| Experiencia de la filosofía del destino 
										humano 
			EL FIN DEL RENACIMIENTO Y LA CRISIS DEL 
										HUMANISMO 
										 
										El advenimiento de la máquina 
										 
										Nos enfrentamos ahora con el tema 
										central de estas lecciones sobre la 
										filosofía de la historia, el tema del 
										final del Renacimiento y de la crisis 
										del humanismo. Para nosotros, la época 
										en la que entramos señala el final del 
										período renacentista de la historia. El 
										hecho de que la energía renacentista de 
										la historia moderna se haya agotado y de 
										que el espíritu creador del Renacimiento 
										se haya apagado poco a poco, para ser 
										sustituido por un espíritu diferente, 
										exige una explicación particular. Para 
										comprender la esencia profunda de este 
										proceso hay que remitirse al fundamento 
										primario de todo el proceso histórico, 
										tal como lo hemos delineado 
										anteriormente. 
										 
										En la base del proceso histórico está la 
										relación del espíritu humano con la 
										naturaleza y el destino del espíritu 
										humano que se realiza a través de estas 
										relaciones recíprocas con la naturaleza. 
										Esta es la trama originaria del proceso 
										histórico. En la historia de las 
										relaciones entre el hombre y la 
										naturaleza podemos establecer tres 
										períodos: en primer lugar, el período 
										primitivo, precristiano, pagano, 
										caracterizado por el hecho de que el 
										espíritu humano se halla todavía inmerso 
										en el elemento natural y fundido de un 
										modo inmediato y orgánico con la 
										naturaleza. Es el primer estadio en las 
										relaciones entre el hombre y la 
										naturaleza, y, en él, el hombre percibía 
										la naturaleza desde una perspectiva 
										animista; el segundo período es el 
										cristiano: se prolonga durante toda la 
										edad media y se desenvuelve bajo el 
										leitmotiv de la lucha heroica del 
										espíritu humano contra los elementos y 
										las fuerzas de la naturaleza. La 
										característica de este período es una 
										aversión por la naturaleza, una 
										conversión del espíritu a la 
										interioridad, una consideración de la 
										naturaleza como fuente de pecado y de 
										esclavización del hombre por los 
										elementos inferiores; el tercer período 
										comienza con el Renacimiento y viene 
										caracterizado por una reconversión del 
										espíritu humano a la vida natural. Pero 
										esta reconversión se distingue 
										claramente de la comunión inmediata con 
										la naturaleza que existía en los albores 
										de la historia universal, en el primer 
										estadio de la interacción entre el 
										espíritu y la naturaleza. En el 
										Renacimiento nos encontramos no con la 
										lucha espiritual del medioevo y del 
										período más cristiano de la historia 
										contra los elementos de la naturaleza, 
										sino con una lucha en orden a someter y 
										conquistar las fuerzas naturales para 
										transformarlas en instrumentos al 
										servicio de los fines, de los intereses 
										y del bienestar del hombre. 
										 
										La conversión a la naturaleza, que 
										comenzó en el Renacimiento, no aparece 
										desde el primer momento tal como la 
										hemos descrito: al principio sólo era 
										una contemplación artística y 
										cognoscitiva de los misterios de la 
										naturaleza. Sólo a continuación se 
										desarrolla una relación nueva del hombre 
										con la naturaleza; la naturaleza 
										exterior es sometida al hombre y 
										conquistada por él, y de aquí resulta 
										una transformación en la naturaleza del 
										hombre mismo. La sumisión de la 
										naturaleza exterior no sólo cambia esta 
										misma naturaleza, no sólo plasma un 
										ámbito nuevo, sino que también 
										transforma al hombre mismo. Bajo el 
										influjo de este proceso, el hombre se 
										transforma de un modo profundo y radical 
										y tiene lugar el paso del modelo 
										orgánico del hombre al mecanicista. Si 
										en el estadio precedente era 
										característica la relación orgánica del 
										hombre con la naturaleza y el ritmo de 
										la vida humana respondía al de la vida 
										de la naturaleza; si la vida material 
										del hombre era una vida orgánica, a 
										partir de un cierto momento de la 
										historia sobreviene un cambio radical: 
										el paso al modelo mecanicista y 
										mecanizado de la vida. 
										 
										La historia del período renacentista, 
										que dura algunos siglos, no enlaza con 
										el Renacimiento en el sentido estricto 
										del término. Los siglos XVI, XVII y 
										XVIII son un período de transición en el 
										que el hombre se considera libre del 
										organismo (natural) y no está aún sujeto 
										al mecanismo, un período en el que las 
										energías humanas han sido puestas en 
										libertad para una actividad creadora. El 
										hombre ha salido de las entrañas de la 
										vida orgánica social e individual, se ha 
										liberado de las cadenas, se ha 
										diferenciado y ha cortado el vínculo que 
										le unía al centro orgánico al que antes 
										estaba sometido. Pero aún no se ha 
										constituido un nuevo vínculo y una nueva 
										soldadura con un nuevo centro, aún no ha 
										aparecido el mecanismo como estructura 
										nueva a la que ha de subordinarse el 
										hombre. Este período, tan rico de 
										contenido, se nos presenta como la 
										manifestación más libre del juego de las 
										fuerzas creadoras del hombre, el cual ya 
										no está sujeto al viejo centro orgánico, 
										pero tampoco depende aún del centro 
										mecánico. 
										 
										¿Qué ha acontecido en la historia que ha 
										cambiado radicalmente toda la estructura 
										y el ritmo de la vida y que, a ritmo 
										acelerado, ha provocado el final del 
										renacimiento, que ya empieza a 
										constatarse en el siglo XIX y que ha 
										llegado a su apogeo en el siglo XX? A 
										nuestro entender, ha acontecido la más 
										importante revolución que registra la 
										historia, una crisis de la humanidad 
										entera, una revolución sin hechos 
										significativos externos fechables en tal 
										o cual año, como la Revolución francesa, 
										pero incomparablemente más radical: nos 
										referimos a la transformación ligada a 
										la introducción de las máquinas en la 
										vida de las sociedades humanas. En 
										nuestra opinión, el advenimiento 
										triunfal de la máquina es una de las 
										mayores revoluciones que han tenido 
										lugar en la historia humana. Aún no 
										somos lo suficientemente conscientes de 
										este hecho. Con el advenimiento de la 
										máquina comienza una transformación que 
										afecta a todas las esferas de la vida; 
										ocurre algo así como un desarraigo del 
										hombre de las entrañas de la naturaleza 
										y tiene lugar un cambio en el ritmo 
										global de la vida. 
										 
										Anteriormente, el hombre estaba ligado 
										orgánicamente a la naturaleza y su vida 
										social se desenvolvía en armonía con la 
										vida de aquélla. La máquina transforma 
										radicalmente esta relación entre el 
										hombre y la naturaleza, se interpone 
										entre ambos, y no sólo somete los 
										elementos naturales al hombre, sino que 
										también esclaviza al hombre mismo: si 
										bien lo libera en un cierto sentido, lo 
										encadena a una nueva servidumbre. Si, 
										anteriormente, el hombre dependía de la 
										naturaleza, si su vida era precaria a 
										causa de esta dependencia, la invención 
										de la máquina y la mecanización de la 
										vida que ello lleva consigo la enriquece 
										por una parte, pero, por otra, crea una 
										nueva forma de dependencia y de 
										esclavitud mucho más fuerte que la que 
										supone la dependencia inmediata del 
										hombre con respecto a la naturaleza. En 
										la vida humana entra una fuerza 
										misteriosa, casi extraña al hombre y a 
										la misma naturaleza, un tercer elemento 
										que no es natural ni humano adquiere un 
										terrible poder sobre ambos. Esta nueva y 
										terrible fuerza mina las formas 
										naturales del hombre, lo somete a un 
										proceso de desmembramiento, de división, 
										en virtud del cual el hombre, en un 
										cierto sentido, pierde su ser natural. Y 
										ésta es la fuerza que más ha contribuido 
										a poner fin al Renacimiento. 
										 
										Nos encontramos aquí con una paradoja, 
										muy extraña y enigmática, cuya 
										comprensión nos hará entender muchos 
										aspectos de la historia moderna . Esta 
										paradoja consiste en el hecho de que la 
										época renacentista de la historia ha 
										comenzado con la conversión a la 
										naturaleza, con la búsqueda de formas 
										naturales perfectas, como ocurrió con el 
										arte y con el saber del Renacimiento. Se 
										quería naturalizar, hasta cierto punto, 
										la vida social del hombre. Esta 
										conversión abría una nueva era, que 
										debía reemplazar a la lucha medieval del 
										hombre contra la naturaleza, a la 
										aversión medieval por la naturaleza, 
										pero la evolución ulterior del 
										Renacimiento, del humanismo, revela en 
										esta conversión un principio que separa 
										al hombre de la naturaleza de un modo 
										mucho más profundo y radical de lo que 
										lo había hecho en el medioevo. 
										 
										Leonardo da Vinci es uno de los mayores 
										genios del Renacimiento, no sólo en el 
										arte, sino también en la ciencia, un 
										espíritu paradigmático para el estudio 
										del hombre renacentista y la causa 
										primera de muchas cosas que acontecieron 
										durante el Renacimiento. Leonardo da 
										Vinci, que buscaba en la naturaleza las 
										fuentes de las formas perfectas del arte 
										y del saber y que expuso sus teorías al 
										respecto quizá con más extensión que 
										otros, fue uno de los responsables del 
										proceso gradual de mecanización de la 
										vida humana que puso fin a la relación 
										entre el hombre y la naturaleza propia 
										del Renacimiento, separó al hombre de la 
										naturaleza, e interpuso entre ambos la 
										máquina, mecanizando la vida humana y 
										enclaustrando al hombre en la cultura 
										artificial que estaba creándose en este 
										período. De este modo, la conversión 
										renacentista a la naturaleza, que no 
										partía del hombre espiritual y sólo 
										tenía en cuenta al hombre natural, no 
										pudo preservar al hombre del proceso que 
										había de separarlo de la naturaleza y 
										desintegrarlo y pulverizarlo como ser 
										natural. Al final de la historia 
										moderna, este proceso adquiere un ritmo 
										acelerado y constituye un fenómeno 
										completamente nuevo y contrario al punto 
										de partida del Renacimiento. 
										 
										Este proceso de agotamiento de las 
										energías creadoras del hombre como 
										consecuencia de su separación del núcleo 
										espiritual de la vida y de la conversión 
										definitiva a la periferia de la misma va 
										acompañado de la muerte de todas las 
										ilusiones humanísticas. La imagen del 
										hombre, su personalidad, forjada por el 
										cristianismo durante el medioevo, vacila 
										y se corrompe. Durante la primera parte 
										del Renacimiento se abre un respiradero 
										a la acción creadora del hombre 
										espiritual, pero, a continuación, el 
										hombre natural, disociado del 
										espiritual, no pudo mantener incólume su 
										personalidad y perdió el contacto con la 
										fuente inagotable de la creatividad. El 
										centro de gravedad del hombre se 
										desplaza hacia la periferia de la vida, 
										y el hombre concentra todas sus fuerzas 
										en la edificación de un reino mecanizado 
										y automático. 
										 
										La potenciación de la creatividad humana 
										depende de la manifestación en el hombre 
										del principio profundo, sobrehumano, 
										divino. Cuando el hombre se separa de 
										este principio divino, cuando bloquea 
										dentro de sí el acceso a éste último y 
										se cierra a él, cuando se derrumba en su 
										interior la imagen del hombre, su vida 
										comienza a perder contenido y su 
										voluntad queda sin objeto. La fuente 
										creadora y la meta suprema, que no 
										pueden tener una realidad meramente 
										humana, desaparecen, las fuentes de la 
										creatividad se secan, el objeto de esta 
										creatividad se esfuma. Hay un 
										agotamiento de las fuentes vitales de la 
										creatividad, la cual no tiene únicamente 
										una dimensión humana, sino que es 
										también sobrehumana; se desvanecen los 
										fines y el objeto de la creatividad, los 
										cuales se mueven, como hemos dicho, en 
										la esfera de lo humano y de lo 
										sobrehumano. Todo esto supone una 
										desintegración del hombre, pues él se 
										aniquila a sí mismo por una necesidad 
										interna y se niega a sí mismo al 
										autoafirmarse de un modo exclusivista; 
										son consecuencias necesarias de su no 
										reconocimiento del principio supremo, de 
										su postura de autosuficiencia. Para 
										afirmarse a sí mismo hasta el fondo y no 
										separarse de la fuente y la meta de la 
										creatividad, el hombre ha de afirmar 
										también a Dios. Cuando no lleva en sí la 
										imagen de la suprema Naturaleza divina, 
										pierde toda configuración, comienza a 
										sucumbir ante los procesos y los 
										elementos inferiores y su naturaleza 
										empieza a desmembrarse en sus diferentes 
										elementos: el hombre comienza a 
										subordinarse a la naturaleza artificial 
										que él mismo ha creado, a la naturaleza 
										de la máquina, y esto lo despersonaliza, 
										lo debilita, lo destruye. 
										 
										Para poder consolidarse, la 
										individualidad y la persona del hombre 
										deben reconocer su vinculación al 
										principio más elevado que hay en ellas 
										mismas, han de reconocer la existencia 
										de un principio diferente, divino. 
										Cuando la persona humana no está 
										dispuesta a admitir nada fuera de sí 
										misma, se autodestruye y se desintegra, 
										permitiendo la irrupción de los 
										elementos inferiores de la naturaleza y 
										reduciéndose a éstos. Cuando no admite 
										nada fuera de sí mismo, el hombre deja 
										de experimentarse a sí mismo, pues para 
										hacerlo ha de aceptar un no-yo, para ser 
										una individualidad auténtica ha de 
										admitir, además de la persona y de la 
										individualidad de los otros, la 
										personalidad divina. Sólo así podrá 
										llegar a comprender verdaderamente su 
										individualidad; por el contrario, una 
										autoafirmación ilimitada que no está 
										dispuesta a admitir nada que esté por 
										encima de ella misma (tal como aparece 
										en el proceso humanístico) conduce a la 
										ruina del hombre. 
										 
										El humanismo se rebela contra el hombre 
										y contra Dios. Si no existe nada por 
										encima del hombre, si no hay nada 
										superior a él, si el hombre ignora 
										cualquier principio situado más allá del 
										ámbito humano, no podrá comprender ni 
										aceptar tampoco el propio ser. La 
										negación del principio supremo conduce 
										fatalmente a una sumisión del hombre a 
										los principios inferiores, que no son 
										sobrehumanos, sino subhumanos. Es el 
										resultado inevitable del largo camino 
										del humanismo ateo. El individualismo 
										que no conoce límites ni se somete a 
										nada mina la individualidad. En los 
										últimos frutos de la historia moderna 
										contemplamos la extraña y misteriosa 
										tragedia del destino humano: por una 
										parte, nos encontramos con una nueva 
										idea de la individualidad, desconocida 
										en la época precedente y que descubre 
										una dimensión nueva de la cultura e 
										introduce valores nuevos; por otra, 
										contemplamos un debilitamiento nunca 
										visto de la individualidad humana. Esta 
										individualidad viene destruida por un 
										individualismo ilimitado y desenfrenado, 
										y el resultado efectivo de todo el 
										proceso humanístico de la historia es 
										que el humanismo se transforma en 
										antihumanismo. 
										 
										Para comprender en toda su viveza este 
										tránsito del humanismo hacia su 
										contrario, dirijamos nuestra atención 
										hacia dos personalidades claves en los 
										últimos decenios del siglo XIX y 
										principios del XX, dos individuos 
										geniales que pertenecen a polos opuestos 
										de la cultura humana y no tienen nada en 
										común, dos representantes de actitudes 
										espirituales totalmente diferentes y 
										contrarias, pero que dejaron una 
										impronta igualmente decisiva sobre los 
										destinos de la humanidad: uno, sobre las 
										individualidades más relevantes de la 
										cultura espiritual; otro, sobre las 
										masas humanas. Nos referimos a Nietzsche 
										y a Marx. 
										 
										Estos dos hombres no se encontraron 
										nunca ni en ningún punto, y sus teorías 
										son opuestas entre sí, pero tienen en 
										común una cosa: ambos ponen fin al 
										humanismo e inauguran la era del 
										antihumanismo. En ellos, la 
										autoafirmación del hombre conduce a la 
										negación del mismo, pero por caminos 
										absolutamente diferentes. En Nietzsche, 
										que es a la vez heredero directo del 
										humanismo y víctima sacrificada por los 
										pecados de aquél, el humanismo termina 
										de un modo individualista; en su persona 
										y en su destino, la historia moderna 
										paga por los errores cometidos en los 
										orígenes del humanismo. En Nietzsche, 
										éste termina su historia borrascosa y 
										trágica; lo vemos en las palabras de 
										Zarathustra: «El hombre es una vergüenza 
										y un deshonor que deben ser superados». 
										En Nietzsche, la superación del 
										humanismo por el antihumanismo y el paso 
										de aquél a éste tiene lugar a través de 
										la idea del superhombre. En el apogeo de 
										la cultura, el humanismo acaba en la 
										idea del superhombre. En el camino 
										antihumanístico, el hombre es negado, en 
										cuanto vergüenza y deshonor, en nombre 
										del superhombre; aquí encuentra su 
										expresión una exigencia impetuosa y 
										apasionada del superhombre. Pero el modo 
										en que Nietzsche hace el tránsito al 
										superhombre significa la negación del 
										hombre y del valor propio de la persona 
										de la figura humana, un valor que es 
										absoluto. Nietzsche niega lo que fue uno 
										de los más profundos fundamentos de la 
										revelación cristiana, lo que ella 
										introdujo en la vida espiritual: el 
										valor absoluto del alma humana. Para él, 
										el hombre sólo es un momento pasajero, 
										un instrumento para que se manifieste al 
										mundo un ser superior, una cosa que ha 
										de sacrificarse totalmente a este 
										superhombre, algo que viene negado y 
										rechazado en nombre de aquél. Nietzsche 
										se alza contra el humanismo en cuanto 
										que constituye el mayor obstáculo en el 
										camino de la afirmación del superhombre. 
										Aquí tenemos un corte en el destino del 
										individualismo humanístico. 
										 
										Después de Nietzsche, que puso 
										radicalmente de relieve las 
										contradicciones del humanismo, ya no es 
										posible un retorno a éste. El humanismo 
										europeo llega a su fin en las cimas de 
										la cultura espiritual y muere el reino 
										humanístico, el reino de la pura 
										humanidad. Una cultura que desarrolle 
										ciencias y artes humanísticas se vuelve 
										ya imposible. Nietzsche inaugura 
										espiritualmente una nueva era, la cual 
										lleva consigo la más profunda crisis del 
										humanismo. Las corrientes espirituales 
										profundas surgidas después de Nietzsche 
										no poseen carácter humanístico y se 
										tiñen claramente de misticismo 
										religioso. Los principios humanísticos 
										pasan de moda y resulta ya imposible 
										llevarlos a la práctica. En el proceso 
										de profundización de la nueva actitud 
										vital viene rechazada y puesta en 
										segundo plano la cultura de tipo 
										humanístico. 
										 
										Este es el derrumbamiento del humanismo 
										en Nietzsche, una de las personalidades 
										más geniales de todas las épocas, cuyo 
										destino trágico marcó el final del 
										humanismo. Pero Nietzsche experimentaba 
										todavía una especie de nostalgia 
										apasionada por el Renacimiento, y el 
										hecho de que las energías del 
										Renacimiento se hubiesen agotado 
										constituía para él motivo de aflicción. 
										Sentía en sí mismo el agotamiento de las 
										fuerzas del Renacimiento y esto lo 
										podemos ver en el modo en que idealiza 
										la figura de César Borgia. Al referirse 
										a esta figura de la época renacentista, 
										Nietzsche trataba de restaurar las 
										energías que se agotaban y de crear en 
										cierto modo la posibilidad de un nuevo 
										Renacimiento. Pero la genial 
										individualidad creadora de Nietzsche no 
										significó un nuevo Renacimiento, un 
										retorno vital de aquél, sino su crisis y 
										su final. En Nietzsche, que con tanta 
										pasión y energía afirmó la 
										individualidad creadora, poniendo en 
										ello una audacia apenas igualada por 
										ningún otro, la imagen del hombre se 
										oscurece y aparecen los rasgos de la 
										imagen aún misteriosa pero terrorífica 
										del superhombre, rasgos que apenas se 
										intuyen y en los que existe una cierta 
										esperanza auténticamente religiosa en 
										una condición superior, pero también y 
										al mismo tiempo, la posibilidad de una 
										religión anticristiana, atea, satánica. 
										 
										En Marx, personaje dotado de una mente 
										extraordinariamente aguda y de una gran 
										energía, en nada semejante a la 
										personalidad artística y seductora de 
										Nietzsche, experimentamos con no menos 
										violencia el final del Renacimiento y la 
										crisis del humanismo. Mientras que en 
										Nietzsche tiene lugar la autonegación 
										individualista del hombre y del 
										humanismo, en Marx acontece la 
										autodescomposición colectivista del 
										humanismo y el derrumbamiento 
										colectivista de la imagen del hombre. Al 
										igual que Nietzsche, Marx tampoco puede 
										mantenerse en lo humano, en la 
										afirmación del hombre y de su 
										individualidad: también él pasa a lo no 
										humano y a lo sobrehumano, entendidos 
										evidentemente de un modo distinto al de 
										Nietzsche. También Marx niega el valor 
										autónomo de la individualidad y de la 
										persona humana y rechaza las enseñanzas 
										de la revelación cristiana sobre el alma 
										y su valor absoluto. Para Marx, el 
										hombre es sólo un instrumento al 
										servicio de la manifestación de 
										principios no humanos y sobrehumanos y, 
										en nombre de tales principios, declara 
										también la guerra a la moral del 
										humanismo: en nombre de la edificación 
										del reino no humano y sobrehumano del 
										colectivismo es predicada la crueldad 
										para con el hombre y para con el 
										prójimo. Estas dos figuras antípodas, 
										estos dos fenómenos polares, representan 
										dos finales diferentes del período 
										renacentista de la historia, dos 
										consecuencias de la crisis del 
										humanismo, dos formas de degeneración 
										del humanismo en antihumanismo, dos 
										modos de destrucción del hombre. 
										 
										También Marx es hijo de la 
										autoafirmación, de la soberbia del 
										hombre que se rebela contra Dios, que se 
										eleva a sí mismo y a su voluntad a la 
										condición de voluntad suprema. Marx 
										empieza por rechazar metódicamente todo 
										principio sobrehumano: no en vano sus 
										supuestos filosóficos se basan en el 
										antropologismo de Feuerbach, para el 
										cual Dios es una proyección del hombre y 
										los misterios de la religión se reducen, 
										en definitiva, a los misterios de la 
										naturaleza humana. Este camino de la 
										autoafirmación, de la soberbia, de la 
										afirmación de la voluntad humana como 
										voluntad suprema, conduce al 
										derrumbamiento interior del hombre. 
										Aquí, como en Nietzsche, quedan 
										delineados los inciertos contornos del 
										advenimiento futuro del superhombre, en 
										cuyo nombre se niega al hombre, así como 
										los inciertos pero terroríficos perfiles 
										del colectivo inhumano en cuyo nombre se 
										procede a la misma negación. El hombre 
										es considerado como un medio y un 
										instrumento al servicio del colectivo 
										inhumano, del que está ausente toda 
										humanidad; la figura humana ha de ser 
										sometida a un nuevo «todo» colectivo que 
										extiende sus horribles tentáculos sobre 
										todos y sobre todo y niega el valor 
										autónomo de todo lo que es puramente 
										humano, de todas las cualidades 
										características del hombre. Para Marx, 
										los preceptos de la moral humanística 
										carecen de valor; esta moral es la vieja 
										moral burguesa del período renacentista 
										de la historia y toda la cultura 
										humanística es, en definitiva, burguesa. 
										En el antiguo reino burgués habían sido 
										proclamados los derechos del hombre, 
										pero este reino está condenado a 
										desaparecer, se descompone, y en su 
										lugar surgirá un reino nuevo, no 
										humanístico ni humano, en el cual 
										existirá una nueva moral y una nueva 
										cultura, no humana ni tampoco 
										humanística, que irá acompañada de un 
										nuevo «arte» y una nueva «ciencia» 
										igualmente no humanas: este es el 
										terrible «colectivo» que ha de venir. 
										 
										En Marx y en Nietzsche aparecen los 
										límites del humanismo en los bajos 
										fondos de la masa y en las cimas de la 
										cultura respectivamente. Estos dos 
										personajes, que dejaron una terrible 
										impronta en los últimos decenios de la 
										vida de la humanidad en Occidente y en 
										nosotros, han aportado algo cuya 
										comprensión será de gran utilidad para 
										entender en su íntima esencia el proceso 
										de degeneración del humanismo. En Marx 
										se vuelve la espalda de un modo 
										definitivo a los más sagrados principios 
										del Renacimiento. Si Nietzsche 
										experimenta todavía nostalgia por las 
										grandes obras del Renacimiento y quiere 
										restaurar sus fuentes, Marx no siente en 
										absoluto esta nostalgia, declara la 
										guerra a las mismas fuentes originarias 
										del Renacimiento y considera todas sus 
										creaciones como la superestructura 
										ideológica de una base económica 
										dominada por la explotación del hombre 
										por el hombre. 
										 
										Las energías del Renacimiento se agotan, 
										la crisis del humanismo llega a su fin. 
										La alegría de vivir, propia del período 
										renacentista de la historia humana, 
										pululante del libre juego de las 
										fuerzas, desaparece y ya no volverá 
										nunca más. En el período siguiente 
										comienzan a vacilar el ideal de la 
										naturaleza y el del hombre, a la vez que 
										la introducción de la máquina en la vida 
										humana adquiere una importancia colosal 
										en la transformación de esta misma vida. 
										El cambio que contemplamos en Marx tiene 
										una relación directa con la introducción 
										de la máquina en la vida del hombre; 
										este hecho ha sorprendido a Marx hasta 
										tal punto, que lo coloca en la base de 
										su Weltanschauung, lo considera como el 
										hecho fundamental de toda la historia 
										humana y explica su extraordinaria 
										importancia para el destino humano. 
										 
										El final del Renacimiento depende del 
										hecho de que el proceso de 
										democratización vuelve esencialmente 
										precaria la posibilidad misma de un 
										renacimiento y, en último análisis, la 
										niega, pues el Renacimiento es, por su 
										misma naturaleza, aristocrático. En 
										nuestra opinión, el humanismo todo y el 
										reino del ideal humanista son, por su 
										misma esencia, aristocráticos. La 
										democratización de la cultura y el 
										acceso a ella de las masas transforma 
										toda la estructura de la existencia y 
										hace imposible este reino humano y 
										aristocrático. Este proceso cambia 
										totalmente la dirección de la historia 
										humana. 
										 
										Al final de la época moderna, en el 
										período de la crisis del humanismo, el 
										hombre experimenta una soledad, un 
										abandono y un aislamiento profundos. En 
										los siglos intermedios, el hombre vivía 
										en el interior de las corporaciones, en 
										un todo orgánico en el que no se sentía 
										átomo aislado, sino parte de un todo al 
										cual estaba ligado su destino. En el 
										último período de la historia moderna, 
										todo esto desaparece. El hombre moderno 
										se aísla y, al transformarse en un átomo 
										separado de la totalidad, siente un 
										terror inexpresable e intenta superarlo 
										reuniéndose en entidades colectivas, a 
										fin de salir de la soledad y del 
										abandono que amenazan con arruinar su 
										existencia y provocan en él un hambre 
										espiritual y material. Por este motivo y 
										de esta atomización nace el proceso de 
										conversión al colectivismo, la tentativa 
										del hombre de crear un principio nuevo 
										que le ayude a salir de su soledad. 
										 
										El hombre que entra en la historia 
										moderna se siente orgullosamente seguro 
										de sí y de aquí nace su autoconciencia y 
										su confianza ilimitada en sus fuerzas 
										creadoras, en su capacidad de plasmar la 
										vida por medio del arte, en su poder 
										cognoscitivo para penetrar los secretos 
										de la naturaleza. Esta seguridad en sí 
										mismo ha comenzado a debilitarse ya 
										desde hace tiempo para ser sustituida 
										por una conciencia de la limitación de 
										las fuerzas humanas, del poder creador 
										del hombre; aparece entonces la 
										dicotomía del hombre, la autorreflexión 
										del hombre sobre sí mismo. La seguridad 
										y la autoafirmación individuales 
										devienen colectivas, pero la conciencia 
										de la limitación del poder del hombre en 
										los diferentes sectores y la negación de 
										todo lo que es sobrehumano y de toda 
										vinculación entre el hombre y lo 
										sobrehumano lleva en último extremo al 
										triunfo de la filosofía positivista. Al 
										afirmarse a sí mismo de un modo 
										exclusivista y al desterrar de sí toda 
										realidad superior a él, el hombre mina, 
										a fin de cuentas, la conciencia del 
										propio poder. 
										 
										Nos encontramos aquí con una de las 
										paradójicas contradicciones del 
										humanismo moderno. Este comenzó 
										afirmando el poder del hombre para 
										realizar creaciones artísticas y 
										científicas, para recrear la sociedad 
										humana en todos los demás sectores; pero 
										esta inmersión exclusivista en sí mismo 
										y este cerrarse a todo lo que es 
										sobrehumano llevó en seguida al hombre a 
										comprender que sus fuerzas no eran 
										ilimitadas. Esta crisis del humanismo 
										había comenzado hacía bastante tiempo y 
										el hombre tenía esta actitud de 
										inseguridad en todos los sectores de la 
										vida. Comencemos por el sector 
										cognoscitivo. El hombre renacentista se 
										abandonaba extáticamente al conocer y 
										abrigaba una fe plena en la 
										cognoscibilidad de los misterios de la 
										naturaleza. Pensaba que el dogma 
										católico ponía límites a su conocimiento 
										y quería liberarse de tal limitación; en 
										la filosofía de la naturaleza, en las 
										ciencias naturales, incluso en la magia, 
										que floreció de diferentes modos durante 
										el Renacimiento, el hombre sentía el 
										poder ilimitado de su capacidad 
										cognoscitiva y no reflexionaba sobre sus 
										instrumentos cognoscitivos ni dudaba de 
										ellos. Este proceso de afirmación 
										exclusiva del poder cognoscitivo del 
										hombre tuvo como consecuencia inmediata 
										el que el conocimiento se separase de 
										los fundamentos religiosos y 
										espirituales supremos a los que estuvo 
										ligado durante el medioevo y en el mundo 
										antiguo y precristiano, y empezó a minar 
										los instrumentos cognoscitivos del 
										hombre. 
										 
										Aquí da comienzo el proceso reflexivo 
										que encuentra su expresión genial en 
										Kant. Ya aquí se advierten los síntomas 
										espirituales del final del Renacimiento, 
										ya el pathos de Kant es diferente del 
										Renacimiento, ya no es el pathos de la 
										alegría de conocer, de la conciencia de 
										las ilimitadas perspectivas del mismo. 
										Kant reflexiona de un modo apasionado 
										sobre los límites del conocimiento y 
										necesita una justificación crítica del 
										mismo. Esta nueva actitud crítica del 
										hombre en el plano cognoscitivo marca ya 
										el comienzo del agotamiento de las 
										energías del Renacimiento. El impulso 
										cognoscitivo renacentista da lugar al 
										impresionante desarrollo de la ciencia 
										que contemplamos en Galileo y en Newton; 
										en cambio, Kant eleva la ciencia natural 
										matematizada a objeto de la reflexión 
										crítica. Esta labor crítica, que 
										comienza por una actitud de duda frente 
										a los ilimitados poderes cognoscitivos 
										del hombre, da lugar a una lucha sin 
										cuartel contra el antropologismo y 
										contra los principios humanísticos del 
										conocimiento, lucha que se vuelve 
										especialmente encarnizada en Cohen y 
										Husserl. Todas estas corrientes, que 
										combaten el antropologismo filosófico, 
										plantean la cuestión de tal manera que 
										convierten al hombre en un obstáculo 
										para la realización del acto 
										cognoscitivo. Uno de los adeptos y 
										representantes de esta corriente 
										filosófica ha afirmado cosas extrañas y, 
										en apariencia, ridículas: la presencia 
										subjetiva del hombre es el máximo acto 
										cognoscitivo no humano, purificado de 
										toda perspectiva humanística (si 
										derivamos este vocablo de la palabra 
										«hombre»). 
										 
										Son los síntomas del final y de la 
										superación del Renacimiento y del 
										humanismo en el sector del conocimiento. 
										Hay que decir que Europa experimenta el 
										final del Renacimiento, y quizá de un 
										modo todavía más claro, a través del 
										positivismo, el cual está hoy superado y 
										no cuenta con grandes defensores, a 
										diferencia de lo que ocurría en el siglo 
										XIX, en el que jugó un gran papel. El 
										positivismo es un fenómeno 
										antirrenacentista y supone una crisis 
										del humanismo. Comte, un pensador mucho 
										más notable de cuanto pueda hacer 
										suponer la corriente positivista que él 
										ha inspirado, constituye un claro 
										fenómeno de retorno a ciertos elementos 
										del medioevo. El positivismo de Comte 
										fue una vuelta a los siglos medievales y 
										una tentativa de poner fin al libre 
										juego de las fuerzas (tan característico 
										del Renacimiento) en los sectores del 
										conocimiento, de la vida espiritual y de 
										la vida social. Comte quiere superar lo 
										que él llama la «anarquía intelectual» 
										ligada a la Revolución francesa; quiere 
										pasar del modelo crítico de la vida al 
										modelo orgánico, es decir, busca una 
										centralización espiritual, una sumisión 
										forzada del hombre moderno a un 
										determinado centro espiritual, como 
										ocurría en el medioevo; quiere poner fin 
										a la arbitrariedad individualista, a la 
										manifestación autónoma y anárquica de 
										las energías creadoras. Al igual que 
										Marx, quiere someter la vida a un 
										determinado centro coercitivo, pero ve 
										este último en la aristocracia 
										intelectual de los sabios. Comte quiere 
										crear una religión positivista, para la 
										cual toma en empréstito todas las formas 
										del culto católico medieval: el culto a 
										los santos positivistas, el calendario 
										positivista, la reglamentación religiosa 
										de la vida, la creación de una jerarquía 
										de sabios; todo esto constituye un 
										retorno a un catolicismo sin Dios. Todas 
										las formas católicas son aprovechadas, 
										pero la fe en Dios es sustituida por la 
										fe en el ser supremo que es la 
										humanidad, en cuyo nombre viene 
										instituido el culto del «eterno 
										femenino». Comte erige un altar a este 
										ser en su propia casa, demostrando así 
										cómo la naturaleza religiosa del hombre 
										no puede ser sofocada por ninguna 
										invención positivista. 
										 
										Este es un fenómeno de retorno parcial 
										al espíritu medieval, y el final del 
										individualismo típico de la época 
										renacentista. El positivismo pone 
										límites a las posibilidades 
										cognoscitivas del hombre y no permite 
										que se sobrepasen tales límites, lo cual 
										se opone evidentemente al espíritu 
										renacentista. Al igual que en Comte, en 
										el socialismo utópico de Saint-Simon se 
										advierte este final del Renacimiento. 
										También este socialismo supone una 
										profunda reacción contra la Revolución 
										francesa, la filosofía del siglo XVIII, 
										el humanismo liberal. Si bien es cierto 
										que la religión atea de Comte, al igual 
										que la religión de Saint-Simon, no 
										tienen nada en común con el medioevo, 
										también lo es que Saint-Simon se alza 
										contra la labor crítica hecha por la 
										Ilustración y por la Revolución francesa 
										y quiere crear un sistema de vida 
										semejante al sistema teocrático de los 
										siglos medievales. No es casual que 
										Saint-Simon y Comte tuviesen en alta 
										estima a de Maistre, que representa una 
										reacción genial contra el siglo XVIII y 
										la Revolución y una tentativa de retorno 
										al espíritu medieval; al fin y al cabo, 
										dos pensadores trataron de superar 
										espiritualmente el individualismo. 
										 
										Este fenómeno del Renacimiento que 
										termina acontece asimismo en la vida del 
										estado y también aquí resulta muy 
										interesante. Toda la historia moderna no 
										sólo posterior, sino también anterior a 
										la Revolución francesa, se caracteriza 
										por la existencia de las monarquías 
										humanísticas. El estado de Luis XIV es 
										un estado humanístico. Cuando Luis XIV 
										dijo: «L'état c'est moi», realizó un 
										acto de afirmación de su voluntad 
										humana. El estilo de la monarquía 
										absoluta de Luis XIV y de todas las 
										monarquías de los siglos XVII y XVIII 
										que guardan semejanza con ella, no puede 
										encontrar una expresión más 
										característica que la de la 
										autoafirmación humanística. La 
										Revolución francesa respondió a esta 
										autoafirmación del poder monárquico con 
										la autoafirmación humanística de la 
										democracia; el pueblo dijo: «L'état 
										c'est moi»; al rebelarse contra la 
										monarquía, estaba afirmando que el 
										estado era él. A una autoafirmación 
										humanística se contrapone otra, la 
										democracia humanística es la respuesta a 
										la monarquía humanística. Esta última no 
										puede durar indefinidamente y ha de 
										terminar. Cuando el hombre se desliga de 
										los fundamentos sobrehumanos de su vida, 
										cuando se afirman únicamente los 
										principios humanos del poder, comienza 
										el proceso interior de la revolución, 
										que ha de llevar al hombre al último 
										estadio humanístico: la democracia 
										revolucionaria. En Occidente, este 
										proceso adopta su forma clásica en la 
										Revolución francesa, pero también la 
										caída de la monarquía absoluta rusa se 
										debió al hecho de que en ella se 
										desarrolló el proceso de la 
										autoafirmación humana, que llegó al 
										extremo en la monarquía de Nicolás II y 
										que había de provocar el proceso de 
										autoafirmación revolucionaria como 
										castigo natural de la autoafirmación 
										humana de la monarquía. 
										 
										Vemos, pues, que en los estados del 
										período renacentista de la historia 
										aparecen dos fenómenos característicos: 
										la monarquía humanística y la democracia 
										igualmente humanística. Al mismo tiempo, 
										este período se caracteriza por la 
										formación de los estados nacionales en 
										cuanto organismos cerrados. A nuestro 
										entender, ahora estamos entrando en el 
										período de la crisis y del final de los 
										estados nacionales renacentistas. Si la 
										monarquía humanística había de 
										transformarse en democracia humanística, 
										ahora viene el período en el que se 
										tambalean los fundamentos de ambas, y 
										empiezan a manifestarse principios que 
										ya no son humanísticos, sino, en el 
										fondo, no humanos, que se alzan a la vez 
										contra ambas formas humanísticas del 
										estado. El destino de los estados, tanto 
										del ruso (en el que ha tenido lugar la 
										revolución) como de los europeos, entra 
										en un período de crisis profunda. En 
										Occidente, las democracias humanísticas, 
										con su desacreditado parlamentarismo y 
										su mecánica del sufragio universal, 
										están en crisis. Esta crisis se ha 
										iniciado hace tiempo, pues ya se 
										advertía el carácter mecánico de este 
										ordenamiento, su corrupción interior y 
										la imposibilidad interna de vivir de 
										estos principios humanísticos 
										formalistas. Es evidente que ha de 
										surgir un principio orgánico que 
										sustituya a aquéllos. No es casual que 
										empiecen a aparecer concepciones que se 
										remiten al medioevo, por ejemplo, la de 
										la representación corporativa. Esta se 
										basa en la idea de que la sociedad 
										humana ha de componerse no de átomos; 
										sino de corporaciones orgánicas, 
										semejantes a las artes medievales, las 
										cuales han de poseer sus 
										representaciones orgánicas. Es una 
										especie de retorno, sobre nuevas bases, 
										al ordenamiento corporativo medieval. 
										Esta idea va ligada a la crisis del 
										estado parlamentario, que no satisface, 
										en el fondo, a nadie. También en la idea 
										de representación corporativa 
										encontramos elementos válidos y 
										aprovechables. Todos los grandes estados 
										han comenzado a aspirar a una política 
										mundial imperialista. En el imperialismo 
										se lleva a cabo una disociación entre 
										los principios humanísticos y el estado 
										nacional; el imperialismo engendra la 
										voluntad de poder, que al final aspira 
										al dominio universal. En él se halla 
										también en germen el principio del 
										superhombre, el mismo principio que 
										aparece en el colectivismo. 
										 
										La crisis y el final del Humanismo se 
										experimentan también en el ámbito de la 
										vida moral. Por otra parte, asistimos, 
										sin duda, al final de la moral 
										humanística, que era considerada como la 
										más elevada realización de la vida moral 
										de toda la historia moderna. Esta moral 
										humanística va aproximándose a su final 
										a través de toda una serie de fenómenos 
										que acontecen a finales del siglo XIX y 
										principios del XX. Su final definitivo 
										se revela a través de la guerra mundial 
										y de las consecuencias de esta última, 
										pero la moral humanística, con todas sus 
										ilusiones, ha empezado a declinar mucho 
										antes. 
										 
										El golpe más terrible le es inferido por 
										Nietzsche, que puso de manifiesto sus 
										contradicciones. Toda la corriente de 
										cultura espiritual ligada a Nietzsche 
										puso en cuestión los mandamientos del 
										humanismo, de tal manera que el centro 
										de atención ya no se sitúa en el hombre, 
										ni tampoco en sus intereses, su bien, o 
										sus necesidades. Esta convulsión que 
										afecta a la moral humanística se 
										manifiesta también en otras direcciones. 
										Por una parte, es indudable que las 
										corrientes anárquico-revolucionarias de 
										origen humanístico destruyen esta moral; 
										por otra, las corrientes 
										místico-religiosas surgidas a caballo de 
										los siglos XIX y XX sacuden asimismo los 
										fundamentos de la moral humanística, 
										asignan a la moral una finalidad 
										sobrehumana y comienzan a negar la 
										autosuficiencia de los principios 
										humanos. 
										 
										El reino humanístico termina, aquel 
										reino de la humanidad del que hablaba 
										Herder, cuando enseñaba que la humanidad 
										es el fin supremo de la historia 
										universal. Este reino humanístico sólo 
										era posible en una situación intermedia 
										y su existencia daba a entender que aún 
										no había llegado la división hasta los 
										estratos últimos y más profundos. Tal 
										reino es posible en los estratos más 
										superficiales de la cultura, cuando la 
										conciencia humana no se plantea aún el 
										problema del destino último de aquélla, 
										cuando todo el edificio cultural 
										mantiene un cierto equilibrio y no se 
										divide en polos opuestos, ni se 
										descompone en principios contrastantes. 
										Este equilibrio existe en el período 
										humanístico de la historia y hace 
										posible el florecimiento de la cultura. 
										En cambio, cuando se plantea el problema 
										último y extremo, la cultura trasciende 
										los confines humanos y sobreviene la 
										división del reino humano en principios 
										polares opuestos. Entonces desaparece 
										aquel reino humano intermedio. Nietzsche 
										pone fin al humanismo justamente porque 
										plantea el problema último; Marx pone 
										fin al humanismo porque plantea un 
										problema último: el de la 
										«sociabilidad». También la religión 
										humanística se descompone por sí misma, 
										pues formula tareas últimas y 
										definitivas que no pueden quedar 
										confinadas en un reino puramente humano. 
										 
										Hemos hablado ya de Goethe, figura 
										culminante de un reino y de una cultura 
										humanísticos no disociados todavía de 
										los principios divinos y que acoplan de 
										un modo armónico lo divino y lo humano. 
										El humanismo de Goethe tenía un 
										fundamento religioso-interior, pero 
										Goethe, con toda su sabiduría 
										espiritual, se situaba, no obstante, en 
										el reino humano intermedio, su arte 
										sublime y su gran conocimiento de la 
										naturaleza no alcanzaban los últimos 
										límites. En la conciencia de Goethe no 
										había nada de apocalíptico, nada que se 
										refiriese a los destinos últimos del 
										hombre y del mundo; la vida de Goethe 
										fue el florecimiento supremo de la 
										creatividad humana antes del 
										advenimiento de esta nueva sensibilidad 
										para la dimensión catastrófica de la 
										existencia, fue la revelación suprema de 
										la creatividad humanística. 
										 
										Después de él, después de este humanismo 
										genuino en el sentido más elevado de la 
										palabra, después de este humanismo 
										verdaderamente grandioso, ligado a una 
										imagen clara de la naturaleza, el 
										humanismo de la cultura alemana que vive 
										a caballo de los siglos XIX y XX se 
										vuelve cada vez más difícil; comienza el 
										proceso fatal de la corrupción interior, 
										de la dicotomía, de la marcha hacia la 
										catástrofe, de la erupción volcánica en 
										el seno de la historia, y no hay 
										posibilidad ya de volver al grandioso 
										reino humanístico del pasado. El retorno 
										a la moral, al arte y al conocimiento 
										humanísticos se vuelve imposible; en el 
										destino del hombre ha ocurrido una 
										catástrofe irreparable, la catástrofe 
										del resquebrajamiento de su 
										autoconciencia, la catástrofe inevitable 
										que constituye el paso de su 
										autoafirmación humana a su autonegación, 
										la catástrofe del abandono, del 
										desarraigo, de la alienación de la vida 
										natural. Este proceso es la terrible 
										revolución que se desarrolla durante 
										todo un siglo, que pone fin a la 
										historia moderna y que inaugura una 
										nueva era.  |