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			 Piotr Kropotkin El apoyo mutuo 
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| Prólogo a la Edición Rusa - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 -Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 - Conclusión | |
										Capítulo 4LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL
										La sociabilidad y la necesidad de ayuda 
										y apoyo mutuo son cosas tan innatas de 
										la naturaleza humana, que no encontramos 
										en la historia épocas en que los hombres 
										hayan vivido dispersos en pequeñas 
										familias individuales, luchando entre sí 
										por los medios de subsistencia. Por el 
										contrario, las investigaciones modernas 
										han demostrado, como hemos visto en los 
										dos capítulos precedentes, que desde los 
										tiempos más antiguos de su vida 
										prehistórica, los hombres se unían ya en 
										clanes mantenidos juntos por la idea de 
										la unidad de origen de todos los 
										miembros del clan y por la veneración de 
										los antepasados comunes. Durante muchos 
										milenios, la organización tribal sirvió, 
										de tal modo, para unir a los hombres, a 
										pesar de que no existía en ella 
										decididamente ninguna autoridad para 
										hacerla obligatoria; y esta organización 
										de vida dejó una impresión profunda en 
										todo el desarrollo subsiguiente de la 
										humanidad. 
										Cuando los lazos del origen común 
										comenzaron a debilitarse a causa de las 
										migraciones frecuentes y lejanas, y el 
										desarrollo de la familia separada dentro 
										del clan mismo, también destruyó la 
										antigua unidad tribal; entonces, una 
										nueva forma de unión, fundada en el 
										principio territorial -es 
										decir, la comuna aldeana' fue llamada a 
										la vida por el genio social creador del 
										hombre. Esta institución, a su vez, 
										sirvió para unir a los hombres durante 
										muchos siglos, dándoles la posibilidad 
										de desarrollar más y más sus 
										instituciones sociales, y junto con eso, 
										ayudándalos a atravesar los períodos más 
										sombríos de la historia sin haberse 
										desintegrado en conglomerados de 
										familias e individuos a quienes nada 
										ligaba entre sí. Gracias a esto, como 
										hemos visto en los dos capítulos 
										precedentes, el hombre pudo avanzar al 
										máximo en su desarrollo y elaborar una 
										serie de instituciones sociales 
										secundarias, muchas de las cuales han 
										sobrevivido hasta el presente. 
										Ahora tenemos que seguir el desarrollo 
										más avanzado de aquella tendencia a la 
										ayuda mutua, siempre inherente al 
										hombre. Tomando las comunas aldeanas de 
										los llamados bárbaros en la época en que 
										entraron en el nuevo período de 
										civilización, después de la caída del 
										imperio romano de Occidente, debemos 
										estudiar ahora las nuevas formas en que 
										se encauzaron las necesidades sociales 
										de las masas durante la edad media, y 
										especialmente, las guildas medievales
										en la ciudad medieval 
										Los así llamados bárbaros de los 
										primeros siglos de nuestra era, lo mismo 
										que muchas tribus mogólicas, africanas, 
										árabes, etc., que aún ahora se 
										encuentran en el mismo nivel de 
										desarrollo, no sólo no se parecían a los 
										animales sanguinarios con los que se les 
										compara a menudo, sino que, por el 
										contrario, invariablemente preferían la 
										paz a la guerra. Con excepción de 
										algunas pocas tribus, que durante las 
										grandes migraciones fueron arrojadas a 
										los desiertos estériles o a las altas 
										zonas montañosas, y de tal modo se 
										vieron obligadas a vivir de incursiones 
										periódicas contra sus vecinos más 
										afortunados; con excepción de estas 
										tribus, decíamos, la gran mayoría de los 
										germanos, sajones, celtas, eslavos, 
										etc., en cuanto se asentaron en sus 
										tierras recién conquistadas, 
										inmediatamente se volvieron al arado, o 
										al pico, y a sus rebaños. Los códigos 
										bárbaros más antiguos nos describen ya 
										sociedades compuestas de comunas 
										agrícolas pacíficas, y de ninguna manera 
										hordas desordenadas de hombres que se 
										hallaban en guerra ininterrumpida entre 
										sí. 
										Estos bárbaros cubrieron los piases 
										ocupados por ellos de aldeas y granjas; 
										desbrozaron los bosques, construyeron 
										puentes sobre los torrentes bravíos, 
										levantaron senderos de tránsito sobre 
										los pantanos, colonizaron el desierto 
										completamente inhabitable hasta 
										entonces, y dejaron las arriesgadas 
										ocupaciones guerreras a las hermandades, 
										scholae, mesnadas de hombres inquietos 
										que se reunían alderedor de caudillos 
										temporarios, que iban de lugar en lugar 
										ofreciendo su pasión de aventuras, sus 
										armas y conocimientos de los asuntos 
										militares para proteger la población que 
										deseaba sólo una cosa: que la 
										permitieran vivir en paz. Bandas de 
										tales guerreros iban y venían, librando 
										entre sí guerras tribales por venganzas 
										de sangre; pero la masa principal de la 
										población continuaba arando la tierra, 
										prestando muy poca atención a sus 
										pretendidos caudillos, mientras no 
										perturbara la independencia de las 
										comunas aldeanas. Y esta masa de nuevos 
										pobladores. de Europa elaboró, ya 
										entonces, sistemas de posesión de la 
										tierra y métodos de cultivo que hasta 
										ahora permanecen en vigor y en uso entre 
										centenares de millones de hombres. 
										Elaboraron su sistema de compensación 
										por las ofensas inferidas, en lugar de 
										la antigua venganza de sangre; 
										aprendieron los primeros oficios; y 
										después de haber fortificado sus aldeas 
										con empalizadas, ciudadelas de tierra y 
										torres, en donde podían ocultarse en 
										caso de nuevas incursiones, pronto 
										entregaron la protección de estas torres 
										y ciudadelas a quienes hacían de la 
										guerra un oficio. 
										Precisamente este pacifismo de los 
										bárbaros, y de ningún modo los supuestos 
										instintos bélicos, se convirtió de tal 
										manera en la fuente del sojuzgamiento de 
										los pueblos por los caudillos militares 
										que siguió a este período. Es evidente 
										que el mismo modo de vida de las 
										hermandades armadas daba a las mesnadas 
										oportunidades considerablemente mayores 
										para el enriquecimiento que las que 
										podrían presentárselas a los labradores 
										que llevaban una vida pacífica en sus 
										comunas agrícolas. Aun hoy vemos que los 
										hombres armados, de tanto en tanto, 
										emprenden incursiones de piratería para 
										matar a los matabeles africanos y 
										quitarles sus rebaños, a pesar de que 
										los matabeles sólo aspiran a la paz y 
										están dispuestos a comprarla aunque sea 
										a un precio elevado; así en la 
										antigüedad los mesnaderos evidentemente 
										no se distinguían por una escrupulosidad 
										mayor que sus descendientes 
										contemporáneos. De este modo se 
										apropiaron de ganado, hierro (que tenía 
										en aquellos tiempos un valor muy 
										elevado) y esclavos; y a pesar de que la 
										mayor parte de los bienes saqueados se 
										gastaba allí mismo en los gloriosos 
										festines que canta la poesía épica, de 
										todos modos una cierta parte quedaba y 
										contribuía a un enriquecimiento mayor. 
										En aquellos tiempos existían aún 
										abundancia de tierras incultas y no 
										había escasez de hombres dispuestos a 
										cultivarla siempre que pudieran 
										conseguir el ganado necesario y los 
										instrumentos de trabajo. Aldeas enteras 
										llevadas a la miseria por las 
										enfermedades, las epizootias del ganado, 
										los incendios o ataques de nuevos 
										inmigrantes, abandonaban sus casas y se 
										iban a la desbandada en búsqueda de 
										nuevos lugares de residencia lo mismo 
										que en Rusia aún en el presente hay 
										aldeas que vagan dispersas por las 
										mismas causas. Y he aquí que si algunos 
										de los hirdmen, es decir, jefes 
										de mesnaderos, ofrecían entregar a los 
										campesinos algún ganado para iniciar su 
										nuevo hogar, hierro para forjar el 
										arado, si no el arado mismo, y también 
										protección contra las incursiones y los 
										saqueos, y si declaraba que por algunos 
										años los nuevos colonos estarían exentos 
										de toda paga antes de comenzar a 
										amortizar la deuda, entonces los 
										inmigrantes de buen grado se asentaban 
										en su tierra. Por consiguiente, cuando 
										después de una lucha obstinada con las 
										malas cosechas, inundaciones y fiebres, 
										estos pioneros comenzaban a reembolsar 
										sus deudas, fácilmente se convertían en 
										siervos del protector del distrito. 
										Así se acumulaban las riquezas; y detrás 
										de las riquezas sigue siempre el poder. 
										Pero, sin embargo, cuanto más penetramos 
										en la vida de aquellos tiempos -siglo 
										sexto y séptimo- tanto más nos 
										convencemos de que para el 
										establecimiento del poder de la minoría 
										se requería, además de la riqueza y de 
										la fuerza militar, todavía un elemento. 
										Este elemento fue la ley y el derecho, 
										el deseo de las masas de mantener la paz 
										y establecer lo que consideraban 
										justicia; y este deseo dio a los 
										caudillos de las mesnadas, a los 
										knyazi, príncipes, reyes, etc., la 
										fuerza que adquirieron dos o tres siglos 
										después. La misma idea de la justicia, 
										nacida en el período tribal, pero 
										concebida ahora como la compensación 
										debida por la ofensa causada, pasé como 
										un hilo rojo a través de la historia de 
										todas las instituciones siguientes; y en 
										medida considerablemente mayor que las 
										causas militares o económicas, sirvió de 
										base sobre la cual se desarrolló la 
										autoridad de los reyes y de los señores 
										feudales. 
										En realidad, la principal preocupación 
										de las comunas aldeanas bárbaras era 
										entonces (como también ahora en los 
										pueblos contemporáneos nuestros, 
										situados en el mismo nivel de 
										desarrollo) la rápida suspensión de las 
										guerras familiares, surgidas de la 
										venganza de sangre, debidas a las 
										concepciones de la justicia, corrientes 
										entonces. No bien se producía una riña 
										entre dos comuneros, inmediatamente la 
										comuna, y la asamblea comunal, después 
										de escuchar el caso, fijaba la 
										compensación monetaria (wergeld), 
										es decir, la compensación que debía 
										pagar al perjudicado o a su familia, y 
										de modo igual también el monto de la 
										multa (fred) por la perturbación 
										de la paz, que se pagaba a la comuna. 
										Dentro de la misma comuna las 
										disensiones se arreglaban fácilmente de 
										este modo. Pero cuando se producía un 
										caso de venganza de sangre entre dos 
										tribus diferentes, o dos confederaciones 
										de tribus -entonces, a pesar de todas 
										las medidas tomadas para conjurar tales 
										guerras- era difícil encontrar el 
										árbitro o conocedor del derecho común, 
										cuya decisión fuera aceptable para ambas 
										partes, por confianza en su 
										imparcialidad y en su conocimiento de 
										las leyes más antiguas. La dificultad se 
										Complicaba aún más porque el derecho 
										común de las diferentes tribus y 
										confederaciones no determinaba 
										igualmente el monto de la compensación 
										monetaria en los diferentes casos. 
										Debido a esto, apareció la costumbre de 
										tomar un juez de entre las familias o 
										clanes conocidos por que conservaban la 
										ley antigua en toda su pureza, y poseían 
										el conocimiento de las canciones, 
										versos, sagas, etcétera, con cuya ayuda 
										se retenía la ley en la memoria. La 
										conservación de la ley, de este modo, se 
										hizo un género de arte, "misterio", 
										cuidadosamente transmitido de generación 
										en generación, en determinadas familias. 
										Así, por ejemplo, en Islandia y en los 
										otros países escandinavos, en cada 
										Alithing o asamblea nacional, el 
										lövsögmathr (recitador de los 
										derechos) cantaba de memoria todo el 
										derecho común, para edificación de los 
										reunidos, y en Irlanda, como es sabido, 
										existía una clase especial de hombres 
										que tenían la reputación de ser 
										conocedores de las tradiciones antiguas, 
										y debido a esto gozaban de gran 
										autoridad en calidad de jueces. Por 
										esto, cuando encontramos en los anales 
										rusos noticias de que algunas tribus de 
										Rusia noroccidental, viendo los 
										desórdenes que iban en aumento y que 
										tenían su origen en el hecho de que "el 
										clan se levanta contra el clan", 
										acudieron a los varingiar 
										normandos y les pidieron que se 
										convirtiesen en sus jueces y en 
										comandantes de sus mesnadas; cuando 
										vemos más tarde a los knyazi,
										elegidos invariablemente durante los 
										dos siglos siguientes de una misma 
										familia normanda, debemos reconocer que 
										los eslavos admitían en estos normandos 
										un mejor conocimiento de las leyes de 
										derecho común, el cual los diferentes 
										clanes eslavos reconocían como 
										conveniente para ellos. En este caso, la 
										posesión de las runas, que servían para 
										anotar las antiguas costumbres, fue 
										entonces una ventaja positiva en favor 
										de los normandos; a pesar de que en 
										otros casos existen también indicaciones 
										de que acudían en procura de jueces al 
										clan más "antiguo", es decir, a la rama 
										que se consideraba materna, y que las 
										resoluciones de estos jueces eran 
										consideradas justísimas. Por último, en 
										una época posterior vemos la 
										inclinación más notoria a elegir jueces 
										entre el clero cristiano, que entonces 
										se atenta aún al principio fundamental 
										del cristianismo, ahora olvidado: que la 
										venganza no constituye un acto de 
										justicia. Entonces el clero cristiano 
										abría sus iglesias como lugar de refugio 
										a los hombres que huían de la venganza 
										de sangre, y de buen grado intervenía en 
										calidad de mediador en los asuntos 
										criminales, oponiéndose siempre al 
										antiguo principio tribal: "vida por vida 
										y sangre por sangre". 
										En una palabra, cuanto más profundamente 
										penetramos en la historia de las 
										antiguas instituciones, tanto menos 
										encontramos fundamentos para la teoría 
										del origen militar de la autoridad que 
										sostiene Spencer. Juzgando por todo eso 
										hasta la autoridad que más tarde se 
										convirtió en fuente de opresión tuvo su 
										origen en las inclinaciones pacíficas de 
										las masas. 
										En todos los casos jurídicos, la multa 
										(fred) que a menudo alcanzaba a la mitad 
										del monto de la compensación 
										monetaria (wergeld) se ponía a 
										disposición de la asamblea comunal, y 
										desde tiempos inmemoriales se empleaba 
										en obras de utilidad común, o que 
										servían para la defensa. Hasta ahora 
										tiene el mismo destino (erección de 
										torres) entre los kabilas y algunas 
										tribus mogólicas; y tenemos testimonios 
										históricos directos de que aun bastante 
										más tarde, las multas judiciales, en 
										Pskov y en algunas ciudades francesas y 
										alemanas, se empleaban en la reparación 
										de las murallas de la ciudad. Por esto 
										era perfectamente natural que las multas 
										se confiaran a los jueces (knyaziá), 
										condes, etc., quienes, al mismo tiempo, 
										debían mantener la mesnada de hombres 
										armados para la defensa del territorio, 
										y también debían hacer cumplir la 
										sentencia. Esto se hizo costumbre 
										general en los siglos octavo y noveno, 
										hasta en los casos en que actuaba como 
										juez un obispo electo. De tal modo 
										aparecieron los gérmenes de la fusión en 
										una misma persona de lo que ahora 
										llamamos poder judicial y ejecutivo. 
										Además, la autoridad del rey, knyaz,
										conde, etc., estaba estrictamente 
										limitada, a estas dos funciones. No era, 
										de ningún modo, el gobernador del 
										pueblo, el poder supremo pertenecía aún 
										a la asamblea popular; no era ni 
										siquiera comandante de la milicia 
										popular, puesto que cuando el pueblo 
										tomaba las armas se hallaba bajo el 
										comando de un caudillo también electo, 
										que no estaba sometido al rey o al 
										knyaz, sino que era considerado su 
										igual. El rey o el knyaz era 
										señor todopoderoso sólo en sus dominios 
										personales. Prácticamente, en la lengua 
										de los bárbaros la palabra knung, 
										konung, koning o cyning -sinónimo 
										del rex latino-, no tenía otro 
										significado que el de simple caudillo 
										temporal o jefe de un destacamento de 
										hombres. El comandante de una flotilla 
										de barcos, o hasta de un simple navío 
										pirata, era también konung; aun ahora en 
										Noruega, el pescador que dirige la pesca 
										local se llama Not-kcing (rey de 
										las redes). Los honores con que más 
										tarde comenzaron a rodear la 
										personalidad del rey aún no existían 
										entonces, y mientras que el delito de 
										traición al clan se castigaba con la 
										muerte, por el asesinato del rey se 
										imponía solamente una compensación 
										monetaria, en cuyo caso solamente se 
										valoraba el rey tantas veces más que un 
										hombre libre común. Y cuando el rey (o 
										Kanut) mató a uno de los miembros de su 
										mesnada, la saga le representa 
										convocándolos a la asamblea (thing), 
										durante la cual se puso de rodillas 
										suplicando perdón. Su culpa fue 
										perdonada, pero sólo después de haber 
										aceptado pagar una compensación 
										monetaria nueve veces mayor que la 
										habitual, y de esta compensación recibió 
										él mismo una tercera parte, por la 
										pérdida de su hombre, una tercera parte 
										fue entregada a los parientes del muerto 
										y una tercera parte (en calidad de 
										fred, es decir multa) a la mesnada. 
										En realidad, fue necesario que se 
										efectuara el cambio más completo en las 
										concepciones corrientes, bajo la 
										influencia de la Iglesia y el estudio 
										del derecho romano, antes de que la idea 
										de la sagrada inviolabilidad comenzara a 
										aplicarse a la persona del rey. 
										Me saldría yo, sin embargo, de los 
										límites de los ensayos presentes si 
										quisiera seguir desde los elementos 
										arriba citados el desarrollo paulatino 
										de la autoridad. Historiadores tales 
										como Green y la señora de Green con 
										respecto a Inglaterra; Agustin Thierry, 
										Michelet y Luchaire en Francia; 
										Kaufmann, Janssen y hasta Nitzsch en 
										Alemania; Leo y Botta en Italia, y 
										Bielaief, Kostomarof y sus continuadores 
										en Rusia, y muchos otros, nos han 
										referido esto detalladamente. Han 
										mostrado cómo la población, plenamente 
										libre y que había acordado solamente 
										"alimentar" a determinada cantidad de 
										sus protectores militares, 
										paulatinamente se convirtió en sierva de 
										estos protectores; cómo el entregarse a 
										la protección de la Iglesia, o del señor 
										feudal (commendation), se convirtió en 
										una onerosa necesidad para los 
										ciudadanos libres, siendo la única 
										protección contra los otros depredadores 
										feudales; cómo el castillo del señor 
										feudal y del obispo se convirtió en un 
										nido de asaltantes, en una palabra, cómo 
										se introdujo el yugo del feudalismo y 
										cómo las cruzadas, librando a todos los 
										que llevaban la cruz, dieron el primer 
										impulso para la liberación del pueblo. 
										Pero no tenemos necesidad de referir 
										aquí todo esto, pues nuestra tarea 
										principal es seguir ahora la obra del 
										genio constructor de las masas 
										populares, en sus instituciones, que 
										servían a la obra de ayuda mutua. 
										En la misma época en que parecía que las 
										últimas huellas de la libertad habían 
										desaparecido entre los bárbaros, y que 
										Europa, caída bajo el poder de mil 
										pequeños gobernantes, se encaminaba 
										directamente al establecimiento de los 
										Estados teocráticos y despóticos que 
										comúnmente seguían al período bárbaro en 
										la época precedente de civilización, o 
										se encaminaba a la creación de las 
										monarquías bárbaras, como las que ahora 
										vemos en Africa, en esta misma época, 
										decíamos, la vida en Europa tomaba una 
										nueva dirección. Se encaminó en 
										dirección semejante a la que ya había 
										sido tomada una vez por la civilización 
										de las ciudades de la antigua Grecia. 
										Con unanimidad que nos parece ahora casi 
										incomprensible, y que durante mucho 
										tiempo realmente no ha sido observada 
										por los historiadores, las poblaciones 
										urbanas, hasta los burgos más pequeños, 
										comenzaron a sacudir el yugo de sus 
										señores temporales y espirituales. La 
										villa fortificada se rebeló contra el 
										castillo del señor feudal; primeramente 
										sacudió su autoridad, luego atacó al 
										castillo, y finalmente lo destruyó. El 
										movimiento se extendió de una ciudad a 
										otra, y en breve tiempo participaron de 
										él todas las ciudades europeas. En menos 
										de cien años, las ciudades libres 
										crecieron a orillas del Mediterráneo, 
										del mar del Norte, del Báltico, el 
										océano Atlántico y de los fiordos de 
										Escandinavia; al pie de los Apeninos, 
										Alpes Schwarzenwald, Grampianos, 
										Cárpatos; en las llanuras de Rusia, 
										Hungría, Francia y España. Por doquier 
										ardían las mismas rebeliones, que tenían 
										en todas partes los mismos caracteres, 
										pasando en todas partes aproximadamente 
										a través de las mismas formas y 
										conduciendo a los mismos resultados. 
										En cada ciudad pequeña, en cualquier 
										parte donde los hombres encontraban o 
										pensaban encontrar cierta protección 
										tras las murallas de la ciudad, 
										ingresaban en las "conjuraciones" 
										(cojurations), "hermandades y 
										amistades" (amicia), unidas por un 
										sentimiento común, e iban atrevidamente 
										al encuentro de la nueva vida de ayuda 
										mutua y de libertad. Y lograron realizar 
										sus aspiraciones tanto que, en 
										trescientos o cuatrocientos años cambió 
										por completo el aspecto de Europa. 
										Cubrieron el país de ciudades, en las 
										que se elevaron edificios hermosos y 
										suntuosos que eran expresión del genio 
										de las uniones libres de hombres libres, 
										edificios cuya belleza y expresividad 
										aún no hemos superado. Dejaron en 
										herencia a las generaciones siguientes, 
										artes y oficios completamente nuevos, y 
										toda nuestra educación moderna, con 
										todos los éxitos que ha obtenido y todos 
										los que se esperan en lo futuro, 
										constituyen solamente un desarrollo 
										ulterior de esta herencia. Y cuando 
										ahora tratamos de determinar qué fuerzas 
										produjeron estos grandes resultados, las 
										encontramos no en el genio de los héroes 
										individuales ni en la poderosa 
										organización de los grandes Estados, ni 
										en el talento político de sus 
										gobernantes, sino en la misma corriente 
										de ayuda mutua y apoyo mutuo, cuya obra 
										hemos visto en la comuna aldeana, y que 
										se animó y renovó en la Edad Media 
										mediante un nuevo género de uniones, las 
										guildas, inspiradas por el mismo 
										espíritu, pero que se había encauzado ya 
										en una nueva forma. 
										En la época presente, es bien sabido que 
										el feudalismo no implica la 
										descomposición de la comuna aldeana, a 
										pesar de que los gobernantes feudales 
										consiguieron imponer el yugo de la 
										servidumbre a los campesinos y 
										apropiarse de los derechos que antes 
										pertenecían a la comuna aldeana 
										(contribuciones, mano-muerta, impuestos 
										a la herencia y casamientos), los 
										campesinos, a pesar de todo, conservaron 
										dos derechos comunales fundamentales: la 
										posesión comunal de la tierra y la 
										jurisdicción propia. En tiempos pasados, 
										cuando el rey enviaba a su vogt Guez) a 
										la aldea, los campesinos iban al 
										encuentro del nuevo juez con flores en 
										una mano y un arma en la otra, y le 
										preguntaban qué ley tenía intención de 
										aplicar, si la que él hallaba en la 
										aldea o la que él traía. En el primer 
										caso, le entregaban las flores y lo 
										aceptaban, y en el segundo, entablaban 
										guerra contra él. Ahora los campesinos 
										habían de aceptar al juez enviado por el 
										rey o el señor feudal, puesto que no 
										podían rechazarlo; pero a pesar de todo, 
										retenían el derecho de jurisdicción para 
										la asamblea comunal, y ellos mismos 
										designaban seis, siete o doce jueces que 
										actuaban conjuntamente con el juez del 
										señor feudal, en presencia de la 
										asamblea comunal, en calidad de 
										mediadores o personas que "hallaban las 
										sentencias". En la mayoría de los casos, 
										ni siquiera quedaba al juez real o 
										feudal más que confirmar la resolución 
										de los jueces comunales y recibir la 
										multa (fred) habitual. 
										El preciso derecho al procedimiento 
										judicial propio, que en aquel tiempo 
										implicaba el derecho a la administración 
										propia y a la legislación propia, se 
										conserva en medio de todas las guerras y 
										conflictos. Ni siquiera los 
										jurisconsultos que rodeaban a Carlomagno 
										pudieron destruir este derecho; se 
										vieron obligados a confirmarlo. Al mismo 
										tiempo, en todos los asuntos relativos a 
										las posesiones comunales, la asamblea 
										comunal conservaba la soberanía y, como 
										ha sido demostrado por Maurer, a menudo 
										exigía la sumisión de parte del mismo 
										señor feudal en los asuntos relativos a 
										la tierra. El desarrollo más fuerte del 
										feudalismo no pudo quebrantar la 
										resistencia de la comuna aldeana: se 
										aferraba firmemente a sus derechos; y 
										cuanto, en el siglo noveno y en el 
										décimo, las invasiones de los normandos, 
										árabes y húngaros, mostraron claramente 
										que las mesnadas guerreras en realidad 
										eran impotentes para proteger el país de 
										las incursiones, por toda Europa los 
										campesinos mismos comenzaron a 
										fortificar sus poblaciones con muros de 
										piedras y fortines. Miles de centros 
										fortificados fueron erigidos entonces, 
										gracias a la energía de las comunas 
										aldeanas; y una vez que alrededor de las 
										comunas se erigieron baluartes y 
										murallas, y en este nuevo santuario se 
										crearon nuevos intereses comunales, los 
										habitantes comprendieron en seguida que 
										ahora, detrás de sus muros, podían 
										resistir no sólo los ataques de los 
										enemigos exteriores, sino también los 
										ataques de. los enemigos interiores, es 
										decir, los señores feudales. Entonces 
										una nueva vida libre comenzó a 
										desarrollarse dentro de estas 
										fortalezas. Había nacido la ciudad 
										medieval. 
										Ningún período de la historia sirve de 
										mejor confirmación de las fuerzas 
										creadoras del pueblo que los siglos 
										décimo y undécimo, en que las aldeas 
										fortificadas y las villas comerciales 
										que constituían un género de "oasis en 
										la selva feudal" comenzaron a liberarse 
										del yugo de los señores feudales y a 
										elaborar lentamente la organización 
										futura de la ciudad. Por desgracia, los 
										testimonios históricos de este período 
										se distinguen por su extrema escasez: 
										conocemos sus resultados, pero muy poco 
										ha llegado hasta nosotros sobre los 
										medios con que estos resultados fueron 
										obtenidos. Bajo la protección de sus 
										muros, las asambleas urbanas -algunas 
										completamente independientes, otras bajo 
										la dirección de las principales familias 
										de nobles o de comerciantes- 
										conquistaron y consolidaron el derecho a 
										elegir el protector militar de la ciudad
										(defensor municipit) y el del 
										juez supremo, o por lo menos el derecho 
										de elegir entre aquellos que expresaran 
										sus deseos de ocupar este puesto. En 
										Italia, las comunas jóvenes expulsaban 
										continuamente a sus protectores 
										(defensores o domina) y hasta 
										sucedió que las comunas debieron luchar 
										con los que no consentían en irse de 
										buen grado. Lo mismo sucedía en el Este. 
										En Bohemia, tanto los pobres como los 
										ricos (Bohemicae gentis magni 
										et parvi, nobiles et ignobiles), 
										tomaban igualmente parte en las 
										elecciones; y las asambleas populares 
										(viéche) de las ciudades rusas 
										regularmente elegían, ellas mismas, a 
										sus knyaz -siempre de una misma 
										familia, los Rurik-; contraían pactos 
										(convenciones) y expulsaban al knyaz
										si provocaba descontento. Al mismo 
										tiempo, en la mayoría de las ciudades 
										del Oeste y Sur de Europa existía la 
										tendencia a designar en calidad de 
										protector de la ciudad (defensor) 
										al obispo, que la ciudad misma elegía; y 
										los obispos a menudo sobresalieron tanto 
										en la defensa de los privilegios 
										(inmunidades) y de las libertades 
										urbanas, que muchos de ellos, después de 
										muertos, fueron reconocidos como santos 
										o patronos especiales de sus diferentes 
										ciudades. San Uthelred de Winchester, 
										San Ulrico de Augsburg, San Wolfgang de 
										Ratisbona, San Heriberto de Colonia, San 
										Adalberto de Praga, etc., y numerosos 
										abates y monjes se convirtieron en 
										santos de sus ciudades por haber 
										defendido sus derechos populares. Y con 
										la ayuda de estos nuevos defensores, 
										laicos y clérigos, los ciudadanos 
										conquistaron para su asamblea popular 
										plenos derechos a la independencia en la 
										jurisdicción y administración. 
										Todo el proceso de liberación fue 
										avanzando poco a poco, gracias a una 
										serie ininterrumpida de actos en que se 
										manifestaba su fidelidad a la obra común 
										y que eran realizados por hombres 
										salidos de las masas populares, por 
										héroes desconocidos, cuyos mismos 
										nombres no han sido conservados por la 
										historia. El asombroso movimiento, 
										conocido bajo el nombre de "paz de Dios
										(treuga Dei)", con cuya ayuda las 
										masas populares trataban de poner límite 
										a las interminables guerras tribales por 
										venganza de sangre que se prolongaba 
										entre las familias de los notables, 
										nació en las jóvenes ciudades libres, y 
										los obispos y los ciudadanos se 
										esforzaban por extender a la nobleza la 
										paz que establecieron entre ellos, 
										dentro de sus murallas urbanas. 
										Ya en este período, las ciudades 
										comerciales de Italia, y en especial 
										Amalfi (que tenía cónsules electos desde 
										el año 844) y a menudo cambiaban a su 
										dux en el siglo décimo, elaboraron el 
										derecho común marítimo y comercial, que 
										más tarde sirvió de ejemplo para toda 
										Europa. Ravenna elaboró, en la misma 
										época, su organización artesanal, y 
										Milán, que hizo su primera revolución en 
										el año 980, se convirtió en centro 
										comercial importante y su comercio 
										gozaba de una completa independencia ya 
										en el siglo undécimo. Lo mismo puede 
										decirse con respecto a Brujas y Gante, y 
										también a varias ciudades francesas en 
										las que el Mahl o forum (asamblea 
										popular) se había hecho ya una 
										institución completamente independiente. 
										Ya durante este período comenzó la obra 
										de embellecimiento artístico de las 
										ciudades con las producciones de la 
										arquitectura que admiramos aún, y que 
										atestiguan elocuentemente el movimiento 
										intelectual que se producía entonces. 
										"Casi por todo el mundo se renovaban los 
										templos" -escribía en su crónica Raúl 
										Cylaber, y algunos de los monumentos más 
										maravillosos de la arquitectura medieval 
										datan de este período: la asombrosa 
										iglesia antigua de Bremen fue construida 
										en el siglo noveno; la catedral de San 
										Marcos, en Venecia, fue terminada en el 
										año 1071, y la hermosa catedral de Pisa, 
										en el año 1063. En realidad, el 
										movimiento intelectual que se ha 
										descrito con el nombre de Renacimiento 
										del siglo duodécimo y de racionalismo 
										del siglo duodécimo, que fue precursor 
										de la Reforma, tiene su principio en 
										este período en que la mayoría de las 
										ciudades constituían aún simples 
										aglomeraciones de pequeñas comunas 
										aldeanas, rodeadas por una muralla 
										común, y algunas se convirtieron ya en 
										comunas independientes. 
										Pero se requería todavía otro elemento, 
										a más de la comuna aldeana, para dar a 
										estos centros nacientes de libertad e 
										ilustración la unidad de pensamiento y 
										acción y la poderosa fuerza de 
										iniciativa que crearon su poderío en el 
										siglo duodécimo y decimotercero. Bajo la 
										creciente diversidad de ocupaciones, 
										oficios y artes, y el aumento del 
										comercio con países lejanos, se requería 
										una forma de unión que no había dado aún 
										la comuna aldeana, y este nuevo elemento 
										necesario fue encontrado en las 
										guildas. Muchos volúmenes se han 
										escrito sobre estas uniones que, bajo el 
										nombre de guildas, hermandades, 
										drúzhestva, minne, artiél, en Rusia;
										esnaf en Servía y Turquía, 
										amkari en Georgia, etc., adquirieron 
										gran desarrollo en la Edad Media. Pero 
										los historiadores hubieron de trabajar 
										más de sesenta años sobre esta cuestión 
										antes de que fuera comprendida la 
										universalidad de esta institución y 
										explicado su verdadero carácter. Sólo 
										ahora, que ya están impresos y 
										estudiados centenares de estatutos de 
										guildas y se ha determinado su relación 
										con los collegia romana, y 
										también con las uniones aún más antiguas 
										de Grecia e India, podemos afirmar con 
										plena seguridad que estas hermandades 
										son solamente el desarrollo mayor de 
										aquellos mismos principios cuya 
										aparición hemos visto ya en la 
										organización tribal y en la comuna 
										aldeana. 
										Nada puede ilustrar mejor estas 
										hermandades medievales que las guildas 
										temporales que se formaban en las naves 
										comerciales. Cuando la nave hanseática 
										se había hecho a la mar, solía ocurrir 
										que, pasado el primer medio día desde la 
										salida del puerto, el capitán o 
										skiper (Schiffer) generalmente 
										reunía en cubierta a toda la tripulación 
										y a los pasajeros y les dirigía, según 
										el testimonio de un contemporáneo, el 
										discurso siguiente: 
										"Como nos hallamos ahora a merced de la 
										voluntad de Dios y de las olas -decía- 
										debemos ser iguales entre nosotros. Y 
										puesto que estamos rodeados de 
										tempestades, altas olas, piratas 
										marítimos y otros peligros, debemos 
										mantener un orden estricto, a fin de 
										llevar nuestro viaje a un feliz término. 
										Por esto debemos rogar que haya viento 
										favorable y buen éxito y, según la ley 
										marítima, elegir a aquellos que ocuparán 
										el asiento de los jueces 
										(Schöffenstellen)". Y luego la 
										tripulación elegía a un Vogt y 
										cuatro scabini que se convertían 
										en jueces. Al final de la navegación, el
										Vogt y los scabini se 
										despojaban de su obligación y dirigían a 
										la tripulación el siguiente discurso: 
										"Debemos perdonarnos todo lo que sucedió 
										en la nave y considerarlo muerto 
										(todt und ab sein lassen). Hemos 
										juzgado con rectitud y en interés de la 
										justicia. Por esto, rogamos a todos 
										vosotros, en nombre de la justicia 
										honesta, olvidar toda animosidad que 
										podáis albergar el uno contra el otro y 
										jurar sobre el pan y la sal que no 
										recordaréis lo pasado con rencor. Pero 
										si alguno se considera ofendido, que se 
										dirija al Landvogt (juez de 
										tierra) y, antes de la caída del sol, 
										solicite justicia ante él". "Al 
										desembarcar a tierra todas las multas 
										(fred) cobradas en el camino se 
										entregaban al Vogt portuario para ser 
										distribuidas entre los pobres". 
										Este simple relato quizá caracterice 
										mejor que nada el espíritu de las 
										guildas medievales. Organizaciones 
										semejantes brotaban doquiera apareciese 
										un grupo de hombres unidos por alguna 
										actividad común: pescadores, cazadores, 
										comerciantes, viajeros, constructores, o 
										artesanos asentados, etc. Como hemos 
										visto, en la nave ya existía una 
										autoridad, en manos del capitán, pero, 
										para el éxito de la empresa común, todos 
										los reunidos en la nave, ricos y pobres, 
										los amos y la tripulación, el capitán y 
										los marineros, acordaban ser iguales en 
										sus relaciones personales -acordaban ser 
										simplemente hombres obligados a ayudarse 
										mutuamente- y se obligaban a resolver 
										todos los desacuerdos que pudieran 
										surgir entre ellos con la ayuda de los 
										jueces elegidos por todos. Exactamente 
										lo mismo cuando cierto número de 
										artesanos, albañiles, carpinteros, 
										picapedreros, etc., se unían para la 
										construcción, por ejemplo, de una 
										catedral, a pesar de que todos ellos 
										pertenecían a la ciudad, que tenía su 
										organización política, y a pesar de que 
										cada uno de ellos, además, pertenecía a 
										su corporación, sin embargo, al juntarse 
										para una empresa común -para una 
										actividad que conocían mejor que las 
										otras- se unían además en una 
										organización fortalecida por lazos más 
										estrechos, aunque fuesen temporarios: 
										fundaban una guilda, un artiél, para la 
										construcción de la catedral. Vemos lo 
										mismo, también actualmente, en el 
										kabileño. Los kabilas tienen su comuna 
										aldeana, pero resulta insuficiente para 
										la satisfacción de todas sus necesidades 
										políticas, comerciales y personales de 
										unión, debido a lo cual se constituye 
										una hermandad más estrecha en forma de
										cof. 
										En cuanto al carácter fraternal de las 
										guildas medievales, para su explicación, 
										puede aprovecharse cualquier estatuto de 
										guilda. Si tomamos, por ejemplo, la 
										skraa de cualquier guilda danesa 
										antigua, leemos en ella, primeramente, 
										que en las guildas deben reinar 
										sentimientos fraternales generales; 
										siguen luego las reglas relativas a la 
										jurisdicción propia en las guildas, en 
										caso de riña entre dos hermanos de las 
										guildas o entre un hermano y un extraño, 
										y por último, se enumeran los deberes de 
										los hermanos. Si la casa de un hermano 
										se incendia, si pierde su barca, si 
										sufre durante una peregrinación, todos 
										los demás hermanos deben acudir en su 
										ayuda. Si el hermano se enferma de 
										gravedad, dos hermanos deben permanecer 
										junto a su lecho hasta que pase el 
										peligro; si muere, los hermanos deben 
										enterrarlo -un deber de no poca 
										importancia en aquellos tiempos de 
										epidemias frecuentes- y acompañarlo 
										hasta la iglesia y la sepultura. Después 
										de la muerte de un hermano, si era 
										necesario, debían cuidarse de sus hijos; 
										muy a menudo, la viuda se convertía en 
										hermana de la guilda. 
										Los dos importantes rasgos arriba 
										citados se encuentran en todas las 
										hermandades, cualquiera que fuera la 
										finalidad para la cual han sido 
										fundadas. En todos los casos, los 
										miembros precisamente se trataban así y 
										se llamaban mutuamente hermano y 
										hermana. En las guildas, todos eran 
										iguales. Las guildas tenían en común 
										alguna propiedad (ganado, ,tierra, 
										edificios, iglesias o "ahorros 
										comunales"). Todos los hermanos juraban 
										olvidar todos los conflictos tribales 
										anteriores por venganza de sangre; y, 
										sin imponerse entre sí el deber 
										incumplible de no reñir nunca, llegaban 
										a un acuerdo para que la riña no pasara 
										a ser enemistad familiar con 
										todas las consecuencias de la venganza 
										tribal, y para que, en la solución de la 
										riña, los hermanos no se dirigieran a
										ningún otro tribunal fuera del 
										tribunal de la guilda de los 
										mismos hermanos. En el caso de que un 
										hermano fuera arrastrado a una riña con 
										una persona ajena a la guilda, 
										los hermanos estaban obligados a 
										apoyarlo a cualquier precio; y si fuera 
										él acusado, justa o injustamente, de 
										inferir la ofensa, los hermanos debían 
										ofrecerle apoyo y tratar de llevar el 
										asunto a una solución pacífica. Siempre 
										que la violencia ejercida por un hermano 
										no fuera secreta -en este último caso 
										estaría fuera de la ley- la hermandad 
										salía en su defensa. Si los parientes 
										del hombre ofendido quisieran vengarse 
										inmediatamente del ofensor con una 
										agresión, la hermandad lo proveería de 
										caballo para la huida, o de un bote, o 
										de un par de remos, de un cuchillo y un 
										acero para producir fuego; si permanecía 
										en la ciudad, lo acompañaba por todas 
										partes una guardia de doce hermanos; y 
										durante este tiempo la hermandad trataba 
										por todos los medios de arreglar la 
										reconciliación (composition). 
										Cuando el asunto llegaba a los 
										tribunales, los hermanos se presentaban 
										al tribunal para confirmar, bajo 
										juramento, la veracidad de las 
										declaraciones del acusado; si el 
										tribunal lo hallaba culpable, no le 
										dejaban caer en la ruina completa, o ser 
										reducido a la esclavitud debido a la 
										imposibilidad de pagar la indemnización 
										monetaria reclamada: todos participaban 
										en el pago de ella, exactamente lo mismo 
										que lo hacía en la antigüedad todo el 
										clan. Sólo en el caso de que el hermano 
										defraudara la confianza de sus hermanos 
										de guilda, o hasta de otras personas, 
										era expulsado de la hermandad con el 
										nombre de "inservible" (tha scal han 
										maeles af brödrescap met 
										nidings nafn). La 
										guilda era, de tal modo, prolongación 
										del "clan" anterior. 
										Tales eran las ideas dominantes de estas 
										hermandades que gradualmente se 
										extendieron a toda la vida medieval. En 
										realidad, conocemos guildas surgidas 
										entre personas de todas las profesiones 
										posibles: guildas de esclavos, guildas 
										de ciudadanos libres y guildas mixtas, 
										compuestas de esclavos y ciudadanos 
										libres; guildas organizadas con fines 
										especiales: la caza, la pesca o 
										determinada expedición comercial y que 
										se disolvían cuando se había logrado el 
										fin propuesto, y guildas que existieron 
										durante siglos en determinados oficios o 
										ramos de comercio. Y a medida que la 
										vida desarrollaba una variedad de fines 
										cada vez mayor, crecía, en proporción, 
										la variedad de las guildas. Debido a 
										esto, no sólo los comerciantes, 
										artesanos, cazadores y campesinos se 
										unían en guildas, sino que encontramos 
										guildas de sacerdotes, pintores, 
										maestros de escuelas primarias y 
										universidades; guildas para la 
										representación escénica de "La Pasión 
										del Señor", para la construcción de 
										iglesias, para el desarrollo de los 
										"misterios" de determinada escuela de 
										arte u oficio; guildas para 
										distracciones especiales, hasta guildas 
										de mendigos, verdugos y prostitutas, y 
										todas estas guildas estaban organizadas 
										según el mismo doble principio de 
										jurisdicción propia y de apoyo mutuo. En 
										cuanto a Rusia, poseemos testimonios 
										positivos que indican que el hecho mismo 
										de la formación de Rusia fue tanto obra 
										de los artieli de pescadores, cazadores 
										e industriales como del resultado del 
										brote de las comunas aldeanas. Hasta en 
										los días presentes, Rusia está cubierta 
										por artieli. 
										Se ve ya por las observaciones 
										precedentes cuán errónea era la opinión 
										de los primeros investigadores de las 
										guildas cuando consideraban como esencia 
										de esta institución la festividad anual 
										que era organizada comúnmente por los 
										hermanos. En realidad, el convite común 
										tenía lugar el mismo día, o el día 
										siguiente, después de realizada la 
										elección de los jefes, la deliberación 
										de las modificaciones necesarias en los 
										reglamentos y, muy a menudo, el juicio 
										de las riñas surgidas entre hermanos; 
										por último, en este día, a veces, se 
										renovaba el juramento de fidelidad a la 
										guilda. El convite común, como el 
										antiguo festín de la asamblea comunal de 
										la tribu -mahl o mahlum- o la 
										aba de los buriatos, o la fiesta 
										parroquias y el festín al finalizar la 
										recolección, servían simplemente para 
										consolidar la hermandad. Simbolizaba los 
										tiempos en que todo era del dominio 
										común del clan. En ese día, por lo 
										menos, todo pertenecía a todos; se 
										sentaban todos a una misma mesa. Hasta 
										en un período considerablemente más 
										avanzado, los habitantes de los asilos 
										de una de las guildas de Londres, ese 
										día, se sentaban a una mesa común junto 
										con los ricos alderpnen. 
										En cuanto a la diferencia que algunos 
										investigadores trataron de establecer 
										entre las viejas -guildas de paz" 
										sajonas (frith guild) y las 
										llamadas guildas "sociales" o 
										"religiosas", con respecto a esto puede 
										decirse que todas eran guildas de paz en 
										el sentido ya dicho y todas ellas eran 
										religiosas en el sentido en que la 
										comuna aldeana o la ciudad puesta bajo 
										la protección de un santo especial son 
										sociales y religiosas. Si la institución 
										de la guilda tuvo tan vasta difusión en 
										Asia, Africa y Europa, si sobrevivió un 
										milenio, surgiendo nuevamente cada vez 
										que condiciones similares la llamaban a 
										la vida, se explica porque la guilda 
										representaba algo considerablemente 
										mayor que una simple asociación para la 
										comida conjunta, o para concurrir a la 
										iglesia en determinado día, o para 
										efectuar el entierro por cuenta común. 
										Respondía a una necesidad hondamente 
										arraigada en la naturaleza humana; 
										reunía en sí todos aquellos atributos de 
										que posteriormente se apropió el Estado 
										por medio de su burocracias su policía, 
										y aun mucho más. La guilda era una 
										asociación para el apoyo mutuo "de hecho 
										y de consejo", en todas las 
										circunstancias y en todas las 
										contingencias de la vida; y era una 
										organización para el afianzamiento de la 
										justicia, diferenciándose del gobierno, 
										sin embargo, en que en lugar del 
										elemento formal, que era el rasgo 
										esencial característico de la 
										intromisión del Estado. Hasta cuando el 
										hermano de la guildas aparecía ante el 
										tribunal de la misma, era juzgado por 
										personas que le conocían bien, estaban a 
										su lado en el trabajo conjunto, se 
										habían sentado con él más de una vez en 
										el convite común, y juntos cumplían toda 
										clase de deberes fraternales; respondía 
										ante hombres que eran sus iguales y sus 
										hermanos verdaderos, y no ante teóricos 
										de la ley o defensores de ciertos 
										intereses ajenos. 
										Es evidente que una institución tal como 
										la guilda, bien dotada para la 
										satisfacción de la necesidad de unión, 
										sin privar por eso al individuo de su 
										independencia e iniciativa, debió 
										extenderse, crecer y fortalecerse. La 
										dificultad residía solamente en hallar 
										una forma que permitiera a las 
										federaciones de guildas unirse entre sí, 
										sin entrar en conflicto con las 
										federaciones de comunas aldeanas, y 
										uniera unas y otras en un todo 
										armonioso. Y cuando se halló la forma 
										conveniente -en la ciudad libre- y una 
										serie de circunstancias favorables dio a 
										las ciudades la posibilidad de declarar 
										y afirmar su independencia, la 
										realizaron con tal unidad de 
										pensamiento, que habría de provocar 
										admiración aun en nuestro siglo de los 
										ferrocarriles, las comunicaciones 
										telegráficas y la imprenta. Centenares 
										de Cartas con las que las ciudades 
										afirmaron su unión llegaron hasta 
										nosotros; y en todas estas Cartas 
										aparecen las mismas ideas dominantes, a 
										pesar de la infinita diversidad de 
										detalles que dependían de la mayor o 
										menor plenitud de libertad. Por doquier 
										la ciudad se organizaba como una 
										federación doble, de pequeñas comunas 
										aldeanas y de guildas. 
										"Todos los pertenecientes a la amistad 
										de la ciudad -como dice, por ejemplo, la 
										Carta acordada en 1188 a los ciudadanos 
										de la ciudad de Aire, por Felipe, conde 
										de Flandes- han prometido y confirmado, 
										bajo juramento, que se ayudarán 
										mutuamente como hermanos en todo lo útil 
										y honesto; que si el uno ofende al otro, 
										de palabra o de hecho, el ofendido no se 
										vengará por sí mismo ni lo harán sus 
										allegados... presentará una queja y el 
										ofensor pagará la debida indemnización 
										por la ofensa, de acuerdo con la 
										resolución dictada por doce jueces 
										electos que actuarán en calidad de 
										árbitros. Y si el ofensor o el ofendido, 
										después de la tercera advertencia, no se 
										somete a la resolución de los árbitros, 
										será excluido de la amistad como hombre 
										depravado y perjuro. 
										"Todo miembro de la comuna será fiel a 
										sus conjurados, y les prestará ayuda y 
										consejo de acuerdo con lo que dicte la 
										justicia" -así dicen las Cartas de 
										Amiens y Abbeville-. "Todos se ayudarán 
										mutuamente, cada uno según sus fuerzas, 
										en los límites de la comuna, y no 
										permitirán que uno tome algo a otro 
										comunero, o que obligue a otro a pagar 
										cualquier clase de contribución", leemos 
										en las cartas de Soissons, Compiégne, 
										Senlis, y de muchas otras ciudades del 
										mismo tiempo. 
										"La comuna -escribió el defensor del 
										antiguo orden, Guilbert de Nogent- es un 
										juramento de ayuda mutua (mutui
										adjutori conjuratio)"... "Una 
										palabra nueva y detestable. Gracias a 
										ella, los siervos (capite 
										sensi) se liberan de toda 
										servidumbre; gracias a ella, se liberan 
										del pago de las contribuciones que 
										generalmente pagaban los siervos". 
										Esta misma ola liberadora rodó en los 
										siglos décimo, undécimo y duodécimo por 
										toda Europa, arrollando tanto las 
										ciudades ricas como las más pobres. Y si 
										podemos decir que, hablando en general, 
										primero se liberaron las ciudades 
										italianas (muchas aún en el siglo 
										undécimo y algunas también en el siglo 
										décimo), sin embargo no podemos dejar de 
										señalar el centro menudo, un pequeño 
										burgo de un punto cualquiera de Europa 
										central se ponía a la cabeza del 
										movimiento de su región, y las grandes 
										ciudades tomaban su Carta como modelo. 
										Así, por ejemplo, la Carta de la pequeña 
										ciudad de Lorris fue aceptada por 
										ciudades del sureste de Francia, y la 
										Carta de Beaumont sirvió de modelo a más 
										de quinientas ciudades y villas de 
										Bélgica y Francia. Las ciudades enviaban 
										continuamente diputados especiales a la 
										ciudad vecina, para obtener copia de su 
										Carta, y sobre esa base elaboraban su 
										propia constitución. Sin embargo, las 
										ciudades no se conformaban con la simple 
										transcripción de las Cartas: componían 
										sus cartas en conformidad con las 
										concesiones que conseguían arrancar a 
										sus señores feudales; resultando, como 
										observó un historiador, que las cartas 
										de las comunas medievales se distinguen 
										por la misma diversidad que la 
										arquitectura gótica de sus iglesias y 
										catedrales. La misma idea dominante en 
										todas, puesto que la catedral de la 
										ciudad representaba simbólicamente la 
										unión de las parroquias o de las comunas 
										pequeñas y de las guildas en la ciudad 
										libre, y en cada catedral había una 
										infinita riqueza de variedad en los 
										detalles de su ornamento. 
										El punto más esencial para las ciudades 
										que se liberaban era su jurisdicción 
										propia, que implicaba también la 
										administración propia. Pero la ciudad no 
										era simplemente una parte "autónoma" del 
										Estado -tales palabras ambiguas no 
										habían sido inventadas-, constituía un 
										Estado por sí mismo. Tenía derecho a 
										declarar la guerra y negociar la paz, el 
										derecho de establecer alianzas con sus 
										vecinos y de federarse con ellos. Era 
										soberana en sus propios asuntos y no se 
										inmiscuía en los ajenos. 
										El poder político supremo de la ciudad 
										se encontraba, en la mayoría de los 
										casos, íntegramente en manos de la 
										asamblea popular (forum) democrática, 
										como sucedía, por ejemplo, en Pskof, 
										donde la viéche enviaba y recibía 
										los embajadores, concluía tratados, 
										invitaba y expulsaba a los knyaziá,
										o prescindía por completo de ellos 
										durante décadas enteras. 0 bien, el alto 
										poder político era transferido a manos 
										de algunas familias notables, 
										comerciantes o hasta de nobles; o era 
										usurpado por ellos, como sucedía en 
										centenares de ciudades de Italia y 
										Europa central. Pero los principios 
										fundamentales continuaban siendo los 
										mismos: la ciudad era un Estado y, lo 
										que es quizá aún más notable, si el 
										poder de la ciudad había sido usurpado, 
										o se habían apropiado paulatinamente de 
										él la aristocracia comercial o hasta la 
										nobleza, la vida interior de la ciudad y 
										el carácter democrático de sus 
										relaciones cotidianas sufrían por ello 
										poca mengua: dependía poco de lo que se 
										puede llamar forma política del Estado. 
										El secreto de esta contradicción 
										aparente reside en que la ciudad 
										medieval no era un Estado centralizado. 
										Durante los primeros siglos de su 
										existencia, la ciudad apenas se podía 
										llamar Estado, en cuanto se refería a su 
										organización interna, puesto que la edad 
										media, en general, era ajena a nuestra 
										centralización moderna de las funciones, 
										como también a nuestra centralización de 
										las provincias y distritos en manos de 
										un gobierno central. Cada grupo tenía, 
										entonces, su parte de soberanía. 
										Comúnmente la ciudad estaba dividida en 
										cuatro barrios, o en cinco, seis o siete
										kontsi (sectores) que irradiaban 
										de un centro donde estaba situada la 
										catedral y a menudo la fortaleza 
										(krieml). Y cada barrio o koniets 
										en general representaba un determinado 
										género de comercio o profesión que 
										predominaban en él, a pesar de que en 
										aquellos tiempos en cada barrio o 
										koniets podían vivir personas que 
										ocupaban diferentes posiciones sociales 
										y que se entregaban a diversas 
										ocupaciones: la nobleza, los 
										comerciantes, los artesanos y aún los 
										semisiervos. Cada koniets o 
										sector, sin embargo, constituía una 
										unidad enteramente independiente. En 
										Venecia, cada isla constituía una comuna 
										política independiente, que tenía su 
										organización propia de oficios y 
										comercios, su comercio de sal y pan, su 
										administración y su propia asamblea 
										popular o forum. Por esto, la 
										elección por toda Venecia de uno u otro 
										dux, es decir, el jefe militar y 
										gobernador supremo, no alteraba la 
										independencia interior de cada una de 
										estas comunas individuales. 
										En Colonia, los habitantes se dividían 
										en Geburschaften y Heimschaften 
										(viciniae), es decir, guildas 
										vecinales cuya formación data del 
										periodo de los francos, y cada una de 
										estas guildas tenía en juez 
										(Burgrichter) y los doce jurados 
										electos corrientes (Schóffen), -su
										Vogt (especie de jefe policial) y 
										su greve o jefe de la milicia de 
										la guilda. 
										La historia del Londres antiguo, antes 
										de la conquista normanda del siglo XII, 
										dice Green, es la historia de algunos 
										pequeños grupos, dispersos en una 
										superficie rodeada por los muros de la 
										ciudad, y donde cada grupo se 
										desarrollaba por sí solo, con sus 
										instituciones, guildas, tribunales, 
										iglesias, etc.; sólo poco a poco estos 
										grupos se unieron en una confederación 
										municipal. Y cuando consultamos los 
										anales de las ciudades rusas, de 
										Novgorod y de Pskof, que se distinguen 
										tanto los unos como los otros por la 
										abundancia de detalles puramente 
										locales, nos enteramos de que también 
										los kontsi, a su vez, consistían 
										en calles (ulitsy) 
										independientes, cada una de las cuales, 
										a pesar de que estaba habitada 
										preferentemente por trabajadores de un 
										oficio determinado, contaba, sin 
										embargo, entre sus habitantes también 
										comerciantes y agricultores, y 
										constituía una comuna separada. La 
										ulitsa asumía la responsabilidad comuna¡ 
										por todos sus miembros, en caso de 
										delito. Poseía tribunal y administración 
										propios en la persona de los magistrados 
										de la calle (ulitchánske stárosty)
										tenía sello propio (el símbolo 
										del poder estatal) y en caso de 
										necesidad, se reunía su viéche 
										(asamblea) de la calle. Tenía, por 
										último, su propia milicia, los 
										sacerdotes que ella elegía, y tenía su 
										vida colectiva propia y sus empresas 
										colectivas. De tal modo, la ciudad 
										medieval era una federación doble:
										de todos los jefes de familia 
										reunidos en pequeñas confederaciones 
										territoriales -calle, parroquia, 
										koniets- y de individuos unidos por 
										un juramento común en guildas, de 
										acuerdo con sus profesiones. La primera 
										federación era fruto del crecimiento 
										subsiguiente, provocado por las nuevas 
										condiciones. 
										En esto residía toda la esencia de la 
										organización de las ciudades medievales 
										libres, a las que debe Europa el 
										desarrollo esplendoroso tomado por su 
										civilización. 
										El objeto principal de la ciudad 
										medieval era asegurar la libertad, la
										administración propia y la paz; y 
										la base principal de la vida de la 
										ciudad, como veremos en seguida, al 
										hablar de las guildas artesanos, era 
										el trabajo. Pero la "producción- no 
										absorbía toda la atención del economista 
										medieval. Con su espíritu práctico 
										comprendía que era necesario garantizar 
										el "consumo" para que la producción 
										fuera posible; y por esto el proveer a 
										"la necesidad común de alimento y 
										habitación para pobres y ricos- (gemeine 
										notdurft und gemach armer und richer), 
										era el principio fundamental de toda 
										ciudad. Estaba terminantemente prohibido 
										comprar productos alimenticios y otros 
										artículos de primera necesidad (carbón, 
										leña, etc.) antes de ser entregados al 
										mercado, o comprarlos en condiciones 
										especialmente favorables -no accesibles 
										a otros-, en una palabra, el 
										preempcio, la especulación. Todo 
										debía ir primeramente al mercado, y allí 
										ser ofrecido para que todos pudieran 
										comprar hasta que el sonido de la 
										campana anunciara la clausura del 
										mercado. Sólo entonces podía el 
										comerciante minorista comprar los 
										productos restantes: pero aun en este 
										caso, su beneficio debía ser "un 
										beneficio honesto". Además, si un 
										panadero, después de la clausura del 
										mercado, compraba grano al por mayor, 
										entonces cualquier ciudadano tenía 
										derecho a exigir determinada cantidad de 
										este grano (alrededor de medio quarter) 
										al precio por mayor si hacía tal demanda 
										antes de la conclusión definitiva de la 
										operación; pero, del mismo modo, 
										cualquier panadero podía hacer la 
										demanda si un ciudadano compraba centeno 
										para la reventa. Para moler el grano 
										bastaba con llevarlo al molino de la 
										ciudad, donde era molido por turno, a un 
										precio determinado; se podía cocer el 
										pan en el four banal, es decir, 
										el horno comunal. En una palabra, si la 
										ciudad sufría necesidad, la sufrían 
										entonces más o menos todos; pero, aparte 
										de tales desgracias, mientras existieron 
										las ciudades Ubres, dentro de sus muros 
										nadie podía morir de hambre. como sucede 
										demasiado a menudo en nuestra época. 
										Además, todas estas reglas datan ya del 
										período más avanzado de la vida de las 
										ciudades, pues al principio de su vida 
										las ciudades libres generalmente 
										compraban por sí mismas todos los 
										productos alimenticios para el consumo 
										de los ciudadanos. Los documentos 
										publicados recientemente por Charles 
										Gross contienen datos plenamente 
										precisos sobre este punto, y confirman 
										su conclusión de que las cargas de 
										productos alimenticios llegadas a la 
										ciudad "eran compradas por funcionarios 
										civiles especiales, en nombre de la 
										ciudad, y luego distribuidas entre los 
										comerciantes burgueses, y a nadie se 
										permitía comprar mercancía descargada en 
										el puerto a menos que las autoridades 
										municipales hubieran rehusado comprarla. 
										Tal era -agrega Gross- según parece, la 
										práctica generalizada en Inglaterra, 
										Irlanda, Gales y Escocia. Hasta en el 
										siglo XVI vemos que en Londres se 
										efectuaba la compra común de grano -para 
										comodidad y beneficio en todos los 
										aspectos, de la ciudad y del Palacio de 
										Londres y de todos los ciudadanos y 
										habitantes de ella en todo lo que de 
										nosotros depende", como escribía el 
										alcalde en l565. 
										En Venecia, todo el comercio de granos, 
										como se sabe bien ahora, se hallaba en 
										manos de la ciudad, y de los "barrios", 
										al recibir el grano de la oficina que 
										administraba la importación, debían 
										distribuir por las casas de todos los 
										ciudadanos del barrio la cantidad que 
										corresponda a cada uno. En Francia, la 
										ciudad de Amiens compraba sal y la 
										distribuía entre todos los ciudadanos al 
										precio de compra; y aún en la época 
										presente encontramos en muchas ciudades 
										francesas las halles que antes 
										eran el depósito municipal para el 
										almacenamiento del grano y de la sal. En 
										Rusia, era esto un hecho corriente en 
										Novgorod y Pskof. 
										Necesario es decir que toda esta 
										cuestión de las compras comunales para 
										consumo de los ciudadanos y de los 
										medios con que eran realizadas no ha 
										recibido aún la debida atención de parte 
										de los historiadores; pero aquí y allá 
										se encuentran hechos muy instructivos 
										que arrojan nueva luz sobre ella. Así, 
										entre los documentos de Gross existe un 
										reglamento de la ciudad de Kilkenny, que 
										data del año 1367, y por este documento 
										nos enteramos de qué modo se establecían 
										los precios de las mercaderías. "Los 
										comerciantes y los marinos -dice Gross- 
										debían mostrar, bajo juramento, el 
										precio de compra de su mercadería y los 
										gastos originados por el transporte. 
										Entonces el alcalde de la ciudad y dos 
										personas honestas fijaban el precio 
										(named the price) a que debía 
										venderse la mercadería." La misma regla 
										se observaba en Thurso para las 
										mercaderías que llegaban "por mar y por 
										tierra". Este método "de fijar precio" 
										armoniza tan justamente con el concepto 
										que sobre el comercio predominaba en la 
										Edad Media que debe haber sido 
										corriente. El que una tercera persona 
										fijara el precio era costumbre muy 
										antigua; y para todo género de 
										intercambio dentro de la ciudad 
										indudablemente se recurría muy a menudo 
										a la determinación del precio, no por el 
										vendedor o el comprador, sino por una 
										tercera persona -una persona "honesta"-. 
										Pero este orden de cosas nos remonta a 
										un período aún más antiguo de la 
										historia del comercio, precisamente al 
										período en que todo el comercio de 
										productos importantes era efectuado 
										por la ciudad entera, y los 
										compradores eran sólo comisionistas 
										apoderados de la ciudad para las ventas 
										de la mercadería que ella exportaba. Así 
										el reglamento de Waterford, publicado 
										también por Gross, dice que "todas las 
										mercaderías, de cualquier género que 
										fueran... debían ser compradas por 
										el alcalde (el jefe de la ciudad) y los 
										ujieres (balives), designados 
										compradores comunales (para la ciudad) 
										para el caso, y debían ser distribuidas 
										entre todos los ciudadanos libres de la 
										ciudad (exceptuando solamente las 
										mercancías propias de los ciudadanos y 
										habitantes libres"). Este estatuto 
										apenas se puede interpretar de otro modo 
										que no sea admitiendo que todo el 
										comercio exterior de la ciudad era 
										efectuado por sus agentes apoderados. 
										Además, tenemos el testimonio directo de 
										que precisamente así estaba establecido 
										en Novgorod y Pskof. El soberano señor 
										Novgorod y el soberano señor Pskof 
										enviaban ellos mismos sus caravanas de 
										comerciantes a los países lejanos. 
										Sabemos también que en casi todas las 
										ciudades medievales de Europa central y 
										occidental, cada guilda de artesanos 
										habitualmente compraba en común todas 
										las materias primas para sus hermanos y 
										vendía los productos de su trabajo por 
										medio de sus delegados; y apenas es 
										admisible que el comercio exterior no se 
										realizara siguiendo este orden, tanto 
										más cuanto que, como bien saben los 
										historiadores, hasta el siglo XIII todos 
										los compradores de una determinada 
										ciudad en el extranjero no sólo se 
										consideraban responsables, como 
										corporación, de las deudas contraídas 
										por cualquiera de ellos, sino que 
										también la ciudad entera era responsable 
										de las deudas contraídas por cada uno de 
										sus ciudadanos comerciantes. Solamente 
										en los siglos XII y XIII las ciudades 
										del Rhin concertaron pactos especiales 
										que anulaban esta caución solidaria. Y 
										por último, tenemos el notable documento 
										de Ipswich, publicado por Gross, en el 
										cual vemos que la guilda comercial de 
										esta ciudad se componía de todos 
										aquellos que se contaban entre los 
										hombres libres de la ciudad, y 
										expresaban conformidad en pagar su cuota 
										(su "hanse") a la guildas, y toda la 
										comuna juzgaba en común cuál era el 
										mejor modo de apoyar a la guilda 
										comercial y qué privilegios debía darle. 
										La guilda comercial (the Merchant 
										guild) de Ipswich resultaba de tal 
										modo más bien una corporación de 
										apoderados de la ciudad que una guilda 
										común privada. 
										En una palabra. cuanto más conocemos la 
										ciudad medieval, tanto más nos 
										convencemos de que no era una simple 
										organización política para la protección 
										de ciertas libertades políticas. 
										Constituía una tentativa -en mayor 
										escala de lo que se había hecho en la 
										comuna aldeana- de unión estrecha con 
										fines de ayuda y apoyo mutuos, para el 
										consumo y la producción y para la vida 
										social en general, sin imponer a los 
										hombres, por ello, los grillos del 
										Estado, sino, por el contrario, dejando 
										plena libertad a la manifestación del 
										genio creador de cada grupo individual 
										de hombres en el campo de las artes, de 
										los oficios, de la ciencia, del comercio 
										y de la organización política. Hasta dónde tuvo éxito esta tentativa lo veremos, mejor que nada, examinando en el capítulo siguiente la organización del trabajo en la ciudad medieval y las relaciones de las ciudades con la población campesina que las rodeaba.  | 
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