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			 Capítulo I 
			
			 
			Examen de la "República", de Platón 
			 
			Puesto que nuestro propósito consiste en indagar cuál es entre todas 
			las asociaciones políticas la que deberán preferir los hombres 
			dueños de escoger una a su gusto, habremos de estudiar, a la vez, la 
			organización de los Estados que pasan por ser los que tienen mejores 
			leyes y las constituciones imaginadas por los filósofos, 
			limitándonos a las más notables. Por este medio descubriremos lo que 
			cada una de ellas puede encerrar de bueno y de aplicable, y al mismo 
			tiempo demostraremos que si intentamos formar una combinación 
			política diferente de todas ellas, nos ha movido a ello, no un vano 
			deseo de lucir nuestro ingenio, sino la necesidad de poner en claro 
			los defectos mismos de todas las constituciones existentes. 
			 
			Sentaremos, ante todo, este principio, que debe servir de punto de 
			partida para nuestro estudio, a saber: que la comunidad política 
			debe necesariamente abrazarlo todo, o no abrazar nada, o comprender 
			ciertos objetos con exclusión de otros. Que la comunidad política no 
			se proponga algún objeto, es una cosa evidentemente imposible, 
			puesto que el Estado es una asociación, y, por de pronto, el suelo 
			por lo menos ha de ser necesariamente común, pues que la unidad del 
			lugar lleva consigo la unidad de ciudad, y la ciudad pertenece en 
			común a todos los ciudadanos. 
			 
			Comencemos por preguntar si respecto de las cosas en que tiene 
			facultad de hacer o no la comunidad, es conveniente, en el Estado 
			bien organizado que buscamos, que se extienda a todos los objetos 
			sin excepción, o que se limite a algunos. ¿Puede extenderse a los 
			hijos, a las mujeres, a los bienes? Platón lo propone en su 
			República, y Sócrates sostiene en ella que los hijos, las mujeres y 
			los bienes deben ser comunes a todos los ciudadanos. Y yo pregunto: 
			¿el actual estado de cosas es preferible, o deberá adoptarse esta 
			ley de la República? 
			 
			La comunidad de mujeres presenta muchas dificultades en que el autor 
			no parece creer, siendo los motivos alegados por Sócrates para 
			legitimarla una consecuencia poco rigurosa de su misma doctrina; más 
			aún, es incompatible con el fin mismo que Platón asigna a todo 
			Estado, por lo menos bajo la forma en que él la presenta; no 
			habiéndonos dicho nada en cuanto a los medios de resolver esta 
			contradicción. Me refiero a esta unidad perfecta de la ciudad toda, 
			que es para la misma el primero de los bienes, porque esta es la 
			hipótesis de Sócrates. Pero es evidente que, si semejante unidad se 
			la lleva un poco más adelante, la ciudad desaparece por entero. 
			Naturalmente, la ciudad es múltiple, y si se aspira a la unidad, de 
			ciudad se convertirá en familia, y la familia en individuo, porque 
			la familia tiene más unidad que la ciudad, y el individuo mucho más 
			aún que la familia. Y así, aun cuando fuese posible realizar este 
			sistema, sería preciso dejar de hacerlo, so pena de destruir la 
			ciudad. Pero la ciudad no se compone sólo de cierto número de 
			individuos, sino que se compone también de individuos 
			específicamente diferentes, porque los elementos que la forman no 
			son semejantes. No es como una alianza militar, la cual vale siempre 
			en proporción del número de los miembros que se reúnen para 
			prestarse mutuo apoyo, aun cuando la especie de los asociados fuese, 
			por otra parte, perfectamente idéntica. Una alianza es como una 
			balanza, en la que siempre vence el platillo que tiene más peso. 
			 
			Por esta circunstancia, una sola ciudad está por encima de una 
			nación entera, si se supone que los individuos que forman ésta, por 
			numerosos que sean, no están reunidos en pueblos, sino que viven 
			aislados a la manera de los árcades. La unidad sólo puede resultar 
			de elementos de diversa especie, y así la reciprocidad en la 
			igualdad, como dije en la Moral, es la salvación de los Estados, es 
			la relación necesaria entre los individuos libres o iguales; porque 
			si no pueden todos obtener, a la vez, el poder, deben, por lo menos, 
			pasar por él, sea cada año o cada cualquiera otro período, o según 
			un sistema dado, con tal que todos, sin excepción, lleguen a ser 
			poder. Así es como los que trabajan sin piel o en madera podrían 
			cambiar de ocupación, para que, de este modo, unos mismos trabajos 
			no fuesen ejecutados constantemente por las mismas manos. Si 
			embargo, la fijeza actual de estas profesiones es ciertamente 
			preferible, y en la asociación política la perpetuidad del poder no 
			lo sería menos, si fuese posible; pero allí donde es incompatible 
			con la igualdad natural todos los ciudadanos, y donde, además, es 
			justo que el poder, un honor, ya una carga, se reparta entre todos, 
			es preciso, por lo menos, esta perpetuidad mediante el turno en el 
			poder cedido a los iguales por los iguales, que a su vez lo 
			recibieron antes de aquéllos. Entonces es cuando cada uno manda y 
			obedece alternativamente como si fuese un hombre distinto, y cada 
			vez que se obtienen los cargos públicos, se puede llevar la 
			alternativa hasta ejercer ya uno, ya otro cargo. 
			 
			De aquí se debe concluir que la unidad política está bien lejos de 
			ser lo que se imagina a veces, y que lo que se nos presenta como el 
			bien supremo del Estado es su ruina. El bien para cada cosa es 
			precisamente lo que asegura su existencia. 
			 
			Desde otro punto de vista, esta aspiración exagerada a la unidad del 
			Estado no tiene nada de ventajosa. Una familia se basta mejor a sí 
			misma que un individuo, y un Estado mejor aún que una familia, 
			puesto que de hecho el Estado no existe realmente sino desde el 
			momento en que la masa asociada puede bastarse y satisfacer todas 
			sus necesidades. Luego, si la más completa suficiencia es también la 
			más apetecible, una unidad menos cerrada será necesariamente 
			preferible a una unidad más compacta. Pero esta unidad extrema de la 
			asociación que se estima como la primera de las ventajas no resulta, 
			como se nos asegura, de que unánimemente digan todos los ciudadanos 
			al hablar de un solo y mismo objeto: "esto es mío o esto no es mío", 
			prueba infalible, si hemos de creer a Sócrates, de la perfecta 
			unidad del Estado. La palabra todos tiene aquí un doble sentido: si 
			se aplica a los individuos tomados separadamente, Sócrates obtendrá 
			entonces mucho más de lo que pide, porque cada uno dirá hablando de 
			un mismo niño y de una misma mujer: "he aquí mi hijo, he aquí mi 
			esposa", y otro tanto dirá respecto a las propiedades y de todo lo 
			demás. Pero, dada la comunidad de mujeres y de hijos, esta expresión 
			no convendrá tampoco a los individuos aislados, y sí sólo al cuerpo 
			entero de los ciudadanos, y la propiedad misma pertenecerá, no a 
			cada uno tomado aparte, sino a todos colectivamente. Todos es en 
			este caso un equívoco evidente: todos, en su doble acepción 
			significa tanto lo uno como lo otro, lo par como lo impar, lo cual 
			no deja de ser ocasión de que se introduzcan en la discusión de 
			Sócrates argumentos muy controvertibles. Este acuerdo de todos los 
			ciudadanos en decir lo mismo es, por una parte, muy hermoso, si se 
			quiere, pero imposible; y por otra, prueba la unanimidad lo mismo 
			que otra cosa. 
			 
			El sistema propuesto ofrece todavía otro inconveniente, que es el 
			poco interés que se tiene por la propiedad común, porque cada uno 
			piensa en sus intereses privados y se cuida poco de los públicos, 
			sino es en cuanto le toca personalmente, pues en todos los demás 
			descansa de buen grado en los cuidados que otros se toman por ellos, 
			sucediendo lo que en una casa servida por muchos criados, que unos 
			por otros resulta mal hecho el servicio. Si los mil niños de la 
			ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como hijos suyos, sino como 
			hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien 
			poco lo que se cuidarán de semejantes criaturas. Si un niño promete, 
			cada cual dirá: "es mío", y si no promete, cualesquiera que sean los 
			padres a quienes, por otra parte, deba su origen conforme a la nota 
			de inscripción, se dirá: "es mío o de cualquier otro", y estas 
			razones se alegarán y estas dudas se suscitarán para los mil y más 
			hijos que el Estado puede encerrar, puesto que será igualmente 
			imposible saber de quién es el hijo y si ha vivido después de su 
			nacimiento. 
			 
			¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al 
			hablar de cada uno de ellos: "he aquí mi hijo", o es preferible lo 
			que el uso actualmente tiene establecido? Hoy uno llama hijo a un 
			niño que otro llama hermano, o primo hermano, o compañero de fratria 
			o de tribu, según los lazos de familia, de sangre, de unión o de 
			amistad contraídos directamente por los individuos o por sus 
			mayores. Ser sólo primo bajo este concepto vale mucho más que ser 
			hijo a la manera de Sócrates. 
			 
			Pero, hágase lo que se quiera, no podrá evitarse que algunos 
			ciudadanos, por lo menos, tengan sospecha de quiénes sean sus 
			hermanos, sus hijos, sus padres, sus madres, y les bastarán para 
			reconocerse indudablemente las semejanzas tan frecuentes entre los 
			hijos y sus padres. Los autores que han escrito lo que han visto en 
			sus viajes alrededor del mundo refieren hechos análogos: en algunos 
			pueblos de la alta Libia, donde existe la comunidad de mujeres, se 
			reparten los hijos según su parecido; y lo mismo sucede entre las 
			hembras de los animales, de los caballos y de los bueyes, algunas de 
			las cuales producen hijos exactamente iguales al macho; por ejemplo, 
			la yegua de Farsalia llamada la Justa. 
			 
			No será tampoco fácil librarse de otros inconvenientes que produce 
			esta comunidad, tales como los ultrajes, los asesinatos voluntarios 
			o cometidos por imprudencia, los altercados y las injurias, cosas 
			que son mucho más graves si se cometen contra un padre, una madre, o 
			parientes muy próximos, que contra extraños; y, sin embargo, han de 
			ser mucho más frecuentes necesariamente entre gentes que ignoran los 
			lazos que los unen. Por lo menos, cuando se conocen, es posible la 
			expiación legal, la cual se hace imposible cuando no se conocen. 
			 
			No es menos extraño, cuando se establece la comunidad de los hijos, 
			prohibir a los amantes sólo el comercio carnal, y no el amor mismo y 
			todas esas familiaridades verdaderamente vergonzosas entre el padre 
			y el hijo, el hermano y el hermano, so pretexto de que estas 
			caricias no traspasen los límites del amor. No es, asimismo, menos 
			extraño prohibir el comercio carnal sólo por el temor de que se haga 
			el placer demasiado vivo, sin dar la menor importancia a que tenga 
			lugar entre un padre y un hijo o entre hermanos. 
			 
			Si la comunidad de mujeres y de hijos parece a Sócrates más útil 
			para el orden de los labradores que para el de los guerreros, 
			guardadores del Estado, es porque destruiría todo lazo y todo 
			acuerdo en esta clase, que sólo debe pensar en obedecer y no en 
			intentar revoluciones. 
			 
			En general, esta ley de la comunidad producirá necesariamente 
			efectos completamente opuestos a los que leyes bien hechas deben 
			producir, y precisamente por el motivo mismo que inspira a Sócrates 
			sus teorías sobre las mujeres y los hijos. A nuestros ojos, el bien 
			supremo del Estado es la unión de sus miembros, porque evita toda 
			disensión civil; y Sócrates, en verdad, no se descuida en alabar la 
			unidad del Estado, que a nuestro parecer, y también según él, no es 
			más que el resultado de la unión entre los ciudadanos. Aristóteles, 
			en su tratado sobre el amor, dice, precisamente, que la pasión, 
			cuando es violenta, nos inspira el deseo de identificar nuestra 
			existencia con la del objeto amado y de constituir con él un solo 
			ser. En este caso es de toda necesidad que las dos individualidades, 
			o, por lo menos, una de ellas, desaparezcan; mas en el Estado en que 
			esta comunidad prevaleciera, se extinguiría toda benevolencia 
			recíproca; el hijo pensará en todo menos en buscar a su padre, y al 
			padre sucedería lo mismo respecto de su hijo. Y así como la dulzura 
			de unas gotas de miel desaparece en una gran cantidad de agua, de 
			igual modo la afección, que nace de tan queridos nombres, se perderá 
			en un Estado en que será completamente inútil que el hijo piense en 
			el padre, el padre en el hijo, y los hermanos en sus hermanos. Hay 
			en el hombre dos grandes móviles de solicitud y de amor, que son la 
			propiedad y la afección; y en la República de Platón no tienen 
			cabida ni uno ni otro de estos sentimientos. Este cambio de los 
			hijos que pasan, a seguida de su nacimiento, de manos de los 
			labradores y de los artesanos, sus padres, a las de los guerreros, 
			y, recíprocamente, presenta también dificultades en la ejecución. 
			Los que los lleven del poder de los unos al de los otros, sabrán, a 
			no dudar, qué hijos dan y a quiénes los dan. Entonces será cuando se 
			reproducirán los graves inconvenientes de que hablé antes. Aquellos 
			ultrajes, aquellos amores criminales, aquellos asesinatos, contra 
			los que no pueden servir ya de garantía los lazos de parentesco, 
			puesto que los hijos que pasen a las otras clases de ciudadanos no 
			conocerán, entre los guerreros, ni padres, ni madres, ni hermanos, y 
			los hijos que entren en la clase de guerreros se verán también 
			desligados de todo lazo de unión con el resto de la ciudad. 
			 
			Hagamos aquí alto en lo relativo a la comunidad de las mujeres y de 
			los hijos. 
			 
			Capítulo II 
			 
			Continuación del examen de la "República", de Platón 
			 
			La primera cuestión que se presenta después de la anterior es la de 
			saber cuál debe ser, en la mejor constitución posible del Estado, la 
			organización de la propiedad, y si debe admitirse o desecharse la 
			comunidad de bienes. Se puede, por otra parte, examinar este punto 
			independientemente de lo que ha podido estatuirse sobre las mujeres 
			y los hijos. Respetando en esto la situación actual de las cosas y 
			la división admitida por todo el mundo, se pregunta si en lo 
			concerniente a la propiedad, la mancomunidad debe extenderse al 
			suelo o solamente al usufructo. Así, suponiendo que se posee el 
			suelo individualmente, ¿se deberán reunir los frutos para 
			consumirlos en común, como lo practican algunas naciones? o, por lo 
			contrario, siendo la propiedad y el cultivo comunes, ¿se dividirán 
			los frutos entre los individuos, especie de mancomunidad, que 
			también existe, según se dice, en algunos pueblos bárbaros, o bien, 
			las propiedades y los frutos deben ser igualmente comunes? Si el 
			cultivo está confiado a manos extrañas, la cuestión es distinta y la 
			solución más fácil; pero si los ciudadanos trabajan personalmente, 
			es mucho más embarazosa. No estando igualmente repartidos el trabajo 
			y el goce, necesariamente se suscitarán reclamaciones contra los que 
			gozan y reciben mucho, trabajando poco, de parte de los que reciban 
			poco y trabajen mucho. Entre los hombres son, en general, las 
			relaciones permanentes de vida y de comunidad muy difíciles, pero lo 
			son más aún en la materia que nos ocupa. Basta ver lo que pasa en 
			las reuniones ocasionadas por los viajes y peregrinaciones; en ellas 
			el más fortuito y fútil accidente es suficiente para provocar una 
			disensión. ¿Nos irritamos principalmente contra aquellos de nuestros 
			criados cuyo servicio es personal y constante? 
			 
			Además de este primer inconveniente, la comunidad de bienes tiene 
			otros todavía mayores. Yo prefiero, y mucho, el sistema actual, 
			completado por las costumbres públicas y sostenido por buenas leyes. 
			Reúne las ventajas de los otros dos; quiero decir, de la 
			mancomunidad y de la posesión exclusiva. La propiedad en este caso 
			se hace común en cierta manera, permaneciendo al mismo tiempo 
			particular; las explotaciones, estando todas ellas separadas, no 
			darán origen a contiendas; prosperarán más, porque cada uno las 
			mirará como asunto de interés personal, y la virtud de los 
			ciudadanos arreglará su aplicación, de conformidad con el proverbio: 
			"entre amigos, todo es común". Aún hoy se encuentran rastros de este 
			sistema en algunas ciudades, lo cual prueba que no es imposible; 
			sobre todo en los Estados bien organizados o existe en parte o 
			podría fácilmente completarse. Los ciudadanos, poseyéndolo todo 
			personalmente, ceden o prestan a sus amigos el uso común de ciertos 
			objetos. Y así en Lacedemonia cada cual emplea los esclavos, los 
			caballos y los perros de otros, como si le perteneciesen en 
			propiedad, y esta mancomunidad se extiende a las provisiones de 
			viaje cuando la necesidad sorprende a uno en despoblado. 
			 
			Es por tanto evidentemente preferible que la propiedad sea 
			particular, y que sólo mediante el uso se haga común. Guiar a los 
			espíritus en el sentido de esta benevolencia compete especialmente 
			al legislador. 
			 
			Por lo demás, es poco cuanto se diga de lo gratos que son la idea y 
			el sentimiento de la propiedad. El amor propio, que todos poseemos, 
			no es un sentimiento reprensible; es un sentimiento completamente 
			natural, lo cual no impide que se combata con razón el egoísmo, que 
			no es ya este mismo sentimiento, sino un exceso culpable; a la 
			manera que se censura la avaricia, si bien es cosa natural, si puede 
			decirse así, que todos los hombres aprecien el dinero. Es un 
			verdadero encanto el favorecer y socorrer a los amigos, a los 
			huéspedes, a los compañeros, y esta satisfacción sólo nos la puede 
			proporcionar la propiedad individual. Este encanto desaparece cuando 
			se quiere establecer esa exagerada unidad del Estado, así como se 
			arranca a otras dos virtudes la ocasión de desenvolverse; en primer 
			lugar, a la continencia, puesto que es una virtud respetar por 
			prudencia la mujer de otro; y en segundo, a la generosidad, que es 
			imposible sin la propiedad individual, porque en semejante república 
			el ciudadano no puede mostrarse nunca liberal, ni ejercer ningún 
			acto de generosidad, puesto que esta virtud sólo puede nacer con 
			motivo del destino que se dé a lo que se posee. 
			 
			El sistema de Platón tiene, lo confieso, una apariencia 
			verdaderamente seductora de filantropía. A primer golpe de vista 
			encanta por la maravillosa y recíproca benevolencia que parece deber 
			inspirar a todos los ciudadanos, sobre todo cuando se quiere formar 
			el proceso de los vicios de las constituciones actuales, suponiendo 
			proceder éstos de no ser común la propiedad: por ejemplo, los 
			pleitos que ocasionan los contratos, las condenaciones por falsos 
			testimonios, las viles adulaciones a los ricos; cosas todas que 
			dependen, no de la posesión individual de los bienes, sino de la 
			perversidad de los hombres. En efecto, ¿no tienen los asociados y 
			propietarios comuneros muchas más veces pleitos entre sí que los 
			poseedores de bienes personales, y eso que el número de los que 
			puedan provocar estas querellas en las asociaciones es mucho menor 
			comparativamente que el de los poseedores de propiedades 
			particulares? Por otra parte, sería justo enumerar no sólo los 
			males, sino también las ventajas que la comunión de bienes impide; a 
			mi parecer, la existencia es con ella completamente impracticable. 
			El error de Sócrates nace de la falsedad del principio de que parte. 
			Sin duda, el Estado y la familia deben tener una especie de unidad, 
			pero no una unidad absoluta. Con esta unidad, llevada a cierto 
			punto, el Estado ya no existe; o si existe, su situación es 
			deplorable porque está siempre en vísperas de no existir. Esto 
			equivaldría a intentar hacer un acorde con un solo sonido, o un 
			ritmo con una sola medida. Por medio de la educación es como 
			conviene atraer a la comunidad y a la unidad al Estado, que es 
			múltiple, como ya he dicho, y me sorprende que, pretendiendo 
			introducir en el Estado la educación, y mediante ella la felicidad, 
			se imagine poderlo conseguir por tales medios, más bien que por las 
			costumbres, la filosofía y las leyes. Deberá tenerse presente que en 
			Lacedemonia y en Creta el legislador ha fundado sabiamente la 
			comunidad de bienes sobre las comidas públicas. 
			 
			Es imposible dejar de tener en cuenta también el largo transcurso de 
			tiempo y de años durante el cual semejante sistema, si fuese bueno, 
			no habría quedado desconocido. En esta materia, bien puede decirse 
			que todo ha sido obra de la imaginación; pero unas ideas no han 
			podido echar raíces y otras no están en uso, por más que se las 
			conozca. 
			 
			Lo que decimos de la República de Platón sería aún mucho más 
			evidente si existiese un gobierno semejante en la realidad. Por de 
			pronto, no podría establecerse sino a condición de dividir e 
			individualizar la propiedad, destinando una porción a las comidas 
			públicas, y dando otra a las fratrias y a las tribus. Así toda esta 
			legislación sólo conduciría a prohibir la agricultura a los 
			guerreros; que es precisamente lo que intentan hacer en nuestros 
			días los lacedemonios. En cuanto al gobierno general de esta 
			comunidad, Sócrates no dice una sola palabra, y tan fácil nos sería 
			a nosotros como a él decir más; y, sin embargo, el todo de la ciudad 
			se compondrá de esta masa de ciudadanos para quienes nada se ha 
			estatuido. Respecto de los labradores, por ejemplo, ¿la propiedad 
			será particular o será común? ¿Sus mujeres y sus hijos serán o no 
			serán comunes? Si las reglas de la comunidad son las mismas para 
			todos, ¿en qué consistirá la diferencia entre los labradores y los 
			guerreros? ¿Dónde tendrán los primeros la compensación que merecen 
			por la obediencia que deben a los segundos? ¿Quién los enseñará a 
			obedecer? A menos que se emplee con ellos el expediente de los 
			cretenses, que sólo prohíben a sus esclavos dos cosas: el dedicarse 
			a la gimnástica y el poseer armas. Si todos estos puntos están 
			ordenados aquí como lo están en los demás Estados, ¿en qué se 
			convertirá, entonces, la comunidad? Se habrán creado necesariamente 
			en el Estado dos Estados, enemigo el uno del otro; porque de los 
			labradores y artesanos se habrán formado ciudadanos, y de los 
			guerreros se habrán hecho guardadores encargados de vigilarlos 
			perpetuamente. 
			 
			En cuanto a las disensiones, pleitos y otros vicios que Sócrates 
			echa en cara a las sociedades actuales, yo afirmo que se encontrarán 
			todos ellos sin excepción en la suya. Sostiene que, gracias a la 
			educación, no habrá necesidad en su República de todos esos 
			reglamentos de policía, de mercados y de otras materias tan poco 
			importantes como éstas; y, sin embargo, no se cuida de dar educación 
			más que a sus guerreros. 
			 
			Por otra parte, deja a los labradores la propiedad de las tierras a 
			condición de entregar los productos de ellas; pero es muy de temer 
			que estos propietarios sean mucho más indóciles y mucho más altivos 
			que los ilotas, los penestes o tantos otros esclavos. Sócrates, por 
			lo demás, nada ha dicho acerca de la importancia relativa de todas 
			estas cosas. También ha hablado de otras muchas que tenía bien 
			cerca, tales como el gobierno, la educación y las leyes especiales 
			para la clase de labradores; porque no es ni más fácil ni menos 
			importante saber cómo se ha de organizar ésta para que la comunidad 
			de guerreros pueda subsistir a su lado. Supongamos que para los 
			labradores se establezca la comunidad de mujeres con la división de 
			bienes: ¿quién será el encargado de la administración doméstica, así 
			como lo están los maridos de la agricultura? ¿A cargo de quién 
			correrá aquélla una vez admitida entre los labradores la comunidad 
			igual de las mujeres y de los bienes? Ciertamente, es muy extraño 
			que se vaya a buscar una comparación entre los animales para probar 
			que las funciones de las mujeres deben ser absolutamente las mismas 
			que las de los maridos, a quienes, por otra parte, se prohíbe toda 
			ocupación en el interior de la casa. 
			 
			El establecimiento de las autoridades tal como lo propone Sócrates, 
			ofrece también muchos peligros: las quiere perpetuas, y esto sólo 
			bastaría para ocasionar guerras civiles hasta entre los hombres 
			menos celosos de su dignidad, y con más razón entre los belicosos y 
			de corazón ardiente. Pero esta perpetuidad es indispensable en la 
			teoría de Sócrates. "Dios no derrama el oro unas veces en el alma de 
			los unos, otra en la de los otros, sino siempre en las mismas 
			almas." Y así Sócrates sostiene que en el momento mismo del 
			nacimiento, Dios pone en el alma de unos oro, en la de otros plata, 
			y bronce y hierro en el alma de los que deben ser artesanos y 
			labradores. 
			 
			Tuvo por conveniente prohibir toda clase de placeres a sus 
			guerreros, sin dejar por eso de sostener que el deber del legislador 
			es hacer dichoso al Estado todo; pero el Estado todo no podrá ser 
			dichoso cuando la mayor parte o algunos de sus miembros, si no 
			todos, están privados de esa dicha. Y es que la felicidad no se 
			parece a los números impares, la suma de los cuales puede tener esta 
			o aquella propiedad que no tenga ninguna de sus partes. En punto a 
			felicidad, pasan las cosas de otra manera. Y si los mismos 
			defensores de la ciudad no son dichosos, ¿quién aspirará a serlo? Al 
			parecer, no serán los artesanos ni la masa de obreros consagrados a 
			trabajos mecánicos. 
			 
			He aquí algunos de los inconvenientes de la República preconizada 
			por Sócrates, y aún podría indicar algunos otros no menos graves. 
			 
			Capítulo III 
			 
			Examen del tratado de las "Leyes", de Platón 
			 
			Los mismos principios se encuentran en el tratado de las Leyes 
			compuesto posteriormente. Y así, me limitaré a hacer algunas 
			observaciones sobre la constitución que en ellas propone Platón. 
			 
			En el tratado de la República, Sócrates profundiza muy pocas 
			cuestiones: la comunidad de mujeres y de hijos, el modo de aplicar 
			este sistema, la propiedad de la organización del gobierno. Divide 
			la masa de los ciudadanos en dos clases: los labradores, de una 
			parte, y de otra, los guerreros, una fracción de los cuales forma 
			una tercera clase, que delibera sobre los negocios del Estado y los 
			dirige soberanamente. Sócrates se ha olvidado decir si los 
			labradores y artesanos deben ser totalmente excluidos, y si tienen o 
			no el derecho de poseer armas y de tomar parte en las expediciones 
			militares; en cambio, cree que las mujeres deben acompañar a los 
			guerreros al combate y recibir la misma educación que ellos. El 
			resto del tratado lo forman varias digresiones y ciertas 
			consideraciones sobre la educación de los guerreros. 
			 
			En las Leyes, por el contrario, apenas se encuentra otra cosa que 
			disposiciones legislativas. Sócrates es, en este tratado, muy 
			conciso en lo relativo a la constitución; mas, sin embargo, 
			queriendo hacer la que propone aplicable a los Estados en general, 
			vuelve paso por paso sobre su primer proyecto. Si se exceptúa la 
			comunidad de mujeres y de bienes, en todo lo demás hay un perfecto 
			parecido entre sus dos Repúblicas; educación, dispensa de trabajos 
			pesados concedida a los guerreros, comidas en común, todo es igual. 
			Sólo que en la segunda extiende las comidas en común a las mujeres y 
			eleva de mil a cinco mil el número de los ciudadanos armados. 
			 
			Sin duda alguna, los diálogos de Sócrates son eminentemente 
			notables, y están llenos de elegancia, de originalidad y de 
			imaginación; pero era difícil, quizá, que fuese todo en ellos 
			igualmente preciso. Y así, no hay que engañarse, se necesitaría toda 
			la campiña de Babilonia u otra llanura inmensa para esta multitud, 
			que debe alimentar cinco mil ociosos salidos de su seno, sin contar 
			aquella otra multitud de mujeres y de servidores de toda especie. 
			Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, 
			pero no deben tocarse los límites de lo imposible. 
			 
			Sócrates afirma que en materia de legislación no deben perderse 
			nunca de vista dos cosas: el suelo y los hombres. Pudo añadir 
			también los Estados vecinos, a no ser que niegue al Estado toda 
			existencia política exterior. En casos de guerra es preciso que la 
			fuerza militar esté organizada, no sólo para defender al país, sino 
			también para luchar en el exterior. Aun admitiendo que la vida del 
			Estado y la de los individuos no sea habitualmente la guerrera, 
			siempre es necesario hacerse temible a los enemigos no sólo cuando 
			invaden el suelo, sino también cuando lo han evacuado. 
			 
			En cuanto a los límites asignables a la propiedad, podría exigirse 
			que fuesen otros que los que señala Sócrates, y, sobre todo, que 
			fuesen más precisos y más claros. "La propiedad, dice, debe ser la 
			bastante para satisfacer las necesidades de una vida sobria", 
			queriendo decir con esto lo que se entiende ordinariamente por una 
			existencia cómoda, expresión que tiene, ciertamente, un sentido más 
			amplio. Una vida sobria puede ser muy penosa; "sobria y liberal" 
			hubiera sido una definición mucho mejor. Si una de estas dos 
			condiciones falta, se cae en el lujo o en el sufrimiento. El empleo 
			de la propiedad no permite otras cualidades; no podrían referirse a 
			ella la dulzura ni el valor, pero sí podrían referirse la moderación 
			y la liberalidad, que son necesariamente las virtudes que se pueden 
			mostrar al hacer uso de la fortuna. 
			 
			También es un gran error, cuando se llega hasta dividir los bienes 
			en partes iguales, no establecer nada sobre el número de los 
			ciudadanos y el dejarles que procreen sin limitación alguna, 
			abandonando al azar que el número de las uniones estériles compense 
			el de los nacimientos, cualquiera que él sea, so pretexto de que en 
			el estado actual de las cosas este equilibrio parece establecerse 
			naturalmente. Está muy distante de ser exacto este cálculo. En 
			nuestras ciudades nadie se queda desnudo, porque las propiedades se 
			dividen entre los hijos, cualquiera que sea su número. Admitiendo, 
			por lo contrario, que sean indivisas, todos los hijos, salvo un 
			número igual al de éstas, sean pocos o muchos, se quedarían sin 
			poseer nada. Lo más prudente sería limitar la población y no la 
			propiedad, determinando un máximum del cual no se pudiera pasar, 
			fijar el que habría de tenerse en cuenta a la par de la proporción 
			eventual de los hijos que mueren y la esterilidad de los 
			matrimonios. Dejándolo al azar, como hacen en los más de los 
			Estados, sería una causa inevitable de miseria en la República de 
			Sócrates y la miseria engendra las discordias civiles y los 
			crímenes. Al intento de prevenir estos males, uno de los 
			legisladores más antiguos, Fidón de Corinto, quería que el número de 
			familias y de ciudadanos fuese inmutable, aun cuando los lotes 
			primitivos hubiesen sido desiguales. En las Leyes, precisamente, 
			sucede lo contrario. Más adelante diremos nuestra opinión sobre este 
			punto. 
			 
			Tampoco se determina, en el tratado de las Leyes, la diferencia 
			entre gobernantes y gobernados. Sócrates se limita a decir que la 
			relación entre unos y otros será la misma que entre la urdimbre y la 
			trama, hechas ambas de distintas lanas. Por otra parte, puesto que 
			permite el acrecentamiento de bienes muebles hasta el quíntuplo, 
			¿por qué no deja también alguna amplitud respecto de los bienes 
			raíces? Es preciso tener también en cuenta si acaso que la 
			separación de las habitaciones es un falso principio en punto a la 
			economía doméstica. Sócrates no da a sus ciudadanos menos de dos 
			habitaciones completamente aisladas; y es ciertamente muy difícil 
			sostener constantemente dos casas. 
			 
			En su conjunto, el sistema político de Sócrates ni es una democracia 
			ni una oligarquía; es el gobierno intermedio que se llama república, 
			puesto que se compone de todos los ciudadanos que empuñan las armas. 
			Si pretende que esta constitución es la más común, la existente en 
			la mayor parte de los Estados actuales, quizá tiene razón; pero está 
			en un error si cree que es la que más se aproxima a la constitución 
			perfecta. Muchos preferirían sin dudar la de Lacedemonia o 
			cualquiera otra un poco más aristocrática. Algunos autores pretenden 
			que la constitución perfecta debe reunir los elementos de todas las 
			demás, y en este concepto alaban la de Lacedemonia, en la cual se 
			encuentran combinados los tres elementos: la oligarquía, la 
			monarquía y la democracia; representadas: la primera, por los reyes; 
			la segunda, por el senado, y la tercera, por los éforos, que 
			proceden siempre de las filas del pueblo. Es verdad que otros ven en 
			los éforos el elemento tiránico, y encuentran el elemento 
			democrático en las comidas públicas y en el orden y disciplina 
			constante de la ciudad. 
			 
			En el tratado de las Leyes se pretende que es preciso que la 
			constitución perfecta sea un compuesto de demagogia y de tiranía, 
			dos formas de gobierno que hay derecho para negar completamente o 
			para considerarlas como las peores de todas. Hay, pues, razón para 
			admitir una combinación más amplia, y la mejor constitución será 
			aquella que reúna los más diversos elementos. El sistema de Sócrates 
			no tiene nada de monárquico; sólo es oligárquico y democrático, o 
			más bien tiene una tendencia pronunciada hacia la oligarquía, como 
			lo prueba el modo de instituir los magistrados. Dejar que la suerte 
			escoja entre los candidatos elegidos tanto pertenece a la oligarquía 
			como a la democracia; pero imponer a los ricos la obligación de 
			presentarse en las asambleas y de nombrar en ellas las autoridades y 
			ejercer todas las funciones políticas, eximiendo a los demás 
			ciudadanos de estos deberes, es una institución oligárquica. También 
			prueba lo mismo el llamar a ocupar el poder principalmente a los 
			ricos y reservar las más altas funciones a los que figuran en los 
			puestos más elevados del censo. La elección de su senado tiene 
			también un carácter oligárquico. Todos los ciudadanos, sin 
			excepción, están obligados a votar, pero han de escoger los 
			magistrados en la primera clase del censo, nombrar en seguida un 
			número igual de la segunda clase y luego otros tantos de la tercera. 
			Con la diferencia de que los ciudadanos de la tercera y cuarta clase 
			son libres de votar o no votar, y en las elecciones del cuarto censo 
			y de la cuarta clase el voto no es obligatorio sino para los 
			ciudadanos de las dos primeras. En fin, Sócrates quiere que se 
			repartan todos los elegidos en número igual para cada clase de 
			censo. Este sistema dará lugar necesariamente al predominio de los 
			ciudadanos que pagan más, pues que muchos de los que son pobres se 
			abstendrán de votar, porque no se les puede obligar a ello. 
			 
			No es esta, por tanto, una constitución en la que se combinen el 
			elemento monárquico y el democrático, y basta con lo dicho para 
			convencerse de ello, y aún resultará más claro cuando más tarde 
			tratemos de esta especie particular de constitución. Aquí sólo 
			añadiré que tiene peligros el escoger los magistrados en una lista 
			de candidatos elegidos. Basta entonces que algunos ciudadanos, 
			aunque sean pocos, quieran concertarse para que puedan 
			constantemente disponer de las elecciones. 
			 
			Termino aquí mis observaciones sobre el sistema desenvuelto en el 
			tratado de las Leye 
			 
			Capítulo IV 
			 
			Examen de la constitución propuesta por Faleas de Calcedonia 
			 
			También hay constituciones que se deben o a simples ciudadanos o a 
			la filosofía y a los hombres de Estado. No hay una que no se 
			aproxime a las formas recibidas y actualmente en vigor mucho más que 
			las dos repúblicas de Sócrates. Sólo éste se ha permitido esas 
			innovaciones de la comunidad de las mujeres y de los hijos, y de las 
			comidas en común de las mujeres; porque todos se han ocupado más 
			bien de cosas esenciales. Para muchos el punto capital parece ser la 
			organización de la propiedad, origen único, a su parecer, de las 
			revoluciones. Faleas de Calcedonia es el que, guiado por este 
			pensamiento, ha sido el primero que ha sentado el principio de que 
			la igualdad de fortuna entre los ciudadanos era indispensable. Le 
			parece fácil establecerla en el momento mismo de constituirse el 
			Estado; y aunque menos fácil de introducir en los Estados que 
			cuenten largo tiempo de existencia, tampoco es imposible, en su 
			opinión, si se prescribe que los ricos den dotes a sus hijas, sin 
			que los hijos reciban nada, y que los pobres reciban y no den. Ya he 
			dicho que Platón, en el tratado de las Leyes, permitía la 
			acumulación de la riqueza hasta cierto límite, que no podía pasar en 
			ningún caso del quíntuplo de un mínimum determinado. No hay que 
			olvidar, cuando se trata de leyes semejantes, un punto omitido por 
			Faleas y Platón, y es que, fijando la parte alícuota de las 
			fortunas, es indispensable fijar también el número de hijos. Si el 
			número de éstos no está en relación con la propiedad, será preciso 
			violar muy pronto la ley; y, aparte de esto, es peligroso que tantos 
			ciudadanos pasen del bienestar a la miseria, porque, en este caso, 
			es muy difícil que dejen de tener el deseo de provocar revoluciones. 
			 
			Este influjo de la igualdad de bienes en la asociación política ha 
			sido comprendido por algunos de los antiguos legisladores, como lo 
			muestran, por ejemplo, las leyes de Solón y la ley que prohíbe la 
			adquisición ilimitada de tierras. De conformidad con este mismo 
			principio, ciertas legislaciones, como la de Locres, prohíben la 
			venta de los bienes, a menos de una desgracia perfectamente 
			justificada, o prescriben el mantenimiento inalterable de los lotes 
			primitivos. La abrogación de una ley de este género en Léucade 
			cambió la constitución haciéndola completamente democrática, porque 
			desde aquel acto se pudieron obtener las magistraturas sin las 
			condiciones del censo que antes se exigían. Pero esta igualdad 
			misma, si se la supone establecida, no impide que el límite legal de 
			las fortunas pueda ser o demasiado lato, lo cual produciría en la 
			ciudad el lujo y la molicie, o demasiado limitado, lo cual sería muy 
			molesto para los ciudadanos. Y así no basta que el legislador haga 
			que las fortunas sean iguales, sino que es preciso que procure sean 
			de debidas proporciones. Pero nada se ha adelantado con haber fijado 
			esta medida perfecta para todos los ciudadanos, puesto que lo 
			importante es no nivelar las propiedades, sino nivelar las pasiones, 
			y esta igualdad sólo resulta de la educación establecida mediante 
			buenas leyes. 
			 
			Faleas podría responder que esto es precisamente lo que él ha dicho, 
			porque, a su parecer, las bases de todo Estado son la igualdad de 
			fortuna y la igualdad de educación. Pero ¿en qué consistirá esta 
			educación? Esto es lo que importa saber. Tiene que ser una y la 
			misma para todos, pero puede ser una y la misma para todos los 
			ciudadanos, y, sin embargo, ser tal, que dé por resultado una 
			insaciable sed de riquezas o de honores, o ambas cosas a la vez. 
			Además, las revoluciones nacen lo mismo de la desigualdad en los 
			honores que de la desigualdad de fortuna. Lo único que varía es la 
			clase de pretendientes. La multitud se rebela a causa de la 
			desigualdad de las fortunas, y los hombres superiores se indignan 
			con la repartición igual de los honores. Es lo que dice el poeta: 
			 
			"¡Qué! ¿El cobarde y el valiente han de ser igualmente estimados?" 
			 
			Esto consiste en que los hombres se ven arrastrados al crimen no 
			sólo por carecer de lo necesario, lo cual Faleas cree evitar por 
			medio de la igualdad de bienes, medio excelente, en su opinión, de 
			impedir que un hombre robe a otro hombre para no morirse de frío o 
			de hambre, sino que se ven arrastrados también por la necesidad de 
			dar amplitud a su deseo de gozar en todos sentidos. Si estos deseos 
			son desordenados, los hombres apelarán al crimen para curar el mal 
			que los atormenta; y yo añado que no sólo por esta razón se 
			precipitarán por semejante camino, sino que lo harán también si el 
			capricho se lo sugiere, por el simple motivo de no ser perturbado en 
			sus goces. ¿Y cuál será el remedio para estos tres males? En primer 
			lugar, la propiedad, por pequeña que sea, después, el hábito del 
			trabajo, y, por último, la templanza. Mas el que quiera encontrar la 
			felicidad en sí mismo, no tiene que buscar el remedio en otra parte 
			que en la filosofía, porque los demás placeres no pueden tener lugar 
			sin el intermedio de los hombres. Lo superfluo, y no lo necesario, 
			es lo que hace que se cometan los grandes crímenes. No se usurpa la 
			tiranía para librarse de la intemperie, y por el mismo motivo las 
			grandes distinciones están reservadas, no para el que mata a un 
			ladrón, sino para el homicida de un tirano. 
			 
			Y así el expediente político propuesto por Faleas sólo es una 
			garantía contra los crímenes de poca importancia. 
			 
			Por otra parte, las instituciones de Faleas sólo afectan al orden y 
			a la felicidad interiores del Estado, y era preciso proponer también 
			un sistema de relaciones con los pueblos vecinos y con los 
			extranjeros. El Estado tiene, precisamente, necesidad de una 
			organización militar, y Faleas no dice sobre esto ni una sola 
			palabra. Igual olvido ha cometido respecto a las rentas públicas; 
			deben alcanzar, no sólo para satisfacer las necesidades interiores, 
			sino también para evitar los peligros de fuera. Y así no sería 
			conveniente que su abundancia provocase la codicia de vecinos más 
			poderosos que los poseedores, que serían demasiado débiles para 
			rechazar un ataque, ni que su escasez impidiese sostener la guerra 
			contra un enemigo igual en fuerzas y en número. Faleas guardó 
			silencio sobre este punto, y es preciso convencerse de que la 
			extensión de los recursos es un punto importante en política. El 
			verdadero límite es, quizá, que el vencedor no encuentre jamás 
			medios de indemnización de los gastos de la guerra en la riqueza del 
			pueblo conquistado, y que ésta no pueda producir ni aun a enemigos 
			más pobres lo que por este motivo hayan gastado. Cuando Autofradates 
			puso sitio a Atarnea, Éubolo le aconsejó que calculara el tiempo y 
			el dinero que iba a gastar en la conquista del país, y considerara 
			si no le resultaría mayor ventaja en abandonar el sitio, prometiendo 
			por su parte evacuar inmediatamente a Atarnea, previo el pago de una 
			indemnización muy inferior a aquellos gastos. La advertencia hizo 
			reflexionar a Autofradates, y desistió inmediatamente de su empeño. 
			La igualdad de fortuna entre los ciudadanos sirve perfectamente, lo 
			confieso, para prevenir las disensiones civiles; pero, a decir 
			verdad, este medio no es infalible, porque los hombres superiores se 
			irritarán al verse reducidos a tener lo mismo que todos, y esto será 
			con frecuencia causa de turbaciones y revueltas. Además, la avidez 
			de los hombres es insaciable; al pronto se contentan con dos óbolos, 
			pero una vez que han formado un patrimonio, sus necesidades aumentan 
			sin cesar, hasta que sus aspiraciones no conocen límites; y aunque 
			la naturaleza de la codicia consiste precisamente en no tener 
			límites, los más de los hombres sólo viven para intentar saciarla. 
			Vale más, por tanto, remontarse al principio de estos desarreglos, y 
			en lugar de nivelar las fortunas, hacer de modo que los hombres 
			moderados por temperamento no quieran enriquecerse, y que los malos 
			no puedan hacerlo; y el mejor medio es hacer que éstos, estando en 
			minoría, no puedan ser dañosos, y no oprimirlos. 
			 
			Faleas se ha equivocado también al llamar igualdad de fortunas a la 
			repartición igual de tierras, única de que se ocupa; porque la 
			fortuna comprende también los esclavos, los ganados, el dinero y 
			toda la propiedad que se llama mueble. La ley de igualdad debe 
			extenderse a todas las cosas, o, por lo menos, es preciso someterlas 
			a ciertos límites regulares, o bien no estatuir absolutamente nada 
			respecto a la propiedad. Su legislación, por lo demás, parece hecha 
			teniendo en cuenta tan sólo un Estado poco extenso, puesto que todos 
			los artesanos deben ser propiedad del Estado, sin formar en él una 
			clase accesoria de ciudadanos. Si los obreros encargados de todos 
			los trabajos pertenecen al Estado, es preciso que sea bajo las 
			condiciones establecidas para los de Epidamno o para los de Atenas 
			por Diofanto. 
			 
			Lo que hemos dicho de la constitución de Faleas basta para formar 
			juicio de sus ventajas y de sus defectos. 
			 
			Capítulo V 
			 
			Examen de la constitución ideada por Hipódamo de Mileto 
			 
			Hipódamo de Mileto, hijo de Eurifón, inventor de la división de las 
			ciudades en calles, que aplicó al Pireo, y que, por otra parte, 
			mostraba en su manera de vivir una excesiva vanidad, complaciéndose 
			en arrostrar la opinión pública, que le censuraba por la compostura 
			de su cabellera y la elegancia de su vestido, usando lo mismo en 
			verano que en invierno trajes a la vez ligeros y de abrigo, hombre 
			que tenía la pretensión de no ignorar nada de cuanto existía en la 
			naturaleza, es también el primero que, sin haberse ocupado nunca de 
			los negocios públicos, se aventuró a publicar algo sobre la mejor 
			forma de gobierno. Su república se componía de diez mil ciudadanos, 
			distribuidos en tres clases: artesanos, labradores y defensores de 
			la ciudad, que eran los que hacían uso de las armas. Dividía el 
			territorio en tres partes: una sagrada, otra pública y la tercera 
			poseída individualmente. La que debía subvenir a los gastos legales 
			del culto de los dioses era la porción sagrada; la que debía 
			alimentar a los guerreros, la porción pública, y la que pertenecía a 
			los labradores, la porción individual. Creía que las leyes no podían 
			tampoco ser más que de tres especies, porque los actos justiciables, 
			en su opinión, sólo pueden proceder de tres cosas: la injuria, el 
			daño y la muerte. Creaba un tribunal supremo y único, al que habrían 
			de ir en apelación todas las causas que se estimaran mal juzgadas. 
			Este tribunal se componía de ancianos nombrados por elección. En 
			cuanto a la forma de los juicios, Hipódamo rechazaba el voto por 
			bolas. Cada juez debía llevar una tablilla, en la que escribía, si 
			condenaba pura y simplemente; la dejaba en blanco, si absolvía en 
			igual forma, y estampaba en ella sus razones, si absolvía o 
			condenaba sólo en parte. El sistema actual le parecía vicioso, en 
			cuanto obliga a los jueces muchas veces a ser perjuros, cuando votan 
			de una manera absoluta en uno o en otro sentido. Garantizaba también 
			por medio de la ley las recompensas debidas a los descubrimientos 
			políticos de utilidad general, y aseguraba la educación de los hijos 
			de los guerreros que morían en los combates, haciendo que los tomara 
			a su cargo el Estado. Esta última institución le pertenece 
			exclusivamente: pero hoy Atenas y otros muchos Estados poseen una 
			ley análoga. Todos los magistrados debían ser elegidos por el 
			pueblo, que para Hipódamo se compone de las tres clases del Estado; 
			y una vez nombrados, los magistrados se encargan mancomunadamente de 
			la vigilancia de los intereses generales, de los asuntos extranjeros 
			y de la tutela de los huérfanos. 
			 
			Tales son, poco más o menos, las disposiciones principales de la 
			constitución de Hipódamo. 
			 
			Desde luego, se tropieza con la dificultad que ofrece una 
			clasificación de ciudadanos, en la que labradores, artesanos y 
			guerreros toman una parte igual en el gobierno: los primeros, sin 
			armas; los segundos sin armas y sin tierras; es decir, casi esclavos 
			de los terceros, que están armados. Más aún, es imposible que entren 
			todos a participar de las funciones públicas. Es necesario sacar de 
			la clase de los guerreros los generales y los guardas de la ciudad, 
			y, por decirlo así, todos los principales funcionarios. Pero si los 
			artesanos y los labradores son excluidos del gobierno de la ciudad, 
			¿cómo podrían tener amor a la patria? Si se objeta que la clase de 
			los guerreros será más poderosa que las otras dos, observemos por el 
			pronto que esto no es fácil, porque no serán numerosos; pero si son 
			los más fuertes, ¿a qué viene dar al resto de los ciudadanos 
			derechos políticos y hacerlos dueños del nombramiento de 
			magistrados? ¿Qué papel hacen, por otra parte, los labradores en la 
			república de Hipódamo? Los artesanos ya se concibe que son 
			indispensables como en todas partes, y pueden, lo mismo que en los 
			demás Estados, vivir de su oficio. Pero en cuanto a los labradores, 
			si se les supone encargados de proveer a la subsistencia de los 
			guerreros, podría con razón hacérseles miembros del Estado; pero 
			aquí, en esta república, por el contrario, son dueños de las tierras 
			que les pertenecen en propiedad, y sólo las cultivan para su 
			provecho. 
			 
			Si los guerreros cultivan personalmente las tierras públicas 
			destinadas a su sostenimiento, la clase de guerreros no será 
			entonces distinta de la de los labradores; y, sin embargo, el 
			legislador pretende distinguirlos. Si hay otros ciudadanos, además 
			de los guerreros y los labradores, que posean en propiedad bienes 
			raíces, estos ciudadanos formarán en el Estado una cuarta clase sin 
			derechos políticos y extraña a la constitución. Si se encomienda a 
			los mismos ciudadanos el cultivo de las propiedades públicas y de 
			las particulares, no se sabrá precisamente lo que cada uno deberá 
			cultivar para satisfacer las necesidades de las dos familias, y, en 
			este caso, ¿por qué no dar desde el principio a los labradores un 
			solo y mismo lote de tierra que sea bastante para su propio 
			sostenimiento y para producir lo que habrán de suministrar a los 
			guerreros? Todos estos puntos de la constitución de Hipódamo ofrecen 
			graves dificultades. 
			 
			Su ley relativa a los juicios no es mejor, pues, al permitir a los 
			jueces dividir sus fallos y no dictarlos de una manera absoluta, los 
			convierte en simples árbitros. Este sistema puede ser admisible, aun 
			siendo numerosos los jueces, en las sentencias arbitrales discutidas 
			en común por los que las han de dictar, pero no puede aplicarse a 
			los tribunales; y, así, los más de los legisladores han tenido gran 
			cuidado de prohibir toda comunicación entre los jueces. ¿Qué 
			confusión no resultaría en un negocio de interés si el juez 
			concediese una suma que no fuese completamente igual a la que 
			reclama el demandante? Éste reclama veinte minas, y un juez concede 
			diez; otro más, otro menos, este cinco, aquel cuatro, y estas 
			divergencias ocurrirán a cada momento, concediendo uno la suma toda 
			y negándola otros. ¿Cómo conciliar todas estas opiniones? Por lo 
			menos absolviendo o condenando, en absoluto, el juez no corre el 
			riesgo de ser perjuro, puesto que de una manera absoluta se ha 
			intentado la acción, y la absolución quiere decir, no que no se deba 
			nada al demandante, sino que no se le deben las veinte minas, y sólo 
			tendría lugar el perjurio si se votase el pago de las veinte minas 
			no creyendo en conciencia que el demandado las debe. 
			 
			En cuanto a las recompensas que se conceden a los que hacen algunos 
			descubrimientos útiles para la ciudad, es una ley seductora en la 
			apariencia, pero peligrosa. Será origen de muchas intrigas y quizá 
			causa de revoluciones. Hipódamo toca aquí una cuestión sobre un 
			objeto bien diferente: ¿están o no interesados los Estados en 
			cambiar sus instituciones antiguas en el caso de poderlas reemplazar 
			con otras mejores? Si se decide que tienen interés en no cambiarlas, 
			no podría admitirse sin un maduro examen el proyecto de Hipódamo, 
			porque un ciudadano podría proponer el trastorno de las leyes y de 
			la constitución como un beneficio público. 
			 
			Puesto que hemos indicado esta cuestión, creemos deber entrar en 
			explicaciones más amplias acerca de ella, porque es, repito, muy 
			controvertible, y lo mismo podría darse la preferencia al sistema de 
			la innovación. La innovación ha sido provechosa en todas las 
			ciencias, en la medicina, que ha prescindido de sus viejas 
			prácticas, en la gimnástica y, en general, en todas las artes en que 
			se ejercitan las facultades humanas; y como la política debe ocupar 
			también un lugar entre las ciencias, es claro que es necesariamente 
			aplicable a ella el mismo principio. Podría añadirse que los hechos 
			mismos vienen en apoyo de esta aserción. Nuestros antepasados vivían 
			en medio de una barbarie y de una sencillez singulares, así que por 
			mucho tiempo los griegos no caminaban sino armados y vendían a sus 
			mujeres. Las pocas leyes antiguas que nos han quedado son de una 
			rudeza increíble. En Cumas, por ejemplo, la ley que castigaba el 
			asesinato, declaraba culpable al acusado en el caso de que el 
			acusador presentase cierto número de testigos sacados de entre los 
			propios parientes de la víctima. La humanidad en general debe ir en 
			busca, no de lo que es antiguo, sino de lo que es bueno. Nuestros 
			primeros padres, ya hayan salido del seno de la tierra, ya hayan 
			sobrevivido a alguna gran catástrofe, se parecen probablemente al 
			vulgo y a los ignorantes de nuestros días; por lo menos, esta es la 
			idea que la tradición nos da de los gigantes hijos de la tierra; y 
			sería un solemne absurdo atenerse a la opinión de semejantes gentes. 
			Además, la razón nos dice que las leyes escritas no deben 
			conservarse siempre inmutables. La política, y lo mismo pasa con las 
			demás ciencias, no puede precisar todos los pormenores. La ley debe 
			en absoluto disponer de un modo general, mientras que los actos 
			humanos recaen todos sobre casos particulares. La consecuencia 
			necesaria de esto es que en ciertas épocas es preciso modificar 
			determinadas leyes. 
			 
			Pero considerando las cosas desde otro punto de vista, requiere esta 
			materia la mayor circunspección. Si la mejora deseada es poco 
			importante, es claro que, para evitar el funesto hábito de cambiar 
			con demasiada facilidad las leyes, conviene tolerar algunos 
			extravíos de la legislación y del gobierno. Más peligroso sería el 
			hábito de la desobediencia que útil la innovación. También podría 
			desecharse como inexacta la comparación de la política con las demás 
			ciencias. La innovación en las leyes es una cosa distinta de la 
			innovación en las artes; la ley, para hacerse obedecer, no tiene 
			otro poder que el del hábito, y el hábito sólo se forma con el 
			tiempo y los años, de tal manera que sustituir ligeramente las leyes 
			existentes con otras nuevas, es debilitar la fuerza misma de la ley. 
			Pero más aún, admitiendo la utilidad de la innovación, se puede 
			preguntar si en los Estados debe dejarse la iniciativa en este punto 
			a todos los ciudadanos sin distinción, o ha de quedar reservada a 
			algunos evidentemente; porque hay una gran diferencia entre estos 
			dos sistemas. Mas terminemos aquí estas consideraciones, que tendrán 
			su lugar propio en otra parte. 
			 
			Capítulo VI 
			 
			Examen de la constitución de Lacedemonia 
			 
			Respecto a las constituciones de Lacedemonia y de Creta pueden 
			hacerse dos preguntas aplicables a todos los demás Estados: la 
			primera, cuáles son los méritos y los defectos de estos Estados 
			comparados con el tipo de la constitución perfecta; y la segunda, si 
			no presenta nada que sea contradictorio con el principio y la 
			naturaleza de su propia constitución. 
			 
			En un Estado bien constituido, los ciudadanos no deben ocuparse de 
			las primeras necesidades de la vida, punto en que todos están de 
			acuerdo, siendo sólo el modo de ejecución lo que ofrece 
			dificultades. Más de una vez la esclavitud de los penestes ha sido 
			peligrosa para los tesalios, como la de los ilotas a los espartanos. 
			Son enemigos eternos, que espían sin cesar la ocasión de sacar 
			provecho de cualquier calamidad. La Creta nada ha tenido que temer 
			en este punto, y probablemente la causa de esto es que los diversos 
			Estados que la componen, aunque se han hecho la guerra, jamás han 
			prestado a la rebelión un apoyo que pudiese volverse contra ellos 
			mismos, puesto que poseen todos siervos periecos. Lacedemonia, por 
			el contrario, sólo tenía en torno suyo enemigos: la Mesenia, la 
			Argólide, la Arcadia. La primera insurrección de los esclavos entre 
			los tesalios estalló precisamente con ocasión de la guerra que 
			sostuvieron contra los aqueos, los perrebes y los magnesianos, 
			pueblos limítrofes. Si hay un punto que exige laborioso cuidado, es, 
			ciertamente, la conducta que debe observarse con los esclavos. Si 
			son tratados con dulzura, se hacen insolentes y se atreven a 
			considerarse como iguales a sus dueños; tratados con severidad, 
			conspiran contra ellos y los aborrecen. Cuando no se consigue 
			despertar otros sentimientos que estos en el corazón de los ilotas, 
			es prueba de que no se ha resuelto bien el problema. 
			 
			El relajamiento de las leyes de Lacedemonia respecto a las mujeres 
			es, a la vez, contrario al espíritu de la constitución y al buen 
			orden del Estado. El hombre y la mujer, elementos ambos de la 
			familia, forman igualmente, si puede decirse así, las dos partes del 
			Estado; de un lado los hombres, de otro las mujeres; de suerte que, 
			dondequiera que la constitución ha dispuesto mal lo relativo a las 
			mujeres, es preciso decir que la mitad del Estado carece de leyes. 
			Esto puede observarse en Esparta; el legislador, al exigir de todos 
			los miembros de su república templanza y firmeza, lo ha conseguido 
			gloriosamente respecto a los hombres, pero se ha malogrado por 
			completo su intento respecto a las mujeres, que pasan la vida 
			entregadas a todos los desarreglos y excesos del lujo. La 
			consecuencia necesaria de esto es que bajo semejante régimen, el 
			dinero debe ser muy estimado, sobre todo cuando los hombres se 
			sienten inclinados a dejarse dominar por las mujeres, tendencia 
			habitual en las razas enérgicas y guerreras. Exceptúo, sin embargo, 
			a los celtas y algunos otros pueblos que, según se dice, rinden 
			culto francamente al amor varonil. Fue una buena idea la del 
			mitólogo que imaginó por primera vez la unión de Marte con Venus, 
			porque todos los guerreros son naturalmente inclinados al amor del 
			uno o del otro sexo. 
			 
			Los lacedemonios no han podido evitar esta condición general, y en 
			tanto que su poder ha durado, sus mujeres han decidido muchos 
			negocios. ¿Y qué más da que las mujeres gobiernen en persona, o que 
			los que gobiernan lo hagan arrastrados por ellas? El resultado 
			siempre es el mismo. Teniendo una audacia que es completamente 
			inútil en las circunstancias ordinarias de la vida y sólo buena en 
			la guerra, las lacedemonias no han sido menos perjudiciales a sus 
			maridos cuando han llegado los momentos de peligro. La invasión 
			tebana lo ha demostrado bien. Inútiles como siempre, causaron ellas 
			más desórdenes en la ciudad que los enemigos mismos. 
			 
			Causas hubo para que en Lacedemonia se desatendiese desde el 
			principio la educación de las mujeres. Los hombres, ocupados por 
			mucho tiempo en expediciones exteriores durante las guerras contra 
			la Argólide y más tarde contra la Arcadia y la Mesenia, y educados 
			en la vida de los campos, escuela de tantas virtudes, fueron después 
			de la paz materia a propósito para la reforma del legislador. En 
			cuanto a las mujeres, Licurgo, después de haber intentado, según se 
			dice, someterlas a las leyes, se vio obligado a ceder ante su 
			resistencia y abandonar los proyectos que tenía. Y así, cualquiera 
			que haya sido su influencia más tarde, a ellas es a las que es 
			preciso atribuir únicamente este vacío de la constitución. Nuestras 
			indagaciones tienen, por lo demás, por fin, no el elogio o la 
			censura de todo cuanto se presente, sino el examen de las cualidades 
			y defectos de los gobiernos. Repetiré, sin embargo, que el 
			desarreglo de las mujeres además de ser una mancha para el Estado, 
			arrastra a los ciudadanos al amor desordenado de las riquezas. 
			 
			Otro defecto que se puede añadir a los que se acaban de señalar en 
			la constitución de Lacedemonia, es la desproporción de las 
			propiedades: unos poseen bienes inmensos, otros no tienen casi nada; 
			así que el territorio está en manos de pocos. La falta, en este 
			caso, está en la ley misma. La legislación ha considerado con razón 
			como cosas deshonrosas la compra y la venta de un patrimonio; pero 
			ha permitido disponer arbitrariamente de los bienes, sea por 
			donación entre vivos, sea por testamento. Y, sin embargo, en ambos 
			casos la consecuencia es la misma. Además, las mujeres poseen las 
			dos quintas partes de las tierras, porque muchas de ellas son 
			herederas únicas o se han constituido en su favor crecidas dotes. 
			Hubiera sido preferible abolir enteramente el uso de las dotes, o 
			haberles fijado una tasa muy baja y lo más módica posible. En 
			Esparta, por el contrario, uno puede casar a su única heredera con 
			quien quiera, y si el padre muere sin haber dispuesto nada, el tutor 
			puede a su elección casar la pupila; de donde resulta que un país 
			que es capaz de presentar mil quinientos jinetes y treinta mil 
			infantes, apenas cuenta mil combatientes. 
			 
			Los hechos mismos han demostrado bien claramente el vicio de la ley 
			en este punto; el Estado no ha podido soportar ni un solo revés, y 
			la falta de hombres ha causado su ruina. Se asegura que bajo los 
			primeros reyes, para evitar este grave inconveniente que las 
			dilatadas guerras debían producir, se dio el derecho de ciudad a 
			extranjeros; y los espartanos, se dice, eran entonces diez mil, poco 
			más o menos. Que este hecho sea verdadero o inexacto, poco importa; 
			lo mejor sería procurar una población guerrera al Estado, haciendo 
			las fortunas iguales. Pero la misma ley relativa al número de hijos 
			es contraria a esta mejora. El legislador, con el fin de aumentar el 
			número de los espartanos, ha hecho cuanto puede hacerse para que los 
			ciudadanos procreen todo lo posible. Según la ley, el padre de tres 
			hijos está exento de hacer guardias; y el ciudadano que tiene cuatro 
			está exento de todo impuesto. No era difícil prever que aumentando 
			el número de los ciudadanos y subsistiendo la misma división 
			territorial, no se hacía otra cosa que aumentar el número de 
			desgraciados. 
			 
			La institución de los éforos también es defectuosa. Aunque éstos 
			constituyen la primera y más poderosa de las magistraturas, todos 
			salen de las clases inferiores de los espartanos; y así ha resultado 
			que tan eminentes funciones han caído en manos de gente pobre que se 
			ha vendido a causa de su miseria. Pueden citarse muchos ejemplos 
			antiguos; pero lo que ha pasado en nuestros días, con ocasión de los 
			Andrias, lo prueba bastante. Algunos hombres ganados con dinero han 
			arruinado al Estado en cuanto han podido. El poder ilimitado y hasta 
			tiránico de los éforos ha precisado a los mismos reyes a hacerse 
			demagogos. La constitución recibió así un doble golpe, y la 
			aristocracia debió dejar su puesto a la democracia. Debe 
			reconocerse, sin embargo, que esta magistratura puede dar 
			estabilidad al gobierno. El pueblo permanece tranquilo cuando tiene 
			participación en la magistratura suprema; y este resultado, ya sea 
			el legislador el que lo produzca, ya sea obra del azar, no es menos 
			ventajoso para la ciudad. El Estado no puede encontrarse bien sino 
			cuando de común acuerdo los ciudadanos quieren su existencia y su 
			estabilidad. Pues esto es lo que sucede en Esparta; el reinado se da 
			por satisfecho con las atribuciones que le han concedido; la clase 
			superior lo está por los puestos que ocupa en el senado, la entrada 
			en el cual se obtiene como un premio a la virtud; y, en fin, lo está 
			el resto de los espartanos por la institución de los éforos, que 
			descansa en la elección general. 
			 
			Pero si era conveniente someter al sufragio general la elección de 
			los éforos, debió adoptarse un método menos pueril que el actual. 
			Por otra parte, como los éforos, no obstante proceder de las clases 
			más humildes, deciden soberanamente las cuestiones más importantes, 
			hubiera sido muy bueno no fiarse a su juicio arbitrario, y sí 
			someterlos a reglas estrictas y leyes positivas. En fin, las mismas 
			costumbres de los éforos no están en armonía con el espíritu de la 
			constitución, porque son muy relajadas, mientras que los demás 
			ciudadanos están sometidos a un régimen que podría tacharse más bien 
			de excesivamente severo, y al cual los éforos no tienen el valor de 
			someterse, y así eluden la ley entregándose en secreto a toda clase 
			de placeres. 
			 
			La institución del senado está también muy lejos de ser perfecta. 
			Compuesto de hombres de edad madura y cuya educación parece una 
			prenda de su mérito y virtud, debería creerse que esta asamblea era 
			una garantía para el Estado. Pero dejar a ciertos hombres durante 
			toda su vida la decisión de las causas importantes es base de una 
			institución cuya utilidad puede ponerse en duda, porque la 
			inteligencia tiene su ancianidad como el cuerpo, y el peligro es 
			tanto mayor cuanto que la educación de los senadores no ha impedido 
			que el mismo legislador desconfiara de su virtud. Se ha visto que 
			hombres revestidos con esta magistratura se han dejado corromper y 
			han sacrificado al favor los intereses del Estado; así que más 
			seguro habría sido no hacer irresponsables, como lo son en Esparta. 
			Sería un error pensar que la suprema inspección de los éforos 
			garantice la responsabilidad de todos los magistrados, porque es 
			conceder demasiado al poder de aquéllos, y no es, por otra parte, en 
			este sentido en el que nosotros deseamos la responsabilidad. Es 
			preciso añadir que la elección de los senadores es, en su forma, tan 
			pueril como la de los éforos, y no puede aprobarse que el ciudadano, 
			que es digno del desempeño de una función pública, se presente a 
			solicitarla en persona. Las magistraturas deben confiarse al mérito, 
			ya las acepte, ya las renuncie el que lo tenga. Pero en este punto 
			el legislador se ha guiado por el principio que resalta en toda su 
			constitución. Excitando la ambición de los ciudadanos es como se 
			procede a hacer la elección de los senadores, porque nunca se 
			solicita una magistratura sino por ambición; y sin embargo, los más 
			de los crímenes voluntarios que cometen los hombres no tienen otro 
			origen que la ambición y la codicia. 
			 
			En cuanto al reinado, en otra parte examinaré si es una institución 
			funesta o ventajosa para los Estados. Pero en verdad que la 
			organización que aquél ha recibido y conserva aún en Lacedemonia no 
			guarda proporción con la elección vitalicia de cada uno de los dos 
			reyes. El mismo legislador ha puesto en duda su virtud, y sus leyes 
			prueban que desconfiaba de su probidad. Y así los lacedemonios los 
			han obligado con frecuencia a ir a las expediciones militares 
			acompañados por enemigos personales; y la discordia de los dos reyes 
			la consideraban ellos como una salvaguardia del Estado. 
			 
			Las comidas comunes, que llaman ellos fidicias, han sido igualmente 
			mal organizadas por culpa de su fundador; pues los gastos deberían 
			correr a cargo del Estado, como en Creta. En Lacedemonia, por el 
			contrario, cada uno debe llevar la parte prescrita por la ley, por 
			más que la extrema pobreza de algunos ciudadanos no le permita hacer 
			ese gasto. La intención del legislador ha sido completamente 
			defraudada; quería hacer de las comidas comunes una institución 
			completamente popular, y gracias a la ley no es nada de esto. Los 
			más pobres no pueden tomar parte en estas comidas; y, sin embargo, 
			desde tiempo inmemorial, el derecho político sólo se adquiere 
			mediante esta condición, y la pierde todo el que no se halla en 
			situación de soportar esta carga. 
			 
			Con razón se ha criticado la ley relativa a los almirantes, porque 
			es un origen de disensiones, puesto que equivale a crear, al lado de 
			los reyes, que son generales vitalicios del ejército de tierra, otro 
			reinado casi tan poderoso como el suyo. 
			 
			Se puede hacer al sistema en conjunto del legislador el mismo cargo 
			que Platón le ha hecho en sus Leyes: el de tender exclusivamente a 
			desenvolver una sola virtud: el valor guerrero. No niego la utilidad 
			del valor para llegar a la dominación, pero Lacedemonia, que se ha 
			sostenido mientras ha hecho la guerra, ha perdido el poder por no 
			saber gozar de la paz y por no haberse dedicado a ejercicios más 
			elevados que los de los combates. Una falta no menos grave es que, 
			reconociendo que las conquistas deben ser el premio de la virtud y 
			no de la cobardía, idea ciertamente muy justa, los espartanos han 
			llegado a considerar a aquéllas como cosa superior a la virtud 
			misma, lo cual es mucho menos laudable. 
			 
			Todo lo relativo a las rentas públicas es muy defectuoso en el 
			gobierno de Esparta. El Estado, no obstante estar expuesto a 
			sostener guerras muy dispendiosas, no tiene tesoro; y, además, las 
			contribuciones públicas son poco menos que nulas, porque, como casi 
			todo el suelo pertenece a los espartanos, se apuran muy poco a hacer 
			efectivos los impuestos. El legislador se ha equivocado 
			completamente en lo relativo al interés general, al hacer al Estado 
			muy pobre y a los particulares desmesuradamente codiciosos. 
			 
			He aquí las principales observaciones críticas que pueden hacerse a 
			la constitución de Lacedemonia, y a las que ponemos aquí fin. 
			 
			Capítulo VII 
			 
			Examen de la constitución de Creta 
			 
			La constitución de Creta tiene muchos puntos de contacto con la de 
			Esparta. Aventaja a ésta en algunas cosas poco importantes; pero en 
			su conjunto es inferior a ella. La razón es muy sencilla: se 
			asegura, y es un hecho muy probable, que Lacedemonia tomó de Creta 
			casi todas sus leyes; y es sabido que las cosas antiguas son 
			ordinariamente menos perfectas que las que han venido más tarde. 
			Cuando Licurgo, después de haber estado bajo la tutela de Carilao, 
			comenzó a viajar, se dice que residió mucho tiempo en Creta, donde 
			se encontraba con un pueblo de la misma raza que el suyo; porque los 
			lictios eran una colonia de Lacedemonia que, al llegar a Creta, 
			adoptaron las instituciones de los primeros ocupantes, y todos los 
			siervos de la isla se rigen todavía por las mismas leyes de Minos, 
			que pasa por su primer legislador. 
			 
			Por su posición natural, la Creta parece llamada a dominar todos los 
			pueblos griegos, establecidos en su mayor parte en las orillas de 
			los mares en que se encuentra esta gran isla. Por una parte toca 
			casi con el Peloponeso y por otra con el Asia, hacia Tríope y la 
			isla de Rodas. Además, Minos alcanzó el imperio del mar y de todas 
			las islas inmediatas que conquistó o colonizó; y en fin, llevó sus 
			armas hasta la Sicilia, donde murió cerca de Camico. 
			 
			He aquí algunas de las analogías que hay entre la constitución de 
			los cretenses y la de los lacedemonios. Éstos obligan a cultivar sus 
			tierras a los ilotas, aquéllos a los siervos periecos; las comidas 
			en común están establecidas en ambos pueblos; y se debe añadir que 
			en otro tiempo se llamaban en Esparta, no fidicias, sino andrías, 
			como se llamaban en Creta, prueba evidente de que de allí procedían. 
			En cuanto al gobierno, los magistrados, llamados cosmos por los 
			cretenses, gozan de una autoridad igual a la de los éforos, con la 
			sola diferencia de que éstos son cinco y los cosmos diez. Los 
			gerontes, que constituyen en Creta el senado, son absolutamente los 
			mismos que los gerontes de Esparta. En un principio los cretenses 
			tenían el reinado, que quitaron más tarde; correspondiendo hoy el 
			mando de los ejércitos a los cosmos. En fin, todos los ciudadanos, 
			sin excepción, tienen voz en la asamblea pública, cuya soberanía 
			consiste únicamente en sancionar los decretos de los senadores y de 
			los cosmos, sin extenderse a más. 
			 
			La organización de las comidas en común está mejor dispuesta en 
			Creta que en Lacedemonia. En Esparta cada cual debe suministrar la 
			cuota que la ley señala, so pena de verse privado de sus derechos 
			políticos, como ya he dicho. En Creta, la institución se aproxima 
			mucho más a la mancomunidad. De los frutos que se recogen y de los 
			ganados que se crían, ya pertenezcan al Estado o ya provengan de los 
			tributos pagados por los siervos, se hacen dos partes, una destinada 
			al culto de los dioses y a los funcionarios públicos, y otra para 
			las comidas comunes, en las que son alimentados a expensas del 
			Estado hombres, mujeres y niños. 
			 
			Los propósitos del legislador son excelentes respecto de las 
			ventajas de la templanza y del aislamiento de las mujeres cuya 
			fecundidad teme; pero ha establecido el comercio de unos hombres con 
			otros; disposición cuyo valor, bueno o malo examinaremos más tarde, 
			pues aquí me limito a decir que la organización de las comidas 
			comunes en Creta es evidentemente superior a la de Lacedemonia. 
			 
			La institución de los cosmos es inferior, si es posible, a la de los 
			éforos; tiene todos sus vicios, puesto que los cosmos son también 
			gentes de un mérito muy vulgar. Pero no tiene en Creta las ventajas 
			que Esparta ha sabido sacar de esta institución. En Lacedemonia, la 
			prerrogativa que concede al pueblo esta suprema magistratura, 
			nombrada por sufragio universal, le obliga a amar la constitución; 
			en Creta, por lo contrario, los cosmos son tomados de ciertas 
			familias privilegiadas y no de la universalidad de los ciudadanos; 
			y, además, es preciso haber sido cosmo para entrar en el senado. 
			Esta última institución presenta los mismos defectos que en 
			Lacedemonia; la irresponsabilidad de estos puestos vitalicios 
			constituye un poder exorbitante; y aquí aparece también el 
			inconveniente de abandonar las decisiones judiciales al arbitrio de 
			los senadores, sin imponerles leyes escritas. La aquiescencia pasiva 
			del pueblo excluido de esta magistratura no prueba el mérito de la 
			constitución. Los cosmos no tienen como los éforos ocasión de 
			dejarse ganar; nadie va a su isla a comprarlos. 
			 
			Para remediar los vicios de su constitución, los cretenses han 
			imaginado un expediente que contradice todos los principios de 
			gobierno, y que es violento hasta el absurdo. Los cosmos se ven 
			muchas veces depuestos por sus propios colegas o por simples 
			ciudadanos que se sublevan contra ellos. Los cosmos tienen también 
			la facultad de abdicar cuando les parezca; lo cual debía someterse a 
			la ley más bien que al capricho individual, que no es ciertamente 
			una regla segura. Pero lo que es todavía más funesto para el Estado 
			es la suspensión absoluta de esta magistratura, cuando algunos 
			ciudadanos poderosos, que se unen al efecto, derriban a los cosmos 
			para sustraerse por este medio a los juicios de que están 
			amenazados. El resultado de todas estas perturbaciones es que la 
			Creta, a decir verdad, en lugar de tener un gobierno sólo tiene una 
			sombra de él; que la violencia es la única cosa que allí reina, y 
			que continuamente los facciosos llaman a las armas al pueblo y a sus 
			amigos, y, reconociendo a uno como jefe, provocan la guerra civil 
			para llevar a cabo una revolución. ¿En qué difiere un desorden 
			semejante del anonadamiento provisional de la constitución y de la 
			disolución absoluta de todo vínculo político? Un Estado perturbado 
			de esta manera es fácilmente presa del que quiera o pueda atacarlo. 
			Repito que sólo la situación aislada de la Creta ha podido hasta 
			ahora salvarla; este aislamiento ha hecho lo que no hicieron las 
			leyes, que, además, proscriben a los extranjeros, siendo esta la 
			causa de que mantengan los siervos en el deber, mientras que los 
			ilotas se sublevan continuamente. Los cretenses no han extendido su 
			poder en el exterior; y la guerra que los extranjeros han llevado 
			recientemente a la isla ha dejado ver la debilidad de sus 
			instituciones. 
			 
			No diré más sobre el gobierno de Creta. 
			 
			Capítulo VIII 
			 
			Examen de la constitución de Cartago 
			 
			Cartago goza, al parecer, todavía de una buena constitución, más 
			completa que la de otros Estados en muchos puntos y semejante en 
			ciertos conceptos a la de Lacedemonia. Estos tres gobiernos de 
			Creta, de Esparta y de Cartago tienen grandes relaciones entre sí, y 
			son muy superiores a todos los conocidos. Los cartagineses, en 
			particular, poseen instituciones excelentes, y lo que prueba el gran 
			mérito de su constitución es que, a pesar de la parte de poder que 
			concede al pueblo, nunca ha habido en Cartago cambios de gobierno, 
			y, lo que es más extraño, jamás ha conocido ni las revueltas ni la 
			tiranía. 
			 
			Citaré algunas de las analogías que hay entre Esparta y Cartago. Las 
			comidas en común de las sociedades políticas se parecen a las 
			fidicias lacedemonias: los Ciento Cuatro reemplazan a los éforos, 
			aunque la magistratura cartaginesa es preferible, en cuanto sus 
			miembros, en lugar de salir de las clases oscuras, se toman de entre 
			los hombres más virtuosos. Los reyes y el senado se parecen mucho en 
			las dos constituciones, pero Cartago, que es más prudente y no toma 
			sus reyes de una familia única, tampoco los toma de todas 
			indistintamente, y remite a la elección y no a la edad el que sea el 
			mérito el que ocupe el poder. Los reyes, que poseen una inmensa 
			autoridad, son muy peligros cuando son medianías, y en este concepto 
			en Lacedemonia han causado mucho mal. 
			 
			Las desviaciones de los principios señalados y criticados tantas 
			veces son comunes a todos los gobiernos que hasta ahora hemos 
			examinado. La constitución cartaginesa, como todas aquellas cuya 
			base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan pronto 
			del lado de la demagogia como del de la oligarquía: por ejemplo, el 
			reinado y el senado, cuando su dictamen es unánime, pueden decidir 
			ciertos negocios y sustraer otros al conocimiento del pueblo, que 
			sólo tiene derecho a decidir en caso de disentimiento. Pero cuando 
			este caso llega, puede no sólo hacer que los magistrados expongan 
			sus razones, sino también fallar como soberano, y cada ciudadano 
			puede tomar la palabra sobre el objeto puesto a discusión; 
			prerrogativa que no hay que buscar en otras constituciones. Por otra 
			parte, dar a las Pentarquías, encargadas de una multitud de asuntos 
			importantes, la facultad de constituirse por sí mismas; permitirles 
			nombrar la primera de todas las magistraturas, la de los Ciento; 
			concederles un ejercicio más amplio que el de todas las demás 
			funciones, puesto que los pentarcas, después de dejar el cargo o 
			siendo simples candidatos, son siempre igualmente poderosos; todas 
			estas son instituciones oligárquicas. De otro lado es una 
			institución aristocrática el desempeño de funciones gratuitas, sin 
			que en la designación haya intervenido la suerte; y la misma 
			tendencia advierto en algunas otras, como la de los jueces, que 
			fallan toda especie de causas, sin tener, como en Lacedemonia, 
			atribuciones especiales. 
			 
			Si el gobierno de Cartago degenera principalmente de aristocrático 
			en oligárquico, es preciso buscar la causa en una opinión allí 
			generalmente recibida. Creen que las funciones públicas deben 
			confiarse no sólo a los hombres distinguidos, sino también a la 
			riqueza, y que un ciudadano pobre no puede abandonar sus negocios y 
			regir con probidad los del Estado. Por consiguiente, si escoger en 
			vista de la riqueza es un principio oligárquico, y escoger según el 
			mérito es un principio aristocrático, el gobierno de Cartago 
			constituye una tercera combinación, puesto que tiene en cuenta a la 
			vez estas dos condiciones, sobre todo en la elección de los 
			magistrados supremos, de los reyes y de los generales. Esta 
			alteración del principio aristocrático es una falta cuyo origen se 
			remonta hasta el mismo legislador. Uno de sus primeros cuidados debe 
			ser desde el principio asegurar una vida desahogada a los ciudadanos 
			más distinguidos, y hacer de manera que la pobreza no pueda venir en 
			daño de la consideración que se les debe, ya como magistrados, ya 
			como simples particulares. Pero es preciso reconocer que si la 
			fortuna merece que se la tome en cuenta a causa del tiempo 
			desocupado que procura, no es menos peligroso hacer venales las 
			funciones más elevadas, como las de rey y de general. Una ley de 
			esta clase honra más al dinero que al mérito, e infiltra en el 
			corazón de toda la república el amor al oro. La opinión de los 
			primeros hombres del Estado constituye una regla para todos los 
			demás ciudadanos, siempre dispuestos a seguirlos. Ahora bien, 
			dondequiera que no es estimado el mérito sobre todo lo demás, no 
			puede existir constitución aristocrática verdaderamente sólida. Es 
			muy natural que los que han comprado sus cargos se habitúen a 
			indemnizarse cuando a fuerza de dinero han alcanzado el poder. Lo 
			absurdo es suponer que un pobre, pero que es hombre de bien, puede 
			querer enriquecerse, y que un hombre depravado, que ha pagado 
			caramente su empleo, no lo quiera. Las funciones públicas deben 
			confiarse a los más capaces, y el legislador, si se ha desentendido 
			de asegurar una fortuna a los ciudadanos distinguidos, podría, por 
			lo menos, garantizar un pasar decente a los magistrados. 
			 
			También puede censurarse la acumulación de varios empleos en una 
			misma persona, lo cual pasa en Cartago por un gran honor, porque un 
			hombre no puede dar cumplimiento a la vez más que a un solo 
			cometido. Es un deber del legislador establecer la división de 
			empleos y no exigir de un mismo individuo que sea músico y haga 
			zapatos. Cuando el Estado es algo extenso, es más conforme al 
			principio republicano y democrático hacer posible al mayor número de 
			ciudadanos al acceso a las magistraturas; porque entonces se 
			obtiene, como hemos dicho, la doble ventaja de que los negocios 
			administrativos en común se despachan mejor y más pronto. Puede 
			verse la verdad de esto en las operaciones de la guerra y en las de 
			la marina, donde cada hombre tiene, por decirlo así, un empleo 
			especial, ya le toque desde el obedecer o mandar. Cartago se salva 
			de los peligros de su gobierno oligárquico enriqueciendo 
			continuamente a una parte del pueblo, que envía a las colonias. Es 
			un medio de depurar y mantener el Estado; pero resulta entonces que 
			sólo debe su tranquilidad al azar, siendo así que al legislador es a 
			quien toca afianzarla. Así que, en caso de un revés, si la masa del 
			pueblo llega a sublevarse contra la autoridad, las leyes no 
			ofrecerán ni un solo recurso para dar al Estado la paz interior. 
			 
			Termino aquí el examen de las constituciones justamente renombradas 
			de Esparta, Creta y Cartago. 
			 
			Capítulo IX 
			 
			Consideraciones acerca de varios legisladores 
			 
			Entre los hombres que han publicado un sistema sobre la mejor 
			constitución los hay que jamás manejaron los negocios públicos, 
			habiendo sido simples particulares, y ya hemos citado todo lo que de 
			los mismos merecía alguna atención. Otros han sido legisladores, ya 
			en su propio país, ya en países extranjeros, y ellos mismos han 
			gobernado. Entre éstos, unos se han limitado a dictar leyes y otros 
			han fundado también Estados. Licurgo y Solón, por ejemplo, ambos 
			dictaron leyes y fundaron gobiernos. 
			 
			Ya hemos examinado la constitución de Lacedemonia. En cuanto a 
			Solón, es un gran legislador a los ojos de los que le atribuyen 
			haber destruido la omnipotencia de la oligarquía, haber puesto fin a 
			la esclavitud del pueblo y haber constituido la democracia nacional 
			mediante un debido equilibrio de instituciones, que son oligárquicas 
			en lo relativo al senado del areópago, aristocráticas en punto a la 
			elección de los magistrados, y democráticas en lo referente a la 
			organización de los tribunales. Pero también es cierto que Solón 
			conservó en la misma forma que los encontró el senado del areópago y 
			el principio de elección para los magistrados, y lo único que hizo 
			fue crear el poder del pueblo, abriendo el camino de las funciones 
			judiciales a todos los ciudadanos. En este sentido se le echa en 
			cara el haber destruido el poder del senado y el de los magistrados 
			elegidos, haciendo la judicatura, designada por la suerte, dueña y 
			soberana del Estado. Una vez establecida esta ley, las adulaciones 
			de que era objeto el pueblo, como si fuera un verdadero tirano, 
			dieron origen a que se pusiera al frente de los negocios la 
			democracia tal como reina en nuestros días. Efialto mermó las 
			atribuciones del areópago, y lo mismo hizo también Pericles, que 
			llegó hasta fijar un salario a los jueces; y siguiendo el ejemplo de 
			ambos, cada demagogo ensalzó la democracia más y más, hasta el punto 
			en que la vemos hoy. Pero no es de creer que haya sido esta la 
			primera intención de Solón, pues estos caminos sucesivos han sido 
			más bien accidentales. Y así, el pueblo, orgulloso por haber 
			conseguido la victoria naval en la guerra Médica, descartó de las 
			funciones públicas a los hombres virtuosos, para poner los negocios 
			del Estado en manos de demagogos corruptos. Solón sólo había 
			concedido al pueblo la parte indispensable del poder, es decir, la 
			elección de los magistrados y el derecho de obligarles a que le 
			dieran cuenta de su conducta, porque sin estas dos prerrogativas el 
			pueblo es esclavo u hostil. Pero todas las magistraturas fueron 
			dadas por Solón a los ciudadanos distinguidos y a los ricos 
			poseedores de quinientos modios de renta, a los zeugitas y a la 
			tercera clase, compuesta de caballeros; la cuarta, que era la de los 
			mercenarios, no tenía acceso a ningún cargo público. 
			 
			Zaleuco dio leyes a los locrios apizefirios; y Carondas de Catania, 
			a su ciudad natal y a todas las colonias que fundó Calcis en Italia 
			y en Sicilia. A estos dos nombres, algunos autores añaden el de 
			Onomácrito, el primero, según ellos, que estudió la legislación con 
			fruto. Aunque Locrio había estudiado la legislación de Creta, adonde 
			había ido para aprender el arte de los adivinos. Se añade que fue 
			amigo de Tales, de quien fueron discípulos Licurgo y Zaleuco, así 
			como Carondas lo fue de Zaleuco; mas para hacer todas estas 
			aserciones, es preciso confundir de un modo muy extraño los tiempos. 
			 
			Filolao de Corinto, que fue el legislador de Tebas, era de la 
			familia de los Baquíades, y cuando Diocles, el vencedor en los 
			juegos olímpicos, de quien era amante, se vio precisado a huir de su 
			patria para sustraerse a la pasión incestuosa de su madre Alcione, 
			Filolao se retiró a Tebas, donde ambos terminaron sus días. Todavía 
			hoy se encuentran allí sus sepulcros, el uno frente al otro, 
			viéndose desde el uno el territorio de Corinto, y no desde el otro. 
			Si hemos de creer la tradición, los mismos Diocles y Filolao lo 
			ordenaron así en sus testamentos; el primero, resentido a causa de 
			su destierro, no quiso que desde su tumba se pudiera ver la llanura 
			de Corinto; y el segundo, por lo contrario, lo deseó. Tal es la 
			historia de su residencia en Tebas. Entre las leyes que Filolao dio 
			a esta ciudad, citaré las que conciernen a los nacimientos, y que 
			aún se llaman leyes fundamentales. Lo verdaderamente peculiar de 
			este legislador es el haber ordenado que el número de pertenencias 
			fuese siempre inmutable. 
			 
			En cuanto a Carondas, lo único digno de especial mención es su ley 
			contra los testigos falsos, siendo el primero que se ocupó de esta 
			clase de delitos; pero en razón de la precisión y claridad de sus 
			leyes, supera hasta a los legisladores de nuestros días. La igualdad 
			de fortunas es el principio que desenvolvió particularmente Faleas. 
			Los principios especiales de Platón son la comunidad de mujeres y de 
			hijos, la de los bienes y las comidas en común de las mujeres. En 
			sus obras es de notar también la ley contra la embriaguez; la que 
			confiere a los hombres sobrios la presidencia de los banquetes; la 
			que en la educación militar prescribe el ejercicio simultáneo de 
			ambas manos, para que no resulte una inútil y puedan utilizarse las 
			dos. Dracón también hizo leyes, pero fue para un gobierno ya 
			constituido, y nada tienen de particular ni de memorables como no 
			sea un rigor excesivo y la gravedad de las penas. Pítaco hizo leyes, 
			pero no fundó gobierno, y la disposición peculiar de él es la de 
			castigar con doble pena las faltas cometidas durante la embriaguez. 
			Como los delitos son más frecuentes en este estado que el de sano 
			juicio, consultó en esto más la utilidad general de la represión que 
			la indulgencia a que es acreedor un hombre ebrio. Andródamas de 
			Regio, legislador de Calcis, en Tracia, dictó leyes sobre el 
			asesinato y sobre las hijas que son herederas únicas; sin embargo, 
			no puede citarse de él ninguna institución que le pertenezca en 
			propiedad. 
			 
			Tales son las consideraciones que nos ha sugerido el examen de las 
			constituciones existentes y de las que han imaginado algunos 
			escritores. 
			 
			Fin del Libro 2  |