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			 Quienquiera que repare en la 
			cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá conmigo 
			que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que 
			no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no 
			desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar guerreando 
			a una paz gloriosa. Y ¿qué es la victoria más que la sujeción de los 
			rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, 
			también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su 
			valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se 
			sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la 
			guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los 
			que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían 
			cambiarla a su capricho. 
			 
			Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su 
			voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no 
			ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de 
			paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para 
			alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay 
			algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe 
			y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una 
			especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no puede 
			matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura 
			vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si 
			los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. 
			Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad 
			lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no 
			puede existir en la familia si los miembros no se someten a la 
			cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera 
			sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, 
			no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se 
			engallaría a vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. 
			Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren 
			gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, 
			quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las 
			condiciones de su paz. 
			 
			Todos, incluso los animales, aspiran a la paz 
			 
			Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los 
			poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle 
			semihombre a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro 
			desierto, y su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego 
			xaxos (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos 
			pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes mandara. No 
			gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su 
			padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro 
			monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás 
			cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro 
			solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de 
			sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin molestias ni turbación 
			de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y 
			cuanta más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miembros, y 
			éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su 
			mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, 
			que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, 
			robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con 
			todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si 
			quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su 
			caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo ni 
			semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de 
			llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era 
			cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesidad de vivir. Mas 
			éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo 
			pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a 
			Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por 
			mejor decir, este semihombre, no existió, como tantas otras 
			ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles -y éste 
			participó también de esa fiereza, se llamó semifiera- custodian la 
			especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y 
			alimentando a sus hijos, a pesar de que con frecuencia son 
			insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las 
			palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las 
			raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame 
			blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? 
			¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca 
			hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y 
			mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una 
			especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por 
			las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y 
			a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos combaten por 
			la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para 
			que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz 
			con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita 
			perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, 
			pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de 
			Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, 
			sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza 
			que borre los vestigios últimos de la misma. 
			 
			La paz es indispensable incluso en aquello que no tiene orden 
			 
			El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo 
			perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con 
			la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es 
			perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en 
			alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que 
			consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hombre 
			suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el 
			orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden 
			exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar 
			naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso 
			es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su 
			salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las 
			dolencias, se separara, mientras subsista la trabazón de los 
			miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien 
			suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a 
			eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con 
			la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin 
			sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea 
			tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la 
			disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, 
			y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, 
			por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le 
			deja a su curso natural, se establece un combate de vapores 
			contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la 
			putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y 
			retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas 
			transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador 
			y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los 
			animales pequeños nazcan del cadáver de animales mayores, cada 
			corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas 
			para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los 
			cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes 
			difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, 
			pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el 
			lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido. 
			 
			(Agustín de Hipona: La ciudad de Dios. B.A.C., Madrid)  |