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			 Capítulo I 
			 
			Del Estado y del ciudadano 
			 
			Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de 
			gobiernos, la primera cuestión que ocurre es saber qué se entiende 
			por Estado. En el lenguaje común esta palabra es muy equívoca, y el 
			acto que, según unos, emana del Estado, otros le consideran como el 
			acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el 
			político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado 
			en todos sus trabajos; y el gobierno no es más que cierta 
			organización impuesta a todos los miembros del Estado. Pero siendo 
			el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de 
			muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente 
			imprescindible indagar, ante todo, qué es el ciudadano, puesto que 
			los ciudadanos en más o menos número son los elementos mismos del 
			Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre 
			de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida 
			muchas veces y sobre la que las opiniones no son unánimes, 
			teniéndose por ciudadano en la democracia uno que muchas veces no lo 
			es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la discusión a 
			aquellos ciudadanos que lo son sólo en virtud de un título 
			accidental, como los que se declaran tales por medio de un decreto. 
			 
			No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo 
			mismo pertenece a los extranjeros domiciliados y a los esclavos. 
			Tampoco es uno ciudadano por el simple derecho de presentarse ante 
			los tribunales como demandante o como demandado, porque este derecho 
			puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y 
			el derecho de entablar una acción jurídica pueden, por tanto, 
			tenerlos las personas que no son ciudadanos. A lo más, lo que se 
			hace en algunos Estados es limitar el goce de este derecho respecto 
			de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así 
			una restricción al derecho que se les concede. Los jóvenes que no 
			han llegado aún a la edad de la inscripción cívica, y los ancianos 
			que han sido ya borrados de ella se encuentran en una posición casi 
			análoga: unos y otros son, ciertamente, ciudadanos, pero no se les 
			puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de 
			los primeros, que son ciudadanos incompletos, y respecto de los 
			segundos, que son ciudadanos jubilados. Empléese, si se quiere, 
			cualquier otra expresión; las palabras importan poco, puesto que se 
			concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de 
			encontrar es la idea absoluta del ciudadano, exenta de todas las 
			imperfecciones que acabamos de señalar. Respecto a los ciudadanos 
			declarados infames y a los desterrados, ocurren las mismas 
			dificultades y procede la misma solución. 
			 
			El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce 
			de las funciones de juez y de magistrado. Por otra parte, las 
			magistraturas pueden ser ya temporales, de modo que no pueden ser 
			desempeñadas dos veces por un mismo individuo o limitadas en virtud 
			de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la 
			de juez y la de miembro de la asamblea pública. Quizá se niegue que 
			estas sean verdaderas magistraturas y que confieran poder alguno a 
			los individuos que las desempeñen, pero sería cosa muy singular no 
			reconocer ningún poder precisamente en aquellos que ejercen la 
			soberanía. Por lo demás, doy a esto muy poca importancia, porque es 
			más bien cuestión de palabras. El lenguaje no tiene un término único 
			que nos dé la idea de juez y de miembro de la asamblea pública, y 
			con objeto de precisar esta idea adopto la palabra magistratura en 
			general y llamo ciudadanos a todos los que gozan de ella. Esta 
			definición del ciudadano se aplica mejor que ninguna otra a aquellos 
			a quienes se da ordinariamente este nombre. 
			 
			Sin embargo, es preciso no perder de vista que en toda serie de 
			objetos en que éstos son específicamente desemejantes puede suceder 
			que sea uno primero, otro segundo, y así sucesivamente, y que, a 
			pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de comunidad 
			por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo 
			indirecta. En igual forma, las constituciones se nos presentan 
			diversas en sus especies, éstas en último lugar, aquéllas en el 
			primero; puesto que es imprescindible colocar las constituciones 
			falseadas y corruptas detrás de las que han conservado toda su 
			pureza. Más adelante diré lo que entiendo por constitución corrupta. 
			Entonces el ciudadano varía necesariamente de una constitución a 
			otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente 
			el ciudadano de la democracia. Esto no quiere decir que no pueda ser 
			ciudadano en cualquier otro régimen, pero no lo será necesariamente. 
			En algunas constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una 
			asamblea pública encontramos un senado, y las funciones de los 
			jueces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede en 
			Lacedemonia, donde los éforos se reparten todos los negocios 
			civiles, donde los gerontes conocen en lo relativo a homicidios, y 
			donde otras causas pueden pasar a diferentes tribunales; y como en 
			Cartago, donde algunos magistrados tienen el privilegio exclusivo de 
			entender en todos los juicios. 
			 
			Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este 
			sentido. Fuera de la democracia, no existe el derecho común 
			ilimitado de ser miembro de la asamblea pública y juez. Por lo 
			contrario, los poderes son completamente especiales; porque se puede 
			extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de 
			ellas la facultad de deliberar sobre los negocios del Estado y de 
			entender en los juicios; y esta misma facultad puede aplicarse a 
			todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego, evidentemente, es 
			ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en 
			el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el 
			Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una 
			masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso para 
			satisfacer las necesidades de la existencia. 
			 
			En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre 
			ciudadano y de madre ciudadana, no bastando una sola de estas 
			condiciones. Algunos son más exigentes y quieren que tengan este 
			requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta 
			definición, que se cree tan sencilla como republicana, nace otra 
			dificultad: la de saber si este tercero o cuarto ascendiente es 
			ciudadano. 
			 
			Así Gorgias de Leoncio, ya por no saber qué decir o ya por burla, 
			pretendía que los ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios 
			que no tenían otro oficio que este y que fabricaban larisios como un 
			alfarero hace pucheros. Para nosotros, la cuestión habría sido muy 
			sencilla; serían ciudadanos si gozaban de los derechos enunciados en 
			nuestra definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de 
			una madre ciudadana es una condición que no se puede razonablemente 
			exigir a los primeros habitantes, a los fundadores de la ciudad. 
			 
			Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han 
			sido declarados ciudadanos a consecuencia de una revolución, como lo 
			hizo Clístenes después de la expulsión de los tiranos de Atenas, 
			introduciendo de tropel en las tribus a los extranjeros y a los 
			esclavos domiciliados. Respecto de éstos, la verdadera cuestión está 
			en saber no si son ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente. 
			Es cierto que aun en este concepto podría preguntarse si uno es 
			ciudadano cuando lo es injustamente, equivaliendo en este caso la 
			injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder que vemos 
			todos los días ciudadanos injustamente elevados al ejercicio de las 
			funciones públicas, y no por eso son menos magistrados a nuestros 
			ojos, por más que no lo sean justamente. El ciudadano, para 
			nosotros, es un individuo revestido de cierto poder, y basta, por 
			tanto, gozar de este poder para ser ciudadano, como ya hemos dicho, 
			y en este concepto los ciudadanos hechos tales por Clístenes lo 
			fueron positivamente. 
			 
			En cuanto a la cuestión de justicia o de injusticia, se relaciona 
			con la que habíamos suscitado en primer término: ¿tal acto ha 
			emanado del Estado o no ha emanado? Este punto es dudoso en muchos 
			casos. Y así, cuando la democracia sucede a la oligarquía o a la 
			tiranía, muchos creen que se deben dejar de cumplir los tratados 
			existentes, contraídos, según dicen, no por el Estado, sino por el 
			tirano. No hay necesidad de citar otros muchos razonamientos del 
			mismo género, fundados todos en el principio de que el gobierno no 
			ha sido otra cosa que un hecho de violencia sin ninguna relación con 
			la utilidad general. Si la democracia, por su parte, ha contraído 
			compromisos, sus actos son tan actos del Estado como los de la 
			oligarquía y de la tiranía. Aquí la verdadera dificultad consiste en 
			determinar en qué casos se debe sostener que el Estado es el mismo, 
			y en cuáles que no es el mismo, sino que ha cambiado por completo. 
			Se mira muy superficialmente la cuestión cuando nos fijamos sólo en 
			el lugar y en los individuos, porque puede suceder que el Estado 
			tenga su capital aislado y sus miembros diseminados, residiendo unos 
			en un paraje y otros en otro. La cuestión, considerada de este modo, 
			sería de fácil solución, y las diversas acepciones de la palabra 
			ciudad bastan sin dificultad para resolverla. Mas, ¿cómo se 
			reconocerá la identidad de la ciudad, cuando el mismo lugar subsiste 
			ocupado constantemente por los habitantes? No son las murallas las 
			que constituyen esta unidad; porque sería posible cerrar con una 
			muralla continua todo el Peloponeso. Hemos conocido ciudades de 
			dimensiones tan vastas que parecían más bien una nación que una 
			ciudad; por ejemplo, Babilonia, uno de cuyos barrios no supo que la 
			había tomado el enemigo hasta tres días después. Por lo demás, en 
			otra parte tendremos ocasión de tratar con provecho esta cuestión; 
			la extensión de la ciudad es una cosa que el hombre político no debe 
			despreciar, así como debe informarse de las ventajas de que haya una 
			sola ciudad o muchas en el Estado. 
			 
			Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los 
			mismos individuos. Entonces, ¿es posible sostener, en tanto que la 
			raza de los habitantes sea la misma, que el Estado es idéntico, a 
			pesar de la continua alternativa de muertes y de nacimientos, lo 
			mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por 
			más que sus ondas se renueven y corran perpetuamente? ¿o más bien 
			debe decirse que sólo los hombres subsisten y que el Estado cambia? 
			Si el Estado es efectivamente una especie de asociación; si es una 
			asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución, 
			mudando esta constitución y modificándose en su forma, se sigue 
			necesariamente, al parecer, que el Estado no queda idéntico; es como 
			el coro que, al tener lugar sucesivamente en la comedia y en la 
			tragedia, cambia para nosotros, por más que se componga de los 
			mismos cantores. Esta observación se aplica igualmente a toda 
			asociación, a todo sistema que se supone cambiado cuando la especie 
			de combinación cambia también, sucede lo que con la armonía, en la 
			que los mismos sonidos pueden dar lugar, ya al tono dórico, ya al 
			tono frigio. Si esto es cierto, a la constitución es a la que debe 
			atenderse para resolver sobre la identidad del Estado. Puede 
			suceder, por otra parte, que reciba una denominación diferente, 
			subsistiendo los mismos individuos que le componen, o que conserve 
			su primera denominación a pesar del cambio radical de sus 
			individuos. 
			 
			Cuestión distinta es la de averiguar si conviene, a seguida de una 
			revolución, cumplir los compromisos contraídos o romperlos. 
			 
			Capítulo II 
			 
			Continuación del mismo asunto 
			 
			La cuestión que viene después de la anterior es la de saber si hay 
			identidad entre la virtud del individuo privado y la virtud del 
			ciudadano, o si difieren una de otra. Para proceder debidamente en 
			esta indagación, es preciso, ante todo, nos formemos idea de la 
			virtud del ciudadano. 
			 
			El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A 
			bordo, aunque cada cual tenga un empleo diferente, siendo uno 
			remero, otro piloto, éste segundo, aquél el encargado de tal o de 
			cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que 
			constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno 
			de ellos, todos, sin embargo, concurren a un fin común, es decir, a 
			la salvación de la tripulación, que todos tratan de asegurar, y a 
			que todos aspiran igualmente. Los miembros de la ciudad se parecen 
			exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus 
			destinos, la prosperidad de la asociación es su obra común, y la 
			asociación en este caso es el Estado. La virtud del ciudadano, por 
			tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero como el Estado 
			reviste muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su 
			perfección no puede ser una; la virtud, que constituye al hombre de 
			bien, por el contrario, es una y absoluta. De aquí, como conclusión 
			evidente, que la virtud del ciudadano puede ser distinta de la del 
			hombre privado. 
			 
			También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista 
			diferente, que se relaciona con la indagación de la república 
			perfecta. En efecto, si es imposible que el Estado cuente entre sus 
			miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo, 
			llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo 
			cual supone siempre alguna virtud, como es no menos imposible que 
			todos los ciudadanos obren idénticamente, desde este momento es 
			preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud 
			política y la virtud privada. En la república perfecta, la virtud 
			cívica deben tenerla todos, puesto que es condición indispensable de 
			la perfección de la ciudad; pero no es posible que todos ellos 
			posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en esta 
			ciudad modelo que todos los ciudadanos han de ser necesariamente 
			hombres de bien. Más aún: el Estado se forma de elementos 
			desemejantes, y así como el ser vivo se compone esencialmente de un 
			alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto; la familia, 
			del marido y de la mujer; la propiedad del dueño y del esclavo, en 
			igual forma todos aquellos elementos se encuentran en el Estado 
			acompañados también de otros no menos heterogéneos, lo cual impide 
			necesariamente que haya unidad de virtud en todos los ciudadanos, 
			así como no puede haber unidad de empleo en los coros, en los cuales 
			uno es corifeo y otro bailarín de comparsa. 
			 
			Es, por tanto, muy cierto que la virtud del ciudadano y la virtud 
			tomada en general no son absolutamente idénticas. 
			 
			Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del buen 
			ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado 
			digno del mando que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil: 
			porque la habilidad no es menos necesaria que la virtud para el 
			hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los 
			hombres destinados a ejercer el poder una educación especial; y 
			realmente vemos a los hijos de los reyes aprender particularmente la 
			equitación y la política. Eurípides mismo, cuando dice: 
			 
			"Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado," 
			 
			parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del 
			buen magistrado es idéntica a la del hombre de bien, y si se 
			permanece siendo ciudadano en el acto mismo de obedecer a un 
			superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser entonces 
			absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la 
			virtud de cierto y determinado ciudadano, puesto que la virtud de 
			los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna; 
			y este era, sin duda, el pensamiento de Jasón cuando decía: "Que se 
			moriría de miseria si cesara de reinar, puesto que no había 
			aprendido a vivir como simple particular." No se estima como menos 
			elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar; y en esta 
			doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace 
			consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el 
			mando debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y 
			el saber mandar son condiciones indispensables en el ciudadano, no 
			se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas 
			absolutamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero, 
			que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas 
			cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de 
			saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He 
			aquí cómo se prueban estas dos aserciones. 
			 
			Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, 
			sólo es relativo a las necesidades indispensables de la vida; no 
			exige que el mismo ser que manda sea capaz de trabajar. Más bien 
			exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás toca al 
			esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar 
			todo el servicio doméstico. Las especies de esclavos son tan 
			numerosas como lo son los diversos oficios; y podrían muy bien 
			comprenderse en ellos los artesanos, que viven del trabajo de sus 
			manos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los 
			obreros de las profesiones mecánicas; y he aquí por qué en algunos 
			Estados han sido excluidos los obreros de las funciones públicas, 
			las cuales no han podido obtener sino en medio de los excesos de la 
			democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni 
			el buen ciudadano, tienen necesidad de saber todos estos trabajos, 
			como los saben los hombres destinados a la obediencia, a no ser 
			cuando de ello les resulte una utilidad personal. En el Estado no se 
			trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, 
			que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta 
			es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro 
			magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a 
			mandar un cuerpo de caballería siendo simple soldado; a ser general, 
			ejecutando las órdenes de un general; a conducir una falange, un 
			batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquélla. En este 
			sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y 
			verdadera escuela del mando es la obediencia. 
			 
			No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión 
			son muy diversos, bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la 
			ciencia y la fuerza de la obediencia y del mando, consistiendo su 
			virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder 
			que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el 
			hombre de bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando 
			son distintas de la ciencia y la equidad respecto de la obediencia, 
			puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mismo que 
			obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, 
			no pueden ser constantemente las mismas, sino que deben variar de 
			especie, según que obedezca o que mande. Del mismo modo, el valor y 
			la prudencia difieren completamente de la mujer al hombre. Un hombre 
			parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y 
			una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la 
			que muestra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así 
			también en la familia, las funciones del hombre y las de la mujer 
			son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél en adquirir, y el 
			de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando 
			es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que 
			obedecen y de los que mandan. La prudencia no es virtud del súbdito; 
			la virtud propia de éste es una justa confianza en su jefe; el 
			ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciudadano 
			que manda es como el artista que debe servirse del instrumento. 
			 
			Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la 
			virtud política y la virtud privada son idénticas o diferentes, en 
			qué se confunden y en qué se separan una de otra. 
			 
			Capítulo III 
			 
			Conclusión del asunto anterior 
			 
			Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es 
			uno realmente ciudadano sino en tanto que pueda entrar a participar 
			del poder público, o debe comprenderse a los artesanos entre los 
			ciudadanos? Si se da este título también a individuos excluidos del 
			poder público, entonces el ciudadano no tiene, en general, la virtud 
			y el carácter que nosotros le hemos asignado, puesto que de un 
			artesano se hace un ciudadano. Pero si se niega este título a los 
			artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No pertenecen, 
			ciertamente, ni a la clase de extranjeros, ni a la de los 
			domiciliados. Puede decirse, en verdad, que en esto no hay nada de 
			particular, puesto que ni los esclavos ni los libertos pertenecen 
			tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero, ciertamente, 
			no se debe elevar a la categoría de ciudadanos a todos los 
			individuos de que el Estado tenga necesidad. Y así, los niños no son 
			ciudadanos como los hombres; éstos lo son de una manera absoluta, 
			aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda, pero 
			imperfectos. En otro tiempo, en algunos Estados, todos los artesanos 
			eran esclavos o extranjeros; y en la mayor parte de aquéllos sucede 
			hoy lo mismo. Pero una constitución perfecta no admitiría nunca al 
			artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que el artesano sea 
			también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal como la 
			hemos definido, debe entenderse con relación, no a todos los hombres 
			de la ciudad, ni aun a todos los que tienen solamente la cualidad de 
			libre, sino tan sólo respecto de aquellos que no tienen que trabajar 
			necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las cosas 
			indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para el público 
			es ser obrero y mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna 
			atención para que la cuestión sea perfectamente clara una vez que se 
			la presenta en esta forma. En efecto, siendo diversas las 
			constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo han de ser 
			tanto como aquéllas; y esto es cierto sobre todo con relación al 
			ciudadano considerado como súbdito. Por consiguiente, en una 
			constitución, el obrero y el mercenario serán de toda necesidad 
			ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera; 
			por ejemplo, en el Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el 
			cual el honor de desempeñar las funciones públicas está reservado a 
			la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de la virtud 
			es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las 
			oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano, porque el acceso 
			a las magistraturas sólo está abierto a los que figuran a la cabeza 
			del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto que los más 
			de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda 
			función al que diez años antes no había cesado de ejercer el 
			comercio. Casi todos los gobiernos han declarado ciudadanos a 
			hombres extranjeros; y en algunas democracias el derecho político 
			puede adquirirse por la línea materna. Así también, generalmente, se 
			han dictado leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha 
			nacido de la escasez de verdaderos ciudadanos, y todas estas leyes 
			no tienen otro origen que la falta de hombres. Cuando, por el 
			contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar, los 
			ciudadanos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son 
			ciudadanos sólo por la línea materna, y, en fin, sólo se admiten 
			aquellos cuyo padre y cuya madre eran ciudadanos. 
			 
			Hay, por tanto, indudablemente, diversas especies de ciudadanos, y 
			sólo lo es plenamente el que tiene participación en los poderes 
			públicos. Si Homero pone en boca de Aquiles estas palabras: 
			 
			"¡Yo, tratado como un vil extranjero!," 
			 
			es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad cuando no participa 
			de las funciones públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar 
			estas diferencias políticas, se hace únicamente al intento de 
			halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domicilio. 
			 
			Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del 
			hombre de bien y la virtud del ciudadano son idénticas, y en qué 
			difieren; hemos hecho ver que en un Estado el ciudadano y el hombre 
			virtuoso no son más que uno; que en otro se separan; y, en fin, que 
			no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al 
			hombre político, que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o 
			colectivamente, de los intereses comunes. 
			 
			Capítulo IV 
			 
			División de los gobiernos y de las constituciones 
			 
			Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es 
			la siguiente: ¿Hay una o muchas constituciones políticas? Si existen 
			muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su número y sus diferencias? La 
			constitución es la que determina con relación al Estado la 
			organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la 
			soberana, y el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno; 
			el gobierno es, pues, la constitución misma. Me explicaré: en las 
			democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las 
			oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los 
			ricos; y así se dice que las constituciones de la democracia y de la 
			oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones 
			podemos hacer respecto de todas las demás. 
			 
			Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al 
			Estado, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los 
			poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los 
			que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo 
			hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la 
			autoridad del señor, que el hombre es por naturaleza sociable, con 
			lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de 
			auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide 
			que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y 
			por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar 
			que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el fin de todos en 
			general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, 
			aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la 
			vida es, sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun 
			cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la 
			vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de 
			males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. 
			Ved, en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de 
			los hombres por el simple amor de la vida; la naturaleza parece 
			haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables. 
			 
			Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos géneros de poder 
			de que queremos hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de 
			discusión de nuestras obras exotéricas. Bien que el interés del 
			señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente 
			la voz de la naturaleza la que le asigna a aquéllos el puesto que 
			ambos deben ocupar, el poder del señor tiene, sin embargo, por 
			objeto directo la utilidad del dueño mismo, y por fin accidental la 
			ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder 
			del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, 
			sobre la mujer, sobre la familia entera, poder que hemos llamado 
			doméstico, tiene por objeto el interés de los administrados, o, si 
			se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun 
			cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los 
			administrados puede, según sucede en muchas artes, como en la 
			medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en ventaja del 
			que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los 
			jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de 
			los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto 
			es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega el caso de 
			que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja 
			común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como 
			discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes 
			políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos, que son 
			todos semejantes, constituye la base de aquéllos, todos tienen el 
			derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos 
			consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente 
			legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus 
			intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de 
			aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder y la 
			administración de los intereses generales inspiran a todos los 
			hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la 
			continuidad en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una 
			enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codiciosos en 
			retener la autoridad una vez que disfrutan de ella. 
			 
			Luego, evidentemente, todas las constituciones hechas en vista del 
			interés general son puras porque practican rigurosamente la 
			justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal 
			de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una 
			corrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder 
			del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que 
			una asociación de hombres libres. 
			 
			Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar 
			el número y la naturaleza de las constituciones. Nos ocuparemos 
			primero de las constituciones puras; y una vez fijadas éstas, será 
			fácil reconocer las constituciones corruptas. 
			 
			Capítulo V 
			 
			División de los gobiernos 
			 
			Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el 
			gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el 
			señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los 
			ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la mayoría, 
			gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura 
			necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno 
			sólo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución 
			se desvía del camino trazado por su fin, puesto que, una de dos 
			cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente 
			ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el 
			provecho común. 
			 
			Cuando la monarquía o gobierno de uno sólo tiene por objeto el 
			interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma 
			condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a 
			un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, 
			ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque 
			el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los 
			asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del 
			interés general, el gobierno recibe como denominación especial la 
			genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas 
			diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior 
			puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una 
			mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se 
			exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en 
			las masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la 
			parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen 
			armas son en él ciudadanos. 
			 
			Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del 
			reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, 
			que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo 
			tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene 
			en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, 
			el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés 
			general. 
			 
			Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la 
			naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos; porque la 
			materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas 
			filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho 
			práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte 
			se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, 
			sino mostrarlos todos en su verdadera luz. 
			 
			La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno sólo, que 
			reina como señor sobre la asociación política; la oligarquía es el 
			predominio político de los ricos; y la demagogia, por el contrario, 
			el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una 
			objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña 
			del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se 
			llama demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los 
			pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin 
			embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus 
			fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las 
			definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta 
			dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de 
			miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el 
			gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, 
			y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en 
			mayoría, son los señores. Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de 
			constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la 
			mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y 
			otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de 
			comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero 
			la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de 
			la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las 
			oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos 
			constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen 
			dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba 
			no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la 
			democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y 
			dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o 
			minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los 
			pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que 
			generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la 
			riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las 
			causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres. 
			 
			Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la 
			oligarquía y a la demagogia, y lo que se llama derecho en una y en 
			otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy 
			verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no 
			es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. 
			Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para 
			todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con 
			la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de 
			todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace 
			abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un 
			juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y 
			partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho 
			limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a 
			las personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad 
			cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando 
			se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, 
			lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno interesado 
			en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del 
			derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado, 
			superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen 
			superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, 
			por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se 
			olvida lo capital. 
			 
			Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la 
			riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en 
			proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la 
			oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería 
			equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una 
			tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya 
			se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones 
			sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la 
			existencia material de todos los asociados, sino también su 
			felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre 
			esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no 
			forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre 
			albedrío. La asociación política no tiene tampoco por único objeto 
			la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus 
			relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente 
			hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos 
			los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser 
			considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus 
			convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, 
			sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, 
			no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados 
			separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus 
			aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los 
			comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver 
			recíprocamente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción 
			política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que 
			sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer 
			cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que 
			no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación 
			política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos 
			lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la 
			ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el 
			sofista Licofrón, "otra cosa que una garantía de los derechos 
			individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia 
			personales de los ciudadanos". La prueba de esto es bien sencilla. 
			Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y enciérrense 
			dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no 
			por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, 
			aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído 
			entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial 
			de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres 
			que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin 
			embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen 
			leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las 
			relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros 
			labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por 
			ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios 
			diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá 
			todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en 
			este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que 
			sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el 
			Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra 
			la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de 
			la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos 
			aislados. Luego, evidentemente, la ciudad no consiste en la 
			comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos 
			individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas 
			condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad 
			exista; pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe 
			todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, 
			para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, 
			para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma. 
			 
			Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de 
			domicilio y sin el auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha 
			dado lugar en los Estados a las alianzas de familia, a las fratrias, 
			a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se reúnen los 
			ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la 
			benevolencia, sentimiento que arrastra al hombre a preferir la vida 
			común; y siendo el fin del Estado el bienestar de los ciudadanos, 
			todas estas instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no 
			es más que una asociación en la que las familias reunidas por 
			barrios deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las 
			comodidades de la existencia; es decir, una vida virtuosa y feliz. Y 
			así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y 
			la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común. Los que 
			contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en 
			el Estado una parte mayor que los que, iguales o superiores por la 
			libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud 
			política; y mayor también que la que corresponda a aquellos que, 
			superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos, sin embargo, en 
			mérito. 
			 
			Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los 
			ricos y los pobres opiniones tan opuestas sobre el poder, no han 
			encontrado ni unos ni otros más que una parte de la verdad y de la 
			justicia. 
			 
			Capítulo VI 
			 
			De la soberanía 
			 
			Es un gran problema el saber a quién corresponde la soberanía en el 
			Estado. No puede menos de pertenecer o a la multitud, o a los ricos, 
			o a los hombres de bien, o a un solo individuo que sea superior por 
			sus talentos, o a un tirano. Pero, al parecer, por todos lados hay 
			dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, porque están en mayoría, podrán 
			repartirse los bienes de los ricos y esto no será una injusticia, 
			porque el soberano de derecho propio haya decidido que no lo es? 
			¡Horrible iniquidad! y cuando todo se haya repartido, si una segunda 
			mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, el Estado, 
			evidentemente, perecerá. Pero la virtud no destruye aquello en que 
			reside; la justicia no es una ponzoña para el Estado. Este 
			pretendido derecho no puede ser, ciertamente, otra cosa que una 
			patente injusticia. 
			 
			Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será 
			necesariamente justo; empleará la violencia, porque será más fuerte, 
			del mismo modo que los pobres lo eran respecto de los ricos. 
			¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si 
			se conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud 
			y la despojan, ¿esta expoliación será justa? Entonces también se 
			tendrá por justo lo que hacen los primeros. 
			 
			Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e 
			iniquidades. 
			 
			¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los 
			negocios en manos de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a 
			envilecerse a todas las demás clases, que quedan excluidas de las 
			funciones públicas; el desempeño de éstas es un verdadero honor, y 
			la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja 
			necesariamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre 
			solo, a un hombre superior? Pero esto es exagerar el principio 
			oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas una mayoría más 
			considerable aún. Además se cometería una falta grave si se 
			sustituyera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo, 
			siempre sometido a las mil pasiones que agitan a toda alma humana. 
			Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya 
			democrática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De ninguna 
			manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar subsistirán 
			siempre. 
			 
			En otra parte volveremos a tratar este punto. 
			 
			Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres 
			distinguidos, que están siempre en minoría, puede parecer una 
			solución equitativa y verdadera de la cuestión, aunque aún no 
			resuelva todas las dificultades. Puede, en efecto, admitirse que la 
			mayoría, cuyos miembros tomados separadamente no son hombres 
			notables, está, sin embargo, por cima de los hombres superiores, si 
			no individualmente, por lo menos en masa, a la manera que una comida 
			a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a sus 
			solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de 
			virtud y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así, 
			un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un 
			carácter moral y una inteligencia en proporción. Por esto la 
			multitud juzga con exactitud las composiciones musicales y poéticas; 
			éste da su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión 
			entera juzga el conjunto de la obra. El hombre distinguido, tomado 
			individualmente, se dice, difiere de la multitud, como la belleza 
			difiere de la fealdad, como un buen cuadro producto del arte difiere 
			de la realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los 
			rasgos de belleza desparramados por todas partes, lo cual no impide 
			que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro cuerpo 
			mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra 
			cualquiera parte del cuerpo. No afirmaré que en toda multitud o en 
			toda gran reunión sea ésta la diferencia constante entre la mayoría 
			y el pequeño número de hombres distinguidos; y ciertamente podría 
			decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más de un caso 
			semejante diferencia es imposible; porque podría aplicarse la 
			comparación hasta a los animales, pues ¿en qué, pregunto, se 
			diferencian ciertos hombres de los animales? Pero la aserción, si se 
			limita a una multitud dada, puede ser completamente exacta. 
			 
			Estas consideraciones tocan a nuestra primera pregunta relativa al 
			soberano, y a la siguiente, que está íntimamente ligada con ella. ¿A 
			qué cosas debe extenderse la soberanía de los hombres libres y de la 
			masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los ciudadanos la 
			constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito 
			ordinarios. Es peligroso confiarles las magistraturas importantes; 
			por falta de equidad y de luces serán injustos en unos casos y se 
			engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones no es tampoco 
			oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y 
			privados de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su 
			seno otros tantos enemigos. Pero puede dejárseles el derecho de 
			deliberar sobre los negocios públicos y el derecho de juzgar. Así 
			Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y 
			la censura de los magistrados, negándoles absolutamente las 
			funciones individuales. Cuando están reunidos, la masa percibe 
			siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres 
			distinguidos, sirve al Estado a la manera que, mezclando manjares 
			poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más 
			fuerte y más provechosa de alimentos. Pero los individuos tomados 
			aislada mente son incapaces de formar verdaderos juicios. 
			 
			A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntar 
			si, cuando se trata de juzgar del mérito de un tratamiento curativo, 
			no es imprescindible acudir a la misma persona que mía capaz de 
			curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir, 
			acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede 
			aplicarse a todas las demás artes y a todos los casos en que la 
			experiencia desempeña el principal papel. Luego si los jueces 
			naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las 
			demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio 
			ordenado, el que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. 
			Puede decirse que todas las artes tienen, como la medicina, 
			parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se concede a 
			la ciencia teórica que a la instrucción práctica. 
			 
			A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse 
			la misma objeción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá, 
			tienen las luces necesarias para elegir bien. Al geómetra 
			corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilotos; 
			porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo 
			aprendizaje, no por eso las harán mejor los ignorantes que los 
			hombres entendidos. Y así por esta misma razón no debe dejarse a la 
			multitud ni el derecho de elegir los magistrados ni el derecho de 
			exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es 
			muy exacta, si tenemos en cuenta las razones que antes expuse, a no 
			ser que supongamos una multitud completamente degradada. Los 
			individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los sabios, 
			convengo en ello; pero reunidos todos, o valen más, o no valen 
			menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y 
			en todos aquellos casos en que se puede conocer muy bien su obra sin 
			poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede ser 
			estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará 
			todavía el que la habita; esto es, el jefe de familia. De igual modo 
			el timonel de un buque conocerá mejor el mérito de los timones que 
			el carpintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el 
			mejor juez de un festín. 
			 
			Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la 
			primera objeción. 
			 
			He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se 
			dirá, para dar a la muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los 
			ciudadanos distinguidos. Nada es superior a este derecho de elección 
			y de censura, que muchos Estados, como ya he dicho, han concedido a 
			las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la 
			asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están 
			abiertos, mediante un censo moderado, a los ciudadanos de todas 
			edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesorero, de 
			general, y para las demás magistraturas importantes, se exige que 
			ocupen un puesto elevado en el censo. 
			 
			La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá 
			las cosas no estén mal en la forma en que se encuentran. No es el 
			individuo, juez, senador, miembro de la asamblea pública, el que 
			falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de 
			los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su 
			triple carácter de senador, de juez y de miembro de la asamblea 
			general. Desde este punto de vista es justo que la multitud tenga un 
			poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el senado y 
			el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la 
			que poseen individualmente en su minoría todos los que desempeñan 
			los cargos más eminentes. No diré más sobre esta materia. Pero en 
			cuanto a la primera cuestión que sentamos, relativa a la persona del 
			soberano, la consecuencia más evidente que se desprende de nuestra 
			discusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas 
			en la razón, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser 
			soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por 
			la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los 
			pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas 
			en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que 
			las leyes son de toda necesidad lo que son los gobiernos: malas o 
			buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro. Por 
			lo menos, es de toda evidencia que las leyes deben hacer relación al 
			Estado, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes 
			son necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los 
			gobiernos corruptos. 
			 
			Capítulo VII 
			 
			Continuación de la teoría de la soberanía 
			 
			Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el 
			primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de 
			todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El bien en 
			política es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se 
			cree, comúnmente, que la justicia es una especie de igualdad; y esta 
			opinión vulgar está hasta cierto punto de acuerdo con los principios 
			filosóficos de que nos hemos servido en la Moral. Hay acuerdo, 
			además, en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a 
			que se aplica, y se conviene también en que la igualdad debe reinar 
			necesariamente entre iguales; queda por averiguar a qué se aplica la 
			igualdad y a qué la desigualdad, cuestiones difíciles que 
			constituyen la filosofía política. 
			 
			Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse 
			desigualmente y en razón de la preeminencia nacida de algún mérito; 
			permaneciendo, por otra parte, en todos los demás puntos 
			perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado 
			completamente semejantes; y que los derechos y la consideración 
			deben ser diferentes cuando los individuos difieren. Pero si este 
			principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la estatura u 
			otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser 
			superior en poder político. ¿No es este un error manifiesto? Algunas 
			reflexiones, deducidas de las otras ciencias y de las demás artes, 
			lo probarán suficientemente. Si se distribuyen flautas entre varios 
			artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte, 
			no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles, 
			puesto que su nobleza no les hace más hábiles para tocar la flauta; 
			sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al artista 
			que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es 
			aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un 
			hombre muy distinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho 
			menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, tomada cada una 
			aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y 
			que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus 
			rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que 
			en este caso a él es a quien pertenece el instrumento superior. De 
			otra manera sería preciso que la ejecución musical sacase gran 
			provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna; y, sin 
			embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden 
			el más ligero adelanto. 
			 
			Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja 
			cualquiera podría ser comparada con otra; y porque la talla de tal 
			hombre excediese la de otro, se seguiría como regla general que la 
			talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la 
			libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se 
			distingue por su virtud, se coloca en general la talla muy por cima 
			de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas aparecerán 
			entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede 
			sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que 
			bastará fijar la proporción entre estos grados para obtener la 
			igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay una imposibilidad 
			radical, es claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a 
			derechos políticos, repartir el poder según toda clase de 
			desigualdades. El que los unos sean ligeros en la carrera y los 
			otros muy pesados no es una razón para que en política los unos 
			tengan más y los otros menos; en los juegos gimnásticos es donde 
			deberán apreciarse estas diferencias en su justo valor; aquí no 
			deben entrar en concurrencia otras cosas que las que contribuyen a 
			la formación del Estado. Es muy justo conceder una distinción 
			particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los 
			individuos libres y los ciudadanos que tienen la renta legal son los 
			miembros del Estado; y no existiría el Estado si todos fuesen pobres 
			o si todos fuesen esclavos. Pero a estos primeros elementos es 
			preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor 
			guerrero, de que el Estado no puede carecer; porque si los unos son 
			indispensables para su existencia, los otros lo son para su 
			prosperidad. Todos estos elementos, por lo menos los más de ellos, 
			pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de 
			la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a 
			las que debe atribuirse su felicidad. 
			 
			Además, como la igualdad y la desigualdad completas son injustas 
			tratándose de individuos que no son iguales o desiguales entre sí 
			uno en un solo concepto, todos los gobiernos en que la igualdad y la 
			desigualdad están establecidas sobre bases de este género, 
			necesariamente son gobiernos corruptos. También hemos dicho más 
			arriba que todos los ciudadanos tienen razón en considerarse con 
			derechos, pero no la tienen al atribuirse derechos absolutos: como, 
			por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una gran parte del 
			territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en 
			las transacciones comerciales; y los nobles y los hombres libres, 
			clases muy próximas entre sí, porque a la nobleza corresponde 
			realmente más la ciudadanía que al estado llano, siendo muy estimada 
			en todos los pueblos, y además porque descendientes virtuosos deben, 
			según todas las apariencias, tener virtuosos antepasados, puesto que 
			la nobleza no es más que un mérito de raza. Ciertamente, la virtud 
			puede, en nuestra opinión, levantar su voz con no menos razón; la 
			virtud social es la justicia, y todas las demás vienen 
			necesariamente después de ella y como consecuencias. En fin, la 
			mayoría también tiene pretensiones que puede oponer a las de la 
			minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa, 
			más rica y mejor que la minoría. 
			 
			Supongamos por tanto, reunidos en un solo Estado, de un lado, 
			individuos distinguidos, nobles y ricos, y de otro una multitud a la 
			que puede concederse derechos políticos. ¿Podrá decirse sin vacilar 
			a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible que aún haya 
			duda? En cada una de las constituciones que hemos enumerado más 
			arriba, la cuestión de saber quién debe mandar no es cuestión, 
			puesto que la diferencia entre ellas descansa precisamente en la del 
			soberano. En unos puntos la soberanía pertenece a los ricos, en 
			otros a los ciudadanos distinguidos, etc. Veamos ahora lo que debe 
			hacerse cuando todas estas diversas condiciones se encuentran 
			simultáneamente en la ciudad. Suponiendo que la minoría de los 
			hombres de bien sea extremadamente débil, ¿cómo podrá constituirse 
			el Estado respecto a éstos? ¿Se mirará, si, débil y todo como es, 
			podrá bastar, sin embargo, para gobernar el Estado, y aun para 
			formar por sí sola una ciudad completa? Pero entonces ocurre una 
			objeción, que igualmente puede hacerse a todos los que aspiran al 
			poder político, y que, al parecer, echa por tierra todas las razones 
			de los que reclaman la autoridad como un derecho debido a su 
			fortuna, así como las de los que la reclaman como un derecho debido 
			a su nacimiento. Adoptando el principio que todos éstos alegan en su 
			favor, la pretendida soberanía debería evidentemente residir en el 
			individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás juntos. 
			Y asimismo, el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a 
			todos los que sólo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres. 
			La misma objeción se hace contra la aristocracia que se funda en la 
			virtud, porque si tal ciudadano es superior en virtud a todos los 
			miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo 
			principio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma 
			objeción contra la soberanía de la multitud, fundada en la 
			superioridad de su fuerza relativamente a la minoría, porque si por 
			casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos 
			que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la 
			soberanía antes que a la multitud. Todo esto parece demostrar 
			claramente que no hay completa justicia en ninguna de las 
			prerrogativas a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la 
			servidumbre para los demás. A las pretensiones de los que 
			reivindican la autoridad fundándose en su mérito o en su fortuna, la 
			multitud podría oponer excelentes razones. Es posible, en efecto, 
			que sea ésta más rica y más virtuosa que la minoría, no 
			individualmente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una objeción 
			que se aduce y se repite con frecuencia como muy grave. Se pregunta 
			si en el caso que hemos supuesto el legislador que quiere dictar 
			leyes perfectamente justas debe tener en cuenta, al hacerlo, el 
			interés de la multitud o el de los ciudadanos distinguidos. La 
			justicia en este caso es la igualdad, y esta igualdad de la justicia 
			se refiere tanto al interés general del Estado como al interés 
			individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciudadano en general es 
			el individuo que tiene participación en la autoridad y en la 
			obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano 
			variable, según la constitución; y en la república perfecta es el 
			individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar 
			sucesivamente de conformidad con los preceptos de la virtud. 
			 
			Capítulo VIII 
			 
			Conclusión de la teoría de la soberanía 
			 
			Si hay en el Estado un individuo, o, si se quiere, muchos, pero 
			demasiado pocos, sin embargo, para formar por sí solos una ciudad, 
			que tengan tal superioridad de mérito, que el de todos los demás 
			ciudadanos no pueda competir con el suyo, siendo la influencia 
			política de este individuo único o de estos individuos 
			incomparablemente más fuerte, semejantes hombres no pueden ser 
			confundidos en la masa de la ciudad. Reducirlos a la igualdad común, 
			cuando su mérito y su importancia política los deja tan 
			completamente fuera de toda comparación, es hacerles una injuria, 
			porque tales personajes bien puede decirse que son dioses entre los 
			hombres. Esta es una nueva prueba de que la legislación 
			necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su 
			nacimiento y por sus facultades. Pero la ley no se ha hecho para 
			estos seres superiores, sino que ellos mismos son la ley. Sería 
			ridículo intentar someterlos a la constitución, porque podrían 
			responder lo que, según Antístenes, respondieron los leones al 
			decreto dado por la asamblea de las liebres sobre la igualdad 
			general de los animales. Este es también el origen del ostracismo en 
			los Estados democráticos, que más que ningún otro son celosos de que 
			se conserve la igualdad. Tan pronto como un ciudadano parecía 
			elevarse por cima de todos los demás a causa de su riqueza, por lo 
			numeroso de sus partidarios, o por cualquiera otra condición 
			política, el ostracismo le condenaba a un destierro más o menos 
			largo. En la mitología, los argonautas no tuvieron otro motivo para 
			abandonar a Hércules. Argos declara que no quiere llevarle a bordo, 
			porque pesaba mucho más que el resto de sus compañeros. Y así no ha 
			habido razón para censurar en absoluto la tiranía de Trasíbulo y el 
			consejo que Periandro le dio. No se le ocurrió a éste dar otra 
			respuesta al enviado que fue a pedirle consejo que igualar cierto 
			número de espigas, cortando las que sobresalían en el manojo. El 
			mensajero no comprendió nada de lo que esto significaba, pero 
			Trasíbulo, cuando lo supo, entendió perfectamente que debía 
			deshacerse de los ciudadanos poderosos. 
			 
			Este expediente no es útil solamente a los tiranos, y así no son los 
			únicos que de él se aprovechan. Con igual éxito se emplea en las 
			oligarquías y en las democracias. El ostracismo en éstas produce los 
			mismos resultados, poniendo coto por medio del destierro al poder de 
			los personajes a él condenados. Cuando es posible, se aplica este 
			principio político a Estados y pueblos enteros. Puede verse la 
			conducta que observaron los atenienses respecto de los samios, los 
			chiotas y los lesbios; apenas afirmaron aquéllos su poder, tuvieron 
			buen cuidado de debilitar a sus súbditos, a pesar de todos los 
			tratados. El rey de los persas ha castigado más de una vez a los 
			medos, a los babilonios y a otros pueblos demasiado ensoberbecidos 
			con los recuerdos de su antigua dominación. 
			 
			Esta cuestión interesa a todos los gobiernos, sin exceptuar ninguno, 
			ni aun los buenos. Los gobiernos corruptos emplean estos medios 
			movidos por un interés particular; pero no se emplean menos en los 
			gobiernos que se guían por el interés general. Se puede poner más 
			claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de las 
			otras ciencias y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que 
			no guarde proporción con las otras partes de la figura, aun cuando 
			este pie fuese mucho más bello que el resto; el carpintero de marina 
			no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es desproporcionada; 
			y el maestro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte 
			y más hermosa que todas las que forman el resto del coro. Así que no 
			es imposible que los monarcas en este punto estén de acuerdo con los 
			Estados que rigen, si realmente no apelan a este expediente sino 
			cuando la conservación de su propio poder interesa al Estado. 
			 
			Y así los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades 
			bien reconocidas, no carecen por completo de toda equidad política. 
			Es, ciertamente, preferible que la ciudad, gracias a las 
			instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda 
			excusar este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano 
			el timón del Estado, puede, en caso de necesidad, apelar a este 
			medio de reforma. Por lo demás, no han sido estos los móviles que 
			hasta ahora han motivado tal medida; en el ostracismo no se ha 
			tenido en cuenta el verdadero interés de la república, sino que se 
			ha mirado simplemente como un arma de partido. 
			 
			En los gobiernos corruptos, como el ostracismo sirve a un interés 
			particular, es por esto mismo evidentemente justo; pero también es 
			no menos evidente que no es de una justicia absoluta. En la ciudad 
			perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad en 
			cualquier concepto que no sean el mérito, la riqueza o la 
			influencia, no puede causar embarazo; pero ¿qué puede hacerse contra 
			la superioridad de la virtud? Ciertamente no se dirá que es preciso 
			desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este respecto. 
			Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia; 
			porque esto sería dar un jefe al mismo Júpiter. El único camino que 
			naturalmente deben, al parecer, seguir todos los ciudadanos, es el 
			de someterse de buen grado a este grande hombre y tomarle por rey 
			mientras viva. 
			 
			Capítulo IX 
			 
			Teoría del reinado 
			 
			Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al 
			estudio del reinado, que hemos clasificado entre los buenos 
			gobiernos. ¿La ciudad o el Estado bien constituido debe, en interés 
			suyo, ser gobernado por un rey? ¿No existe un gobierno preferible a 
			éste, que si es útil a algunos pueblos, no puede serlo a otros 
			muchos? Tales son las cuestiones que vamos a examinar. Pero 
			indaguemos, ante todo, si el reinado es simple o si es de muchas y 
			diferentes especies. Es fácil reconocer que es múltiple, y que sus 
			atribuciones no son idénticas en todos los Estados. Así, el reinado 
			en el gobierno de Esparta parece ser el más legal, pero no 
			constituye un señorío absoluto. El rey dispone soberanamente sólo en 
			dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando está fuera 
			del territorio nacional, y en los asuntos religiosos. El reinado, 
			comprendido de esta manera, no es verdaderamente más que un 
			generalato inamovible, investido de poderes extraordinarios. No 
			tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso, exceptuado 
			también entre los antiguos: en las expediciones militares, en el 
			ardor del combate. Homero nos lo dice: Agamenón, cuando delibera, 
			deja pacientemente que le insulten; pero cuando marcha al enemigo, 
			su poder llega hasta tener el derecho de matar, y exclama: 
			 
			Al que entonces encuentro cerca de mis naves, 
			le arrojo, le echo a los perros y a las aves de rapiña; 
			porque tengo el derecho de matar... 
			 
			Esta primera especie de reinado no es más que un generalato 
			vitalicio; puede ser así hereditario como electivo. 
			 
			Después de ésta, debo hablar de una segunda especie de reinado, que 
			encontramos establecido en algunos pueblos bárbaros; y que, en 
			general, tiene, poco más o menos, los mismos poderes que la tiranía, 
			bien sea aquél legítimo y hereditario. Hay pueblos que, arrastrados 
			por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más 
			pronunciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los 
			asiáticos que entre los europeos, soportan el yugo del despotismo 
			sin pena y sin murmurar; y he aquí por qué los reinados que pesan 
			sobre estos pueblos son tiránicos, si bien descansan, por otra 
			parte, sobre las sólidas bases de la ley y de la sucesión 
			hereditaria. He aquí también por qué la guardia que rodea a estos 
			reyes es verdaderamente real, y no como la guardia que tienen los 
			tiranos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad de un 
			rey; mientras que el tirano sólo confía la suya a extranjeros; y 
			esto consiste en que en el primer caso la obediencia es legal y 
			voluntaria, y en el segundo, forzosa. Los unos tienen una guardia de 
			ciudadanos; los otros una guardia contra los ciudadanos. 
			 
			Después de estas dos especies de monarquías viene una tercera, de la 
			que encontramos ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama 
			esimenetia. Es, a decir verdad, una tiranía electiva, 
			distinguiéndose del reinado bárbaro, no en que no es legal, sino 
			sólo en que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas 
			veces por vida, y otras por un tiempo dado o hasta un hecho 
			determinado. Así es cómo Mitilene eligió a Pítaco para rechazar a 
			los desterrados que mandaban Antiménides y Alceo, el poeta. El mismo 
			Alceo nos dice en uno de sus Escolios que Pítaco fue elevado a la 
			tiranía, y echa en cara a sus conciudadanos el haberse valido de un 
			Pítaco, enemigo de su país, para convertirle en tirano de esta 
			ciudad, que no siente el peso de sus males, ni el peso de su 
			deshonra, y que, al parecer, no se cansa de tributar alabanzas a su 
			asesino. Los esimenetas antiguos o actuales tienen del despotismo el 
			poder tiránico que se pone en sus manos, y del reinado la elección 
			libre que los crea. 
			 
			Una cuarta especie de reinado es la de los tiempos heroicos, 
			consentida por los ciudadanos y hereditaria por la ley. Los 
			fundadores de estas monarquías, que tanto bien hicieron a los 
			pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria, 
			reuniéndolos o conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron 
			nombrados reyes por reconocimiento, y transmitieron el poder a sus 
			hijos. Estos reyes tenían el mando supremo en la guerra y hacían 
			todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los 
			pontífices, y además de tener estas dos prerrogativas, eran jueces 
			soberanos en todas las causas, ya sin prestar juramento, ya dando 
			esta garantía. La fórmula del juramento consistía en levantar el 
			cetro en alto. En tiempos más remotos el poder de estos reyes 
			abrazaba todos los negocios políticos, interiores y exteriores, sin 
			excepción; pero, andando el tiempo, sea por el abandono voluntario 
			de los reyes, sea por las exigencias de los pueblos, este reinado se 
			vio reducido casi en todas partes a la presidencia de los 
			sacrificios, y en los puntos donde mereció llevar todavía este 
			nombre sólo conservó el mando de los ejércitos fuera del territorio 
			del Estado. 
			 
			Hemos reconocido cuatro clases de reinado: uno, el de los tiempos 
			heroicos, libremente consentido, pero limitado a las funciones de 
			general, de juez y de pontífice; el segundo, el de los bárbaros, 
			despótico y hereditario por ministerio de la ley; el tercero, el que 
			se llama esimenetia, y que es una tiranía electiva; el cuarto, en 
			fin, el de Esparta, que, propiamente hablando, no es más que un 
			generalato perpetuamente vinculado en una raza. Estos cuatro 
			reinados son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto 
			reinado, en el que un solo jefe dispone de todo, en la misma forma 
			que en otros puntos dispone el cuerpo de la nación, el Estado, de la 
			cosa pública. Este reinado tiene grandes relaciones con el poder 
			doméstico, y así como la autoridad del padre es una especie de 
			reinado en la familia, así el reinado de que aquí hablamos es una 
			administración de familia, aplicada a una ciudad, a una o muchas 
			naciones. 
			 
			Capítulo X 
			 
			Continuación de la teoría del reinado 
			 
			Nosotros realmente sólo debemos considerar dos formas de reinado: la 
			quinta, de que acabamos de hablar, y el reinado de Lacedemonia. Los 
			otros están comprendidos entre estos dos extremos, y son, o más 
			limitados en su poder que la monarquía absoluta, o más extensos que 
			el reinado de Esparta. Nos circunscribimos a los dos puntos 
			siguientes: primero si es útil o funesto al Estado tener un general 
			perpetuo, ya sea hereditario o electivo; segundo, si es útil o 
			funesto al Estado tener un dueño absoluto. 
			 
			La cuestión de un generalato de este género es asunto propio de 
			leyes reglamentarias más bien que de la constitución, puesto que 
			todas las constituciones podrían admitirlo igualmente. Y así no me 
			detendré en el reinado de Esparta. 
			 
			En cuanto a la otra clase de reinado, forma una especie de 
			constitución aparte, y voy a ocuparme de él especialmente y tratar 
			todas las cuestiones a que puede dar lugar. 
			 
			El primer punto que en esta indagación importa saber es si es 
			preferible poner el poder en manos de un individuo virtuoso o 
			encomendarlo a buenas leyes. Los partidarios del reinado, que lo 
			consideran tan beneficioso, sostendrán, sin duda alguna, que la ley, 
			al disponer sólo de una manera general, no puede prever todos los 
			casos accidentales, y que es irracional querer someter una ciencia, 
			cualquiera que ella sea, al imperio de una letra muerta, como 
			aquella ley de Egipto que no permite a los médicos obrar antes del 
			cuarto día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo 
			hacen cuando este término no ha pasado aún. Luego, evidentemente, la 
			letra y la ley no pueden por estas mismas razones constituir jamás 
			un buen gobierno. Pero esta forma de resoluciones generales es una 
			necesidad para todos los que gobiernan, y su uso es, en verdad, más 
			acertado en una naturaleza exenta de pasiones que en la que está 
			esencialmente sometida a ellas. La ley es impasible, mientras que 
			toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada. 
			Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para resolver en 
			casos particulares. Entonces se admite, evidentemente, que al mismo 
			tiempo que él es legislador, hay también leyes que cesan de ser 
			soberanas en los puntos que callan, pero que lo son en los puntos de 
			que hablan. En todos los casos en que la ley no puede decidir o no 
			puede hacerlo equitativamente, ¿debe someterse el punto a la 
			autoridad de un individuo superior a todos los demás, o a la de la 
			mayoría? De hecho, hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las 
			asambleas públicas, y todos sus decretos recaen sobre casos 
			particulares. Cada uno de sus miembros, considerado aparte, es 
			inferior, quizá, si se le compara con el individuo de que acabo de 
			hablar; pero el Estado se compone precisamente de esta mayoría, y 
			una comida en que cada cual lleva su parte es siempre más completa 
			que la que pudiera dar por sí solo uno de los convidados. Por esta 
			razón, la multitud, en la mayor parte de los casos, juzga mejor que 
			un individuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran 
			cantidad es siempre menos corruptible, como se ve, por ejemplo, en 
			una masa de agua, y la mayoría, por la misma razón, es mucho menos 
			fácil de corromper que la minoría. Cuando el individuo está dominado 
			por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se 
			falsea, pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda 
			la mayoría se enfureciese o se engañase. Supóngase, por otra parte, 
			una multitud de hombres libres, que no se separan de la ley sino en 
			aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no sea 
			cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la 
			mayoría de ella se compone de hombres virtuosos, como individuos y 
			como ciudadanos; y pregunto entonces: ¿un solo hombre será más 
			incorruptible que esta mayoría numerosa, pero proba? ¿No está la 
			ventaja, evidentemente, de parte de la mayoría? Pero se dice: la 
			mayoría puede amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Mas se 
			olvida que hemos supuesto en todos los miembros de la mayoría tanta 
			virtud como en este individuo único. Por consiguiente, si se llama 
			aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos, y reinado 
			al de uno sólo, la aristocracia será ciertamente para estos Estados 
			muy preferible al reinado, ya sea absoluto su poder, ya no lo sea, 
			con tal que se componga de individuos que sean tan virtuosos los 
			unos como los otros. Si nuestros antepasados se sometieron a los 
			reyes, sería, quizá, porque entonces era muy difícil encontrar 
			hombres eminentes, sobre todo en Estados tan pequeños como los de 
			aquel tiempo; o acaso no admitieron a los reyes sino por puro 
			reconocimiento, gratitud que hace honor a nuestros padres. Pero 
			cuando el Estado tuvo muchos ciudadanos de un mérito igualmente 
			distinguido, no pudo tolerarse ya el reinado; se buscó una forma de 
			gobierno en que la autoridad pudiese ser común, y se estableció la 
			república. La corrupción produjo dilapidaciones públicas, y dio 
			lugar, muy probablemente, como resultado de la indebida estimación 
			dada al dinero, a las oligarquías. Éstas se convirtieron muy luego 
			en tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en demagogias. 
			La vergonzosa codicia de los gobernantes, que tendía sin cesar a 
			limitar su número, dio tanta fuerza a las masas, que pudieron bien 
			pronto sacudir la opresión y hacerse cargo del poder ellas mismas. 
			Más tarde, el crecimiento de los Estados no permitió adoptar otra 
			forma de gobierno que la democracia. 
			 
			Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia del 
			reinado: ¿cuál debe ser la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que 
			quizá también ellos habrán de reinar? Ciertamente, si han de ser 
			tales como muchos que se han visto, semejante sucesión hereditaria 
			será bien funesta. Pero el rey, se dirá, será árbitro de no 
			transmitir el reinado a su raza. En este caso, graves peligros tiene 
			esta confianza, porque la posición es muy resbaladiza, y semejante 
			desinterés exigiría un heroísmo de que no es capaz el corazón 
			humano. También preguntaremos si, para ejercer su poder, el rey que 
			pretende dominar debe tener a su disposición una fuerza armada, 
			capaz de contrarrestar y someter a los rebeldes; o, en otro caso, 
			cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que reine con arreglo a 
			las leyes, y que no las sustituya nunca con su arbitrio personal, 
			aun así será preciso que disponga de cierta fuerza para proteger las 
			mismas leyes. Es cierto que, tratándose de un rey tan perfectamente 
			ajustado a la ley, la cuestión se resuelve bien pronto: debe tener, 
			en verdad, una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de 
			suerte que sea el rey más poderoso que cada ciudadano en particular 
			o que cierto número de ciudadanos reunidos; y también de manera que 
			sea él más débil que todos juntos. En esta proporción nuestros 
			mayores arreglaban las guardias que concedían, al poner el Estado en 
			manos de un jefe que llamaban esimeneta o tirano. Partiendo de esta 
			base también, cuando Dionisio pidió guardias, un siracusano aconsejó 
			en la asamblea del pueblo que se le concedieran. 
			 
			Capítulo XI 
			 
			Conclusión de la teoría del reinado 
			 
			La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca 
			puede hacer todo lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí. 
			Ninguno de los reinados que se llaman legales constituye, repito, 
			una especie particular de gobierno, puesto que se puede establecer 
			dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que 
			en la aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a 
			un solo individuo, y hay una magistratura de este género en Epidamno 
			y en Opunto, donde, sin embargo, los poderes del jefe supremo son 
			menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado absoluto, es 
			decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le 
			parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas 
			rechaza este poder de uno sólo sobre todos los ciudadanos, puesto 
			que el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que 
			entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben 
			ser necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial 
			dar alimento igual y vestidos iguales a hombres de constitución y 
			estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata 
			de los derechos políticos; y, a la inversa, la desigualdad entre 
			iguales no es menos irracional. 
			 
			Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la 
			obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; porque 
			esto es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la 
			constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno 
			de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe 
			ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y 
			servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas 
			es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una 
			magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los 
			que valen tanto como él. 
			 
			A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un 
			individuo no podrá nunca más que ella; una ley que ha sabido enseñar 
			convenientemente a los magistrados puede muy bien dejar a su buen 
			sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los casos en 
			que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de 
			corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha 
			hecho ver que admite una mejora posible. Por tanto, cuando se 
			reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par 
			que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer 
			soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del 
			instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando 
			están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es 
			la inteligencia sin las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más 
			arriba de las ciencias no parece concluyente; es peligroso atenerse 
			en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los 
			hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad 
			a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta 
			los honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo 
			contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un 
			funesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el médico se ha dejado 
			ganar por los enemigos para atentar a la vida del enfermo, se acude 
			a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para 
			curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en 
			presencia de otros gimnasias; creyendo unos y otros que juzgarían 
			mal si fuesen jueces en causa propia, por no poder ser 
			desinteresados. Luego, evidentemente, cuando sólo se aspira a 
			obtener la justicia es preciso optar por un término medio, y este 
			término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en las 
			costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes 
			escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un 
			monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se 
			encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por 
			completo en las costumbres. Pero un solo hombre no puede verlo todo 
			con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en numerosos 
			funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente 
			establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo 
			a la voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la 
			objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso 
			merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo 
			merecerán más aún. Así dice el poeta: 
			 
			"Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...," 
			 
			súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo 
			 
			"Tener diez consejeros sabios como Néstor." 
			 
			Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de 
			fallar soberanamente, como lo hace el juez, en los casos que la ley 
			no puede prever, prueba de que no se cree que la ley sea el soberano 
			y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omnipotencia en 
			los puntos que ella decide; pero precisamente por lo mismo que la 
			ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de 
			su excelencia y se pregunta si, en igualdad de circunstancias, no es 
			preferible sustituir su soberanía con la de un individuo, puesto que 
			disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación 
			especial es una cosa completamente imposible. No se niega que en 
			tales casos sea preciso someterse al juicio de los hombres: lo que 
			se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a 
			muchos, porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, 
			puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy 
			equitativamente. Pero podría parecer absurdo el sostener que un 
			hombre que para formar juicio sólo tiene dos ojos y dos oídos, y 
			para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión 
			de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual, 
			los monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus 
			oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos 
			del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son 
			amigos del monarca no obrarán conforme a las intenciones de éste; y 
			si son sus amigos, obrarán, por el contrario, en bien de su interés 
			y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente 
			semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos compartan 
			su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser 
			igual entre iguales. 
			 
			Tales son, sobre poco más o menos, las objeciones que se hacen al 
			reinado. 
			 
			Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá 
			menos. El poder del señor, así como el reinado o cualquier otro 
			poder político justo y útil, es conforme con la naturaleza, mientras 
			que no lo es la tiranía, y todas las formas corruptas de gobierno 
			son igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho 
			prueba que, entre individuos iguales y semejantes, el poder absoluto 
			de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente 
			que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la 
			carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos 
			tan virtuosos o tan depravados como él, o, en fin, que sea 
			completamente superior a ellos por su mérito. Sólo exceptúo un caso 
			que voy a decir, y que ya he indicado antes. 
			 
			Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de 
			monárquico, aristocrático y republicano. Un pueblo monárquico es 
			aquel que naturalmente puede soportar la autoridad de una familia 
			dotada de todas las virtudes superiores que exige la dominación 
			política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las 
			cualidades necesarias para tener la constitución política que 
			conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar la autoridad 
			de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo 
			republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es 
			guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley 
			que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe 
			corresponderle. 
			 
			Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo 
			cualquiera, sobresale mostrando una virtud de tal manera superior 
			que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciudadanos juntos, 
			entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al supremo 
			poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es 
			justo, no sólo porque así lo reconozcan los fundadores de las 
			constituciones aristocráticas, oligárquicas y también democráticas, 
			que unánimemente han admitido los derechos de la superioridad, 
			aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta 
			superioridad, sino también por las razones que hemos expuesto 
			anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el 
			ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel 
			común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en 
			este caso, es precisamente esta virtud tan superior a todas las 
			demás. No queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y 
			reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo. 
			 
			Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto 
			sus diversas especies, sus ventajas y sus peligros, según los 
			pueblos a que se aplica, y después de haber estudiado las formas que 
			reviste. 
			 
			Capítulo XII 
			 
			Del gobierno perfecto o de la aristocracia 
			 
			De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la 
			mejor debe ser necesariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el 
			Estado en que se encuentra por fortuna una gran superioridad de 
			virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de los 
			demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que los unos 
			sepan obedecer tan bien como los otros mandar, movidos siempre por 
			un fin noble. Se ha demostrado precedentemente que en el gobierno 
			perfecto la virtud privada era idéntica a la virtud política; siendo 
			no menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes 
			que constituyen al hombre de bien se puede constituir igualmente un 
			Estado, aristocrático o monárquico; de donde se sigue que la 
			educación y las costumbres que forman al hombre virtuoso son sobre 
			poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república 
			o al jefe de un reinado. 
			 
			Sentado esto, veamos de tratar de la república perfecta, de su 
			naturaleza, y de los medios de establecerla. 
			 
			Fin del Libro 3  |