El tema de estas reflexiones es un 
											lugar común. Nadie ha dudado jamás 
											que la verdad y la política nunca se 
											llevaron demasiado bien, y nadie, 
											por lo que yo sé, puso nunca la 
											veracidad entre las virtudes 
											políticas. Siempre se vio a la 
											mentira como una herramienta 
											necesaria y justificable no sólo 
											para la actividad de los políticos y 
											los demagogos sino también para la 
											del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué 
											significa esto para la naturaleza y 
											la dignidad del campo político, por 
											una parte, y para la naturaleza y la 
											dignidad de la verdad y de la 
											veracidad, por otra? ¿Está en la 
											esencia misma de la verdad ser 
											impotente, y en la esencia misma del 
											poder ser falaz? ¿Y qué clase de 
											poder tiene la verdad, si es 
											impotente en el campo público, que 
											más que ninguna otra esfera de la 
											vida humana garantiza la realidad de 
											la existencia a un ser humano que 
											nace y muere, es decir, a seres que 
											se saben surgidos del no-ser y que 
											al cabo de un breve lapso 
											desaparecerán en él otra vez? Por 
											último, ¿la verdad impotente no es 
											tan desdeñable como el poder que no 
											presta atención a la verdad? Estas 
											preguntas son incómodas pero nacen, 
											por fuerza, de nuestras actuales 
											convicciones en este tema. 
											 
											
											
											Lo que otorga a este lugar común su 
											muy alta verosimilitud todavía se 
											puede resumir con el antiguo adagio 
											latino Fiat iustitia, et pereat 
											mundus, «Que se haga justicia y 
											desaparezca el mundo». Aparte de su 
											probable creador (Fernando I, 
											sucesor de Carlos V), que lo 
											profirió en el siglo XVI, nadie lo 
											ha usado sino como una pregunta 
											retórica: ¿se debe hacer justicia 
											cuando está en juego la 
											supervivencia del mundo? El único 
											gran pensador que se atrevió a 
											abordar el meollo del tema fue 
											Immanuel Kant, quien osadamente 
											explicó que ese «dicho proverbial... 
											significa, en palabras llanas: "la 
											justicia debe prevalecer, aunque 
											todos los pícaros del mundo deban 
											morir en consecuencia"». Ya que los 
											hombres no pueden tolerar la vida en 
											un mundo privado por completo de 
											justicia, ese «derecho humano se ha 
											de considerar sagrado, sin tomar en 
											cuenta los sacrificios que ello 
											exija de las autoridades 
											establecidas... sin tomar en cuenta 
											sus posibles consecuencias físicas» 
											(2). ¿Pero no es absurda esa 
											respuesta? ¿Acaso la preocupación 
											por la existencia no está antes que 
											cualquier otra cosa, antes que 
											cualquier virtud o cualquier 
											principio? ¿No es evidente que si el 
											mundo --único espacio en el que 
											pueden manifestarse-- está en 
											peligro, se convierten en simples 
											quimeras? ¿Acaso no estaban en lo 
											cierto en el siglo XVII cuando, casi 
											con unanimidad, declaraban que toda 
											comunidad estaba obligada a 
											reconocer, según las palabras de 
											Spinoza, que no había «ninguna ley 
											más alta que la seguridad de [su] 
											propio ámbito»? (3) Sin duda, 
											cualquier principio trascendente a 
											la mera existencia se puede poner en 
											lugar de la justicia, y si ponemos a 
											la verdad en ese sitio --Fíat 
											veritas, et pereat mundus--, el 
											antiguo adagio suena más razonable. 
											Si entendemos la acción política en 
											términos de una categoría 
											medios-fin, incluso podemos llegar a 
											la conclusión sólo en apariencia 
											paradójica de que la mentira puede 
											servir a fin de establecer o 
											proteger las condiciones para la 
											búsqueda de la verdad, como señaló 
											hace tiempo Hobbes, cuya lógica 
											incansable nunca fracasa cuando debe 
											llevar sus argumentos hasta extremos 
											en los que su carácter absurdo se 
											vuelve obvio(4). Y las mentiras, que 
											a menudo sustituyen a medios más 
											violentos, bien pueden merecer la 
											consideración de herramientas 
											relativamente inocuas en el arsenal 
											de la acción política. 
											 
											
											
											Si se reconsidera el antiguo dicho 
											latino, resulta un tanto 
											sorprendente que el sacrificio de la 
											verdad en aras de la supervivencia 
											del mundo se considere más fútil que 
											el sacrificio de cualquier otro 
											principio o virtud. Mientras podemos 
											negarnos incluso a plantear la 
											pregunta de si la vida sería digna 
											de ser vivida en un mundo privado de 
											ideas como justicia y libertad, 
											curiosamente no es posible hacer lo 
											mismo con respecto a la idea de 
											verdad, al parecer mucho menos 
											política. Está en juego la 
											supervivencia, la perseverancia en 
											la existencia (in suo esse 
											perseverare), y ningún mundo humano 
											destinado a superar el breve lapso 
											de la vida de sus mortales 
											habitantes podrá sobrevivir jamás si 
											los hombres se niegan a hacer lo que 
											Heródoto fue el primero en asumir 
											conscientemente: legein ta eonta, 
											decir lo que existe. Ninguna 
											permanencia, ninguna perseverancia 
											en el existir, puede concebirse 
											siquiera sin hombres deseosos de dar 
											testimonio de lo que existe y se les 
											muestra porque existe. 
											 
											
											
											La historia del conflicto entre la 
											verdad y la política es antigua y 
											compleja, y nada se ganará con una 
											simplificación o una denuncia moral. 
											A lo largo de la historia, los que 
											buscan y dicen la verdad fueron 
											conscientes de los riesgos de su 
											tarea; en la medida en que no 
											interferían en el curso del mundo, 
											se veían cubiertos por el ridículo, 
											pero corría peligro de muerte el que 
											forzaba a sus conciudadanos a 
											tomarlo en serio cuando intentaba 
											liberarlos de la falsedad y la 
											ilusión, porque, como dice Platón en 
											la última frase de su alegoría de la 
											caverna, «¿no lo matarían, si 
											pudieran tenerlo en sus manos...?». 
											El conflicto platónico entre el que 
											dice la verdad y los ciudadanos no 
											se puede explicar con el adagio 
											latino ni con ninguna de las teorías 
											posteriores que, implícita o 
											explícitamente, justifican la 
											mentira y otras transgresiones si la 
											supervivencia de la ciudad está en 
											juego. En el relato de Platón no se 
											menciona ningún enemigo; la mayoría 
											vivía pacíficamente en su cueva, en 
											mutua compañía, como meros 
											espectadores de imágenes, sin entrar 
											en acción y por consiguiente sin 
											ninguna amenaza. Los miembros de esa 
											comunidad no tenían motivos para 
											considerar que la verdad y quienes 
											la decían eran sus peores enemigos, 
											y Platón no explica el amor perverso 
											que sentían por la impostura y la 
											falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo 
											con alguno de sus posteriores 
											cofrades en el campo de la filosofía 
											política --con Hobbes, que sostenía 
											que sólo «tal verdad, no oponiéndose 
											a ningún beneficio ni placer humano, 
											es bienvenida por todos los 
											hombres», una afirmación obvia que, 
											no obstante, le pareció de la 
											suficiente importancia como para 
											terminar con ella su Leviatán--, 
											podría estar de acuerdo acerca del 
											beneficio y del placer, pero no con 
											la afirmación de que no existía 
											ninguna clase de verdad bienvenida 
											por todos los hombres. Hobbes, pero 
											no Platón, se consolaba con la 
											existencia de una verdad 
											indiferente, con «temas» por los que 
											«los hombres no se preocupan», por 
											ejemplo la verdad matemática, «la 
											doctrina de las líneas y las 
											figuras», que no interfiere «en la 
											ambición, el beneficio o la pasión 
											humana». Y continúa Hobbes: «Pues no 
											pongo en duda, que, de haberse 
											opuesto al derecho de dominio de 
											cualquier hombre, o al interés de 
											los dominadores, la doctrina según 
											la cual los tres ángulos de un 
											triángulo deben ser iguales a dos 
											ángulos de un cuadrado hubiera sido 
											no ya disputada, sino suprimida de 
											raíz y quemados todos los libros de 
											geometría en la medida del poder de 
											aquel a quien interesara».(5) 
											 
											
											
											Por supuesto que existe una 
											diferencia decisiva entre el axioma 
											matemático de Hobbes y la norma 
											verdadera para la conducta humana 
											que, se considera, el filósofo 
											Platón trajo de su viaje al mundo de 
											las ideas, aunque el griego, 
											convencido de que la verdad 
											matemática abría los ojos de la 
											mente a todas las verdades, no era 
											consciente de ello. El ejemplo de 
											Hobbes nos parece más o menos 
											inofensivo; estamos inclinados a 
											asumir que la mente humana siempre 
											será capaz de reproducir axiomas 
											como el que dice que «los tres 
											ángulos de un triángulo suman dos 
											ángulos rectos», y concluimos que 
											quemar todos los libros de geometría 
											no tendría un efecto radical. El 
											peligro sería mucho mayor con 
											respecto a las afirmaciones 
											científicas; de haber tenido la 
											historia un giro distinto, todo el 
											desarrollo científico moderno desde 
											Galileo a Einstein podría no haberse 
											producido. Por cierto que la verdad 
											más vulnerable de este tipo serían 
											esos métodos de pensamiento muy 
											diferenciados y siempre únicos --de 
											los que la doctrina de las ideas 
											platónica es un ejemplo notable-- 
											por los que los hombres, desde 
											tiempos inmemoriales, trataron de 
											pensar con racionalidad más allá de 
											los límites del conocimiento humano. 
											 
											
											
											La época moderna, que cree que la 
											verdad no está dada ni revelada sino 
											que es producida por la mente 
											humana, desde Leibniz asignó 
											verdades matemáticas, científicas y 
											filosóficas a las especies comunes 
											de verdad de razón distinta de la 
											verdad de hecho o factual. Usaré 
											esta distinción por motivos de 
											conveniencia, sin discutir su 
											legitimidad intrínseca. Con el deseo 
											de descubrir el daño que puede hacer 
											el poder político a la verdad, 
											miramos hacia estos asuntos por 
											causas políticas más que filosóficas 
											y, por tanto, podemos no 
											preguntarnos qué es la verdad y 
											contentarnos con tomar la palabra en 
											el sentido en que la gente la suele 
											entender. Si pensamos en verdades de 
											hecho --en verdades tan modestas 
											como el papel que durante la 
											Revolución Rusa tuvo un hombre 
											llamado Trotski, que no aparece en 
											ningún libro de historia 
											soviético--, de inmediato advertimos 
											que son mucho más vulnerables que 
											todos los tipos de verdad de razón 
											tomados en conjunto. Además, ya que 
											los actos y los acontecimientos --el 
											producto invariable de los grupos de 
											hombres que viven y actúan juntos-- 
											constituyen la textura misma del 
											campo político, está claro que lo 
											que más nos interesa aquí es la 
											verdad factual. El dominio (para 
											usar la misma palabra que Hobbes), 
											al atacar la verdad racional, excede 
											su campo, por así decirlo, en tanto 
											que da batalla en su propio terreno 
											cuando falsifica los hechos o 
											esparce la calumnia. Las 
											posibilidades de que la verdad 
											factual sobreviva a la embestida 
											feroz del poder son muy escasas; 
											siempre corre el peligro de que la 
											arrojen del mundo no sólo por un 
											período sino potencialmente para 
											siempre. Los hechos y los 
											acontecimientos son cosas mucho más 
											frágiles que los axiomas, 
											descubrimientos o teorías --aun las 
											de mayor arrojo especulativo-- 
											producidos por la mente humana; se 
											producen en el campo de los asuntos 
											siempre cambiantes de los hombres, 
											en cuyo flujo no hay nada más 
											permanente que la presuntamente 
											relativa permanencia de la 
											estructura de la mente humana. Una 
											vez perdidos, ningún esfuerzo 
											racional puede devolverlos. Quizá 
											las posibilidades de que las 
											matemáticas euclidianas o la teoría 
											de la relatividad de Einstein --y 
											menos aún la filosofía platónica-- 
											se reprodujeran a tiempo si sus 
											autores no hubiesen podido 
											transmitirlas a la posteridad 
											tampoco sean muy buenas, pero aun 
											así son mucho mejores que las 
											posibilidades de que un hecho de 
											importancia, olvidado o, con más 
											probabilidad, deformado, se vuelva a 
											descubrir algún día. 
											
											
											
											Aunque las verdades políticamente 
											más importantes son las verdades de 
											hecho, el conflicto entre verdad y 
											política se planteó y articuló por 
											primera vez con respecto a la verdad 
											política. Lo opuesto de un juicio 
											racionalmente verdadero es el error 
											y la ignorancia, como pasa en las 
											ciencias, o la ilusión y la opinión, 
											como ocurre en la filosofía. La 
											falsedad deliberada, la mentira 
											llana, desempeña su papel sólo en el 
											campo de los juicios objetivos, y se 
											diría significativo, o más bien 
											extraño, que en el largo debate 
											sobre el antagonismo entre verdad y 
											política, desde Platón hasta Hobbes, 
											nadie al parecer jamás creyera que 
											la mentira organizada, tal como la 
											conocemos hoy en día, podría ser un 
											arma adecuada contra la verdad. En 
											Platón, el que dice la verdad pone 
											su vida en peligro, y en Hobbes, que 
											ya lo ha convertido en autor, recibe 
											la amenaza de quemar sus libros; la 
											pura mendacidad no es una salida. El 
											sofista y el ignorante, más que el 
											mentiroso, ocupan el pensamiento de 
											Platón, y cuando establece la 
											distinción entre error y mentira 
											--es decir, entre « yeãdos 
											involuntario y voluntario»--, 
											resulta sintomático que sea mucho 
											más duro con las personas que «se 
											revuelcan en la ignorancia bestial» 
											que con los mentirosos(6). ¿Sería 
											porque la mentira organizada, que 
											domina el campo público, a 
											diferencia de la mentira privada que 
											prueba suerte en su propio dominio, 
											aún no se conocía? También podemos 
											preguntarnos si tiene alguna 
											relación con el hecho asombroso de 
											que, exceptuado el zoroastrismo, 
											ninguna de las grandes religiones 
											incluyera la mentira como tal, 
											distinta de «dar falso testimonio», 
											en su catálogo de pecados graves. 
											Sólo con el surgimiento de la moral 
											puritana, que coincidió con el 
											nacimiento de la ciencia organizada, 
											cuyo progreso debía asegurarse en el 
											terreno firme de la veracidad y 
											credibilidad absolutas de cada 
											científico, las mentiras pasaron a 
											considerarse faltas graves. 
											 
											
											
											Sea como sea, en términos 
											históricos, el conflicto entre 
											verdad y política surgió de dos 
											modos de vida diametralmente 
											opuestos: la vida del filósofo, como 
											la entendieron primero Parménides y 
											después Platón, y la vida de los 
											ciudadanos. A las siempre cambiantes 
											opiniones ciudadanas acerca de los 
											asuntos humanos, que a su vez 
											estaban en un estado de flujo 
											constante, el filósofo opuso la 
											verdad acerca de las cosas que, por 
											su propia naturaleza, eran 
											permanentes, y de las que por tanto 
											se podían derivar los principios 
											adecuados para estabilizar los 
											asuntos humanos. En consecuencia, la 
											antítesis de la verdad era la simple 
											opinión, que se igualaba con la 
											ilusión, y esta mengua de la opinión 
											fue lo que dio al conflicto su 
											intensidad política, porque la 
											opinión y no la verdad está entre 
											los prerrequisitos indispensables de 
											todo poder. «Todos los gobiernos 
											descansan en la opinión», decía 
											James Madison, y ni siquiera el 
											gobernante más autocrático o tirano 
											podría llegar jamás al poder, y 
											menos aún conservarlo, sin el apoyo 
											de quienes tuvieran una mentalidad 
											semejante. Por la misma causa, 
											cuando en la esfera de los asuntos 
											humanos se reclama una verdad 
											absoluta, cuya validez no necesita 
											apoyo del lado de la opinión, esa 
											demanda impacta en las raíces mismas 
											de todas las políticas y de todos 
											los gobiernos. Este antagonismo 
											entre verdad y opinión se ve mejor 
											elaborado en Platón (sobre todo en 
											Gorgias) como el antagonismo entre 
											la comunicación bajo la forma de 
											«diálogo», que es el discurso 
											adecuado para la verdad filosófica, 
											y bajo la forma de «retórica», por 
											la que el demagogo --como diríamos 
											hoy-- persuade a la multitud. En las 
											primeras etapas de la Edad Moderna 
											todavía se pueden encontrar huellas 
											de este conflicto original, pero muy 
											pocas en el mundo en que vivimos. 
											Por ejemplo, en Hobbes todavía 
											hallamos una contraposición de dos 
											«facultades opuestas»: un «razonar 
											sólido» y una «poderosa elocuencia»; 
											el primero está basado «sobre 
											principios de verdad, la otra sobre 
											opiniones... y sobre las pasiones e 
											intereses de hombres que son 
											diferentes y mutables».(7) Más de 
											cien años después, en el Siglo de 
											las Luces, esas huellas no habían 
											desaparecido totalmente y, donde el 
											antiguo antagonismo sobrevive aún, 
											el énfasis se ha desplazado. En 
											términos de filosofía premoderna, la 
											magnífica frase de Lessing --«Sage 
											jeder, was ihm Wahrheit dünkt, und 
											die Wahrheit selbst sei Gott 
											empfohlen» («Deja que cada hombre 
											diga lo que cree que es verdad y 
											deja que la verdad misma quede 
											encomendada a Dios»)-- habría 
											significado llanamente: el hombre no 
											es capaz de la verdad, todas sus 
											verdades, ay, son doxai, meras 
											opiniones; por el contrario, para 
											Lessing significaba: demos gracias a 
											Dios por no conocer la verdad. 
											Incluso cuando está ausente la nota 
											de júbilo --el criterio de que para 
											los hombres, al vivir en compañía, 
											la riqueza inagotable del discurso 
											humano es infinitamente más 
											significativa y de mayor alcance que 
											cualquier Verdad única--, la certeza 
											de la fragilidad de la razón humana 
											prevaleció desde el siglo XVIII sin 
											dar lugar a quejas ni lamentaciones. 
											Lo podemos comprobar en la grandiosa 
											Crítica de la razón pura de Kant, 
											donde la razón se ve llevada a 
											reconocer sus propias limitaciones, 
											como también lo oímos en las 
											palabras de Madison, que más de una 
											vez subrayó que «la razón del 
											hombre, como el hombre mismo, es 
											tímida y cautelosa cuando obra por 
											sí sola, y adquiere firmeza y 
											confianza en proporción al número 
											con que está asociada».(8) Las 
											consideraciones de este tipo, mucho 
											más que nociones acerca del derecho 
											individual a la expresión propia, 
											jugaron un papel decisivo en la 
											lucha, al fin más o menos 
											victoriosa, para obtener libertad de 
											pensamiento para la palabra hablada 
											e impresa. 
											 
											
											
											Spinoza, que aún creía en la 
											infalibilidad de la razón humana y 
											que a menudo recibe equivocadamente 
											el título de campeón de la libertad 
											de palabra y de pensamiento, 
											sostenía que «cada hombre es, por 
											irrevocable derecho natural, dueño 
											de sus propios pensamientos», que 
											«el entendimiento de cada hombre es 
											suyo y las mentes son distintas como 
											los paladares», de lo que concluía 
											que «es mejor garantizar lo que no 
											se puede anular» y que las leyes que 
											prohíben el libre pensamiento sólo 
											pueden desembocar en la existencia 
											de «hombres que piensen una cosa y 
											digan otra» y, por consiguiente, en 
											«la corrupción de la buena fe» y en 
											«el fomento de... la perfidia». Sin 
											embargo, Spinoza nunca exige 
											libertad de palabra, y el argumento 
											de que la razón humana necesita 
											comunicarse con los demás y, por 
											tanto, ser pública en bien de su 
											propia integridad brilla por su 
											ausencia. Incluso clasifica la 
											necesidad de comunicación del 
											hombre, su incapacidad para ocultar 
											sus pensamientos y callar, entre los 
											«errores comunes» que el filósofo no 
											comparte.(9) Por el contrario, Kant 
											afirmaba que «el poder externo que 
											priva al hombre de la libertad para 
											comunicar sus pensamientos en 
											público lo priva a la vez de su 
											libertad para pensar» (la cursiva es 
											mía), y que la única garantía para 
											«la corrección» de nuestro 
											pensamiento está en que «pensamos, 
											por así decirlo, en comunidad con 
											otros a los que comunicamos nuestros 
											pensamientos así como ellos nos 
											comunican los suyos». La razón 
											humana, por ser falible, sólo puede 
											funcionar si el hombre puede hacer 
											«uso público» de ella, y esto 
											también es verdad en el caso de 
											quienes, aun en un estado de 
											«tutelaje», son incapaces de usar 
											sus mentes «sin la guía de alguien 
											más», y para el «estudioso», que 
											necesita de «todo el público lector» 
											para examinar y controlar sus 
											resultados.(10) 
											 
											
											
											En este contexto, la cuestión del 
											número mencionada por Madison tiene 
											especial importancia. El 
											desplazamiento desde la verdad 
											racional hacia la opinión implica un 
											paso del hombre en singular hacia 
											los hombres en plural, lo que a su 
											vez implica un cambio desde un campo 
											en el que, dice Madison, nada cuenta 
											excepto el «razonamiento sólido» de 
											una mente, hacia un ámbito donde la 
											«fuerza de la opinión» se determina 
											por la confianza individual en «el 
											número de los que, supone el sujeto, 
											tienen las mismas opiniones», número 
											que, dicho sea al pasar, no está 
											necesariamente limitado a las 
											personas contemporáneas. Madison 
											distinguía aún esta vida en plural, 
											que es la vida del ciudadano, de la 
											vida del filósofo, por la que esas 
											consideraciones «debían ser 
											desechadas», pero esta distinción no 
											tiene una consecuencia práctica, 
											porque «una nación de filósofos es 
											tan poco probable como la raza 
											filosófica real que quería 
											Platón».(11) Dicho sea de paso, se 
											puede señalar que la idea misma de 
											«una nación de filósofos» habría 
											sido una contradicción en los 
											términos para Platón, cuya filosofía 
											política entera, incluidos sus 
											abiertos rasgos tiránicos, se funda 
											en la convicción de que la verdad no 
											se puede obtener ni comunicar entre 
											los integrantes de la mayoría. 
											 
											
											
											En el mundo en que vivimos, las 
											últimas huellas de este antiguo 
											antagonismo entre la verdad del 
											filósofo y las opiniones de la calle 
											ya han desaparecido. Ni la verdad de 
											la religión revelada, que los 
											pensadores del siglo XVII aún 
											tomaban como una molestia mayor, ni 
											la verdad del filósofo, desvelada al 
											hombre en su soledad, interfieren ya 
											en los asuntos del mundo. Con 
											respecto a la primera, la separación 
											de Iglesia y Estado nos dio paz, y 
											con respecto a la segunda, hace 
											tiempo que dejó de reclamar su 
											dominio, a menos que nos tomemos con 
											seriedad las modernas ideologías 
											como filosofías, lo que es bien 
											difícil, ya que sus adherentes hacen 
											declaraciones abiertas de que se 
											trata de armas políticas y 
											consideran irrelevante el tema de la 
											verdad y la veracidad. Si pensamos 
											en términos de la tradición, 
											podríamos sentirnos autorizados a 
											concluir de este estado de cosas que 
											ya se ha zanjado el antiguo 
											conflicto, y en particular que ha 
											desaparecido su causa originaria, el 
											choque de la verdad racional con la 
											opinión. 
											 
											
											
											Sin embargo, por extraño que 
											resulte, no es éste el caso, porque 
											el choque entre la verdad factual y 
											la política, que se produce hoy en 
											tan gran escala, tiene al menos en 
											algunos aspectos rasgos muy 
											similares. Mientras que 
											probablemente ninguna época anterior 
											toleró tantas opiniones diversas en 
											asuntos religiosos o filosóficos, la 
											verdad de hecho, si se opone al 
											provecho o al placer de un grupo 
											determinado, se saluda hoy con una 
											hostilidad mayor que nunca. Ya se 
											sabe que siempre existieron los 
											secretos de Estado; todos los 
											gobiernos deben clasificar cierta 
											información, no transmitirla al 
											público, y el que revelaba secretos 
											siempre fue tratado como un traidor. 
											Este tema no tiene que ver con mi 
											exposición. Los hechos que tengo en 
											mente son de público conocimiento, y 
											no obstante la misma gente que los 
											conoce puede situar en un terreno 
											tabú su discusión pública y, con 
											éxito y a menudo con espontaneidad, 
											convertirlos en lo que no son, en 
											secretos. Que después se pruebe que 
											su aseveración se considera tan 
											peligrosa como, por ejemplo, se 
											consideró la prédica del ateísmo o 
											alguna otra herejía, parece ser un 
											fenómeno curioso, y su significado 
											se ahonda cuando lo encontramos 
											también en países que soportan el 
											dominio tiránico de un gobierno 
											ideológico. (Incluso en la Alemania 
											de Hitler y en la Rusia de Stalin 
											era más peligroso hablar de campos 
											de concentración y de exterminio, 
											cuya existencia no era un secreto, 
											que sostener y aplicar puntos de 
											vista «heréticos» sobre 
											antisemitismo, racismo y comunismo.) 
											Se diría que es aún más inquietante 
											el de que, en la medida en que las 
											verdades factuales incómodas se 
											toleran en los países libres, a 
											menudo, en forma consciente o 
											inconsciente se las transforma en 
											opiniones, como si el apoyo que tuvo 
											Hitler, la caída de Francia ante el 
											ejército alemán en 1940 o la 
											política del Vaticano durante la 
											Segunda Guerra Mundial no fueran 
											hechos históricos sino una cuestión 
											de opiniones. En vista de que esas 
											verdades de hecho se refieren a 
											asuntos de importancia política 
											inmediata, lo que aquí está en juego 
											es algo más que la quizá inevitable 
											tensión entre dos formas de vida 
											dentro del marco de una realidad 
											común y comúnmente reconocida. Lo 
											que aquí se juega es la propia 
											realidad común y objetiva y éste es 
											un problema político de primer 
											orden, sin duda. En vista de que la 
											verdad de hecho, aunque mucho menos 
											abierta a la discusión que la verdad 
											filosófica, y con entera evidencia 
											al alcance de todos, a menudo parece 
											estar sujeta a un destino similar 
											cuando se expone en la calle --es 
											decir, a que se la combata no con 
											mentiras ni falsedades deliberadas, 
											sino con opiniones--, podría ser 
											útil mientras tanto reabrir el 
											antiguo y al parecer obsoleto tema 
											de verdad frente a opinión. 
											 
											
											
											Considerada desde el punto de vista 
											del que dice la verdad, la tendencia 
											a transformar el hecho en opinión, a 
											desdibujar la línea divisoria entre 
											ambos, no es menos desconcertante 
											que el antiguo dilema del hombre 
											veraz, tan bien expresado en la 
											alegoría de la caverna, cuando el 
											filósofo, a su regreso del solitario 
											viaje al cielo de las ideas 
											perdurables, procura comunicar su 
											verdad a la multitud, con el 
											resultado de verla desaparecer en la 
											diversidad de puntos de vista, que 
											para él son ilusiones, y caer hasta 
											el espacio incierto de la opinión, 
											de modo que en ese instante, cuando 
											está otra vez en la caverna, la 
											verdad misma se muestra en la 
											formulación del dokeZˇ moi («me 
											parece»), las dÕxai mismas que había 
											esperado dejar detrás de una vez 
											para siempre. Sin embargo, el 
											narrador de la verdad de hecho está 
											en peor situación. No vuelve de 
											ningún viaje a regiones que estén 
											más allá del campo de los asuntos 
											humanos ni puede consolarse con la 
											idea de que se ha convertido en un 
											forastero en este mundo. De una 
											manera similar, no tenemos derecho a 
											consolarnos con la idea de que la 
											verdad de esa persona, si es verdad, 
											no es de este mundo. Si no se 
											aceptan los simples juicios 
											objetivos de esa persona --verdades 
											vistas y presenciadas con los ojos 
											del cuerpo y no con los de la 
											mente--, surge la sospecha de que 
											puede estar en la naturaleza del 
											campo político negar o tergiversar 
											cualquier clase de verdad, como si 
											los hombres fueran incapaces de 
											llegar a un acuerdo con la 
											pertinacia inconmovible, evidente y 
											firme de esa verdad. Si éste fuera 
											el caso, las cosas serían aún más 
											desesperadas de lo que Platón decía, 
											porque la verdad de Platón, hallada 
											y actualizada en soledad, por 
											definición trasciende al campo de la 
											mayoría, al mundo de los asuntos 
											humanos. (Se puede entender que el 
											filósofo, en su aislamiento, ceda a 
											la tentación de usar su verdad como 
											una norma que se ha de imponer en 
											los asuntos humanos, es decir, para 
											igualar la trascendencia inherente 
											de la verdad filosófica con la muy 
											distinta clase de «trascendencia» 
											por la que los metros y otros 
											patrones de medida se separan de la 
											multitud de objetos que deben medir, 
											y también podemos entender que la 
											mayoría se resista a esa norma, ya 
											que en realidad se deriva de un 
											espacio que es ajeno al campo de los 
											asuntos humanos y cuya conexión con 
											él sólo se justifica por una 
											confusión.) La verdad filosófica, 
											cuando entra en la calle, cambia su 
											naturaleza y se convierte en 
											opinión, porque se ha producido una 
											verdadera met§basij e‡j allo gzˇnoj, 
											no sólo un paso de un tipo de 
											razonamiento a otro sino de un modo 
											de existencia humana a otro. 
											 
											
											
											Por el contrario, la verdad de hecho 
											siempre está relacionada con otras 
											personas: se refiere a 
											acontecimientos y circunstancias en 
											las que son muchos los implicados; 
											se establece por testimonio directo 
											y depende de declaraciones; sólo 
											existe cuando se habla de ella, 
											aunque se produzca en el campo 
											privado. Es política por naturaleza. 
											Los hechos y las opiniones, aunque 
											deben mantenerse separados, no son 
											antagónicos entre sí; pertenecen al 
											mismo campo. Los hechos dan origen a 
											las opiniones, y las opiniones, 
											inspiradas por pasiones e intereses 
											diversos, pueden diferenciarse 
											ampliamente y ser legítimas mientras 
											respeten la verdad factual. La 
											libertad de opinión es una farsa, a 
											menos que se garantice la 
											información objetiva y que no estén 
											en discusión los hechos mismos. En 
											otras palabras, la verdad factual 
											configura al pensamiento político 
											tal como la verdad de razón 
											configura a la especulación 
											filosófica. 
											 
											
											
											Pero ¿existen hechos independientes 
											de la opinión y de la 
											interpretación? ¿Acaso generaciones 
											enteras de historiadores y filósofos 
											de la historia no han demostrado la 
											imposibilidad de establecer hechos 
											sin una interpretación, ya que en 
											primer lugar hay que rescatarlos de 
											un puro caos de acontecimientos (y 
											los principios de elección no son 
											los datos objetivos) y después hay 
											que ordenarlos en un relato que se 
											puede transmitir sólo dentro de 
											cierta perspectiva, que no tiene 
											nada que ver con los sucesos 
											originales? Sin duda, éstas y muchas 
											otras incertidumbres de las ciencias 
											históricas son reales, pero no 
											constituyen una argumentación contra 
											la existencia de la cuestión 
											objetiva ni pueden servir para 
											justificar que se borren las líneas 
											divisorias entre hecho, opinión e 
											interpretación, o como una excusa 
											para que el historiador manipule los 
											hechos como le plazca. Aun si 
											admitimos que cada generación tiene 
											derecho a escribir su propia 
											historia, sólo le reconocemos el 
											derecho a acomodar los 
											acontecimientos según su propia 
											perspectiva, pero no el de alterar 
											la materia objetiva misma. Para 
											ilustrar este asunto, y como una 
											excusa para no seguir por más tiempo 
											con él, recordemos que, durante los 
											años veinte, cuenta la historia, 
											poco antes de morir, Clemenceau 
											mantenía una conversación amistosa 
											con un representante de la República 
											de Weimar sobre el problema de quién 
											había sido el culpable del estallido 
											de la Primera Guerra Mundial. «¿En 
											su opinión, qué pensarán los futuros 
											historiadores acerca de este asunto 
											tan engorroso y controvertido?», 
											preguntaron a Clemenceau, quien 
											respondió: «Eso no lo sé, pero sé 
											con certeza que no dirán que Bélgica 
											invadió Alemania». Aquí nos 
											interesan los datos rudamente 
											elementales de esa clase, cuya 
											esencia indestructible sería 
											evidente aun para los más extremados 
											y sofisticados creyentes del 
											historicismo. 
											 
											
											
											Es verdad que se necesitaría mucho 
											más que los gemidos de los 
											historiadores para eliminar de las 
											crónicas el hecho de que en la noche 
											del 4 de agosto de 1914 las tropas 
											alemanas cruzaron la frontera belga: 
											se necesitaría nada menos que el 
											monopolio del poder en todo el mundo 
											civilizado. Pero ese monopolio del 
											poder está lejos de ser 
											inconcebible, y no es difícil 
											imaginar cuál sería eldestino de la 
											verdad de hecho si los intereses del 
											poder, nacionales o sociales, 
											tuvieran la última palabra en estos 
											temas. Lo que nos lleva otra vez a 
											la sospecha de que puede ser propio 
											de la naturaleza del campo político 
											estar en guerra con la verdad en 
											todas sus formas; por consiguiente, 
											volvemos a la pregunta del motivo 
											por el que incluso un compromiso con 
											la verdad de hecho se siente como 
											una actitud antipolítica. 
											
											
											
											
											Cuando se dice que la verdad de 
											hecho o factual, como antítesis de 
											la racional, no es antagonista de la 
											opinión, se formula una verdad a 
											medias. Todas las verdades --no sólo 
											las distintas clases de verdad de 
											razón sino también la de hecho-- se 
											contraponen a la opinión en su modo 
											de afirmar la validez. La verdad 
											implica un elemento de coacción, y 
											las tendencias a menudo tiránicas, 
											tan lamentablemente visibles entre 
											los profesionales veraces se pueden 
											generar en la tensión de vivir 
											habitualmente bajo alguna clase de 
											compulsión, más que en un fallo de 
											carácter. Juicios como «la suma de 
											los ángulos de un triángulo es igual 
											a dos rectos», «la tierra se mueve 
											alrededor del sol», «es mejor sufrir 
											un daño que hacerlo», «en agosto de 
											1914 Alemania invadió Bélgica» son 
											muy distintos por la forma en que se 
											llegó a ellos, pero una vez 
											considerados verdaderos y 
											reconocidos como tales, comparten el 
											hecho de estar más allá del acuerdo, 
											la discusión, la opinión o el 
											consenso. Para quienes los aceptan, 
											esos juicios no varían según el gran 
											o escaso número de los que sustentan 
											la misma tesis; la persuasión o la 
											disuasión son inútiles, porque el 
											contenido del juicio no es de 
											naturaleza persuasiva sino coactiva. 
											(Así es como Platón, en Timeo, traza 
											una línea entre los hombres capaces 
											de percibir la verdad y los que 
											mantienen opiniones rígidas. Entre 
											los primeros, el órgano que percibe 
											la verdad [noèj] se activa a través 
											de la instrucción, cosa que, por 
											supuesto, implica desigualdad y de 
											la que se puede decir que es una 
											forma suave de coacción; los 
											segundos deben ser sólo persuadidos. 
											Los puntos de vista de los primeros, 
											dice Platón, son inamovibles, en 
											tanto que siempre se puede persuadir 
											a los segundos de que cambien sus 
											criterios.)(12) Lo que cierta vez 
											señaló Mercier de la Riviére acerca 
											de la verdad matemática se aplica a 
											todo tipo de verdad: «Euclide est un 
											véritable despote; et les vérités 
											géométriques qu'il nous a transmises, 
											sont des lois véritablement 
											despotiques» («Euclides es un 
											verdadero déspota, y las verdades 
											geométricas que nos transmitió son 
											leyes verdaderamente despóticas»). 
											Dentro de la misma actitud, unos 
											cien años antes, Van Groot --para 
											limitar el poder del príncipe 
											absoluto-- había insistido en que 
											«ni siquiera Dios puede lograr que 
											dos más dos no hagan cuatro». Con 
											esa frase no quería subrayar la 
											limitación implícita de la 
											omnipotencia divina, sino que 
											invocaba la fuerza coactiva de la 
											verdad frente al poder político. 
											Estas dos observaciones ilustran el 
											aspecto que ofrece la verdad en la 
											perspectiva política pura, desde el 
											punto de vista del poder, y la 
											pregunta es si el poder podría y 
											debería controlarse no sólo mediante 
											una constitución, una carta de 
											derechos y diversos poderes, como en 
											el sistema de controles y balances, 
											en el que, según decía Montesquieu, 
											«le pouvoir arréte le pouvoir» («el 
											poder detiene al poder») --es decir, 
											mediante factores que surgen del 
											campo político estricto y pertenecen 
											a él--, sino también mediante algo 
											que viene de fuera, que tiene su 
											fuente en un lugar que no es el 
											campo político y que es tan 
											independiente de los deseos y 
											anhelos de la gente como lo es la 
											voluntad del peor de los tiranos. 
											 
											
											
											Vista con la perspectiva de la 
											política, la verdad tiene un 
											carácter despótico. Por 
											consiguiente, los tiranos la odian, 
											porque con razón temen la 
											competencia de una fuerza coactiva 
											que no pueden monopolizar, y no le 
											otorgan demasiada estima los 
											gobiernos que se basan en el 
											consenso y rechazan la coacción. Los 
											hechos están más allá de acuerdos y 
											consensos, y todo lo que se diga 
											sobre ellos --todos los intercambios 
											de opinión fundados en informaciones 
											correctas-- no servirá para 
											establecerlos. Se puede discutir, 
											rechazar o adoptar una opinión 
											inoportuna, pero los hechos 
											inoportunos son de una tozudez 
											irritante que nada puede conmover, 
											exceptuadas las mentiras lisas y 
											llanas. El problema es que la verdad 
											de hecho, como cualquier otra 
											verdad, exige un reconocimiento 
											perentorio y evita el debate, y el 
											debate es la esencia misma de la 
											vida política. Los modos de 
											pensamiento y de comunicación que 
											tratan de la verdad, si se miran 
											desde la perspectiva política, son 
											avasalladores de necesidad: no toman 
											en cuenta las opiniones de otras 
											personas, cuando el tomarlas en 
											cuenta es la característica de todo 
											pensamiento estrictamente político. 
											 
											
											
											El pensamiento político es 
											representativo; me formo una opinión 
											tras considerar determinado tema 
											desde diversos puntos de vista, 
											recordando los criterios de los que 
											están ausentes; es decir, los 
											represento. Este proceso de 
											representación no implica adoptar 
											ciegamente los puntos de vista 
											reales de los que sustentan otros 
											criterios y, por tanto, miran hacia 
											el mundo desde una perspectiva 
											diferente; no se trata de empatía, 
											como si yo intentara ser o sentir 
											como alguna otra persona, ni de 
											contar cabezas y unirse a la 
											mayoría, sino de ser y pensar dentro 
											de mi propia identidad tal como en 
											realidad no soy. Cuantos más puntos 
											de vista diversos tenga yo presentes 
											cuando estoy valorando determinado 
											asunto, y cuanto mejor pueda 
											imaginarme cómo sentiría y pensaría 
											si estuviera en lugar de otros, 
											tanto más fuerte será mi capacidad 
											de pensamiento representativo y más 
											válidas mis conclusiones, mi 
											opinión. (Esta capacidad de 
											«mentalidad amplia» es la que 
											permite que los hombres juzguen; 
											como tal la descubrió Kant en la 
											primera parte de su Crítica del 
											juicio, aunque él no reconoció las 
											implicaciones políticas y morales de 
											su descubrimiento.) El proceso mismo 
											de formación de la opinión está 
											determinado por aquellos en cuyo 
											lugar alguien piensa usando su 
											propia mente, y la única condición 
											para aplicar la imaginación de este 
											modo es el desinterés, el hecho de 
											estar libre de los propios intereses 
											privados. 
											 
											
											
											Por consiguiente, si evito toda 
											compañía o estoy completamente 
											aislada mientras me formo una 
											opinión, no estoy conmigo misma, sin 
											más, en la soledad del pensamiento 
											filosófico; en realidad sigo en este 
											mundo de interdependencia universal, 
											donde puedo convertirme en 
											representante de todos los demás. 
											Por supuesto, puedo negarme a obrar 
											así y hacerme una opinión que 
											considere sólo mis propios 
											intereses, o los intereses del grupo 
											al que pertenezco. Sin duda, incluso 
											entre personas muy cultivadas, lo 
											más habitual es la obstinación 
											ciega, que se hace evidente en la 
											falta de imaginación y en la 
											incapacidad de juzgar. Pero la 
											calidad misma de una opinión, como 
											la de un juicio, depende de su grado 
											de imparcialidad. 
											 
											
											
											Ninguna opinión es evidente por sí 
											misma. En cuestiones de opinión, 
											pero no en cuestiones de verdad, 
											nuestro pensamiento es genuinamente 
											discursivo, va de un lado a otro, de 
											un lugar del mundo a otro, por así 
											decirlo, a través de toda clase de 
											puntos de vista antagónicos, hasta 
											que por fin se eleva desde esas 
											particularidades hacia alguna 
											generalidad imparcial. Comparado con 
											este proceso, en el que un asunto 
											particular se lleva a campo abierto 
											para que se pueda verlo en todos sus 
											aspectos, en todas las perspectivas 
											posibles, hasta que la luz plena de 
											la comprensión humana lo inunda y lo 
											hace transparente, un juicio de 
											verdad tiene una opacidad peculiar. 
											La verdad de razón ilumina el 
											entendimiento humano y la verdad de 
											hecho debe configurar opiniones, 
											pero estas verdades nunca son 
											oscuras aunque tampoco son 
											transparentes, y está en su 
											naturaleza misma la capacidad de 
											soportar una dilucidación posterior, 
											así como en la naturaleza de la luz 
											está que soporte el esclarecimiento. 
											 
											
											
											Además, en ningún otro punto esa 
											opacidad es más evidente ni más 
											irritante que cuando nos enfrentamos 
											con los hechos y con la verdad de 
											hecho, porque no hay ninguna razón 
											concluyente para que los hechos sean 
											lo que son; siempre pueden ser 
											diversos y esta molesta contingencia 
											es literalmente ilimitada. A causa 
											de la accidentalidad de los hechos, 
											la filosofía premoderna se negó a 
											tomar en serio el campo de los 
											asuntos humanos, impregnado por el 
											carácter factual, o a creer que 
											cualquier verdad significativa se 
											podría descubrir alguna vez en la 
											«accidentalidad melancólica» (Kant) 
											de una secuencia de los hechos que 
											constituyen el curso de este mundo. 
											Ninguna filosofía de la historia 
											moderna consiguió hacer las paces 
											con la tozudez intratable e 
											irracional de la pura factualidad; 
											los filósofos modernos idearon todas 
											las clases de necesidad, desde la 
											dialéctica de un mundo del espíritu 
											o de las condiciones materiales 
											hasta las necesidades de una 
											naturaleza humana presuntamente 
											invariable y conocida, para que los 
											últimos vestigios del al parecer 
											arbitrario «podría haber sido de 
											otra manera» (que es el precio de la 
											libertad) desaparezcan del único 
											campo en que los hombres son libres 
											de verdad. Es cierto que mirando 
											hacia atrás --o sea, con perspectiva 
											histórica-- cada secuencia de 
											acontecimientos se ve como si las 
											cosas no pudieran haber sido de otro 
											modo, pero eso es una ilusión 
											óptica, o más bien existencial: nada 
											podría ocurrir si la realidad, por 
											definición, no destruyera todas las 
											demás potencialidades inherentes, en 
											su origen, a toda situación dada. 
											 
											
											
											En otras palabras, la verdad de 
											hecho no es más evidente que la 
											opinión, y esto ha de estar entre 
											las razones por las que quienes 
											sustentan opiniones encuentran 
											relativamente fácil desacreditar 
											esta verdad como si se tratara de 
											una opinión más. Por otra parte, la 
											evidencia factual se establece 
											mediante el testimonio de testigos 
											presenciales --sin duda poco 
											fiables-- y por registros, 
											documentos y monumentos, todos los 
											cuales pueden ser el resultado de 
											alguna falsificación. En el caso de 
											una disputa, sólo se puede invocar a 
											otros testigos, pero no a una 
											tercera y más alta instancia, y a la 
											conciliación en general se llega por 
											vía mayoritaria, es decir, tal como 
											en la conciliación de disputas de 
											opinión, un procedimiento por entero 
											insatisfactorio, ya que no hay nada 
											que evite que una mayoría de 
											testigos lo sea de testigos falsos. 
											Por el contrario, bajo ciertas 
											circunstancias, el sentimiento de 
											pertenencia a una mayoría puede 
											incluso propiciar el falso 
											testimonio. En otras palabras, en la 
											medida en que la verdad de hecho 
											está expuesta a la hostilidad de los 
											que sustentan la opinión, es al 
											menos tan vulnerable como la verdad 
											filosófica racional. 
											 
											
											
											Antes observé que el que dice la 
											verdad de hecho está, en algunos 
											aspectos, en peores condiciones que 
											el filósofo de Platón, y que su 
											verdad no tiene origen trascendente 
											y ni siquiera posee las cualidades 
											relativamente trascendentes de 
											principios políticos como la 
											libertad, la justicia, el honor y el 
											valor, todos los cuales pueden 
											inspirar la acción humana y 
											manifestarse en ella. Ahora veremos 
											que esta desventaja tiene 
											consecuencias más serias que las 
											pensadas anteriormente, 
											consecuencias que se refieren no 
											sólo a la persona del hombre veraz 
											sino también --y esto es más 
											importante-- a las posibilidades de 
											que su verdad sobreviva. La 
											inspiración y la manifestación de 
											las acciones humanas pueden no ser 
											adecuadas para competir con la 
											evidencia apremiante de la verdad, 
											pero en cambio sí lo son, como 
											veremos, para competir con la 
											persuasividad inherente a la 
											opinión. Cité antes la frase 
											socrática «es mejor sufrir un daño 
											que hacerlo» como ejemplo de un 
											juicio filosófico que concierne a la 
											conducta humana y, por consiguiente, 
											que tiene implicaciones políticas. 
											Lo hice en parte porque esta 
											sentencia se ha convertido en el 
											principio del pensamiento ético 
											occidental, y en parte porque, hasta 
											donde tengo noticias, siguió siendo 
											la única proposición ética que se 
											puede derivar directamente de la 
											experiencia filosófica específica. 
											(El imperativo categórico de Kant, 
											el único competidor en este campo, 
											se puede despojar de sus 
											ingredientes judeocristianos, que 
											fundamentan su formulación como un 
											imperativo en lugar de una mera 
											proposición. Su principio básico es 
											el axioma de la no contradicción 
											--el ladrón se contradice porque 
											quiere guardar como propiedad suya 
											los bienes que roba--, y este axioma 
											debe su validez a las condiciones de 
											pensamiento que Sócrates fue el 
											primero en descubrir.) 
											 
											
											
											Los diálogos platónicos nos dicen 
											una y otra vez que el juicio de 
											Sócrates (una proposición, no un 
											imperativo) sonaba a paradoja, que 
											con facilidad era refutado en la 
											calle, donde una opinión se opone a 
											otra opinión, y que Sócrates era 
											incapaz de probar y demostrar su 
											validez no sólo ante sus 
											adversarios, sino también ante sus 
											amigos y discípulos. (El más fuerte 
											de estos pasajes se encuentra en el 
											principio de La república(13). 
											Después de un vano intento de 
											convencer a su antagonista Trasímaco 
											de que la justicia es mejor que la 
											injusticia, Glaucón y Adimanto, 
											discípulos de Sócrates, dicen a su 
											maestro que su argumento no había 
											sido convincente. El maestro admira 
											la argumentación de los jóvenes: 
											«Sin duda habéis experimentado algo 
											divino para que no os hayáis 
											persuadido de que la injusticia es 
											mejor que la justicia, cuando sois 
											capaces de hablar de tal modo en 
											favor de esas tesis». En otras 
											palabras, estaban convencidos antes 
											de que empezara la discusión, y todo 
											lo que se había dicho para apoyar la 
											verdad de la proposición no sólo no 
											había conseguido persuadir a los no 
											convencidos sino que ni siquiera 
											había tenido la fuerza necesaria 
											para reforzar sus convicciones.) 
											Encontramos en los diálogos 
											platónicos todo lo que se pueda 
											decir en esta defensa. El argumento 
											principal es el de que para el 
											hombre, que es uno, es mejor estar 
											en conflicto con todo el mundo que 
											estar en conflicto y en 
											contradicción consigo mismo(14), un 
											argumento que tiene mucha fuerza 
											para el filósofo, cuyo pensamiento 
											caracteriza Platón como un 
											silencioso diálogo consigo mismo y 
											cuya existencia, por consiguiente, 
											depende de un intercambio 
											constantemente articulado consigo 
											mismo de una partición-en-dos de la 
											unidad que, de todos modos, él es, 
											porque una contradicción básica 
											entre los dos interlocutores que 
											sostienen el diálogo reflexivo 
											destruiría las condiciones mismas de 
											la actividad filosófica(15). En 
											otras palabras, como el hombre lleva 
											dentro un interlocutor del que nunca 
											podrá liberarse, lo mejor que puede 
											ocurrirle es no vivir en compañía de 
											un asesino o de un falsario. Además, 
											ya que el pensamiento es el diálogo 
											callado que se produce entre el 
											sujeto y su yo, hay que tener el 
											cuidado de mantener intacta la 
											integridad de ese compañero, porque 
											en caso contrario se pierde por 
											completo la capacidad de pensar. 
											 
											
											
											Para el filósofo --o más bien para 
											el hombre en la medida en que es un 
											ser pensante--, esta proposición 
											ética sobre hacer y sufrir el mal no 
											es menos cierta que la verdad 
											matemática. Pero para el hombre como 
											ciudadano, como ser que obra 
											comprometido con el mundo y la 
											prosperidad pública más que con su 
											propio bienestar --incluida, por 
											ejemplo, su «alma inmortal», cuya 
											«salud» debería estar por encima de 
											las necesidades de un cuerpo 
											mortal--, el juicio socrático no es 
											verdadero. Muchas veces se señalaron 
											las desastrosas consecuencias que 
											para cualquier grupo tendría el 
											hecho de empezar a seguir, con toda 
											seriedad, los preceptos éticos 
											derivados del hombre en singular, ya 
											sean socráticos, platónicos o 
											cristianos. Mucho antes de que 
											Maquiavelo recomendara proteger el 
											campo político de los principios 
											puros de la fe cristiana (los que se 
											niegan a hacer el mal permiten a los 
											malvados «hacer todo el mal que 
											quieran»), Aristóteles advertía en 
											contra de permitir que los filósofos 
											tuvieran cualquier intervención en 
											asuntos políticos. (A los hombres 
											que por motivos profesionales han de 
											preocuparse tan poco por «lo que es 
											bueno para ellos mismos», no se les 
											puede confiar lo que es bueno para 
											los demás, y menos que nada el «bien 
											común», el interés terreno de la 
											comunidad.(16) 
											 
											
											
											La verdad filosófica se refiere al 
											hombre en su singularidad y, por 
											tanto, es apolítica por naturaleza. 
											Si, no obstante, el filósofo quiere 
											que su verdad prevalezca ante las 
											opiniones de la mayoría, sufrirá una 
											derrota y tal vez de ella deduzca 
											que la verdad es impotente, una 
											perogrullada que equivale a que un 
											matemático, incapaz de cuadrar el 
											círculo, se quejase de que el 
											círculo no sea un cuadrado. Podría 
											sentirse tentado, como Platón, de 
											hacerse oír por algún tirano con 
											inclinaciones filosóficas, y en el 
											afortunado y muy poco probable caso 
											de que tuviera éxito, podría fundar 
											una de esas tiranías de la «verdad» 
											que conocemos en especial a través 
											de las diversas utopías políticas y 
											que, por supuesto, en términos 
											políticos son tan tiránicas como las 
											otras formas de despotismo. En el 
											apenas menos improbable caso de que 
											su verdad se impusiera sin el 
											auxilio de la violencia, simplemente 
											porque los hombres están de acuerdo 
											con ella, la suya sería una victoria 
											pírrica. En tal caso, la verdad 
											debería su predominio no a su propia 
											fuerza sino al acuerdo de la 
											mayoría, que podría cambiar de 
											parecer al día siguiente y sostener 
											alguna otra cosa: lo que fuera 
											verdad filosófica se convertiría en 
											mera opinión. 
											 
											
											
											Sin embargo, como la verdad 
											filosófica lleva en sí un elemento 
											coactivo, puede tentar al hombre de 
											Estado en ciertas condiciones, tanto 
											como el poder de la opinión puede 
											tentar al filósofo. Por ejemplo, en 
											la Declaración de la Independencia, 
											Jefferson decía que ciertas 
											«verdades son evidentes por sí 
											mismas», porque quería poner el 
											acuerdo básico entre los hombres de 
											la Revolución más allá de toda 
											disputa y discusión; como axiomas 
											matemáticos, debían expresar las 
											«creencias de los hombres» que 
											«dependen no de su propia voluntad, 
											sino que siguen involuntariamente 
											las evidencias propuestas a su 
											entendimiento»(17). Con todo, al 
											decir «consideramos que estas 
											verdades son evidentes por sí 
											mismas», aunque no fuera totalmente 
											consciente de ello, concedía que el 
											juicio «todos los hombres fueron 
											creados como iguales» no es evidente 
											por sí mismo sino que necesita del 
											acuerdo y del consenso, admitía que 
											la igualdad, para tener importancia 
											en el campo político, no es «la 
											verdad» sino una cuestión de 
											opiniones. De otra parte, existen 
											juicios filosóficos o religiosos que 
											corresponden a esta opinión --como 
											el que dice que todos los hombres 
											son iguales ante Dios, ante la 
											muerte o en la medida en que 
											pertenecen a la misma especie de 
											animal rationale--, pero ninguno de 
											ellos tuvo jamás ninguna 
											consecuencia política o práctica, 
											porque el elemento nivelador, ya sea 
											Dios, la muerte o la naturaleza, 
											trasciende y está fuera del campo en 
											que se produce la relación humana. 
											Esas «verdades» no están entre los 
											hombres sino por encima de ellos y 
											ninguna de esas cosas está detrás de 
											la moderna o antigua aceptación de 
											la verdad, sobre todo de la de los 
											griegos. Que todos los hombres hayan 
											sido creados iguales, no es evidente 
											por sí mismo ni se puede probar. Lo 
											creemos porque la libertad sólo es 
											posible entre iguales, y creemos que 
											las alegrías y gratificaciones de la 
											libre compañía han de preferirse a 
											los placeres dudosos del dominio. 
											Estas preferencias tienen la máxima 
											importancia política, y aparte de 
											ellas hay pocas cosas por las que 
											los hombres se diferencien más 
											profundamente entre sí. Su calidad 
											humana, estaríamos tentados de 
											decir, y sin duda la calidad de todo 
											tipo de relación entre ellos, 
											depende de esas elecciones. No 
											obstante, se trata de una cuestión 
											de opiniones y no de la verdad, como 
											admitió Jefferson, muy en contra de 
											su voluntad. Su validez depende del 
											acuerdo y consenso libre; se llega a 
											ellos a través del pensamiento 
											discursivo, representativo, y se 
											comunican a través de la persuasión 
											y la disuasión. 
											 
											
											
											La proposición socrática «es mejor 
											padecer el mal que hacerlo» no es 
											una opinión sino que pretende ser 
											una verdad, y aunque se pueda dudar 
											de que alguna vez haya tenido una 
											consecuencia política directa, es 
											innegable su impacto en la conducta 
											práctica como precepto ético; sólo 
											disfrutan de un reconocimiento mayor 
											las normas religiosas, que son 
											absolutamente vinculantes para la 
											comunidad de creyentes. ¿Este hecho 
											no entra en clara contradicción con 
											la generalmente aceptada impotencia 
											de la verdad filosófica? Y, en vista 
											de que sabemos por los diálogos 
											platónicos qué poco persuasivo 
											resultaba el juicio de Sócrates para 
											amigos y enemigos por igual cuando 
											el maestro trataba de probar su 
											validez, debemos preguntarnos cómo 
											pudo obtener su alto grado de 
											aceptación. Es evidente que se habrá 
											debido a un tipo de persuasión poco 
											habitual; Sócrates decidió apostar 
											su vida por esa verdad, por ejemplo 
											no cuando se presentó ante el 
											tribunal ateniense sino cuando se 
											negó a evitar la sentencia de 
											muerte. Y esta enseñanza mediante el 
											ejemplo es, sin duda, la única forma 
											de «persuasión» de la que es capaz 
											la verdad filosófica sin caer en la 
											perversión o la distorsión(18); por 
											la misma causa, la verdad filosófica 
											puede convertirse en «práctica» e 
											inspirar la acción sin violar las 
											normas del ámbito político sólo 
											cuando consigue hacerse manifiesta a 
											la manera de un ejemplo: es la única 
											oportunidad que un principio ético 
											tiene de ser verificado y 
											confirmado. Por ejemplo, para 
											verificar la idea de valor podemos 
											recordar el comportamiento de 
											Aquiles y para verificar la idea de 
											bondad nos inclinamos a pensar en 
											Jesús de Nazareth o en san 
											Francisco; estos ejemplos enseñan o 
											persuaden por inspiración, de modo 
											que cada vez que tratamos de cumplir 
											un acto de valor o de bondad, es 
											como si imitáramos a alguien, 
											imitatio Christi o de quien sea. A 
											menudo se señala que, como decía 
											Jefferson, «un sentido vívido y 
											duradero del deber filial se imprime 
											con mayor eficacia en la mente de un 
											hijo o una hija tras la lectura de 
											El rey Lear que por la de todos los 
											secos libros que sobre la ética y la 
											divinidad se hayan escrito»(19), y 
											que, como decía Kant, «los preceptos 
											generales aprendidos de sacerdotes o 
											de filósofos, o incluso tomados de 
											los propios recursos, nunca son tan 
											eficaces como un ejemplo de virtud o 
											santidad»(20). La razón, como lo 
											explica Kant, es que siempre 
											necesitamos «intuiciones... para 
											verificar la realidad de nuestros 
											conceptos». «Si son puros conceptos 
											del entendimiento», como el concepto 
											de triángulo, «las intuiciones 
											reciben el nombre de esquemas», como 
											el triángulo ideal, percibido sólo 
											por los ojos de la mente y no 
											obstante indispensable para 
											reconocer todos los triángulos 
											reales; sin embargo, si los 
											conceptos son prácticos, referidos a 
											la conducta, «las intuiciones se 
											llaman ejemplos»(21). Y, a 
											diferencia de los esquemas, que 
											nuestra mente produce por sí misma 
											gracias a la imaginación, estos 
											ejemplos se derivan de la historia y 
											de la poesía, a través de las cuales 
											--como señalara Jefferson-- «se abre 
											para nuestro uso un campo de 
											imaginación» completamente distinto. 
											 
											
											
											Esta transformación de un juicio 
											teórico o especulativo en verdad 
											ejemplar --una transformación de la 
											que sólo es capaz la filosofía 
											moral-- es una experiencia límite 
											para el filósofo: al establecer un 
											ejemplo y «persuadir» a la gente de 
											la única forma en que puede hacerlo, 
											empieza a actuar. Hoy, cuando casi 
											ningún juicio filosófico, por 
											atrevido que sea, se tomará lo 
											bastante en serio como para que 
											ponga en peligro la vida del 
											filósofo, aun esta rara oportunidad 
											de confirmar en lo político una 
											verdad filosófica ha desaparecido. 
											Sin embargo, en nuestro contexto es 
											importante tener en cuenta que tal 
											posibilidad existe para el que dice 
											la verdad de razón, pero no existe 
											en ninguna circunstancia para el que 
											dice la verdad factual que en éste, 
											como en otros temas, está en peor 
											situación que antes. No sólo los 
											juicios objetivos no contienen 
											principios por los cuales los 
											hombres puedan actuar, y que por 
											consiguiente resulten manifiestos en 
											el mundo; su contenido mismo se 
											resiste a este tipo de verificación. 
											Alguien que dice la verdad de hecho, 
											en el improbable caso de que 
											quisiera apostar su vida por un 
											acontecimiento particular, cometería 
											una especie de error. Lo que 
											quedaría manifiesto en su acción 
											sería su valor o quizá su tozudez, 
											pero no la verdad de lo que tenía 
											que decir ni tampoco su propia 
											credibilidad. ¿Por qué un mentiroso 
											no iba a sostener sus mentiras con 
											gran valor, sobre todo en política, 
											donde puede estar motivado por el 
											patriotismo o por otra clase de 
											legítima parcialidad de grupo? 
											
											
											
											
											Lo que define a la verdad de hecho 
											es que su opuesto no es el error ni 
											la ilusión ni la opinión, elementos 
											que no se reflejan en la veracidad 
											personal, sino la falsedad 
											deliberada o mentira. Claro está que 
											el error es posible, e incluso 
											común, con respecto a la verdad de 
											hecho, en cuyo caso este tipo de 
											verdad no se diferencia de la verdad 
											científica o de razón. Pero la 
											cuestión es que, con respecto a los 
											hechos, existe otra alternativa, la 
											falsedad deliberada, que no 
											pertenece a la misma especie de las 
											proposiciones que, acertadas o 
											equivocadas, no pretenden más que 
											decir qué es una cosa para el sujeto 
											o cómo se muestra esa cosa a él. 
											 
											
											
											Un juicio objetivo --Alemania 
											invadió Bélgica en agosto de 1914-- 
											adquiere implicaciones políticas 
											sólo si se pone en un contexto 
											interpretativo. Pero la proposición 
											opuesta, esa que Clemenceau, aún 
											poco familiarizado con el arte de 
											volver a escribir la historia, 
											consideraba absurda, no necesita 
											contexto para tener significado 
											político. Con toda claridad, se 
											trata de un intento de cambiar la 
											crónica y como tal es una forma de 
											acción. Otro tanto ocurre cuando el 
											falsario, que no puede hacer que su 
											mentira se imponga, no insiste en la 
											verdad evangélica de su juicio y 
											pretende que se trata de su 
											«opinión», que reivindica basándose 
											en su derecho constitucional. Con 
											frecuencia hacen esto los grupos 
											subversivos, y en un público 
											políticamente inmaduro, la confusión 
											resultante puede ser considerable. 
											La atenuación de la línea divisoria 
											entre la verdad de hecho y la 
											opinión es una de las muchas formas 
											que puede asumir la mentira, todas 
											ellas formas de acción. 
											 
											
											
											Mientras el embustero es un hombre 
											de acción, el veraz, ya diga 
											verdades de razón o de hecho, no lo 
											es de ningún modo. Si el que dice 
											verdades de hecho quiere desempeñar 
											un papel político y por tanto ser 
											persuasivo, en la mayoría de los 
											casos tendrá que extenderse 
											considerablemente para explicar por 
											qué su particular verdad es la mejor 
											para los intereses de determinado 
											grupo. Así como el filósofo obtiene 
											una victoria pírrica cuando su 
											verdad se vuelve dominante en los 
											medios de opinión, el que dice la 
											verdad factual, cuando entra en el 
											campo político y se identifica con 
											algún interés parcial y con alguna 
											formación de poder, compromete la 
											única cualidad que podría hacer que 
											su verdad fuera plausible: su 
											veracidad, garantizada por la 
											imparcialidad, la integridad, la 
											independencia. Es difícil que haya 
											una figura política más capaz de 
											despertar sospechas justificadas que 
											la del veraz de profesión que ha 
											descubierto alguna feliz 
											coincidencia entre la verdad y el 
											interés. El embustero, por el 
											contrario, no necesita de tan dudosa 
											acomodación para aparecer en la 
											escena política; tiene la gran 
											ventaja de que siempre está, por así 
											decirlo, en medio de ella; es actor 
											por naturaleza; dice lo que no es 
											porque quiere que las cosas sean 
											distintas de lo que son, es decir, 
											quiere cambiar el mundo. Toma 
											ventaja de la innegable afinidad de 
											nuestra capacidad para la acción, 
											para cambiar la realidad, con esa 
											misteriosa facultad nuestra que nos 
											permite decir «brilla el sol» cuando 
											está lloviendo a cántaros. Si en 
											nuestro comportamiento estuviéramos 
											tan completamente condicionados como 
											algunas filosofías hubiesen querido 
											que estuviéramos, jamás habríamos 
											podido concretar ese pequeño 
											milagro. En otras palabras, nuestra 
											habilidad para mentir --pero no 
											necesariamente nuestra habilidad 
											para ser veraces-- es uno de los 
											pocos datos evidentes y demostrables 
											que confirman la libertad humana. 
											Podemos cambiar las circunstancias 
											en que vivimos porque tenemos una 
											relativa libertad respecto de ellas, 
											y de esta libertad se abusa y a ella 
											se pervierte con la mendacidad. Si 
											es tentación poco menos que 
											irresistible para el historiador 
											profesional caer en la trampa de la 
											necesidad y negar de forma implícita 
											la libertad de acción, también es 
											casi igualmente irresistible la 
											tentación que el político 
											profesional siente por sobrestimar 
											las posibilidades de esa libertad y 
											tolerar de forma implícita la falsa 
											negación o la distorsión de los 
											hechos. 
											 
											
											
											Sin duda, en lo que respecta a la 
											acción, la mentira organizada es un 
											fenómeno marginal, pero el problema 
											es que su antítesis, el mero relato 
											de los hechos, no conduce a ninguna 
											acción: en circunstancias normales, 
											se decanta por la aceptación de las 
											cosas tal como son. (Esto, desde 
											luego, no implica rechazar que de la 
											divulgación de los hechos puedan 
											hacer un uso legítimo las 
											organizaciones políticas o que, en 
											ciertas circunstancias, los asuntos 
											objetivos llevados a la atención 
											pública puedan propiciar y reforzar 
											no poco las demandas de los grupos 
											étnicos y sociales.) La veracidad 
											jamás se incluyó entre las virtudes 
											políticas, porque poco contribuye a 
											ese cambio del mundo y de las 
											circunstancias que está entre las 
											actividades políticas más legítimas. 
											Sólo cuando una comunidad se embarca 
											en la mentira organizada por 
											principio y no únicamente con 
											respecto a los particulares, la 
											veracidad como tal, sin el sostén de 
											las fuerzas distorsionantes del 
											poder y el interés, puede 
											convertirse en un factor político de 
											primer orden. Cuando todos mienten 
											acerca de todo lo importante, el 
											hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, 
											ha empezado a actuar; también él se 
											compromete en los asuntos políticos 
											porque, en el caso poco probable de 
											que sobreviva, habrá dado un paso 
											hacia la tarea de cambiar el mundo. 
											 
											
											
											Sin embargo, en esta situación 
											pronto se encontrará en incómoda 
											desventaja. Hablé antes del carácter 
											contingente de los hechos, que 
											siempre podrían haber sido 
											distintos, y que por tanto no tienen 
											por sí mismos ningún rasgo evidente 
											o verosímil para la mente humana. 
											Como el falsario tiene libertad para 
											modelar sus «hechos» de tal modo que 
											concuerden con el provecho y el 
											placer, o aun las simples 
											expectativas, de su audiencia, lo 
											más posible es que resulte más 
											persuasivo que el hombre veraz. Es 
											muy cierto que por lo común tendrá 
											la verosimilitud de su lado; su 
											exposición será más lógica, por 
											decirlo así, porque el elemento 
											inesperado --uno de los rasgos 
											sobresalientes de todos los hechos-- 
											ha desaparecido misericordiosamente. 
											No sólo la verdad de razón, según la 
											frase de Hegel, reivindica para sí 
											el sentido común; la realidad, con 
											mucha frecuencia, infringe la 
											entereza raciocinante del sentido 
											común tanto como infringe el 
											provecho y el placer. 
											 
											
											
											Ahora debemos volver nuestra 
											atención al fenómeno relativamente 
											reciente de la manipulación masiva 
											de hechos y opiniones, como se hizo 
											evidente en la tarea de volver a 
											escribir la historia, en la 
											elaboración de la imagen y en la 
											política gubernamental concreta. La 
											tradicional mentira política, tan 
											prominente en la historia de la 
											diplomacia y en el arte de gobernar, 
											en general se refería a verdaderos 
											secretos --datos que jamás se hacían 
											públicos-- o bien a intenciones, que 
											de todos modos no tienen el mismo 
											grado de fiabilidad que los hechos 
											consumados; como todo lo que ocurre 
											dentro de cada persona, las 
											intenciones son simples 
											potencialidades, y lo que se pensó 
											como una mentira siempre puede 
											terminar siendo verdad. Por el 
											contrario, las mentiras políticas 
											modernas se ocupan con eficacia de 
											cosas que de ninguna manera son 
											secretas sino conocidas de casi 
											todos. Esto es obvio en el caso de 
											volver a escribir la historia 
											contemporánea ante los ojos de 
											quienes son testigos de ella, pero 
											también es verdad cuando se pretende 
											crear una imagen, caso en que, una 
											vez más, todo hecho conocido y 
											probado se puede negar o desdeñar si 
											daña la imagen, porque a diferencia 
											de un retrato antiguo, se supone que 
											la imagen no mejora la realidad sino 
											que la sustituye de manera total. 
											Gracias a las técnicas modernas y a 
											los medios masivos, ese sustituto es 
											mucho más público que su original. 
											Finalmente nos enfrentamos con 
											hombres de Estado respetables que, 
											como De Gaulle y Adenauer, fueron 
											capaces de construir sus políticas 
											básicas en tan obvios «no-hechos» 
											como el de que Francia fuera uno de 
											los vencedores de la última guerra 
											y, por tanto, una de las grandes 
											potencias, y «que la barbarie del 
											nacionalsocialismo había afectado 
											sólo a un porcentaje relativamente 
											pequeño del país»(22). Todas estas 
											mentiras, lo supieran o no sus 
											autores, contienen un elemento de 
											violencia; la mentira organizada 
											siempre tiende a destruir lo que se 
											haya decidido anular, aunque sólo 
											los gobiernos totalitarios de manera 
											consciente hayan adoptado la mentira 
											como paso previo al asesinato. 
											Cuando Trotski supo que nunca había 
											desempeñado un papel en la 
											Revolución Rusa, tuvo que haber 
											comprendido que se había firmado su 
											sentencia de muerte. Es obvio que 
											resulta más fácil eliminar a una 
											figura pública del registro 
											histórico si es posible eliminarla 
											del mundo de los vivos. En otras 
											palabras, la diferencia entre la 
											mentira tradicional y la mentira 
											moderna en la mayoría de los casos 
											se iguala con la diferencia entre el 
											ocultamiento y la destrucción. 
											 
											
											
											Además, la mentira tradicional sólo 
											se refería a ciudadanos particulares 
											y nunca tenía la intención de 
											engañar literalmente a todos, pues 
											se dirigía al enemigo y sólo a él 
											pretendía engañar. Estas dos 
											limitaciones restringían el daño 
											infligido a la verdad hasta un punto 
											que, visto en perspectiva, nos puede 
											parecer casi inofensivo. Como los 
											hechos siempre ocurren dentro de un 
											contexto, una mentira limitada --es 
											decir, una falsedad que no intenta 
											cambiar el contexto en su 
											totalidad-- desgarra, por así 
											decirlo, la tela de lo factual. Como 
											todo historiador sabe, se puede 
											detectar una mentira localizando 
											incongruencias, agujeros o las 
											líneas de los remiendos. En la 
											medida en que la estructura en su 
											conjunto se mantenga intacta, la 
											mentira se mostrará por fin como si 
											lo hiciera por sí misma. La segunda 
											limitación se refiere a los que 
											están comprometidos con la 
											impostura, que solían pertenecer al 
											círculo restringido de los 
											estadistas y diplomáticos, que entre 
											sí aún conocían y podían preservar 
											la verdad. No eran personas que 
											fueran a resultar víctimas de sus 
											propias falsedades; podían engañar a 
											los demás sin engañarse a sí mismos. 
											Es obvia la ausencia tanto de estas 
											circunstancias atenuantes como del 
											viejo arte de mentir en la 
											manipulación de los hechos a la que 
											hoy asistimos. 
											 
											
											
											¿Cuál es, pues, el significado de 
											estas limitaciones, y por qué se 
											justifica que las llamemos 
											circunstancias atenuantes? ¿Por qué 
											el engaño a medias se ha convertido 
											en una herramienta indispensable en 
											el negocio de la creación de una 
											imagen, y por qué, para el mundo y 
											para el mismo falsario que se 
											engañara con sus propias mentiras, 
											sería peor que el mero hecho de 
											engañar a los demás? Un falsario no 
											podría presentar mejor excusa moral 
											que la de que, por ser tanta su 
											aversión a la mentira, tuvo que 
											convencerse a sí mismo antes de 
											poder mentir a los demás, es decir 
											que, como Antonio en La tempestad, 
											había tenido que «convertir en 
											pecadora a su memoria, para dar 
											crédito a su propia mentira». Y por 
											último, y tal vez sea lo más 
											inquietante, si las modernas 
											mentiras políticas son tan grandes 
											que exigen una completa acomodación 
											nueva de toda la estructura de los 
											hechos --la configuración de otra 
											realidad, por decirlo así, en la que 
											entren sin grietas, brechas ni 
											fisuras, tal como los hechos entran 
											en su contexto original--, ¿qué es 
											lo que impide que esos nuevos 
											relatos, imágenes y «no-hechos» se 
											conviertan en sustituto adecuado de 
											la realidad y de lo factual? 
											 
											
											
											Una anécdota medieval ilustra lo 
											difícil que puede ser mentir a los 
											demás sin mentirse a sí mismo. Dice 
											el relato que había un pueblo en 
											cuya atalaya noche y día un 
											centinela montaba guardia para 
											advertir a la gente en caso de que 
											se acercara el enemigo. El centinela 
											era hombre dado a hacer bromas 
											pesadas y una noche hizo sonar la 
											alarma para meter un poco de miedo a 
											los habitantes del pueblo. Tuvo un 
											éxito abrumador: todos corrieron a 
											las murallas y el último en llegar 
											fue el propio centinela. El cuento 
											sugiere que, en gran medida, nuestra 
											captación de la realidad depende de 
											que compartamos el mundo con 
											nuestros semejantes, y que se 
											requiere una gran fuerza de carácter 
											para no apartarse de lo no 
											compartido, sea verdad o mentira. En 
											otras palabras, cuanto más éxito 
											tiene un falsario, más probable es 
											que caiga en la trampa de sus 
											propias elucubraciones. Además, el 
											bromista autoengañado que demuestra 
											estar en el mismo bando que sus 
											víctimas resultará mucho más fiable 
											que el embustero despiadado que se 
											permite disfrutar de su jugarreta 
											desde fuera. Sólo el autoengaño es 
											capaz de crear una apariencia de 
											fiabilidad, y en un debate sobre 
											hechos, el único factor de 
											persuasión que a veces tiene una 
											posibilidad de ser más fuerte que el 
											placer, el temor y el beneficio es 
											la apariencia personal. 
											 
											
											
											El prejuicio moral corriente suele 
											ser más bien duro con la mentira 
											cruel, en tanto que, por lo común, 
											se mira el a menudo muy desarrollado 
											arte del autoengaño con gran 
											tolerancia y permisividad. Entre los 
											pocos ejemplos de la literatura que 
											se pueden citar como contrarios a 
											esta valoración habitual está la 
											famosa escena del monasterio en el 
											principio de Los hermanos Karamazov. 
											El padre, un mentiroso empedernido, 
											pregunta al starets: «¿Qué debo 
											hacer para salvarme?», y el monje 
											responde: «Ante todo, ¡jamás te 
											mientas a ti mismo!». Dostoievski no 
											añade ninguna explicación ni 
											elaboración. Los argumentos en favor 
											del axioma «es mejor mentir a los 
											demás que engañarte a ti mismo» 
											señalarían que el mentiroso 
											despiadado tiene conciencia de la 
											distinción entre verdad y falsía, de 
											modo que la verdad que esconde de 
											los demás todavía no ha quedado por 
											completo fuera del mundo, sino que 
											ha encontrado en el falsario su 
											último refugio. El daño hecho a la 
											realidad no es completo ni 
											definitivo, y por la misma razón, el 
											dañohecho al embustero mismo tampoco 
											es completo ni final; esa persona ha 
											mentido pero no es una mentirosa. 
											Tanto esa persona como el mundo al 
											que engaña no están más allá de la 
											«salvación», para usar las palabras 
											del starets. 
											 
											
											
											El carácter completo y el 
											potencialmente final, desconocidos 
											en tiempos anteriores, son los 
											peligros que nacen de la moderna 
											manipulación de los hechos. Aun en 
											el mundo libre, donde el gobierno no 
											ha monopolizado el poder de decidir 
											y decretar cuáles son los elementos 
											factuales que son y los que no son, 
											las organizaciones con gigantescos 
											intereses han generalizado una 
											especie de marco mental de raison 
											d'étát, que antes se restringía al 
											manejo de los asuntos exteriores y, 
											en sus peores excesos, a las 
											situaciones de obvio e inminente 
											peligro. Y la propaganda nacional de 
											los gobiernos ya tiene aprendidas 
											más que unas pocas triquiñuelas de 
											los métodos de las prácticas 
											empresariales. Las imágenes 
											elaboradas para el consumo interno, 
											distintas de las mentiras que se 
											destinan al adversario extranjero, 
											pueden convertirse en realidad para 
											todos y, en primer lugar, para sus 
											propios fabricantes, que mientras 
											aún se encuentran en la tarea de 
											preparar sus «productos», se ven 
											abrumados por la mera idea del 
											posible número de víctimas. Sin 
											duda, los que originaron la imagen 
											falsa que «inspira» a los disuasores 
											ocultos todavía saben que quieren 
											engañar a un enemigo en el campo 
											social o en el nacional, pero el 
											resultado es que todo un grupo de 
											personas, e incluso de naciones 
											enteras, puede orientarse en una red 
											de engaños con la que los líderes 
											quieran someter a sus opositores. 
											 
											
											
											Lo que pasa después es casi 
											automático. El grupo engañado y los 
											engañadores mismos suelen 
											esforzarse, sobre todo, por mantener 
											intacta la imagen de la propaganda, 
											y esta imagen se ve menos amenazada 
											por el enemigo y por reales 
											intereses hostiles que por los que, 
											dentro del propio grupo, han 
											conseguido escapar de su encanto e 
											insisten en hablar de hechos o 
											acontecimientos no acordes con esa 
											imagen. La historia contemporánea 
											está llena de ejemplos en los que 
											quienes dicen la verdad factual se 
											consideraban más peligrosos e 
											incluso más hostiles que los 
											opositores mismos. Estos argumentos 
											contra el autoengaño no se deben 
											confundir con las protestas de los 
											«idealistas», sea cual sea su 
											mérito, contra la mentira como algo 
											en principio malo y contra el 
											antiguo arte de engañar al enemigo. 
											Políticamente, lo primordial es que 
											el arte moderno del autoengaño es 
											capaz de transformar un tema 
											exterior en un asunto interno, así 
											como un conflicto internacional o 
											intergrupal revierte sobre el 
											escenario de la política interna. 
											Los autoengaños practicados por 
											ambas partes en la época de la 
											guerra fría son demasiados como para 
											enumerarlos, pero es obvio que 
											constituyen un ejemplo apropiado. 
											Los críticos conservadores de la 
											democracia de masas con frecuencia 
											dibujaron los peligros que esta 
											forma de gobierno acarrea a los 
											asuntos internacionales, sin 
											mencionar, no obstante, los peligros 
											peculiares de las monarquías o de 
											las oligarquías. La fuerza de sus 
											argumentos está en el hecho 
											innegable de que, en condiciones 
											plenamente democráticas, el engaño 
											sin autoengaño es imposible por 
											completo. 
											 
											
											
											En nuestro actual sistema de 
											comunicación mundial, que abarca un 
											amplio número de naciones 
											independientes, ninguna de las 
											potencias existentes es lo bastante 
											grande como para disponer de una 
											«imagen» segura. Por consiguiente, 
											las imágenes tienen una expectativa 
											de vida más o menos breve; pueden 
											estallar no sólo cuando la suerte ya 
											está echada y la realidad reaparece 
											en público sino antes, porque los 
											fragmentos de los hechos perturban 
											sin cesar y arrancan de sus 
											engranajes la guerra de propaganda 
											entre imágenes enfrentadas. Sin 
											embargo, ese camino no es el único, 
											ni siquiera el más significativo por 
											el que la realidad se venga de los 
											que se atreven a desafiarla. La 
											expectativa de vida de las imágenes 
											apenas si puede aumentarse de manera 
											categórica aun bajo un gobierno 
											mundial o alguna otra versión 
											moderna de la Pax Romana. La mejor 
											ilustración de ello está en los 
											sistemas relativamente cerrados de 
											los gobiernos totalitarios y las 
											dictaduras de partido único, que por 
											supuesto son con gran diferencia las 
											entidades más eficaces para proteger 
											las ideologías y las imágenes del 
											impacto de la realidad y de la 
											verdad. (Esa corrección de las 
											crónicas nunca es segura. En un 
											informe de 1935, encontrado en el 
											Archivo Smolensk, nos enteramos de 
											las incontables dificultades que 
											rodean este tipo de empresa. Por 
											ejemplo, ¿qué «habría que hacer con 
											los discursos de Zinoviev, Kamenev, 
											Rikov, Bujarin et alii en los 
											congresos del Partido, en los plenos 
											del Comité Central, en el Komintern, 
											los congresos de los soviets, 
											etcétera? ¿Qué hacer con las 
											antologías sobre marxismo... 
											escritas o editadas en conjunto por 
											Lenin, Zinoviev... y otros? ¿Qué 
											hacer con los escritos de Lenin 
											editados por Kamenev?... ¿Qué se 
											podría hacer en los casos en que 
											Trotski... había escrito un artículo 
											en un número de Internacional 
											Comunista? ¿Habría que confiscar 
											toda la tirada?»(23). Preguntas 
											complejas, sin duda, para las que no 
											hay respuestas en el Archivo.) El 
											problema es que tienen que hacer 
											cambios constantes en las falsedades 
											con las que sustituyen la historia 
											real; las circunstancias cambiantes 
											exigen la suplantación de un libro 
											de historia por otro, el reemplazo 
											de páginas en las enciclopedias y 
											libros de consulta, la desaparición 
											de ciertos nombres para incluir 
											otros desconocidos o poco conocidos 
											antes. Y aunque esta inestabilidad 
											persistente no dé señales de lo que 
											puede ser la verdad, es en sí una 
											señal, y muy potente, del carácter 
											engañoso de todas las declaraciones 
											públicas relativas al mundo de los 
											hechos. A menudo se señala que la 
											consecuencia del lavado de cerebro 
											más cierta a largo plazo es una 
											peculiar clase de cinismo, un 
											rechazo absoluto a creer en la 
											veracidad de cualquier cosa, por muy 
											bien fundada que esté esa veracidad. 
											En otras palabras, el resultado de 
											una consistente y total sustitución 
											de las mentiras por la verdad de 
											hecho no es que las mentiras vayan a 
											ser aceptadas en adelante como 
											verdad, y la verdad se difame como 
											una mentira, sino que el sentido por 
											el que establecemos nuestro rumbo en 
											el mundo real --y la categoría de 
											verdad contra falsedad está entre 
											los medios mentales para conseguir 
											este fin-- queda destruido. 
											 
											
											
											Para este problema no hay remedio. 
											No es más que la otra cara del 
											incómodo carácter contingente de 
											toda la realidad objetiva. Ya que 
											todo lo que ha pasado de verdad en 
											el campo de los asuntos humanos 
											podría haber sido de otra manera, 
											las posibilidades de mentir son 
											ilimitadas, y esta ausencia de 
											limites contribuye al propio 
											fracaso. Sólo el embustero ocasional 
											conseguirá adherirse a una falsedad 
											particular con una firmeza 
											inconmovible; los que adapten las 
											imágenes y los relatos a las 
											circunstancias siempre cambiantes se 
											encontrarán flotando en un horizonte 
											abierto de potencialidad, 
											deslizándose de una posibilidad a 
											otra, imposibilitados de apoyarse en 
											ninguna de sus propias 
											construcciones. En lugar de 
											conseguir un sustituto adecuado de 
											lo real y de lo factual, transforman 
											los hechos y acontecimientos en esa 
											potencialidad de la que surgieron en 
											un primer momento. El signo más 
											seguro del carácter factual de los 
											hechos y acontecimientos es 
											precisamente esta tozuda presencia, 
											cuya contingencia inherente desafía, 
											por último, todos los intentos de 
											una explicación conclusiva. Por el 
											contrario, las imágenes siempre se 
											pueden explicar y hacer admisibles 
											--lo que les da una ventaja 
											momentánea sobre la verdad de 
											hecho--, pero nunca pueden competir 
											en estabilidad con lo que 
											simplemente es porque resulta que es 
											así y no de otro modo. Por este 
											motivo, hablando en términos 
											metafóricos, la mentira coherente 
											nos roba el suelo de debajo de 
											nuestros pies y no nos pone otro 
											para pisar. (En palabras de 
											Montaigne: «Si la falsía, como la 
											verdad, no tuviera más que una cara, 
											sabríamos mucho mejor dónde estamos, 
											porque podríamos dar por cierto lo 
											opuesto de lo que el embustero nos 
											dice. Pero el reverso de la verdad 
											tiene mil formas y un campo 
											ilimitado».) La vivencia de un 
											tembloroso movimiento fluctuante de 
											todo lo que sirve de base para 
											nuestro sentido de la dirección y de 
											la realidad está entre las 
											experiencias más comunes y más 
											intensas de los hombres que viven 
											bajo un gobierno totalitario. 
											 
											
											
											Por tanto, la innegable afinidad de 
											la mentira y la acción y el cambio 
											del mundo --es decir, la política-- 
											está limitada por la naturaleza 
											misma de las cosas abiertas a la 
											facultad de acción del hombre. El 
											fabricante de imágenes se equivoca 
											cuando cree que puede anticipar los 
											cambios mintiendo acerca de los 
											asuntos objetivos que todos quieren 
											eliminar de alguna manera. La 
											fundación de las aldeas Potemkin, 
											tan grata para los políticos y 
											propagandistas de los países en vías 
											de desarrollo, nunca lleva a la 
											creación de una cosa real sino sólo 
											a una proliferación y 
											perfeccionamiento del engaño. Ni el 
											pasado --y toda verdad factual, por 
											supuesto, se refiere al pasado-- ni 
											el presente, en la medida en que es 
											una consecuencia del pasado, están 
											abiertos a la acción; sólo el futuro 
											lo está. Si el pasado y el presente 
											se tratan como partes del futuro 
											--es decir, se vuelven a su antiguo 
											estado de potencialidad--, el campo 
											político queda privado no sólo de su 
											fuerza estabilizadora principal sino 
											también del punto de partida del 
											cambio, del que sirve para empezar 
											algo nuevo. Lo que se inicia 
											entonces es el constante moverse y 
											revolverse en la esterilidad total, 
											algo característico de muchas de las 
											nuevas naciones que tuvieron la mala 
											suerte de nacer en la era de la 
											propaganda. 
											 
											
											
											Que los hechos no están seguros en 
											manos del poder es algo evidente, 
											pero la cuestión está en que el 
											poder, por su naturaleza misma, 
											jamás puede producir un sustituto de 
											la estabilidad firme de la realidad 
											objetiva que, por ser pasado, ha 
											crecido hasta una dimensión que está 
											más allá de nuestro alcance. Los 
											hechos se afirman a sí mismos por su 
											terquedad, y su índole frágil se 
											suma, extrañamente, a su gran 
											resistencia, la misma 
											irreversibilidad que es el sello de 
											toda acción humana. En su 
											obstinación, los hechos son 
											superiores al poder; son menos 
											transitorios que las formaciones de 
											poder, que surgen cuando los hombres 
											se reúnen con un fin pero 
											desaparecen tan pronto como ese fin 
											se consigue o no se alcanza. Este 
											carácter transitorio hace que el 
											poder sea un instrumento poco fiable 
											para conseguir una permanencia de 
											cualquier clase, y por eso no sólo 
											la verdad y los hechos están 
											inseguros en sus manos sino también 
											la no-verdad y los no-hechos. La 
											actitud política ante los hechos 
											debe recorrer, por cierto, la 
											estrecha senda que hay entre el 
											peligro de considerarlos como 
											resultado de algún desarrollo 
											necesario que los hombres no pueden 
											evitar --y por tanto no pueden hacer 
											nada con respecto a ellos-- y el 
											peligro de ignorarlos, de tratar de 
											manipularlos y borrarlos del mundo. 
											
											
											
											
											En conclusión, vuelvo a los temas 
											planteados al principio de estas 
											reflexiones. La verdad, aunque 
											impotente y siempre derrotada en un 
											choque frontal con los poderes 
											establecidos, tiene una fuerza 
											propia: hagan lo que hagan, los que 
											ejercen el poder son incapaces de 
											descubrir o inventar un sustituto 
											adecuado para ella. La persuasión y 
											la violencia pueden destruir la 
											verdad, pero no pueden reemplazarla. 
											Y esto es válido para la verdad de 
											razón o religiosa, tanto como para 
											la verdad de hecho, mucho más 
											obviamente en este caso. Una 
											observación de la política desde la 
											perspectiva de la verdad, como la 
											aquí presentada, significa situarse 
											fuera del campo político; es el 
											punto de vista del hombre veraz, que 
											pierde su posición --y con ella la 
											validez de lo que tiene que decir-- 
											si trata de interferir directamente 
											en los asuntos humanos y hablar el 
											lenguaje de la persuasión o de la 
											violencia. A esta posición y a su 
											significado en el campo político 
											debemos volver ahora nuestra 
											atención. 
											 
											
											
											El punto de vista exterior al campo 
											político --fuera de la comunidad a 
											la que pertenecemos y de la compañía 
											de nuestros iguales-- se caracteriza 
											con toda claridad como uno de los 
											diversos modos de estar solo. Entre 
											los modos existenciales de la 
											veracidad sobresalen la soledad del 
											filósofo, el aislamiento del 
											científico y del artista, la 
											imparcialidad del historiador y del 
											juez y la independencia del 
											investigador de hechos, del testigo 
											y del periodista. (Esta 
											imparcialidad difiere de la de la 
											opinión cualificada, representativa, 
											antes aludida, porque no es 
											adquirida dentro del campo político 
											sino inherente a la posición del 
											extraño que ejerce esas 
											ocupaciones.) Estos modos de estar 
											solo se diferencian en muchos 
											aspectos, pero comparten la 
											imposibilidad de un compromiso 
											político, de la adhesión a una 
											causa, mientras cualquiera de ellos 
											se mantenga. Por supuesto que son 
											comunes a todos los hombres; como 
											tales, son modos de la existencia 
											humana. Sólo cuando uno de ellos se 
											adopta como una forma de vida --e 
											incluso entonces jamás se vive la 
											vida en soledad, independencia o 
											aislamiento completos-- es posible 
											que entre en conflicto con las 
											demandas de lo político. 
											 
											
											
											Es bastante natural que tengamos 
											conciencia de la naturaleza 
											no-política de la verdad y, de 
											manera potencial, aun de su 
											naturaleza antipolítica --Fiat 
											veritas, et pereat mundus-- sólo en 
											caso de conflicto, y hasta aquí he 
											venido subrayando este aspecto del 
											asunto. Pero con esto posiblemente 
											no está todo dicho, pues quedan 
											fuera ciertas instituciones 
											públicas, instauradas y sostenidas 
											por los poderes establecidos, donde, 
											contrariamente a todas las normas 
											políticas, la verdad y la veracidad 
											siempre han constituido el criterio 
											más alto del discurso y del empeño. 
											Entre 
											 
											
											
											ellas encontramos ante todo las 
											instituciones judiciales, que como 
											rama del gobierno o como 
											administración de justicia 
											independiente están bien protegidas 
											ante el poder social y político, tal 
											como todas las instituciones de 
											enseñanza superior, a las que el 
											Estado confía la educación de sus 
											futuros ciudadanos. Hasta donde la 
											Academia recuerda sus antiguos 
											orígenes, debe saber que se fundó 
											como la oposición más determinada e 
											influyente de la polis. Sin ninguna 
											duda, el sueño de Platón no se hizo 
											realidad: la Academia jamás se 
											convirtió en una contra-sociedad y 
											no tenemos noticias de que las 
											universidades hayan intentado en 
											algún lugar hacerse con el poder. 
											Pero lo que Platón jamás llegó a 
											soñar se hizo verdad: el campo 
											político reconoció que necesitaba 
											una institución exterior a la lucha 
											por el poder, además de la 
											imparcialidad que requería en la 
											administración de justicia; porque 
											no tiene gran importancia que esas 
											sedes de enseñanza superior estén en 
											manos privadas o públicas: en 
											cualquier caso, no sólo su 
											integridad sino también su 
											existencia misma dependen de la 
											buena voluntad del gobierno. Muchas 
											verdades incómodas salieron de las 
											universidades y muchos juicios 
											inoportunos salen una y otra vez de 
											los tribunales; y estas 
											instituciones, como otros refugios 
											de la verdad, quedaron expuestas a 
											todos los peligros derivados del 
											poder social y político. No 
											obstante, las posibilidades que la 
											verdad tiene de prevalecer en 
											público mejoraron, desde luego, por 
											la mera existencia de entidades como 
											ésas y por la organización de los 
											estudiosos relacionados con ellas. 
											Casi no se puede negar que, al menos 
											en los países que tienen gobiernos 
											constitucionales, el campo político 
											reconoció, aun en casos de 
											conflicto, que está muy interesado 
											en la existencia de hombres e 
											instituciones sobre los cuales no 
											ejerza su influencia. 
											 
											
											
											Hoy se pasa por alto con facilidad 
											esta significación auténticamente 
											política de la Academia, a causa de 
											la situación de privilegio de sus 
											escuelas profesionales y de la 
											evolución de sus departamentos de 
											ciencias naturales, donde, 
											inesperadamente, la investigación 
											pura ha dado tantos resultados 
											decisivos que, a largo plazo, 
											resultaron ser vitales para el 
											respectivo país. Es posible que 
											nadie pueda negar la utilidad social 
											y técnica de las universidades, pero 
											esta importancia no es política. Las 
											ciencias históricas y las 
											humanidades, que --se supone-- 
											investigan, vigilan e interpretan la 
											verdad de hecho y los documentos 
											humanos, tienen una relevancia 
											política mayor. La transmisión de la 
											verdad factual abarca mucho más que 
											la información diaria que brindan 
											los periodistas, aunque sin ellos 
											jamás encontraríamos nuestro rumbo 
											en un mundo siempre cambiante, y en 
											el sentido más literal, jamás 
											sabríamos dónde estamos. Claro está 
											que esto tiene la máxima importancia 
											política; pero si la prensa llegara 
											a ser de verdad el «cuarto poder», 
											tendría que ser protegida del poder 
											gubernamental y de la presión social 
											incluso con más cuidado que el poder 
											judicial, porque esta importantísima 
											función política de abastecer 
											información se ejercita desde fuera 
											del campo político, hablando en 
											términos estrictos; no hay, o no 
											debería haber, ninguna acción o 
											decisión implícitas. 
											 
											
											
											La realidad es diferente de la 
											totalidad de los hechos y 
											acontecimientos, y es más que ellos, 
											aunque esta totalidad es de 
											cualquier modo imprevisible. El que 
											dice lo que existe --lzˇgein tª ?Õnta-- 
											siempre narra algo, y en esa 
											narración, los hechos particulares 
											pierden su carácter contingente y 
											adquieren cierto significado 
											humanamente captable. Es bien cierto 
											que «todas las penas se pueden 
											sobrellevar si las pones en un 
											cuento o relatas un cuento sobre 
											ellas», como dijo Isak Dinesen, que 
											no sólo fue una de las grandes 
											narradoras de nuestros días sino que 
											también --y era casi única en este 
											aspecto-- sabía lo que estaba 
											haciendo. Podría haber añadido que 
											incluso la alegría y la dicha se 
											vuelven soportables y significativas 
											para los hombres sólo cuando pueden 
											hablar sobre ellas y narrarlas como 
											un cuento. Hasta donde es también un 
											narrador quien dice la verdad 
											factual origina esa «reconciliación 
											con la realidad» que Hegel, el 
											filósofo de la historia par 
											excellence, comprendió como el fin 
											último de todo pensamiento 
											filosófico, y que sin duda, fue el 
											motor secreto de toda la 
											historiografia que trasciende la 
											mera erudición. La metamorfosis de 
											una materia prima de puros 
											acontecimientos que el historiador, 
											como el novelista (una buena novela 
											no es una simple decocción o una 
											pura fantasía), tiene que llevar 
											adelante está muy cerca de la 
											transfiguración que logra el poeta 
											en la disposición o los movimientos 
											del corazón, la transfiguración de 
											la pena en lamento o del júbilo en 
											alabanza. Con Aristóteles, podemos 
											ver que la función política del 
											poeta es la concreción de una 
											catarsis, una limpieza o purga de 
											todas las emociones que podrían 
											apartar al hombre de la acción. La 
											función política del narrador 
											--historiador o novelista-- es 
											enseñar la aceptación de las cosas 
											tal como son. De esta aceptación, 
											que también puede llamarse 
											veracidad, nace la facultad de 
											juzgar por la que, también en 
											palabras de Isak Dinesen, «al fin 
											tendremos el privilegio de ver y 
											volver a ver, y eso es lo que se 
											llama el día del juicio». 
											 
											
											
											No hay duda de que todas esas 
											funciones políticas relevantes se 
											realizan fuera del campo político; 
											exigen falta de compromiso e 
											imparcialidad, una liberación 
											respecto de los intereses propios en 
											el pensamiento y en el juicio. La 
											búsqueda desinteresada de la verdad 
											tiene una larga historia; su origen 
											--algo muy característico-- es 
											previo a todas nuestras tradiciones 
											teóricas y científicas, incluida la 
											de pensamiento filosófico y 
											político. Creo que se puede remontar 
											al momento en que Homero decidió 
											cantar las hazañas de los troyanos 
											tanto como las de los aqueos, y 
											exaltar la gloria de Héctor, el 
											enemigo derrotado, tanto como la 
											gloria de Aquiles, el héroe del 
											pueblo al que el poeta pertenecía. 
											Eso no había ocurrido antes; ninguna 
											otra civilización, por muy 
											espléndida que hubiera sido, fue 
											capaz de mirar con los mismos ojos a 
											amigos y enemigos, a la victoria y a 
											la derrota, que desde Homero no se 
											reconocieron ya como norma última 
											del juicio de los hombres, aunque 
											sean últimas para los destinos de 
											las vidas humanas. La imparcialidad 
											homérica tiene ecos en la historia 
											griega e inspiró al primer gran 
											narrador de la verdad objetiva, que 
											se convirtió en el padre de la 
											historia: Heródoto nos dice en las 
											primeras frases de su relato que lo 
											escribe «para evitar que, con el 
											tiempo, los hechos humanos queden en 
											el olvido y que las notables y 
											singulares empresas realizadas, 
											respectivamente, por griegos y 
											bárbaros... queden sin realce». Aquí 
											está la raíz de la denominada 
											objetividad, esta curiosa pasión, 
											desconocida fuera de la civilización 
											occidental, por la integridad 
											intelectual a cualquier precio. Sin 
											ella jamás habría nacido ninguna 
											ciencia. 
											 
											
											
											Como he tratado de la política desde 
											la perspectiva de la verdad, es 
											decir, desde un punto de vista 
											exterior al campo político, no he 
											mencionado ni siquiera al pasar la 
											grandeza y la dignidad de lo que hay 
											en ella. Hablé como si el de la 
											política no fuera sino un campo de 
											batalla de intereses parciales y 
											conflictivos, donde sólo cuentan el 
											placer y el provecho, el partidismo 
											y el ansia de dominio. En resumen, 
											traté la política como si yo también 
											creyera que todos los asuntos 
											públicos están gobernados por el 
											interés y el poder, que no existiría 
											un campo político si no estuviéramos 
											obligados a atender las necesidades 
											de la vida. La causa de esta 
											deformación es que la verdad de 
											hecho choca con la política sólo en 
											ese nivel inferior de los asuntos 
											humanos, tal como la verdad 
											filosófica de Platón chocaba con la 
											política en el mucho más alto nivel 
											de la opinión y el acuerdo. Desde 
											esta perspectiva, seguimos 
											inconscientes del verdadero 
											contenido de la vida política, de la 
											alegría y la gratificación que nacen 
											de estar en compañía de nuestros 
											iguales, de actuar en conjunto y 
											aparecer en público, de insertarnos 
											en el mundo de palabra y obra, para 
											adquirir y sustentar nuestra 
											identidad personal y para empezar 
											algo nuevo por completo. Sin 
											embargo, lo que aquí quiero 
											demostrar es que, a pesar de su 
											grandeza, toda esta esfera es 
											limitada, que no abarca la totalidad 
											de la existencia del hombre y del 
											mundo. Está limitada por las cosas 
											que los hombres no pueden cambiar 
											según su voluntad. Sólo si respeta 
											sus propias fronteras, ese campo 
											donde tenemos libertad para actuar y 
											para cambiar podrá permanecer 
											intacto, a la vez que conservará su 
											integridad y mantendrá sus promesas. 
											En términos conceptuales, podemos 
											llamar verdad a lo que no logramos 
											cambiar; en términos metafóricos, es 
											el espacio en el que estamos y el 
											cielo que se extiende sobre nuestras 
											cabezas. 
											
											NOTAS 
											
											1. Este ensayo 
											nació de la presunta controversia 
											surgida tras la publicación de 
											Eichmann in Jerusalem. Su finalidad 
											es poner en claro dos temas 
											distintos, pero conexos, de los que 
											no tomé conciencia antes y cuya 
											importancia parecía trascender a la 
											ocasión. El primero se refiere a la 
											cuestión de si siempre es legítimo 
											decir la verdad, de si creo sin 
											atenuantes en lo de Fiat veritas, et 
											pereat mundus. El segundo surgió de 
											la enorme cantidad de mentiras que 
											se usaron en la «controversia»: 
											mentiras respecto a lo que yo había 
											escrito, por una parte, y respecto a 
											los hechos sobre los que informaba, 
											por otra. Las siguientes reflexiones 
											procurarán abordar ambos asuntos. 
											También pueden servir como ejemplo 
											de lo que ocurre con un tema muy 
											tópico cuando se lo lleva a la 
											brecha existente entre el pasado y 
											el futuro, que tal vez sea el lugar 
											más adecuado para cualquier 
											reflexión. El lector encontrará una 
											breve consideración preliminar 
											acerca de esa brecha en el Prólogo. 
											2. Paz eterna, apéndice 1. 
											3. Cito el Tratado político de 
											Spinoza, porque es notorio que 
											incluso este autor, para quien la 
											libertas philosophandi era el 
											verdadero fin del gobierno, tuvo que 
											adoptar esa posición tan radical. 
											4. En Leviatán (cap. 46), Hobbes 
											explica que «la desobediencia puede 
											castigarse legítimamente en quienes 
											enseñan contra las leyes incluso 
											filosofia verdadera», porque «el 
											ocio es la madre de la filosofia y 
											la república es la madre de la paz y 
											el ocio». ¿Y no se deduce de esto 
											que la república actuará en bien de 
											la filosofia cuando suprima una 
											verdad que socava la paz? Por tanto, 
											el hombre veraz, para cooperar en 
											una empresa tan necesaria para su 
											propia paz de cuerpo y alma, decide 
											escribir lo que sabe que «es 
											filosofía falsa». Por esto, Hobbes 
											sospechaba de Aristóteles más que de 
											nadie, porque --decía-- «escribía 
											[su filosofía] como algo acorde con 
											la religión [de los griegos] y para 
											reconocerla, por temor al destino de 
											Sócrates». Nunca se le ocurrió a 
											Hobbes que toda esa búsqueda de la 
											verdad sería contraproducente si sus 
											condiciones sólo estaban 
											garantizadas por falsedades 
											intencionales. Entonces, todos 
											podrían resultar tan mentirosos como 
											el Aristóteles de Hobbes. A 
											diferencia de esta invención de la 
											fantasía lógica de Hobbes, el 
											verdadero Aristóteles era lo 
											bastante sensato como para marcharse 
											de Atenas cuando tuvo miedo de 
											correr el mismo destino que 
											Sócrates; no era tan malo como para 
											escribir lo que sabía falso, ni tan 
											estúpido como para resolver el 
											problema de la supervivencia 
											destruyendo todo aquello por lo que 
											luchaba. 
											5. Ibid., cap. ii. 
											6. Espero que nadie vuelva a decirme 
											jamás que Platón fue el inventor de 
											la «mentira noble». Esta creencia se 
											basó en una mala interpretación de 
											un pasaje crucial (414c) de La 
											república, donde Platón habla de uno 
											de sus mitos --un «cuento fenicio»-- 
											y lo califica como yeãdos. Como esta 
											palabra puede significar «ficción», 
											«error» y «mentira», de acuerdo con 
											el contexto --cuando Platón quiere 
											distinguir entre error y mentira, el 
											idioma le obliga a hablar de yeãdos 
											«involuntario» y «voluntario»--, se 
											puede interpretar, con Cornford, que 
											el texto quiere decir «osado impulso 
											de invención», o con Eric Voegelin (Order 
											and History: Plato and Aristotle, 
											Universidad del Estado de Luisiana, 
											1957, vol. 3, p. 106) se puede 
											interpretar como un pasaje de 
											intención satírica; en ningún caso 
											se debe entender como una 
											recomendación de mentir, tal como 
											nosotros entendemos la mentira. 
											Platón era permisivo con respecto a 
											la mentira ocasional destinada a 
											engañar al enemigo o a las personas 
											insensatas; es «útil... bajo la 
											forma de un remedio... reservado a 
											los médicos, mientras que los 
											profanos no deben tocarlos» y el 
											médico de la pólis es el gobernante 
											(389). Pero, en contra de la 
											alegoría de la caverna, en estos 
											pasajes no se plantea ningún 
											principio. 
											7. Leviatán, conclusión, p. 732. 
											8. The Federalist, núm. 49. 
											9. Tratado teológico-político, cap. 
											20. 
											10. Véase «What is Enlightenment?» y 
											«Was heisst sich im Denken 
											orientieren?». 
											11. The Federalist, núm. 49 
											12. Timeo, 51d-52a. 
											13. Véase La república, 367. 
											Compárese también Critón, 49d: «Sé 
											que sólo unos pocos hombres 
											sostienen, o sostendrán alguna vez 
											esta opinión. Entre los que lo hacen 
											y los que no, puede haber una 
											discusión común; necesariamente se 
											mirarán unos a otros desdeñando sus 
											distintos intereses». 
											14. Véase Gorgias, 482, donde 
											Sócrates dice a Calicles, su 
											oponente, que «Calicles mismo, oh 
											Calicles, no estará de acuerdo 
											contigo, sino que disonará de ti 
											durante toda la vida». Después 
											añade: «Es mejor que mi lira esté 
											desafinada y que desentone de mí... 
											y que muchos hombres no estén de 
											acuerdo conmigo y me contradigan, 
											antes de que yo, que no soy más que 
											uno, esté en desacuerdo conmigo 
											mismo y me contradiga». (Trad. J. 
											Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, 
											P. 79.) 
											15. Para una definición de 
											pensamiento como el diálogo 
											silencioso entre el sujeto y su yo, 
											en especial véase Teeteto 189-190, y 
											El sofista, 263-264. Dentro de esta 
											misma tradición, Aristóteles llama 
											--otro yo-- al amigo con quien 
											mantiene esa especie de diálogo. 
											16. Ética nicomaquea, libro VI, en 
											especial 1140b9 y 1141b4. 
											17. Véase el «Draft Preamble to the 
											Virginia Bill Establishing Religious 
											Freedom» («Borrador del preámbulo de 
											la ley de Virginia que establece la 
											libertad religiosa»), de Jefferson. 
											18. Ésta es la causa de la 
											observación de Nietzsche en 
											«Schopenhauer als Erzieher»: «Ich 
											mache mir aus einem Philosophen 
											gerade so viel, als er imstande ist, 
											ein Beispiel zu geben». 
											19. En una carta a W. Smith, del 13 
											de noviembre de 1787. 
											20. Crítica del juicio, 32 (trad. M. 
											García Morente, Espasa-Calpe, 
											Madrid, 1984). 
											21. Ibid., 59. 
											22. En cuanto a Francia, véase el 
											excelente artículo «De Gaulle: Pose 
											and Policy», en la publicación 
											Foreign Affairs de julio de 1965. La 
											cita de Adenauer es de sus Memorias 
											1945-19S3, Chicago, 1966. p. 89, 
											donde, sin embargo, pone esta idea 
											en la cabeza de los jefes de la 
											ocupación. Pero repitió el concepto 
											muchas veces mientras fue canciller. 
											23. Partes del archivo están 
											publicadas en Merle Fainsod, 
											Smolensk UnderSoviet Rule, Cambridge, 
											Massachusetts, 1958. Véase p. 374 
											Hannah Arendt (1906-1975) 
   
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