| Experiencia de la filosofía del destino 
										humano 
			EL CRISTIANISMO Y LA HISTORIA 
										 
										En uno de los capítulos precedentes 
										hemos hablado largamente del nexo 
										privilegiado existente entre el 
										cristianismo y la historia, de la 
										historicidad del cristianismo, y nos 
										hemos referido a Schelling, el cual, en 
										sus Vorlesungen über die Methode des 
										akademischen Studiums, expuso con 
										singular fuerza la idea de que el 
										cristianismo es, ante todo, histórico, 
										revelación a través de la historia. Al 
										mismo tiempo, hemos dicho que el 
										cristianismo es, por su misma 
										naturaleza, excepcionalmente dinámico y 
										no estático, que es una fuerza que 
										irrumpe en la historia y, por 
										consiguiente, se diferencia 
										profundamente del mundo antiguo, que, 
										dada su tendencia contemplativa, era 
										fundamentalmente estático. 
										 
										Este dinamismo fue tan grande que 
										incluso estuvo presente en los casos en 
										que se apostataba del cristianismo. En 
										tales casos, el dinamismo se expresaba 
										bajo otras formas, por ejemplo, bajo la 
										forma de rebelión, de sublevación contra 
										el destino; una rebelión tan violenta 
										sólo aparece en el interior del período 
										cristiano de la historia, pues el 
										dinamismo cristiano engendra también a 
										veces un dinamismo contrario y erróneo. 
										Esta historicidad y dinamicidad 
										excepcionales del cristianismo están 
										ligadas ante todo a la circunstancia de 
										que el hecho central de la historia 
										cristiana (la aparición de Cristo) es un 
										hecho único e irrepetible que funda el 
										carácter específico de todo lo 
										«histórico». Toda la historia universal 
										camina hacia este hecho central e 
										irrepetible y parte de él. Este carácter 
										único e irrepetible de lo «histórico», 
										este nexo de la historia celeste con la 
										terrena, tiene en el mundo cristiano una 
										configuración histórica muy compleja, en 
										la que se refractan todas las fuerzas 
										fundamentales de la historia espiritual 
										precedente. 
										 
										En esta configuración se da sobre todo 
										la interacción de los principios judío y 
										helénico. Sólo el conflicto y la 
										interacción de ambos principios explican 
										la aparición del cristianismo en la 
										historia. Dentro del cristianismo 
										prevalecen alternativamente uno u otro 
										principio. Cada uno de ellos determina 
										un aspecto del pluriforme y complejo 
										mundo cristiano. Los elementos judíos 
										son principios veterotestamentarios, 
										legalistas, y en ciertos momentos han 
										traído como consecuencia la degeneración 
										del cristianismo en un legalismo 
										veterotestamentario; también pueden 
										dificultar la revelación de la gracia, 
										del amor y de la libertad y ser fuente 
										de fariseísmo. Por otro lado, estos 
										mismos principios pueden dar origen a un 
										espíritu opuesto, al espíritu 
										apocalíptico, abierto a nuevas y más 
										perfectas revelaciones. Este último 
										espíritu actúa en un sentido totalmente 
										opuesto al de los principios 
										veterotestamentarios, pero ambos 
										principios judíos son extremadamente 
										históricos, pues tan histórica es la 
										acción de los elementos legalistas que 
										aseguran la tradición, como la de los 
										elementos apocalípticos, orientados 
										hacia el futuro. 
										 
										En general, podemos decir que la Iglesia 
										cristiana es, por su misma naturaleza, 
										una fuerza fundamentalmente histórica. 
										Ella hace presente la revelación en el 
										ordenamiento histórico de la humanidad y 
										dirige (en el plano religioso) su 
										destino, los destinos de las masas 
										populares. La Iglesia es una fuerza 
										impulsora de la historia en la medida en 
										que encierra en sí los principios 
										judíos, que son los factores históricos 
										por excelencia. Por otra parte, los 
										principios helénicos no son menos 
										dinámicos que aquéllos, y constituyen 
										asimismo una riqueza para el 
										cristianismo. A ellos está ligada, sobre 
										todo, la vertiente contemplativa del 
										cristianismo. Toda la metafísica 
										contemplativa, así como la dogmática y 
										la mística cristianas se derivan del 
										principio helénico. Se trata de aspectos 
										mucho más helénicos que judíos, pues la 
										contemplación del ser divino es más 
										conforme al espíritu helénico que al 
										judío, preso en el vórtice de la 
										historia. Asimismo, toda estética y toda 
										belleza van ligadas a los elementos 
										helénicos del cristianismo, porque el 
										mundo helénico es la cuna, la fuente de 
										la belleza presente en el ámbito 
										cristiano y en el mundo en general. A él 
										va ligada toda la belleza de la cultura 
										cristiana, y todos los intentos 
										protestantes de purificar al 
										cristianismo del «paganismo» han 
										conducido únicamente a debilitar la 
										estética y la metafísica cristianas, es 
										decir, todo aquello que va unido al 
										espíritu helénico. 
										 
										La historicidad y dinamicidad 
										excepcionales del cristianismo van 
										ligadas al hecho de que éste revela (por 
										vez primera y de un modo definitivo) al 
										mundo el principio de la libertad 
										espiritual, desconocida para el mundo 
										antiguo y, en cierto modo, para el mundo 
										judío. La libertad cristiana presupone 
										que el verdadero sujeto de la acción 
										histórica es un sujeto libre, un 
										espíritu libre. Este supuesto es 
										esencial, tanto por lo que respecta a la 
										naturaleza del cristianismo como por lo 
										que se refiere a la naturaleza de la 
										historia; si no admitimos este sujeto 
										que actúa libremente y determina los 
										destinos históricos de la humanidad, no 
										podemos hablar propiamente de historia. 
										 
										Los griegos afirmaban la necesidad y la 
										racionalidad del bien; para ellos, era 
										el resultado de una victoria de la 
										razón. Sócrates fue un exponente de esta 
										concepción helénica. El bien es una 
										necesidad racional, sus leyes se imponen 
										a la razón, y los principios que se 
										oponen a él son irracionales. La 
										concepción griega del bien no está 
										ligada a la libertad. La filosofía 
										griega no llegó a formular nunca una 
										concepción acertada y genuina del bien, 
										ni siquiera a través de sus pensadores 
										más excelsos. El cristianismo, en 
										cambio, afirma que el bien es libre, que 
										es un producto de la libertad del 
										espíritu; sólo tiene auténtico valor y 
										es un bien genuino cuando procede de una 
										opción libre del espíritu. Por eso el 
										cristianismo rechazó la concepción del 
										bien como algo racional y necesario, y 
										éste es el rasgo distintivo de la 
										Weltanschauung cristiana. 
										 
										El cristianismo no sólo afirma la 
										libertad como conquista suprema y 
										victoria de la razón divina, sino que 
										también afirma otra libertad que 
										condiciona el destino del hombre y de la 
										humanidad y hace la historia. En el 
										cristianismo, la Providencia misma y su 
										acción son libres, no tienen nada que 
										ver con el fatum. La mentalidad 
										cristiana se rebela contra aquella 
										sumisión al fatum que es típica del 
										mundo antiguo. La tragedia y la 
										filosofía griegas proclaman esta 
										sumisión que, para ellas, es la máxima 
										sabiduría que puede alcanzar el hombre. 
										Por el contrario, en el cristianismo 
										existe un principio que se subleva 
										contra esta sumisión al destino. Pero la 
										libertad de elección, la libertad de 
										afirmar el bien, radicadas en los 
										arcanos secretos de la voluntad y no de 
										la razón, presuponen la libertad del 
										sujeto creador, del sujeto agente, sin 
										el cual es imposible un verdadero 
										dinamismo histórico. La ahistoricidad o 
										antihistoricidad total de la antigua 
										cultura hindú y china se explican en la 
										medida en que allí no llegó a 
										descubrirse la libertad del sujeto 
										creador. No la descubrió la filosofía de 
										los Vedas, que es uno de los sistemas 
										filosóficos más importantes, ni la 
										descubrieron tampoco aquellos filósofos 
										que, en cierto modo, afirmaron la 
										libertad, entendida como confluencia e 
										identidad absolutas entre el espíritu 
										humano y el divino. La India no conoció 
										la libertad del espíritu humano y esto 
										explica la insuficiente historicidad de 
										esta singular cultura. Fue el 
										cristianismo el que puso de manifiesto 
										(por primera vez y de un modo 
										definitivo) esta libertad del sujeto 
										creador, desconocida en el mundo 
										precristiano. Este descubrimiento 
										cristiano de los principios dinámicos 
										interiores de la historia, del devenir 
										de los destinos del hombre, del pueblo y 
										de la humanidad, creó definitivamente la 
										impetuosa historia de la época 
										cristiana, de la que la historia 
										anterior al cristianismo sólo constituyó 
										un preludio y una preparación. 
										 
										¿Cuál es el tema originario de la 
										historia universal? A nuestro entender, 
										el tema fundamental es el destino del 
										hombre, planteado a través de la 
										interacción entre el espíritu humano y 
										la naturaleza. Esta interacción, esta 
										acción del espíritu humano sobre la 
										naturaleza, sobre el cosmos, es también 
										el fundamento primordial y el principio 
										originario de lo «histórico». 
										 
										A lo largo de la historia de la 
										humanidad, contemplamos diversas formas 
										de interacción entre el espíritu humano 
										y la naturaleza global, formas que pasan 
										por diferentes épocas históricas. El 
										estadio primordial de la historia, 
										resultado inmediato de aquel acto del 
										drama celeste-histórico a través del 
										cual el hombre se separó de Dios, del 
										drama del pecado original (que es, en 
										definitiva, el drama de la libertad), 
										hundió al espíritu humano en las 
										entrañas mismas de la necesidad natural. 
										De esta forma, tuvo lugar la caída del 
										hombre en el seno de la naturaleza, su 
										aprisionamiento por parte de los 
										elementos que sedujeron al hombre y de 
										los cuales no podía evadirse por sus 
										propias fuerzas, pues le era imposile 
										romper el terrible hechizo que lo 
										sometía a la necesidad natural. El 
										estadio primordial, característico de 
										todos los pueblos bárbaros y salvajes, 
										de las más antiguas culturas y de la 
										historia primordial del mundo antiguo, 
										se explica siempre a partir de esta 
										inmersión del espíritu humano en los 
										elementos de la naturaleza. 
										 
										El espíritu humano ha perdido su 
										libertad originaria y ha dejado de ser 
										consciente de ello. Inmerso en las 
										entrañas de la necesidad, su conciencia 
										filosófica no puede elevarse hasta la 
										autoconciencia de la libertad, hasta la 
										autoconciencia de sí mismo como sujeto 
										espiritual creador. Así se explica que 
										el mundo antiguo no haya conocido lo que 
										es la auténtica libertad, pues el 
										espíritu humano, hechizado por los 
										elementos de la naturaleza, había 
										perdido su libertad como consecuencia de 
										su alejamiento primordial del Espíritu 
										de Dios. Ocurrió, pues, una especie de 
										degeneración: la libertad degeneró en 
										necesidad, el espíritu no pudo elevarse 
										hasta la revelación religiosa de la 
										libertad o el conocimiento filosófico de 
										la misma. 
										 
										El tema del destino histórico universal 
										del hombre es el tema de la liberación 
										del espíritu humano creador de las 
										entrañas de la necesidad natural, de 
										esta dependencia de la naturaleza y de 
										esta sumisión a la misma. Todo va ligado 
										al planteamiento y solución de este 
										problema, tanto en Grecia como, en 
										general, en todo el mundo antiguo 
										pagano. Esta inmersión del espíritu 
										humano en los elementos de la naturaleza 
										comportaba en el hombre una situación de 
										amarga dependencia, y un terror 
										espantoso a los demonios de la 
										naturaleza; el espíritu humano, 
										degradado e inmerso en la vida de la 
										naturaleza, estaba sujeto a ella y, al 
										mismo tiempo, vivía en íntima conexión 
										con ella. La vida espiritual de la 
										naturaleza misma se le manifestaba con 
										más claridad que en los estadios 
										sucesivos, y él la sentía como la vida 
										de un organismo viviente, 
										espiritualizado, habitado por demonios, 
										con los cuales estaba en constante 
										comunión. Las antiguas mitologías nos 
										hablan de este vínculo con los espíritus 
										de la naturaleza. Por este motivo, todos 
										los mitos antiguos han sido engendrados 
										a través de esta interacción entre el 
										hombre y la naturaleza. El espíritu 
										humano caído no se convirtió en señor de 
										la naturaleza, sino que, por el 
										contrario, a través de una volición 
										libre realizada en el plano premundano, 
										se volvió esclavo de la naturaleza y 
										parte indisociable de ésta. 
										 
										Esta esclavitud, esta dependencia de la 
										naturaleza, propias de los primeros 
										estadios de la historia humana, se 
										expresaban bajo la forma de un vínculo 
										con la naturaleza. El mundo pagano 
										estaba lleno de demonios y el hombre no 
										tenía fuerzas para elevarse por encima 
										de estos demonios, de este torbellino de 
										la naturaleza. La imagen del hombre se 
										asemejaba no a la naturaleza divina 
										superior, sino a la naturaleza inferior, 
										pululante de espíritus elementales. El 
										hombre asumió el color de la naturaleza 
										inferior en la que había caído, a la que 
										estaba sometido y de la que no podía 
										liberarse por sus propias fuerzas. La 
										obra sublime del cristianismo (que 
										todavía no es suficientemente reconocida 
										en el seno del mundo cristiano) fue la 
										de liberar al hombre del poder de los 
										demonios a través de la venida de Cristo 
										al mundo, del drama de la redención del 
										hombre y del mundo. 
										 
										El cristianismo liberó casi a la fuerza 
										al hombre de esta sumisión a la 
										naturaleza y lo puso de pie en el plano 
										espiritual, restauró su condición de ser 
										espiritual autónomo, lo liberó de esta 
										sujeción al todo universal natural, lo 
										dignificó y lo elevó hasta el cielo. 
										Sólo el cristianismo restituyó al hombre 
										la libertad espiritual de la cual había 
										sido privado mientras estaba en poder de 
										los demonios, de los espíritus de la 
										naturaleza y de las fuerzas elementales, 
										como ocurría en el mundo precristiano. 
										Para nosotros, la esencia del 
										cristianismo consiste en la liberación 
										del hombre, en la posibilidad dada al 
										hombre de realizar libremente su 
										destino; aquí radica el enorme 
										significado de la redención de la 
										esclavitud interna y externa, de la 
										liberación de los elementos perversos 
										que operan en lo más íntimo de su 
										naturaleza. 
										 
										La sujeción del hombre a los demonios de 
										la naturaleza era, al mismo tiempo, una 
										sujeción a sí mismo, a sus propios 
										elementos inferiores. El hombre no podía 
										liberarse por sí mismo de esta 
										servidumbre, a través de la cual la 
										libertad había degenerado en necesidad; 
										por su culpa, había quedado debilitado 
										el poder de su libertad. La redención 
										cristiana, la venida del Hombre divino, 
										del Dios-hombre, del Hombre como segunda 
										persona de la Trinidad divina, restituye 
										a la libertad este poder, devuelve al 
										hombre la impronta de su elevado origen 
										divino, borra de su imagen la marca de 
										la esclavitud, de la naturaleza 
										inferior. Sólo la aparición del Hombre 
										divino, sólo la asunción por su parte de 
										todas las consecuencias del mal operado 
										por el hombre en el mundo, su pasión y 
										muerte, su sangre redentora, en 
										definitiva, el drama sagrado de la 
										redención, restituye al hombre la 
										libertad, lo libera de los elementos 
										inferiores y le devuelve con creces la 
										filiación divina perdida. 
										 
										También las religiones antiguas buscaban 
										la redención, y puede decirse que, en 
										todos los misterios antiguos, estaba 
										presente el arquetipo de la redención 
										cristiana. Los misterios de Osiris, 
										Adonis, Dionisos, sólo representaban 
										oscuros presentimientos y una sed 
										ardiente del misterio genuino en la 
										redención. En los citados misterios, el 
										hombre anhelaba apasionadamente 
										liberarse de la esclavitud de la 
										naturaleza, conquistar la inmortalidad, 
										sustraerse al poder de los espíritus 
										elementales inferiores; pero los 
										misterios del mundo antiguo nunca 
										consiguieron la liberación definitiva 
										del hombre, pues estaban inmersos en el 
										torbellino de la naturaleza elemental 
										inferior. Eran misterios inmanentes, 
										naturales, en los que el hombre buscaba 
										la liberación de las amarguras de la 
										existencia a través de una mera comunión 
										con los elementos naturales. Así, los 
										misterios dionisíacos se celebraban de 
										acuerdo con el ciclo de la naturaleza 
										misma, de la muerte y del nacimiento, 
										del invierno y de la primavera; pero 
										estos misterios no elevaban al hombre 
										por encima de los elementos naturales, 
										ni otorgaban una auténtica redención. 
										 
										El mundo antiguo, en el cual eran 
										conocidos estos misterios, anhelaba 
										ardientemente la liberación y, en sus 
										últimos días, estaba más obsesionado que 
										nunca por el terror a los demonios de la 
										naturaleza. Este terror característico 
										de los últimos tiempos del mundo 
										antiguo, en los que se intensificaron y 
										se multiplicaron por doquier los cultos 
										místicos, alcanzó dimensiones enormes y 
										se hizo verdaderamente insoportable. La 
										vida de las personas que deseaban 
										liberarse de este terror y alcanzar la 
										redención se volvió realmente trágica. 
										Sólo el cristianismo liberó al hombre de 
										este torbellino de los elementos 
										naturales, le devolvió su lugar en el 
										mundo, restituyó la libertad al espíritu 
										humano y abrió un nuevo período en el 
										destino del hombre, un período en el que 
										este destino comienza a ser definido y 
										realizado por un sujeto auténticamente 
										libre, un período en el que el hombre 
										deviene consciente de su libertad. 
										 
										Este proceso de liberación de los 
										elementos de la naturaleza tiene su 
										contrapartida, a la cual llaman con 
										amargura «la muerte del gran Pan». El 
										fin del mundo antiguo y el comienzo del 
										cristianismo comportan efectivamente un 
										alejamiento del hombre de la vida íntima 
										y profunda de la naturaleza. El gran 
										Pan, que se manifestaba al mundo antiguo 
										y estaba próximo al hombre de aquella 
										época (inmerso en las entrañas de la 
										naturaleza), se hunde en el seno de la 
										naturaleza y se oculta a las miradas de 
										éste. Se abre un abismo entre el hombre 
										que emprende el camino de la redención y 
										la naturaleza. El cristianismo cierra 
										herméticamente la vida íntima de la 
										naturaleza, no deja al hombre acercarse 
										a ella y, en cierto modo, la humilla: es 
										el otro aspecto de la gran obra de 
										liberación del espíritu humano llevada a 
										cabo por el cristianismo. Para que el 
										espíritu humano no fuese en lo sucesivo 
										esclavo de la naturaleza, había que 
										cerrarle el acceso a esta vida interior 
										de los espíritus de la naturaleza. 
										 
										Cualquier retorno del hombre a la 
										condición del paganismo antiguo sería 
										peligrosa, llevaría consigo el riesgo de 
										una nueva caída y desembocaría otra vez 
										en el terror a los demonios de la 
										naturaleza; todos estos riesgos son 
										reales hasta que el hombre no haya 
										alcanzado una cierta estatura 
										espiritual, hasta que no se haya llevado 
										a término el drama de la redención, 
										hasta que el hombre no sea 
										espiritualmente adulto y adquiera 
										suficiente equilibrio y firmeza. El 
										cristianismo realizó el proceso de 
										liberación del espíritu humano 
										separándolo de la vida interior de la 
										naturaleza, y la naturaleza continuó 
										inmersa en aquel mundo pagano del cual 
										era necesario alejarse. Todo esto se 
										prolongó durante casi toda la edad 
										media. La vida interior de la naturaleza 
										aterrorizaba al hombre, la relación con 
										los espíritus de la naturaleza era 
										considerada magia negra, el cristiano 
										seguía teniendo una actitud de temor 
										ante ella, a la que veía como un cordón 
										umbilical que lo unía al paganismo. 
										 
										El cristianismo trajo la buena nueva de 
										la liberación de este terror y de esta 
										servidumbre, declaró una guerra 
										implacable, apasionada, heroica, a la 
										naturaleza, dentro y fuera del hombre, 
										una guerra ascética que se manifestó, 
										sobre todo, en la impresionante 
										personalidad de los santos. Este volver 
										las espaldas a la naturaleza, esta 
										pérdida de las claves de acceso a su 
										vida íntima, es una característica 
										fundamental del período cristiano de la 
										historia que lo diferencia de la época 
										precristiana. 
										 
										Las consecuencias de todo esto son, a 
										primera vista, paradójicas. El resultado 
										y la consecuencia del período cristiano 
										es una mecanización de la naturaleza, 
										mientras que, para todo el mundo pagano 
										y para la cultura del mundo antiguo, la 
										naturaleza era un organismo viviente. 
										Para la época cristiana, la naturaleza 
										fue desde el principio terrible, 
										horripilante, y suscitaba una sensación 
										de peligro. Esto explica por qué el 
										conocimiento de la naturaleza era 
										considerado como algo peligroso, así 
										como la actitud de huida ante la misma y 
										la lucha espiritual contra ella. 
										 
										Más tarde, en los albores de la era 
										moderna, comenzó a ejercerse una acción 
										técnica sobre la naturaleza, empezó una 
										mecanización de la misma, condicionada 
										por una concepción de la naturaleza como 
										mecanismo inerte y no como organismo 
										vivo. Esta mecanización constituye el 
										segundo o tercer resultado de la 
										liberación del hombre de la demonolatría 
										por parte del cristianismo. Este 
										mecanizó la naturaleza para restituir al 
										hombre la libertad, para disciplinarlo, 
										para distinguirlo de ella y elevarlo por 
										encima de ella. 
										 
										Por muy paradójico que resulte, para 
										nosotros es claro que lo que ha hecho 
										posible una ciencia positiva de la 
										naturaleza y una técnica ha sido 
										justamente el cristianismo. Mientras el 
										hombre permanecía en una interacción 
										inmediata con los espíritus de la 
										naturaleza y basaba su vida en una 
										Weltanschauung mitológica, no podía 
										elevarse por encima de la naturaleza a 
										través de la actitud cognoscitiva propia 
										de las ciencias naturales y de la 
										técnica. Si se tiene una actitud de 
										temor ante los demonios de la 
										naturaleza, no se pueden construir 
										carreteras ni instalar líneas 
										telegráficas y telefónicas. Para poder 
										trabajar sobre la naturaleza como sobre 
										un mecanismo, era necesario que 
										desapareciese de la vida humana el 
										sentimiento de que la naturaleza es un 
										organismo viviente y está llena de 
										demonios y de que existe una ligazón 
										inmediata con ella. La concepción 
										mecanicista del mundo se ha rebelado 
										contra el cristianismo, pero, en 
										realidad, fue un resultado espiritual de 
										la liberación del hombre del yugo de los 
										elementos y de los demonios de la 
										naturaleza hecha por el cristianismo. En 
										la medida en que el hombre se encontraba 
										inmerso en la naturaleza y estaba en 
										comunión con la vida íntima de ésta le 
										era imposible conocerla científicamente 
										y dominarla a través de la técnica. 
										 
										Esto habría de tener una influencia 
										decisiva sobre el destino ulterior del 
										hombre. El cristianismo liberó al hombre 
										del yugo de la naturaleza, situándolo 
										espiritualmente en el centro del 
										universo. El sentimiento antropocéntrico 
										de la existencia era ajeno al hombre 
										antiguo, pues éste sentía que formaba 
										parte de la naturaleza y era inseparable 
										de ella. Fue precisamente el 
										cristianismo el que aportó esta 
										sensibilidad antropocéntrica, la cual se 
										convirtió en la fuerza motriz 
										fundamental de los nuevos tiempos. Una 
										vez surgida esta conciencia de la 
										situación central del hombre en el 
										mundo, que eleva a aquél por encima de 
										la naturaleza y tiene su origen en el 
										cristianismo, la historia no podía tomar 
										unos derroteros distintos de los que ha 
										seguido. Los adversarios recientes del 
										cristianismo no son lo suficientemente 
										conscientes de su dependencia de esta 
										fuente cristiana. 
										 
										La liberación del hombre del yugo de la 
										naturaleza tenía que llevar al hombre a 
										retirarse al mundo espiritual interior 
										para allí llevar a cabo un combate 
										gigantesco y heroico contra los 
										elementos de la naturaleza, a fin de 
										superar la esclavitud en que vivía con 
										respecto a la naturaleza inferior y 
										modelar una personalidad auténticamente 
										libre y humana. Esta gran empresa, que 
										es algo central en el destino del 
										hombre, fue llevada a cabo por los 
										santos cristianos. Los grandes ascetas y 
										anacoretas desarrollaron una lucha 
										titánica contra las pasiones del mundo 
										y, de esta forma, llevaron a término la 
										empresa de liberar al hombre de los 
										elementos inferiores. El hombre debía 
										volver la espalda a la naturaleza para 
										poder forjar una personalidad humana 
										nueva, ligada a la aparición del nuevo 
										Adán, en tanto que, en el mundo antiguo, 
										la persona humana realizaba el modelo 
										del viejo Adán, de aquel Adán que, a 
										través de un acto premundano y de 
										dimensión universal, había caído en 
										cuanto entidad colectiva en poder de la 
										naturaleza inferior y de sus elementos. 
										 
										La nueva personalidad humana había de 
										modelarse conforme al nuevo Adán, libre 
										de toda servidumbre frente a los 
										elementos mortíferos del mundo y los 
										demonios de la naturaleza inferior. Esta 
										labor de conformación del nuevo Adán 
										inaugura el período cristiano de la 
										historia, la cual comienza por los 
										primeros anacoretas, continúa a través 
										del monaquismo medieval y se prolonga a 
										través de todos los siglos que 
										asistieron a esta lucha asombrosa con 
										vistas a forjar la nueva personalidad 
										humana. El cristianismo reconoció por 
										vez primera el valor infinito del alma 
										humana, aportó la conciencia de que el 
										alma humana vale más que todos los 
										reinos del mundo, pues «¿de qué le sirve 
										al hombre ganar todo el mundo si pierde 
										su alma?». Este es uno de los 
										fundamentos de la doctrina evangélica. 
										La lucha contra los elementos de la 
										naturaleza se convirtió para el 
										cristianismo en algo esencial y creó el 
										dualismo cristiano de espíritu y 
										naturaleza. No se trata aquí de un 
										dualismo ontológico, sino de un 
										principio extraordinariamente dinámico y 
										activo. Sin este dualismo, sin la 
										contraposición entre el sujeto agente y 
										el ambiente natural objetivo exterior a 
										él, con el cual lucha y se encuentra en 
										conflicto, es imposible el dualismo en 
										la historia. Cuando el sujeto se halla 
										inmerso en el objeto, no se dan las 
										condiciones adecuadas para una historia 
										verdaderamente dinámica. 
										 
										El destino de todo el mundo antiguo 
										antes del advenimiento del cristianismo 
										había de tener un doble punto de 
										llegada, dos momentos diferentes, cada 
										uno de los cuales era esencial para 
										construir la historia universal y 
										comenzar la nueva era. El mundo antiguo 
										había de llegar en último extremo a 
										reunir al universo en una unidad, es 
										decir, a superar todo particularismo. La 
										división en Oriente y Occidente, en 
										numerosos pueblos y culturas, debía 
										desembocar finalmente en una 
										integración, en la formación de un gran 
										todo universal a la vez espiritual y 
										material. En este proceso de integración 
										tuvo una influencia decisiva la obra de 
										Alejandro de Macedonia, orientada a 
										fomentar la unión entre Oriente y 
										Occidente. La integración espiritual 
										comenzó a concretarse durante el período 
										helenístico, cuando tuvo lugar la 
										confluencia entre todas las religiones 
										de Oriente y de Occidente, período 
										caracterizado por un sincretismo en el 
										que se fundieron todos los modelos 
										culturales elaborados por el mundo 
										antiguo. 
										 
										La formación del Imperio romano, que 
										tuvo las características de un estado 
										universal, fue el resultado del proceso 
										de integración del mundo antiguo, que 
										hizo posible una historia auténticamente 
										universal. La historia universal de la 
										humanidad unificada comienza en este 
										período, en el cual tiene lugar la unión 
										entre el Oriente y el Occidente. El 
										cristianismo surgió históricamente y se 
										manifestó en este período, en el que 
										acontece el encuentro ecuménico de todas 
										las conquistas culturales del mundo 
										antiguo, en el que se efectúa el 
										contacto entre las culturas orientales y 
										las occidentales, en el que la cultura 
										helénica y las del oriente pasan a 
										través del prisma de la cultura romana. 
										Esta unificación del mundo antiguo, este 
										sincretismo helenístico, contribuyeron a 
										crear una humanidad única, la cual no 
										había sido capaz de forjar el espíritu 
										hebreo antiguo, no obstante, su energía 
										profética y a pesar de haber sido la 
										cuna del cristianismo. Todo el mundo 
										antiguo adolecía de particularismo. La 
										ecumenicidad del cristianismo como 
										proceso natural de la humanidad fue 
										precedida por esta unificación de 
										Oriente y Occidente realizada por la 
										cultura helenística y el Imperio romano. 
										 
										El cristianismo nació en un pueblo 
										insignificante, que en modo alguno 
										ocupaba un puesto central en la 
										historia, y en un tiempo en el que lo 
										que estaba en primer plano era lo que 
										acontecía en Roma y quizá en Alejandría. 
										En la Palestina particularista y aislada 
										ocurrió el hecho más importante de la 
										historia universal, que después había de 
										ser reconocido como central, y no sólo 
										por los cristianos. Lo que aconteció en 
										Belén condicionó toda la historia 
										universal. Mientras que en Roma, en 
										Egipto y en Grecia tenían lugar los 
										procesos de reunificación, se constituía 
										una unidad universal de pueblos y de 
										culturas, los cuales quedaron integrados 
										en una humanidad ecuménica, en un punto 
										de la tierra aparentemente marginal tuvo 
										lugar la comunicación suprema de lo 
										Divino, la revelación suprema y la 
										reunificación global de todos los 
										procesos que la historia antigua hizo 
										confluir en un único caudal universal. 
										Así quedó constituido el nuevo mundo 
										cristiano y comenzó una historia de 
										dimensiones auténticamente universales 
										que era desconocida para el mundo 
										antiguo. Este es uno de los resultados. 
										 
										En cuanto al segundo, 
										extraordinariamente extraño y trágico, 
										consistió en lo siguiente: el mundo 
										antiguo no sólo había de llegar a formar 
										un todo único a través de un proceso de 
										integración, sino que también había de 
										derrumbarse, es decir, había de 
										sobrevenir la ruina del mundo antiguo y 
										del paganismo. La grandiosa cultura 
										ligada al mundo helénico se desplomó, de 
										la misma manera que cayó el estado 
										romano, el más grande del mundo. Este 
										derrumbamiento aconteció una vez 
										alcanzada la ecumenicidad. El mundo 
										antiguo alcanzó su máximo esplendor 
										mientras se movió dentro de unos límites 
										particularistas, cerrados a lo 
										universal, y se derrumbó justamente 
										cuando devino universal, cuando se formó 
										el estado universal, cuando prosperó la 
										refinada cultura helenística. A nuestro 
										entender, éste es uno de los hechos más 
										centrales de la historia del mundo, un 
										hecho que nos hace reflexionar como 
										ningún otro sobre la naturaleza del 
										proceso histórico y nos lleva a revisar 
										muchas teorías sobre el progreso. 
										 
										Esta ruina del mundo antiguo no tuvo 
										nada de casual. Su causa no hay que 
										buscarla únicamente en las invasiones de 
										los bárbaros, que destruyeron los 
										valores del mundo antiguo e inauguraron 
										un período de barbarie, sino también en 
										un cierto malestar interior (que los 
										historiadores se inclinan cada vez más a 
										admitir), el cual contribuyó a corroer 
										esta cultura en sus mismas raíces e hizo 
										inevitable su derrumbamiento justamente 
										en el momento de su máximo esplendor 
										externo. La caída de Roma y del mundo 
										antiguo nos enseña dos cosas 
										absolutamente opuestas. Nos dice que a 
										la cultura le es inherente la 
										inestabilidad y la flaqueza de todas las 
										cosas y de todas las conquistas 
										terrenas, nos recuerda una verdad, a 
										saber, que, desde el punto de vista de 
										la eternidad y del destino eterno, todas 
										las conquistas de la cultura terrena 
										(incluso en el momento de su mayor 
										gloria y esplendor) son corruptibles y 
										encierran en sí el germen de una 
										enfermedad mortal; pero, al mismo 
										tiempo, esta caída, a la luz de la 
										historia de nuestro tiempo, no sólo nos 
										enseña que la cultura es mortal, que 
										está sometida al ciclo del nacimiento, 
										de la prosperidad y de la muerte, sino 
										también que la cultura es un principio 
										de eternidad. 
										 
										En efecto, es realmente sorprendente el 
										hecho de que este grandioso mundo 
										antiguo se derrumbase y viniese la época 
										de la barbarie (que se prolonga a lo 
										largo de los siglos VII, VIII y IX), 
										pero no lo es menos el hecho de que la 
										cultura sobreviva al tiempo. Ella 
										penetró profundamente en la vida de la 
										Iglesia cristiana; y no es sólo la 
										cultura helénica la que entra en ella y 
										la impregna con su arte, su filosofía y 
										todas sus conquistas; también es 
										influenciada por la cultura romana, a la 
										cual se halla tan profundamente ligada 
										la Iglesia católica. La caída de Roma y 
										del mundo antiguo no sólo significa una 
										muerte, sino también una catástrofe; 
										todo quedó trastornado en la superficie, 
										pero, en lo más profundo, el principio 
										último de la cultura antigua sobrevivió 
										a través de los siglos. El derecho 
										romano es algo eternamente vivo; el 
										arte, la filosofía griega y todos los 
										demás principios del mundo antiguo que 
										forman la base de nuestra cultura una y 
										eterna (aunque sujeta a un proceso que 
										se desarrolla en diferentes fases) son 
										asimismo una realidad permanentemente 
										viva. La ruina del mundo antiguo nos 
										enseña, ante todo, que las teorías 
										basadas en el progreso lineal no tienen 
										valor alguno; no resisten un examen 
										serio, pues el progreso continuo no 
										existe. 
										 
										Todos los acontecimientos fundamentales 
										de la historia desmienten claramente 
										esta teoría. Eduard Meyer, uno de los 
										historiadores más importantes que se han 
										ocupado del mundo antiguo, opina que 
										todas las culturas pasan por períodos de 
										desarrollo, de florecimiento culminante 
										y de decadencia y ruina. En último 
										extremo, él piensa que, en el mundo 
										antiguo, han existido culturas tan 
										grandiosas que, comparadas con ellas, 
										las épocas sucesivas sólo representan un 
										retorno al pasado: por ejemplo, la 
										antigua cultura babilónica fue tan 
										perfecta que, en muchos aspectos, no 
										tiene nada que envidiar a la cultura de 
										nuestro siglo XX. Todo esto nos parece 
										esencial para una filosofía de la 
										historia. En Grecia existió una época 
										«ilustrada» que empalmó con la crítica 
										destructiva de los sofistas y que es 
										análoga a la época de la Ilustración que 
										se desarrolla en el siglo XVIII. Según 
										la teoría del progreso lineal, esta 
										época «ilustrada» habría debido 
										triunfar, pero, en cambio, vemos que a 
										tal época sucede en Grecia la gran 
										reacción idealista y mística que se 
										remonta a Sócrates y a Platón. Esta gran 
										reacción espiritual contra la 
										«Ilustración» racionalista escéptica se 
										prolonga a lo largo de todo el medioevo, 
										ocupa un enorme período histórico de más 
										de mil años y refuta claramente la 
										teoría ilustrada del progreso continuo. 
										Todo esto resulta perfectamente 
										incomprensible desde el punto de vista 
										ilustrado-progresista. ¿Por qué tuvo 
										lugar en el mundo una reacción tan 
										larga? Muchos historiadores que se han 
										ocupado de Grecia, por ejemplo, Belloch, 
										sienten antipatía por esta corriente 
										espiritual y ven en ella un movimiento 
										reaccionario que comienza en Platón y 
										continúa hasta el Renacimiento. Pero, en 
										resumidas cuentas, ¿por qué no continuó 
										la evolución «ilustrada»? Esto plantea 
										un problema muy interesante a la 
										filosofía de la historia. 
										 
										El cristianismo surgió durante el 
										florecimiento tardío y del refinamiento 
										de la cultura antigua propios de la 
										época helenística. No tiene sentido 
										buscar en el cristianismo la ingenuidad 
										característica de la religión y del 
										hombre de la antigüedad. El cristianismo 
										se revela al hombre en un período de 
										refinamiento cultural y, a nuestro 
										entender, éste es uno de los factores 
										más importantes en orden a la definición 
										de las características peculiares del 
										cristianismo. 
										 
										De por sí, el cristianismo no es una 
										religión natural, naturalista. Si 
										hiciésemos una clasificación de las 
										religiones, el cristianismo habría de 
										definirse como una religión no 
										naturalista, ligada inmediatamente al 
										sentimiento de la naturaleza y a sus 
										procesos misteriosos que se reflejan de 
										un modo orgánico en el alma, sino más 
										bien una religión histórico-cultural, en 
										la cual el misterio de la vida y de la 
										divinidad se revela a través del 
										dualismo del alma, alejada ya de toda 
										ingenuidad y de todo nexo con la 
										naturaleza. Este factor es esencial para 
										definir el cristianismo. En esta 
										religión tiene lugar el encuentro y la 
										integración de dos grandes corrientes de 
										la historia universal y, al mismo 
										tiempo, se plantea y se resuelve de un 
										modo nuevo uno de los temas centrales y 
										fundamentales de la historia del mundo, 
										el tema de las relaciones entre Oriente 
										y Occidente. El cristianismo es el 
										encuentro y la fusión de las fuerzas 
										espirituales orientales y occidentales y 
										resulta imposible pensarlo de otro modo. 
										El es la única religión universal que, a 
										pesar de tener su cuna inmediata en 
										Oriente, es ante todo una religión 
										occidental y refleja en sí todas las 
										propiedades específicas de occidente. 
										 
										El cristianismo surge cuando se va 
										formando una humanidad única a través 
										del Imperio romano y de la cultura 
										helenística, cuando Oriente y Occidente 
										se unen definitivamente. Por eso el 
										cristianismo lleva en sí el supuesto 
										histórico universal sin el cual es 
										imposible una filosofía de la historia. 
										Nos ofrece el supuesto de la unidad de 
										la humanidad y de la unidad de la divina 
										Providencia que actúa en los destinos 
										históricos cuando la nueva religión nace 
										sobre la base de la confluencia entre 
										Oriente y Occidente. Y el cristianismo 
										trasfiere el centro de gravedad de la 
										historia de Oriente a Occidente, es el 
										punto en que se cortan los movimientos 
										mundiales, va de Oriente a Occidente, 
										siguiendo la trayectoria solar, y 
										arrastra consigo a la historia 
										universal. Esta se desplaza 
										definitivamente de Oriente a Occidente, 
										y los pueblos de Oriente, que habían 
										escrito las primeras páginas de la 
										historia de la humanidad, habían creado 
										las primeras grandes culturas y habían 
										sido la cuna de todas las culturas y 
										religiones, salen en cierto modo de la 
										historia universal. El Oriente se vuelve 
										cada vez más estático y la fuerza 
										dinámica de la historia se trasfiere 
										totalmente a Occidente. El cristianismo 
										introduce el dinamismo en la vida de los 
										pueblos occidentales. El Oriente se 
										encierra en sí mismo y abandona la arena 
										de la historia universal; en la medida 
										en que permanece no cristiano, pierde el 
										contacto con la historia universal. Los 
										pueblos orientales que no aceptan el 
										cristianismo, no entran en la corriente 
										de la historia. Este hecho confirma una 
										vez más y de un modo experimental la 
										verdad de que el cristianismo es la 
										fuerza dinámica más importante y que 
										aquellos pueblos que abandonan 
										definitivamente el cristianismo y no lo 
										siguen, dejan de tener historia. 
										 
										Esto no significa que el Oriente muera o 
										que en él sea imposible la vida. Más 
										bien nos sentimos inclinados a pensar 
										que los pueblos de Oriente volverán a 
										incorporarse a la corriente de la 
										historia y podrán desempeñar un papel de 
										dimensiones auténticamente universales. 
										La guerra mundial cuyas consecuencias 
										sufrimos contribuirá a introducir a los 
										pueblos de Oriente en una nueva 
										corriente de la historia universal y 
										quizá llevará una vez más a la 
										reunificación de Oriente y de Occidente 
										más allá de los confines de la cultura 
										europea y, de esta forma, viviremos algo 
										así como una nueva «época helenística». 
										Pero, por lo que se refiere al pasado, 
										hemos de decir que el Oriente, a partir 
										de un cierto momento, deja de ser la 
										fuerza impulsora de la historia. Cuando 
										decimos Oriente no nos referimos a 
										Rusia, pues ésta no pertenece 
										propiamente al Oriente genuino, sino que 
										es más bien un agregado sui generis de 
										Oriente y Occidente. Esto origina la 
										complejidad de su destino histórico, 
										pero, al mismo tiempo, otorga al destino 
										histórico de Rusia un carácter diferente 
										del destino cristiano de los pueblos de 
										Oriente. 
										 
										Hemos hablado de la liberación del 
										espíritu humano de las entrañas de la 
										naturaleza, de la personalidad humana, 
										del hombre como imagen y semejanza de 
										Dios, de la sumisión primordial del 
										hombre a los elementos inferiores de la 
										naturaleza tal como existía en el 
										período precristiano de la historia; 
										todo esto nos lleva a concluir que el 
										cristianismo fue el primero en plantear 
										conscientemente el problema de la 
										persona humana, porque sólo él planteó 
										la cuestión de su destino eterno. Un 
										planteamiento genuino de la cuestión del 
										destino de la persona humana era 
										imposible e inaccesible para el mundo 
										pagano antiguo y para el mundo hebreo. 
										 
										El cristianismo reconoce que la 
										naturaleza humana es espiritual en sus 
										mismos orígenes y que no es posible 
										derivar la persona humana de cualquier 
										raza inferior o de cualquier ambiente no 
										humano. El cristianismo establece una 
										vinculación directa entre la persona 
										humana y la naturaleza divina (en la que 
										tiene su origen) y por eso es 
										profundamente contrario a la concepción 
										naturalístico-evolucionista del hombre. 
										Mientras que el naturalismo 
										evolucionista considera al hombre como 
										un hijo del mundo y de la naturaleza y 
										niega la primogenitura espiritual del 
										hombre, su superior origen 
										aristocrático, el cristianismo afirma la 
										originariedad de la naturaleza humana y 
										su independencia con respecto a los 
										procesos que se desarrollan en los 
										elementos inferiores. Esto hace posible 
										por vez primera una toma de conciencia 
										de la persona humana y de su dignidad 
										superior. Sólo en el período cristiano 
										de la historia se lleva a cabo una 
										verdadera elaboración histórica de la 
										personalidad humana. 
										 
										A nuestro modo de ver, la personalidad 
										humana fue forjada y reforzada en aquel 
										período de la historia que durante mucho 
										tiempo fue considerado (desde el punto 
										de vista humanístico) como desfavorable 
										a la persona: el medioevo. El medioevo, 
										en la época de su máximo esplendor, 
										adquirió solidez y disciplina de dos 
										maneras distintas: a través del 
										monaquismo y a través de la caballería. 
										El monje y el caballero fueron 
										justamente los modelos de lo que debe 
										ser una personalidad verdaderamente 
										humana; en ellos, la personalidad humana 
										adquirió carta de naturaleza. La persona 
										se robusteció tanto física como 
										espiritualmente y se independizó de la 
										acción de las fuerzas elementales que 
										podían disgregarla. En este sentido, no 
										se presta la suficiente atención a la 
										enorme importancia que ha tenido el 
										medioevo en orden a forjar al hombre, 
										que, con extraordinaria energía se 
										erigió en toda su estatura y, a través 
										de una actitud creadora, proclamó sus 
										derechos durante el Renacimiento. Es 
										preciso, pues subrayar la importancia 
										del medioevo, que reunió todas las 
										fuerzas espirituales del hombre, forjó 
										la personalidad humana a través de los 
										modelos del monje y del caballero y 
										robusteció la libertad humana. Toda la 
										ascética cristiana se caracteriza por 
										esta concentración de las energías 
										espirituales del hombre y esta economía 
										para utilizarlas. 
										 
										Las energías espirituales del hombre se 
										reunieron y concentraron interiormente y 
										aunque no siempre tuvieron la 
										posibilidad de manifestarse y de 
										florecer con la suficiente libertad, al 
										menos se conservaron en este estado de 
										concentración. Aquí tenemos uno de los 
										resultados más notables (y, por otra 
										parte, inesperado) de la historia 
										medieval. El florecimiento creador del 
										Renacimiento, bien notorio por cierto, 
										se hizo posible en la medida en que 
										había sido preparado interiormente por 
										el medioevo. Si el hombre no hubiese 
										frecuentado la escuela ascética, que 
										favorecía el ahorro de energías, no 
										hubiese entrado en la época del 
										Renacimiento con tanta audacia y fuerza 
										creadora. Aquí radica el contraste 
										esencial entre el medioevo y la historia 
										moderna. Si el europeo sale hoy de la 
										época moderna agotado y carente de 
										energía, salió del medioevo con un 
										caudal de energías virginalmente 
										intactas y disciplinadas en la escuela 
										de la ascética. El tipo del monje y el 
										del caballero preceden al Renacimiento 
										y, sin ellos, la personalidad humana 
										jamás hubiera podido alcanzar la 
										estatura conveniente. 
										 
										Ahora bien, aquella terminación de la 
										historia medieval que había de llevar al 
										nacimiento de una nueva era histórica, 
										el Renacimiento y el humanismo, nos da a 
										entender que la época medieval no supo 
										resolver las cuestiones que había 
										planteado, que la idea medieval del 
										Reino de Dios no se había realizado y 
										que este fracaso llevó al hombre del 
										Renacimiento y del humanismo a una 
										actitud de rebeldía. La importantísima 
										realización del medioevo no sólo 
										consiste en haber puesto de manifiesto 
										su idea, sino también en haber 
										descubierto las contradicciones internas 
										y el carácter irrealizable de la misma. 
										Era necesario que la edad media llegase 
										a este fracaso; la teocracia no fue 
										realizada y tampoco podía ser implantada 
										por la fuerza. El resultado positivo del 
										medioevo fue el de reunir las fuerzas 
										espirituales del hombre con vistas a 
										crear una nueva historia y no el de 
										alcanzar las metas que se había 
										propuesto. 
										 
										Por lo demás, es bastante frecuente que 
										el resultado de un movimiento histórico 
										sea completamente distinto de aquel que 
										planearon los creadores de tal 
										movimiento. Así, por ejemplo, el 
										resultado más importante del proceso de 
										formación del Imperio romano no fue el 
										Imperio en sí, que se derrumbó y quedó 
										en ruinas, sino la unificación de la 
										humanidad, que constituyó el fundamento 
										de la Iglesia cristiana universal. A 
										nuestro entender, el resultado positivo 
										del medioevo fue el de haber forjado la 
										personalidad del hombre para el período 
										histórico siguiente, todo esto, 
										prescindiendo de los propósitos e 
										intenciones de los hombres medievales, 
										los cuales pensaban en la teocracia o en 
										el feudalismo (que fracasaron 
										igualmente) o de las formas pasajeras de 
										la caballería que fueron barridas por la 
										historia moderna (que no hay que 
										confundir con la caballería interior del 
										espíritu, que es eterna). De todos 
										modos, en el mismo marco del medioevo, 
										en los siglos XIII y XIV, nos 
										encontramos ya con el renacimiento 
										cristiano, el retorno a las formas 
										antiguas; y la escolástica medieval 
										representó en filosofía la victoria de 
										los esquemas antiguos, y Dante 
										constituye el apogeo del renacimiento 
										medieval.  |