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| Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
										Capítulo 6LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL (Continuación)
										Las ciudades medievales no estaban 
										organizadas según un plano trazado de 
										antemano por voluntad de algún 
										legislador extraño a la población: Cada 
										una de estas ciudades era fruto del 
										crecimiento natural, en el sentido pleno 
										de la palabra- era el resultado, en 
										constante variación de la lucha entre 
										diferentes fuerzas, que se ajustaban 
										mutuamente una y otra vez, de 
										conformidad con la fuerza viva de cada 
										una de ellas, y también según las 
										alternativas de la lucha y según el 
										apoyo que hallaban en el medio que las 
										circundaba. Debido a esto, no se 
										hallarán dos ciudades cuya organización 
										interna y cuyos destinos históricos 
										fueran idénticos; y cada una de ellas, 
										-tomada en particular-, cambia su 
										fisonomía de siglo en siglo. Sin 
										embargo, si echamos un vistazo amplio 
										sobre todas las ciudades de Europa, las 
										diferencias locales y nacionales 
										desaparecen y nos sorprendemos por la 
										similitud. asombrosa que existe entre 
										todas ellas, a pesar de que cada una de 
										ellas se desarrolló por sí misma, 
										independientemente de las otras, y en 
										condiciones diferentes. Cualquiera 
										pequeña ciudad del Norte de Escocia, 
										poblada por trabajadores y pescadores 
										pobres, o las ricas ciudades de Flandes, 
										con su comercio mundial, con su lujo, 
										amor a los placeres y con su vida 
										animada; una ciudad italiana enriquecida 
										por sus relaciones con Oriente y que 
										elaboró dentro de sus muros un gusto 
										artístico refinado y una civilización 
										refinada, y, por último, una ciudad 
										pobre, de la región pantanosolacustre de 
										Rusia, dedicada principalmente a la 
										agricultura, parecería que poco tienen 
										de común entre sí. Y, sin embargo, las 
										líneas dominantes de su organización y 
										el espíritu de que están impregnadas 
										asombran por su semejanza familiar. 
										Por doquier hallamos las mismas 
										federaciones de pequeñas comunas o 
										parroquias o guildas; los mismos 
										"suburbios" alrededor de la "ciudad" 
										madre; la misma asamblea popular; los 
										mismos signos exteriores de 
										independencia; el sello, el estandarte,, 
										etc. El protector (defensor) de 
										la ciudad bajo distintas denominaciones, 
										y distintos ropajes, representa a una 
										misma autoridad defendiendo los mismos 
										intereses; el abastecimiento de víveres, 
										el trabajo, el comercio, están 
										organizados en las mismas líneas 
										generales; los conflictos interiores y 
										exteriores nacen de los mismos motivos; 
										más aún, las mismas consignas 
										desplegadas durante estos conflictos y 
										hasta las fórmulas utilizadas en los 
										anales de la ciudad, ordenanzas, 
										documentos, son las mismas; y los 
										monumentos arquitectónicos, ya sean de 
										estilo gótico, romano o bizantino, 
										expresan las mismas aspiraciones y los 
										mismos ideales; estaban concebidos para 
										expresar el mismo pensamiento y se 
										construían del mismo modo. Muchas 
										disimilitudes son simplemente el 
										resultado de las diferencias de edad de 
										dos ciudades, y esas disimilitudes entre 
										ciudades de la misma región, por 
										ejemplo, Pskof y Novgorod, Florencia y 
										Roma, que tenían un carácter real, se 
										repiten en distintas partes de Europa. 
										La unidad de la idea dominante y las 
										razones idénticas del nacimiento allanan 
										las diferencias aparecidas como 
										resultado del clima, de la posición 
										geográfica, de la riqueza, del lenguaje 
										y de la religión. He aquí por qué 
										podemos hablar de la ciudad medieval
										en general, como de una fase 
										plenamente definida de la civilización; 
										y a pesar de que son de desear en grado 
										superlativo las investigaciones que 
										señalen las particularidades locales. e 
										individuales de las ciudades, podemos, 
										no obstante, señalar. los rasgos. 
										principales del desarrollo que eran 
										comunes a todas ellas. 
										No cabe duda alguna de que la protección 
										que habitual y universalmente se 
										acordaba al mercado, ya desde las 
										primeras épocas bárbaras, desempeñó un 
										papel importante, a pesar de no ser 
										exclusivo, en la obra de la liberación 
										de las ciudades medievales. Los bárbaros 
										del período antiguo no conocían el 
										comercio dentro de, sus comunas 
										aldeanas; comerciaban solamente con los 
										extranjeros en ciertos lugares 
										determinados y ciertos días fijados de 
										antemano. Y para que el extranjero, 
										pudiera presentarse en el lugar de 
										trueque, sin riesgo de ser muerto en 
										cualquier altercado sostenido por dos 
										clanes, a causa de una venganza de 
										sangre, el mercado se ponía siempre bajo 
										la protección especial de todos los 
										clanes. También era inviolable, como el 
										lugar de veneración religiosa bajo cuya 
										sombra se organizaba generalmente. Entre 
										los kabilas, el mercado hasta ahora es
										anaya, lo mismo que el sendero 
										por el cual las mujeres acarrean el agua 
										de los pozos; no era posible aparecer 
										armado en el mercado ni en el sendero, 
										ni siquiera durante las guerras 
										intertribales. En la época medieval, el 
										mercado gozaba por lo común exactamente 
										de la misma protección. La venganza 
										tribal nunca debía proseguirse hasta la 
										plaza donde se reunía el pueblo con 
										propósitos de comerciar, y, del mismo 
										modo, en determinado radio alrededor de 
										esta plaza; y si en la abigarrada 
										multitud de vendedores y compradores se 
										producía alguna riña, era menester 
										someterla al examen de aquéllos bajo 
										cuya protección se encontraba el 
										mercado; es decir, al tribunal de la 
										comuna, o al juez del obispado, del 
										señor feudal o del rey. El extranjero 
										que se presentara con fines comerciales 
										era huésped, y hasta usaba este 
										hombre; en el mercado era inviolable. 
										Hasta el barón feudal, que sin 
										escrúpulos despojaba a los comerciantes 
										en el camino real, trataba con respeto 
										al Weichbild, la señal de la 
										asamblea popular, es decir, la pértiga 
										que se elevaba en la plaza del mercado, 
										en cuyo tope se hallaban las armas 
										reales! o un guante de caballero, o la 
										imagen del santo local, o simplemente la 
										cruz, según estuviera el mercado bajo la 
										protección del rey, de la asamblea 
										popular, viéche, o de la iglesia 
										local. 
										Es fácil comprender de qué modo el poder 
										judicial propio de la ciudad, pudo 
										originarse en el poder judicial especial 
										del mercado, cuando este poder fue 
										cedido, de buen grado o no, a la ciudad 
										misma. Es comprensible, también, que tal 
										origen de las libertades urbanas, cuyas 
										huellas se pueden seguir en muchos 
										casos, imprimió tu seno inevitablemente. 
										a su desarrollo ulterior. Dio el 
										predominio a la parte comercial de la 
										comuna. Los burgueses que poseían en 
										aquellos tiempos una casa en la ciudad y 
										que eran copropietarios de las tierras 
										de ella, muy a menudo organizaban 
										entonces una guilda comercial, la cual 
										tenía en sus manos también el comercio 
										de la ciudad, y a pesar de que al 
										principio cada ciudadano, pobre o rico, 
										podía ingresar en la guilda comercial, y 
										hasta el comercio mismo era efectuado en 
										interés de toda la ciudad, por medio de 
										sus apoderados, no obstante la guilda 
										comercial paulatinamente se convertía en 
										un género de corporación privilegiada. 
										Llena de celo, no admitió en sus filas a 
										la población advenediza, que pronto 
										comenzó a afluir a las ciudades libres y 
										todas las ventajas derivadas del 
										comercio las conservaban en beneficio de 
										unas pocas "familias" (les familles, 
										los staroyíby, viejos habitantes) 
										que eran ciudadanos cuando la ciudad 
										proclamó su independencia. De tal modo, 
										evidentemente, amenazaba el peligro del 
										surgimiento de una oligarquía comercial. 
										Pero, ya en el siglo X, y aún más, en 
										los siglos XI y XII, los oficios 
										principales también se organizaban en 
										guildas, que en la mayoría de los casos 
										podían limitar las tendencias 
										oligárquicas de los comerciantes. 
										La guilda de artesanos de aquellos 
										tiempos, generalmente vendía por sí 
										misma los productos que sus miembros 
										elaboraban, y compraban en común las 
										materias primas para ellos, y de este 
										modo sus miembros eran, al mismo tiempo, 
										tanto comerciantes corno artesanos. 
										Debido a esto, el predominio alcanzado 
										por las viejas guildas de artesanos 
										desde el principio mismo de la vida 
										libre de las ciudades dio al trabajo de 
										artesano aquella elevada posición que 
										ocupó posteriormente en la ciudad. En 
										realidad, en la ciudad medieval, el 
										trabajo del artesano no era signo de 
										posición social inferior, por lo 
										contrario, no sólo conservaba huellas 
										del profundo respeto con que se le 
										trataba antes, en la comuna aldeana, 
										sino que el rápido desarrollo de la 
										habilidad artística en la producción de 
										todos los oficios: de la joyería, del 
										tejido, de la cantería, de la 
										arquitectura, etcétera, hacía que todos 
										los que estaban en el poder en las 
										repúblicas libres de aquella época, 
										trataran con profundo respeto personal 
										al artesano-artista. 
										En general, el trabajo manual se 
										consideraba en: los "misterios" 
										(artiéti, guildas) medieval es como 
										un deber piadoso hacia los 
										conciudadanos, corno una función (Amt) 
										social, tan honorable corno cualquier 
										otra. La idea de "justicia" con respecto 
										a la comuna y de "verdad" con respecto 
										al productos y al consumidor, que nos 
										parecería tan extraña en nuestra época, 
										entonces impregnaba todo el proceso de 
										producción y trueque. El trabajo del 
										curtidor, calderero, zapatero, debía ser 
										"justo", Concienzudo escribían entonces. 
										La madera, el cuero o los hilos 
										utilizados por los artesanos, debían ser 
										"honestos"; el pan debía ser amasado "a 
										conciencia", etcétera. Transportado este 
										lenguaje a nuestra vida moderna, 
										aparecerá artificioso y afectado; pero 
										entonces era completamente natural y 
										estaba desprovisto de toda afectación, 
										pues que el artesano medieval no 
										producía para un comprador que no 
										conocía, no arrojaba sus mercancías en 
										un mercado desconocido; antes que nada 
										producía para su propia guilda, que al 
										principio vendía ella misma, en su 
										cámara de tejedores, de cerrajeros, 
										etcétera, la mercancía elaborada por los 
										hermanos de la guilda; para una 
										hermandad de hombres en la que todos se 
										conocían, en la que todos conocían la 
										técnica del oficio y, al estabais el 
										precio al producto, cada uno podía 
										apreciar la habilidad puesta en la 
										producción de un objeto determinado y el 
										trabajo empleado en él. Además, no era 
										un, productor aislado que ofrecía a la 
										comuna la mercancía pala la compra, la 
										ofrecía la guilda; la comuna misma, a su 
										vez, ofrecía a la hermandad de las 
										comunas confederadas aquellas mercancías 
										que eran exportadas por ella y por cuya 
										calidad respondía ante ellas. 
										Con tal organización para cada oficio, 
										era cuestión de amor propio no ofrecer 
										mercancía de calidad inferior; los 
										defectos técnicos de la mercancía o 
										adulteraciones afectaban a toda la 
										comuna, pues, según las palabras de una 
										ordenanza, "destruyen la confianza 
										pública" De tal modo la producción era 
										un deber social y estaba puesta 
										bajo el control de toda las amitas
										-de toda la hermandad-; debido a lo 
										cual, el trabajo manual, mientras 
										existieron las ciudades libres, no podía 
										descender a la posición inferior a la 
										cual, a menudo, llega ahora. 
										LA diferencia entre el maestro y el 
										aprendiz, o entre el maestro y el. medio 
										oficial (compayne, Geselle) ha 
										existido ya desde la época misma del 
										establecimiento de las ciudades 
										medievales libres; pero al principio 
										esta diferencia era sólo diferencia de 
										edad y de grado de habilidad, y no de 
										autoridad y riqueza. Después de haber 
										estado siete años como aprendiz y de 
										haber demostrado conocimiento y 
										capacidad en un determinado oficio, por 
										medio de una obra hecha especialmente, 
										el aprendiz se convertía, en maestro a 
										su vez. Y solamente bastante más tarde, 
										en e! siglo XVI, cuando la autoridad 
										real ya había destruido la organización 
										de la ciudad y de los artesanos, se 
										podía llegar a maestro simplemente por 
										herencia o en virtud de la riqueza. Pero 
										ésta ya era la época de la decadencia 
										general de la industria y del arte de la 
										Edad Media. 
										En el primer período, floreciente, de 
										las ciudades medievales, no había en 
										ellas mucho lugar para el trabajo 
										alquilado y para los alquiladores 
										individuales. El trabajo de los 
										tejedores, armeros, herreros, panaderos, 
										etcétera, efectuábase para la guilda y 
										la ciudad; y cuando en los oficios de la 
										construcción se alquilaban artesanos 
										extraños, éstos trabajaban como 
										corporación temporal (como se observa 
										también en la época presente en los 
										artiéli rusos) cuyo trabajo se pagaba a 
										todo el artiél, en bloque. El trabajo 
										para un patrón individual empezó a 
										extenderse más tarde; pero también en 
										estas circunstancias se pagaba al 
										trabajador mejor de lo que se paga 
										ahora, aun en Inglaterra, y 
										considerablemente mejor de lo que se 
										pagaba comúnmente en toda Europa en la 
										primera mitad del siglo XIX. Thorold 
										Rogers hizo conocer este hecho en grado 
										suficiente a los lectores ingleses; pero 
										es menester decir lo mismo de la Europa 
										continental, como lo demuestran las 
										investigaciones de Falke y Schónberg, y 
										también muchas indicaciones ocasionales. 
										Aún en el siglo XV, el albañil, 
										carpintero o herrero, recibía en Amiens 
										un salario diario a razón de cuatro 
										sols, que correspondían a 48 libras 
										de pan o a una octava parte de un buey 
										pequeño (bouverd). En Sajonia, el 
										salario de un Geselle (medio 
										oficial) en el oficio de la construcción 
										era tal que, expresándonos con las 
										palabras de Falke, el obrero podía 
										comprar con su sueldo de seis días tres 
										ovejas y un par de botas. Las ofrendas 
										de los obreros (Geselle) en los 
										distintos templos son también 
										testimonios de su relativo bienestar, 
										sin hablar ya de las ofrendas suntuosas 
										de algunas guildas de artesanos y de sus 
										gastos para las festividades y sus 
										procesiones pomposas. Realmente, cuanto 
										más estudiamos las ciudades medievales, 
										tanto más nos convencemos que nunca el 
										trabajo ha sido tan bien pagado y ha 
										gozado de respeto general como en la 
										época en que la vida de las ciudades 
										libres se hallaba en su punto máximo de 
										desarrollo. Más aún. No sólo, muchas 
										aspiraciones de nuestros radicales 
										modernos habían sido realizadas ya en la 
										Edad media, sino que hasta mucho de lo 
										que ahora se considera utópico se 
										aceptaba entonces como algo 
										completamente natural. Se burlan de 
										nosotros cuando decimos que el trabajo 
										debe ser agradable, pero, según las 
										palabras de la ordenanza de la Edad 
										Media de Kuttenberg, "cada uno debe 
										hallar placer en su trabajo y nadie 
										debe, pasando el tiempo en holganza 
										(mit nichts thun), apropiarse de lo 
										que ha sido producido con la aplicación 
										y el trabajo ajeno, pues las leyes deben 
										ser un escudo para la defensa de la 
										aplicación y del trabajo". Y entre todas 
										las charlas modernas sobre la jornada de 
										ocho horas de trabajo, no sería 
										inoportuno recordar la ordenanza de 
										Fernando I, relativa a las minas 
										imperiales de carbón; según esta 
										ordenanza se establece la jornada de 
										trabajo del minero en ocho horas "como 
										se ha hecho desde antiguo" (wie vor 
										Alters herkommen), y que estaba 
										completamente prohibido trabajar después 
										del medio día del sábado . Una jornada 
										de trabajo más larga era muy rara, dice 
										Janssen, mientras que se daban con 
										bastante frecuencia las más cortas. 
										Según las palabras de Rogers, en 
										Inglaterra, en el siglo XV, los 
										trabajadores trabajaban solamente 
										cuarenta y ocho "horas por semana". El 
										semiferiado del sábado, que consideramos 
										una conquista moderna, en realidad era 
										una antigua institución medieval; era 
										ese el día de baño de una parte 
										considerable de los miembros de la 
										comuna, y los jueves, después del 
										mediodía, lo era para todos los medios 
										oficiales (Geselle). Y a pesar de 
										que en aquella época no existían aun los 
										comedores escolares -probablemente 
										porque no enviaban hambrientos los niños 
										a la escuela- se había establecido, en 
										diversas ciudades, el distribuir dinero 
										a los niños para el baño, si este gasto 
										constituía una carga para sus padres. 
										En cuanto a los congresos de 
										trabajadores, eran un fenómeno corriente 
										en la Edad Media. En algunas partes de 
										Alemania, los artesanos de un mismo 
										oficio, pero que pertenecían a 
										diferentes comunas, generalmente se 
										reunían para determinar el plazo del 
										aprendizaje, el salario, la condición 
										del viaje por su país, que se 
										consideraba entonces obligatorio para 
										todo trabajador que había terminado su 
										aprendizaje, etcétera. En el año 1572, 
										las ciudades que pertenecían a la liga 
										hanseática formalmente reconocían a los 
										artesanos el derecho de reunirse 
										periódicamente en asamblea y adoptar 
										cualquier género de resoluciones, 
										siempre que estas últimas no se 
										opusieran a las ordenanzas de las 
										ciudades, que determinaban la calidad de 
										las mercancías. Es sabido que tales 
										congresos de trabajadores, en parte 
										internacionales (como la misma Hansa), 
										eran convocados por los panaderos, 
										fundadores, curtidores, herreros, 
										espaderos, toneleros. 
										La organización de las guildas requería, 
										naturalmente, una supervisión cuidadosa 
										de ellas sobre los artesanos, y para 
										este fin se designaban jurados 
										especiales. Es notable, sin embargo, el 
										hecho de que mientras las ciudades 
										llevaban una vida libre, no se oían 
										quejas sobre supervisión; mientras que 
										cuando el Estado intervino y confiscó la 
										propiedad de las guildas y violó su 
										independencia en beneficio de su propia 
										burocracia, las quejas se hicieron 
										simplemente innumerables. Por otra 
										parte, el enorme progreso en el campo de 
										todas las artes, alcanzado bajo el 
										sistema de la guilda medieval, es la 
										mejor demostración de que este sistema 
										no era un obstáculo para el desarrollo 
										de la iniciativa personal. El hecho es 
										que la guilda medieval, como la 
										parroquia medieval, la ulitsa o 
										el koniets, no era una 
										Corporación de ciudadanos puestos bajo 
										en control de los funcionarios del 
										Estado; era una confederación de todos 
										los hombres unidos para una determinada 
										producción, y en su composición entraban 
										compradores jurados de materias primas, 
										vendedores de mercancías manufacturadas 
										y maestros artesanos, medio oficiales,
										compaynes y aprendices. Para la 
										organización interna de una determinada 
										producción, la asamblea de todas estas 
										personas era soberana, mientras no 
										afectara a las otras guildas, en cuyo 
										caso el asunto se sometía a la 
										consideración de la guilda de las 
										guildas, es decir, de la ciudad. Aparte 
										de las funciones recién indicadas, la 
										guilda representaba aún algo más. Tenía 
										su jurisdicción propia, es decir, el 
										derecho propio de justicia en sus 
										asuntos, y su propia fuerza armada; 
										tenía sus asambleas generales o 
										viéche, propias tradiciones de 
										lucha, gloria e independencia, y sus 
										relaciones propias con las otras guildas 
										del mismo oficio u ocupación de otras 
										ciudades. En una palabra, llevaba una 
										vida orgánica plena, que provenía de que 
										abrazaba en un conjunto la vida toda de 
										esta unión. Cuando la ciudad era 
										convocada a las urnas, la guilda 
										marchaba como una compañía separada (Schaar), 
										equipada con las armas que le 
										pertenecían (y en una época más 
										avanzada, con sus cañones propios, 
										adornados amorosamente por la guilda), 
										bajo el mando de los jefes elegidos por 
										ella misma. En una palabra, la guilda 
										era la misma unidad independiente, era 
										la federación, como lo era la república 
										de Uri, o Ginebra, cincuenta años atrás, 
										en la confederación suiza. Por esta 
										razón, comparar las guildas con los 
										sindicatos modernos o las uniones 
										profesionales, despojados de todos los 
										atributos de la soberanía del Estado y 
										reducidos al cumplimiento de dos o tres 
										funciones secundarias, es tan 
										irrazonable corno comparar Florencia y 
										Brujas con cualquier comuna aldeana 
										francesa que arrastra una vida 
										desgraciada, bajo la opresión del 
										prefecto y del código napoleónico, o con 
										una ciudad rusa administrada según las 
										ordenanzas municipales de Catalina II. 
										La aldehuela francesa y la ciudad rusa 
										tienen también su alcalde electo, como 
										lo tenían Florencia y Brujas, y la 
										ciudad rusa hasta tenía las 
										corporaciones de aduanas; pero la 
										diferencia entre ellos es toda la 
										diferencia que existe entre Florencia, 
										por una parte, y cualquier aldehuela de 
										Fontenay-les Oises, en Francia, o 
										Tsarevokokshaisk, por otra; o bien, 
										entre el dux veneciano y el alcalde de 
										aldea moderno, que se inclina ante el 
										escribiente del señor subprefecto. 
										Las guildas de la Edad Media estaban en 
										condición de sostener su independencia, 
										y cuando más tarde especialmente en el 
										siglo XIV, debido a varias razones que 
										indicaremos en seguida, la antigua vida 
										de la ciudad empezó a sufrir profundos 
										cambios, entonces los oficios más 
										jóvenes demostraron ser lo bastante 
										fuertes para conquistarse, a su vez, la 
										parte que les correspondía en la 
										dirección de los asuntos de la ciudad. 
										Las masas organizadas en guildas 
										"menores" se rebelaron para arrancar el 
										poder de manos de la oligarquía 
										creciente, y en la mayoría de los casos 
										obtuvieron éxito, y entonces abrieron 
										una nueva era de florecimiento de las 
										ciudades libres. Verdad es que, en 
										algunas ciudades, la rebelión de las 
										guildas menores fue ahogada en sangre, y 
										entonces se decapitó sin piedad a los 
										trabajadores, como sucedió en el año 
										1306 m París y en 1374 en Colonia. En 
										esos casos, las libertades urbanas, 
										después de tales derrotas, se 
										encaminaron hacia la decadencia, y la 
										ciudad cayó bajo el yugo del poder 
										central. Pero en la mayoría de las 
										ciudades existían fuerzas vitales 
										suficientes como para salir de la lucha 
										renovadas y con energías nuevas. Un 
										nuevo período de renovación juvenil fue 
										entonces su recompensa. Se infundió a 
										las ciudades una ola de vida nueva, que 
										halló también su expresión en magníficos 
										monumentos arquitectónicos nuevos y en 
										un- nuevo período de prosperidad, en el 
										progreso repentino de la técnica y de 
										los inventos, y en el nuevo movimiento 
										intelectual que condujo pronto a la 
										época del Renacimiento y de la Reforma. 
										La vida de la ciudad medieval era una 
										serie completa de luchas que tenían que 
										librar los burgueses para obtener la 
										libertad y conservarla. Verdad es que 
										durante esta dura lucha se desarrolló la 
										raza de los ciudadanos fuerte y tenaz; 
										verdad es que esta lucha creó el amor y 
										la adoración por la ciudad natal y que 
										los grandes hechos realizados por las 
										comunas, medievales estaban inspirados 
										precisamente por este amor. Pero los 
										sacrificios que tuvieron que hacer las 
										comunas en las luchas por la libertad 
										eran, sin embargo, muy duros, y la lucha 
										sostenida por las comunas introdujo 
										fuentes profundas de disensiones en su 
										vida interior misma. Muy pocas ciudades 
										consiguieron, gracias al concurso de 
										circunstancias favorables, alcanzar la 
										libertad inmediatamente, y en la mayoría 
										de los casos la perdieron con la misma 
										facilidad. La enorme mayoría de las 
										ciudades hubo de luchar durante 
										cincuenta y cien años, y a veces más, 
										para alcanzar el primer reconocimiento 
										de sus derechos a una vida libre, y otro 
										siglo más antes de que consiguieran 
										afirmar su libertad sobre una base 
										sólida; las Cartas del siglo XII fueron 
										solamente los primeros pasos hacia la 
										libertad. En realidad, la ciudad 
										medieval era un oasis fortificado en un 
										país hundido en la sumisión feudal, y 
										tuvo que afirmar con la fuerza de las 
										armas su derecho a la vida. 
										Debido a las razones expuestas 
										brevemente en el capítulo que precede, 
										toda comuna aldeana cayó gradualmente 
										bajo el yugo de algún señor laico o 
										clérigo. La casa de tal señor poco a 
										poco se transformó en castillo, y sus 
										hermanos de armas se convirtieron 
										entonces en la peor clase de vagabundos 
										mercenarios, siempre dispuestos a 
										despojar a los campesinos. A más de la
										barchina, es decir, de los tres 
										días semanales que los campesinos debían 
										trabajar para el señor, imponíanles 
										ahora iodo género de contribuciones por 
										todo: por el derecho de sembrar y 
										cosechar por el derecho de estar triste 
										o de alegrarse, por el derecho de vivir, 
										casarse y morir. Pero lo peor de todo 
										era que constantemente los despojaban 
										los hombres armados que pertenecían a 
										las mesnadas de los terratenientes 
										feudales vecinos, quienes miraban a los 
										campesinos cómo si fueran familiares. 
										del señor, y por ello, si estallaba 
										entre sus señores una guerra tribal por 
										venganza de sangre, ejercían su venganza 
										sobre sus campesinos, sus ganados y sus 
										sembrados. Además, todos los prados, 
										todos los campos, todos los ríos y 
										caminos, todo alrededor de la ciudad y 
										todo hombre asentado sobre la tierra 
										estaban bajo la autoridad de algún señor 
										feudal. 
										El odio de los burgueses contra los 
										terratenientes feudales halló una 
										expresión muy precisa en algunas Cartas 
										que obligaron a firmar a sus ex-señores. 
										Enrique V, por ejemplo, debió firmar, en 
										la Carta acordada a la ciudad de Speier, 
										en el año 1111, que libraba a los 
										burgueses de "la ley horrible e indigna 
										de la posesión de manomuerta, por la 
										cual la ciudad fue llevada a la miseria 
										más profunda (von dem Scheusslichen
										und nichtswurdigen Gesetze, welches 
										gemein Budel genannt wird. Kallsen, 
										T. I. 397 .). En la coutume, es 
										decir, ordenanza de la ciudad de Bayona, 
										existen tales líneas: "El pueblo es 
										anterior al señor. El. pueblo, que 
										sobrepasa por su número a las otras 
										clases, deseando la paz, creó a los 
										señores para frenar y reprimir a los 
										poderosos", etc. (Giry, 
										Etablissements de Rouen, T. I., 117, 
										citado por Luchairel pág. 24). Una carta 
										sometida a la firma del rey Roberto no 
										es menos característica. Le obligaron a 
										decir en ella: "No robaré bueyes ni 
										otros animales. No me apoderaré de los 
										comerciantes ni les quitaré su dinero, 
										ni les impondré rescate. Desde la 
										Anunciación hasta el día de Todos los 
										Santos, no me apoderaré, en los prados, 
										de caballos, yeguas ni potros. No 
										incendiaré los molinos y no robaré la 
										harina... No prestaré protección a los 
										ladrones", etc. (Pfister publicó este 
										documento, reproducido también por 
										Luchaire). La Carta "otorgada" por el 
										obispo de Besangon, Hugues, a la ciudad 
										que se había rebelado contra él, en la 
										cual debió enumerar todas las 
										calamidades causadas por sus derechos a 
										la posesión feudal, no es menos 
										característica. Se podrían citar muchos 
										otros ejemplos. 
										Conservar la libertad entre la 
										arbitrariedad de los barones feudales 
										que las rodeaban hubiera sido imposible, 
										y por esto las ciudades libres se vieron 
										obligadas a iniciar una guerra fuera de 
										sus muros. Los burgueses comenzaron a 
										enviar sus hombres para levantar a las 
										aldeas contra los terratenientes y 
										dirigir la insurrección; aceptaron a las 
										aldeas en la organizaci6n de sus 
										corporaciones; y por último iniciaron la 
										guerra directa contra la nobleza. En 
										Italia, donde la tierra estaba 
										densamente poblada de castillos 
										feudales, la guerra asumió proporciones 
										heroicas y era librada por ambas partes 
										con extrema dureza. Florencia tuvo que 
										sostener, durante setenta y siete años 
										enteros guerras sangrientas para liberar 
										su contado (es decir, su 
										provincia) de los nobles, pero, cuando 
										la lucha se terminó victoriosamente (en 
										el año 1181), hubo que empezar de nuevo. 
										La nobleza reunió sus fuerzas y formó 
										sus propias ligas en contraposición a 
										las ligas de las ciudades, y recibió el 
										apoyo creciente ya sea de parte del 
										emperador o del papa, y prolongó la 
										guerra aún ciento treinta años más. Lo 
										mismo sucedió en la región de Roma, en 
										Lombardía, en la región de Génova, por 
										toda Italia. 
										Prodigios de valor, audacia y tenacidad 
										fueron real izados por los burgueses 
										durante estas guerras. Pero el arco y 
										las segures de guerra de los artesanos 
										de las ciudades no siempre se impusieron 
										a lo! caballeros vestidos de armaduras, 
										y muchos castillos resistieron el asedio 
										con éxito, a pesar de las ingeniosas 
										máquinas agresivas y la tenacidad de los 
										burgueses que lo sitiaban. Algunas 
										ciudades, como por ejemplo Florencia, 
										Bolonia y muchas otras en Francia, 
										Alemania y Bohemia, consiguieron liberar 
										a las aldeas que las rodeaban, y la 
										recompensa de sus esfuerzos fue una 
										notable prosperidad y tranquilidad. Pero 
										aun en estas ciudades, y más aún en las 
										ciudades menos poderosas o menos 
										emprendedoras, los comerciantes y los 
										artesanos, agotados por la guerra y 
										comprendiendo falsamente sus propios 
										intereses, concertaron la paz con lo 
										barones, vendiéndoles, por así decirlo, 
										los campesinos. Obligaron al barón a 
										prestar juramento de lealtad a la 
										ciudad; su castillo fue derruido hasta 
										los cimientos y él dio su conformidad 
										para construir una casa y vivir en la 
										ciudad, donde se convirtió entonces en 
										conciudadano (combourgeois, 
										concittadino), pero en cambio, 
										conservó la mayoría de sus derechos 
										sobre los campesinos, quienes de tal 
										modo recibieron sólo un alivio parcial 
										de la carga servil que pesaba sobre 
										ellos. Los burgueses no comprendieron 
										que les era menester dar iguales 
										derechos de ciudadanía al campesino, en 
										quien tenían que confiar en materia de 
										aprovisionamiento de productos 
										alimenticios para la ciudad; y debido a 
										esta incomprensión entre la ciudad y la 
										aldea se abrió entre ellos, desde 
										entonces, un profundo abismo. En algunas 
										ocasiones, los campesinos solamente 
										cambiaron de señores, puesto que la
										ciudad compraba los derechos al 
										barón y los vendía en parte a sus 
										propios ciudadanos. La servidumbre se 
										mantuvo de tal modo, y sólo 
										considerablemente más tarde, al final 
										del siglo XIII, revolución de los 
										oficios menores le puso fin; pero, 
										habiendo destruido la servidumbre 
										personal, esta revolución, al mismo 
										tiempo, quitaba no pocas veces al 
										campesino sus tierras. Apenas es 
										necesario agregar que las ciudades 
										sintieron pronto en carne propia las 
										consecuencias fatales de tal política 
										miope: la aldea se convirtió en enemiga 
										de la ciudad. 
										La guerra contra los castillos tuvo 
										todavía una consecuencia perniciosa más: 
										arrojó a las ciudades a guerras 
										prolongadas, lo que permitió que se 
										formara entre los historiadores la 
										teoría que estuvo en boga hasta tiempos 
										recientes, y según la cual las ciudades 
										perdieron su libertad debido a la 
										envidia recíproca y a la lucha entre sí. 
										Sostenían esta teoría especialmente los 
										historiadores imperialistas, pero fue 
										sacudida fuertemente por las recientes 
										investigaciones. Es indudable que en 
										Italia las ciudades lucharon entre sí 
										con animosidad obstinada; pero en 
										ninguna parte, fuera de Italia, las 
										guerras urbanas, especialmente en el 
										período antiguo, tuvieron sus causas 
										especiales. Fueron (como lo han 
										demostrado ya Sismondi y Ferrari) la 
										prolongación de la lucha contra los 
										castillos, la prolongación inevitable de 
										la lucha del principio del municipio 
										libre y federativo en contra del 
										feudalismo, del imperialismo y del 
										papado; es decir, en contra de los 
										partidarios de la servidumbre, apoyados 
										unos por el emperador germano y otros 
										por el papa. Muchas ciudades que se 
										habían liberado sólo en parte del poder 
										del obispo, del señor feudal o del 
										emperador, fueron arrastradas por la 
										fuerza a la lucha contra las ciudades 
										libres, por los nobles, el emperador y 
										la Iglesia, cuya política tendía a no 
										permitir que las ciudades se unieran, y 
										a armarlas una contra la otra. Estas 
										condiciones especiales (que parcialmente 
										se habían reflejado también sobre 
										Alemania) explican por qué las ciudades 
										italianas, de las cuales algunas 
										buscaron el apoyo del emperador para 
										luchar contra el papa, otras el de la 
										Iglesia para luchar contra el emperador, 
										Pronto se dividieron en dos campos, 
										gibelinos y güelfos, y por qué la misma 
										división apareció también dentro de cada 
										ciudad. El enorme progreso económico 
										alcanzado por la mayoría de las ciudades 
										italianas justamente en la época en que 
										estas guerras estaban en su apogeo, y la 
										ligereza con que se concertaban las 
										alianzas entre las ciudades, dan una 
										idea aún más fiel de la lucha de las 
										ciudades y socava más aún la teoría 
										arriba citada. Y en los años 1130-1150 
										empezaron a formarse poderosas 
										alianzas o ligas de ciudades; y 
										transcurridos algunos años, cuando 
										Federico Barbarroja atacó a Italia, y, 
										apoyado por la nobleza y algunas 
										ciudades retardadas marchó contra Milán, 
										el entusiasmo del pueblo se despertó con 
										fuerza en muchas ciudades, bajo la 
										influencia de los predicadores 
										populares. Cremona, Piacenza, Brescia, 
										Tortona y otras se lanzaron al rescate; 
										los estandartes de las guildas de 
										Verona, Padua, Vicenzia y Trevisso, 
										llameaban juntos en el campamento de las 
										ciudades contra los estandartes del 
										emperador y de la nobleza. El año 
										siguiente se formó la alianza 
										lombarda, y sesenta años después 
										vemos ya que esta liga se fortificó con 
										las alianzas de muchas otras ciudades, y 
										constituyó una organización durable que 
										guardaba la mitad de sus fondos de 
										guerra en Génova y la mitad en Venecia. 
										En Toscana, Florencia encabezaba otra 
										liga poderosa, la de Toscana, a 
										la que pertenecían Lucea, Bologna, 
										Pistoia y otras ciudades, y la cual 
										desempeñó un papel importante en la 
										derrota de la nobleza de Italia central. 
										Ligas más reducidas eran, en aquella 
										misma época, el fenómeno más corriente. 
										De tal modo, es indudable que a pesar de 
										que existía rivalidad entre las 
										ciudades, y no era difícil sembrar la 
										discordia entre ellas, esta rivalidad no 
										impedía a las ciudades unirse para la 
										defensa común de su libertad. Solamente 
										más tarde, cuando cada una de las 
										ciudades se convirtió en un pequeño 
										Estado, empezaron entre ellas guerras, 
										como sucede siempre que los Estados 
										comienzan a luchar entre sí por el 
										predominio o por las colonias. 
										Ligas semejantes se formaron, con el 
										mismo fin, en Alemania. Cuando, bajo los 
										herederos de Conrado, el país se 
										convirtió en un campo de interminables 
										guerras de venganza entre los barones, 
										las ciudades de Westfalia 
										formaron una liga contra los caballeros, 
										y uno de los puntos del pacto era la 
										obligación de no dar nunca préstamo de 
										dinero al caballero que continuara 
										ocultando mercancías robadas. En los 
										tiempos en que "los caballeros y la 
										nobleza vivían de la rapiña y mataban a 
										quienes querían", como dice la queja de 
										Worms (Wormser Zorn), las 
										ciudades del Rhin (Mainz, Colonia, 
										Speier, Strassbourg y Basel) tomaron la 
										iniciativa de formar una liga para 
										perseguir a los saqueadores y mantener 
										la paz; pronto contó con sesenta 
										ciudades que habían ingresado en la 
										alianza. Más tarde, la liga de las 
										ciudades de Suabia, divididas en 
										tres círculos de paz- (Augsburg, 
										Constanza y Ulm) perseguía el mismo 
										objeto. Y a pesar de que estas alianzas 
										fueron rotas se prolongaron el tiempo 
										suficiente como para demostrar que 
										mientras los pretendidos pacificadores 
										-los reyes, emperadores y la Iglesia- 
										fomentaban la discordia, y ellos mismos 
										eran impotentes contra los rapaces 
										caballeros, el impulso para el 
										establecimiento de la paz y la unión 
										provino de las ciudades. Las ciudades -y 
										no los emperadores- fueron los 
										verdaderos creadores de la unión 
										nacional. 
										Alianzas similares, mejor dicho, 
										federaciones, con fines semejantes, se 
										organizaron también entre las aldeas, y 
										ahora que Luchaire ha llamado la 
										atención sobre este fenómeno es de 
										esperar que pronto conoceremos más 
										detalles de estas federaciones. Sabemos 
										que las aldeas se unieron en pequeñas 
										ligas en el distrito (contado) de 
										Florencia; también en los distritos 
										sometidos a Novgorod y Pskof. En cuanto 
										a Francia, existe el testimonio positivo 
										de la federación de diecisiete aldeas 
										campesinas que ha existido en el 
										Laonnais durante casi cien años (hasta 
										el año 1256) y que han luchado 
										obstinadamente por su independencia. 
										Además, en las vecindades de la ciudad 
										de Laon existían tres repúblicas 
										campesinas que tenían tartas juradas, 
										según el modelo de la Carta de Laon y 
										Soissons, y como sus tierras lindaban, 
										se apoyaban mutuamente en sus guerras de 
										liberación. En general, Luchaire opina 
										que muchas de tales uniones se formaron 
										en Francia en los siglos XII y XIII, 
										pero en la mayoría de los casos se han 
										perdido las noticias documentales sobre 
										ellas. Naturalmente, no estando 
										protegidas por muros, como las ciudades, 
										las uniones aldeanas fueron fácilmente 
										destruidas por los reyes y barones, pero 
										bajo algunas condiciones favorables, 
										cuando hallaron apoyo en las uniones de 
										las ciudades, o protección en sus 
										montañas, semejantes repúblicas 
										campesinas se hicieron independientes, 
										como ocurrió en la Confederación Suiza. 
										En cuanto a las uniones concertadas por 
										las ciudades con fines especiales, eran 
										un fenómeno muy corriente. Las 
										relaciones establecidas en el período de 
										liberación, cuando las ciudades se 
										copiaban mutuamente las cartas, no se 
										interrumpieron posteriormente. A veces 
										cuándo los seabini de cualquier 
										ciudad alemana debían pronunciar una 
										sentencia, en un caso para ellos nuevo y 
										complejo, y declaraban que no podían 
										hallar la resolución (des Urtheiles 
										nieht weise zu sean), enviaban 
										delegados a otra ciudad con el fin de 
										buscar una solución oportuna. Lo mismo 
										sucedía también en Francia. Sabemos 
										también que Forli y Ravenna 
										naturalizaban recíprocamente a sus 
										ciudadanos y les daban plenos derechos 
										en ambas ciudades. 
										Someter una disputa surgida entre dos 
										ciudades, o dentro de la ciudad, a la 
										resolución de otra comuna, a la que 
										incitaban a actuar en calidad de 
										árbitro, estaba también en el espíritu 
										de la época. En cuanto a los pactos 
										comerciales entre las ciudades eran cosa 
										muy corriente. Las uniones para la 
										regulación de la producción y la 
										determinación del volumen de los toneles 
										utilizados en el comercio de vinos, las 
										"uniones de los arenqueros", etc., 
										fueron precursores de la gran federación 
										comercial de la Hansa flamenca, y más 
										tarde, de la gran Hansa germánica del 
										Norte, en la cual ingresaron la soberana 
										Novgorod y algunas ciudades polacas. La 
										historia de estas dos vastas uniones es 
										interesante en grado sumo, e 
										instructiva, pero se requerirían muchas 
										páginas para relatar su vida compleja y 
										multiforme. Observaré, solamente, que 
										gracias a las Uniones de la Edad Media 
										hicieron más por el desarrollo de las 
										relaciones internacionales, de la 
										navegación marítima y de los 
										descubrimientos marítimos que todos los 
										Estados de los primeros diecisiete 
										siglos de nuestra era. 
										Resumiendo lo dicho, las ligas y las 
										uniones entre pequeñas unidades 
										territoriales, lo mismo que entre los 
										hombres que se unían con fines comunes 
										en sus guildas correspondientes, y 
										también las federaciones entre las 
										ciudades y grupos de ciudades, 
										constituyó la esencia misma de la 
										vida y del pensamiento de todo este 
										período. Los primeros cinco siglos 
										del segundo milenio de nuestra era 
										(hasta el XVI) pueden ser considerados, 
										de tal modo, una colosal tentativa de 
										asegurar la ayuda mutua y el apoyo mutuo 
										en gran escala, sobre los principios de 
										la unión y de la colaboración, llevados 
										a través de todas las manifestaciones de 
										la vida humana y en todos los grados 
										posibles. Este intento fue coronado por 
										el éxito en grado considerable. Unió a 
										los hombres, antes divididos, les 
										aseguró una libertad considerable, 
										decuplicó sus fuerzas. En aquella época 
										en que multitud de toda clase de 
										influencias creaban en los hombres la 
										tendencia a aislarse de los otros en su 
										célula, y existía tal abundancia de 
										causas de discordia, es consolador ver y 
										observar que las ciudades diseminadas 
										por toda Europa tuvieran tanto en común 
										y que con tal presteza se unieran para 
										la persecución de tan numerosos 
										objetivos comunes. Verdad es que, al 
										final de cuentas, no resistieron ante, 
										enemigos poderosos. Practicaban 
										ampliamente los principios de ayuda 
										mutua, pero, sin embargo, separándose de 
										los campesinos labradores, aplicaron 
										estos principios a la vida de una manera 
										que no fue suficientemente amplia, y 
										privadas del apoyo de los campesinos, 
										las ciudades no pudieron resistir la 
										violencia de los reinos e imperios 
										nacientes. Pero no perecieron debido a 
										la enemistad recíproca, y sus errores no 
										fueron la consecuencia del desarrollo 
										insuficiente del espíritu federativo 
										entre ellos. 
										La nueva dirección tomada por la vida 
										humana en la ciudad de la Edad Media 
										tuvo enormes consecuencias en el 
										desarrollo de toda la civilización. A 
										comienzos del siglo XI, las ciudades de 
										Europa constituían solamente pequeños 
										grupos de miserables chozas, que se 
										refugiaban alrededor de iglesias bajas y 
										deformes, cuyos constructores apenas si 
										sabían trazar un arco. Los oficios, que 
										se reducían principalmente a la 
										tejeduría y a la forja, se hallaban en 
										estado embrionario; la ciencia 
										encontraba refugio sólo en algunos 
										monasterios. Pero trescientos cincuenta 
										años más tarde el aspecto mismo de 
										Europa cambió por completo. La tierra 
										estaba ya sembrada de ricas ciudades, y 
										estas ciudades hallábanse rodeadas por 
										muros dilatados y espesos que se 
										hallaban adornados por torres y puertas 
										ostentosas cada una de, las cuales 
										constituía una obra de arte. Catedrales 
										concebidas en estilo grandioso y 
										cubiertas por numerosos ornamentos 
										decorativos, elevaban a las nubes sus 
										altos campanarios, y en su arquitectura 
										se manifestaba tal audacia de 
										imaginación y tal pureza de forma, que 
										vanamente nos esforzamos en alcanzar en 
										la época presente. Los oficios y las 
										artes se elevaron a tal perfección que 
										aun, ahora apenas podemos decir que las 
										hemos superado en mucho, si no colocamos 
										la velocidad de la fabricación por 
										encima del talento inventiva del 
										trabajador y de la terminación de su 
										trabajo. Las naves de las ciudades 
										libres surcaban en todas direcciones el 
										mar Mediterráneo norte y sur; un 
										esfuerzo más y cruzarían el océano. En 
										vastas extensiones, el bienestar ocupó 
										el lugar de la miseria anterior; se 
										desarrolló y se extendió la educación. 
										Junto con esto se elaboró el método 
										científico de investigación -positivo y 
										natural en lugar de la escolástica 
										anterior- y fueron establecidas las 
										bases de la mecánica y de las ciencias 
										físicas. Más aún: estaban preparados 
										todos aquellos inventos mecánicos de que 
										tanto se enorgullece el siglo XIX. Tales 
										fueron los cambios mágicos que se habían 
										producido en Europa en menos de 
										cuatrocientos años. Y las pérdidas 
										sufridas por Europa cuando cayeron sus 
										ciudades libres pueden ser plenamente 
										apreciadas si se compara el siglo 
										diecisiete con el catorce o hasta con el 
										trece. En el siglo dieciocho desapareció 
										el bienestar que distinguía a Escocia, 
										Alemania, las llanuras de Italia. Los 
										caminos decayeron, las ciudades se 
										despoblaron, el trabajo libre se 
										convirtió en esclavitud, las artes se 
										marchitaron, y hasta el comercio decayó. 
										. Si tras las ciudades medievales no 
										hubiera quedado monumento escrito 
										alguno, por los cuales se pudiera juzgar 
										el esplendor de su vida, si hubieran 
										quedado tras ellas solamente los 
										monumentos de su arte arquitectónico, 
										que hallamos dispersos por toda Europa, 
										de Escocia a Italia, y de Gerona, en 
										España, hasta Breslau, en el territorio 
										eslavo, aun entonces podríamos decir que 
										la época de las ciudades independientes 
										fue la del máximo florecimiento del 
										intelecto humano durante todos los 
										siglos del cristianismo, hasta el fin 
										del siglo XVIII. Mirando, por ejemplo, 
										el cuadro medieval que representa 
										Nuremberg, con sus decenas de torres y 
										elevados campanarios que llevaban en si 
										cada una el sello del arte creador 
										libre, apenas podemos imaginar que sólo 
										trescientos años antes Nuremberg era 
										únicamente un montón de chozas 
										miserables. 
										Lo mismo con respecto a todas las 
										ciudades libres de la Edad Media, sin 
										excepción. Y nuestro asombro aumenta a 
										medida que observamos en detalle la 
										arquitectura y los ornatos de cada una 
										de las innumerables iglesias, 
										campanarios, puertas de las ciudades y 
										casas consistoriales, diseminados por 
										toda Europa, empezando por Inglaterra, 
										Holanda, Bélgica, Francia e Italia, y 
										llegando, en el Este, hasta Bohemia y 
										hasta las ciudades de la Galitzia 
										polaca, ahora muertas. No solamente 
										Italia -madre del arte-, sino toda 
										Europa, estaba repleta de semejantes 
										monumentos. Es extraordinariamente 
										significativo, además, el hecho de que 
										de todas las artes, la arquitectura arte 
										social por excelencia alcanzara en esta 
										época el más elevado desarrollo. Y 
										realmente, tal desarrollo de la 
										arquitectura fue posible sólo como 
										resultado de la sociabilidad altamente 
										desarrollada en la vida de entonces. 
										La arquitectura medieval alcanzó tal 
										grandeza no sólo porque era el 
										desarrollo natural de un oficio 
										artístico, como insistió sobre esto 
										justamente Ruskin; no solamente porque 
										cada edificio y cada ornato 
										arquitectónico fueron concebidos por 
										hombres que conocían por la experiencia 
										de sus propias manos cuáles efectos 
										artísticos pueden producir la piedra, el 
										hierro, el bronce o simplemente las 
										vigas y el cemento mezclado con 
										guijarros; no sólo porque cada monumento 
										era el resultado de la experiencia 
										colectiva reunida, acumulada en cada 
										arte u oficio, la arquitectura medieval 
										era grande porque era la expresión de 
										una gran idea. Como el arte griego, 
										surgió de la concepción de la 
										fraternidad y unidad alentadas por la 
										ciudad. Poseía una audacia que pudo ser 
										lograda sólo merced a la lucha atrevida 
										de las ciudades contra sus opresores y 
										vencedores; respiraba energía porque 
										toda la vida de la ciudad estaba 
										impregnada de energía. La catedral o la 
										casa consistorial de la ciudad 
										encarnaba, simbolizaba, el organismo en 
										el cual cada albañil y picapedrero eran 
										constructores. El edificio medieval 
										nunca constituía el designio de un 
										individuo, para cuya realización 
										trabajan miles de esclavos, desempeñando 
										un trabajo determinado por una idea 
										ajena: toda la ciudad tomaba parte en su 
										construcción. El alto campanario era 
										parte de un gran edificio; en el que 
										palpitaba la vida de la ciudad; no 
										estaba colocado sobre una plataforma que 
										no tenla sentido como la torre Eiffel de 
										París; no era una construcción falsa, de 
										piedra: erigida con objeto de ocultar la 
										fealdad del armazón de hierro que le 
										servía de base, como fue hecho 
										recientemente en el Towér Bridge, 
										Londres. Como la Acrópolis de Atenas, la 
										catedral de la ciudad medieval tenía por 
										objeto glorificar las grandezas de la 
										ciudad victoriosa; encarnaba y 
										espiritualizaba la unión de los oficios, 
										era la expresión del sentimiento de cada 
										ciudadano, que se enorgullecía de su 
										ciudad, puesto que era su propia 
										creación. No raramente ocurría también 
										que la ciudad, habiendo realizado con 
										éxito la segunda: resolución de los 
										oficios menores, comenzaba a construir 
										una nueva catedral con objeto de 
										expresar la unión nueva, más profunda y 
										amplia, que había aparecido en su vida. 
										Las catedrales y casas consistoriales de 
										la Edad Media tienen un rasgo asombroso 
										más. Los recursos efectivos con que las 
										ciudades empezaron sus grandes 
										construcciones solían secar en la 
										mayoría de los casos, 
										desproporcionadamente reducidos. La 
										catedral de Colonia, por ejemplo, fue 
										iniciada con un desembolso anual de 500 
										marcos en total; una donación de 100 
										marcos se inscribió como dádiva 
										importante. Hasta cuando la obra se 
										aproximaba a su fin, el gasto anual 
										apenas avanzaba a 5.000 marcos, y nunca 
										sobrepasó los 14.000. La catedral de 
										Basilea fue construida con los mismos 
										insignificantes medios. Pero cada 
										corporación ofrendaba para su 
										monumento común tu parte de 
										piedra de trabajo y de genio decorativo. 
										Cada guilda expresaba en ese momento sus 
										opiniones políticas, refiriendo, en la 
										piedra o el bronce, la historia de la 
										ciudad, glorificando los principios de 
										libertad, igualdad y fraternidad; 
										ensalzando a los aliados de la ciudad y 
										condenando al fuego eterno a sus 
										enemigos. Y cada guilda expresaba su 
										amor al monumento común ornándolo 
										ricamente con ventanas y vitrales, 
										pinturas, "con puertas de iglesia dignas 
										de ser las puertas del cielo" -según la 
										expresión de Miguel Angel- o con ornatos 
										de piedra en todos los más pequeños 
										rincones de la construcción. Las 
										pequeñas ciudades, y hasta las más 
										pequeñas parroquias, rivalizaban en este 
										género de trabajos con las grandes 
										ciudades, y las catedrales de Lyon o de 
										Saint Ouen apenas ceden a la catedral de 
										Reims, a la Casa Consistorial de Bremen 
										o al campanario del Consejo Popular de 
										Breslau. "Ninguna obra debe ser 
										comenzada por la comuna si no ha sido 
										concebida en consonancia con el gran 
										corazón del la comuna, formada por los 
										corazones de todos sus ciudadanos, 
										unidos en una sola voluntad común" 
										-tales eran las palabras del Consejo de 
										la Ciudad, en Florencia-; y este 
										espíritu se manifiesta en todas las 
										obras comunales que están destinadas a 
										la utilidad pública, como por, ejemplo, 
										en los canales, las terrazas, los 
										plantíos de viñedos y frutales alrededor 
										de Florencia, o en los canales de 
										regadío que atravesaban las llanuras de 
										Lombardía, en el puerto y en el 
										acueducto de Génova, y, en suma, en 
										todas las construcciones comunales que 
										se emprendían en casi todas las ciudades 
										Todas las artes tenían el mismo éxito en 
										las ciudades medievales, y nuestras 
										adquisiciones actuales en este campo, en 
										la mayoría de los casos, no. son nada 
										más que la prolongación de lo que había 
										crecido entonces. El bienestar de las 
										ciudades flamencas se fundaba en la 
										fabricación de los finos tejidos de 
										lana., Florencia, a comienzos del siglo 
										XIV hasta la epidemia de la "muerte 
										negra", fabricaba de 70.000 a 100.000 
										piezas de lana, que se evaluaban en 
										1.200.000 florines de oro. El cincelado 
										de metales preciosos, el arte de la. 
										fundición, la forja artística del 
										hierro, fueron creación de las guildas 
										medievales (misterios), que alcanzaron 
										en sus respectivos dominios todo cuanto 
										se podia lograr mediante el trabajo 
										manual, sin, recurrir a la ayuda de un 
										motor mecánico poderoso; por medio del 
										traba o manual y la inventiva, pues, 
										sirviéndose de las palabras de Whewell, 
										"recibimos el pergamino y el papel, la 
										imprenta y el grabado, el vidrio 
										perfeccionado y el acero, la pólvora, el 
										reloj, el telescopio, la brújula 
										marítima, el calendario reformado, el 
										sistema decimal, el álgebra, la 
										trigonometría, la química, el 
										contrapunto (descubrimiento que equivale 
										a una nueva creación de la música): 
										hemos heredado todo esto de aquella 
										época que tan despreciativamente 
										llamamos "período de estancamiento"". 
										Verdad es que, como observó Whewell, 
										ninguno, de estos descubrimientos 
										introdujo un principio nuevo; pero la 
										ciencia medieval alcanzó algo más que el 
										descubrimiento real de nuevos 
										principios. Preparó al descubrimiento de 
										todos aquellos nuevos principios que 
										conocemos actualmente en el dominio de 
										las ciencias mecánicas: enseñó al 
										investigador a observar los hechos y 
										extraer conclusiones. Entonces se creó 
										la ciencia inductiva, y a pesar de que 
										no había captado aún plenamente el 
										sentido y la fuerza de la inducción, 
										echó las bases tanto de la mecánica como 
										de la física. Francis Bacon, Galileo y 
										Copérnico, fueron descendientes directos 
										de Roger Bacon y Miguel Scott, como la 
										máquina de vapor fue el producto directo 
										de las investigaciones sobre la presión 
										atmosférica- realizadas en las 
										universidades italianas y de la 
										educación matemática y técnica que 
										distinguía a Nurember. 
										Pero, ¿es necesario, en verdad, 
										extenderse y demostrar el progreso de 
										las ciencias y de las artes en las 
										ciudades de la Edad Media? ¿No basta 
										mencionar simplemente las catedrales, en 
										el campo de las artes, y la lengua 
										italiana y el poema de Dante, en el 
										dominio del pensamiento, para dar en 
										seguida la medida de lo que creó la 
										ciudad medieval durante los cuatro 
										siglos de su existencia? 
										No cabe duda alguna de que las ciudades 
										medievales prestaron un servicio inmenso 
										a la civilización europea. Impidieron 
										que Europa cayera en los estados 
										teocráticos y despóticos que se crearon 
										en la antigüedad en Asia; diéronle 
										variedad de manifestaciones vivientes, 
										seguridad en sí misma, fuerza de 
										iniciativa y aquella enorme energía 
										intelectual y moral que posee ahora y 
										que es la mejor garantía de que la 
										civilización europea podrá rechazar toda 
										nueva invasión de Oriente. 
										Pero, ¿por qué estos centros de 
										civilización que trataron de hallar 
										respuestas a las exigencias de la 
										naturaleza humana y que se distinguieron 
										por tal plenitud de vida no pudieron 
										prolongar su existencia? ¿Por qué en el 
										siglo XVI fueron atacadas de debilidad 
										senil y por qué, después de haber 
										rechazado tantas invasiones exteriores y 
										de haber sabido extraer una nueva 
										energía aun de sus discordias 
										interiores, estas ciudades, al final de 
										cuentas, cayeron víctimas de los ataques 
										exteriores y de las disensiones 
										intestinas? 
										Diferentes causas provocaron esta caída, 
										algunas de las cuales tuvieron su raíz 
										en el pasado lejano, mientras que las 
										otras fueron el resultado de errores 
										cometidos por las ciudades mismas. El 
										impulso en este sentido fue dado 
										primeramente por las tres invasiones de 
										Europa: la mogol a Rusia en el siglo 
										XIII, la turca a la península balcánica 
										y a los eslavos del Este, en el siglo 
										XV, y la invasión de los moros a España 
										y Sur de Francia, desde el siglo IX 
										hasta el XII. Detener estás invasiones 
										fue muy difícil; y se consiguió arrojar 
										a los mogoles, turcos y moros, que se 
										habían afirmado en diferentes lugares de 
										Europa, solamente cuando en España y 
										Francia, Austria y Polonia, en Ucrania y 
										en Rusia, los pequeños y débiles 
										knyaziá, condes, príncipes, etc., 
										sometidos por los más fuertes de ellos, 
										comenzaron a formar, estados capaces de 
										mover ejércitos numerosos contra los 
										conquistadores orientales. 
										De tal modo, a fines del siglo XV, en 
										Europa, comenzó a surgir una serie de 
										pequeños estados, formados según el 
										modelo romano antiguo. En cada país y en 
										cada dominio, cualquiera de los señores 
										feudales que fuera más astuto que los 
										otros, más inclinado a la codicia y, a 
										menudo, menos escrupuloso que su vecino, 
										lograba adquirir en propiedad personal 
										patrimonios más ricos, con mayor 
										cantidad de campesinos, y también reunir 
										en tomo a sí mayor cantidad de 
										caballeros y mesnaderos y acumular más 
										dinero en sus arcas. Un barón, rey o 
										knyaz, generalmente escogía como 
										residencia no una ciudad administrativa 
										con el consejo popular, sino un grupo de 
										aldeas, de posición geográfica 
										ventajosa, que no se habían 
										familiarizado aún con la vida libre de 
										la ciudad; París, Madrid, Moscú, que sé, 
										convirtieron en centros de grandes 
										Estados, se hallaban justamente en tales 
										condiciones; y con ayuda del trabajo 
										servil se creó aquí la ciudad real 
										fortificada, a la cual atraía, mediante 
										una distribución generosa de aldeas 
										"para alimentarse", a los compañeros de 
										hazañas, y también a los comerciantes, 
										que gozaban de la protección que él 
										ofrecía al comercio. 
										Así se citaron, mientras se hallaban aún 
										en condición embrionaria, los futuros 
										estados, qué comenzaron gradualmente a 
										absorber a otros centros iguales. Los 
										jurisconsultos, educados en el estudio 
										del derecho romano, afluían de buen 
										grado a tales ciudades; una raza de 
										hombres, tenaz y ambiciosa, surgida de 
										entre los burgueses y que odiaba por 
										igual la altivez de los feudales Ala 
										manifestación de lo que llamaban 
										iniquidad de los campesinos. Ya las 
										formas mismas de la comuna aldeana, 
										desconocidas en sus códigos, los mismos 
										principios del federalismo, les eran 
										odiosos, como herencia de los 
										bárbaros. Su ideal era el cesarismo, 
										apoyado por la ficción del consenso 
										popular y -especialmente- por la fuerza 
										de las armas; y trabajaban celosamente 
										para aquellos en quienes confiaban para 
										la realización de este ideal. 
										La Iglesia cristiana, que antes se había 
										rebelado contra el derecho romano y que 
										ahora se había convertido en su aliada, 
										trabajaba en el mismo sentido. Puesto 
										que la tentativa de formar un imperio 
										teocrático en Europa, bajo la supremacía 
										del Papa, no fue coronada por el éxito, 
										los obispos más inteligentes y 
										ambiciosos comenzaron a ofrecer entonces 
										apoyo a los que consideraban capaces de 
										reconstituir el poder de los reyes de 
										Israel y el de los emperadores de 
										Constantinopla. La Iglesia investía a 
										los gobernantes que surgían con su 
										santidad; los coronaba como 
										representantes de Dios sobre la tierra, 
										ponía a su servicio la erudición y el 
										talento estadista de sus servidores; les 
										traía sus bendiciones y, sus 
										maldiciones, sus riquezas y la simpatía 
										que ella conservaba entre los pobres. 
										Los campesinos, a los cuales las 
										ciudades no pudieron o no quisieron 
										liberar, viendo a los burgueses 
										impotentes para poner fin a las guerras 
										interminables entre los caballeros -por 
										las cuales los campesinos hubieron de 
										pagar tan caro- depositaron entonces sus 
										esperanzas en el rey, el emperador, el 
										gran knyaz; y ayudándoles a 
										destruir el poder de los señores 
										feudales, al mismo tiempo les ayudaron a 
										establecer el Estado Centralizado. Por 
										último, las guerras que tuvieron que 
										sostener durante dos siglos contra los 
										mogoles y los turcos, y la guerra santa 
										contra los moros en España, y del mismo 
										modo también aquellas guerras terribles 
										que pronto comenzaron dentro de cada 
										pueblo entre los centros crecientes de 
										soberanía: Ile de France y Borgogne, 
										Escocia e Inglaterra, Inglaterra y 
										Francia, Lituania y Polonia, Moscú y 
										Tver, etc., condujeron finalmente, a lo 
										mismo. Surgieron estados poderosos y las 
										ciudades tuvieron que entablar lucha no 
										sólo con las federaciones, débilmente 
										unidas entre sí, de los barones feudales 
										o knyaziá, sino con 
										centrosfuertemente organizados que 
										tenían a su disposición ejércitos 
										enteros de siervos. 
										Lo peor de todo era, sin embargo, que 
										los centros crecientes de la monarquía 
										hallaron apoyo en las disensiones que 
										surgían dentro de las ciudades mismas. 
										Una gran idea, sin duda, constituía la 
										base de la ciudad medieval, pero fue 
										comprendida con insuficiente amplitud. 
										La ayuda y el apoyo mutuo no pueden ser 
										limitados por las fronteras de una 
										asociación pequeña; deben extenderse a 
										todo lo circundante, de lo contrario, lo 
										circundante absorbe a la asociación; y 
										en este respecto, el ciudadano medieval, 
										desde el principio mismo, cometió un 
										error enorme. En lugar de considerar a 
										los campesinos y artesanos que se 
										reunían bajo la protección de sus muros, 
										como colaboradores que podían aportar su 
										parte en la obra de creación de la 
										ciudad -lo que han hecho en realidad-, 
										"las familias" de los viejos burgueses 
										se apresuraron a separarse netamente de 
										los nuevos inmigrantes. A los primeros, 
										es decir, a los fundadores de la ciudad, 
										se les dejaba todos los beneficios del 
										comercio comunal de ella, y el usufructo 
										de sus tierras, y a los segundos no se 
										les dejaba más, que el derecho de 
										manifestar libremente la habilidad de 
										sus manos. La ciudad, de tal modo, se 
										dividió en "burgueses". o "comuneros" y 
										en "residentes" o "habitantes". El 
										comercio, que tenía antes carácter 
										comunal, se convirtió ahora en 
										privilegio de las familias de los. 
										comerciantes y artesanos: de la guilda 
										mercantil y de algunas guildas de los 
										llamados "viejos oficios"; y el paso 
										siguiente: la transición al comercio 
										personal o a los privilegios de las 
										compañías capitalistas opresoras -de los 
										trusts- se hizo inevitable. 
										La misma división surgió también entre 
										la ciudad, en el sentido propio de la 
										palabra, y las aldeas que la rodeaban. 
										Las comunas medievales trataron, pues, 
										de liberar a los campesinos; pero, sus 
										guerras contra los feudales, poco a 
										poco, se convirtieron, como se ha dicho 
										antes, más bien en guerras por liberar 
										la ciudad misma del poder, de los 
										feudales que por liberar a los 
										campesinos. Entonces las ciudades 
										dejaron a los feudales sus derechos 
										sobre los campesinos, con la condición 
										de que no causarían más daño a la ciudad 
										y se hicieron "conciudadanos". Pero la 
										nobleza "adoptada" por la ciudad 
										introdujo sus viejas guerras familiares, 
										en los límites de ella. No se conformaba 
										con la idea de qué los nobles debían 
										someterse al tribunal de simples 
										artesanos y comerciantes, y continuó 
										librando en las calles de las ciudades 
										sus viejas guerras tribales por venganza 
										de sangre. En cada ciudad existían sus 
										Colonnas y Orsinis, sus Montescos y 
										Capuletos, sus Overtolzes y Wises. 
										Extrayendo mayores rentas de las 
										posesiones que consiguieron conservar, 
										los señores feudales se rodearon de 
										numerosos clientes e introdujeron 
										hábitos y costumbres feudales en la vida 
										de la ciudad misma. Cuando en las 
										ciudades comenzó a surgir el descontento 
										entre las clases artesanas contra las 
										viejas guildas y familias, los feudales 
										comenzaron a ofrecer a ambas partes sus 
										espadas y sus numerosos servidores para 
										resolver, por medio de la guerra, los 
										conflictos que surgían, en lugar de dar 
										al descontento una salida pacífica 
										valiéndose de los medios que hasta 
										entonces había hallado siempre, sin 
										recurrir a las armas. 
										El error más grande y más fatal cometido 
										por la mayoría de las ciudades fue 
										también el basar sus riquezas en el 
										comercio y la industria, junto con un 
										trato despectivo hacia la agricultura. 
										De tal modo, repitieron el error 
										cometido ya una vez por las ciudades de 
										la antigua Grecia y debido al cual 
										cayeron en los mismos crímenes. Pero el 
										distanciamiento entre las ciudades y la 
										tierra las arrastró, necesariamente, a 
										una política hostil hacia. las clases 
										agrícolas, que se hizo especialmente 
										visible en Inglaterra. durante Eduardo 
										III, en Francia durante las 
										jacqueries (las grandes rebeliones 
										campesinas), en Bohemia en las guerras 
										hussitas, y en Alemania durante la 
										guerra de los campesinos del siglo XVI. 
										Por otra parte, la política comercial 
										arrastró también a las autoridades 
										populares urbanas a empresas lejanas, y 
										desarrolló la pasión' por enriquecerse 
										con las colonias. Surgieron las colonias 
										fundadas por las repúblicas italianas, 
										en, el sureste, en Asia Menor y a 
										orillas del mar Negro; por los alemanes 
										en el Este, en tierras eslavas, y por 
										los eslavos, es decir, por Novgorod y 
										Pskof, en el lejano noroeste. Entonces 
										fue necesario mantener ejércitos de 
										mercenarios para las guerras coloniales, 
										y luego esos mercenarios fueron 
										utilizados también para oprimir a los 
										mismos burgueses. Merced a esto, 
										ciudades enteras comenzaron a concertar 
										empréstitos en tales proporciones que 
										pronto tuvieron una influencia 
										profundamente desmoralizadora sobre los 
										ciudadanos; las ciudades se convirtieron 
										en tributarías y no raramente en 
										instrumentos obedientes en manos de 
										algunos de sus capitalistas. Asumir el 
										poder fue cosa muy ventajosa, y las 
										disensiones internas se desarrollaron en 
										mayores proporciones en cada elección, 
										durante las cuales la política colonial 
										desempeñaba un papel importante en 
										interés de unas pocas familias. La 
										división entre ricos y pobres, entre los 
										hombres "mejores" y "peores", se 
										extendió más y más, y en el siglo XVI el 
										poder real halló en cada ciudad aliados 
										y colaboradores dispuestos, a veces 
										entre "las familias" que luchaban por el 
										poder, y muy a menudo también entre los 
										pobres, a quienes prometían apaciguar a 
										los ricos. 
										Sin embargo, existía todavía una razón 
										de la decadencia de las instituciones 
										comunales, que era más profunda que las 
										restantes. La historia de las ciudades 
										medievales constituye uno de los 
										ejemplos más asombrosos de la poderosa 
										influencia de las ideas y de los 
										principios ,fundamentales 
										reconocidos por los hombres, sobre 
										el destino de la humanidad. Del mismo 
										modo nos enseña también que ante un 
										cambio radical en las ideas dominantes 
										de la sociedad, se producen resultados 
										completamente nuevos que encauzan la 
										vida en una nueva dirección. La fe en 
										sus fuerzas y en el federalismo, el 
										reconocimiento de la libertad y de la 
										administración propia a cada grupo 
										separado y en general, la estructura del 
										cuerpo político de lo simple a lo 
										complejo, tales fueron los pensamientos 
										dominantes del siglo XI., Pero desde 
										aquélla época, las concepciones 
										sufrieron un cambio completo., Los 
										eruditos jurisconsultos (legistas) que 
										habían estudiado, derecho romano y los 
										prelados de la Iglesia, estrechamente 
										unidos desde la época de Inocencio III, 
										lograron paralizar la idea la antigua 
										idea griega de la libertad y de la 
										federación que predominaba en la época 
										de la liberación de las ciudades y 
										existía primeramente en la fundación de 
										estas repúblicas. 
										Durante dos o tres siglos, los 
										jurisconsultos y el clero comenzaron a 
										enseñar, desde el púlpito, desde la 
										cátedra universitaria y en los 
										tribunales, que la salvación de los 
										hombres se encuentra en un estado 
										fuertemente centralizado, sometido al 
										poder semidivino de uno o de unos pocos; 
										que un hombre puede y debe 
										ser el salvador de la sociedad, y en 
										nombre de la salvación pública puede 
										realizar cualquier acto de violencia: 
										quemar a los hombres en las hogueras, 
										matarlos con muerte lenta en medio de 
										torturas indescriptibles, sumir 
										provincias enteras en la miseria más 
										abyecta. Y no escatimaron el dar 
										lecciones visuales en gran escala, y con 
										una crueldad inaudita se daban estas 
										lecciones donde quiera que pudiese 
										llegar la espada del rey o la hoguera de 
										la Iglesia Debido a estas lecciones y a 
										los ejemplos correspondientes, 
										constantemente repetidos e inculcados 
										por la fuerza en la conciencia pública 
										bajo el signo de la fe, del poder y de 
										lo que consideraba ciencia, la mente 
										misma de los hombres comenzó a adquirir 
										una nueva forma. Los ciudadanos 
										comenzaron a encontrar que ningún poder 
										puede ser desmedido, ningún asesinato 
										lento demasiado cruel cuando se trata de 
										la "seguridad pública". Y en esta nueva 
										dirección de las mentes, y en esta nueva 
										fe en la fuerza de un gobernante único, 
										el antiguo principio federal perdió su 
										fuerza, y junto con él murió también el 
										genio creador de las masas. La idea 
										romana venció, y en tales circunstancias 
										los estados militares centralizados 
										hallaron en las ciudades una presa 
										fácil. 
										La Florencia del siglo XV constituye el 
										modelo típico de semejante cambio. 
										Anteriormente, la revolución popular 
										solía ser el comienzo de un progreso 
										nuevo y más grande. Pero entonces, 
										cuando el pueblo, reducido a la 
										desesperación, se rebeló, ya no poseía 
										el espíritu constructivo v creador, y el 
										movimiento popular no produjo idea nueva 
										alguna. En lugar de los anteriores 
										cuatrocientos representantes ante el 
										consejo popular, se introdujeron en ella 
										cien. Pero esta revolución en los 
										números no condujo a nada. El 
										descontento popular crecía, y siguió una 
										serie de nuevas revueltas. Entonces se 
										buscó la salvación en el "tirano", que 
										recurrió a la masacre de los rebeldes, 
										pero la desintegración del organismo 
										comunal prosiguió. Y cuando, después de 
										una nueva revuelta, el pueblo florentino 
										solicitó consejo a su favorito, Jerónimo 
										Savonarola, el monje respondió: "Oh, 
										pueblo mío, tú sabes que no puedo 
										intervenir en los asuntos del estado... 
										Purifica tu alma, y si en tal 
										disposición de mente reformas la ciudad, 
										entonces tú, pueblo de Florencia, debes 
										comenzar la reforma de toda Italia". Se 
										quemaron las máscaras que se ponían 
										durante los paseos en carnaval y los 
										libros tentadores; se promulgó una ley 
										de ayuda a los pobres y otra dirigida 
										contra los usureros, pero la democracia 
										de Florencia quedó donde estaba. El 
										antiguo espíritu creador había 
										desaparecido. Debido a la excesiva 
										confianza en el gobierno, los 
										florentinos cesaron de confiar en sí 
										mismos; y demostraron ser impotentes 
										para renovar su vida. El estado no tuvo 
										más que avanzar y destruir sus últimas 
										libertades. Y así lo hizo. Y sin embargo, la corriente de ayuda y apoyo mutuo no se apagó en las masas, y continuó fluyendo aún después de esta derrota de las ciudades libres. Pronto surgió de nuevo, con fuerza poderosa, en respuesta al llamado comunista de los primeros propagandistas de la reforma, y siguió viviendo aún después de que las masas, que hablan sufrido de nuevo el fracaso en su tentativa de construir una nueva vida, inspirada por una religión reformada, cayeron bajo el poder de la monarquía. Fluye hoy todavía y busca los caminos para una nueva expresión que no será ya el estado, ni la ciudad medieval, ni la comuna aldeana de los bárbaros, ni la organización tribal de los salvajes, sino que, procediendo de todas estas formas, será más perfecta que ellas, por su profundidad y por la amplitud de sus principios humanos.  | 
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