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										 PRÓLOGO  
										 
										ÉTICA llamo a la ciencia que tiene por 
										objeto la naturaleza y el origen de la 
										moralidad. Cuál sea el verdadero sentido 
										de la palabra moralidad, no se puede 
										explicar aquí, pues que a ello se dedica 
										una parte considerable de este volumen. 
										Algunos han dado a la Ética el título de 
										“arte de vivir bien”: lo cual no parece 
										exacto, pues que, si se reuniesen todas 
										las reglas de buena conducta, sin 
										acompañarlas de examen, formarían un 
										arte” mas no una “ciencia”. 
										 
										Fácil me hubiera sido escribir un grueso 
										volumen de ÉTICA, o filosofía moral: es 
										materia que en las riquezas abundan, y 
										se las puede tomar de otros, sin que se 
										conozca el plagio; pero he preferido 
										reducir el tratado a pocas páginas, ya 
										porque lo requiere el género de la obra, 
										ya también porque las ideas para 
										germinar, conviene que no estén 
										desleídas. Lo que importa es asentar los 
										principios, e indicar con claridad y 
										precisión el modo de aplicarlos: ciertos 
										pormenores corresponden a una obra de 
										moral pero no a una de filosofía moral. 
										La palabra filosofía expresa aquí examen 
										y análisis de los fundamentos de la 
										moral y de sus conclusiones capitales: 
										si se quisiese descender hasta las 
										últimas consecuencias, sería preciso 
										contar con más tiempo del que suele 
										emplearse en esta enseñanza. 
										 
										Se notará que no trato separadamente ni 
										del sentido ni del sentimiento moral: 
										sólo hablo de ellos, cuando la materia 
										respectiva va ofreciendo la ocasión. Si 
										por sentido moral se entiende la 
										percepción instintiva de ciertas 
										relaciones morales, queda incluido en el 
										sentido común, del cual forma un ramo: 
										si se le quiere tomar en otra acepción, 
										no la comprendo. El sentimiento moral es 
										lo que indica su nombre: el sentimiento, 
										en sus relaciones morales. Como mero 
										sentimiento, es una inclinación que nada 
										significa en el orden moral, hasta que 
										se subordina a la libertad, y se 
										encamina a un objeto, con sujeción a las 
										condiciones, en cuyo supuesto el 
										criterio de su moralidad se halla en 
										alguno de los capítulos que tratan de 
										los deberes y derechos. Todo sentimiento 
										se refiere al sujeto o al objeto: así 
										están señaladas sus reglas, cuando se 
										han fijado las de la moral en todas sus 
										relaciones. 
										 
										En el orden de materias no he seguido el 
										método común: no es necesario exponer 
										aquí los motivos, ni lo consiente 
										tampoco la brevedad que me he propuesto. 
										No obstante, para juzgar de si he 
										acertado o no, hay un medio sencillo: 
										leer el tomo con la mira de buscar un 
										cuerpo de ciencia, resultado de un 
										examen riguroso. Si el libro llena este 
										objeto, el método es bueno; si no, 
										errado. 
										 
										He procurado presentar las cuestiones 
										bajo el aspecto reclamado por las 
										necesidades de la época: si en algo 
										conviene atender a esta circunstancia, 
										es indudablemente en la moral. Fuera de 
										las Academias, pocos hablan de ideología 
										y psicología; pero las cuestiones sobre 
										la sociedad, el poder público, la 
										propiedad, el suicidio, se agitan en 
										todas partes. Es preciso tener sobre 
										ellas ideas fijas, para preservarse del 
										extravío, y es indispensable saber 
										tratarlas con el método y estilo de la 
										época, so pena de dañar a la verdad, 
										desluciéndola. 
										 
										CAPÍTULO PRIMERO  
										 
										Existencia de las ideas morales y su 
										carácter práctico 
										 
										1. Hay en todos los hombres ideas 
										morales. Bueno, malo, virtud, vicio, 
										lícito, ilícito, derecho, deber, 
										obligación, culpa, responsabilidad, 
										demérito, son palabras que emplea el 
										ignorante, como el sabio, en todos 
										tiempos y países: éste es un lenguaje 
										perfectamente entendido por todo el 
										linaje humano, sean cuales fueren las 
										diferencias en cuanto a la ampliación 
										del significado a casos especiales. 
										 
										2. Las cuestiones de los filósofos sobre 
										la naturaleza de las ideas morales 
										confirman la existencia de las mismas; 
										no se buscaría lo que son, si no se 
										supiese que son. No cabe señalar un 
										hecho más general que éste; no cabe 
										designar un orden de ideas de que nos 
										sea más imposible despojarnos: el hombre 
										encuentra en sí propio tanta resistencia 
										a prescindir de la existencia del orden 
										moral, como de la del mundo que percibe 
										con los sentidos. 
										 
										Imaginaos el ateo más corrompido; el que 
										con mayor impudencia se mofe de lo más 
										santo; que profese el principio de que 
										la moral es una quimera y de que sólo 
										hay que mirar la utilidad en todo, 
										buscando el placer y huyendo del dolor; 
										ese monstruo, tal como es, no llega 
										todavía a ser tan perverso como él 
										quisiera, pues no consigue el despojarse 
										de las ideas morales. Hágase la prueba: 
										dígasele que un amigo a quien ha 
										dispensado muchos favores, acaba de 
										hacerle traición: “¡qué ingratitud!” 
										exclamará, “¡qué iniquidad!”. Y no 
										advierte que la ingratitud y la 
										iniquidad son cosas de orden puramente 
										moral que él se empeña en negar. 
										Figurémonos que el amigo traidor se 
										presenta y dice al ofendido: “es cierto, 
										yo he hecho lo que usted llama una 
										traición, usted me dispensaba favores; 
										pero, como de la traición me resultaba 
										una utilidad mayor que los beneficios de 
										usted, he creído que era una puerilidad 
										el reparar en la justicia y en el 
										agradecimiento”. ¿Podrá el filósofo 
										dejar de irritarse a la vista de tamaña 
										impudencia? ¿No es probable que le 
										llamará infame, malvado, monstruo, y 
										otros epítetos que le sugiera la cólera? 
										Y, no obstante, éste es el mismo 
										filósofo que sostenía no haber orden 
										moral, y que ahora le proclama con una 
										contradicción tan elocuente. 
										 
										Quitad el interés propio; hacedle simple 
										espectador de acciones morales o 
										inmorales: y la contradicción será la 
										misma. Se le refiere que un amigo expuso 
										su vida, para salvar la de otro amigo: 
										“¡qué acción más “bella”! dirá el 
										filósofo. Por algunas talegas de pesos 
										fuertes, un militar entregó una 
										fortaleza, lo que causó la ruina de su 
										patria; ¡qué villanía, qué bajeza, qué 
										infamia! dirá también el filósofo. Esto, 
										¿qué prueba? Prueba que las ideas 
										morales están profundamente arraigadas, 
										en el espíritu, que son inseparables de 
										él, que son hechos primitivos, 
										condiciones impuestas a nuestra 
										naturaleza, contra las que nada pueden 
										las cavilaciones de la filosofía.  
										 
										3. Las ideas morales no se nos han dado 
										como objetos de pura contemplación, sino 
										como reglas de conducta; no son 
										especulativas, son eminentemente 
										prácticas; por esto no necesitan del 
										análisis científico para que puedan 
										regir al individuo y a la sociedad. 
										Antes de las escuelas filosóficas había 
										moralidad en los individuos y en los 
										pueblos, como antes, de los adelantos de 
										las ciencias naturales la luz inundaba 
										el mundo y los animales se aprovechaban 
										de los fenómenos notados y explicados 
										por la catóptrica y la dióptrica. 
										 
										4. Así, pues, al entrar en el examen de 
										la moral, es preciso considerar que se 
										trata de un hecho; las teorías no serán 
										verdaderas, si no están acordes con él. 
										La filosofía debe explicarle, no 
										alterarle: pues no se ocupa en un objeto 
										que ella haya inventado y que pueda 
										modificar sino en un hecho que se le da 
										para que lo examine. 
										 
										Por este motivo, los elementos 
										constitutivos de las ideas morales es 
										necesario buscarlos en la razón, en la 
										conciencia, en el sentido común. Siendo 
										reguladores de la conducta del hombre, 
										no pueden estar 
										 
										en contradicción con los medios 
										preceptivos del humano linaje; y, 
										debiendo dominar en la conciencia, han 
										de encontrarse en la conciencia misma. 
										 
										5. La razón, el sentido común, la 
										conciencia, no son exclusivo patrimonio 
										de los filósofos: pertenecen a todos los 
										hombres; por lo que la filosofía moral 
										debe comenzar interrogando al linaje 
										humano para que de la respuesta pueda 
										sacar qué es lo que se entiende por 
										moral o inmoral, y cuáles son las 
										condiciones constitutivas de estas 
										propiedades. 
										 
										CAPÍTULO II  
										 
										Condiciones indispensables para el orden 
										moral  
										 
										6. No hay moralidad ni inmoralidad 
										cuando no hay conocimiento: nadie ha 
										culpado jamás a una piedra, aunque con 
										su caída haya producido un desastre; ni 
										ha juzgado meritoria la influencia del 
										agua, que da a las plantas verdor y 
										lozanía. Este conocimiento, necesario 
										para la moral, debe ser superior a la 
										percepción puramente sensitiva: por cuya 
										razón están exentos de responsabilidad 
										los brutos. La moral exige un 
										conocimiento de relaciones, capaz de 
										comparar los medios con los fines: una 
										percepción inteligente; cuando esto 
										falta, hay acciones físicas, provechosas 
										o nocivas, pero no morales o inmorales. 
										 
										7. De esto inferiremos que la primera 
										condición para que una acción pueda 
										pertenecer al orden moral, es la 
										“inteligencia” en el ser que la ejecuta. 
										El orden moral corresponde, pues, 
										únicamente al mundo intelectual, y de 
										tal modo, que las criaturas racionales 
										sólo están en él mientras usan de razón. 
										En el sueño, u otra situación cualquiera 
										en que el uso de la razón esté 
										interrumpido, no hay orden moral: y, si 
										se imputan algunas acciones, como al 
										borracho el asesinato, es porque con su 
										conocimiento anterior había podido 
										prever la perturbación mental y sus 
										consecuencias. 
										 
										8. El conocimiento de lo que se ejecuta 
										no es suficiente, si el sujeto no obra 
										con espontaneidad libre. Espontaneidad, 
										porque si se procediese por violencia, 
										como uno a quien se forzase la mano para 
										escribir; no habría acción del sujeto, 
										éste no sería más que un instrumento del 
										agente principal. Libertad, porque, aun 
										suponiendo que el acto se ejerce con 
										espontaneidad y hasta con vivo placer, 
										no hay orden moral, si el sujeto obra 
										por un impulso irresistible, si no puede 
										evitar la acción que ejecute. El niño 
										que no ha llegado al de la razón, el 
										demente, el delirante, hacen muchos de 
										sus actos con espontaneidad, sin 
										violencia de ninguna especie, tal vez 
										con mucho gusto; y, sin embargo, sus 
										acciones no son laudables ni 
										vituperables; no pertenecen al mundo 
										moral, porque el sujeto que obra no 
										procede con libertad de albedrío. 
										 
										9. La inteligencia, o sea un 
										conocimiento de relaciones, y la 
										libertad, son necesarias para el orden 
										moral pero es preciso notar que por 
										relaciones se entiende algo más que la 
										de los medios con los fines; y por la 
										libertad, algo más también que la simple 
										facultad de hacer o no hacer, o de hacer 
										esto o aquello; se entiende cierto grado 
										de conocimiento y de libertad, que no 
										siempre se puede fijar con absoluta 
										precisión, pero que determinan 
										aproximadamente la razón y el sentido 
										común. Un ejemplo hará comprender lo que 
										quiero decir. 
										 
										Un demente intenta escapar de su 
										encierro, y dispone los medios de la 
										manera más adecuada; suple la llave con 
										algún hierro que tiene a la mano, sale 
										calladito, evita el encuentro de los 
										vigilantes, arrima una escalera en la 
										pared, se descuelga a la calle por una 
										cuerda para evitar el daño de la caída, 
										se dirige a la casa de su antiguo 
										enemigo, y le asesina. 
										 
										No hay duda que muchos dementes son 
										capaces de proceder así, y, por 
										consiguiente, hay en ellos un 
										conocimiento de relación de los medios 
										con el fin. Si al salir de la puerta de 
										su encierro, hubiese visto a un 
										vigilante, habría retrocedido, e 
										indudablemente lo hubiera hecho, si a la 
										vista se siguiera la amenaza: por donde 
										se conoce que, al ejecutar su acción, no 
										obraba con un impulso del todo 
										irresistible, y podía dejar de obrar, en 
										entendiendo que le tenía más cuenta para 
										evitar el castigo: conservaba, pues, 
										alguna libertad: no obraba por un 
										impulso irresistible. Sin embargo, nadie 
										dirá que el demente fuera responsable 
										del asesinato; si algún día volviese a 
										la razón, el recuerdo del homicidio no 
										le rebajaría a los ojos de los demás 
										hombres; sería digno de lástima, mas no 
										de vituperio. 
										 
										10. Para el orden moral, se necesita una 
										capacidad de conocer la moralidad de las 
										acciones, y de conocer libremente, 
										conforme a este conocimiento; la 
										criatura intelectual no está en el orden 
										moral, sino cuando se halla completa, 
										por decirlo así; cuando, aunque no 
										reflexione actualmente, es al menos 
										capaz de reflexionar sobre el orden 
										moral. Esto es tan cierto, que no se 
										culpa a quien comete con pleno 
										conocimiento y libertad un acto, cuya 
										malicia moral ignoraba invenciblemente. 
										En el orden físico, los actos son lo que 
										son, prescindiendo del conocimiento de 
										quien los ejecuta; pero en el moral, 
										todo depende del conocimiento y libertad 
										del que obra; Y este conocimiento y 
										libertad deben ser capaces de referirse 
										al mismo orden moral; de lo contrario, 
										no producen acciones que pertenezcan a 
										él. 
										 
										CAPÍTULO III  
										 
										Necesidad de una regla  
										 
										11. Capacidad de conocer lo que se 
										ejecuta en el orden físico y en el 
										moral, y libertad para obrar o no obrar: 
										he aquí las condiciones que se necesitan 
										para que un acto pueda ser digno de 
										alabanza o vituperio; así lo enseña la 
										razón, lo juzga el sentido común y lo 
										confirma la legislación de todos los 
										pueblos. Pero hasta aquí hemos 
										encontrado las condiciones necesarias, 
										mas no las constituyentes; sabemos que 
										aquellas son indispensables para el 
										orden moral, sin conocer, por eso, cuál 
										es la esencia de la moralidad. Con 
										conocimiento y libertad se hacen cosas 
										buenas o malas, morales o inmorales; ¿en 
										qué consiste esa bondad y malicia, esa 
										moralidad e inmoralidad? ¿Cuál es la 
										razón de que el mismo conocimiento y 
										libertad produzcan acciones buenas o 
										malas, según los objetos a que se 
										aplican? Y, ante todo, ¿hay alguna regla 
										fija que distinga lo bueno de lo malo? 
										 
										12. En el universo está todo en un 
										orden, y no debían formar excepción de 
										esta regla las criaturas racionales. 
										Pero ese orden no podía ser en ellas el 
										efecto de una ley necesaria, a no 
										mutilar su naturaleza, despojándola del 
										libre albedrío. Era preciso, pues, que 
										en el ejercicio de sus facultades 
										estuviesen sujetas a un orden que no las 
										violentase y que les dejase lugar a la 
										trasgresión. Por donde se ve que la ley 
										moral no es para las criaturas 
										racionales una influencia de fuerza, 
										sino de atracción, de limitaciones en 
										varios sentidos pero que siempre respeta 
										su libertad de obrar. El que sabe la 
										pena en que incurre si falta a sus 
										deberes, tiene limitada su acción por la 
										influencia del temor; el que espera una 
										recompensa de su obra, está atraído por 
										el deseo del premio; pero ambos motivos, 
										así el repulsivo como el atractivo, 
										aunque puedan ejercer más o menos 
										influencia sobre la voluntad, la dejan 
										siempre libre: el uno puede cometer el 
										delito arrostrando la pena; y el otro 
										puede omitir la buena acción renunciando 
										al premio. 
										 
										13. Por lo mismo que la criatura libre 
										no tiene un principio determinante 
										necesario de sus acciones, es preciso 
										buscar alguna regla a que pueda 
										atenerse, o bien dejarla abandonada a 
										todos los impulsos de su naturaleza. 
										Esto último equivaldría a degradar la 
										criatura racional, haciéndola de 
										condición inferior a la de los brutos y 
										aun de los seres inanimados; pues que 
										éstos tienen una regla a la cual se 
										conforman por necesidad. Todo ser criado 
										ejerce sus funciones en el orden del 
										universo; y del ejercicio de ellas no 
										puede estar abandonado al acaso, si se 
										quiere que el ser pueda, llenar el 
										objeto de su destino. Así, pues, será 
										necesario convenir en que las acciones 
										libres han de tener alguna regla; y en 
										la conformidad a la misma debe consistir 
										la moralidad. 
										 
										14. Esta regla no depende del arbitrio 
										de los hombres; las acciones no son 
										morales o inmorales porque se haya 
										establecido así por un convenio, sino 
										por su íntima naturaleza, ¿podrían los 
										hombres haber hecho que la piedad 
										filial, fuese un vicio y el parricidio 
										una acción virtuosa; que el 
										agradecimiento fuese malo y la 
										ingratitud buena; que fuera vituperable 
										la lealtad y laudable la perfidia; que 
										la templanza mereciese castigo y la 
										embriaguez, fuera digna de premio? Es 
										evidente que no; las ideas de bien y de 
										mal convienen naturalmente a ciertas 
										acciones; nada puede contra eso la 
										voluntad del hombre. Quien afirme que la 
										diferencia entre el bien y el mal es 
										arbitraria, contradice a la razón, al 
										grito de la conciencia, al sentido 
										común, a los sentimientos más profundos 
										del corazón, a la voz de la humanidad, 
										manifiesta en la experiencia de cada día 
										y en la historia de todos los tiempos y 
										países. 
										 
										CAPÍTULO IV  
										 
										La regla de la moral no es el interés 
										privado  
										 
										15. Supuestas la necesidad y existencia 
										de una regla, y probado que no es 
										arbitraria, sino natural, busquemos cuál 
										es. 
										 
										16. Entre los errores que se han vertido 
										sobre la materia, merece un lugar 
										preferente el que confunde la moralidad 
										con la utilidad privada. 
										 
										Según esto, lo útil a un individuo es 
										moral para él; lo nocivo, inmoral; lo 
										que no daña ni aprovecha, es 
										indiferente; el orden moral es el 
										conjunto de las relaciones de utilidad: 
										quien obra con arreglo a ellas, obra 
										bien; quien las perturba, obra mal. Las 
										facultades de un ser deben dirigirse a 
										proporcionarle el mayor bienestar 
										posible: la relación con el grado de 
										este bienestar es la medida de la 
										moralidad de las acciones. 
										 
										17. Desde luego salta a los ojos que 
										este sistema erige en base de la 
										moralidad el egoísmo: así comienza por 
										fundarla en lo que le repugna, en lo que 
										la destruye, a no ser que se engañe la 
										humanidad entera. 
										 
										“Este hombre es un egoísta; para él nada 
										hay bueno, sino lo que le ofrece alguna 
										utilidad”: he aquí una terrible 
										acusación, según la conciencia de todo 
										el género humano; y, no obstante, esta 
										acusación se convierte en elogio en el 
										sistema que combatimos. “Este hombre es 
										egoísta: sólo atiende a su utilidad; 
										sólo a ella respeta significará ese 
										absurdo: “el egoísta es altamente moral, 
										pues que sólo respeta la utilidad, 
										esencia de la moralidad”. 
										 
										Esta observación basta y sobra para 
										destruir tan errónea doctrina; sin 
										embargo, bueno será examinarla y 
										refutarla con más extensión y bajo todos 
										sus aspectos. 
										 
										18. ¿Qué es la utilidad? Es el valor de 
										un medio para lograr un fin. 
										 
										Un caballo es útil, porque nos sirve 
										para montar o conducir efectos; el 
										dinero es útil, porque nos sirve para 
										proveernos de lo que necesitamos; la 
										pluma es útil, porque nos sirve para 
										escribir. Cuando una cosa no conduce a 
										otra, se llama inútil para ella. Así 
										pues, las ideas de utilidad e inutilidad 
										son esencialmente relativas; lo que es 
										útil para una cosa, es inútil para otra. 
										Lo que no sólo no conduce al fin, sino 
										que lleva a lo contrario, no se llama 
										inútil, sino dañoso o nocivo. Para andar 
										con desembarazo, sirve la ligereza del 
										traje: será útil con relación al objeto 
										de andar; según la estación, puede ser 
										cómoda: entonces será útil para la 
										comodidad; en invierno pudiera acarrear 
										un catarro: será, pues, dañosa a la 
										salud. 
										 
										19. Siendo la utilidad una cosa 
										relativa, cuando se quiera cimentar la 
										moral sobre la utilidad privada, es 
										necesario comenzar por la definición de 
										ésta, determinando el fin a que nos 
										hemos de referir: según sea el fin, será 
										la utilidad. Sardanápalo creía hacer una 
										cosa que la era muy útil embriagándose 
										de placeres, lo que consideraba como el 
										sumo bien, supuesto que hacía poner en 
										su busto la famosa inscripción, de la 
										cual dijo con verdad Aristóteles que no 
										era de un rey, sino de un buey: “Tengo 
										lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí 
										queda”. Pero, si hubiésemos preguntado a 
										Sócrates si miraba la frugalidad como 
										dañosa o inútil, hubiera dicho que, 
										además de juzgarla moral, la creía muy 
										“útil” a la salud y aun, para ciertos 
										goces. Así lo manifestó cuando, 
										preguntando un día por qué daba un 
										fuerte paseo, respondió: “estoy 
										sazonando la cena con el mejor 
										condimento, que es el hambre”. 
										 
										20. Si se hace consistir el fin en el 
										placer, es preciso expresar en cuál, si 
										en los sensibles o en los intelectuales; 
										que también tiene los suyos la 
										inteligencia.  
										 
										21. Poner el fin del hombre en los 
										placeres es trastornar el orden de la 
										naturaleza, tomando los medios por fines 
										y los fines por medios. El placer de la 
										comida se nos ha concedido para 
										impelernos a satisfacer esta necesidad y 
										hacemos el alimento más saludable: no 
										nos alimentamos para sentir placer; 
										sentimos, placer para que nos 
										alimentemos. Lo propio se puede decir de 
										los demás, y, en sentido opuesto, de los 
										dolores. 
										 
										22. La prueba de que el fin no es el 
										placer sensible, se ve en la limitación 
										de las facultades para gozar; el 
										gastrónomo más voraz está condenado a 
										privarse de muchas cosas, si no quiere 
										morir; y, para la inmensa mayoría de los 
										hombres, los placeres de la mesa se 
										reducen a un círculo mucho más estrecho. 
										Todos los demás goces algo vivos están 
										sujetos a la misma ley: quien la 
										infringe, sufre; si continúa, pierde la 
										salud, y si se obstina muere. 
										 
										23. Los placeres a que se ha dado mayor 
										latitud, y cuyo goce está únicamente 
										limitado por las precisas necesidades 
										del reposo de los órganos, son aquellos 
										que acompañan al ejercicio de la vista, 
										del oído y del tacto, en sus relaciones 
										ordinarias. Vemos, oímos, tocamos 
										continuamente, sin experimentar ningún 
										daño; al ejercicio de estos sentidos 
										está unido cierto placer suave, que el 
										autor de la naturaleza nos ha otorgado 
										para amenizar las funciones de la vida. 
										Pero, es de notar que las sensaciones 
										que no nos destruyen ni fatigan, son las 
										que nos ponen en comunicación con el 
										mundo externo, las que sirven a la 
										inteligencia: indicio seguro de que el 
										hombre no entiende para gozar 
										sensiblemente, sino que goza 
										sensiblemente para entender. 
										 
										24. No puede ser verdadera una doctrina 
										cuyas aplicaciones no se atreve a 
										sostener quien conserve un rastro de 
										pudor. El epicúreo consecuente debiera 
										hablar de este modo: “mi fin es el 
										placer: ésta es la única regla de moral; 
										gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando 
										temo morir; sin este peligro no pondría 
										ningún límite a la sensualidad; los 
										festines, las orgías, los desórdenes de 
										todas clases formarían el tejido de mi 
										vida; y entonces sería yo el hombre 
										moral por excelencia, porque me atendría 
										con rigor al principio de la moralidad: 
										el goce”. ¿Quién puede sufrir tamaña 
										impudencia? ¿Quién se atreve a semejante 
										lenguaje? 
										 
										25. No siendo el placer sensible la 
										regla de la moral, ¿lo será tal vez la 
										salud, aquel estado en que se ejercen 
										con orden y armonía todas las funciones 
										de nuestra organización? ¿Podremos decir 
										que es moral lo que conduce a la 
										conservación de la salud, y, por 
										consiguiente, de la vida? 
										 
										26. Desde luego salta a los ojos la 
										extrañeza de confundir lo moral con lo 
										saludable, y de poner lo principal de la 
										moralidad en un lugar tan prosaico como 
										es la cocina. En sentido común distingue 
										entre la sanidad y la moralidad; 
										reconoce acciones morales e inmorales 
										con relación a los alimentos, a las 
										habitaciones y a cuanto contribuye a la 
										conservación de la salud y de la vida; 
										pero cree que la moralidad es algo 
										superior a estas cosas; que sólo se 
										aplica a ellas cómo a un caso 
										particular, por la unión del ser 
										inteligente y libre a un cuerpo sujeto a 
										esta especie de necesidades. 
										 
										27. La salud y la vida no son para sí 
										mismas, sino para el ejercicio de las 
										facultades vitales: la armonía de la 
										organización no es un fin; es un medio 
										para que los órganos funcionen bien; 
										luego el tomar la salud y la vida como 
										fines, es trasformar el orden. Suponed 
										un individuo perfectamente sano: si la 
										moralidad consiste en la salud, éste 
										será el hombre moral por excelencia; 
										recostadle, pues, en un blando sofá; 
										conservadle bien, con sus ojos claros, 
										su tez brillante, sus mejillas 
										encarnadas; y mostradle a los demás 
										diciendo: “he aquí la virtud en persona; 
										he aquí el fin de toda moral: estar bien 
										rollizo y fresco. La salud y la vida son 
										para ejercer las facultades; y, como ya 
										hemos visto que el término de éstas no 
										es el placer sensible, lo hemos de 
										buscar en otros superiores: en el 
										entendimiento y la voluntad. 
										 
										28. ¿La moralidad se fundará en la 
										inteligencia, de suerte que sea moral 
										todo lo que conduzca al desarrollo de 
										las facultades intelectuales, e inmoral 
										lo que a esto se oponga? No cabe duda en 
										que esta opinión no ofrece la repugnante 
										fealdad de las anteriores: el 
										desenvolver las facultades intelectuales 
										es una acción noble, digna del ser que 
										las posee; el sentido moral no se 
										subleva contra quien nos presenta el 
										término del hombre en la esfera 
										intelectual; la contemplación de la 
										verdad es un acto noble, digno de uno, 
										criatura racional. Sin embargo, esta 
										idea, por sí sola, no nos explica el 
										cimiento de la moralidad: nos agrada la 
										acción de entender; pero todavía 
										preguntamos en qué consiste ese carácter 
										moral de que la inteligencia se reviste, 
										en qué la inmoralidad que con frecuencia 
										la afea y la degrada. Fingid una 
										criatura racional, que conoce a su 
										Autor, que por el estudio de su 
										naturaleza halla cada día nuevas razones 
										para admirar la sabiduría del Hacedor 
										supremo, y que, sin embargo, se levanta 
										contra Dios, le blasfema, y desea que no 
										exista: esa criatura, aunque continúe 
										desenvolviendo y perfeccionando su 
										inteligencia con el estudio y la 
										contemplación de altas verdades, ¿será 
										moral? Claro es que no. Imaginad un 
										filósofo que, dominado por la pasión del 
										saber, no perdona medio ni fatiga para 
										acrecentar sus conocimientos, y que, con 
										el fin de proporcionarse lo que desea, 
										olvida los deberes de su familia y 
										sociedad, y es, además, injusto, 
										reteniendo libros que no le pertenecen, 
										usurpando propiedades de otros para 
										acudir a los gastos de sus experimentos, 
										viajes y demás que necesita y a que no 
										alcanzan sus caudales; suponed que es 
										orgulloso, insolente, inhumano; ¿será 
										moral? ¿Le bastará para la moralidad su 
										ardiente pasión por la ciencia? Es 
										evidente que no. 
										 
										Luego la inteligencia no es la 
										moralidad; luego la perfección del 
										entendimiento no es la única regla de la 
										moral. Una alta inteligencia puede 
										concebirse con profunda inmoralidad; en 
										cuyo caso, lejos de que la elevación de 
										la primera excuse a la segunda, la hace 
										más culpable; la falta es tanto mayor, 
										cuanto más claro es el conocimiento que 
										de ella se tiene. 
										 
										29. No hallamos, pues, en la utilidad 
										privada el fundamento de la moralidad; 
										ni aun refiriéndola a las facultades 
										intelectuales, nos da la regla buscada; 
										el ejercicio de éstas debe someterse a 
										la regla, pero no son la regla misma. De 
										lo cual se infiere que el egoísmo, ni 
										aun en la acepción más elevada de esta 
										palabra, no puede ser el fundamento de 
										la moralidad. Sucede en esto como en las 
										verdades del orden intelectual puro: si 
										se quiere encontrar la razón de su 
										verdad, necesidad y universalidad, es 
										preciso salir del individuo y extender 
										la vista por regiones más dilatadas. 
										 
										CAPÍTULO V  
										 
										La moralidad no es la relación a la 
										utilidad pública  
										 
										30. Al desaparecer el interés privado, 
										se ofrece desde luego el común: ¿será 
										posible cimentar la moralidad, en la 
										utilidad de todos; por manera que lo que 
										conduzca al bien común sea moral, y lo 
										que a él se oponga sea inmoral? 
										 
										31. Desde luego ocurre una grave 
										dificultad contra esta doctrina: ella 
										rechaza al egoísmo como base de la 
										moral; pero, en cambio, exime de la 
										moralidad al individuo en aquellas 
										acciones que no tengan relación con la 
										sociedad; de suerte que, para un 
										individuo solo, aislado, no habría orden 
										moral. La razón es evidente: si 
										moralidad es la relación al bien común, 
										cuando esta relación falta, no hay ni 
										puede haber moralidad: la consecuencia 
										es profundamente inmoral, pero legítima, 
										necesaria; no hay medio de eludirla. 
										 
										Según esta doctrina, un ser inteligente, 
										considerado en sus relaciones con Dios, 
										no estaría sujeto a la moral por manera 
										que si no hubiese sociedad, si hubiese 
										un hombre solo en el mundo, este hombre 
										podría hacer lo que quisiese con 
										respecto a sí y a Dios, sin infringir 
										leyes morales. Además, muchas de 
										nuestras acciones exteriores e 
										interiores no tienen ninguna relación 
										con la sociedad; son actos puramente 
										individuales que no favorecen ni dañan 
										al bien común. 
										 
										Admito que la moralidad nace únicamente 
										de sus relaciones con este bien, gran 
										parte de nuestras acciones queda fuera 
										del orden moral; lo que, a más de ser 
										contrario a la razón y al sentido común, 
										es un manantial de inmoralidad. No; no 
										es necesaria la sociedad para que tengan 
										existencia y aplicación las ideas 
										morales; una criatura inteligente, que 
										estuviese sola en el universo, tendría 
										sus deberes, para consigo y con el 
										Criador: desde el momento que hay 
										inteligencia y libertad, hay el orden 
										moral, que es su regla. 
										 
										32. A más de estas dificultades, ocurre 
										otra, que no es de menos gravedad. Si la 
										norma de la moral fuese el bien común, 
										sería preciso explicar en qué consiste 
										este bien. ¿Será el desarrollo de la 
										inteligencia, será el bienestar 
										material, o ambas cosas a un tiempo? En 
										todos los supuestos la moralidad quedará 
										fluctuante. Porque, si la inteligencia 
										es al fin, se podrá descuidar el 
										bienestar material, y no será inmoral el 
										dañarle ni el destruirle. Si se 
										sobrepone el bienestar material, 
										entonces la perfección de los pueblos 
										consistirá en la mayor cantidad posible 
										de goces; el epicureísmo, condenado en 
										el individuo, lo trasladaremos a la 
										sociedad. Si son ambas cosas a un tipo, 
										falta saber en qué proporción se han de 
										combinar: si se ha de sacrificar el uno 
										al otro en ciertos casos; y en favor de 
										cuál se ha de resolver el conflicto. 
										Nada habrá constante; la moralidad 
										flotará a merced de las pasiones y 
										caprichos de los hombres; lo que unos 
										llamaran moral, lo que éstos alabarán 
										como virtud, aquellos lo condenarán como 
										vicio. 
										 
										33. Esta incertidumbre afectará mucho 
										más a los actos individuales que no se 
										refieran inmediatamente al bien común. 
										El suicida dirá: “a la sociedad no le 
										“conviene” un miembro que sufre tanto 
										como yo; yo quiero hacerle un bien, 
										apartando de su vista este cuadro 
										aflictivo” y se matará. El ofendido por 
										una palabra dirá: “a la sociedad no le 
										“convienen” hombres sin honra; yo debo 
										lavar la mía con la sangre de mi 
										enemigo, o morir”, y se batirá en duelo. 
										El pródigo dirá: “a la sociedad le 
										conviene” el progreso de la industria y 
										del comercio; yo lo fomento con mi lujo 
										y disipación; la suerte de mis hijos, 
										cuyo porvenir destruyo, no vale tanto 
										como el bien de la sociedad”, y seguirá 
										dilapidando. Y, como a estos insensatos 
										no se les podría reconvenir con la ley 
										moral, con ese conjunto de máximas 
										fijas, eternas, que arreglan la conducta 
										del individuo y de la sociedad, 
										necesario sería calcularlo todo por el 
										“resultado”; el cálculo fuera tan 
										variable como las pasiones y caprichos, 
										y, en vez de una moral social, no 
										tendríamos ninguna. 
										 
										CAPÍTULO VI  
										 
										Razones contra el principio utilitario 
										en todos sentidos  
										 
										34. Los que confunden la moralidad con 
										la utilidad, sea que hablen de la 
										privada o de la pública, caen en el 
										inconveniente de reducir la moral a una 
										cuestión de cálculo, no dando a las 
										acciones ningún valor intrínseco, y 
										apreciándolas sólo por el resultado. 
										Esto no es explicar el orden moral; es 
										destruirle, es convertir las acciones en 
										actos puramente físicos, haciendo del 
										orden moral una palabra vacía. Hagámoslo 
										sentir, poniendo en escena las varias 
										doctrinas, y empezando por la del 
										interés privado. 
										 
										Un hombre quiere matar a su enemigo: 
										¿qué le diréis para hacerle desistir de 
										su intento criminal? Veámoslo. 
										 
										– Esto es un acto injusto. 
										 
										– ¿Por qué? ¿Qué es la injusticia? Yo no 
										reconozco, más justicia ni moralidad que 
										lo que conviene a mis intereses; y ahora 
										para mí no hay interés más vivo, más 
										estimulante, que el de saciar mi 
										venganza. 
										 
										– Pero de esto le puede resultar a usted 
										un grave perjuicio, cayendo en seguida 
										bajo el rigor de las leyes. 
										 
										– Procuraré evitarlo: además, estoy 
										completamente seguro. 
										 
										– ¿Está usted seguro de ello? 
										 
										– Sí, del todo; pero suponed que no lo 
										estuviera; ¿esto qué importa? 
										 
										– Entonces se expone usted. 
										 
										– Ciertamente; pero el peligro es 
										lejano, y la satisfacción es segura: 
										opto por la segunda, y arrostro el 
										primero. 
										 
										– Pero esto es reprensible... 
										 
										– No: porque, según usted, mi regla es 
										mi interés: éste le debo conocer yo; lo 
										más que puede suceder, es que yerre yo 
										en mis cálculos; cometeré un error, no 
										un delito. 
										 
										– Mas la acción no dejará de ser fea; 
										pudierais calcular mejor. 
										 
										– Que tal vez pudiera calcular mejor, lo 
										admito; pero niego que un error de 
										cálculo sea una cosa fea. ¿Hay algo más 
										que mi interés? ¿Sí o no? Si no hay más, 
										y yo me lo juego, por decirlo así, 
										¿dónde está la fealdad? 
										 
										– En efecto, si se tratara sólo de 
										usted; pero hay de por medio la vida de 
										un hombre y la suerte de su familia. 
										 
										– Cierto; pero ni esa vida, ni la suerte 
										de toda una familia son “mi interés”; y, 
										supuesto que no hay otra regla que ésta, 
										lo demás es inconducente. Con la 
										venganza disfruto: con la muerte del 
										enemigo, me quito de delante un objeto 
										que me molesta; lo restante no significa 
										nada. 
										 
										35. Fácil sería extender la aplicación 
										de la doctrina del interés privado a 
										todos los actos de la vida, manifestando 
										que, en último análisis, es la muerte de 
										toda moral, pues erige en única regla 
										las pasiones y los caprichos. 
										 
										36. La doctrina del interés social o del 
										bien común adolece de inconvenientes 
										semejantes. Ya hemos visto (33) cómo la 
										podrían explotar todos los vicios y 
										delirios de los hombres; bajo la 
										engañosa apariencia del desprendimiento 
										encierra la más deforme inmoralidad. En 
										nombre del bien común se han cometido 
										los más horrendos crímenes, contra los 
										que protesta la conciencia del género 
										humano; pero, si admitimos que la 
										moralidad no tiene reglas intrínsecas, 
										propias, independientes de sus 
										resultados, esos crímenes se pueden 
										justificar, reduciéndolos, cuando menos, 
										a simples errores de cálculo. 
										 
										Un tirano, para guardarse de un enemigo 
										terrible, sacrifica centenares de 
										personas inocentes: la humanidad le 
										execra, pero vuestra doctrina le 
										justifica. “Así lo exige el bien común”, 
										dirá él; no hay bien común que 
										justifique la maldad: el fin no 
										justifica los medios; “esto último no es 
										exacto, responderéis vosotros; la 
										cuestión no está en si el acto es moral 
										o inmoral en sí mismo, sino en si 
										conduce o no al bien común; según 
										conduzca o no, será moral o inmoral; 
										pues su moralidad o inmoralidad depende 
										de sus relaciones con el bien común. 
										Tirano, calcula; y, si el resultado del 
										cálculo es que la matanza de muchos 
										inocentes es “útil” al bien común, 
										sacrifícalos; y si no lo haces, serás 
										inmoral. 
										 
										37. He aquí las horribles consecuencias 
										a que conducen las doctrinas que 
										aprecian la moralidad por los 
										resultados. Todo se reduce a una 
										cuestión de cálculo, que las pasiones 
										cuidarán de resolver a su modo; y por 
										desastres que resulten, por más que lo 
										que se creía favorable al interés 
										privado o al común, le sea muy dañoso, 
										no hay inmoralidad intrínseca; hay un 
										error de cálculo, no un delito. No hay, 
										pues, nada digno de alabanza ni 
										vituperio; no hay mérito ni demérito; no 
										hay premio ni castigo. Cuando se aplique 
										una pena, ésta no será más que un medio 
										represivo semejante a los que se emplean 
										contra los brutos: el hombre que 
										arrostre la multa, la prisión, el 
										destierro, la muerte, por cometer un 
										acto que las leyes reprimen, será, si se 
										quiere, un jugador, torpe o temerario; 
										un hombre que habrá hecho un negocio 
										desigual: nada más; y al verle morir en 
										el patíbulo, no deberemos decir que 
										satisface a la justicia, que paga su 
										merecido, que expía sus crímenes, sino 
										que liquida una cuenta de un negocio 
										conducido erradamente, en cuyo término 
										hay un cargo contra él, que es la 
										pérdida de la vida. 
										 
										38. La razón y el sentido común ven en 
										la moralidad algo muy superior a una 
										cuestión de cálculo; y de aquí dimana el 
										desprecio que se acarrea el egoísmo, la 
										necesidad que tiene de ocultarse y de 
										engalanarse con velos hipócritas: de 
										aquí el aprecio que nos inspira el 
										desinterés de quien cumple sus deberes 
										sin atender a los resultados; y el que 
										consideremos que no hay belleza moral en 
										un acto, cuando su autor sólo se ha 
										movido por una razón de utilidad. 
										 
										Dos hombres mueren por su patria; ambos 
										ejecutan lo mismo; igual es el bien 
										público que de su muerte dimana; igual 
										el beneficio con que lo obtienen: el uno 
										es ambicioso, y sólo se proponía 
										conseguir un alto puesto; el otro es un 
										sincero amante del bien público, y muere 
										porque cree que morir es su deber: ¿de 
										qué parte está la moralidad? La hallamos 
										en el segundo, que prescinde de la 
										utilidad propia; no en el primero, en 
										quien sólo vemos un calculador, que 
										juega su vida por la probabilidad de 
										adquirir lo que ambiciona. 
										 
										Dos gobernantes que tienen en rehenes a 
										individuos inocentes de las familias del 
										enemigo, se abstienen de matarlos y 
										atropellarlos, y les dan libertad. 
										 
										La conducta del uno es motivada por 
										miras de interés público, porque cree 
										que de este modo contribuye al triunfo 
										de la causa, desarmando la cólera del 
										enemigo, y adquiriendo su gobierno un 
										buen nombre; la del otro es efecto de la 
										idea del deber; les da libertad porque 
										cree que así lo exigen la humanidad y la 
										justicia: ¿en cuál de los dos vemos al 
										hombre moral? En el segundo, no en el 
										primero. 
										 
										La razón del bien común no nos basta 
										para que hallemos moral la acción; ésta 
										tiene en ambos el mismo resultado, pero 
										la diferente intención de sus autores le 
										da caracteres diversos: en el uno 
										reconocemos moralidad; en el otro, 
										habilidad. 
										 
										CAPÍTULO VII  
										 
										Relaciones entre la moralidad y la 
										utilidad  
										 
										39. Al distinguir entre la utilidad y la 
										moralidad, no entiendo separar estas dos 
										cosas, de suerte que la una excluya a la 
										otra; por el contrario, las considero 
										íntimamente unidas, ya que no en cada 
										paso particular, al menos en su 
										resultado final. Lo moral es también 
										útil: un individuo que cumple fielmente 
										con sus deberes, no sólo logrará la 
										felicidad que está reservada a los 
										justos después de la muerte, sino que, 
										con mucha frecuencia, será dichoso en 
										esta vida, en cuanto es posible a la 
										condición humana. Sus goces no serán tan 
										vivos y variados como los del hombre 
										inmoral, pero serán más dulces, más 
										constantes: exentos de amargura no 
										dejarán en el alma el roedor gusano del 
										remordimiento. 
										 
										Su posición en la sociedad no será quizá 
										tan elevada y brillante, pero tampoco le 
										atormentará la idea de que sus iguales 
										lo detestan, sus inferiores le maldicen 
										y sus superiores le desprecian; tampoco 
										estará temiendo de continuo una caída 
										que le precipita en la nada, y que le 
										haga expiar las villanías y los delitos 
										con que se levantara sobre los demás. La 
										dicha del hombre inmoral es ruidosa; 
										fastuosa; la del hombre de bien es 
										modesta, tranquila; se desliza en el 
										silencio y oscuridad de la vida privada 
										como aquellos mansos arroyos que 
										murmullan suavemente en un valle 
										retirado, sin más testigos que la verde 
										hierba que tapiza sus orillas, y la luz 
										del cielo que refleja en su cristalina 
										corriente. 
										 
										40. Lo propio que en los individuos se 
										verifica en la sociedad. Una nación 
										corrompida deslumbra tal vez con el 
										esplendor de sus letras y bellas artes; 
										pero, bajo el manto do púrpura y de oro, 
										abriga la llaga mortal que la conduce al 
										sepulcro. La Roma de los Brutos, 
										Camilos, Fabios, Manlios y Escipiones no 
										brillaba tanto ciertamente como la de 
										los Tiberios, Nerones y Calígulas; sin 
										embargo, la Roma modesta marchaba a 
										pasos agigantados a un grandor fabuloso, 
										al imperio del mundo; y la Roma 
										brillante iba a caer bajo el hierro de 
										los bárbaros y a ser la irrisión de las 
										naciones. Un Estado, por un acto de 
										perfidia con que falta a los tratados, 
										adquirirá tal vez una posición 
										importante, una ventaja del momento; 
										pero esto no compensa su descrédito a 
										los ojos del mundo, y los perjuicios que 
										le ha de acarrear su reputación de 
										perfidia. Un gobierno que para 
										administración del Estado promueve la 
										corrupción y fomenta la venalidad, 
										conseguirá resultados momentáneos, que 
										le conducirán quizás con brevedad al fin 
										que se propone; pero dejad pasar el 
										tiempo: la venalidad se extenderá de tal 
										modo, que bien pronto faltarán medios 
										para comprar a los que quieran venderse; 
										se presentarán, por decirlo así, mejores 
										postores en esa subasta de hombres; y el 
										mismo gobierno que había tomado por base 
										la corrupción, se hundirá bien pronto en 
										el inmundo lodazal, obra de sus manos. 
										 
										41. La utilidad bien entendida, no sólo 
										está hermanada con la moralidad, sino 
										que puede también ser objeto “intentado” 
										en la acción moral, sin que ésta se afee 
										y pierda su carácter. El honrado padre 
										de familia que con su trabajo sustenta a 
										sus hijos, se propone la utilidad que 
										gane con el sudor de su frente; el 
										soldado que muere por su patria, se 
										propone el bien público que de su 
										sacrificio resulta; la persona 
										caritativa que socorre al pobre, intenta 
										la utilidad del socorrido; el individuo 
										laborioso que se desvela por aprender un 
										arte o una ciencia, o por procurarse una 
										posición decente, intenta su utilidad 
										privada; en los medios que empleamos 
										para conservar o restablecer la salud, 
										intentamos nuestra utilidad propia; ¿y 
										quién dirá que semejantes acciones 
										dejan, por esto, de ser morales? ¿No 
										sería bien extraña una moralidad que 
										prescribe al padre el trabajar por el 
										sustento de su familia, sin intentar esa 
										utilidad; al soldado el morir por su 
										patria, sin intentar el fruto de su 
										muerte; al misericordioso el socorrer al 
										pobre, sin intentar la utilidad del 
										infeliz; al individuo perfeccionar sus 
										facultades o labrar su fortuna sin 
										intentarlo; a todos conservar la salud, 
										sin proponernos su conservación? No se 
										entiende de este modo el desinterés 
										moral: se entiende, sí, que la razón 
										constitutiva de la moralidad no es la 
										utilidad; se afirma que la una no es la 
										otra, pero no que estén reñidas; por el 
										contrario, se hallan íntimamente 
										enlazadas. La utilidad no constituye la 
										moralidad, pero muchas veces es una 
										“condición” necesaria para ella; ¿cómo 
										se concibe un conjunto de relaciones 
										morales en un hombre cuyas acciones no 
										sean útiles a nadie? La beneficencia, 
										uno de los más bellos florones de la 
										corona de las virtudes, ¿en qué se 
										convierte, si no se dirige a la utilidad 
										de los demás? El heroísmo con que el 
										hombre se sacrifica por el bien de sus 
										semejantes, ¿a qué se reduce, si se le 
										separa de este bien, de esa utilidad 
										para los otros? El hombre puede y debe 
										intentar los resultados que corresponden 
										a cada acción moral; sin esta intención, 
										sucedería muchas veces que sus obras 
										carecerían de objeto, y que la moralidad 
										sería una cosa vana, o una 
										contradicción. 
										 
										42. La combinación de la utilidad con la 
										moralidad nos la indica nuestro deseo 
										innato de ser felices. Respetamos, 
										amamos la belleza moral: éste es un 
										impulso de la naturaleza; pero también 
										esa misma naturaleza nos inspira un 
										irresistible deseo de la felicidad: el 
										hombre no puede desear ser infeliz; los 
										mismos males que se acarrea, los dirige 
										a procurarse bienes o a libertarse de 
										otros males mayores; es decir, a 
										disminuir su infelicidad. Así, la moral 
										no está reñida con la dicha; aun cuando 
										la razón no nos lo enseñara, nos lo 
										indicaría la naturaleza, que nos inspira 
										a un mismo tiempo el amor de la 
										felicidad y el de la moral. 
										 
										43. ¡Cosa singular es la moralidad! Su 
										belleza la vemos, la sentimos en unas 
										acciones, y nos atrae y cautiva; la 
										fealdad de lo inmoral la vemos, la 
										sentimos, y nos repugna, nos repele, nos 
										inspira aversión; el orden moral se liga 
										con el provecho y el daño, pero no es ni 
										el daño ni el provecho; se dirige a los 
										resultados, pero es independiente de 
										ellos; se consuma en la conciencia con 
										el acto libre de la voluntad, y allí 
										merece su alabanza o vituperio, sean 
										cuales fueren los efectos imprevistos 
										que causo en el exterior. Tan íntima es 
										la relación de la moral con el bien del 
										individuo, de la sociedad y de linaje 
										humano, que a primera vista, parece 
										confundirse con esos bienes; donde se 
										halla una utilidad individual o general, 
										allí hay ciertas ideas morales que 
										moderan, que dirigen; y, al propio 
										tiempo, es tal su independencia con 
										respecto a esas mismas cosas, con las 
										cuales está ligada; conserva de tal modo 
										inalterable su carácter en medio de la 
										variedad de los objetos, que parece no 
										tener ninguna relación con ellos, y ser 
										una especie de divinidad a la que no 
										afectan las vicisitudes del mundo. 
										 
										44. Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay 
										un hombre que viendo en peligro a su 
										patria, resuelve dar su vida para 
										salvarla: no se propone ni hacer fortuna 
										en caso de sobrevivir al riesgo, ni 
										mejorar la suerte de su familia, ni 
										siquiera adquirir celebridad: él sólo 
										tiene noticia del peligro de su patria, 
										y no le es posible comunicar la noticia 
										a nadie: solo, sin más testigo que Dios 
										y su conciencia, sin más deseo que el 
										bien de sus compatricios, marcha al 
										peligro y muere: esto es lo sublime 
										moral; no sabemos cómo expresar el 
										interés, la admiración, el entusiasmo 
										que nos inspira tan heroico 
										desprendimiento, un amor tan puro de la 
										patria, un corazón tan grande, una 
										voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha 
										sido víctima de un engaño que no ha 
										podido prever ni sospechar. Su muerte, 
										lejos de salvar la patria, la ha perdido 
										para siempre. El resultado es 
										desastroso; ¿se disminuye la moralidad y 
										el heroísmo de la acción? No; ha 
										producido una catástrofe, es verdad; 
										pero “él no lo podía prever, diremos; el 
										mérito es el mismo”; y, ¿por qué? Porque 
										la raíz de este mérito estaba en la 
										voluntad, en la conciencia; procedía del 
										amor puro a su patria, en cuyas aras se 
										inmolaba, sin más testigos que Dios y su 
										conciencia; y guiado por la idea del 
										bien, por la prescripción del deber, por 
										el amor de la virtud. El heroísmo no 
										deja de serlo por haber sido 
										desgraciado; sobre la tumba de la patria 
										debería levantarse la estatua del héroe. 
										 
										Hágase la contraprueba. Un hombre vil 
										ocupa una posición importante, de cuya 
										conservación depende la suerte de su 
										patria. El enemigo le ofrece una 
										cantidad, y se presta a venderla, 
										conociendo todo el daño que resulta de 
										su acción infame. Entretanto, el 
										gobierno a quien sirve, deseoso de 
										asegurarse la fidelidad del traidor, le 
										promete un premio mayor que la cantidad 
										de la venta; el infame calcula, y 
										cociendo que le es más ventajoso el 
										permanecer fiel, conserva la posición; 
										la defiende con obstinación invencible, 
										y salva a su patria. El resultado es 
										feliz; pero, ¿qué os parece del hombre? 
										Su acción es felicísima, pero no moral: 
										por el contrario, es negra como sus 
										bajos cálculos: todo el brillo de los 
										resultados no es capaz de ennoblecerla: 
										el triunfo que a ella es debido se liga 
										con el recuerdo de una sórdida 
										especulación; la patria fue salvada 
										porque fue el mejor postor en la 
										conciencia venal, en los trofeos de la 
										victoria desearíamos ver escrita con 
										caracteres indelebles la infamia del 
										vencedor. 
										 
										CAPÍTULO VIII  
										 
										No se explica bastante la moralidad con 
										decir que lo moral es lo conforme a la 
										razón  
										 
										45. La razón nos prescribe la moral: 
										¿consistirá la moralidad en la 
										conformidad con la razón? Analicémoslo. 
										 
										46. ¿Qué se entiende aquí por 
										conformidad a la razón? Y, ante todo, 
										¿qué significa la palabra razón? Suele 
										tomarse en varias acepciones: a veces 
										expresa la facultad de pensar, o el 
										entendimiento, en cuyo sentido se dice 
										que el bruto carece de razón, y que el 
										demente ha perdido el uso de la razón; a 
										veces significa el conjunto de las 
										verdades fundamentales, que son las 
										leyes de nuestro entendimiento, así 
										decimos que tal o cual cosa es contraria 
										a la razón, y que lo absurdo es contra 
										la razón, porque se halla en 
										contradicción con estas verdades. 
										 
										Por fin, la razón se toma frecuentemente 
										por la equidad y justicia moral: 
										“Pretende eso y tiene razón, es lo 
										justo; se resiste a desposeerse de tal 
										propiedad y no tiene razón, porque no le 
										pertenece; exige en el contrato 
										condiciones razonables”; en estos y 
										otros casos, razón se toma por equidad y 
										justicia. Ninguna de estas acepciones 
										basta para que, diciendo: conforme a 
										razón, resulte explicado el carácter 
										constitutivo de la moralidad. 
										 
										47. Ser conforme a razón, significando 
										por esta palabra la facultad de 
										entender, es no decir nada. Una facultad 
										incluye actividad, pero ésta puede 
										ejercerse de mil maneras; ser conforme a 
										una actividad, es ser proporcionado a 
										ella, o ser una condición que la 
										desenvuelva; pero en todo eso nada 
										encontramos que nos de ideas morales. 
										 
										48. Decir que la moralidad es la 
										conformidad a la razón, esto es, al 
										conjunto de verdades que ella conoce, 
										es, o no decir nada, o caer en un 
										círculo vicioso. Porque en este conjunto 
										de verdades entran las morales, o no; si 
										entran, la proposición significa que la 
										moralidad consiste en la conformidad a 
										las verdades morales, lo que es explicar 
										la cosa por sí misma, y, por tanto, no 
										aclarar nada; si no entran, entonces 
										observaremos que la conformidad a la 
										razón será conformidad con lo conocido: 
										y, como este conocimiento puede 
										referirse a mil objetos, y aplicarse de 
										infinitas maneras, nos quedamos sin 
										ninguna regla moral, y el hombre podrá 
										conocer las acciones que quiera en 
										conformidad con sus conocimientos. 
										Verdad hay en los cálculos del traidor; 
										verdad en los insidiosos preparativos 
										del asesino; verdad en las invenciones 
										del sensual para prolongar, variar y 
										avivar sus placeres; verdad en las 
										especulaciones del codicioso; verdad en 
										los planes del ambicioso turbulento; 
										verdad en los designios del orgulloso 
										que todo lo sacrifica en sus aras; en 
										tales casos hay verdades de hecho, 
										conocidas, calculadas; verdad en las 
										relaciones del medio con el fin: 
										¿diremos, sin embargo, que hay 
										moralidad? Claro es que no; luego el 
										conocimiento por sí solo no es regla de 
										moral; el conocimiento es una arma de 
										que podemos hacer bueno y mal uso; 
										necesitamos, pues, un principio que le 
										dirija, y que le dé ese carácter que en 
										sí propio no tiene. 
										 
										49. Si por la palabra razón se entiende 
										justicia, equidad u otra idea moral, 
										caemos en el mismo defecto arriba 
										censurado; se explica la cosa por sí 
										misma, y así no se adelanta nada. 
										 
										CAPÍTULO IX  
										 
										Nada se explica con decir que la moral 
										es un hecho absoluto de la naturaleza 
										humana  
										 
										50. Las ideas morales están en nuestro 
										espíritu; en la razón que las conoce; en 
										la voluntad que las ama; en el corazón 
										que las siente: ¿podríamos decir que la 
										moralidad es un hecho primitivo del 
										alma, y que su valor intrínseco depende 
										de nuestra propia naturaleza racional? 
										 
										51. La naturaleza humana, en general, es 
										un ser abstracto, en el que no puede 
										fundarse una cosa tan real e inalterable 
										como es la moralidad; tomada 
										individualmente, no es otra cosa que el 
										hombre mismo; y en éste tampoco se puede 
										hallar el origen de la moral. El 
										individuo humano es un ser contingente, 
										el orden moral es necesario; antes que 
										nosotros existiéramos, el orden moral 
										existía; y éste continuaría, aunque 
										nosotros fuéramos aniquilados; en ningún 
										individuo humano se halla el origen de 
										una cosa necesaria; luego tampoco puede 
										hallarse en su conjunto. Nosotros 
										concebimos las ideas morales 
										independientes, no sólo de éste o aquel 
										individuo, sino de toda la humanidad, 
										aunque no existiese hombre alguno, 
										habría orden moral, con tal que hubiera 
										criaturas racionales. El hombre es uno 
										de los seres que por su racionalidad es 
										susceptible del orden moral; pero no el 
										origen de este orden. 
										 
										52. Los que miran la moralidad como un 
										hecho absoluto del espíritu humano, sin 
										ligarla con la existencia de un ser 
										superior, no explican nada; no hacen más 
										que consignar el hecho de las ideas y 
										sentimientos morales, para lo cual no 
										necesitamos ciertamente de investigación 
										filosófica; son cosas que todos llevamos 
										en el entendimiento y en el corazón; 
										para cerciorarnos de ellas, bástanos el 
										testimonio de la conciencia. 
										 
										CAPÍTULO X  
										 
										Origen absoluto del orden moral  
										 
										53. Precisados a salir del hombre para 
										buscar el origen del orden moral, y 
										siendo claro que hemos de encontrar la 
										misma insuficiencia en las demás 
										criaturas, es menester que le busquemos 
										en la fuente de todo ser, de toda verdad 
										y de todo bien, Dios. 
										 
										Lo que se ha dicho (V. “Ideología, cap. 
										XIII), sobre el fundamento de la 
										posibilidad, y de las verdades ideales 
										necesarias, tiene aplicación aquí. Los 
										principios morales son también 
										necesarios, inmutables; y así no pueden 
										fundarse en un ser contingente y 
										mudable. Luego su origen está en Dios. 
										 
										54. Pero queda todavía la dificultad 
										sobre el sentido de la doctrina que pone 
										en Dios el origen de las verdades 
										morales. ¿Se entiende que dependan de su 
										libre voluntad? No. Porque de esto se 
										seguiría que lo bueno, sería bueno y lo 
										malo, malo, solamente porque Dios lo 
										habría establecido de suerte que sin 
										mengua de su santidad hubiera podido 
										hacer que el odio de la criatura al 
										Criador fuese una virtud y el amor un 
										vicio; que el aborrecer a todos los 
										hombres fuese una acción laudable, y el 
										amarlos, vituperable; ¿quién puede 
										concebir tamaños delirios? Por donde se 
										ve que el orden moral tiene una parte 
										necesaria, independiente de la libre 
										voluntad divina; por la sencilla razón 
										de que Dios, todo verdad, todo santidad, 
										no puede alterar la esencia de las 
										cosas, pues que ésta se halla fundada en 
										la misma verdad y santidad infinita. 
										 
										55. A medida que se va analizando la 
										cuestión, el terreno se despeja, y nos 
										encontramos con menos elementos que 
										puedan pretender a ser principios de la 
										moralidad: no la hallamos fundada en 
										ninguna criatura ni tampoco en la libre 
										voluntad divina; luego será algo 
										necesario en Dios mismo; ¿el origen de 
										la moralidad será la misma bondad moral 
										de Dios, la santidad infinita? Pero, 
										¿qué es bondad moral, qué es santidad? 
										¿qué queremos significar por estas 
										palabras? He aquí una nueva dificultad. 
										 
										56. Si antes de lo contingente es lo 
										necesario, antes de lo condicional lo 
										incondicional, antes de lo relativo lo 
										absoluto, claro es que esa bondad moral, 
										contingente, no en sí, sino en el ser 
										criado; condicional, por la dependencia 
										de las condiciones a que en su 
										aplicación está sujeta; relativa, por 
										los extremos a que se refiere, ha de 
										estar precedida de una bondad moral 
										absoluta; que no se funde en otra cosa, 
										que en sí misma; que sea la bondad moral 
										por esencia y excelencia; de suerte que, 
										en llegando a ella, ya no sea posible 
										pasar más allá en busca de otras 
										explicaciones. El mismo lenguaje con que 
										expresamos la razón de la moralidad 
										indica el carácter absoluto de su 
										origen. Conforme a razón, a la ley 
										eterna, a los principios eternos: estas 
										expresiones indican relación de 
										“conformidad” a una bondad necesaria, es 
										decir, la dependencia en que lo relativo 
										está de lo absoluto. 
										 
										57. ¿Cuál es, pues, el atributo de Dios, 
										o el acto que concebimos como bondad 
										moral, como santidad? No es su 
										inteligencia, ni su poder, sino el amor 
										de su perfección infinita. El acto moral 
										por esencia, el acto constituyente, por 
										decirlo así, de la bondad moral de Dios, 
										o sea de su santidad, es el amor de su 
										ser, de su perfección, infinita; más 
										allá de esto nada se puede concebir que 
										sea origen de la moral; más puro que 
										esto no se puede concebir nada en el 
										orden moral. El amor con que Dios se ama 
										a sí mismo es la santidad; es, por 
										decirlo así, la moral viviente. 
										 
										Todo lo que hay de moralidad, real y 
										posible, dimana de aquel piélago 
										infinito. 
										 
										58. La santidad de Dios no es el 
										cumplimiento de un deber; es una 
										necesidad intrínseca, como la de 
										existir. No se puede buscar la razón del 
										amor que Dios se tiene a sí mismo: esto 
										es una realidad absolutamente necesaria. 
										Del hombre se dice muy bien, que “ha de” 
										amar a Dios; pero de Dios no se puede 
										decir esto, sino que “se ama”; 
										enunciando de una manera absoluta una 
										verdad absoluta. A quien insistiese en 
										preguntar por qué Dios se ama a sí 
										mismo, le replicaríamos que la pregunta 
										es tan extraña, como esta otra: por qué 
										Dios existe. Lo necesario no tiene la 
										razón de sí mismo fuera de sí mismo; es: 
										y ya está dicho todo; nada se puede 
										añadir. Lo propio diremos de la 
										santidad: Dios es infinitamente santo 
										por el amor de sí mismo: de este amor no 
										puede señalarse otra razón, sino que 
										“es”. Pero, en cuento podemos ensayar 
										con nuestra débil razón la explicación 
										de lo infinito, ¿concebimos acaso algo 
										más recto, más conforme a razón, que el 
										amor de la perfección infinita? El amor 
										ha de tener algún objeto: éste es el 
										ser; no se ama a la nada: cuando, pues, 
										hay el ser por esencia, el ser infinito, 
										hay el objeto más digno de amor. Pero no 
										insistamos en manifestar una verdad tan 
										clara, que no necesita explicación. 
										 
										59. Veamos ahora cómo de la santidad 
										infinita, del acto moral por esencia, 
										del amor de Dios, de la moralidad 
										substancial y viviente, dimana la 
										moralidad ideal que hallan en sí propias 
										todas las criaturas intelectuales, y que 
										se realizan bajo distintas formas en las 
										relaciones del mundo intelectual. 
										 
										CAPÍTULO XI  
										 
										Como de la moralidad absoluta dimana la 
										relativa  
										 
										60. Dios, viendo desde la eternidad el 
										mundo actual y todos los posibles, veía 
										también el orden a que debían estar 
										sujetas las criaturas que los 
										compusieran. Una obra de la sabiduría 
										infinita no podía estar en desorden; y 
										mucho menos la más noble entre ellas, 
										que era lo intelectual. Amándose Dios a 
										sí mismo, amaba también este orden, y le 
										quería realizado en el tiempo por las 
										criaturas racionales, cuando se dignase 
										sacarles de la nada. Pero, como esta 
										realización debía ser ejecutada 
										libremente, pues que los seres dotados 
										de inteligencia no pueden estar sujetos 
										en sus actos a la necesidad, como los 
										irracionales; debía comunicárseles esta 
										regla por medio del conocimiento, con el 
										cual dirigieran su voluntad. Así 
										sucedió, y la impresión de esta regla en 
										nuestro espíritu, hecha por la mano del 
										Criador, es la que se llama ley natural. 
										 
										61. Entre las prescripciones de esta 
										ley, figura en primera línea el amor de 
										Dios; el orden moral en la criatura no 
										podía fundarse en otra cosa; ya que el 
										amor de Dios a sí mismo es la moralidad 
										por esencia, la participación de esta 
										moralidad debía ser también la 
										participación de este amor. Y he aquí 
										una prueba filosófica de la profunda 
										sabiduría de la religión cristiana, que 
										establece el amor de Dios, como el mayor 
										y primero de los mandamientos. 
										 
										62. Claro es que el hombre, atendida su 
										debilidad, no puede estar siempre 
										pensando en el amor de Dios, por lo cual 
										no es necesario que todos sus actos 
										lleven de una manera explícita este 
										augusto carácter; pero puede, sí obrar 
										de modo que nada haga contrario a este 
										amor, y conformar sus actos al orden 
										prescripto. Cuando así proceda, aunque 
										sus acciones no estén expresamente 
										motivadas por este amor, participan de 
										él en alguna manera; y en esta 
										participación consiste la moralidad; en 
										lo contrario, la inmoralidad. 
										 
										63. Esta doctrina no es una mera 
										hipótesis para explicar un hecho: si su 
										exposición no bastase para manifestar su 
										verdad, he aquí de qué modo podríamos 
										confirmarla. 
										 
										La moral, como necesaria y eterna, no se 
										funda en ninguna criatura; luego su 
										origen está en Dios. La bondad moral 
										participada ha de estribar en la moral 
										por esencia; ésta es la santidad divina. 
										Cuando un hombre es muy bueno 
										moralmente, se le apellida santo; la 
										bondad por esencia será la santidad por 
										esencia. La santidad divina es el amor 
										que Dios se tiene a sí mismo: este amor 
										participado hace la santidad de la 
										criatura; el amor por esencia ha de ser 
										la santidad por esencia. 
										 
										Además, los otros atributos de Dios no 
										se refieren directamente al orden moral; 
										éste es el único en que descubrimos este 
										carácter; nada podemos concebir más 
										bueno y más santo que el acto puro, 
										infinito, con que Dios ama su perfección 
										infinita. 
										 
										La moralidad en la criatura no puede ser 
										otra cosa que una participación de la 
										moral divina. La primera y principal de 
										estas participaciones es el amor de la 
										criatura a Dios. 
										 
										64. Dios ama el orden que corresponde a 
										las criatura conforme a lo que está en 
										la sabiduría infinita. La criatura, 
										amando este orden, ama lo que Dios ama, 
										lo que está en Dios y, por consiguiente, 
										ama en algún modo a Dios. Infringiendo 
										este orden, no ama a Dios, pues obra 
										contra lo que él ama. Luego la criatura 
										participa de la moralidad cuando procede 
										con arreglo a este orden, y peca cuando 
										le traspasa. 
										 
										65. Así hemos encontrado lo absoluto en 
										moral, fundamento de lo relativo; lo 
										infinito, origen de lo finito; lo 
										esencial, fuente de lo participado. Con 
										esta piedra de toque podemos recorrer 
										toda la moral, y reconocer la bondad o 
										la malicia de las acciones. 
										 
										CAPÍTULO XII  
										 
										Explicación de las nociones 
										fundamentales del orden moral  
										 
										66. Ahora podemos definir el orden moral 
										y todas las ideas fundamentales. 
										 
										67. La moralidad absoluta y esencial es 
										la santidad infinita, o sea el acto con 
										que Dios ama su perfección infinita. 
										 
										68. La moralidad en los seres criados es 
										el amor de Dios, explícito o implícito. 
										 
										69. El amor explícito es el acto mismo 
										de amar a Dios; éste es el acto moral 
										por excelencia. 
										 
										70. El amor implícito es el amor del 
										orden que Dios ama en sus criaturas. 
										 
										71. El orden moral es el orden en las 
										criaturas, en cuanto amado por Dios. 
										 
										72. Bien moral, relativo y finito, es lo 
										que pertenece al orden amado por Dios en 
										las criaturas, en cuanto es realizable 
										por seres inteligentes y libres. Mal 
										moral es lo que es contrario al orden 
										amado por Dios, en cuanto la 
										contrariedad es realizable por criaturas 
										libres. 
										 
										73. Vínculo moral, tomado en su mayor 
										generalidad, es un límite que deja 
										intacta la libertad y voluntad del ser 
										libre para que ejerza o no su acción en 
										cierto sentido. La voluntad es 
										físicamente libre para querer una cosa 
										mala; pero no la quiere, porque es mala, 
										o porque acarrea castigo: he aquí un 
										límite; un vínculo moral produciendo su 
										efecto sin destruir la libertad. 
										 
										74. Ley natural es la comunicación del 
										orden moral hecha por Dios al hombre 
										desde su creación, en cuanto produce en 
										éste un vínculo moral. 
										 
										75. Mandamiento o precepto es el acto 
										que produce este vínculo moral con 
										respecto a la ejecución de una cosa. 
										Prohibición es el acto que liga 
										moralmente para no ejecutar una acción. 
										 
										76. Lícito es lo que no contraría el 
										orden moral; ilícito, lo que le 
										contraría. 
										 
										77. Deber es la sujeción de la criatura 
										libre al orden moral. 
										 
										78. La obligación, tomada esta palabra 
										en su mayor generalidad, se confunde con 
										el deber. Se llama obligación, porque la 
										sujeción al orden moral forma una 
										especie de vínculo, que, respetando la 
										libertad física, la “liga” en el orden 
										moral, en cuanto la criatura no puede 
										apartarse de este orden sin hacerse 
										culpable y sin incurrir en una pena. 
										 
										79. La idea de derecho incluye dos: la 
										de lícito con relación al sujeto que lo 
										tiene, y la obligación de los demás en 
										respetársele. 
										 
										Camilo puede pasearse; los otros no 
										pueden impedírselo; Camilo tiene, pues, 
										derecho al paseo. Si estuviese solo en 
										el mundo, el paseo le sería lícito; pero 
										no se diría que esta licitud (si puedo 
										expresarme así) fuese un derecho. 
										Salustio puede reclamar el dinero que ha 
										prestado a su amigo; y éste tiene 
										obligación de devolvérselo; en Salustio 
										hay un derecho. 
										 
										Luego el derecho incluye siempre 
										obligación o deber en otro, ya sea para 
										hacer, ya para no impedir. 
										 
										80. Imputabilidad moral es el conjunto 
										de las condiciones necesarias para que 
										una acción pueda ser atribuida a una 
										criatura en el orden moral: éstas son: 
										conocimiento del acto imputado y 
										libertad en su ejecución (capítulo II) 
										 
										81. Responsabilidad moral es la sujeción 
										a la imputabilidad y a sus 
										consecuencias. 
										 
										82. Culpa es la misma responsabilidad 
										por una mala acción. “Es culpable, no es 
										culpable”; esto es, ha obrado mal, o no; 
										es responsable de un mal, o no. 
										 
										83. Pecado es una acción mala. Se suele 
										aplicar este nombre a las acciones malas 
										consideradas únicamente con relación a 
										Dios. Cuando se las refiere a las leyes 
										humanas, se apellidan faltas, delitos o 
										crímenes, según su gravedad y 
										naturaleza. Hay pecados de omisión. 
										 
										84. Premio es un bien otorgado a un ser 
										a consecuencia de una acción buena que 
										le pertenece como imputable. 
										 
										85. Pena es un mal causado al ser libre, 
										por motivo de una acción mala de que es 
										responsable. El castigo es la aplicación 
										de la pena. 
										 
										86. Virtud es el hábito de obrar bien. 
										 
										87. Vicio es el hábito de obrar mal. 
										 
										Para ser virtuoso, no basta ejecutar una 
										acción buena; es preciso tener el hábito 
										de obrar bien, así como por un acto malo 
										se hace el hombre culpable, más no 
										vicioso. 
										 
										88. Laudable es el ser la acción digna 
										de que la reconozcan y aprecien los 
										demás, como conforme al orden moral. 
										 
										89. Vituperable es lo digno de que los 
										demás lo reconozcan y censuren como 
										contrario al orden moral. 
										 
										90. Conciencia es el dictamen de la 
										razón que nos dice: eso es bueno, 
										aquello es malo. 
										 
										91. Si hay verdad en el juicio de la 
										moralidad de un acto, la conciencia se 
										llama recta: si hay error, errónea; si 
										hay certeza, cierta; si hay 
										probabilidad, probable. La conciencia 
										dudosa es la que está fluctuante entre 
										el sí y el no. 
										 
										92. El error es invencible, cuando no lo 
										hemos podido evitar; de lo contrario, es 
										vencible. Lo mismo se aplica a la 
										ignorancia de una obligación. Si por 
										ignorancia invencible cometemos un acto 
										malo, no somos culpables; pero la 
										ignorancia vencible no exime de culpa. 
										 
										CAPÍTULO XIII  
										 
										Cómo se entiende el orden moral a lo que 
										no le pertenece por intrínseca necesidad
										 
										 
										93. Hasta aquí hemos considerado el 
										orden moral en sus relaciones 
										necesarias: fáltanos ahora saber cómo se 
										extiende a muchas cosas que no 
										participan de esta necesidad. Lo que 
										pertenece al orden moral necesario, está 
										mandado porque es bueno, o prohibido 
										porque es malo; lo que está fuera de 
										dicha necesidad, es bueno porque está 
										mandado, o malo, porque está prohibido. 
										El amor de Dios está mandado porque es 
										bueno; el perjurio está prohibido porque 
										es malo. La observancia de un rito, por 
										ejemplo, la abstinencia de ciertos 
										manjares, es buena porque está mandada; 
										el comer de ellos es malo porque está 
										prohibido. Los mandamientos relativos al 
										orden necesarios se llaman naturales; 
										los demás, positivos. 
										 
										94. La obligación positiva es una 
										consecuencia de la natural; o, hablando 
										con más propiedad, es la misma 
										obligación natural aplicada a un caso. 
										He aquí puesta en un silogismo la 
										fórmula general de todas las 
										obligaciones positivas que emanan de 
										Dios: Es de ley natural el obedecer a 
										Dios en todo lo que mande; es así que ha 
										mandado “esto”; luego es de ley natural 
										el hacer “esto”. La mayor parte de un 
										principio de moral necesaria; la menor 
										es la afirmación de una cosa particular; 
										luego la consecuencia incluye también 
										una obligación natural, o sea, la 
										aplicación de la ley natural a un caso 
										dado. 
										 
										95. Esta aplicación de los principios 
										naturales a casos especiales se 
										encuentra en todas las relaciones de la 
										vida. Casio no está obligado a ceder una 
										propiedad a Sempronio: esta cesión nada 
										tiene que ver con la ley natural. Pero, 
										si suponemos que Casio se ligue por un 
										trato, la cesión resultará prescripta 
										por la ley natural. Según ésta, se debe 
										cumplir lo pactado; Casio ha pactado la 
										cesión; luego debe hacerla; y, no 
										haciéndola peca contra la ley natural. 
										 
										96. De la propia suerte se explican las 
										obligaciones positivas que emanan de 
										legítima autoridad humana. La ley 
										natural prescribe que se guarde en la 
										sociedad el orden debido, el cual no 
										puede subsistir, rotos los vínculos de 
										la obediencia a la autoridad legítima: 
										ésta tiene, pues, la sanción de la ley 
										natural; y en ejercicio de sus funciones 
										produce obligación, a causa de esta 
										misma ley. 
										 
										CAPÍTULO XIV  
										 
										Deberes para con Dios  
										 
										97. Una criatura racional, aunque 
										estuviese enteramente sola en el 
										universo, no podría prescindir de sus 
										relaciones con el Criador: su simple 
										existencia le produce deberes hacia el 
										Ser que se la ha dado. 
										 
										98. El primero de estos deberes es el 
										amor: éste es la base de los demás. Por 
										el amor se une nuestra voluntad con el 
										objeto amado, y la criatura no está en 
										el orden, si no está unida con su 
										Criador. El objeto de la voluntad es el 
										bien; y, por tanto, el objeto esencial 
										de la voluntad es el bien por esencia, 
										el bien infinito. 
										 
										99. Lo mismo se nos indica por la 
										inclinación hacia el bien en general que 
										todos experimentamos. No hay quien no 
										ame el bien; no hay quien no lo desee 
										bajo una u otra forma. Los errores, las 
										pasiones, los caprichos, la maldad, 
										buscan a menudo el bien en objetos 
										inmorales y dañosos; pero lo que se 
										quiere en ellos no es lo que, tienen 
										malo sino lo bueno que encierran. 
										Supuesto que el bien en general es una 
										idea abstracta, y que no hay bien 
										verdadero, sino cuando hay un ser en que 
										se realiza, este deseo del bien en sí 
										mismo nos indica que hay algo que, no 
										sólo es una cosa buena, sino el bien en 
										sí mismo. Si a este bien, que es Dios, 
										le conociésemos intuitivamente, le 
										amaríamos con una feliz necesidad, pero 
										ahora, mientras estamos en esta vida, 
										aunque amemos por necesidad el bien 
										tomado en general, no lo amamos en 
										cuanto está realizado en un ser; y por 
										esto el hombre substituye con harta 
										frecuencia al amor del bien infinito y 
										eterno el de los finitos y pasajeros. 
										 
										100. El amor de Dios engendra la 
										veneración, la gratitud, el 
										reconocimiento de que todo lo hemos 
										recibido de su mano bondadosa; y, por 
										tanto, la adoración interior con que nos 
										humillamos en su presencia, rindiéndole 
										los debidos homenajes. He aquí el culto 
										interno. 
										 
										101. El hombre ha recibido de Dios, no 
										sólo el alma, sino también el cuerpo; y, 
										además, tenemos natural inclinación a 
										manifestar los afectos del espíritu por 
										medio de signos sensibles, así pues, en 
										reconocimiento de haber recibido de Dios 
										el cuerpo, y cuanto nos sirve para la 
										conservación de la vida; y, además, para 
										manifestar por signos sensibles la 
										adoración interior, empleamos ciertas 
										expresiones, ya de palabra, como la 
										oración verbal; ya de gesto, como el 
										hincar la rodilla, el inclinarse, el 
										postrarse; ya de acciones sobre otros 
										objetos, como el quemar incienso, el 
										ofrecer los frutos de la tierra, el 
										matar a un animal, en reconocimiento, 
										del supremo dominio de Dios sobre todas 
										las cosas. 
										 
										He aquí el culto externo. 
										 
										102. Esta obligación se funda en la 
										misma naturaleza del hombre. 
										 
										Levantamos monumentos a los héroes; 
										guardamos con respeto la memoria de los 
										bienhechores del linaje humano; 
										conservamos con amor y ternura cuanto 
										nos recuerda a un padre, un amigo, una 
										persona querida, que la muerte nos ha 
										arrebatado; ¿y no manifestaríamos 
										exteriormente el amor, el 
										agradecimiento, la adoración, que 
										tributamos a Dios en nuestro interior? 
										 
										103. Las costumbres del linaje humano, 
										en todos los tiempos y países, están 
										acordes en este punto con la sana 
										filosofía: en medio de los errores y 
										extravagancias que nos ofrece la 
										historia de las falsas religiones, vemos 
										una idea dominante, fija, conforme con 
										la razón, y enseñada por Dios al primer 
										hombre: la obligación de manifestar el 
										culto interno por el externo. 
										 
										104. La obediencia que debemos a Dios en 
										todas las cosas, se la debemos también 
										en lo tocante al culto; y así es que 
										estamos obligados a tributárselo de la 
										manera que su infinita sabiduría nos 
										haya prescripto. De aquí resulta que, a 
										los ojos de la sana moral, no son 
										indiferentes las religiones; quien 
										sostiene esto, las niega todas. Porque, 
										o es preciso decir que Dios no ha 
										revelado nada con respecto al culto, o 
										confesar que quiere que se haga lo que 
										se ha mandado. Lo primero lo combaten 
										sólidamente los apologistas de la 
										revelación; lo segundo lo demuestra la 
										sana filosofía. 
										 
										De esto se infiere que el hombre está 
										obligado a vivir en la religión que Dios 
										ha revelado; y que quien falta a esta 
										obligación infringe la ley natural, y es 
										culpable a los ojos de la Justicia 
										divina. 
										 
										105. Los que admiten la existencia de 
										Dios y niegan la posibilidad de la 
										revelación, incurren en una 
										contradicción manifiesta. Si el hombre 
										puede hablar al hombre, ¿por qué el 
										Criador no podrá hablar a la criatura? 
										Si los espíritus finitos son capaces de 
										comunicar sus pensamientos a otros, ¿por 
										qué el espíritu infinito estará privado 
										de esta facultad? Quien nos dio el ser, 
										¿no podrá ponerse en especial 
										comunicación con su propia obra? Quien 
										nos dotó de entendimiento, ¿no podrá 
										ilustrarle? Se dirá, tal vez, que Dios 
										es demasiado grande para descender hasta 
										nosotros; pero reflexiónese que este 
										argumento prueba demasiado, y, por 
										tanto, no prueba nada. Dios, siendo 
										infinito, crió seres finitos; y esto no 
										repugna a su infinidad; luego, o debemos 
										inferir que Dios no pudo criarnos, o es 
										preciso convenir en que puede hablarnos. 
										 
										CAPÍTULO XV  
										 
										DEBERES PARA CONSIGO MISMO  
										 
										SECCIÓN I Nociones preliminares  
										 
										106. El ser que obra, no sólo con 
										espontaneidad, sino también con 
										libertad, ha de tener una regla que le 
										fije la conducta que debe observar 
										consigo mismo. Los inanimados se 
										perfeccionan con sujeción a leyes 
										necesarias, en cuya ejecución no tienen 
										ellos sino una parte pasiva: y los 
										irracionales, aunque obran por un 
										impulso propio, con la espontaneidad de 
										un viviente sensitivo, no conocen lo que 
										hacen, pues su percepción se limita a lo 
										puramente sensible. Pero el ser dotado 
										de razón y de libre albedrío es dueño de 
										su misma espontaneidad, puede usar de 
										ella de diferentes modos y, por tanto, 
										necesita que las condiciones de su 
										desarrollo y perfección le estén 
										prescriptas en ciertas reglas que 
										dirijan su conducta. Estas reglas son 
										los deberes consigo mismo. 
										 
										107. Para la existencia de estos deberes 
										no es necesaria la sociedad. Un hombre 
										enteramente solo en el mundo tendría 
										deberes consigo propio; el que va a 
										parar a una isla desierta, sin esperanza 
										de volver jamás a reunirse con sus 
										semejantes, no está exento de las leyes 
										de la moral. 
										 
										108. Dios, al sacar de la nada a una 
										criatura, la ha destinado a un fin: la 
										sabiduría infinita no obra al acaso. 
										Este fin lo buscan todas las criaturas, 
										usando de los medios que para alcanzarle 
										se les otorgan. Así vemos que en el 
										mundo inanimado todo aspira a 
										desenvolverse, caminando de este modo a 
										la perfección respectiva. 
										 
										El germen sepultado en las entrañas de 
										la tierra desenvuelve sus fuerzas 
										vitales, se abre paso, se presenta sobre 
										la superficie, buscando la saludable 
										influencia del aire, de la luz y del 
										calor, y al mismo tiempo dilata sus 
										raíces para absorber el jugo que le 
										alimenta. Prospera, crece; su tronco se 
										levanta y se engruesa; sus ramas se 
										extienden, hasta que llega al punto de 
										desarrollo necesario para ejercer las 
										funciones que le corresponden en el 
										mundo vegetal. 
										 
										Ese mismo trabajo descubrimos en todos 
										los productos de la tierra: desde el 
										árbol secular, que desafía los 
										huracanes, hasta la endeble hierba, que 
										vive un solo día, todos se dirigen 
										incesantemente a su respectivo 
										desarrollo; todos están empleando 
										continuamente las fuerzas que se les han 
										dado para ejercer del mejor modo posible 
										Las funciones que les corresponden. 
										 
										109. Entre los animales vemos el mismo 
										fenómeno. No son únicamente las especies 
										más elevadas las que muestran su 
										laboriosidad en su lugar respectivo: no 
										es sólo el caballo, el león, el 
										elefante, el orangután; son los gusanos 
										que se arrastran por el polvo; son los 
										insectos que anidan en la hoja del 
										árbol; son las ostras pegadas a una 
										peña; los imperceptibles animalillos que 
										sólo distinguimos con el microscopio. 
										Cada cual en su línea cuida, por decirlo 
										así, de cumplir su misión; y el mundo de 
										la vida vegetal y animal se parece a un 
										inmenso taller, donde está realizada 
										hasta lo infinito la división del 
										trabajo, y donde cada individuo cumple 
										con la parte que le corresponde, para 
										contribuir a la obra que se ha propuesto 
										el supremo Artífice. 
										 
										110. El hombre, dotado de tan nobles 
										facultades, está sujeto a la misma ley; 
										también debe buscar su desarrollo, 
										ejerciendo sus facultades del modo que 
										corresponde a su naturaleza. Pero este 
										desarrollo, aunque sujeto a una ley, 
										está encomendado al libre albedrío: y 
										así es que se nota una diferencia entre 
										el hombre y los animales y vegetales; 
										éstos adquieren siempre toda la 
										perfección posible a sus fuerzas y a su 
										situación; el hombre se queda muchas 
										veces inferior a lo que puede. 
										 
										Tiene la inteligencia capaz de abarcar 
										el mundo Y, sin embargo, abusando de su 
										libre albedrío, la deja quizá sumida en 
										la ignorancia, y con harta frecuencia la 
										alimenta de errores; está dotado de una 
										voluntad que aspira al bien infinito, y, 
										no obstante, la rebaja, si quiere, hasta 
										hundirla en un lodazal de corrupción y 
										miseria. 
										 
										SECCIÓN II Amor de sí mismo  
										 
										111. El deber fundamental del hombre 
										consigo es el amor de sí mismo; y la 
										fórmula general de la ejecución de este 
										deber es el desarrollo armónico de sus 
										facultades, cual conviene a un ser 
										inteligente y libre. Apliquemos estos 
										principios. 
										 
										112. Lo que está encargado de llevar 
										algo a la perfección, es necesario que 
										la ame, y el hombre tiene este encargo 
										para consigo. No puede haber una 
										inclinación continua al desarrollo y 
										perfección de las facultades, sin amar 
										este desarrollo y perfección del ser que 
										las posee. 
										 
										Así, el amor de una criatura a sí misma 
										pertenece al orden general del universo; 
										es una ley de todos los seres 
										inteligentes y libres, que pertenece al 
										orden conocido y amado por Dios. Al 
										amarse el hombre a sí mismo, ama también 
										lo que Dios ama, y, por consiguiente, 
										ama en algún modo al mismo Dios. 
										 
										El amor de sí mismo es tan conforme a la 
										naturaleza de las cosas, y se halla de 
										tal modo grabado en nuestro espíritu, 
										que no ha sido necesario expresarlo como 
										precepto; lo que es temible, es el abuso 
										del amor; pero no es posible que falte. 
										A este propósito es de notar que en el 
										Evangelio se ha dicho que el principal y 
										primer mandamiento era amar a Dios, y el 
										segundo, semejante al primero, amarás al 
										prójimo “como a ti mismo”. Esto último 
										se da por supuesto; y así es que se toma 
										por modelo o regla del amor a los demás 
										“como” a ti mismo. 
										 
										113. De esto inferiremos que, cuando se 
										habla del amor propio como de un vicio, 
										se entiende el abuso de este amor, que 
										por desgracia es harto común; mas no del 
										amor en sí, pues que éste, por el 
										contrario, es una de nuestras primeras 
										obligaciones, o, mejor diríamos, de 
										nuestras necesidades. 
										 
										114. El deseo de la felicidad implica 
										este amor; y, como de este deseo no 
										podemos despojarnos, se echa de ver que 
										el amor de sí mismo es una necesidad. 
										¿Cómo se concilia su carácter necesario 
										con el de un precepto que debe suponer 
										libertad? Muy sencillamente. La 
										necesidad le conviene tomado el amor en 
										general, en cuanto nos lleva a buscar la 
										felicidad también en general; pero la 
										cualidad de precepto le pertenece, en 
										cuanto se refiere a las aplicaciones de 
										este amor, así con respecto al objeto 
										determinado en que ponemos la felicidad, 
										como a los medios que empleamos para 
										alcanzarla. El deseo de la felicidad es 
										un hecho necesario; el modo de cumplir 
										este deseo cae bajo el orden de los 
										preceptos. 
										 
										115. Aquí encontramos un ejemplo de cómo 
										está unida la moralidad con la utilidad. 
										El amor de sí mismo es moral, y es al 
										propio tiempo útil; y no sólo útil, sino 
										necesario, para que el ser inteligente y 
										libre llegue al objeto de su destino. 
										 
										116. El amor de sí mismo no puede ser el 
										término del hombre; este amor, por sí 
										solo, sin aplicaciones, no le 
										proporcionaría la felicidad que desea; 
										el ser feliz por la contemplación y amor 
										de sí propio corresponde sólo a Dios, 
										que contempla y ama en sí toda la verdad 
										y todo bien. El amor de la criatura a sí 
										misma ha de ser una especie de impulso 
										que la lleve a la perfección y a la 
										felicidad, no su fin último; y en las 
										aplicaciones de este impulso debe cuidar 
										de no ponerse en contradicción con su 
										fin. Para cuyo objeto es preciso que no 
										tome por norma de su conducta la 
										satisfacción de todos sus deseos, sino 
										que los considere en su conjunto y en 
										sus relaciones, y que únicamente otorgue 
										a cada uno la parte que lo corresponda, 
										para que no se perturbe, y antes bien se 
										conserve y mejore, la armonía de sus 
										facultades. 
										 
										SECCIÓN III Deberes relativos al 
										entendimiento  
										 
										117. La primera de las facultades, y que 
										está como en la cima de la humana 
										naturaleza, es el entendimiento, el cual 
										conoce la verdad y sirve de guía a las 
										otras. Este es el ojo del espíritu: si 
										no está bien dispuesto, todo se 
										desordena. 
										 
										Hablan algunos del entendimiento como si 
										esta facultad no estuviese sujeta a 
										ninguna regla; así excusan todas las 
										“opiniones”, todos los errores, 
										bastándoles el que sea una operación 
										intelectual para que le tengan por 
										inocente e incapaz de mancha. Es verdad 
										que un error es inocente cuando el que 
										lo sufre no ha podido evitarle, y en 
										este sentido se pueden disculpar algunos 
										errores; pero, si se intenta significar 
										que el hombre es libre de pensar lo que 
										quiera, sin sujeción a ninguna ley, 
										haciendo de su inteligencia el uso que 
										bien le parezca, se cae en una 
										contradicción manifiesta. La voluntad, 
										los sentidos, los órganos, hasta los 
										miembros, todo en el hombre está sujeto 
										a leyes; ¿y no lo estará el 
										entendimiento? No podemos usar de la 
										última de nuestras facultades, sin 
										sujeción al orden moral; y la más noble, 
										la que debe dirigirlas a todas, ¿estará 
										exenta de la ley? Una acción de la mano, 
										del pie, podrán sernos imputadas; ¿y no 
										lo serán las del entendimiento? ¿Seremos 
										responsables de nuestros actos externos, 
										y no lo seremos de los internos? ¿La 
										moralidad se extenderá a todo, excepto a 
										lo más intimo de nuestra conciencia? 
										 
										118. Es claro que no pueden ser 
										indiferentes para el entendimiento la 
										verdad y el error; su perfección 
										consiste en el conocimiento de la 
										verdad; luego tenemos un deber de 
										buscarla: y, cuando no empleamos el 
										entendimiento en ese sentido, abusamos 
										de la mejor de nuestras facultades. El 
										objeto del entendimiento es la verdad, 
										porque la verdad es el ser; y la nada no 
										puede ser objeto de ninguna facultad. 
										Cuando conocemos el ser, conocemos la 
										verdad, y, por consiguiente, estamos 
										obligados a procurarnos el conocimiento 
										de la realidad de las cosas. Si por 
										indolencia, pasión o capricho 
										extraviamos nuestro entendimiento, 
										haciéndole asentir al error, ya porque 
										crea existentes objetos que no existen, 
										o no existentes los existentes, ya 
										porque les atribuya relaciones que no 
										tienen, o les niegue las que tienen, 
										faltamos a la ley moral, porque nos 
										apartamos del orden prescripto a nuestra 
										naturaleza por la sabiduría infinita. 
										 
										El amor de la verdad no es una simple 
										cualidad filosófica, sino un verdadero 
										deber moral; el procurar ver en las 
										cosas lo que hay, y nada más de lo que 
										hay, en lo que consiste el conocimiento 
										de la verdad, no es sólo un consejo del 
										arte de pensar: es también un deber 
										prescripto por la ley de bien obrar. 
										 
										119. La obligación de buscar la verdad y 
										apartarse del error se halla hasta en el 
										orden puramente especulativo, de suerte 
										que quien estudia una materia sin más 
										objeto que la contemplación, y sin 
										intención alguna de aplicar sus 
										conocimientos a la práctica, tiene 
										también el deber de buscar la verdad, de 
										procurar ver en el objeto contemplado, 
										todo lo que hay, y nada más de lo que 
										hay. Pero esta obligación de buscar la 
										verdad se hace más grave cuando el 
										conocimiento no se limita a la pura 
										contemplación, sino que ha de regirnos 
										en la práctica. Un mecánico puramente 
										especulativo, que por indolencia se 
										equivoca en sus cálculos, usa mal de su 
										entendimiento; pero, si es práctico, sus 
										errores son de más consecuencia; y, por 
										tanto, añade a la culpa del error en la 
										especulativa la que consigo trae al 
										exponerse a cometer yerros en la 
										construcción de las máquinas. 
										 
										120. Infiérese de esto que la obligación 
										de dirigir el entendimiento al 
										conocimiento de la verdad es grave; 
										gravísima, cuando se trata de las 
										verdades que deben arreglar toda nuestra 
										conducta, y de que depende nuestro 
										último destino. En estas cuestiones: 
										¿quién soy? ¿de dónde he salido? ¿adónde 
										voy? ¿cuál es la conducta que debo 
										seguir en la vida? ¿cuál será mi destino 
										después de la muerte? el hombre que se 
										mantiene indiferente, o se expone a caer 
										en error, incurre en gravísima 
										responsabilidad moral, aun prescindiendo 
										de toda idea religiosa, y atendiendo 
										únicamente a la luz de la filosofía. Los 
										que hablan, pues, de errores, de 
										extravíos del entendimiento, cual si en 
										estas materias no cupiese trasgresión 
										del orden moral, dicen un despropósito; 
										pierden de vista la ley general y 
										necesaria que nos obliga a desenvolver y 
										perfeccionar nuestras facultades, lo que 
										no podemos hacer con el entendimiento, 
										sí no lo dirigimos hacia la verdad; 
										olvidan que, siendo el entendimiento la 
										guía de las demás facultades, si él 
										yerra, errarán todas; ni advierten que, 
										poniéndonos el entendimiento en relación 
										con las cosas, si no las ve como son en 
										sí, se perturba por necesidad el orden 
										en nuestra conducta; no consideran que 
										hay muchas materias en que el error 
										puede ser de consecuencias irreparables, 
										y que, por tanto, no hay menos 
										culpabilidad en él, que si quisiéramos 
										andar por entre horrendos precipicios 
										con los ojos tapados, o distraídos. 
										 
										121. Aquí también encontramos 
										admirablemente enlazada la moral con la 
										utilidad. “Emplea bien el entendimiento, 
										sírvete de él para el conocimiento de la 
										verdad para ver las cosas y sus 
										relaciones tales como son en sí»: esto 
										nos dice la ley natural; y el resultado 
										de la sujeción a este precepto es el 
										obrar en todo de la manera conveniente, 
										apreciando los objetos en su valor, y 
										conociendo, por consiguiente, a cuáles 
										debemos dar la preferencia. 
										 
										122. La moral en este punto se halla 
										también acorde con las inclinaciones 
										naturales. Todos deseamos conocer la 
										verdad: al error, como error, no podemos 
										asentir; ¿acaso creeremos lo que 
										juzgamos falso? ¿Quién se satisface con 
										pensar de una cosa lo que no es, y no lo 
										que es? Cuando necesitamos del error 
										para nuestras pasiones, le cubrimos con 
										el velo de la verdad; sabemos engañarnos 
										a nosotros mismos con una sagacidad 
										deplorable. 
										 
										SECCIÓN IV Deberes relativos al orden 
										sensible  
										 
										123. Si el hombre fuese un espíritu 
										puro, sus deberes estarían cumplidos con 
										procurar conocer a Dios y a sí mismo, 
										con amar a Dios sobre todo, amarse a sí 
										mismo y a cuanto Dios quisiese. No 
										teniendo más facultades que el 
										entendimiento y la voluntad, su ser 
										estaría en el orden moral dirigiendo el 
										entendimiento a la verdad, y la voluntad 
										al bien; pero, como junto con esas 
										facultades superiores poseemos otras 
										inferiores, nace de la relación de 
										aquellas con éstas una serie de nuevos 
										deberes. 
										 
										124. La sensibilidad se nos ha dado para 
										satisfacer las necesidades animales y 
										para excitar y fomentar el desarrollo de 
										las facultades superiores; así es que 
										debemos mirarla bajo ambos aspectos, y 
										sacar de sus relaciones los deberes que 
										se refieren a ella. 
										 
										125. Lo que se ha dicho sobre la 
										obligación de buscar en todo la verdad, 
										hace innecesario el que nos extendamos 
										sobre el uso que debemos hacer de los 
										sentidos, en cuanto nos sirven para 
										adquirir el conocimiento de las cosas. 
										Si hemos de buscar la verdad, es preciso 
										que empleemos los medios de la manera 
										conveniente; y, por tanto, es necesario 
										que procuremos usar de los sentidos del 
										modo que corresponde, para que no nos 
										induzcan a conceptos equivocados. Las 
										reglas sobre el buen uso de los sentidos 
										no son solamente lógicas, sino también 
										morales. Emplearlos de suerte que nos 
										hagan errar, es valerse de correos 
										precipitados e imprudentes con peligro 
										de que traigan noticias falsas; y, si 
										llegamos hasta el punto de usar los 
										sentidos con el secreto designio de que 
										nos digan, no la verdad, sino lo que 
										halaga nuestras pasiones o amor propio, 
										entonces cometemos una especie de delito 
										de soborno; nos valemos de testigos 
										falsos para que engañen al 
										entendimiento. 
										 
										126. La relación de los sentidos a la 
										satisfacción de las necesidades animales 
										y vitales presenta un nueva aspecto, de 
										que nacen otros deberes. Pero, si bien 
										se reflexiona, este aspecto se halla 
										íntimamente ligado con el anterior; 
										porque, si el entendimiento conoce la 
										verdad, conocerá también el verdadero 
										destino de los sentidos, y, por tanto, 
										el uso que de ellos se ha de hacer. 
										 
										127. La naturaleza misma nos está 
										enseñando que debemos conservar la vida 
										y la salud; a más del deseo que a ello 
										nos impele, los dolores sensibles nos 
										avivan cuando la vida corre peligro o la 
										salud se perturba. Así, pues, será 
										legítimo el uso de los sentidos, cuando 
										se ordena a la conservación de la salud 
										y de la vida, y será ilegítimo, cuando 
										contraría estos fines. También aquí se 
										hermana la moralidad con la utilidad; 
										las reglas de higiene son también reglas 
										de moral. 
										 
										La templanza y la sobriedad son 
										virtudes, porque nos prescriben la 
										debida mesura en la comida y bebida; la 
										gula y la embriaguez son vicios, porque 
										nos llevan a un exceso contrario a la 
										razón. Los resultados de la templanza y 
										de la sobriedad son la conservación de 
										la vida y de la, salud, el bienestar 
										suave y general que experimentamos 
										cuando nuestra organización se halla en 
										el correspondiente equilibrio; la gula y 
										la embriaguez producen indigestiones, 
										vértigos, dolores atroces, gastan las 
										fuerzas y acaban por conducir al 
										sepulcro. 
										 
										128. ¡Cosa admirable! El hombre, al 
										excederse en lo sensible, es castigado 
										también en lo intelectual, una comida 
										excesiva produce el embotamiento de las 
										facultades intelectuales por la pesadez 
										y la somnolencia; la embriaguez perturba 
										la razón; el ebrio no ha procedido como 
										hombre; pues bien, por la embriaguez 
										deja de ser hombre, y se convierte en un 
										objeto de lástima o de risa. 
										 
										129. He aquí las reglas morales, en este 
										punto, reducidas a un principio bien 
										sencillo: la medida de uso de los 
										sentidos, en sus relaciones con las 
										necesidades del cuerpo, es la 
										conservación de la vida y de la salud: 
										la higiene, extendiéndose no sólo a los 
										alimentos, sino a cuanto tiene relación 
										con la salud y la vida. Esta es una 
										excelente piedra de toque para reconocer 
										la moralidad de las acciones relativas a 
										las necesidades o deseos sensibles. 
										 
										Aclarémoslo con ejemplos. La pereza es 
										un vicio a los ojos de la sana moral; la 
										ociosidad está sembrada de peligros: en 
										ella se debilitan las facultades 
										intelectuales y se corrompe el corazón; 
										pues bien, la higiene está acorde con 
										las prescripciones morales; la ociosidad 
										es dañosa a la salud; el ejercicio, así 
										el intelectual como el corporal, es muy 
										saludable; para aliviar las enfermedades 
										sirve en gran manera la ocupación 
										moderada del cuerpo y del espíritu. 
										Mirad al perezoso, que, tendido sobre un 
										sofá, no tiene valor para levantar la 
										cabeza ni la mano; el tedio se apodera 
										de su corazón, para hacer bien pronto 
										lugar a la tristeza, a la manía y otros 
										extravíos. Su entendimiento, divagando a 
										merced de todas las impresiones, sin 
										sentir la acción de una voluntad fuerte 
										que le sujeta a un punto, se acostumbra 
										a no fijarse en nada, se debilita, y 
										vive en una especie de somnolencia. El 
										cuerpo en continua inacción languidece; 
										las digestiones se hacen mal, la 
										circulación se retarda y desordena; el 
										sueño, como no cae sobre un cuerpo 
										fatigado y menesteroso de descanso, huye 
										de los ojos o es interrumpido con 
										frecuencia; el perezoso busca el 
										bienestar en la inacción completa y sólo 
										halla los males consiguientes al 
										enflaquecimiento del espíritu y a las 
										enfermedades del cuerpo. 
										 
										Comparad con estos resultados los de la 
										virtud contraria. La costumbre del 
										trabajo inspira afición hacia él: el 
										laborioso goza cuando trabaja; padece 
										cuando se le condena a la inacción. El 
										fruto de su laboriosidad, intelectual, 
										moral o física, le recompensa con una 
										satisfacción placentera; cuando después 
										de largas horas contempla el resultado 
										de su actividad, se consuela fácilmente 
										de las pequeñas molestias que ha 
										sufrido, y las tiene por muy bien 
										empleadas. Al llegar la hora de la 
										distracción, disfruta porque la 
										necesita; su sensibilidad no está 
										embotada por el placer; y éste, por 
										ligero que sea, se multiplica, se aviva, 
										porque es una lluvia que cae sobre la 
										tierra sedienta. El tedio, la tristeza, 
										las manías, los aciagos presentimientos 
										no se albergan en su alma porque no 
										saben por dónde entrar; como hay 
										ocupación permanente, no queda tiempo 
										para complacer a esas visitas importunas 
										y dañosas. El ejercicio de las 
										facultades tiene en continuo movimiento 
										la organización; y las alternativas de 
										trabajo y descanso le dan aquel punto 
										que necesita para desempeñar sus 
										funciones ordenadamente, lo que 
										constituye la salud y prolonga la vida. 
										Por fin, el sueño, cayendo sobre una 
										organización fatigada, es tomado con 
										placer; reparando las fuerzas, comunica 
										la actividad, que se despliega de nuevo, 
										cuando el astro del día, alumbrando el 
										mundo, viene a avisarnos de que sonó la 
										hora del trabajo. 
										 
										130. ¿Y qué diremos de la armonía de la 
										higiene y de la moral, en lo tocante a 
										los placeres sensuales contrarios a la 
										naturaleza? La severidad de la moral en 
										este punto se halla justificada por la 
										más sabia previsión. He aquí cómo se 
										expresa Huffeland en su Macrobiótica,, o 
										el Arte de prolongar la vida: “Es 
										horrendo el sello que la naturaleza 
										graba en el que la ultraja de este modo; 
										es una rosa marchita, un árbol secado en 
										el tiempo de su mayor lozanía, un 
										cadáver ambulante. Este vicio afrentoso 
										ahoga todo principio vital, agota todas 
										las fuentes del vigor, y no deja tras sí 
										más que la debilidad, inercia, palidez, 
										decadencia de cuerpo y abatimiento de 
										espíritu. El ojo pierde su brillo y se 
										hunde en su órbita, las facciones se 
										alargan, desaparece el aire juvenil, y 
										el semblante se cubre de manchas 
										amoratadas. La más leve impresión afecta 
										desagradablemente toda la economía 
										animal. Falta el vigor muscular; el 
										sueño es poco reparador; el menor 
										movimiento causa fatiga; las piernas no 
										pueden soportar el peso del cuerpo; 
										pónense trémulas las manos; se sufren 
										dolores en todos los miembros; se 
										embotan los sentidos, y el genio se 
										vuelve tétrico y melancólico. Los 
										desgraciados que se entregan a este 
										vicio, hablan poco, parece que lo hacen 
										con disgusto, y nada les queda de la 
										viveza que los caracterizara en otros 
										tiempos. Los jóvenes de talento se hacen 
										hombres comunes y aún mentecatos. El 
										alma pierde el gusto de los pensamientos 
										elevados, y la imaginación está 
										completamente depravada. 
										 
										Toda su vida no es más que una serie de 
										cargos que se hacen a sí mismos, y de 
										penosos sentimientos causados por la 
										debilidad de que no saben triunfar. 
										Siempre irresolutos, experimentan un 
										tedio continuo de la vida, que los 
										conduce con frecuencia al suicidio, 
										crimen a que nadie está más sujeto que 
										los que se entregan a goces solitarios. 
										 
										Por otra parte, las facultades 
										digestivas se desordenan; se está 
										continuamente, atormentado de 
										incomodidades y males de estómago; se 
										vicia la sangre; el pecho se llena de 
										mucosidades; la piel se cubre de granos 
										y úlceras, y sobrevienen finalmente la 
										epilepsia, la consunción, la calentura 
										hética, frecuentes desmayos y una muerte 
										temprana. “Al oír este imponente 
										testimonio de la ciencia sobre los 
										funestos resultados de la inmoralidad, 
										causan lástima e indignación los que no 
										alcanzan a comprender por qué la 
										religión cristiana se muestra tan severa 
										en todo cuanto puede corromper el 
										corazón de la juventud. Aquí, como en 
										todas las cosas, manifiesta el 
										cristianismo su profundo conocimiento de 
										las leyes de la naturaleza, y de los 
										secretos del corazón y de naturaleza, 
										dice el mismo Huffeland, no castiga 
										ninguna acción con tanto rigor como las 
										que directamente la ofenden. 
										 
										Si hay pecados mortales, son sin duda 
										los que se cometen contra la 
										naturaleza.” (Macrobiótica 2. p., sec, 
										cap. 2.). 
										 
										SECCIÓN V El suicidio  
										 
										131. Al tratar de las obligaciones del 
										hombre para consigo, ocurre la cuestión 
										del suicidio. Es de notar que la 
										inmoralidad de este acto no puede 
										fundarse únicamente en las relaciones 
										del individuo con la familia o la 
										sociedad; de otro modo, se seguiría que 
										el que estuviese falto de ellas podría 
										atentar contra su vida. 
										 
										132. La razón fundamental de la 
										inmoralidad del suicidio está en que el 
										hombre perturba el orden natural, 
										destruyendo una cosa sobre la cual no 
										tiene dominio. Somos usufructuarios de 
										la vida, no propietarios; se nos ha 
										concedido el comer de los frutos del 
										árbol, y con el suicidio nos tomamos la 
										libertad de cortarle. 
										 
										¿En qué puede apoyarse el hombre para 
										llamarse propietario de la vida? ¿Se la 
										ha dado él a sí propio? ¿Se le consultó 
										acaso para traerle a ella? ¿Dónde estaba 
										antes de vivir? No era; y se halló 
										existiendo, no por su voluntad, sino por 
										la del Criador, con arreglo a las leyes 
										de la naturaleza. Si él no se la ha 
										dado, ¿cómo pretenderá ser su dueño 
										exclusivo, de suerte que la pueda 
										destruir cuando bien le parezca? Todo le 
										está indicando que el vivir no depende 
										de su libre albedrío; a más de haber 
										pasado de la nada al ser, experimenta 
										que la mayor parte de las funciones de 
										la vida se hacen independientemente de 
										su voluntad; la respiración, la 
										circulación de la sangre, la digestión, 
										la nutrición, y en general todas las 
										funciones vitales, se ejercen sin que 
										piense en ellas; sólo cuando es 
										necesario tomar aliento para reparar las 
										fuerzas, la voluntad interviene, pues la 
										naturaleza ha querido dejar al ser 
										viviente dotado de espontaneidad, alguna 
										acción sobre los medios de conservar la 
										vida; pero, tan pronto como esto se 
										cumple, la organización continúa sus 
										funciones, en los procedimientos de la 
										nutrición y en todas sus consecuencias, 
										sin que pueda impedirlo el imperio de la 
										voluntad. 
										 
										133. El deseo de la conservación de la 
										vida, y el horror a la muerte, es un 
										indicio de que no están en nuestra mano. 
										Los brutos animales, como obedecen 
										ciegamente al instinto de la naturaleza, 
										no se suicidan nunca; solo el hombre, en 
										fuerza de su libertad, puede perturbar 
										de una manera tan monstruosa el orden 
										natural. 
										 
										134. El suicida, o ha de negar la 
										inmortalidad del alma, o comete la mayor 
										de las locuras. Si se atiene a lo 
										primero, afirmando que después de esta 
										vida no hay nada, el suicidio no se 
										excusa, pero se comprende; y por 
										desgracia se nota que donde cunde la 
										incredulidad, allí cunde también esta 
										manía criminal. Pero, si el suicida 
										conserva, no diré la seguridad, pero 
										siquiera la más leve duda sobre la 
										existencia de la otra vida, ¿cómo se 
										explica tamaña temeridad? ¿Quién le ha 
										hecho árbitro de su destino futuro, de 
										tal modo, que pueda adquirirlo cuando 
										bien le parezca? Al presentarse delante 
										de su Criador, en el mundo de la 
										eternidad, ¿qué podrá responder, si se 
										le dice: “quién te ha dicho que estaba 
										terminada tu carrera sobre la tierra? 
										¿por qué la has abreviado por tu sola 
										voluntad? El que debía sacarte de la 
										tierra, ¿no es acaso el mismo que te 
										puso en ella? La razón, el instinto de 
										la naturaleza, ¿no te estaban diciendo 
										que el atentar contra tu vida era un 
										acto contrario a la ley que se te había 
										impuesto?” ¿Quién te autoriza para ir al 
										otro mundo a buscar otro destino? ¿No 
										sería justo, justísimo, que en vez de 
										felicidad encontrases la desdicha? He 
										aquí, pues, cómo el suicidio, siempre 
										inexcusable, no puede ni siquiera 
										comprenderse sino como una temeridad 
										insensata en quien abrigue duda sobre si 
										hay algo después de la muerte; y así, es 
										muy natural lo que enseña la 
										experiencia, de que se encuentran tan 
										pocos suicidas cuando se conservan las 
										ideas religiosas. Este es un buen 
										barómetro para juzgar de la religiosidad 
										de los pueblos: si son muchos los que 
										atentan contra su vida, señal es que se 
										han enflaquecido las creencias sobre la 
										inmortalidad del alma. 
										 
										SECCIÓN VI La mutilación y otros daños
										 
										 
										135. Así como el deber de conservar la 
										vida implica la prohibición del 
										suicidio, el de conservar la salud 
										incluye la prohibición de mutilarse, de 
										disminuir en cualquier sentido la 
										integridad del cuerpo, o de causarse 
										enfermedades. 
										 
										136. No se quiere decir con esto que el 
										hombre por motivos superiores no pueda 
										mortificarse a sí propio; pues que la 
										sujeción del cuerpo al espíritu, y el 
										servicio que le debe, exige que, cuando 
										para la perfección del espíritu se haya 
										de sacrificar el bienestar del cuerpo, 
										no se repare en el sacrificio. Esto 
										puede acontecer por vía de preservativo 
										o de expiación: de preservativo, sí, por 
										ejemplo, absteniéndose de ciertos 
										alimentos o de otros recreos lícitos, se 
										logra que el espíritu conserve la paz y 
										la buena moral; de expiación, porque 
										nada más racional, y así lo confirman 
										las costumbres del linaje humano, que el 
										ofrecer a Dios, en expiación de las 
										faltas, la mortificación voluntaria de 
										quien las ha cometido. Pero de nada de 
										esto puede llegar ni a mutilaciones, ni 
										a detrimentos graves en la salud; a todo 
										debe presidir la prudencia, que es la 
										guía, el complemento y el esmalte de las 
										otraza virtudes. 
										 
										SECCIÓN VII Resumen  
										 
										137. Resumiendo los deberes del hombre 
										para consigo, diremos que debe amar a 
										Dios, y amarse a sí mismo; que debe la 
										verdad a su entendimiento y el bien a su 
										voluntad; que debe a todas sus 
										facultades la correspondiente armonía, 
										para que no sirvan como esclavas las que 
										deben mandar como señoras; que el uso de 
										las sensibles, en cuanto se refieren a 
										informarle de los objetos, debe ser cual 
										conviene para que no le induzcan a 
										error; y en sus relaciones con el cuerpo 
										deben emplearse del modo conducente para 
										la conservación de la vida y de la 
										salud; que, por consiguiente, no puede 
										en ningún caso atentar contra su propia 
										existencia; que aun los daños que se 
										cause, nunca pueden llegar hasta el 
										punto de producir enfermedades graves, y 
										deben tener siempre un fin conforme a la 
										razón; en una palabra, el precepto 
										fundamental del amor de sí mismo debe 
										practicarlo con el desarrollo de sus 
										facultades en un sentido de perfección, 
										y con arreglo al fin a que Dios le ha 
										destinado. 
										 
										138. No hablo por separado de los 
										deberes de la voluntad, porque todos le 
										pertenecen: siendo la voluntad una 
										condición necesaria para la moralidad, 
										nada es bueno ni malo, si no es 
										voluntario. 
										 
										CAPÍTULO XVI  
										 
										El hombre está destinado a vivir en 
										sociedad  
										 
										139. Hemos explicado los deberes del 
										hombre considerado como si estuviese 
										solo en el mundo, sin un ser semejante 
										con el cual pudiera tener relaciones; 
										pero esto es una hipótesis que 
										únicamente tuvo lugar en los breves 
										momentos que transcurrieron desde la 
										creación de Adán hasta la de Eva, su 
										mujer. Siempre y en todas partes se ha 
										encontrado el hombre en relación con sus 
										semejantes; pues no merecen atención las 
										raras excepciones de esta regla 
										ofrecidas por la historia de largos 
										siglos. 
										 
										Los que han vivido sin comunicación con 
										sus semejantes, han sufrido este 
										infortunio por algún accidente: unos, 
										desplegada ya su razón, como los 
										náufragos arrojados a una isla desierta; 
										otros, antes del uso de razón, ya sea 
										que, abandonados por sus padres en la 
										niñez, debieran a una casualidad feliz 
										el no perecer, o bien porque se haya 
										querido hacer en ellos una prueba, como 
										en los niños de Egipto y de Mogol. (V. 
										“Ideología”, cap. XVI) El aislamiento 
										que sobreviene desplegada ya la razón, 
										es un accidente rarísimo en los fastos 
										de la historia; el otro, a más de ser 
										muy raro también, no cae bajo la 
										jurisdicción de la ciencia moral, porque 
										los individuos que se hallan en tal 
										caso, se muestran tan estúpidos, que se 
										duda con harto fundamento, si tienen 
										ideas morales. 
										 
										Sin embargo, no será inútil el haber 
										considerado al hombre en un aislamiento 
										hipotético; porque esto nos ha enseñado 
										a conocer mejor que hay en el orden 
										moral algo absoluto, necesario, 
										independiente de las relaciones de la 
										familia y de la sociedad, mostrándonos 
										la ley moral presidiendo a los destinos 
										de toda criatura inteligente y libre, 
										por el mero hecho de su existencia. Las 
										relaciones en que vamos a considerar al 
										hombre, nos llevarán al conocimiento de 
										una nueva serie de obligaciones morales; 
										y al propio tiempo servirán a completar 
										la idea de las que acabamos de encontrar 
										en el individuo aislado. 
										 
										140. Las leyes que rigen en la 
										generación, crecimiento y perfección del 
										hombre físico, son un argumento 
										irrecusable de que no puede estar solo; 
										y las que presiden el desarrollo de sus 
										facultades intelectuales y morales, 
										confirman la misma verdad. Al nacimiento 
										precede la sociedad entre el marido y la 
										mujer, y sigue la sociedad del hijo con 
										la madre. Sin estas condiciones, no 
										existe el hombre, o muere a poco de 
										haber visto la luz. La debilidad del 
										recién nacido indica la necesidad de 
										amparo, y el largo tiempo que su 
										debilidad se prolonga, manifiesta que 
										este amparo ha de ser constante. Dejadle 
										solo cuando acaba de nacer, y vivirá 
										pocas horas; abandonadlo en un bosque, 
										aun cuando cuente ya algunos años, y 
										perecerá sin remedio. La necesidad de la 
										comunicación con sus semejantes la 
										manifiestan con no menor claridad las 
										condiciones de su desarrollo intelectual 
										y moral; el individuo solitario vive en 
										la estupidez más completa: o no tiene 
										ideas intelectuales y morales, o son tan 
										imperfectas, que no se dejan conocer. 
										(Véase “Ideología”, cap. XVI) De esto 
										debemos inferir que el hombre no está 
										destinado a vivir solo, sino en 
										comunicación con sus semejantes, de lo 
										contrario, será preciso admitir el 
										despropósito de que la naturaleza le 
										forma para morir luego de nacido, o para 
										vivir en la estupidez de los brutos, si 
										su vida se conservase por algún 
										accidente feliz. 
										 
										CAPÍTULO XVII  
										 
										Deberes y derechos de la sociedad 
										doméstica, o sea de la familia  
										 
										141. La reunión de los hombres forma las 
										sociedades, las que son de diferentes 
										especies, según los vínculos que las 
										constituyen. La primera, la más natural, 
										la indispensable para la conservación 
										del género humano, es la de familia. Su 
										objeto nos ha de enseñar las relaciones 
										morales que de ella dimanan. 
										 
										142. La especie humana perecería, si los 
										padres no cuidasen de sus hijos, 
										alimentándolos, librándolos de la 
										intemperie y preservándolos de tantas 
										causas como les acarrearían la muerte. 
										Esta obligación se refiere en primer 
										lugar a la madre; por esto la naturaleza 
										le da lo necesario para alimentar al 
										recién nacido, y pone en su corazón un 
										inagotable raudal de amor, de solicitud 
										y de ternura. 
										 
										143. La debilidad de la mujer, la 
										imposibilidad de procurarse por sí sola 
										la subsistencia para sí y para su 
										familia, están reclamando el auxilio del 
										padre sobre quien pesa también la 
										obligación de conservar la vida de 
										individuos a quienes la ha dado. 
										 
										144. Los discursos de la razón están de 
										más cuando se halla de por medio la 
										intrínseca necesidad de las cosas y 
										habla tan alto la naturaleza: estos 
										deberes son tan claros, que no hay 
										necesidad de esforzar los argumentos que 
										prueban: escritos se hallan con 
										caracteres indelebles en el corazón de 
										los padres; el indecible amor que 
										profesan a sus hijos, es una elocuente 
										proclamación de la ley natural. 
										 
										145. Claro es que la conservación del 
										humano linaje no se refiere únicamente a 
										la vida física, sino que abraza también 
										la intelectual y moral: el Autor de la 
										naturaleza ha querido que se perpetuase 
										la especie humana, pero no como una raza 
										de brutos, sino como criaturas 
										racionales. La razón no se despliega sin 
										la comunicación intelectual: y así es 
										que, al encomendarse a los padres el 
										cuidado de conservar y perfeccionar a 
										los hijos en lo físico, se les ha 
										encomendado también el desarrollo y 
										perfección en el orden intelectual y 
										moral. He aquí, pues, cómo la misma 
										naturaleza nos está indicando que los 
										padres tienen obligación de educar a sus 
										hijos, formando su entendimiento y 
										corazón cual conviene a las criaturas 
										racionales. 
										 
										146. Este cuidado debe extenderse a 
										largo tiempo; más todavía que el 
										relativo a lo físico, porque la 
										experiencia enseña que el niño llega 
										lentamente al conocimiento de las 
										verdades de que necesita, y, sobre todo, 
										sus inclinaciones sensibles se depravan 
										con facilidad, y, ahogando la semilla de 
										las ideas morales, no las dejan 
										prevalecer en la conducta. 
										 
										147. El común de los hombres sólo vive 
										lo necesario para cuidar de la educación 
										de sus hijos: muchos son los padres que 
										mueren antes de que éstos alcancen la 
										edad adulta, y casi todos descienden al 
										sepulcro sin haber podido cuidar de los 
										menores. Esta verdad se manifiesta en 
										las tablas de la duración de la vida, y 
										sin necesidad de cálculos nos lo está 
										mostrando la experiencia común. Cuando 
										los padres tienen de cincuenta a sesenta 
										años, sus hijos mayores no pasan de 
										veinte a treinta; y a éstos siguen otros 
										que no son todavía capaces de proveer a 
										su subsistencia, y menos aún de 
										dirigirse bien entre los escollos del 
										mundo. Este hecho es de la mayor 
										importancia para manifestar la necesidad 
										de que los vínculos del matrimonio sean 
										durables por toda la vida, cuidando 
										unidos, el marido y la mujer, de los 
										hijos que la Providencia les ha 
										encomendado. Sin esta permanencia en la 
										unión, muchos hijos se verían 
										abandonados antes de tiempo, y se 
										perturbaría el orden de la familia y de 
										la sociedad. El corto plazo de vida 
										concedido al hombre le está indicando 
										que, en vez de divagar a merced de sus 
										pasiones, formando nuevos lazos, y dando 
										simultáneo origen a distintas familias, 
										se apresure a cuidar de la que tiene, 
										porque se acerca a pasos rápidos el 
										momento de bajar al sepulcro. 
										 
										148. Ninguna sociedad, por pequeña que 
										sea, puede conservarse ordenada, sin una 
										autoridad que la rija; donde hay 
										reunión, es preciso que haya una ley de 
										unidad; de lo contrario, es inevitable 
										el desorden. 
										 
										Las fuerzas individuales entregadas a sí 
										solas, sin esta ley de unidad, o 
										producen dispersión, o acarrean choque y 
										anarquía. De esta regla no se exceptúa 
										la sociedad doméstica; y, como la 
										autoridad no puede residir en los hijos, 
										ha de estar en los padres. Así, la 
										autoridad paterna está fundada en la 
										misma naturaleza, anteriormente a toda 
										sociedad civil. 
										 
										149. Los límites de esta autoridad se 
										hallan fijados por el objeto de la 
										misma; debe tener todo lo necesario para 
										que la sociedad de la familia pueda 
										alcanzar su fin, que es la crianza y 
										educación de los hijos, de tal modo, que 
										se perpetúe el linaje humano con el 
										debido desarrollo y perfección de las 
										facultades intelectuales y morales. 
										 
										150. Antes de la sociedad con los hijos, 
										hay la de marido y mujer; y entre éstos 
										ha de haber autoridad, para que haya 
										orden. La debilidad de la mujer, las 
										necesidades de su sexo, sus 
										inclinaciones naturales, el predominio 
										que en ella tiene el sentimiento sobre 
										la reflexión, la misma clase de medios 
										que la naturaleza le ha dado para 
										adquirir ascendiente, todo está 
										indicando que no ha nacido para mandar 
										al varón, a quien la naturaleza ha hecho 
										reflexivo, de corazón menos sensible, 
										sin los medios y las artes de seducir, 
										pero con el aire y la fuerza de mando. 
										La autoridad de la familia se halla, 
										pues, en el varón; la de la madre viene 
										en su auxilio y la reemplaza cuando 
										falta. 
										 
										151. El derecho de mandar es correlativo 
										de la obligación de obediencia; así, 
										pues, los deberes de la mujer con el 
										marido y de los hijos con los padres 
										están limitados Por el derecho de sus 
										respectivos superiores (77, 78, 79) La 
										mujer debe a su marido, y los hijos a 
										los padres, sumisión y obediencia en 
										todo lo concerniente al buen orden 
										doméstico. Cuáles sean las aplicaciones 
										de estos deberes, lo indican las 
										circunstancias; y no puede establecerse 
										una regla general que fije con toda 
										exactitud la línea hasta donde llegan, y 
										de la que no pasan. En la inestabilidad 
										de las cosas humanas es inevitable el 
										que haya muchos casos que parezcan pedir 
										la ampliación o la restricción de la 
										autoridad doméstica; y el buen orden de 
										las familias y de los estados ha exigido 
										que los legisladores establecieran 
										reglas para determinar algunas de las 
										relaciones domésticas. De aquí es el que 
										la autoridad conyugal y la potestad 
										patria tengan diferente extensión en los 
										varios tiempos y países, cuyas 
										diferencias no pertenecen a este lugar, 
										y son objeto de la jurisprudencia. 
										 
										152. En la infancia de las sociedades, 
										cuando las familias no estaban unidas 
										con vínculos bastantes para constituir 
										verdaderos estados políticos, la 
										potestad patria debía ser naturalmente 
										muy fuerte; siendo el único elemento de 
										orden privado y público, debía tener 
										todo lo necesario para llenar su objeto. 
										Pero, a medida que la organización 
										social fue progresando, la potestad 
										patria, si bien entró como un elemento 
										de orden, no fue el único; y así es que 
										sus facultades se restringieron, pasando 
										algunas de ellas al poder social. En 
										este punto ha habido variedad en la 
										legislación de los pueblos, viéndose 
										sociedades bastante adelantadas, donde 
										todavía se conservaba a la potestad 
										patria el derecho de vida y muerte; pero 
										en general se puede asegurar que la 
										tendencia ha sido de restricción, 
										encaminándose a dejarle únicamente lo 
										indispensable para la crianza y 
										educación de los hijos y el buen orden 
										en la administración de los asuntos 
										domésticos. 
										 
										153. Los innumerables beneficios que los 
										hijos deben a sus padres, producen la 
										obligación de la gratitud; y, así como 
										el padre cuida de la infancia y 
										adolescencia del hijo, así el hijo debe 
										cuidar de la vejez de su padre. La 
										piedad filial es un deber sagrado; las 
										ofensas a los padres son contra la 
										naturaleza; y así es que el parricidio 
										se ha mirado con tanto horror en todos 
										los pueblos, castigándole unos con 
										suplicios espantosos, y no señalándole 
										otros ninguna pena, porque las leyes le 
										consideraban imposible. 
										 
										154. La naturaleza no comunica al amor 
										filial la viveza, profundidad, ternura y 
										constancia que distinguen al paterno y 
										al materno; en lo cual se manifiesta la 
										sabiduría del Criador, que ha dado un 
										impulso más irresistible, a proporción 
										de que se dirigía a un objeto más 
										necesario. Los padres viven y el mundo 
										se conserva, a pesar del cruel 
										comportamiento de algunos hijos, y de la 
										ingratitud e indiferencia de muchos; 
										pero el mundo se acabaría pronto, si 
										este olvido de los deberes fuese posible 
										en los padres. Un anciano desvalido 
										molesta a los hijos que le asisten, pero 
										la negligencia de éstos sólo puede 
										abreviarle un poco la vida; mas si el 
										desvalimiento de los hijos molestase a 
										los padres, y éstos se olvidasen de 
										cuidar de ellos, y no fueran capaces de 
										los mayores sacrificios, el niño 
										perecería cuando apenas empezara a 
										vivir. 
										 
										155. A pesar de esta diferencia de 
										sentimientos, la obligación moral de los 
										hijos para con los padres es grave, 
										gravísima: el amor, la obediencia, el 
										respeto, la veneración, el auxilio en 
										las necesidades, la tolerancia de sus 
										molestias, el compasivo disimulo de sus 
										faltas, la paciencia en las enfermedades 
										y flaquezas de la vejez, son deberes 
										prescriptos por la piedad filial; quien 
										los olvida y quebranta, ofende a la 
										naturaleza, y en ella a Dios, su autor. 
										 
										CAPÍTULO XVIII  
										 
										Origen del Poder Público  
										 
										156. La sociedad doméstica no basta para 
										el género humano, porque, limitada a la 
										crianza y educación de los hijos, no se 
										extiende a las relaciones generales 
										establecidas por motivos de necesidad y 
										utilidad. Sin la autoridad paterna, no 
										sería posible la conservación del orden 
										entre los individuos de una misma 
										familia; sin la autoridad política, no 
										fuera posible conservar el orden entre 
										las diferentes familias: éstas serían a 
										manera de individuos que lucharían entre 
										sí continuamente, pues que, para 
										terminar sus desavenencias no tendrían 
										otro medio que la fuerza. 
										 
										157. Supuesto que Dios ha hecho al 
										hombre para vivir en sociedad, ha 
										querido todo lo necesario para que ésta 
										fuera posible; por donde se ve que la 
										existencia de un poder público es de 
										derecho natural, y que lo es también la 
										sumisión a sus mandatos. La forma de 
										este poder es varia, según las 
										circunstancias; los trámites para llegar 
										a constituirse han sido diferentes, 
										según las ideas, costumbres y situación 
										de los pueblos; pero bajo una u otra 
										forma este poder ha existido, y ha 
										debido existir por necesidad, 
										dondequiera que los hombres se han 
										hallado reunidos: sin esto, era 
										inevitable la anarquía, y, por 
										consiguiente, la ruina de la sociedad. 
										 
										Esta doctrina es tan clara, tan 
										sencilla, tan conforme a la naturaleza 
										de las cosas, que no se explica 
										fácilmente por qué se ha disputado tanto 
										sobre el origen del poder: reconocido el 
										carácter social del hombre, así con 
										respecto a lo físico como a lo 
										intelectual y moral, el disputar sobre 
										la legitimidad de la “existencia” del 
										poder equivalente a disputar sobre la 
										legitimidad de satisfacer una de las 
										necesidades más urgentes. El hombre se 
										alimenta, porque sin esto moriría, se 
										viste, se guarece, porque sin esto sería 
										víctima de la intemperie; vive en 
										familia, porque no puede vivir solo; las 
										familias se reúnen en sociedad, porque 
										no pueden vivir aisladas; y reunidas en 
										sociedad están sometidas a un poder 
										público, porque sin él serían víctimas 
										de la confusión y acabarían por 
										dispersarse o perecer. ¿Qué necesidad 
										hay de inventar teorías para explicar 
										hechos tan naturales? ¿Por qué se han 
										querido sustituir las cavilaciones de la 
										filosofía a las prescripciones de la 
										naturaleza? 
										 
										158. La variedad de formas del poder 
										público es un hecho análogo a la 
										variedad de alimentos, de trajes, de 
										edificios: lo que había en el fondo era 
										una necesidad que se debía satisfacer, 
										pero el modo ha sido diferente, según 
										las ideas, costumbres, climas, estado 
										social y demás circunstancias de los 
										pueblos. Esta variedad nada prueba 
										contra la necesidad del hecho 
										fundamental; solo manifiesta la 
										diversidad de sus aplicaciones; no 
										indica que haya dependido de la libre 
										voluntad, sino que la necesidad, la 
										conveniencia, u otras causas, le han 
										modificado. La variedad de alimentos, 
										trajes y habitaciones, no destruye la 
										necesidad de estos medios, y el que, a 
										la vista de la diversidad de las formas 
										del poder público, finge contratos 
										primitivos, por los cuales los hombres 
										se hayan convenido en vivir juntos y en 
										someterse a una autoridad, es no menos 
										extravagante que quien se los imaginara 
										unidos para convenir en vestirse, en 
										edificar casas y en dar tal o cual 
										figura a sus trajes, tal o cual forma a 
										sus habitaciones. 
										 
										159. ¿Cómo se organizó, pues, el poder 
										público? ¿Cuáles fueron los trámites de 
										su formación? Los mismos de todos los 
										grandes hechos, los cuales no se sujetan 
										a la estrechez y regularidad de los 
										procedimientos fijados por el hombre. 
										Debieron de combinarse elementos de 
										diversas clases, según las 
										circunstancias. La potestad patria, los 
										matrimonios, la riqueza, la fuerza, la 
										sagacidad, los convenios, la conquista, 
										la necesidad de protección, y otras 
										causas semejantes, producirían 
										naturalmente el que un individuo o una 
										familia, una casta, se levantasen sobre 
										sus semejantes y ejerciesen, con más o 
										menos limitación, las funciones del 
										poder público. A veces la autoridad de 
										un padre de familia, extendiéndose a sus 
										ramas y dependencias, formaría el tronco 
										de un poder, que, vinculándose en una 
										casa o parentela, daría príncipes y 
										reyes a las generaciones que iban 
										sobreviniendo; a veces se necesitarían 
										caudillos que guiasen en una 
										transmisión, en una guerra, en la 
										defensa de los hogares; y éstos, 
										levantados por la necesidad de las 
										circunstancias, permanecerían después en 
										su elevación; a veces una colonia de 
										pueblos más civilizados, empezando por 
										pedir hospitalidad, acabarían por 
										establecer un imperio; a veces un hombre 
										extraordinario por su capacidad 
										arrebataría la admiración de sus 
										semejantes, que, creyéndolo enviado por 
										el cielo, se someterían gustosos a su 
										enseñanza y mandatos, vinculando en su 
										familia el derecho supremo; en una 
										palabra, el poder público se ha formado 
										de varios modos bajo condiciones 
										diversas; y casi siempre lentamente, a 
										manera de aquellos terrenos que resultan 
										del sedimento de los ríos en el 
										transcurso de largos años. 
										 
										Atiéndase a la formación de los estados 
										modernos y se comprenderá la de los 
										antiguos. ¿Acaso la Europa se ha 
										constituido bajo un solo principio que 
										le haya servido de regla constante? La 
										conquista, los matrimonios, la sucesión, 
										las cesiones, los convenios, las 
										intrigas, las revoluciones, los libres 
										llamamientos, ¿no son otros tantos 
										orígenes del poder público en las 
										sociedades modernas? Así en su origen 
										como en su desarrollo, ¿la fuerza y el 
										derecho no andan mezclados con harta 
										frecuencia? Aun en nuestros días, ¿no 
										estamos viendo cambios de formas, 
										restauraciones, conquistas, convenios; 
										transformándose el poder público, ora 
										bajo las influencias de la diplomacia, 
										ora bajo los debates de una asamblea, 
										ora bajo la fuerza de las bayonetas o de 
										las conmociones populares? Esta 
										variedad, estas vicisitudes, por más 
										lamentables que sean, son inevitables, 
										atendida la incesante lucha en que por 
										la misma naturaleza de las cosas se 
										hallan las ideas, las costumbres, los 
										intereses, y por los sacudimientos que 
										produce el choque de las pasiones, que 
										se ponen al servicio de los elementos 
										combatientes. La misma transformación 
										que van sufriendo de continuo las 
										sociedades, adelantando las unas, 
										retrogradando las otras, y contribuyendo 
										todas a que se realicen los destinos que 
										Dios ha señalado a la humanidad en su 
										mansión sobre la tierra, es una causa 
										necesaria de diferencias, y un 
										insuperable obstáculo para que los 
										hechos, con su inmensa variedad y 
										amplitud, puedan caber en la mezquina 
										regularidad de los moldes filosóficos. 
										Es necesario contemplar la sociedad 
										desde un punto de vista elevado, para no 
										dejarse deslumbrar por teorías pobres, 
										que pretenden explicar y arreglar el 
										mundo con algunas fábulas, tan henchidas 
										de vanidad como faltas de verdad. 
										 
										160. En resumen: el objeto del poder 
										público es una necesidad del género 
										humano; su valor moral se funda en la 
										ley natural, que autoriza y manda la 
										existencia del mismo; el modo de su 
										formación ha dependido de las 
										circunstancias, sufriendo la variedad e 
										inestabilidad de las cosas humanas. 
										 
										CAPÍTULO XIX  
										 
										Derechos y deberes recíprocos, 
										independientes del orden social  
										 
										161. Antes de examinar los derechos y 
										deberes que se fundan en el orden 
										social, conviene advertir que, 
										independientemente de toda reunión en 
										sociedad, y hasta de los vínculos de 
										familia, tiene el hombre obligaciones 
										con respecto a sus semejantes. Basta que 
										dos individuos se encuentren, aunque sea 
										por casualidad y por breves momentos, 
										para que nazcan derechos y deberes 
										conformes a las circunstancias. 
										 
										Supóngase que un hombre enteramente solo 
										en la tierra tropieza con otro cuya 
										existencia no conocía; ¿puede matarle, 
										atropellarle, ni molestarle en ningún 
										sentido? Es evidente que no. Luego, en 
										ambos, la seguridad individual es un 
										derecho, y el respeto a ella un deber. 
										Al encontrar a su semejante, le ve en 
										peligro de morir por enfermedad, por 
										fatiga, por hambre o sed; ¿puede dejarle 
										abandonado y no socorrerle en su 
										infortunio? Claro es que no. Luego el 
										auxilio en las necesidades, es otra 
										obligación que hace del simple contacto 
										de hombre con hombre. 
										 
										El decir que no hay otros deberes 
										relativos que los nacidos de la 
										organización social, es contrario a 
										todos los sentimientos del corazón. 
										 
										Un navegante en alta mar divisa a un 
										infeliz que está luchando con las olas; 
										¿no sería culpable si, pudiendo, no le 
										salvara? Aunque el desgraciado 
										perteneciese a la raza más bárbara, con 
										la cual no fuera posible tener ninguna 
										clase de relaciones, ¿no llamaríamos 
										monstruo de crueldad al navegante que no 
										lo librase del peligro? No hay entre 
										ellos el vínculo social, pero hay el 
										humano; siendo notable que esta clase de 
										actos se llaman de humanidad, y lo 
										contrario inhumanidad, porque, 
										haciéndolos, nos portamos como hombres, 
										y, omitiéndolos, como fieras. 
										 
										162. El Autor de la naturaleza nos une a 
										todos con un mismo lazo, por el mero 
										hecho de hacernos semejantes. La razón 
										de esto se halla en que, no pudiendo el 
										hombre vivir solo, necesita del auxilio 
										de los demás; y la satisfacción de esta 
										necesidad queda sin garantía, si todo 
										hombre no tiene prohibición de maltratar 
										a otro, y la obligación de socorrerle. 
										Esta ley moral es una condición 
										indispensable para el mismo orden 
										físico, y de aquí es que Dios la ha 
										escrito, no sólo en el entendimiento, 
										sino también en el corazón, para que, no 
										sólo la conociésemos, sino también la 
										sintiésemos; de suerte que cuando fuese 
										preciso obrar, el impulso natural se 
										adelantase a la reflexión. 
										 
										¿Quién no sufre al ver sufrir? ¿Quién no 
										siente un vivo deseo de aliviar al 
										infortunado? ¿Quién ve en peligro la 
										vida de otro, sin que instintivamente se 
										arroje a salvarle? En una calle vemos a 
										una persona distraída, que no advierte 
										que un caballo, un carruaje, le van a 
										atropellar; ¿necesitamos acaso de la 
										reflexión para cogerla del brazo y 
										librarla de una desgracia? ¿Los vínculos 
										de familia ni de sociedad son necesarios 
										para que nos creamos ligados con este 
										deber? 
										 
										163. El derecho de defensa existe 
										independientemente de la organización 
										social. Por lo mismo que el hombre puede 
										y debe conservar su vida, tiene un 
										indisputable derecho a defenderla contra 
										quien se la quiere quitar. Por idéntica 
										razón se extiende el derecho de defensa 
										a la integridad de los miembros y al 
										ejercicio de nuestras facultades. Si un 
										hombre solitario se viere golpeado por 
										otro, tiene derecho a rechazar los 
										golpes pagándole con la misma moneda; y, 
										si se le quiere coartar en su libertad, 
										por ejemplo, ligándole o encerrándole, 
										tendría derecho a desembarazarse de su 
										oficioso custodio. Un salvaje que quiere 
										beber de una fuente o comer de la fruta 
										de un árbol del desierto no puede ser 
										coartado por otro en el uso de su 
										derecho; y, si este último pretende lo 
										contrario, el primero podrá usar de los 
										medios convenientes para hacerle entrar 
										en razón. 
										 
										164. Infiérese de esto que, 
										independientemente de toda sociedad 
										doméstica y política, tiene el individuo 
										derechos y deberes; derechos a lo que 
										necesita para la conservación de la vida 
										y el racional ejercicio de sus 
										facultades; deberes de respetar esos 
										mismos derechos en los demás, y de 
										socorrerles en sus necesidades, según lo 
										exijan las circunstancias. Estos 
										derechos y deberes se fundan en el 
										hombre como hombre, y no como individuo 
										de una sociedad organizada; nacen de una 
										ley de sociedad universal, que ha 
										establecido Dios entre todos los 
										individuos de la especie humana, por el 
										mismo hecho de criarlos. 
										 
										165. Conviene tener bien entendida y 
										presente esta doctrina sobre los 
										derechos y deberes individuales, para 
										comprender a fondo los que nacen de la 
										organización social, o de la reunión 
										permanente de los hombres en sociedad. 
										El hombre no lo recibe todo de esta 
										reunión; lleva a ella un caudal propio, 
										que está sujeto a ciertas condiciones, 
										pero del cual no es lícito despojarle 
										sin justos motivos. 
										 
										CAPÍTULO XX  
										 
										Ventajas de la asociación  
										 
										166. La reunión de los hombres en 
										sociedad acarrea a los asociados 
										inmensas ventajas. La seguridad 
										individual es garantida contra las 
										pasiones; los medios para la 
										conservación de la vida se aumentan; las 
										fuerzas para dominar la naturaleza y 
										hacerla contribuir a la satisfacción de 
										las necesidades, se multiplican con la 
										asociación; las facultades intelectuales 
										se acrecientan notablemente, 
										participando todos de las ideas de 
										todos. Manifestémoslo con un ejemplo. 
										 
										Algunas tribus de salvajes se hallan 
										desparramadas por un valle plantado de 
										árboles, de cuyo fruto se sustentan. 
										Mientras los árboles se conservan bien, 
										hay abundancia de alimentos; mas, por 
										desgracia, suele acontecer que en el 
										tiempo de las lluvias el valle se 
										inunda, y los árboles destruyen o 
										deterioran. La causa de la inundación 
										está en que unas enormes piedras impiden 
										que las aguas corran con libertad por su 
										cauce; si fuera posible apartarlas, el 
										peligro desaparecería; y, además, 
										colocándolas en la embocadura del valle 
										por donde se desborda el torrente, en 
										lugar de dañar como ahora, aprovecharían 
										mucho, pues servirían de dique y 
										asegurarían para siempre la conservación 
										de los árboles. Un salvaje concibe esta 
										idea, acomete la empresa, forceja, se 
										fatiga, pero en vano: cada una de las 
										piedras pesa mucho más de lo que puede 
										mover un hombre. A los esfuerzos del uno 
										suceden los del otro con igual 
										resultado; aunque los salvajes fuesen un 
										millón, las piedras sufrieran los 
										impulsos “sucesivos”, y permanecerían en 
										su puesto. He aquí los efectos del 
										aislamiento. Introducid ahora el 
										principio de asociación. Cada piedra 
										necesita la fuerza de diez hombres: como 
										la gente sobra, se reúnen diez para cada 
										una; las piedras eran veinte; 
										acometiendo la empresa a un mismo tiempo 
										los necesarios para todo, que serán 
										doscientos, una obra que antes era 
										absolutamente imposible, se lleva a cabo 
										en un abrir y cerrar de ojos. 
										 
										Fácil sería multiplicar los ejemplos 
										análogos. Tomad mil individuos, 
										exigidles que trabajen por separado sin 
										unión de sus fuerzas: aunque sean todos 
										excelentes ingenieros y arquitectos, no 
										alcanzarán a construir un dique regular, 
										ni a levantar un miserable edificio. 
										 
										167. La asociación es una condición 
										indispensable para el progreso; sin ella 
										el género humano se hallaría reducido a 
										la situación de los brutos. ¿Por qué 
										dominamos a los animales aun cuando 
										alguno de ellos se declare en 
										insurrección? Porque ellos no se ayudan 
										recíprocamente y nosotros sí. Un caballo 
										se rebela contra su jinete y se propone 
										derribarle o no dejarle montar, o 
										atropellarle con mordiscos y coces; por 
										poco tiempo que haya, acuden al socorro 
										del jinete cuantas personas le pueden 
										auxiliar, y el caballo tiene que 
										someterse a la fuerza, porque no puede 
										contra tantos. Si los demás caballos se 
										hubiesen asociado a la insurrección, y 
										reuniéndose con el que diera la señal, 
										hubiesen dado una batalla en regla, el 
										triunfo de los hombres habría sido harto 
										más difícil; y probablemente en la 
										primera refriega quedara dueño del campo 
										el ejército caballar. 
										 
										168. En la asociación, las fuerzas no se 
										suman, sino que se multiplican; y a 
										veces la multiplicación no puede 
										expresarse por la ley de los factores 
										ordinarios. La fuerza de diez, unida a 
										otra de diez, no hace sólo veinte, sino 
										ciento, y a veces mucho más. Un 
										individuo quiere no ver un peso que 
										exige la fuerza de dos: no consigue 
										nada; su fuerza es nula para el efecto: 
										la reunión de otra fuerza como uno, no 
										sólo compone la suma de dos, sino que 
										multiplica la otra por un número 
										infinito, pues que, siendo antes un 
										valor nulo, lo convierte en un valor 
										verdadero. Las fuerzas de los individuos 
										A y B, consideradas en sí, eran algo 
										cada una; mas, para el efecto de mover 
										el peso, no eran nada. 
										 
										Así, los efectos “sucesivos” no estaban 
										representados por 1 más, 1 igual a dos, 
										pues entonces hubieran movido el peso; 
										sino por 0 más 0. 
										 
										Se las reúne, impelen a un mismo tiempo, 
										y el cero se convierte en 2. 
										 
										Luego la reunión hace el efecto de la 
										multiplicación por un número infinito, 
										Porque, considerando al cero corno 
										cantidad infinitamente pequeña, no puede 
										elevarse a la cantidad finita, 2, sin 
										multiplicarse por un factor infinito. 
										 
										169. La acumulación de los medios para 
										proveer a las necesidades de todas 
										especies, es otro de los resultados 
										importantes de la asociación. Ella liga 
										a los hombres distantes en lugar y 
										tiempo, y hace que las generaciones 
										presentes se aprovechen del trabajo de 
										las pasadas. Cada generación consume lo 
										que necesita y transmite el residuo a 
										las futuras, y este residuo forma un 
										caudal inmenso, cuya pérdida nos haría 
										retroceder a la barbarie, dejándonos en 
										la más espantosa pobreza. Suponed que 
										una nación pierde de repente todo lo que 
										le legaron sus antepasados, y que se 
										queda únicamente con lo que ella ha 
										hecho; se hallará de repente sin 
										ciudades, sin pueblos, sin aldeas, con 
										poquísimos edificios para vivir; los 
										ríos sin puentes y sin diques; la tierra 
										sin establecimientos de labor; las 
										comarcas sin caminos; los mares sin 
										naves, sin puertos, sin faros; las 
										bibliotecas sin libros; los archivos sin 
										papeles; las artes sin reglas; nada 
										quedará, porque puede llamarse nada lo 
										que cada generación tiene de obra 
										propia, si se compara con lo heredado. 
										Desgraciada humanidad si perdiese el 
										enlace de la asociación en el espacio y 
										en el tiempo: si en el espacio, los 
										hombre se quedarían aislados y reducidos 
										a la condición de grupos errantes; si en 
										el tiempo, la ruptura con lo pasado 
										equivaldría a un diluvio universal; y 
										ese rico patrimonio de que nos 
										gloriamos, se trocaría en destrozadas 
										tablas en que apenas sobrenadarían 
										algunos miserables restos. 
										 
										170. Admiremos en esto la sabiduría del 
										Autor de la naturaleza, que, 
										imponiéndonos la ley de asociación, nos 
										ha enseñado un medio necesario para 
										adelantar; y compadezcámonos de esos 
										habladores que han declamado contra la 
										sociedad, dando una evidente prueba de 
										su orgullosa irreflexión. El que condena 
										la sociedad, el que la mira como un mal 
										o como un hecho inútil, se puede 
										comparar al hijo insolente que desdeña 
										la protección de su padre, y le exige 
										una liquidación de cuentas; las cuentas 
										se liquidan, y el resultado es que el 
										insolente pierde hasta la ropa que 
										lleva, y se queda desnudo. 
										 
										CAPÍTULO XXI  
										 
										Objeto y perfección de la sociedad civil
										 
										 
										171. Para conocer a fondo los derechos y 
										deberes que nacen de la organización 
										social, y cómo en ella deben 
										regularizarse los que son independientes 
										de la misma, conviene tener presente que 
										la sociedad no es para bien de unos ni 
										de pocos, sino de todos; y, por 
										consiguiente, el poder público que la 
										gobierna no debe ni puede encaminarse al 
										solo bien de un individuo, de una 
										familia, ni de una clase, sino al de 
										todos los asociados. Este es un 
										principio fundamental de derecho 
										público. Los hombres gobernados no son 
										una propiedad de quien los gobierna: 
										están, sí, encomendados a su dirección, 
										y para que la dirección pudiese 
										ejercerse con orden y provecho se les ha 
										prescripto la obediencia. Esta doctrina 
										no puede desecharse, a no ser que se 
										quiera anteponer el bien de uno al de 
										todos, sosteniendo que Dios ha criado a 
										los hombres de una concisión semejante a 
										la de los brutos, los que no viven para 
										sí, sino para las necesidades y regalo 
										de otro. No se realza de esta suerte la 
										dignidad del poder público, antes bien 
										se la rebaja: la verdadera dignidad del 
										mando está en mandar para el bien de los 
										que obedecen, cuando el mando se dirige 
										al bien particular del que impera, y no 
										al público, la autoridad se degrada, 
										convirtiéndose en una verdadera 
										explotación. 
										 
										Esta doctrina, sólida garantía de los 
										derechos de gobernantes y gobernados, es 
										una luz que se difunde por todos los 
										ramos de la legislación política y 
										civil. 
										 
										172. El interés público, acorde con la 
										sana moral, debe ser la piedra de toque 
										de las leyes; por lo cual debemos 
										también fijar con exactitud cuál es el 
										verdadero sentido de las palabras 
										interés público, bien público, felicidad 
										pública, palabras que se emplean a cada 
										paso, y por desgracia con harta 
										vaguedad. Y, sin embargo, es imposible 
										conocer bien los principios y las reglas 
										de la legislación, si el sentido de 
										dichas expresiones no está bien 
										determinado. No iremos a un punto, si no 
										sabemos dónde está; ni acertaremos en un 
										blanco, si no lo vemos clara y 
										distintamente. La necesidad de fijar con 
										exactitud el sentido de las palabras 
										bien, felicidad de los pueblos, la 
										manifiestan las varias acepciones en que 
										se las toma. Para unos la felicidad 
										pública es el desarrollo material, para 
										otros el intelectual y moral; ora se 
										mira como más feliz al pueblo que se 
										levanta sobre los otros por su poderío, 
										ora al que vive tranquilo y calmoso 
										disfrutando de la ventura del hogar 
										doméstico. De aquí procede la confusión 
										que reina en las palabras adelanto, 
										progreso, mejoras, desarrollo, 
										prosperidad, felicidad, civilización, 
										cultura, que cada cual toma en el 
										sentido que bien le parece, queriendo, 
										en consecuencia, imprimir a la sociedad 
										un impulso especial, por el camino de lo 
										que se llama felicidad pública. 
										 
										173. No creo imposible, ni siquiera 
										difícil, el fijar las ideas sobre este 
										punto. El bien público no puede ser otra 
										cosa que la perfección de la sociedad. 
										¿En qué consiste esta perfección? La 
										sociedad es una reunión de hombres; esta 
										reunión será tanto más perfecta, cuanto 
										mayor sea la suma de perfección que se 
										encuentre en el conjunto de sus 
										individuos, y cuanto mejor se halle 
										distribuida esta suma entre todos los 
										miembros. La sociedad es un ser moral; 
										considerada en sí, y con separación de 
										los individuos, no es más que un objeto 
										abstracto; y, por consiguiente, la 
										perfección de ella se ha de buscar, en 
										último resultado, en los individuos que 
										la componen. Luego la perfección de la 
										sociedad es en último análisis la 
										perfección del hombre; y será tanto más 
										perfecta, cuanto más contribuya a la 
										perfección de los individuos. 
										 
										Llevada la cuestión a este punto de 
										vista, la resolución es muy sencilla: la 
										perfección de la sociedad consiste en la 
										organización más a propósito para el 
										desarrollo simultáneo y armónico de 
										todas las facultades del mayor número 
										posible de los individuos que la 
										componen. En el hombre hay 
										entendimiento, cuyo objeto es la verdad; 
										hay voluntad, cuya regla es la moral; 
										hay necesidades sensibles, cuya 
										satisfacción constituye el bienestar 
										material. Y así, la sociedad será tanto 
										más perfecta, cuanta más verdad 
										proporcione al entendimiento del mayor 
										número, mejor moral a su voluntad, más 
										cumplida satisfacción de las necesidades 
										materiales  
										 
										174. Ahora podemos señalar exactamente 
										el último término de los adelantos 
										sociales, de la civilización, y de 
										cuanto se expresa por otras palabras 
										semejantes, diciendo que es: La mayor 
										inteligencia posible, para el mayor 
										número posible; la mayor moralidad 
										posible, para el mayor número posible; 
										el mayor bienestar posible, para el 
										mayor número posible. 
										 
										Quítese una cualquiera de estas 
										condiciones, la perfección desaparece. 
										Un pueblo inteligente, pero sin 
										moralidad ni medios de subsistir, no se 
										podría llamar perfecto; también dejaría 
										mucho que desear el que fuese moral, 
										pero al mismo tiempo ignorante y pobre; 
										y mucho más todavía si, abundando de 
										bienestar material, fuese inmoral e 
										ignorante. Dadle inteligencia y 
										moralidad, pero suponedle en la miseria: 
										es digno de compasión; dadle 
										inteligencia y bienestar, pero suponedle 
										inmoral: merece desprecio: dadle, por 
										fin, moralidad y bienestar, pero 
										suponedle ignorante: será semejante a un 
										hombre bueno, rico y tonto: lo que 
										ciertamente no es modelo de la 
										perfección humana. 
										 
										CAPÍTULO XXII  
										 
										Algunas condiciones fundamentales en 
										toda organización social  
										 
										175. El poder público tiene dos 
										funciones: proteger y fomentar: la 
										protección consiste en evitar y reprimir 
										el mal; el fomento, en promover el bien. 
										Antes de fomentar, debe proteger: no 
										puede hacer el bien, si no empieza por 
										evitar el mal. Esto último es más fácil 
										que lo primero; porque el mal, en cuanto 
										perturba el orden de una manera 
										violenta, tiene caracteres fijos, 
										inequívocos, que guían para la 
										aplicación del remedio. Todavía no se 
										sabe con certeza cuáles son los medios 
										más a propósito para multiplicar la 
										población: es decir, que es un misterio 
										el fomento de la vida; pero no lo es su 
										destrucción violenta: el homicidio no da 
										lugar a equivocaciones. La producción y 
										distribución de la riqueza es un fin 
										económico, para el cual no siempre se 
										han conocido los medios, ni se conocen 
										del todo ahora; pero la destrucción de 
										la riqueza es una cosa palpable: desde 
										el origen de las sociedades se ha 
										castigado a los incendiarios. Los medios 
										de adquirir una propiedad pueden estar 
										sujetos a dudas; pero no lo está el 
										despojo que el ladrón comete en un 
										camino, o asaltando una casa. 
										 
										176. Sin embargo, ni aun en las 
										funciones protectoras son siempre tan 
										claros los deberes del poder público, 
										como en los ejemplos aducidos; porque la 
										protección, no sólo se encamina a 
										impedir la violencia, sino también todo 
										aquello que de un modo u otro ataca el 
										derecho, lo cual produce dificultades y 
										complicaciones. A primera vista parece 
										que la sociedad política debe 
										considerarse como otra cualquiera, en 
										que cada miembro lleva su caudal, para 
										percibir su ganancia o exponerse a la 
										pérdida; pero en esta comparación no hay 
										cumplida exactitud; pues que algunos de 
										los derechos principales, entre ellos el 
										de propiedad, si preexisten en algún 
										modo a la organización social, se hallan 
										en un estado muy imperfecto. Así hay 
										muchas cosas en la sociedad que el 
										individuo no lleva a ella, sino que 
										nacen de la misma; por lo cual es 
										necesario prescindir de la comparación, 
										y dar a la ciencia del derecho público 
										una base más ancha, cual es la que llevo 
										indicada (174) El hombre individual 
										tiene el deber de conservar la vida y la 
										salud, de atender a sus necesidades, y 
										desenvolver sus facultades en el orden 
										físico, intelectual y moral, con arreglo 
										al dictamen de la razón, reflejo de la 
										ley eterna. Estos objetos no puede 
										alcanzarlos viviendo enteramente solo, y 
										así necesita reunirse con otros para el 
										auxilio común. Esta asociación, de la 
										cual resultan tantos bienes (cap. XX), 
										ofrece, sin embargo, el inconveniente de 
										limitar en ciertos puntos ese mismo 
										desarrollo, porque, obrando 
										simultáneamente las facultades de los 
										asociados, la extensión del ejercicio de 
										las de uno es un obstáculo para la 
										dilatación de las del otro. 
										 
										Un sistema de ruedas en una máquina 
										produce efectos a que no alcanzaría una 
										sola: hay más fuerza, más regularidad, 
										mejor aplicación del impulso, más 
										garantías de duración; pero estas 
										ventajas no se consiguen, sin que cada 
										rueda pierda, por decirlo así, una parte 
										de su libertad, pues que, para concurrir 
										al fin, es necesario que todas se 
										subordinen a las condiciones del sistema 
										general. 
										 
										177. Ni la protección ni el fomento 
										pueden realizarse sino bajo ciertas 
										condiciones que limitan en algún modo la 
										libertad individual; limitación que se 
										compensa abundantemente con los 
										beneficios que de ella dimanan. Las 
										condiciones fundamentales de la 
										organización social re harán palpables 
										con algunas explicaciones. 
										 
										Si el hombre viviera solo, atendería a 
										sus necesidades echando mano de los 
										medios que le ofreciese la naturaleza; 
										cogería el fruto del primer árbol que le 
										ocurriera; se guarecería en las cuevas 
										donde hallase más comodidades; o, si 
										levantase alguna choza, elegiría el 
										sitio y la forma de la construcción 
										según sus necesidades y capricho. El 
										mundo sería suyo: y la posesión y el 
										usufructo no conocerían más límite que 
										el de sus fuerzas. Desde el momento que 
										el hombre se reúne con otros, esta 
										libertad se hace imposible: si todos 
										conservasen el derecho a todo, 
										resultaría que nadie tendría derecho a 
										nada. 
										 
										Si en un paseo público se halla una 
										persona sola, podrá disfrutarle de la 
										manera que bien le pareciere, andando de 
										prisa o despacio, tomando la dirección 
										que se le antoje, variándola con 
										frecuencia y según cuadre a sus 
										caprichos. Todo el paseo es suyo, sin 
										más limitación que sus fuerzas. Llega 
										otra persona: la libertad ya se 
										restringe: porque es claro que ninguna 
										de las dos puede echar a correr por 
										donde se halla la otra, tropezando con 
										ella y lastimándola. Van acudiendo 
										otros, y la libertad se va restringiendo 
										más, a proporción que el número se 
										aumenta; hasta que, si el paseo se 
										llena, es indispensable mucho orden para 
										que no resulte la mayor confusión. Si, 
										estando muy concurrido, unos van hacia 
										delante otros hacia atrás, unos cruzan 
										en direcciones perpendiculares, otros en 
										diagonales, sin cuidarse nadie del 
										vecino, sino tomando cada cual la 
										primera que le ocurre, el resultado será 
										formarse un remolino de gentes que se 
										sofocarán, y ni siquiera podrán andar. 
										¿Cuál es el medio de conservar el orden 
										y la posible libertad para todos? El 
										quitar un poco de libertad a cada uno, 
										subordinando su paseo a las necesidades 
										del orden general. Si los que van toman 
										la derecha, y los que vienen la 
										izquierda, y los que quieren atravesar 
										lo hacen sólo en puntos determinados, 
										donde el paseo tenga más anchura, 
										resultará que, por mucha que sea la 
										gente, habrá orden, todos andarán, todos 
										disfrutarán del paseo con la libertad 
										posible, atendido lo numeroso de la 
										concurrencia. He aquí uno de los hechos 
										fundamentales de la organización social; 
										restringir la libertad individual lo 
										necesario para mantener el orden 
										público, y la justa libertad de todos. 
										 
										El labrador que cultiva un campo, en 
										cuyos alrededores no hay propiedades de 
										otro, será libre de dirigir por donde le 
										pareciere las aguas que le sobran; de lo 
										contrario, no podrá dirigirlas de modo 
										que vayan a parar a campos ajenos, 
										inundándolos, y causando así grave 
										perjuicio. La propiedad del uno 
										restringe, pues, la libertad del otro: 
										siendo todos los hombres propietarios de 
										algo, tienen su libertad limitada por la 
										propiedad de los demás. 
										 
										178. Por esta doctrina se puede apreciar 
										en su justo valor la profundidad de los 
										que hablan de la libertad individual, 
										como de una cosa absoluta, a que no es 
										lícito tocar sin una especie de 
										sacrilegio: creen emitir una observación 
										filosófica, y en la realidad dicen un 
										solemne despropósito. La libertad 
										individual absoluta es imposible en 
										cualquiera organización social; los que 
										la proclaman, es necesario que empiecen 
										por descomponerlo todo, dispersando a 
										los hombres por los bosques, para que 
										vivan como las fieras. 
										 
										CAPÍTULO XXIII  
										 
										DERECHO DE PROPIEDAD  
										 
										SECCIÓN I Estado, importancia y 
										dificultades de la cuestión  
										 
										179. La propiedad, tomada esta palabra 
										en su acepción más general, es la 
										pertenencia de un objeto a un sujeto, 
										asegurada por la ley. 
										 
										Si esta ley es natural, la propiedad 
										será natural; si positiva, positiva. En 
										el primer sentido, podremos decir que el 
										hombre es propietario de sus facultades 
										intelectuales, morales y físicas; porque 
										la ley natural le garantiza esta 
										pertenencia, de suerte que infringe la 
										ley quien le perturba en el uso de 
										ellas. Ya se entiende que aquí se habla 
										de propiedad, sólo en cuanto se refiere 
										a los demás hombres, pues que, 
										considerando al individuo con relación a 
										Dios, esta propiedad no es más que un 
										usufructo, y en esto hemos fundado una 
										de las razones que prueban la 
										inmoralidad del suicidio (capítulo XV, 
										sección V) La muchedumbre y variedad de 
										las relaciones sociales producen 
										complicaciones difíciles en la 
										adquisición y conservación de la 
										propiedad; y la jurisprudencia halla un 
										vasto campo donde explayarse, combinando 
										los principios de justicia y equidad con 
										la conveniencia pública. Dejando la 
										parte que no corresponde a la filosofía 
										moral, nos limitaremos a fijar los 
										principios generales que rigen en esta 
										materia, empezando por examinar los 
										cimientos en que estriba el derecho de 
										propiedad. 
										 
										180. ¿En qué se funda el derecho de 
										propiedad? ¿Por qué unas cosas 
										pertenecen a un individuo con exclusión 
										de los demás? ¿Por qué no tienen todos 
										derecho a todo?  
										 
										En la actualidad es más necesario que en 
										otros tiempos el estudiar a fondo el 
										principio del derecho de propiedad, 
										porque se halla vivamente combatido por 
										escuelas disolventes, y amenazado por 
										sectas audaces, que probablemente 
										causarán profundas revoluciones en el 
										porvenir de las sociedades modernas. 
										 
										181. El derecho de propiedad ¿puede 
										fundarse en el “solo” trabajo 
										“individual” empleado para la 
										adquisición de un objeto? No. A un mismo 
										tiempo nacen dos niños: el uno no tiene 
										más amparo que un hospicio; el otro es 
										dueño, de inmensas riquezas; y, no 
										obstante, el segundo no ha podido 
										trabajar más que el primero; ambos 
										acababan de ver la luz. 
										 
										182. ¿Puede acaso fundarse el derecho de 
										propiedad en las necesidades que se han 
										de satisfacer? No. De lo contrario, 
										sería de derecho la distribución de todo 
										por partes iguales; porque en el orden 
										natural, todos los hombres tienen 
										idénticas necesidades, y las diferencias 
										que resultan sólo serían relativas a las 
										cualidades físicas de cada uno: por 
										ejemplo, el ser más o menos comedor o 
										bebedor, el sentir más o menos el calor 
										o el frío. En este supuesto, no podrían 
										entrar en consideración las necesidades 
										facticias, porque en ellas la 
										desigualdad resulta de la riqueza, y, 
										por lo tanto, de un hecho que, en tal 
										caso, sería contrario al principio del 
										supuesto derecho. 
										 
										183. El trabajo “personal” en la 
										adquisición explica en algún modo la 
										propiedad en sus primeros pasos, pero no 
										en su complicación, tal como se presenta 
										en las sociedades, por poco adelantadas 
										que se hallen. El salvaje que mata una 
										fiera, es propietario de ella, y el 
										derecho a alimentarse de su carne y 
										cubrirse con su piel, se funda en el 
										trabajo que le ha costado el adquirirla. 
										En un bosque de árboles frutales, cada 
										salvaje es propietario de lo que 
										necesita para saciar el hambre; este 
										derecho se funda en las mismas 
										necesidades que ha de satisfacer; y se 
										aplica a una fruta especial, por sólo el 
										trabajo de cogerla. 
										 
										184. Pero, esta sencillez del derecho de 
										propiedad dura muy poco; no se conserva 
										ni entre las hordas errantes. El salvaje 
										propietario de la piel de la fiera, 
										quiere trasmitirla a otro; aquí ya 
										encontramos un nuevo título; el segundo 
										ya no la posee por su trabajo, sino por 
										donación. El salvaje, antes de morir, 
										lega a sus hijos o parientes las pieles 
										que posee: aquí hallamos un título 
										nuevo, la sucesión. Todavía en estos 
										títulos vemos un objeto: la satisfacción 
										de las necesidades de los individuos a 
										quienes se transmite la propiedad; pero 
										ésta puede tomar un aspecto nuevo: el 
										dueño establece que desde la muerte de 
										uno de sus sucesores, posea el otro que 
										él determina: aquí hallamos la propiedad 
										limitada por el difunto; éste continúa 
										en cierto modo dominándola, pues que 
										arregla las transmisiones sucesivas. Aun 
										puede esforzarse más la dificultad: el 
										difunto no ha querido que nadie poseyese 
										su propiedad, sino que se la conservase 
										como un recuerdo de la habilidad y 
										osadía del cazador, aquí continúa su 
										dominio después de la muerte, pues que 
										excluye la posibilidad de que otro se 
										haga propietario. 
										 
										185. ¿En qué se fundan estos derechos? 
										¿Por qué se han introducido en la 
										sociedad? ¿cuál es su límite? ¿cuáles 
										son las facultades, del poder público 
										para ampliarlos, restringirlos o 
										modificarlos? He aquí unas cuestiones 
										que afectan profundamente a la 
										organización social, y de que depende la 
										mayor parte de la legislación civil. 
										 
										El derecho de propiedad no se comprende 
										bien, si no se le abarca en todas sus 
										relaciones; los puntos de vista 
										incompletos, conducen a resultados 
										desastrosos. En pocas materiales acarrea 
										errores más trascendentales un método 
										exclusivo; éste es un conjunto cuyas 
										partes no se pueden separar sin que se 
										destrocen. En el derecho de propiedad se 
										combinan los eternos principios de la 
										moral, con las necesidades individuales, 
										domésticas y públicas, y con miras 
										económicas; y también con el fin de 
										evitar el que la sociedad esté entregada 
										a una turbación continua. 
										 
										Examinemos estos elementos y veamos la 
										parte que a cada uno corresponde. 
										 
										SECCIÓN II El Principio fundamental del 
										derecho de propiedad es el trabajo  
										 
										186. Suponiendo que no haya todavía 
										propiedad alguna, claro es que el título 
										más justo para su adquisición, es el 
										trabajo empleado en la producción o 
										formación de un objeto. Un árbol que 
										está en la orilla de mar, en un país de 
										salvajes, no es propiedad de nadie; 
										pero, si uno de ellos le derriba, le 
										ahueca, y hace de él una canoa para 
										navegar, ¿cabe título más justo para que 
										le pertenezca al salvaje marino la 
										propiedad de su tosca nave? Este derecho 
										se funda en la misma naturaleza de las 
										cosas. El árbol, antes de ser trabajado, 
										no pertenecía a nadie; pero ahora no es 
										el árbol propiamente dicho, sino un 
										objeto nuevo; sobre la materia, que es 
										la madera, está la forma de canoa; y el 
										valor que tiene para las necesidades de 
										la navegación, es efecto del trabajo: 
										representa las fatigas, las privaciones, 
										el sudor del que lo ha construido; y así 
										la propiedad, en este caso, es una 
										especie de continuación de la propiedad 
										de las facultades empleadas en la 
										construcción. 
										 
										El Autor de la naturaleza ha querido 
										sujetarnos al trabajo; pero este trabajo 
										debe sernos útil; de lo contrario, no 
										tendría objeto. La utilidad no se 
										realizaría si el fruto del trabajo no 
										fuese de pertenencia del trabajador; 
										siendo todo de todos, igual derecho 
										tendría el laborioso que el indolente; 
										las fatigas no hallarían recompensa y 
										así faltaría el estímulo para trabajar. 
										 
										Luego el trabajo es un título natural 
										para la propiedad del fruto del mismo; y 
										la legislación que no respete este 
										principio, es intrínsecamente injusta. 
										 
										187. La ocupación o aprehensión, que 
										suele contarse entre los títulos de 
										adquisición de propiedad, se reduce a la 
										del trabajo, pues que toda ocupación 
										supone una acción en quien se apodera de 
										la cosa. Así es que esta propiedad se 
										extiende, según las huellas que deja en 
										lo ocupado el trabajo del ocupante. En 
										una tierra que no fuera propiedad de 
										nadie, no bastaría para adquirirla el 
										que uno se presentase en ella y dijese: 
										“es mía”, ni tampoco el que la 
										recorriese en todas direcciones. 
										 
										No sería justo su dominio, ni tendría 
										derecho a excluir a los otros, sino 
										cuando la hubiese mejorado; por ejemplo, 
										labrándola, cercándola con un vallado 
										que asegurase la conservación del fruto, 
										o acarreándole agua y disponiendo los 
										surcos para regarla. 
										 
										SECCIÓN III Cómo el principio del 
										trabajo se aplica a las transmisiones 
										gratuitas 
										 
										188. El individuo no limita sus 
										afecciones a sí propio; las extiende a 
										sus semejantes; y muy particularmente a 
										su mujer, hijos y parientes. Cuando 
										trabaja, no busca solamente su utilidad, 
										sino también la de las personas que ama, 
										y que dependen de él, a cuyo bienestar 
										puede contribuir. Esto se funda en los 
										más íntimos sentimientos del corazón; y 
										la aplicación del fruto del trabajo del 
										hombre a la utilidad de las personas de 
										quienes debe cuidar el operario, es una 
										condición indispensable para la 
										conservación de las familias. Luego el 
										que los bienes del padre pasen a los 
										hijos es un principio de derecho 
										natural, que no se puede contrariar sin 
										cegar en su origen el amor al trabajo, y 
										perturbar las relaciones de la sociedad 
										doméstica. 
										 
										189. La transmisión de los bienes a los 
										descendientes, ascendientes y 
										colaterales es una aplicación del mismo 
										principio; la ley sigue la dirección de 
										las afecciones del propietario; 
										garantiza la propiedad transmitida, en 
										el mismo orden que supone a las 
										afecciones del dueño; y no considera 
										extinguido el derecho, hasta que supone 
										haber llegado al límite de la afección. 
										 
										El hombre no tiene solamente las 
										afecciones de familia; las 
										circunstancias le crean muchas otras; y, 
										aun prescindiendo de los sentimientos, 
										su libre voluntad se propone objetos a 
										cuya consecución dedica el fruto de su 
										trabajo, el respeto, la admiración, le 
										ligan con ciertas personas fuera del 
										círculo de su parentela; o le hacen 
										distinguir entre los individuos de ella, 
										dando a unos preferencia sobre otros, 
										sin atenerse a la rigurosa escala de 
										mayor o menor proximidad. Miras de 
										utilidad pública, el deseo de perpetuar 
										su nombre, u otros fines, hacen que 
										quiera aplicar a un establecimiento, a 
										una obra, una parte de sus bienes. En 
										todos estos casos media la voluntad del 
										propietario; y es digna de respeto por 
										motivos de equidad y de conveniencia. 
										Cuanto más se respete esta voluntad, más 
										estímulo tiene el hombre para trabajar; 
										pues que, inclinado a pensar ama, siente 
										que sus fuerzas se enervan y su actitud 
										decae, tan pronto como ve señalado un 
										límite a la libre disposición de lo que 
										adquiere con su trabajo. De aquí dimanan 
										la justicia y la conveniencia de 
										respetar las donaciones y los 
										testamentos, esto es, las transmisiones 
										que del fruto de su trabajo hace el 
										hombre durante su vida, o para después 
										de su muerte. 
										 
										190. Tenemos, pues, que el principio 
										fundamental de la propiedad, considerada 
										en la región del derecho, es el trabajo; 
										y que las transmisiones de ella, 
										reconocidas y sancionadas por la ley, 
										vienen a ser un continuo tributo que 
										pagan las leyes al trabajo del primer 
										poseedor. Este luminoso principio 
										manifiesta cuán sagrado es el derecho de 
										propiedad, y con cuánta circunspección 
										debe procederse en todo cuanto la afecta 
										de cerca o de lejos; pero también enseña 
										cuán mal uso harían de sus riquezas los 
										que, habiéndolas heredado de otro, no 
										las empleasen para el bien de sus 
										semejantes, y consumieran en la 
										indolencia el fruto de la actividad del 
										primer poseedor, valiéndose de la 
										protección de la ley para contrariar el 
										fin de la misma ley. 
										 
										SECCIÓN IV Cómo el principio del trabajo 
										se aplica a las transmisiones no 
										gratuitas  
										 
										191. La transmisión de la propiedad no 
										siempre es gratuita; a veces no hay más 
										que un cambio: se transmite la una para 
										adquirir la otra. El comprador transmite 
										al vendedor la propiedad del dinero; 
										pero es con la mira y la condición de 
										adquirir la propiedad del objeto 
										comprado. Como toda propiedad se funda 
										primitivamente en el trabajo, resulta 
										que todos los cambios entre los hombres 
										se reducen a cambiar una cantidad de 
										trabajo. El cultivador da a sus 
										operarios el alimento y el vestido, los 
										cuales le han costado a él o a sus 
										mayores un trabajo físico o intelectual; 
										pero es en cambio del trabajo que los 
										jornaleros le han hecho, y cuyo valor 
										permanece en la tierra, mejorada con 
										labranza. 
										 
										Supongamos que el pago del jornal se 
										hace en dinero; éste no lo ha adquirido 
										el dueño sin trabajo suyo o de los 
										suyos; cuando les da, pues, el dinero, 
										les da el fruto de un trabajo. Los 
										jornaleros con el dinero adquieren lo 
										necesario para su manutención; es decir, 
										que llevan en el dinero un signo del 
										trabajo que han hecho para otro; de 
										manera que la moneda viene a ser un 
										signo de una serie de trabajos en todas 
										las manos por las que va pasando. Es un 
										valor fácil de manejar que los hombres 
										han adoptado por signo general; y se han 
										empleado metales preciosos, con el fin 
										de que sea más difícil adulterarle, y de 
										que el trabajo esté garantido en el 
										mismo valor intrínseco del signo que 
										representa. Esto me conduce a decir dos 
										palabras sobre un punto que ha servido 
										de tema a muchas declamaciones. 
										 
										SECCIÓN V La usura  
										 
										192. Siendo el trabajo el origen 
										primitivo de la propiedad, se echa de 
										ver cuánta justicia, cuán profunda 
										sabiduría, cuánta previsión, cuánto 
										caudal de economía política se encierra 
										en la ley moral que prohíbe las 
										adquisiciones sin trabajo: los que han 
										combatido la prohibición de la usura, se 
										han acreditado de muy superficiales, 
										porque la usura no se refiere 
										precisamente al interés del dinero; su 
										principio fundamental es el siguiente: 
										No se puede exigir un fruto de aquello 
										que no lo produce. 
										 
										193. Bien mirada, pues, la prohibición 
										de la usura, es una ley para impedir que 
										los ricos vivan a expensas de los 
										pobres, y los que no trabajan abusen de 
										su posición para aprovecharse del sudor 
										de los que trabajan. 
										 
										Desde este punto de vista, y sabiendo 
										hacer las aplicaciones debidas, se puede 
										responder a todas las dificultades, 
										inclusas las que resultan de la nueva 
										organización industrial y mercantil, en 
										que han adquirido especial importancia 
										los valores monetarios en metálico o en 
										papel. 
										 
										CAPÍTULO XXIV  
										 
										La sociedad en sus relaciones con la 
										moral y la religión  
										 
										194. Resulta de la doctrina precedente 
										que la seguridad personal, y el respeto 
										a la propiedad, son los objetos 
										preferentes de la sociedad en cuanto 
										protege; la parte que le incumbe en 
										cuanto fomenta, no pertenece a la 
										filosofía moral sino en lo que puede 
										rozarse con los principios morales. Me 
										contentaré, pues, con breves 
										indicaciones. 
										 
										195. A juzgar por la doctrina de algunos 
										publicistas, la sociedad civil debe ser 
										del todo indiferente a cuanto no 
										pertenezca, o al bienestar material, o 
										al desarrollo de las ciencias y de las 
										artes. Para ellos el adelanto de los 
										pueblos es el aumento de su riqueza; y 
										el término de su perfección, la 
										abundancia de goces materiales, 
										fomentados y refinados por las bellas 
										artes, y adornados con el esplendor de 
										las ciencias, como la luz de antorchas 
										que brillan alrededor de un festín. 
										Formarse semejantes ideas de la 
										perfección social, es desconocer la 
										dignidad de la naturaleza humana, y 
										olvidarse de su elevado destino, aun en 
										lo tocante a su vida sobre la tierra. 
										Claro es que los deberes de la potestad 
										civil no deben confundirse con los de la 
										religiosa, y que no se ha de pretender 
										que le incumba el cuidar del hombre 
										interior, cuando puede influir 
										únicamente sobre el exterior; pero de 
										aquí a deducir que la sociedad haya de 
										ser atea en religión y epicúrea en 
										moral, va una distancia inmensa que no 
										es lícito salvar. Si se postergan en el 
										orden civil los deberes morales, 
										considerando al derecho como un simple 
										medio de organización externa, se mina 
										por la base el mismo edificio que se 
										quiere consolidar. Las relaciones 
										sociales se simplifican en apariencia; 
										pero en la realidad se la complica 
										espantosamente, porque no hay 
										complicaciones peores que las que surgen 
										de las entrañas de un pueblo corrompido. 
										 
										196. El derecho civil, considerado como 
										un simple medio de organización, y sin 
										relación alguna a los principios 
										morales, es un cuerpo sin alma, una 
										máquina que ejerce sus funciones por la 
										pura fuerza, y cuyos movimientos se 
										paran desde el instante en que cesa de 
										recibir el impulso externo. El derecho, 
										siendo la vida de la sociedad civil, no 
										puede ser una cosa muerta; que, si lo 
										fuera, sería incapaz de vivificar el 
										cuerpo social: sería una regla de 
										administración, sin más resguardo que un 
										escudo: las leyes penales. 
										 
										El legislador no puede nunca perder de 
										vista que la legitimidad no es sinónimo 
										de legalidad externa; y que las leyes, 
										para ser respetadas, necesitan de algo 
										más que los procedimientos con que se 
										forman, y las penas con que se 
										sancionan. A los ojos del género humano, 
										sólo es respetable lo justo; y las leyes 
										dejan de ser leyes cuando no son justas; 
										y pierden el carácter de justas cuando, 
										aunque entrañen justicia, no son 
										presentadas sino como medios externos 
										que no tiene más principio que el de la 
										utilidad, ni más sanción que la fuerza. 
										Esta utilidad misma es bien pronto 
										disputada merced a la variedad de 
										aspectos ofrecidos por las relaciones 
										sociales; y esta fuerza es bien pronto 
										vencida, porque nada pueden unos pocos 
										que gobiernan, contra los muchos que 
										obedecen, cuando éstos no quieren 
										continuar en la obediencia. A los 
										hombres se los debe atraer por la 
										esperanza del bien, y contenerlos por el 
										temor del mal; es cierto; pero ambas 
										cosas han de estar dominadas por las 
										ideas de justicia y moralidad, sin las 
										que las acciones humanas se reducen a 
										operaciones de especulación en que cada 
										cual discurre a su modo, y acomete unas 
										u otras según las probabilidades de buen 
										o mal resultado. Entonces el dique 
										contra el mal es la intimidación; y el 
										fomento del bien, los medios de 
										corrupción; es decir, que la sociedad se 
										mueve por los dos resortes más bajos: el 
										egoísmo y el miedo. 
										 
										No, no es así como deben organizarse las 
										sociedades: esto equivale a depositar en 
										su corazón un germen de muerte, que se 
										desenvuelve con tanta mayor rapidez, 
										cuanto son mayores los adelantos de las 
										ciencias y las artes, y más copiosos y 
										refinados los goces sensibles. La 
										sociedad, compuesta de hombres, 
										gobernada por hombres, ordenada al bien 
										de los hombres, no puede estar regida 
										por principios contradictorios a los que 
										rigen al hombre. Este no alcanza su 
										perfección con sólo desenvolver sus 
										facultades intelectuales, y 
										proporcionarse bienestar material; por 
										el contrario, si, alcanzando ambas 
										cosas, está falto de moralidad, su 
										depravación es todavía mayor; y, lejos 
										de que los goces le hagan feliz su vida 
										devorada por la sed de los placeres, o 
										gastada por el cansancio y fastidio, es 
										una continua alternativa entre la 
										exaltación del frenesí y la postración 
										del tedio, y en lugar de la dicha que 
										busca, encuentra un manantial de 
										sinsabores, y padecimientos. 
										 
										197. La naturaleza del hombre y la sana 
										razón están, pues, enseñando que la 
										moral es un verdadero y muy grande 
										interés público: y que se le debiera 
										colocar en primera línea, siquiera por 
										los bienes que produce y los desastres 
										que evita. Pero conviene advertir que la 
										moral, aunque altamente “útil”, no 
										quiere ser tratada como un objeto de 
										mera utilidad; quiere que se la respete, 
										se la ame, por lo que es en sí; y que 
										los saludables efectos, sí bien se 
										esperen de ella con entera seguridad no 
										se le prefijen, como a una máquina los 
										productos de elaboración. 
										 
										Cuando se empieza por ensalzar a la 
										moral sólo como cosa conveniente, el 
										discurso pierde su fuerza; la cuestión 
										se reduce a cálculo, en cuyo caso los 
										hombres no están dispuestos a escuchar 
										exhortaciones a la virtud. Mucho más se 
										daña a la moral si se la proclama como 
										un medio de dirigir las masas, 
										“supliendo” con la moralidad la 
										ignorancia del mayor número: esto 
										equivale a predicar la inmoralidad, 
										porque interesa en favor de ella una de 
										las pasiones más poderosas del hombre: 
										el orgullo. Desde el momento en que la 
										moral no sea más que la regla del vulgo 
										necio, nadie querrá ser moral, para no 
										llevar la humillante nota de ignorancia 
										y necedad. 
										 
										198. Lo que se dice de la moral, puede 
										aplicarse a la religión: proclamada como 
										un hecho de mera conveniencia, como un 
										medio de gobierno para los ignorantes, 
										pierde su augusto carácter: deja de ser 
										una voz del cielo, y se convierte en un 
										ardid de los astutos para dominar a los 
										tontos. La religión produce 
										indudablemente bienes inmensos a la 
										sociedad, hasta en el orden puramente 
										civil; contribuye poderosamente para 
										fortalecer la autoridad pública y hacer 
										dóciles y razonables a los pueblos; 
										suple la falta de conocimientos del 
										mayor número, porque ella por sí sola es 
										ya muy alta sabiduría; templa las 
										pasiones de la multitud con su 
										influencia suave, su bondad encantadora, 
										sus inefables consuelos, sus sublimes 
										verdades, sus pensamientos de eternidad; 
										mas para esto necesita ser lo que es: 
										ser religión, ser cosa divina, no 
										humana; ser un objeto de veneración, no 
										un medio de gobierno. 
										 
										199. ¡Qué horror! ¡qué ceguera! ¡mirar a 
										la religión y a la moral como resortes 
										solo adaptados a la ignorancia, a la 
										pobreza y a la debilidad! ¿Acaso los 
										diques han de ser menos fuertes, a 
										proporción que es mayor el ímpetu de las 
										aguas? ¿Por ventura el caballo necesita 
										menos del freno cuanto es más indócil y 
										brioso? Las luces sin moral son fuego 
										que devasta; la riqueza sin moral es un 
										incentivo de corrupción. El poder sin 
										moral se convierte en tiranía. Las 
										luces, la riqueza, el poder, si les 
										falta la moral, son un triple origen de 
										calamidades. La inmoralidad impele por 
										el camino del mal, la luz y la riqueza 
										multiplican los medios; el poder allana 
										todos los obstáculos: ¿se concibe acaso 
										un monstruo más horrible que el que 
										desea el mal con ardor, y lo sabe 
										ejecutar de mil maneras, y dispone de 
										recursos de todas clases, y domina todas 
										las resistencias? No, no es verdad que 
										la religión y la moral sean únicamente 
										para el pobre y desvalido: no, no es 
										verdad que la religión y la moral no 
										deben penetrar en la mansión del rico y 
										del poderoso. La choza del pobre sin 
										moral, es un objeto repugnante, pero 
										inspira más lástima que indignación; el 
										palacio del magnate, con el cortejo de 
										la inmoralidad, es un objeto horrible: 
										el oro, la pedrería, la misma púrpura, 
										no bastan a ocultar la asquerosa fealdad 
										de la corrupción, como ni los aromas, ni 
										el esplendoroso aparato, ni las 
										preciosas colgaduras, ni los ricos 
										vestidos, son suficientes a disminuir el 
										horror de un cadáver pestilente. La 
										religión y la inmoralidad, cuando están 
										abajo, despiden un vapor mortífero que 
										mata al poder público; y, cuando están 
										arriba, son una lluvia de fuego que todo 
										lo convierte en polvo y ceniza. 
										 
										CAPÍTULO XXV  
										 
										La ley civil  
										 
										200. A la luz de los principios 
										establecidos, y explicado ya en qué 
										consisten la ley eterna y la natural, al 
										tratar del origen y esencia de la 
										moralidad, podremos formarnos ideas 
										claras sobre la ley civil. 
										 
										La ley, ha dicho con admirable concisión 
										y sabiduría Santo Tomás, es “una 
										ordenación de la razón, dirigida al bien 
										común, promulgada por el que tiene el 
										cuidado de la comunidad”. “Rationis 
										ordinatio, ad bonum commune, ab eo qui 
										curam communitatis habet promulgata”. 
										 
										201. Ordenación de la razón: “Rationis 
										ordinatio” Los seres racionales deben 
										ser gobernados por la razón, no por la 
										voluntad del que manda. La voluntad, sin 
										la razón, es pasión o capricho; y el 
										capricho o la pasión gobernando, son 
										arbitrariedad y tiranía. Y nótese aquí 
										la profundidad filosófica que se 
										encierra en el lenguaje común: 
										arbitrariedad se llama al procedimiento 
										ilegal del gobernante: consignándose en 
										esta expresión la verdad de que en 
										gobierno no ha de procederse por 
										voluntad o “arbitrio”, sino por razón. 
										 
										La moral, no sólo pertenece a la razón, 
										sino que constituye una parte de su 
										esencia; y es, además, su complemento, 
										su perfección, su ornato. Cuando, pues, 
										se dice, ordenación de la razón, se 
										entiende también ordenación conforme a 
										los eternos principios de la moral; las 
										leyes intrínsecamente inmorales no son 
										leyes, son crímenes; no favorecen a la 
										sociedad, la pervierten o la hunden: no 
										producen obligación, no merecen 
										obediencia; basta que, sin obedecerlas, 
										se las oiga promulgar con paciencia. 
										 
										Decir que toda la ley, por sólo ser 
										formada, es ley y obligatoria, es 
										arruinar los fundamentos de la moral, es 
										contradecir al sentido común, es borrar 
										la historia, es mentir a la humanidad, 
										es proclamar la tiranía, es legitimar el 
										crimen. ¿Qué otras adulaciones desearon 
										Tiberio y Nerón, y cuantos tiranos han 
										devastado la faz de la tierra, costando 
										a la humanidad torrentes de sangre y de 
										lágrimas? Esto no es fortalecer la 
										autoridad pública, es matarla; a ella se 
										la conduele al abuso de sus 
										atribuciones, y a los pueblos se les 
										viene a decir: “estáis condenados a 
										obedecer cuanto se os mande, siquiera 
										sea lo más injusto e inmoral” ¡Ay del 
										día en que se hablase a los pueblos con 
										este lenguaje sacrílego! Desde entonces 
										se considerarían en peligro de ser 
										víctimas de la tiranía, y su paciencia 
										se acabaría tan pronto como tuviesen 
										medios para sacudir el yugo. 
										 
										202. Dirigida al bien común: “ad bonum 
										commune”. El cimiento de la ley es la 
										justicia; su objeto, el bien común. Las 
										leyes no deben hacerse para la utilidad 
										de los gobernantes, sino de los 
										gobernados: los pueblos no son para los 
										gobiernos; los gobiernos son para los 
										pueblos. 
										 
										Cuando el que gobierna atiende a su 
										utilidad propia y olvida la pública, es 
										tirano; y, aunque su autoridad sea 
										legítima, el uso que de ella hace es 
										tiránico. En esto no cabe excepción de 
										ninguna clase: toda ley, sea la que 
										fuere, debe estar encaminada a la 
										utilidad pública; si le falta esta 
										condición, no merece el nombre de ley. 
										(Véanse los capítulos XVIII y XXV) 
										 
										203. Las leyes pueden distinguir 
										favorablemente a ciertos individuos y 
										clases determinadas; pero esta 
										distinción ha de ser por motivos de 
										utilidad general: si este motivo le 
										faltase, sería injusta; porque los 
										hombres, así como no son patrimonio del 
										gobierno, no lo son tampoco de clase 
										alguna. La aristocracia de diversas 
										especies que hallamos en la historia de 
										las naciones, tenía este objeto; y, 
										cuando se ha desviado de él, ha 
										perecido. Las distinciones y 
										preeminencias que se otorgan a los 
										individuos y a las clases, no son 
										títulos dispensados para nutrir el 
										orgullo y complacer a la vanidad; cuanta 
										más elevación, mayores obligaciones. Las 
										clases más altas tienen el deber de 
										emplear sus ventajas y preponderancia en 
										bien de las inferiores: cuando así lo 
										hacen, no dispensan una gracia, cumplen 
										un deber; si lo olvida, su altura deja 
										de ser conveniente; la ley que la 
										protege, pierde su vida, que consistía 
										en la razón de conveniencia pública que 
										justificaba la elevación; y bien pronto 
										la Providencia cuida de restablecer el 
										equilibrio, dejando que se desencadenen 
										las tempestades, y dispersen como un 
										puñado de polvo la obra de los siglos. 
										 
										204. “Promulgata”. La ley no conocida no 
										obliga, y no puede ser conocida, si no 
										está promulgada. Los actos morales 
										necesitan libertad; y ésta supone el 
										conocimiento. 
										 
										205. Por el que tiene el cuidado de la 
										sociedad. “Ab eo qui curam communitatis 
										habet”. La ley debe emanar del poder 
										público. Sea cual fuere la forma en que 
										se halle constituido, monárquico, 
										aristocrático, democrático o mixto, 
										tiene la facultad de legislar, porque 
										sin esto le es imposible llenar sus 
										funciones. Gobernar es dirigir, y no se 
										dirige sin regla; la regla es la ley. 
										 
										206. Es de notar que en esta definición 
										de la ley no entra la idea de fuerza, ni 
										siquiera como pena: su profundo autor 
										creyó, y con razón, que la sanción penal 
										no era esencial a la ley; la pena es el 
										escudo, o, si se quiere, la espada de la 
										ley; mas no pertenece a su esencia. Por 
										el contrario, la pena es una triste 
										necesidad a que apela el legislador para 
										suplir lo que falta a la influencia 
										puramente moral. La legislación más 
										perfecta sería aquella en que no se 
										debiese nunca conminar, por aplicarse a 
										hombres que no necesitasen del temor de 
										la pena para cumplir lo mandado. Cuando 
										el hombre obedece sólo por el temor de 
										la pena, procede como esclavo: compara 
										entre las ventajas de la desobediencia y 
										los males del castigo; y, encontrando 
										que éstos no se compensan con aquellas, 
										opta por la obediencia. Pero, si en vez 
										de obrar por temor obedece por razones 
										puramente morales, porque éste es su 
										deber, porque hace bien, entonces la 
										obediencia le ennoblece; porque, 
										procediendo con entera libertad, con 
										pleno dominio de sí mismo, no se somete 
										al hombre, sino a la ley; y la ley no es 
										para él una regla meramente humana: es 
										un dictamen de la razón y de la 
										justicia, un reflejo de la verdad 
										eterna, una emanación de la santidad y 
										sabiduría infinita. Desde este punto de 
										vista, la ley es de derecho natural y 
										“divino”; y los que han combatido este 
										último epíteto y le han mirado como 
										emblema de esclavitud, debieron de ser 
										bien superficiales cuando no alcanzaron 
										a ver que ésta era la única y sólida 
										garantía de la verdadera libertad. 
										 
										CAPÍTULO XXVI  
										 
										Los tributos  
										 
										207. No es posible gobernar un Estado 
										sin los medios convenientes; de aquí 
										nace la justicia de los tributos. La 
										sociedad protege la vida y los intereses 
										de los asociados; luego éstos deben 
										contribuir en la proporción 
										correspondiente para formar la suma 
										necesaria a los medios de gobierno. 
										 
										208. El modo de exigir los tributos está 
										sujeto a trámites que varían según las 
										leyes y costumbres de los diversos 
										países; pero hay dos máximas de que no 
										se puede nunca prescindir: 1ª, que no es 
										lícito exigir más de lo necesario para 
										el buen gobierno del Estado; 2ª, que la 
										distribución de las cargas debe hacerse 
										en la proporción dictada por la justicia 
										y la equidad. 
										 
										209. Que no se puede exigir más de lo 
										necesario, es indudable. El poder 
										público no es el dueño de las 
										propiedades de los súbditos; cuando 
										éstos le entregan una cierta cantidad, 
										no le pagan una deuda como a dueño, sino 
										que le proporcionan un auxilio para 
										gobernar bien. 
										 
										Si el poder público exige más de lo 
										necesario, merece a los ojos de la sana 
										moral el mismo nombre que se aplica a 
										los que usurpan la propiedad ajena. Este 
										nombre es duro, pero es el propio; 
										agravado más y más por la circunstancia 
										de que quien atropella es el mismo que 
										debiera proteger. 
										 
										210. La equitativa distribución de las 
										cargas es otra máxima fundamental. A más 
										de que a esto obliga la misma fuerza de 
										las cosas, so pena de que, agobiando 
										igualmente al pobre que al rico, se 
										destruyan los pequeños capitales y se 
										vayan segando los manantiales de la 
										riqueza pública, media en ello una 
										poderosa razón de justicia Quien tiene 
										más recibe en la protección un beneficio 
										mayor; por lo mismo que su propiedad es 
										mayor, ocupa en mayor escala la acción 
										protectora del gobierno; y así está 
										obligado a contribuir en mayor cantidad. 
										Permítaseme aclarar la materia con un 
										ejemplo sencillo. De dos propietarios, 
										el uno no tiene más que pocas casas en 
										una calle; el otro posee todo, el resto 
										de ella: si se ha de poner un vigilante 
										para la comodidad y seguridad de la 
										calle, ¿quién duda que deberá contribuir 
										en mayor cantidad el que la posee casi 
										toda? 
										 
										211. Otra máxima fundamental hay en la 
										materia, y que se extiende no sólo a la 
										recaudación e inversión de los tributos, 
										sino también a todo lo concerniente a la 
										gobernación del Estado, cual es, que el 
										poder público no debe ser considerado 
										nunca como un verdadero dueño, ni de los 
										caudales ni de los empleos públicos, 
										sino como un administrador que no puede 
										disponer de nada a su voluntad, sino que 
										debe proceder siempre por razones de 
										utilidad pública, reguladas por la sana 
										moral. 
										 
										Los caudales públicos sólo pueden 
										invertirse en bien del público; los 
										mismos sueldos que se dan a los 
										empleados, no son otra cosa que medios 
										de sostener con decoro las ruedas de la 
										administración. Los empleos no pueden 
										proveerse por otros motivos que los de 
										utilidad pública; quien se aparta de 
										esta regla, dispone de lo que no es 
										suyo: es un verdadero defraudador. Los 
										destinos no deben crearse ni conservarse 
										para ocupar a las personas; por el 
										contrario, la ocupación de éstas no 
										tiene más objeto que el desempeño del 
										destino: cuando los empleos son para los 
										hombres, y no los hombres para los 
										empleos, se invierte el orden, se comete 
										una injusticia; se gastan los caudales 
										de los pueblos, y el acto no es menos 
										inmoral porque se haga en mayor escala, 
										por lo mismo será más grave la 
										responsabilidad. 
										 
										212. Estos son los verdaderos principios 
										de razón, de moral, de justicia, de 
										conveniencia, aplicados al gobierno del 
										Estado. ¡Qué importa el que la miseria y 
										la maldad de los hombres los hayan 
										desconocido con frecuencia! No cesemos 
										por esto de proclamarlos; inculquémoslos 
										una y otra vez: grábense profundamente 
										en la conciencia pública, cuyo poder es 
										siempre grande para evitar males. 
										 
										Cuando haya mucha corrupción, pensemos 
										que sin el freno de la conciencia 
										pública, sería infinitamente mayor; y, 
										así como las miserias y las iniquidades 
										individuales no impiden el que se 
										proclame la moral como regla de la vida 
										privada, las injusticias y los 
										escándalos no deben nunca desalentar 
										para que dejen de proclamarse la moral y 
										la justicia como reglas de la conducta 
										pública. 
										 
										La sinrazón, la injusticia, la 
										inmoralidad, nunca prescriben; nunca 
										adquieren un establecimiento definitivo, 
										siempre tiemblan; y cejan o no avanzan 
										tanto en su carrera, cuando oyen las 
										protestas de la razón, de la justicia y 
										de la moral. 
										 
										CAPÍTULO XXVII  
										 
										Penas y premios  
										 
										213. El orden del universo debe tener 
										medios de ejecución y garantías de 
										duración. El maquinista toma sus 
										precauciones para que su máquina ejerza 
										del modo conveniente las funciones que 
										él se ha propuesto; y, en general, quien 
										desea llegar a un fin, emplea los medios 
										aptos para conseguirlo. En los seres 
										destituidos de libertad, el orden se 
										realiza y mantiene por leyes necesarias; 
										mas éstas no son aplicables cuando se 
										trata de agentes libres. Por lo que es 
										preciso que haya un suplemento de esta 
										necesidad; un medio que, respetando la 
										libertad del agente, garantice la 
										ejecución y conservación del orden. Si 
										así no fuera, el mundo de las 
										inteligencias resultaría de inferior 
										condición al universo corpóreo. Este 
										medio, esta garantía de la ejecución y 
										conservación del orden moral, es la 
										influencia moral por el temor o la 
										esperanza: la pena o el premio. 
										 
										214. Dios ha prescripto a las criaturas 
										el orden que deben observar en su 
										conducta; ellas, en fuerza de su 
										libertad, pueden no ejecutar lo que les 
										está mandado; si suponemos que no hay 
										premio ni pena, la realización y la 
										conservación del orden establecido se 
										halla completamente en manos de la 
										criatura; y el Criador se encuentra, por 
										decirlo así, desarmado, en presencia de 
										un ser libre que le dice: “no quiero”. 
										Esto manifiesta la profunda razón en que 
										estriba la doctrina del premio y del 
										castigo: con estos dos resortes, la 
										voluntad queda libre, pero no sin 
										restricción; para evitar el que diga: 
										“no quiero”, se la halaga con la 
										esperanza del premio, y se la intimida 
										con la amenaza del castigo; y, si ni aun 
										con esto se consigue el impedirlo, y la 
										criatura insiste en decir: “no quiero”, 
										el orden que no se ha podido conservar 
										en la esfera de la libertad, se 
										restablece en la de la necesidad; la 
										pena impuesta al culpable es una 
										compensación del desorden; es una 
										satisfacción tributada al orden moral. 
										 
										215. La pena es un mal aflictivo 
										aplicado al culpable a consecuencia de 
										su culpa. Sus objetos son los 
										siguientes: 1º) Amenazada, es un 
										preventivo de la falta; y, por 
										consiguiente, un medio de realización y 
										conservación del orden moral. 2º) 
										Aplicada, es una reparación del desorden 
										moral y, por tanto, un medio de 
										restablecer el equilibrio perdido. 3º) 
										Una prevención contra ulteriores faltas 
										en el culpable, y una lección para los 
										que presencien el castigo. 
										 
										De aquí resulta que la pena tiene los 
										caracteres de sanción, expiación, 
										corrección y escarmiento. Sanción, en 
										cuanto afianza la ley garantizando su 
										observancia. Expiación, en cuanto es una 
										reparación del desorden moral. 
										Corrección, en cuanto se encamina a la 
										enmienda del culpable. Escarmiento, en 
										cuanto detiene a los que la ven aplicada 
										a otros. 
										 
										216. El carácter de corrección se halla 
										en toda pena que no sea la última. Así, 
										en la sociedad, la multa, la prisión, la 
										exposición, el destierro, el presidio, 
										son correccionales; pero la de muerte no 
										lo es; no se encamina a corregir al 
										culpable, pues que acaba con él. 
										 
										217. El único carácter esencial a toda 
										pena aplicada, es el de expiación; 
										porque, si suponemos una sola criatura 
										en el mundo, y ésta peca, y por el 
										pecado se le aplica una pena final, no 
										habrá objeto de corrección para el 
										castigado, ni tampoco de escarmiento, 
										por no haber otros que puedan 
										escarmentar. 
										 
										218. Tocante al carácter preventivo, lo 
										que la hace sanción de la ley, tampoco 
										es absolutamente necesario. Por lo mismo 
										que existe la obligación moral, el que 
										falte a ella con el debido conocimiento, 
										se hace responsable y se somete a las 
										consecuencias de su responsabilidad; por 
										manera que, si suponemos que el 
										delincuente, advirtiendo perfectamente 
										toda la fealdad de la acción que comete, 
										ignora la pena señalada, no dejará de 
										ser penable, a no ser que la pena esté 
										únicamente impuesta para el caso de ser 
										conocida y arrostrada. 
										 
										219. Infiérese de esta doctrina que el 
										mirar las penas únicamente como medios 
										correccionales, es desconocer su 
										naturaleza. La pena tiene otros objetos 
										fuera del bien del culpable; a veces 
										atiende a dicho bien, a veces prescinde 
										de él, y se dirige únicamente a la 
										expiación y escarmiento. La doctrina que 
										atribuye a las penas el solo carácter de 
										corrección, es una consecuencia del 
										sistema utilitario: según éste, el bien 
										moral es lo útil con respecto al mismo 
										que lo ejecuta; el mal, lo dañoso; así 
										la reparación, o la pena, no debe ser 
										otra cosa que una especie de lección 
										para que el culpable conozca mejor su 
										utilidad, y un medio para que la busque. 
										 
										Con semejante doctrina, se ennoblecen 
										todas las penas, no hay ninguna 
										vergonzosa: el criminal castigado no es 
										más que un infeliz que erró un cálculo, 
										y a quien se enseña a calcular mejor. En 
										tal supuesto, no puede haber ninguna 
										pena final, ni aun en lo humano; y 
										habría mucha inconsecuencia, si no se 
										condenase la pena de muerte. 
										 
										220. La doctrina que quita a las penas 
										el carácter de expiación, y les deja 
										únicamente el de corrección, parece a 
										primera vista muy humana: ¿qué cosa más 
										filantrópica que atender tan sólo al 
										bien del mismo culpable? Sin embargo, 
										examinándola a fondo, se la encuentra 
										inmoral, subversiva de las ideas de 
										justicia, contraria a los sentimientos 
										del corazón, y altamente cruel. 
										 
										221. Si la pena no tiene otro objeto que 
										la corrección del culpable, se sigue que 
										el orden moral no exige ninguna 
										reparación, sean cuales fuesen las 
										infracciones que padezca; esto equivale 
										a decir que no hay moralidad, que 
										semejante idea es del todo vacía. El 
										equilibrio de la naturaleza tiene sus 
										medios de conservación y 
										restablecimiento; ¿y se pretenderá que 
										de ellos carezca el mundo moral? Dios 
										quiere el bien moral; la criatura, en 
										fuerza de su libertad, no lo quiere: 
										¿prevalecerá la voluntad de la criatura 
										contra la del Criador, no sólo en la 
										consumación del acto malo, sino también 
										en todas sus consecuencias, quedando 
										Dios sin medio alguno para restablecer 
										el equilibrio moral y el orden 
										destruido? 
										 
										222. Otra consecuencia se sigue de esta 
										doctrina, y es, que la pena debiera ser 
										tanto menos aplicable, cuanto menos 
										esperanza hubiese de enmienda; por 
										manera que, si suponemos una voluntad 
										tan firme, que, una vez decidida por el 
										mal, fuese muy difícil apartarla de él, 
										la pena casi no tendría objeto; y, si 
										hubiese certeza de que no se apartaría 
										del mal, la pena no debiera aplicarse. 
										¿A qué la corrección, cuando no hay 
										esperanza de enmienda? Esta doctrina es 
										horrible, porque, en vez de aumentar la 
										pena en proporción de la maldad, la 
										disminuye; y al extremo del crimen, a la 
										obstinación en cometerle, le otorga el 
										privilegio de la inmunidad de todo 
										castigo. 
										 
										Véase, pues, con cuánta verdad he dicho 
										que la pretendida dulzura de la 
										corrección era profundamente inmoral: no 
										es nuevo que se cubran con el manto de 
										la filantropía las apologías del crimen. 
										 
										223. El culpable castigado por pura 
										corrección no está bajo la mano de la 
										justicia, sino de la medicina: ¿con qué 
										derecho se cura, si él no quiere? He 
										aquí el diálogo entre el penado y el 
										juez: 
										 
										– Has cometido un delito, y se te 
										aplican seis años de prisión. 
										 
										– ¿Con qué objeto? -Para que te 
										corrijas. 
										 
										– ¿Con que se trata solamente de mi 
										bien? 
										 
										– No de otra cosa. 
										 
										– Pues entonces, yo renuncio a este 
										favor. 
										 
										– No se admite la renuncia. 
										 
										– ¿Por qué? ¿no se trata de mi bien? 
										Pues, si yo no lo quiero, ¿con qué razón 
										se me obliga a aceptar el bien de estar 
										encerrado? 
										 
										– Es preciso que la ley se cumpla. 
										 
										– De esta precisión me quejo, y digo que 
										es injusta. Se me quieren hacer favores, 
										y a la fuerza se me obliga a aceptarlos. 
										 
										Si el juez no apela a las ideas de 
										escarmiento para los demás, ya que no 
										quiera hablar de expiación, es necesario 
										confesar que no puede responder a las 
										objeciones del delincuente; pero, si 
										habla de algo que no sea pura 
										corrección, apártase de teoría, y entra 
										en terreno común. 
										 
										224. Si se admitiera semejante error, se 
										trastornaría el lenguaje. No se podría 
										decir: “el culpable merece tal pena”; 
										sino: “al culpable le conviene tal 
										pena”. Merecer es ser digno de una cosa; 
										y, en tratándose de castigo, envuelve la 
										idea de expiación. Faltando ésta, falta 
										el merecimiento, la idea moral de la 
										pena; y así resulta una simple medida de 
										utilidad, no un efecto de la justicia. 
										 
										¿Quién no ve que esto subvierte todas 
										las ideas que rigen en el mundo moral y 
										social, destruyendo por su base todos 
										los principios en que estriba la 
										autoridad de la justicia al imponer una 
										pena? 
										 
										225. La infracción del orden moral 
										excita un sentimiento de animadversión 
										contra el culpable. ¿Quién no lo 
										experimenta al ver un acto de 
										injusticia, de perfidia, de ingratitud, 
										de crueldad? En aquel sentimiento 
										instantáneo, ¿hay, por ventura, algún 
										interés por el culpable? No: por el 
										contrario, dirige la indignación contra 
										él. Se dirá tal vez que esto es espíritu 
										de venganza; pero adviértase que con 
										harta frecuencia el sentimiento de 
										indignación es del todo desinteresado, 
										pues que el acto que nos indigna no se 
										refiere a nosotros ni a nada nuestro; en 
										cuyo caso será trastornar el sentido de 
										las palabras el aplicarle el nombre de 
										venganza. Se replicará, tal vez, que nos 
										interesamos también por los 
										desconocidos, y que por esto se nos 
										excita el sentimiento de venganza cuando 
										vemos un mal comportamiento con otro 
										cualquiera; pero, aun dando a la palabra 
										una acepción tan lata, no se resuelve la 
										dificultad; pues que una acción infame o 
										vergonzosa, aunque no se refiera a otro, 
										por ser puramente individual, también 
										nos inspira el sentimiento de 
										animadversión contra quien la comete. 
										 
										226. Además, aquí se omite el atender al 
										objeto del sentimiento de ira, 
										considerado en sus relaciones morales, 
										lo que da a la cuestión un aspecto 
										nuevo. La palabra venganza, en su 
										acepción común, expresa una idea mala, 
										porque significa el deseo de reparar una 
										ofensa de un modo indebido. Pero, si 
										miramos la ira como un sentimiento del 
										alma que se levanta contra lo malo, la 
										ira tiene un objeto bueno, y puede ser 
										buena; y, si la venganza no significase 
										más que una reparación justa y por los 
										medios debidos, no expresaría ninguna 
										idea viciosa. Esto es tanta verdad, que 
										la idea de vengar se aplica a Dios; y él 
										mismo se atribuye este derecho. Las 
										leyes humanas también vengan; y así 
										decimos: “está satisfecha la vindicta 
										pública; con el castigo del culpable la 
										sociedad ha quedado vengada”. 
										 
										En este sentimiento del corazón, que con 
										harta frecuencia acarrea desastres, 
										encontramos, pues, un instinto de 
										justicia; lo cual es una nueva prueba de 
										que el mal, aplicado al culpable como 
										pena, no tiene sólo el carácter de 
										corrección, sino también, y 
										principalmente, el de expiación. Quien 
										infringe el orden moral, merece sufrir: 
										cuando el corazón se subleva 
										instintivamente contra una acción mala 
										obedece al impulso de la naturaleza, 
										bien que luego la razón añade: que la 
										aplicación de la pena merecida no 
										corresponde al particular, sino a la 
										autoridad humana y a Dios. El instinto 
										natural nos indica el merecimiento del 
										castigo; la ley nos impide aplicarle; 
										porque no puede concederse este derecho 
										a los particulares, sin que la sociedad 
										caiga en el más completo desorden, y sin 
										dar margen a muchas injusticias. 
										 
										227. La crueldad es otro de los 
										caracteres de la doctrina que estamos 
										combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que 
										ésta es excelente prueba en semejantes 
										casos. Un infame abusa de la confianza 
										de un amigo; le hace traición; se 
										conjura contra él; le roba, y por 
										complemento le asesina. El criminal cae 
										bajo la mano de la justicia. Al 
										aplicarle la pena, la ley mira a la 
										víctima del crimen, mira a la sociedad 
										ultrajada, mira a la amistad vendida, 
										mira a la humanidad sacrificada: con la 
										ley está el corazón de todos los 
										hombres; todos exclaman: “¡Qué infamia! 
										¡qué perfidia! ¡qué crueldad! 
										Desventurado, ¿quién le dijera que había 
										de morir a manos del mismo a quien daba 
										continuas muestras de fidelidad y de 
										amor? Caiga sobre la cabeza del culpable 
										la espada de la ley; si esto no se hace, 
										no hay justicia, no hay humanidad sobre 
										la tierra”. En esta explosión de 
										sentimientos, el filósofo de la “pura 
										corrección” no ve más que necedades. No 
										se trata de vengar a la víctima, ni a la 
										sociedad; lo que se debe procurar es la 
										enmienda del culpable; aplicarle, sí, 
										una corrección; pero el límite de ella 
										ha de ser la esperanza de la enmienda. 
										 
										Sin esto, la pena sería inútil, sería 
										cruel... Bueno sería aconsejar al 
										filósofo que semejante discurso lo 
										tuviese en monólogo, y que no lo oyese 
										nadie; pues, de lo contrario, sería 
										posible que las gentes le aplicasen a él 
										un correctivo de sus teorías, sin 
										esperar intervención del juez. 
										 
										228. He aquí a lo que se reduce la 
										pretendida filantropía: una crueldad 
										refinada, a una injusticia que indigna. 
										Se piensa en el bien del culpable, y se 
										olvida su delito; se favorece al 
										criminal, y se posterga a la víctima. La 
										moral, la justicia, la amistad, la 
										humanidad, no merecen reparación; todos 
										los cuidados es preciso concentrarlos 
										sobre el criminal, tratándole como a un 
										enfermo a quien se obliga a tomar una 
										medicina repugnante o a quien se hace 
										una operación dolorosa. Para la moral, 
										la justicia, la víctima, para todo lo 
										más sagrado e interesante que hay sobre 
										la tierra, sólo olvido; Para el crimen, 
										para lo más repugnante que imaginarse 
										pueda, sólo compasión. 
										 
										Contra semejante doctrina protesta la 
										razón, protesta la moral, protesta el 
										corazón, protesta el sentido común, 
										protestan las leyes y costumbres de 
										todos los pueblos, protestan en masa el 
										género humano. 
										 
										Jamás se han dejado de mirar los 
										castigos como expiaciones; jamás se ha 
										considerado la pena como simple medio de 
										corrección; jamás se ha limitado a la 
										mejora del culpable, prescindiendo de la 
										reparación debida a la justicia. 
										 
										229. El carácter expiatorio de la pena 
										es conforme a las costumbres religiosas 
										de todos los pueblos, quienes han creído 
										siempre que, para aplacar a la 
										divinidad, era preciso ofrecer una 
										mortificación del culpable o de algo que 
										le represente. De aquí la efusión de 
										sangre en los sacrificios; de aquí la 
										consumación de las víctimas por el 
										fuego; de aquí las penas voluntarias que 
										se han impuesto los individuos y los 
										pueblos, cuando han querido desarmar la 
										cólera divina. Los culpables vengaban en 
										sí propios la culpa para prevenir la 
										venganza del cielo. 
										 
										¡Tan profundamente grabada tenían en su 
										espíritu la idea de la necesidad de 
										reparación, y de restablecer el 
										equilibrio moral con el castigo de los 
										contraventores! 
										 
										230. En este caso, como en todos los 
										demás, se hallan en pro de la verdad, la 
										razón, el sentido común, los 
										sentimientos, las costumbres, la 
										conciencia del género humano, la 
										legislación, las tradiciones primitivas; 
										la verdad, que es la realidad, se halla 
										en armonía con las otras realidades; el 
										error, que es la ficción humana choca 
										con todo, y no puede descender al campo 
										de los hechos sin desvanecerse como el 
										humo. 
										 
										231. Nótese bien que, al combatir la 
										doctrina contraria, no me propongo 
										sostener que las penas, no hayan de ser 
										correccionales; por el contrario, afirmo 
										que, en cuanto sea posible, no debe el 
										legislador perder nunca de vista un 
										objeto tan importante. El carácter 
										expiatorio se realza y embellece cuando, 
										a más de ser una justa reparación en el 
										orden moral, es un medio para la 
										enmienda del culpable: ¿qué más puede 
										desear el legislador que reparar el 
										desorden en sí mismo, y restituir al 
										orden al que lo había infringido? Las 
										leyes humanas deben proponerse este 
										objeto, en cuanto sea compatible con la 
										justicia; imitando en ello a la ley 
										divina, la cual no castiga sino para 
										mejorar, excepto el caso en que, llenada 
										la medida, cierra el Juez supremo los 
										tesoros de su misericordia y descarga 
										sobre el culpable el formidable peso de 
										la justicia. 
										 
										232. La mayor parte de los desórdenes 
										llevan consigo cierta pena en sus 
										efectos naturales: la gula, la 
										embriaguez, la destemplanza, la pereza, 
										la ira, todos los vicios producen males 
										físicos que pueden considerarse como 
										otras tantas penas que al propio tiempo 
										nos sirven de freno contra el desorden, 
										y de paternal amonestación para que no 
										nos apartemos del camino de la virtud. 
										Dios ha establecido en nuestra misma 
										organización un sistema penal de 
										corrección, castigando el desorden con 
										el dolor, y haciendo necesarias las 
										privaciones para el restablecimiento del 
										orden. El glotón satisface su apetito 
										desordenado, pero sufre en consecuencia 
										las molestias y dolores de la 
										indigestión; siendo notable que la ley 
										física de su restablecimiento es una 
										privación: la dieta. 
										 
										En los demás vicios hallamos un orden 
										semejante: la pena tras el delito, la 
										privación del goce, para curar el mal 
										físico; así las leyes mismas de la 
										naturaleza nos ofrecen una serie de 
										penas correccionales y expiatorias, 
										manifestándose en esto la sabiduría que 
										ha presidido al orden físico y moral, e 
										indicando que es una sola mano la que lo 
										arreglado todo, pues que, entre cosas 
										tan diferentes, hallamos tal enlace, tal 
										concierto y armonía. 
										 
										CAPÍTULO XXVIII  
										 
										Inmortalidad del alma - Premios y penas 
										de la otra vida  
										 
										233. Por el orden mismo de la materia 
										nos hallamos conducidos a tratar de los 
										premios y penas de la otra vida, lo cual 
										se liga con la inmortalidad del alma y 
										demás doctrinas religiosas. ¿A qué se 
										reduce la religión, si después de esta 
										vida no hay nada? Si el alma muere con 
										el cuerpo, es inútil hablarle al hombre 
										de moral y religión: este sería el caso 
										en que, sin duda, respondiera: comamos y 
										bebamos, que mañana moriremos. En la 
										fugacidad de la vida, en ese bello sueño 
										que pasa y desaparece, los instantes de 
										placer son preciosos, si a ello se 
										limita nuestra existencia; no hay 
										entonces razón alguna para dejar de 
										aprovecharlos; la conducta epicúrea es 
										consecuencia muy lógica de las doctrinas 
										que niegan la inmortalidad del alma. 
										 
										234. Así como el principio de una cosa 
										puede ser por creación o por formación, 
										según que empieza de nuevo en su 
										totalidad, o se compone de algo que 
										antes existía; así también el fin puede 
										ser por aniquilamiento o por disolución, 
										según que se reduce a la nada, o se 
										descompone por la separación de las 
										partes. Una máquina no empieza en su 
										totalidad absoluta cuando se la 
										constituye, pues que sus partes existían 
										ya de antemano; y cuando se deshace no 
										se anonada, pues sus partes continúan 
										existiendo, aunque separadamente, o al 
										menos sin la disposición en que antes 
										estaban. 
										 
										Lo simple no puede empezar por formación 
										o composición, ni acabar por disolución; 
										si no hay partes, claro es que no pueden 
										reunirse, ni separarse, ni desordenarse; 
										lo simple empieza o acaba en su 
										totalidad. De esto se infiere 
										evidentemente que el alma humana, siendo 
										simple, no puede acabar por 
										descomposición; y así la muerte del 
										cuerpo no la destruye. Ella no tiene 
										ningún germen de disolución, porque no 
										encierra diversidad ni distinción en su 
										sustancia; por tanto, es preciso decir, 
										o que dura para siempre, o que Dios la 
										aniquila. La psicología nos demuestra la 
										inmortalidad intrínseca, o sea la 
										imposibilidad de perecer por disolución; 
										ahora, para probar la inmortalidad 
										extrínseca, esto es, que Dios no la 
										anonada, es preciso echar mano de otra 
										clase de argumentos. 
										 
										235. La experiencia nos enseña que las 
										substancias corpóreas no se aniquilan, 
										sino que pasan de un estado a otro. Las 
										moléculas que las componen, están en 
										continuo movimiento; se hallan en las 
										entrañas de la tierra, después se 
										combinan con la organización vegetal y 
										forman parte de una planta; cuando ésta 
										muere, continúan bajo la forma de 
										madera; ésta se pudre o se quema, y las 
										moléculas se dispersan para entrar en 
										nuevas combinaciones en el reino vegetal 
										o animal; de suerte que las sustancias 
										corpóreas recorren un círculo de 
										transformación, mas no se anonadan. 
										¿Cuál de los dos seres es el más noble, 
										más digno, por decirlo así, de los 
										cuidados del Criador, una molécula sin 
										voluntad, sin pensamiento, sin sentido, 
										sin vida, sujeta a las leyes necesarias, 
										o un ser inteligente, libre, capaz de 
										dilatar indefinidamente sus ideas, y, 
										sobre todo, de conocer y amar a su 
										Autor? La respuesta no es dudosa; luego 
										el sostener que el alma se reduce a la 
										nada, es invertir el orden del mundo, 
										suponiendo que lo inferior se conserva y 
										lo superior se acaba; y que Dios se 
										complace en conservar lo inerte y en 
										anonadar lo inteligente y libre. 
										 
										236. El hombre tiene un deseo innato de 
										la inmortalidad, la idea de la nada le 
										contrista; y es harta evidente que su 
										deseo no se satisface en esta vida, que, 
										por su extremada brevedad, es comparada 
										con razón a un sueño. Si el alma muere 
										con el cuerpo, se nos habrá dado un 
										deseo natural, cuya satisfacción nos 
										será del todo imposible; esto es 
										contrario a la sabiduría y bondad del 
										Criador: Dios castiga a los culpables, 
										pero no se complace en atormentar a sus 
										criaturas con irrealizables deseos. 
										 
										Se dirá que aun en esta vida deseamos 
										muchas cosas que no podemos conseguir, y 
										que, sin embargo, nada se infiere contra 
										la bondad y sabiduría de Dios. Pero es 
										preciso reflexionar que la inmensidad de 
										los deseos que en vida experimentamos, 
										aunque varios, y con harta frecuencia 
										extraviados, se dirigen todos a la 
										felicidad; esto busca el sabio como el 
										necio, el virtuoso como el corrompido; 
										unos por camino verdadero, otros por 
										errado; el resorte natural es el mismo 
										en todos: el deseo de ser feliz. Si hay 
										otra vida, estos deseos pueden cumplirse 
										todos, no en lo que tienen de malo, y a 
										veces de contradictorio, sino en lo que 
										encierra de amor a la felicidad; y, por 
										tanto, quedan a salvo la bondad y 
										sabiduría de Dios; pero, si el alma 
										muere con el cuerpo, no se satisface ni 
										lo legítimo ni lo ilegítimo, ni lo 
										razonable ni lo necio; y tantos deseos 
										vehementes e indestructibles se han dado 
										al hombre para llegar, ¿a qué? A la 
										nada. 
										 
										237. Supuesta la inmortalidad del alma, 
										no se ve inconveniente en que la suerte 
										del hombre haya sido encomendada a su 
										libertad; y que, grabado en su espíritu 
										el deseo de ser feliz, se le haya 
										otorgado la facultad de buscar esta 
										dicha de varios modos, para que, si no 
										la encontrase, la responsabilidad fuera 
										suya: así se explica por qué unos aman 
										las riquezas, otros los placeres, otros 
										la gloria, otros el poder, buscando la 
										felicidad en objetos que no la 
										encierran: en tal caso, suya es la 
										culpa; el deseo de ser feliz es natural; 
										pero el carácter de inteligentes y 
										libres exigía que esta felicidad fuese 
										el fruto de nuestras obras; que 
										llegásemos a ella por el conocimiento y 
										la libre voluntad, y no por una serie de 
										impulsos necesarios. Cuando los deseos 
										no se satisfacen en esta vida, o en vez 
										de gozo, hallamos sinsabores, y en lugar 
										de placeres, dolor, no podemos quejarnos 
										de Dios, que nos ha sujetado a estas 
										leyes para nuestro propio bien; y si, 
										aun siendo moderados y lícitos, nuestros 
										deseos no se satisfacen sobre la tierra, 
										tampoco hay lugar a queja, porque, no 
										siendo ésta nuestra mansión final, y 
										habiendo de vivir para siempre en la 
										otra, la vida de la tierra es un mero 
										tránsito, y cuanto sufrimos aquí, no es 
										más que una ligera incomodidad que 
										arrostra gustoso el viajero para llegar 
										a su patria. Pero todo esto desaparece, 
										si el alma muere con el cuerpo; entonces 
										no hay ninguna explicación plausible: 
										deseamos con vehemencia, y no podemos 
										llenar los deseos; aunque los moderemos, 
										ajustándolos a razón, tampoco se 
										cumplen; las privaciones que sufrimos no 
										tienen compensación en ninguna parte: 
										nuestra vida es una ilusión permanente; 
										nuestra existencia, una contradicción. 
										El no ser nos horroriza; la inmortalidad 
										nos encanta: deseamos vivir, y vivir en 
										todo; antes de abandonar esta tierra, 
										queremos dejar recuerdos de nuestra 
										existencia. El poderoso construye 
										grandes palacios que él no habitará; el 
										labrador planta bosques que no verá, 
										crecidos; el viajero escribe su nombre 
										en una roca solitaria que leerán las 
										generaciones venideras; el sabio se 
										complace en la inmortalidad de sus 
										obras; el conquistador, en la fama de 
										sus victorias; el fundador de una casa 
										ilustre, en la perpetuidad de su nombre, 
										y hasta el humilde padre de familias se 
										lisonjea con el pensamiento de que 
										vivirá en sus descendientes y en la 
										memoria de sus vecinos: el deseo de la 
										inmortalidad se manifiesta en todos de 
										mil maneras, bajo diversas formas; pero 
										no es posible arrancarle del corazón; y 
										este deseo inmenso, que vuela al través 
										de los siglos, que se dilata por las 
										profundidades de la eternidad, que nos 
										consuela en el infortunio y nos alienta 
										en el abatimiento; este deseo, que 
										levanta nuestros ojos hacia un nuevo 
										mundo, y nos inspira desdén por lo 
										perecedero, ¿sólo se nos habría dado 
										como una bella ilusión, como una mentira 
										cruel, para dormirnos en brazos de la 
										muerte y no despertar jamás? No, esto no 
										es posible; esto contradice a la bondad 
										y sabiduría de Dios; esto conduciría a 
										negar la Providencia, y de aquí, el 
										ateísmo. 
										 
										238. En el hombre todo anuncia la 
										inmortalidad. Sus ideas no versan sobre 
										el contingente sino sobre lo necesario; 
										no merece a sus ojos el nombre de 
										ciencia lo que no se ocupa en lo 
										necesario, y, por consiguiente, eterno. 
										Los fenómenos pasajeros forman el objeto 
										de sus observaciones para llegar al 
										conocimiento de lo permanente; tiene 
										fija su vista a lo que se sucede en la 
										cadena de los tiempos, pero es para 
										elevarse a lo que no pasa con el tiempo. 
										En su propia mente encierra un mundo 
										ideal, necesario; las ciencias 
										matemáticas, ontológicas y morales 
										prescinden de las condiciones pasajeras; 
										se forman de un conjunto de verdades 
										eternas, indestructibles, que ni 
										nacieron con el mundo, ni perecerían, 
										pereciendo el mundo. Siendo esto así, 
										¿qué misterio, qué contradicción es el 
										espíritu del hombre, si tamaña amplitud 
										sólo se le ha concedido para los breves 
										momentos de su vida sobre la tierra? 
										Semejante suposición, ¿no nos haría 
										concebir la idea de un ser maléfico que 
										se ha complacido en burlarse de 
										nosotros? 
										 
										239. En confirmación de este mismo 
										argumento hay otra consideración de 
										mucha gravedad. La mayor parte de los 
										hombres se fijan poco en esas ideas 
										grandes que forman las delicias de una 
										vida meditabunda. Ocupados en sus tareas 
										ordinarias, faltos de tiempo y 
										preparación para pensar sobre los 
										secretos de la filosofía, dejan correr 
										sus días sin desenvolver sus facultades 
										intelectuales más allá de lo necesario 
										para el objeto de su estado y profesión. 
										Considerando a la humanidad desde este 
										punto de vista, se nos ofrece como un 
										caudal inmenso de fuerzas intelectuales 
										y morales, del que no se emplea en la 
										tierra más que una parte insignificante, 
										comparada con la totalidad. Si el alma 
										sobrevive al cuerpo, se concibe muy bien 
										que estas facultades no se desenvuelvan 
										aquí en su mayor parte; les espera la 
										eternidad, donde podrán ejercer sus 
										funciones en grande escala; y entonces 
										el género humano se parece a un viajero 
										que durante el viaje lleva arrolladas y 
										escondidas las preciosidades que luego 
										desplegará y empleará cuando llegue a su 
										casa. Pero, si el alma no tiene más vida 
										que ésta, ¿de qué sirve tanto caudal de 
										fuerzas intelectuales y morales? ¿qué 
										sabiduría fuera la que criase lo que no 
										había de servir? Tanto valdría pretender 
										que obra cuerdamente el labrador que 
										esparce sobre la tierra la semilla en 
										grande abundancia, sabiendo que sólo han 
										de brotar pocos granos, y queriendo 
										destruir los tallos antes que lleguen a 
										sazón. 
										 
										240. Los destinos de la humanidad sobre 
										la tierra no sirven a explicar el 
										misterio de la vida, si ésta se acaba 
										con el cuerpo. Es verdad que el linaje 
										humano ha hecho cosas admirables 
										transformando la faz del globo, y que 
										probablemente las hará mayores en 
										adelante; es cierto que se nos ofrece a 
										manera de un grande individuo encargado 
										de representar un inmenso drama, cuyos 
										papeles están repartidos entre las 
										varias naciones, y de los cuales le 
										corresponde u pequeñísima parte a cada 
										hombre particular; pero este drama tiene 
										un sentido, si la vida presente se liga 
										con una vida futura, si los destinos de 
										la humanidad sobre la tierra están 
										enlazados con los del otro mundo: de lo 
										contrario, no. En efecto: reflexionando 
										sobre la historia, y aun sobre la 
										experiencia de cada día, notamos que, en 
										el curso general de los destinos 
										humanos, los acontecimientos marchan sin 
										consideración a los individuos, ni aun a 
										los pueblos: pueblos e individuos son 
										como pequeñas ruedas del gran 
										movimiento, duran un instante, luego 
										desaparecen por sí mismos; y, si alguna 
										vez embarazan, son aniquilados. 
										Considerad el desarrollo de una idea, de 
										una institución, un elemento social 
										cualquiera: aparece como un germen 
										apenas visible, y se extiende, se 
										propaga, hasta dominar vastos países por 
										dilatados siglos. Pero, ¿a qué costa? A 
										costa de mil ensayos inútiles, 
										tentativas erradas, angustias, guerras, 
										devastación desastres de todas clases, 
										La civilización griega se extiende por 
										el Oriente: las luces se difunden; los 
										pueblos puestos en contacto se 
										desarrollan y adquieren nueva vida; es 
										verdad; pero medid, si alcanzáis, la 
										cadena de infortunios que este adelanto 
										cuesta a la humanidad; recorred las 
										épocas de Filipo, Alejandro y sus 
										sucesores, hasta que invaden el Oriente 
										las legiones romanas. Roma da unidad al 
										mundo, contribuye a su civilización, es 
										cierto; pero, mientras contempláis este 
										cuadro, veis diez siglos de guerras y 
										desastres; ríos de lágrimas y sangre. 
										Los bárbaros del Norte salen de sus 
										bosques, y sus razas, llenas de vida, 
										rejuvenecen las de pueblos degenerados; 
										de aquellas hordas se formaron con el 
										tiempo las brillantes naciones que 
										cubren la faz de Europa; es verdad; 
										pero, antes de llegar a este resultado, 
										transcurrirán otros diez siglos de 
										calamidades sin cuento. 
										 
										Los árabes dominan el Mediodía, y 
										transmiten a la civilización europea 
										algunas luces en las ciencias y en las 
										artes; pero ¿a qué precio las compra la 
										humanidad? Con ocho siglos de guerra. La 
										civilización progresa; viene el siglo de 
										los descubrimientos: las islas 
										orientales y occidentales reciben nueva 
										vida; pero, ¿a qué precio? Fijad, si 
										podéis, la vista en los cuadros de 
										horror que os ofrece la historia. La 
										Europa llega al siglo XVI; es sabia, 
										culta, rica, poderosa; todavía la sangre 
										se continuará, vertiendo a torrentes, 
										acaudillando grandes ejércitos Gonzalo 
										de Córdoba, Carlos V, Gustavo, Luis XIV, 
										Napoleón... y, ¿qué hay en el porvenir? 
										En estas revoluciones inmensas, con las 
										cuales recorre la humanidad la vasta 
										órbita de sus movimientos, los 
										individuos, los pueblos, las 
										generaciones, parecen nada; los 
										individuos sufren y mueren a millones; 
										los pueblos son víctimas de grandes 
										calamidades, y a veces dispersados o 
										exterminados. Concibiendo la vida de la 
										humanidad sobre la tierra como el 
										tránsito para otra; viendo en la cúspide 
										del mundo social a la Providencia 
										enlazando lo terreno con lo celeste, lo 
										temporal con lo eterno, se comprende la 
										razón de las grandes catástrofes: porque 
										sólo descubrimos en ellas los males de 
										un momento, encaminados a la realización 
										de un designio superior; pero, si el 
										alma muere con el cuerpo, ¿a qué esos 
										padecimientos privados y públicos? ¿a 
										qué el haber puesto sobre la tierra una 
										débil criatura para hacerla sufrir y 
										morir? ¿dónde está la compensación de 
										tantos males? ¿dónde el objeto de tan 
										desastrosas mudanzas? Se dirá que la 
										compensación se halla en el adelanto 
										social; que el objeto es la perfección 
										de la sociedad; pero esta respuesta es 
										altamente fútil, si no suponemos la 
										inmortalidad del alma. La sociedad en sí 
										no es otra cosa que un todo moral; 
										considerada con abstracción de los 
										individuos, es un ser abstracto: ella es 
										inteligente cuando ellos lo son, es 
										moral cuando, ellos lo son, es feliz 
										cuando ellos lo son. La inteligencia, la 
										moralidad, el bienestar de la humanidad, 
										no es otra cosa que la suma de estas 
										cualidades que se halla en los hombres. 
										Por estas consideraciones se echa de ver 
										que el individuo, aunque pequeño, no 
										puede desaparecer delante de la 
										sociedad; es infinitésimo si se quiere, 
										pero de la suma de estos infinitésimos 
										la sociedad se integra. Ahora bien, si 
										la adquisición de una idea para la 
										humanidad ha costado a un número inmenso 
										de sus individuos el vivir entre 
										continuas turbaciones que les produjesen 
										la ignorancia; si la conquista de una 
										mejora moral ha costado a muchas 
										generaciones la agitación y la 
										esclavitud; si el adelanto material lo 
										han pagado una larga serie de 
										generaciones con guerras, incendios, 
										devastaciones, males sin cuento; ¿qué 
										vienen a significar esos bienes, esas 
										mejoras y adelantos? Y cuando se 
										reflexiona que las generaciones que 
										disfrutan de las adquisiciones de los 
										pasados, trabajan, y sufren, y mueren 
										por adquirir para los venideros, se nos 
										presenta el género humano como una serie 
										de operarios que trabajan, y se afanan, 
										y sufren, y mueren para una cosa ideal, 
										para un ser abstracto que llaman la 
										sociedad, presentando una evolución sin 
										término, sin objeto, sin ninguna razón 
										que justifique sus transformaciones 
										incesantes. 
										 
										La humanidad es un sublime y grande 
										individuo moral, cuando se reconoce a 
										sus miembros la inmortalidad y se los 
										considera pasando sobre la tierra para 
										llegar a otro destino. Sin esto, el 
										mismo progreso humanitario es una 
										especie de sima sin fondo, donde se 
										precipitan las generaciones sucesivas, 
										sin saber por qué, ni para qué; un mar 
										sin límites a donde llevan su caudal los 
										individuos y los pueblos, perdiéndose 
										luego en su inmensidad, como las aguas 
										de los ríos en los abismos del Océano. 
										 
										241. Cuando se finge por un momento que 
										el alma es mortal, se apodera del 
										corazón una profunda tristeza, al fijar 
										la vista sobre el breve plazo señalado a 
										nuestra vida. Duélese el hombre de haber 
										visto la luz del día. Hoja que el viento 
										lleva, arista que el fuego devora, flor 
										de heno secada por el aliento de la 
										tarde; ¿quién le ha dado el conocer con 
										tanta extensión y amar con tanto ardor, 
										si sus ojos se han de cerrar para no 
										abrirse jamás, si su inteligencia se ha 
										de extinguir como una centella que 
										serpea y muere; si más allá del sepulcro 
										no hay nada, sino soledad, silencio, 
										muerte por toda la eternidad? ... ¿Quién 
										nos ha dado ese apego a nuestros 
										semejantes, si nos hemos de separar para 
										siempre? ¿Quién nos inspira que tanto 
										nos ocupemos en lo venidero, si para 
										nosotros no hay porvenir, si nuestro 
										porvenir es a nada? ¿Quién nos mece con 
										tantas esperanzas, si no hay para 
										nosotros otro destino que la lobreguez 
										de la tumba? ¡Ay, que triste fuera 
										entonces el haber visto la luz del día, 
										y el sol inflamando el firmamento, y la 
										luna despidiendo su luz plácida y 
										tranquila, y las estrellas tachonando la 
										bóveda celeste con los blandones de un 
										inmenso festín; si al deshacerse nuestra 
										frágil organización no hay para nosotros 
										nada, y se nos echa de este sublime 
										espectáculo para arrojarnos a un abismo! 
										 
										242. No, no es así; éste es un 
										pensamiento sacrílego, una palabra 
										blasfema. Si así fuese, no habría 
										Providencia, no habría Dios, el mundo 
										fuera una serie de fenómenos 
										incomprensibles; una evolución perenne 
										de acontecimientos sin objeto; una 
										fatalidad ciega que seguiría su camino 
										por las inmensidades del espacio y del 
										tiempo, sin origen, sin objeto, sin fin, 
										sin conciencia de sí propia; un ser 
										misterioso que arrojaría de su seno 
										infinidad de seres con inteligencia, con 
										voluntad, con amor y con inmensos 
										deseos; y que luego los absorbería de 
										nuevo en sus abismos, como una sima que 
										traga en sus profundidades tenebrosas 
										los plateados y resplandecientes lienzos 
										de una vistosa casaca. Entonces el mundo 
										no sería una belleza, no el “cosmos” de 
										los antiguos, sino el caos; una especie 
										de fragua donde se elaboran en confusa 
										mezcla los placeres y los dolores, donde 
										un ímpetu ciego lo lleva todo en 
										revuelto torbellino, donde se han 
										reservado para el ser más noble, para el 
										ser inteligente y libre, mayor cúmulo de 
										males, sin compensación ninguna; donde 
										se han reunido en síntesis todas las 
										contradicciones: deseo de luz y eternas 
										tinieblas; expansión ilimitada y 
										silencio eterno; apego a la vida y 
										muerte absoluta; amor al bien, a lo 
										bello, a lo grande, y el destino a la 
										nada; esperanzas sin fin, y por dicha 
										final un puñado de polvo dispersado por 
										el viento. 
										 
										¿Quién puede asentir a un sistema tan 
										absurdo y desconsolador? En medio del 
										orden, de la armonía, que admiramos en 
										todas las partes de la creación, ¿quién 
										podrá persuadir de que el desorden y el 
										caos sólo existan con relación a 
										nosotros? ¿quién no aparta con horror la 
										vista de ese cuadro desesperante? 
										 
										243. Hagamos la contraprueba: empecemos 
										por admirar la inmortalidad del alma; y 
										el caos se aclara; del fondo de sus 
										tinieblas surge la luz, y el mundo se 
										presenta otra vez ordenado, bello, 
										resplandeciente. Se explica la 
										inmensidad de nuestros deseos, porque se 
										pueden llenar; se explica la extensión 
										de nuestra inteligencia, porque se ha de 
										dilatar un día por un mundo sin fin; se 
										explica la necesidad de las ideas, 
										porque desde que nacemos empezamos la 
										comunicación con un orden inmortal; se 
										explica la alternativa de los placeres y 
										dolores, porque lo que falta en esta 
										vida se compensa en la otra; se explican 
										las evoluciones y las catástrofes de la 
										humanidad sobre la tierra, porque se 
										eligen con destinos eternos; se explican 
										los sufrimientos de los individuos en 
										esas transformaciones, porque su vivir 
										no acaba con el cuerpo; se explica el 
										bien de la sociedad considerado en sí 
										misino, porque es un grande objeto 
										intentado por la Providencia, para 
										enlazar lo pasado con lo venidero, la 
										tierra con el cielo, el tiempo con la 
										eternidad. 
										 
										El orden, la armonía, la razón, la 
										justicia, brillan bajo la influencia de 
										esta idea consoladora; y el universo, 
										lejos de ser un caos, es un conjunto 
										admirable, una sociedad inmortal de los 
										seres inteligentes y libres, entre sí y 
										con su Criador; en la cúpula de este 
										vasto conjunto resplandece el destino 
										del hombre en aquella ciudad inmortal, 
										iluminada por Dios y descripta por el 
										Profeta de Patmos. 
										 
										El orden moral se explica también con la 
										inmortalidad: el bien tiene su premio, y 
										el mal, su castigo; sobre la dicha del 
										culpable pende la muerte como una 
										espada; a sus pies el abismo de la 
										eternidad; si la virtud está algunas 
										veces abrumada de infortunio y marchando 
										sobre la tierra entre la pobreza, la 
										humillación y el sufrimiento, levanta al 
										cielo sus ojos llorosos, y endulza sus 
										lágrimas con un pensamiento de 
										esperanza. 
										 
										Así es, así debe ser; así lo enseña la 
										razón; así nos lo dice el corazón; así 
										lo manifiesta la sana filosofía; así lo 
										proclama la religión; así lo ha creído 
										siempre el género humano; así lo 
										hallamos en las tradiciones primitivas, 
										en la cuna del mundo.  |