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			 Capítulo I 
			 
			Origen del Estado y de la Sociedad 
			 
			Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no 
			se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, 
			cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo 
			que les parece bueno. Es claro, por tanto, que todas las 
			asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más 
			importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más 
			importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las 
			demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación 
			política. 
			 
			No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los 
			caracteres de rey, magistrado, padre de familia y dueño se 
			confunden. Esto equivale a suponer que toda la diferencia entre 
			éstos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que 
			un pequeño número de administrados constituiría el dueño, un número 
			mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es 
			de suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño 
			Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al 
			rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro 
			es en parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones 
			mismas de su pretendida ciencia. 
			 
			Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, 
			adoptar en este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los 
			demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos 
			indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. 
			Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, 
			reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se 
			pueden sentar algunos principios científicos para resolver las 
			cuestiones de que acabamos de hablar. En esto, como en todo, 
			remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su 
			desenvolvimiento es el camino más seguro para la observación. 
			 
			Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres 
			que no pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los 
			sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, 
			porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en 
			las plantas existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser 
			formado a su imagen. 
			 
			La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, 
			ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha 
			querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, 
			así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de 
			ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el 
			interés del señor y el del esclavo se confunden. 
			 
			La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de 
			la mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como 
			nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos 
			de Delfos fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser no tiene 
			más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos 
			cuando sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los 
			bárbaros, la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón 
			es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser 
			destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión 
			que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando 
			dicen: 
			 
			"Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro," 
			 
			puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una 
			misma cosa. 
			 
			Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del 
			esposo y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha 
			dicho muy bien en este verso: 
			 
			"La casa, después la mujer y el buey arador;" 
			 
			porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la 
			asociación natural y permanente es la familia, y Corondas ha podido 
			decir de los miembros que la componen "que comían a la misma mesa", 
			y Epiménides de Creta "que se calentaban en el mismo hogar". 
			 
			La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de 
			relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede 
			llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que 
			componen el pueblo, como dicen algunos autores, "han mamado la leche 
			de la familia", son sus hijos, "los hijos de sus hijos". Si los 
			primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes 
			naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con 
			elementos habituados a la autoridad real, puesto que en la familia 
			el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han 
			seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, 
			Homero ha podido decir: 
			 
			"Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus 
			hijos." 
			 
			En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta 
			manera. De aquí la común opinión según la que están los dioses 
			sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro 
			tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca 
			han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se 
			los representaban a imagen suya. 
			 
			La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, 
			si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo 
			por origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al 
			hecho de ser éstas satisfechas. 
			 
			Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las 
			primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la 
			naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno 
			de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se 
			dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un 
			caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin 
			de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse 
			a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad. De donde se 
			concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el 
			hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de 
			la sociedad por organización y no por efecto del azar es, 
			ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie 
			humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero: 
			 
			"Sin familia, sin leyes, sin hogar..." 
			 
			El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo 
			respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie, como 
			sucede a las aves de rapiña. 
			 
			Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que 
			todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como 
			he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. 
			Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es 
			verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y 
			así no les falta a los demás animales, porque su organización les 
			permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero 
			la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por 
			consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de 
			especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el 
			mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo orden 
			cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado. 
			 
			No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la 
			familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente 
			superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay 
			partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura 
			analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano 
			separada del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en 
			general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto 
			como cesa su aptitud anterior no puede decirse ya que sean las 
			mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo 
			nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y 
			su superioridad sobre el individuo es que, si no se admitiera, 
			resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo 
			aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no 
			puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene 
			necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un 
			dios. 
			 
			La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a 
			la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso 
			servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la 
			perfección posible es el primero de los animales, es el último 
			cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más 
			monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la 
			naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe 
			emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud 
			es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos 
			brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, 
			porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y 
			la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho. 
			 
			Capítulo II 
			 
			De la esclavitud 
			 
			Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de 
			que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen 
			económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre 
			de familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente 
			los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender 
			esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas 
			es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de 
			las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el 
			señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, 
			deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos 
			para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos 
			primero la autoridad del señor, después la autoridad conyugal, ya 
			que la lengua griega no tiene palabra particular para expresar esta 
			relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los 
			hijos, idea para la que tampoco hay una palabra especial. A estos 
			tres elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse un cuarto, 
			que ciertos autores confunden con la administración doméstica, y 
			que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de ella: la 
			llamada adquisición de la propiedad, que también nosotros 
			estudiaremos. 
			 
			Ocupémonos, desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a 
			fondo las relaciones necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, 
			si podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que 
			las recibidas hoy día. 
			 
			Se sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, 
			la cual se confunde con la del padre de familia, con la del 
			magistrado y con la del rey, de que hemos hablado al principio. 
			Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra 
			naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y 
			esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre 
			ellos; y que, por último, la esclavitud es inicua, puesto que es 
			obra de la violencia. 
			 
			Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y 
			la ciencia de la posesión forma igualmente parte de la ciencia 
			doméstica, puesto que sin las cosas de primera necesidad los hombres 
			no podrían vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así 
			como las demás artes necesitan, cada cual en su esfera, de 
			instrumentos especiales para llevar a cabo su obra, la ciencia 
			doméstica debe tener igualmente los suyos. Pero entre los 
			instrumentos hay unos que son inanimados y otros que son vivos; por 
			ejemplo, para el patrón de una nave, el timón es un instrumento sin 
			vida y el marinero de proa un instrumento vivo, pues en las artes al 
			operario se le considera como un verdadero instrumento. Conforme al 
			mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un 
			instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos 
			y el esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en tanto que 
			instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en 
			virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar 
			por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, 
			"que se iban solos a las reuniones de los dioses"; si las lanzaderas 
			tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los 
			empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los 
			esclavos. Los instrumentos propiamente dichos son instrumentos de 
			producción; la propiedad, por el contrario, es simplemente para el 
			uso. Así, la lanzadera produce algo más que el uso que se hace de 
			ella; pero un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además, 
			como la producción y el uso difieren específicamente, y estas dos 
			cosas tienen instrumentos que son propios de cada una, es preciso 
			que entre los instrumentos de que se sirven haya una diferencia 
			análoga. La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el 
			esclavo sólo sirve para facilitar estos actos que se refieren al 
			uso. Propiedad es una palabra que es preciso entender como se 
			entiende la palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, 
			sino que pertenece de una manera absoluta a una cosa distinta de 
			ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor es 
			simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; 
			el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que 
			depende de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el 
			esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley natural no 
			se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece 
			a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto 
			que hombre, se convierte en una propiedad, y como propiedad es un 
			instrumento de uso y completamente individual. 
			 
			Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o 
			si no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el 
			ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la 
			naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas 
			cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas 
			necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde 
			el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a 
			mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad 
			se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la 
			ejercen o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres 
			que en los animales, porque la perfección de la obra está siempre en 
			razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza 
			dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos 
			elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo 
			conjunto formado de muchas cosas que conspiren a un resultado común, 
			aunque por otra parte estén separadas o juntas. Esta es una 
			condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y 
			algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en 
			los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los 
			sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de 
			nuestro asunto. 
			 
			Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, 
			hechos naturalmente aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo 
			menos así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar 
			en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los 
			seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre 
			perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos 
			examinar aquí. En los hombres corruptos, o dispuestos a serlo, el 
			cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, 
			precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente 
			contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo 
			en el ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a 
			la de un señor y a la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como 
			un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como un 
			magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no puede negarse que 
			no sea natural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la 
			parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte 
			inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra 
			entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos 
			ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los 
			animales domesticados valen naturalmente más que los animales 
			salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su 
			propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte, la 
			relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste 
			está hecho para mandar, aquél para obedecer. 
			 
			Esta es también la ley general que debe necesariamente regir entre 
			los hombres. Cuando es un inferior a sus semejantes, tanto como lo 
			son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y 
			tal que es la condición de todos aquellos en quienes el empleo de 
			las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse 
			de su ser, se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los 
			demás seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor 
			que someterse a la autoridad de un señor; porque es esclavo por 
			naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le 
			obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón 
			sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los 
			demás animales no pueden ni aun comprender la razón, y obedecen 
			ciegamente a sus impresiones. Por lo demás, la utilidad de los 
			animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del 
			mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas 
			corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La 
			naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los 
			hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el 
			vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, 
			por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido 
			cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a 
			las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las 
			ocupaciones de la guerra y las de la paz. 
			 
			Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay 
			que no tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo 
			tienen de tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen 
			siempre diferentes unos de otros por su apariencia corporal, como lo 
			son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que 
			los menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es 
			cierto, hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del 
			alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que la del 
			cuerpo. 
			 
			Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente 
			libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos 
			es la esclavitud tan útil como justa. 
			 
			Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria 
			encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de 
			dos maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en 
			ella por la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la que 
			el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; 
			derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman 
			muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según 
			ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, 
			haga de su víctima un súbdito y un esclavo. 
			 
			Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres 
			sabios. La causa de este disentimiento y de los motivos alegados por 
			una y otra parte es que la virtud tiene derecho, como medio de 
			acción, de usar hasta de la violencia, y que la Victoria supone 
			siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible 
			creer, por tanto, que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y 
			que aquí toda la cuestión estriba realmente sobre la noción del 
			derecho, colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y 
			por los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos 
			argumentaciones contrarias son en sí igualmente débiles y falsas; 
			porque podría creerse, en vista de ambas, tomadas separadamente, que 
			el derecho de mandar como señor no pertenece a la superioridad del 
			mérito. 
			 
			Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley 
			tiene siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud 
			es justa cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en 
			una contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser 
			injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra 
			manera, los hombres de más elevado nacimiento podrían parar en 
			esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque 
			podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así, los 
			partidarios de esta opinión tienen el cuidado de aplicar este nombre 
			de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su 
			propia nación. Esto equivale a averiguar lo que se llama esclavitud 
			natural; y esto es, precisamente, lo que hemos preguntado desde el 
			principio. 
			 
			Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en 
			todas partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo 
			sucede con la nobleza: las personas de que acabamos de hablar se 
			creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes; pero, por 
			el contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá 
			entre ellos; suponen, pues, que tal raza es en absoluto libre y 
			noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así, la Helena de 
			Teodectes exclama: 
			 
			"¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava descendiendo yo 
			por todos lados de la raza de los dioses?" 
			 
			Esta opinión viene, precisamente, a asentar sobre la superioridad y 
			la inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el 
			esclavo, entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de 
			padres distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un 
			hombre produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero 
			cierto es que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no 
			puede. 
			 
			Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay 
			esclavos y hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se 
			puede sostener que esta distinción subsiste realmente siempre que es 
			útil al uno el servir como esclavo y al otro el reinar como señor; 
			se puede sostener, en fin, que es justa, y que cada uno debe, según 
			las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. 
			Por consiguiente, la autoridad del señor sobre el esclavo es a la 
			par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta autoridad 
			pueda ser funesto a ambos. Y así, entre el dueño y el esclavo, 
			cuando es la naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés 
			común, una recíproca benevolencia; sucediendo todo lo contrario 
			cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al uno señor y al 
			otro esclavo. 
			 
			Esto muestra con mayor evidencia que el poder del señor y el del 
			magistrado son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, 
			todas las autoridades no se confunden en una sola: la una recae 
			sobre hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, 
			la autoridad doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es 
			gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae 
			sobre hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, 
			sino porque tiene cierta naturaleza: y por distinciones semejantes 
			es uno esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en 
			la ciencia que deben practicar ni más ni menos que a los esclavos, y 
			en Siracusa ya se ha practicado esto último, pues por dinero se 
			instruía allí a los niños, que estaban en esclavitud, en todos los 
			pormenores del servicio doméstico. Podríase muy bien extender sus 
			conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de preparar las 
			viandas o cualquiera otra de este género, puesto que unos servicios 
			son más estimados o más necesarios que otros, y que, como dice el 
			proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor. 
			Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. 
			Saber emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo 
			es, no tanto porque posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. 
			Esta ciencia, en verdad, no es muy extensa ni tampoco muy elevada; 
			consiste tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben saber 
			hacer. Y así tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, 
			cede su puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política 
			o a la filosofía. 
			 
			La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, 
			es muy diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella 
			participa algo de la guerra y de la caza. 
			 
			No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del 
			señor y del esclavo. 
			 
			Capítulo III 
			 
			De la adquisición de los bienes 
			 
			Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, 
			siguiendo nuestro método acostumbrado, la propiedad en general y la 
			adquisición de los bienes. 
			 
			La primera cuestión que debemos resolver es si la ciencia de 
			adquirir es la misma que la ciencia doméstica, o si es una rama de 
			ella o sólo una ciencia auxiliar. Si no es más que esto último, ¿lo 
			será al modo que el arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte 
			de tejer? ¿o como el arte de fundir metales sirve para el arte del 
			estatuario? Los servicios de estas dos artes subsidiarias son 
			realmente muy distintos: lo que suministra la primera es el 
			instrumento, mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo 
			por materia la sustancia que sirve para fabricar un objeto; por 
			ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante, el metal que emplea 
			el estatuario. Esto prueba que la adquisición de los bienes no se 
			confunde con la administración doméstica, puesto que la una emplea 
			lo que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración 
			doméstica pertenece usar lo que constituye el patrimonio de la 
			familia? 
			 
			Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta 
			administración, o si es una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que 
			posee esta ciencia debe conocer las fuentes de la riqueza y de la 
			propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza 
			abrazan objetos muy diversos. En primer lugar, puede preguntarse si 
			el arte de la agricultura, y en general la busca y adquisición de 
			alimentos, están comprendidas en la adquisición de bienes, o si 
			forman un modo especial de adquirir. Los modos de alimentación son 
			extremadamente variados, y de aquí esta multiplicidad de géneros de 
			vida en el hombre y en los animales, ninguno de los cuales puede 
			subsistir sin alimentos; variaciones que son, precisamente, las que 
			diversifican la existencia de los animales. En el estado salvaje 
			unos viven en grupos, otros en el aislamiento, según lo exige el 
			interés de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros 
			frugívoros y otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección de 
			alimentos es para lo que la naturaleza les ha destinado a un género 
			especial de vida. La vida de los carnívoros y la de los frugívoros 
			difieren precisamente en que no gustan por instinto del mismo 
			alimento, y en que los de cada una de estas clases tienen gustos 
			particulares. 
			 
			Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos 
			sus modos de existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, 
			son nómadas que sin pena y sin trabajo se alimentan de la carne de 
			los animales que crían. Sólo que, viéndose precisados sus ganados a 
			mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo 
			vivo. Otros subsisten con aquello de que hacen presa, pero no del 
			mismo modo todos; pues unos viven del pillaje y otros de la pesca, 
			cuando habitan en las orillas de los estanques o de los lagos, o en 
			las orillas de los ríos o del mar, y otros cazan las aves y los 
			animales bravíos. Pero los más de los hombres viven del cultivo de 
			la tierra y de sus frutos. 
			 
			Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que 
			el hombre sólo tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin 
			acudir, para atender a su subsistencia, al cambio ni al comercio: 
			nómada, agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos que 
			viven cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando 
			del uno lo necesario para llenar los vacíos del otro: son a la vez 
			nómadas y salteadores, cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede 
			con los demás que abrazan el género de vida que la necesidad les 
			impone. 
			 
			Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los 
			alimentos a los animales a seguida de su nacimiento, y también 
			cuando llegan a alcanzar todo su desarrollo. Ciertos animales en el 
			momento mismo de la generación producen para el nacido el alimento 
			que habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo 
			por sí mismo. En este caso se encuentran los vermíparos y los 
			ovíparos. Los vivíparos llevan en sí mismos, durante un cierto 
			tiempo, los alimentos de los recién nacidos, pues no otra cosa es lo 
			que se llama leche. Esta posesión de alimentos tiene igualmente 
			lugar cuando los animales han llegado a su completo desarrollo, y 
			debe creerse que las plantas están hechas para los animales, y los 
			animales para el hombre. Domesticados, le prestan servicios y le 
			alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la mayor parte, a su 
			subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades, 
			suministrándole vestidos y otros recursos. Si la naturaleza nada 
			hace incompleto, si nada hace en vano es de necesidad que haya 
			creado todo esto para el hombre. 
			 
			La guerra misma es, en cierto modo, un medio natural de adquirir, 
			puesto que comprende la caza de los animales bravíos y de aquellos 
			hombres que, nacidos para obedecer, se niegan a someterse; es una 
			guerra que la naturaleza misma ha hecho legítima. 
			 
			He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la 
			economía doméstica, la cual debe encontrárselo formado o 
			procurárselo, so pena de no poder reunir los medios indispensables 
			de subsistencia, sin los cuales no se formarían ni la asociación del 
			Estado ni la asociación de la familia. En esto consiste, si puede 
			decirse así, la única riqueza verdadera, y todo lo que el bienestar 
			puede aprovechar de este género de adquisiciones está bien lejos de 
			ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón: 
			 
			"El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas." 
			 
			Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en 
			todas las demás artes. En efecto, no hay arte cuyos instrumentos no 
			sean limitados en número y extensión; y la riqueza no es más que la 
			abundancia de los instrumentos domésticos y sociales. 
			 
			Existe, por tanto, evidentemente un modo de adquisición natural, que 
			es común a los jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya 
			hemos visto cuáles eran sus fuentes. 
			 
			Resta ahora este otro género de adquisición que se llama, más 
			particularmente y con razón, la adquisición de bienes, y respecto de 
			la cual podría creerse que la fortuna y la propiedad pueden 
			aumentarse indefinidamente. La semejanza de este segundo modo de 
			adquisición con el primero es causa de que ordinariamente no se vea 
			en ambos más que un solo y mismo objeto. El hecho es que ellos no 
			son ni idénticos, ni muy diferentes; el primero, es natural, el otro 
			no procede de la naturaleza, sino que es más bien el producto del 
			arte y de la experiencia. Demos aquí principio a su estudio. 
			 
			Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, 
			aunque no de la misma manera: el uno es especial a la cosa, el otro 
			no lo es. Un zapato puede a la vez servir para calzar el pie o para 
			verificar un cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble 
			uso. El que cambia un zapato por dinero o por alimentos, con otro 
			que tiene necesidad de él, emplea bien este zapato en tanto que tal, 
			pero no según su propio uso, porque no había sido hecho para el 
			cambio. Otro tanto diré de todas las demás propiedades; pues el 
			cambio, efectivamente, puede aplicarse a todas, puesto que ha nacido 
			primitivamente entre los hombres de la abundancia en un punto y de 
			la escasez en otro de las cosas necesarias para la vida. Es 
			demasiado claro que en este sentido la venta no forma en manera 
			alguna parte de la adquisición natural. En su origen, el cambio no 
			se extendía más allá de las primeras necesidades, y es ciertamente 
			inútil en la primera asociación, la de la familia. Para que nazca es 
			preciso que el círculo de la asociación sea más extenso. En el seno 
			de la familia todo era común; separados algunos miembros, se crearon 
			nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero diferentes que 
			los de las primeras, y esto debió necesariamente dar origen al 
			cambio. Este es el único cambio que conocen muchas naciones 
			bárbaras, el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas 
			indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a cambio de 
			trigo. 
			 
			Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir 
			verdad, un modo de adquisición, puesto que no tiene otro objeto que 
			proveer a la satisfacción de nuestras necesidades naturales. Sin 
			embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el origen de la 
			riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se 
			transformaron, desenvolviéndose mediante la importación de los 
			objetos de que se carecía y la exportación de aquellos que 
			abundaban, la necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las 
			cosas indispensables a la vida son naturalmente difíciles de 
			transportar. 
			 
			Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además 
			de ser útil por sí misma, fuese fácilmente manejable en los usos 
			habituales de la vida; y así se tomaron el hierro, por ejemplo, la 
			plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se 
			fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas 
			rectificaciones, se las marcó con un sello particular, que es el 
			signo de su valor. Con la moneda, originada por los primeros cambios 
			indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisición 
			excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto 
			por la experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos 
			podía ser origen y fuente de ganancias considerables. He aquí cómo, 
			al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por objeto 
			el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de 
			multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la 
			opulencia. Esta es la causa de que se suponga muchas veces que la 
			opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el 
			dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este 
			dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no 
			teniendo otro valor que el que le da la ley, no la naturaleza, 
			puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar 
			entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su 
			estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de 
			nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a 
			pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera 
			necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no 
			impide que el que la posee se muera de hambre? Es como el Midas de 
			la mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo 
			convertir en oro todos los manjares de su mesa. 
			 
			Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la 
			opulencia y el origen de la riqueza están en otra parte, y 
			ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, objeto de la 
			ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce 
			bienes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí 
			y allá de objetos que son precisos por sí mismos. El dinero es el 
			que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el elemento y 
			el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama de 
			adquisición parece no tener realmente ningún límite. La medicina 
			aspira a multiplicar sus curas hasta el infinito, y como ella todas 
			las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y pretenden 
			alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los 
			medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin 
			mismo sirve a todas de límite. Lejos de esto, la adquisición 
			comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su 
			fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si 
			el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los 
			tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así podría creerse, a 
			primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente 
			límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: 
			todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni 
			término. 
			 
			Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo 
			capital a que ambas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues 
			que la una tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero 
			y la otra otro muy diverso. Esta semejanza ha hecho creer a muchos 
			que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y 
			están firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance 
			conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se 
			posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamente 
			del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo 
			límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a 
			desear, para satisfacerle, medios que no tiene. Los mismos que se 
			proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces 
			corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el 
			cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace 
			esta segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer 
			necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan todos los 
			medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos 
			con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus 
			facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y 
			así, el agenciar dinero no es el objeto del valor, que sólo debe 
			darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar 
			ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victoria, ésta la 
			salud; y, sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en 
			un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si 
			todo debiese tender a él. 
			 
			Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir 
			lo superfluo; habiendo hecho ver lo que son estos medios y cómo 
			pueden convertirse para nosotros en una necesidad real. En cuanto al 
			arte que tiene por objeto la riqueza verdadera y necesaria, he 
			demostrado que era completamente diferente del otro, y que no es más 
			que la economía natural, ocupada únicamente con el cuidado de las 
			subsistencias; arte que, lejos de ser infinito como el otro, tiene, 
			por el contrario, límites positivos. 
			 
			Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio 
			proponíamos; a saber, si la adquisición de los bienes es o no asunto 
			propio del jefe de familia y del jefe del Estado. Ciertamente, es 
			indispensable suponer siempre la preexistencia de estos bienes. Así 
			como la política no hace a los hombres, sino que los toma como la 
			naturaleza se los da y se limita a servirse de ellos, en igual forma 
			a la naturaleza toca suministrarnos los primeros alimentos que 
			proceden de la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y después 
			queda a cargo del jefe de familia disponer de estos dones como 
			convenga hacerlo; así como el fabricante no crea la lana, pero debe 
			saber emplearla, distinguir sus cualidades y sus defectos y conocer 
			la que puede o no servir. 
			 
			También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de 
			bienes forma parte del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la 
			medicina, puesto que los miembros de la familia necesitan tanto la 
			salud como el alimento o cualquier otro objeto indispensable para la 
			vida. He aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el 
			jefe del Estado deben ocuparse de la salud de sus administrados, por 
			otra parte este cuidado compete, no a ellos, sino al médico. De 
			igual modo lo relativo a los bienes de la familia bajo cierto punto 
			compete a su jefe, pero bajo otro no, pues no es él y sí la 
			naturaleza quien debe suministrarlos. A la naturaleza, repito, 
			compete exclusivamente dar la primera materia. A la misma 
			corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues en 
			efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite 
			la vida; y he aquí por qué los frutos y los animales forman una 
			riqueza natural, que todos los hombres saben explotar. 
			 
			Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es 
			decir, comercial y doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y 
			aquélla con no menos motivo despreciada, por no ser natural y sí 
			sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para execrar la 
			usura, porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al 
			cual no se da el destino para que fue creado. El dinero sólo debía 
			servir para el cambio, y el interés que de él se saca, le 
			multiplica, como lo indica claramente el nombre que le da la lengua 
			griega. Los padres, en este caso, son absolutamente semejantes a los 
			hijos. El interés es dinero producido por el dinero mismo; y de 
			todas las adquisiciones es esta la más contraria a la naturaleza. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			Consideración práctica sobre la adquisición de los bienes 
			 
			De la ciencia, que suficientemente hemos desenvuelto, pasemos ahora 
			a hacer algunas consideraciones sobre la práctica. En todos los 
			asuntos de esta naturaleza un campo libre se abre a la teoría; pero 
			la aplicación tiene sus necesidades. 
			 
			Los ramos prácticos de la riqueza consisten en conocer a fondo el 
			género, el lugar y el ejemplo de los productos que más prometan; en 
			saber, por ejemplo, si debe uno dedicarse a la cría de caballos, o 
			de ganado vacuno, o del lanar, o de cualesquiera otros animales, 
			teniendo el acierto de escoger hábilmente las especies que sean más 
			provechosas según las localidades; porque no todas prosperan 
			indistintamente en todas partes. La práctica consiste también en 
			conocer la agricultura y las tierras que deben tener arbolado, y 
			aquellas en que no conviene; se ocupa, en fin, con cuidado de las 
			abejas y de todos los animales volátiles y acuáticos que pueden 
			ofrecer algunas ventajas. Tales son los primeros elementos de la 
			riqueza propiamente dicha. 
			 
			En cuanto a la riqueza que produce el cambio, su elemento principal 
			es el comercio, que se divide en tres ramas diversamente lucrativas: 
			comercio marítimo, comercio terrestre y comercio al por menor. 
			Después entra en segundo lugar el préstamo a interés, y, en fin, el 
			salario, que puede aplicarse a obras mecánicas, o bien a trabajos 
			puramente corporales para hacer cosas en que no intervienen los 
			operarios más que con sus brazos. 
			 
			Hay un tercer género de riqueza, que está entre la riqueza natural y 
			la procedente del cambio, que participa de la naturaleza de ambas y 
			procede de todos aquellos productos de la tierra que, no obstante no 
			ser frutos, no por eso dejan de tener su utilidad: es la explotación 
			de los bosques y la de las minas, que son de tantas clases como los 
			metales que se sacan del seno de la tierra. 
			 
			Estas generalidades deben bastarnos. Entrar en pormenores especiales 
			y precisos puede ser útil a cada una de las industrias en 
			particular; mas para nosotros sería un trabajo impertinente. Entre 
			los oficios, los más elevados son aquellos en que interviene menos 
			el azar; los más mecánicos los que desfiguran el cuerpo más que los 
			demás; los más serviles los que más ocupan; los más degradados, en 
			fin, los que requieren menos inteligencia y mérito. 
			 
			Algunos autores han profundizado estas diversas materias. Cares de 
			Paros y Apolodoro de Lemnos, por ejemplo, se han ocupado del cultivo 
			de los campos y de los bosques. Las demás cosas han sido tratadas en 
			otras obras, que podrán estudiar los que tengan interés en estas 
			materias. También deberán recoger las tradiciones esparcidas sobre 
			los medios que han conducido a algunas personas a adquirir fortuna. 
			Todas estas enseñanzas son provechosas para los que a su vez aspiren 
			a conseguir lo mismo. Citaré lo que se refiere a Tales de Mileto, a 
			propósito de una especulación lucrativa que le dio un crédito 
			singular, honor debido sin duda a su saber, pero que está al alcance 
			de todo el mundo. Gracias a sus conocimientos en astronomía pudo 
			presumir, desde el invierno, que la recolección próxima de aceite 
			sería abundante, y al intento de responder a algunos cargos que se 
			le hacían por su pobreza, de la cual no había podido librarle su 
			inútil filosofía, empleó el poco dinero que poseía en darlo en 
			garantía para el arriendo de todas las prensas de Mileto y de Quíos; 
			y las obtuvo baratas, porque no hubo otros licitadores. Pero cuando 
			llegó el tiempo oportuno, las prensas eran buscadas de repente por 
			un crecido número de cultivadores, y él se las subarrendó al precio 
			que quiso. La utilidad fue grande; y Tales probó por esta acertada 
			especulación que los filósofos, cuando quieren, saben fácilmente 
			enriquecerse, por más que no sea este el objeto de su atención. Se 
			refiere esto como muestra de un grande ejemplo de habilidad de parte 
			de Tales; pero, repito, esta especulación pertenece en general a 
			todos los que están en posición de constituir en su favor un 
			monopolio. También hay Estados que en momentos de apuro han acudido 
			a este arbitrio, atribuyéndose el monopolio general de todas las 
			ventas. En Sicilia un particular empleó las cantidades que se le 
			habían dado en depósito en la compra de todo el hierro que había en 
			las herrerías, y luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de 
			distintos puntos, como era el único vendedor de hierro, sin aumentar 
			excesivamente el precio, lo vendía sacando cien talentos de 
			cincuenta. Informado de ello Dionisio, le desterró de Siracusa, por 
			haber ideado una operación perjudicial a los intereses del príncipe, 
			aunque permitiéndole llevar consigo toda su fortuna. Esta 
			especulación, sin embargo, es en el fondo la misma que la de Tales; 
			ambos supieron crear un monopolio. Conviene a todos, y también a los 
			jefes de los Estados, tener conocimiento de tales recursos. Muchos 
			gobiernos tienen necesidad, como las familias, de emplear estos 
			medios para enriquecerse; y podría decirse que muchos gobernantes 
			creen que sólo de esta parte de la gobernación deben ocuparse. 
			 
			Capítulo V 
			 
			Del poder doméstico 
			 
			Ya hemos dicho que la administración de la familia descansa en tres 
			clases de poder: el del señor, de que hablamos antes, el del padre y 
			el del esposo. Se manda a la mujer y a los hijos como a seres 
			igualmente libres, pero sometidos, sin embargo, a una autoridad 
			diferente, que es republicana respecto de la primera, y regia 
			respecto de los segundos. El hombre, salvas algunas excepciones 
			contrarias a la naturaleza, es el llamado a mandar más bien que la 
			mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades es el 
			llamado a mandar al más joven y aún incompleto. En la constitución 
			republicana se pasa de ordinario alternativamente de la obediencia 
			al ejercicio de la autoridad, porque en ella todos los miembros 
			deben ser naturalmente iguales y semejantes en todo; lo cual no 
			impide que se intente distinguir la posición diferente del jefe y 
			del subordinado, mientras dure, valiéndose ya de un signo exterior, 
			ya de ciertas denominaciones o distinciones honoríficas. Esto mismo 
			pensaba Amasis cuando refería la historia de su aljofaina. La 
			relación del hombre y la mujer es siempre tal como acabo de decir. 
			La autoridad del padre sobre sus hijos es, por el contrario, 
			completamente regia; las afecciones y la edad dan el poder a los 
			padres lo mismo que a los reyes, y cuando Homero llama a Júpiter 
			 
			"Padre inmortal de los hombres y de los dioses," 
			 
			tiene razón en añadir que es también rey de ellos, porque un rey 
			debe a la vez ser superior a sus súbditos por sus facultades 
			naturales, y ser, sin embargo, de la misma raza que ellos; y esta es 
			precisamente la relación entre el más viejo y el más joven, entre el 
			padre y el hijo. 
			 
			No hay para qué decir que se debe poner mayor cuidado en la 
			administración de los hombres que en la de las cosas inanimadas, en 
			la perfección de los primeros que en la perfección de las segundas, 
			que constituyen la riqueza, y más cuidado en la dirección de los 
			seres libres que en la de los esclavos. La primera cuestión respecto 
			al esclavo es la de saber si, además de su cualidad de instrumento y 
			de servidor, se puede encontrar en él alguna otra virtud, como la 
			sabiduría, el valor, la equidad, etc., o si no se debe esperar 
			hallar en él otro mérito que el que nace de sus servicios puramente 
			corporales. Por ambos lados ha lugar a duda. Si se suponen estas 
			virtudes en los esclavos, ¿en qué se diferenciarán de los hombres 
			libres? Si lo contrario, resulta otro absurdo no menor, porque al 
			cabo son hombres y tienen su parte de razón. Una cuestión igual, 
			sobre poco más o menos, puede suscitarse respecto a la mujer y al 
			hijo. ¿Cuáles son sus virtudes especiales? ¿La mujer debe ser 
			prudente, animosa y justa como un hombre? ¿El hijo puede ser modesto 
			y dominar sus pasiones? Y en general, el ser formado por la 
			naturaleza para mandar y el destinado a obedecer, ¿deben poseer las 
			mismas virtudes o virtudes diferentes? Si ambos tienen un mérito 
			absolutamente igual, ¿de dónde nace que eternamente deben el uno 
			mandar y el otro obedecer? No se trata aquí de una diferencia entre 
			el más y el menos; autoridad y obediencia difieren específicamente, 
			y entre el más y el menos no existe diferencia alguna de este 
			género. Exigir virtudes al uno y no exigirlas al otro sería aún más 
			extraño. Si el ser que manda no tiene prudencia, ni equidad, ¿cómo 
			podrá mandar bien? Si el ser que obedece está privado de estas 
			virtudes, ¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es intemperante y 
			perezoso, faltará a todos sus deberes. Evidentemente es necesario 
			que ambos tengan virtudes, pero virtudes tan diversas como lo son 
			las especies de seres destinados por naturaleza a la sumisión. Esto 
			mismo es lo que hemos dicho ya al tratar del alma. La naturaleza ha 
			creado en ella dos partes distintas: la una destinada a mandar, la 
			otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la 
			una está dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se 
			extiende evidentemente a los otros seres, y respecto de los más de 
			ellos la naturaleza ha establecido el mando y la obediencia. Así, el 
			hombre libre manda al esclavo de muy distinta manera que el marido 
			manda a la mujer y que el padre al hijo; y, sin embargo, los 
			elementos esenciales del alma se dan en todos estos seres, aunque en 
			grados muy diversos. El esclavo está absolutamente privado de 
			voluntad; la mujer la tiene, pero subordinada; el niño sólo la tiene 
			incompleta. Lo mismo sucede necesariamente respecto a las virtudes 
			morales. Se las debe suponer existentes en todos estos seres, pero 
			en grados diferentes, y sólo en la proporción indispensable para el 
			cumplimiento del destino de cada uno de ellos. El ser que manda debe 
			poseer la virtud moral en toda su perfección. Su tarea es 
			absolutamente igual a la del arquitecto que ordena, y el arquitecto 
			en este caso es la razón. En cuanto a los demás, deben estar 
			adornados de las virtudes que reclamen las funciones que tienen que 
			llenar. 
			 
			Reconozcamos, pues, que todos los individuos de que acabamos de 
			hablar tienen su parte de virtud moral, pero que el saber del hombre 
			no es el de la mujer, que el valor y la equidad no son los mismos en 
			ambos, como lo pensaba Sócrates, y que la fuerza del uno estriba en 
			el mando y la de la otra en la sumisión. Otro tanto digo de todas 
			las demás virtudes, pues si nos tomamos el trabajo de examinarlas al 
			por menor, se descubre tanto más esta verdad. Es una ilusión el 
			decir, encerrándose en generalidades, que "la virtud es una buena 
			disposición del alma" y la práctica de la sabiduría, y dar 
			cualquiera otra explicación tan vaga como esta. A semejantes 
			definiciones prefiero el método de los que, como Gorgias, se han 
			ocupado de hacer la enumeración de todas las virtudes. Y así, en 
			resumen, lo que dice el poeta de una de las cualidades de la mujer: 
			 
			"Un modesto silencio hace honor a la mujer" 
			 
			es igualmente exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que 
			no sentaría bien en el hombre. 
			 
			Siendo el niño un ser incompleto, evidentemente no le pertenece la 
			virtud, sino que debe atribuirse ésta al ser completo que le dirige. 
			La misma relación existe entre el señor y el esclavo. Hemos dejado 
			sentado que la utilidad del esclavo se aplicaba a las necesidades de 
			la existencia, así que su virtud había de encerrarse en límites muy 
			estrechos, en lo puramente necesario para no descuidar su trabajo 
			por intemperancia o pereza. Pero admitido esto, podrá preguntarse: 
			¿deberán entonces los operarios tener también virtud, puesto que 
			muchas veces la intemperancia los aparta del trabajo? Pero hay una 
			grande diferencia. El esclavo participa de nuestra vida, mientras 
			que el obrero, por lo contrario, vive lejos de nosotros, y no debe 
			tener más virtud que la que exige su esclavitud, porque el trabajo 
			del obrero es en cierto modo una esclavitud limitada. La naturaleza 
			hace al esclavo, pero no hace al zapatero ni a ningún otro operario. 
			Por consiguiente, es preciso reconocer que el señor debe ser para el 
			esclavo la fuente de la virtud que le es especial, bien que no 
			tenga, en tanto que señor, que comunicarle el aprendizaje de sus 
			trabajos. Y así se equivocan mucho los que rehusan toda razón a los 
			esclavos, y sólo quieren entenderse con ellos dándoles órdenes, 
			cuando, por el contrario, deberían tratarles con más indulgencia aún 
			que a los hijos. Basta ya sobre este punto. 
			 
			En cuanto al marido y la mujer, al padre y los hijos y la virtud 
			particular de cada uno de ellos, las relaciones que les unen, su 
			conducta buena o mala, y todos los actos que deben ejecutar por ser 
			loables o que deben evitar por ser reprensibles, son objetos todos 
			de que es preciso ocuparse al estudiar la Política. En efecto, todos 
			estos individuos pertenecen a la familia, así como la familia 
			pertenece al Estado, y como la virtud de las partes debe 
			relacionarse con la del conjunto, es preciso que la educación de los 
			hijos y de las mujeres esté en armonía con la organización política, 
			como que importa realmente que esté ordenado lo relativo a los hijos 
			y a las mujeres para que el Estado lo esté también. Este es 
			necesariamente un asunto de grandísima importancia, porque las 
			mujeres componen la mitad de las personas libres, y los hijos serán 
			algún día los miembros del Estado. 
			 
			En resumen, después de lo que acabamos de decir sobre todas estas 
			cuestiones, y proponiéndonos tratar en otra parte las que nos quedan 
			por aclarar, demos aquí fin a una discusión que parece ya agotada, y 
			pasemos a otro asunto; es decir, al examen de las opiniones emitidas 
			sobre la mejor forma de gobierno. 
			 
			Fin del Libro 1  |