que albergar. Al pie de la 
			eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que 
			esté la plaza pública, construida como la que se llama en Tesalia 
			Plaza de la Libertad. No se consentirá nunca que esta plaza se 
			manche dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la entrada 
			en ella a los artesanos, a los labradores y a todo individuo de esta 
			clase, a menos que el magistrado expresamente los llame. También es 
			preciso que el aspecto de este lugar sea agradable, puesto que será 
			allí donde los hombres de edad madura se dedicarán a los ejercicios 
			gimnásticos, porque hasta desde este punto de vista deben separarse 
			los ciudadanos según su edad, y algunos magistrados asistirán a los 
			juegos de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas 
			veces a los de los magistrados. La presencia del magistrado inspira 
			verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que es propio del 
			corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza, y bien separada de 
			ella, estará la destinada al tráfico, debiendo ser este sitio de 
			fácil acceso para todas las mercancías que se transporten, 
			procedentes del mar y del interior del país. 
			 
			Puesto que el cuerpo de ciudadanos se divide en pontífices y 
			magistrados, es conveniente que las comidas de los pontífices tengan 
			lugar en las cercanías de los edificios sagrados. En cuanto a los 
			magistrados, encargados de fallar en materia de contratos, acciones 
			civiles y criminales, y todos los negocios de este género, o 
			encargados de la vigilancia de los mercados y de lo que se llama 
			policía de la ciudad, el lugar de sus comidas debe estar situado 
			cerca de la plaza pública y de un cuartel de mucha concurrencia. A 
			este efecto, será muy conveniente que esté próximo a la plaza de 
			contratación en que tienen lugar todas las transacciones. En la otra 
			plaza de que más arriba hemos hablado, debe reinar una calma 
			absoluta; mientras que ésta, por el contrario, estará destinada a 
			todas las relaciones de carácter material e indispensables. 
			 
			Todas las divisiones urbanas que acabamos de enumerar deberán 
			hacerse igualmente en los cantones rurales. En éstos los 
			magistrados, ya se llamen conservadores de bosques, ya inspectores 
			del campo, tendrán también cuerpos de guardias para la vigilancia y 
			comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo algunos 
			templos consagrados a los dioses unos, y otros a los héroes. 
			 
			Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre esta 
			materia, puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, aunque no 
			lo sea tanto el ponerlas en práctica. Para decirlas, basta dejarse 
			llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se necesita la ayuda 
			de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho en este punto. 
			 
			Capítulo XII 
			 
			De las cualidades que los ciudadanos deben tener en la república 
			perfecta 
			 
			Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades 
			deben poseer los miembros que componen la ciudad, para que el 
			bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El 
			bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos condiciones: 
			primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que 
			sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede 
			suceder que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no 
			se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tienen los 
			medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos 
			necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe 
			engañarse, a la vez, sobre el fin y sobre los medios, como lo 
			atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe 
			curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la 
			curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias 
			es preciso que el fin y los medios que puedan conducir a él sean 
			igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean 
			la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el 
			conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la 
			naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones 
			que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados y 
			difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun 
			supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse 
			del camino desde los primeros pasos. Puesto que nuestras 
			indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la 
			administración perfecta del Estado, y que esta administración 
			perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a 
			todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué 
			consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y 
			séanos permitido creer que esta obra no carece de toda utilidad; la 
			felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la 
			virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud 
			que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta, 
			la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la 
			esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del 
			culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de 
			necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y 
			sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen 
			pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen 
			por fin la gloria y el perfeccionamiento moral son bellos en un 
			sentido absoluto. De estos dos órdenes de actos: el primero tiende 
			simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera 
			directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar 
			noblemente la miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el 
			bienestar no por eso deja de consistir en las cosas contrarias a 
			aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso 
			diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes 
			los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir que debe saber 
			también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De 
			esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende 
			de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una 
			preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al 
			talento del artista. 
			 
			De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador 
			debe tener de antemano ciertos elementos para su obra, pero que 
			puede también preparar por sí mismo algunos. 
			 
			Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de 
			que el azar sólo dispone; porque hemos admitido que el azar era a 
			veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura 
			la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre. El 
			Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman 
			parte del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, 
			todos los ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado. 
			Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud. 
			Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a 
			todos a la par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la 
			virtud general no es más que el resultado de la virtud de todos los 
			particulares. 
			 
			Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y 
			virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso 
			que la naturaleza haga que nazcamos formando parte de la raza 
			humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después es 
			preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. 
			Además, los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades 
			naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer sobre 
			ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos 
			los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; 
			algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio del 
			hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a 
			la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se 
			armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las 
			costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya 
			hemos dicho mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una 
			materia a propósito para la obra del legislador; lo demás 
			corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las 
			lecciones de los maestros. 
			 
			Capítulo XIII 
			 
			De la igualdad y de la diferencia entre los ciudadanos en la ciudad 
			perfecta 
			 
			Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y 
			subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser 
			alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación 
			deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos 
			hombres superasen a los demás, como según la común creencia los 
			dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del 
			cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del 
			alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese 
			incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe 
			preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. 
			Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que 
			tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que, 
			según Escilax, sobrepujan por completo a los súbditos que les 
			obedecen. Es, por tanto, evidente que por muchos motivos la 
			alternativa en el mando y en la obediencia debe, necesariamente, ser 
			común a todos los ciudadanos. La igualdad es la identidad de 
			atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de 
			un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que 
			hubiese en el país encontrarían apoyo siempre y constantemente en 
			los súbditos descontentos, y los miembros del gobierno no podrían 
			ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos 
			reunidos. 
			 
			Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre 
			los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el 
			modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver 
			el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la 
			línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de 
			los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros 
			capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no 
			puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre 
			todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la 
			misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a 
			la vez perpetuas y alternativas, y, por consiguiente, la educación 
			debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo 
			el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora 
			bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del 
			que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el 
			primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus 
			esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres 
			libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el 
			motivo por que se han dictado como por los resultados mismos que 
			producen. Muchos servicios que se consideran exclusivamente como 
			domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres que los 
			realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto 
			en la acción misma como en los motivos que la inspiran y en el fin 
			de cuya realización se trata. 
			 
			Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es 
			idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido que el 
			ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos 
			que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, 
			conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la 
			vida más digna. El alma se compone de dos partes: una que posee en 
			sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos, 
			de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que 
			constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal 
			como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos 
			partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque 
			siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual 
			es tan evidente en las producciones del arte como en las de la 
			naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del 
			alma. 
			 
			Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el 
			análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes, 
			razón práctica y razón especulativa. Como es consiguiente, la 
			división que aplicamos a esta parte del alma se aplica igualmente a 
			los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería 
			preciso preferir los actos de la parte naturalmente superior, ya lo 
			sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes 
			del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las 
			cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización 
			del fin más elevado. 
			 
			La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y 
			reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo 
			necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción 
			del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos 
			diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra 
			no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino 
			pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en 
			vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar 
			sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, 
			sobre todo, teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan 
			aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas 
			profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es 
			preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el 
			combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber 
			realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a 
			ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la 
			infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a 
			jefes. Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los 
			mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer 
			no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin 
			superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública 
			hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han 
			inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de 
			útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más 
			modernos han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han 
			admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al 
			fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y 
			de la guerra. Basta la razón para condenar estos principios, así 
			como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han 
			encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que 
			arrastra a los hombres en general a la conquista en vista de los 
			beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre 
			el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre 
			legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su 
			república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero 
			ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene 
			en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No 
			es cosa extraordinaria que, conservando esta república las 
			instituciones de Licurgo y pudiendo, sin obstáculo, atemperarse a 
			ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto 
			consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre 
			político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale 
			mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos. 
			Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a 
			un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos 
			de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo 
			pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia 
			patria, tan pronto como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que 
			Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin que le 
			sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las 
			leyes que de ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y 
			son tan falsos como funestos. El legislador no debe despertar en el 
			corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del 
			público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, 
			no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este 
			yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie; 
			luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, 
			y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los 
			destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de 
			manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás 
			instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los 
			hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado, 
			ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado 
			su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro, 
			han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es 
			del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad. 
			 
			Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que 
			para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena 
			constitución se proponen, por necesidad, un fin semejante, es 
			evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, 
			la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las 
			virtudes que afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo 
			mismo están en actividad durante el reposo que durante el trabajo. 
			El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones 
			indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, 
			para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es 
			muy cierto el proverbio: "No hay reposo para los esclavos". Cuando 
			no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le 
			ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el trabajo; 
			filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas 
			situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra 
			da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan 
			y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de 
			la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia 
			cuando se está a la cima de la prosperidad y se goza de todo lo que 
			excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo que con los 
			bienaventurados que los poetas nos representan en las islas 
			Afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos 
			los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su 
			auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes, 
			evidentemente, no son menos necesarias para el bienestar y para la 
			vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la 
			fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y 
			ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después 
			una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe 
			entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella 
			haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los 
			demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud 
			especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son 
			superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de 
			estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce mismo, 
			es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán 
			alcanzar estos bienes inapreciables. 
			 
			Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la 
			naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado 
			las cualidades que los ciudadanos deben haber obtenido previamente 
			de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe 
			preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas 
			influencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón 
			misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y las 
			costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo 
			demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la generación 
			se remonta a un origen cuyo objeto es completamente diferente. En el 
			hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la 
			inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se 
			trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los 
			ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y 
			el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene 
			dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de 
			razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio 
			de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el 
			nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte 
			irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil 
			convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan 
			en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no 
			aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es 
			de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y 
			después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en 
			definitiva no se forme el instinto sino para servir a la 
			inteligencia ni se forme el cuerpo sino para servir al alma. 
			 
			Capítulo XIV 
			 
			De la educación de los hijos en la ciudad perfecta 
			 
			Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el 
			principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe 
			tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones, 
			relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para 
			contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la 
			duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades 
			una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no 
			estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos 
			cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas 
			diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto 
			importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber 
			entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es 
			conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, 
			porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son 
			demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres 
			procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco 
			conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se 
			tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos 
			entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros 
			de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la 
			familia a discusiones poco oportunas. 
			 
			Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el 
			legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los 
			niños tan pronto como son engendrados. 
			 
			Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una 
			particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad 
			generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y 
			hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades 
			extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión 
			conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos 
			que de ellas salen. En toda clase de animales, el emparejamiento de 
			individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces 
			hembras y de formas raquíticas. La especie humana está 
			necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de 
			ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen 
			ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas 
			proporciones. De esto también resulta otro peligro: las mujeres 
			jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así 
			se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la 
			frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que 
			se las casaba muy pronto "sin tomar en cuenta el fruto que debían 
			dar". La unión en una edad más adelantada no es menos útil para 
			asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han sentido 
			el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento 
			ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su 
			crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir 
			fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del 
			cual no puede crecer más. 
			 
			Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para 
			las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los 
			hombres. Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de 
			mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear 
			convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder 
			generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será 
			desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el 
			nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la 
			declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los 
			maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración 
			de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión, 
			participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos 
			resultados de su propia experiencia, creen que la época más 
			favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los 
			médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación. Los 
			primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto 
			a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En 
			general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del 
			Mediodía. 
			 
			No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de 
			tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos 
			pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su 
			verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocuparnos 
			de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea 
			atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la 
			procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz 
			de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio 
			entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la 
			fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco 
			deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los 
			atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos 
			dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente 
			aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el 
			embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán 
			bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio 
			es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos 
			los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden 
			a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad, 
			convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más 
			perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los 
			llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del 
			suelo que los alimenta. 
			 
			Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay 
			que educar, convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera 
			alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si 
			las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos 
			matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente 
			impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de 
			que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter 
			criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta 
			circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad. 
			 
			Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer 
			podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar 
			también la época en que la generación deberá cesar. Los hombres muy 
			ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres 
			incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son 
			de una debilidad irremediable. Se debe cesar de engendrar en el 
			momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su 
			desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de 
			algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide 
			generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar a 
			procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este 
			término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de 
			salud o por consideraciones no menos graves. 
			 
			En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que 
			proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso 
			considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho 
			o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado 
			para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y 
			con toda la severidad que merece. 
			 
			Capítulo XV 
			 
			De la educación durante la primera infancia 
			 
			Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad 
			del alimento que se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus 
			fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los animales, así como el de 
			todas las naciones que hacen un estudio particular de los 
			temperamentos propios para la guerra, nos prueba que el alimento más 
			sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que es 
			preciso abstenerse de dar vino a los niños por temor a las 
			enfermedades que engendra. 
			 
			Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad 
			en sus movimientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados, 
			no se deformen, algunas naciones se sirven aún en nuestros días de 
			ciertas máquinas que procuran a estos pequeños cuerpos un 
			desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más 
			tierna infancia, a las impresiones del frío, costumbre que no es 
			menos útil para la salud que para los trabajos de la guerra. 
			Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la costumbre de 
			bañar a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, 
			que es lo que hacen los celtas. 
			 
			Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que 
			comiencen desde la más tierna edad, teniendo cuidado de proceder por 
			grados; así, el calor natural de los niños hace que arrostren muy 
			fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los cuidados 
			que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que 
			sigue a ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede 
			exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas violentas 
			que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad 
			necesaria para evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se 
			les debe excitar al movimiento empleando diversos medios, sobre todo 
			el juego, los cuales no deben ser indignos de hombres libres, ni 
			demasiado penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los 
			magistrados encargados de la educación, y que se llaman pedónomos, 
			vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen 
			a estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles 
			para los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos deben 
			ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse 
			en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se 
			compriman los gritos y las lágrimas de los niños, cuando son un 
			medio de desarrollo y un género de ejercicio para el cuerpo. 
			Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un 
			penoso esfuerzo, y los niños también se aprovechan de esta 
			contención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos 
			cuidarán también de que los niños se comuniquen lo menos posible con 
			los esclavos, ya que hasta los siete años han de permanecer 
			necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta 
			circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda 
			palabra y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El 
			legislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obscenidad 
			en las palabras, como lo hace con cualquier otro vicio. El que se 
			permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permitirse 
			ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda 
			palabra y toda acción de este género. Si algún hombre libre por su 
			nacimiento, pero demasiado joven para ser admitido en las comidas en 
			común, se permite una palabra, una acción prohibida, que se le 
			castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de 
			edad ya madura, que se le pene como a un vil esclavo con castigos 
			convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo. Si 
			proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo mismo con 
			las pinturas y las representaciones obscenas. El magistrado debe 
			cuidar de que ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este 
			género, a no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley 
			misma permite la obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más 
			avanzada, no dirigir súplicas a estos dioses ni en favor de uno 
			mismo, ni de su mujer, ni de sus hijos. 
			 
			La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de 
			piezas satíricas y de las comedias, hasta la edad en que puedan 
			tomar asiento en las comidas comunes y beber vino puro. Entonces la 
			educación los resguardará de los peligros de estas reuniones. 
			 
			No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; 
			pero más adelante veremos, al insistir más en ella, si será 
			conveniente privar a la juventud absolutamente de todo espectáculo, 
			o en caso de admitir este principio, cómo deberá modificarse. Por 
			ahora nos hemos limitado a las generalidades más indispensables. 
			 
			Teodoro, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que no podía 
			tolerar que un cómico, aunque fuese malo, se presentase en escena 
			antes que él, porque los espectadores se acomodaban fácilmente a la 
			voz del primero que oían. Esto es igualmente exacto en las 
			relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean. 
			La novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de 
			la infancia todo lo que lleve el sello de algo malo, y 
			principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la 
			malevolencia. 
			 
			Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan, 
			durante dos, a las lecciones que más adelante habrán de recibir 
			ellos mismos. Después, la educación comprenderá necesariamente dos 
			épocas distintas: desde los siete años hasta la pubertad, y desde la 
			pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer 
			contar la vida sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para 
			esta división la marcha misma de la naturaleza, porque las artes y 
			la educación tienen por único fin llenar sus vacíos. 
			 
			Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga 
			una regla a la infancia. Después veremos si vale más que la 
			educación se haga en común por el Estado, o si ha de dejarse a las 
			familias, como sucede en la mayor parte de los gobiernos actuales; y 
			diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer. 
			 
			Fin del Libro 4  |