DURERO (1928)
No puedo pensar en Durero sin asociar otro nombre que me resulta más
próximo: el nombre puro y sagrado de Nietzsche, donde se conjugan la
historia y el futuro de tal manera que invocarlo equivale al mismo
tiempo, al más
profundo recuerdo y a la suprema esperanza. Primeramente, por
intercesión de Nietzsche he vivido, presentido, contemplado el mundo
de Durero, diciéndome que la juventud, poco inclinada a la historia
por naturaleza, toma, sobre todo, conciencia de lo antiguo a través
de lo moderno; no lo enseña, pero lo hace aflorar en transparencia.
¿Aparece en Nietzsche el nombre del nuremburgués? Que yo sepa, no.
Pero cuando aquél habla, por ejemplo de Schopenhauer y de su
autoridad, que, según él, había dado su primer lugar al arte
femenino de Wagner el valor de crearse un ideal artístico, cuando
dice:
«¿Qué significa el
homenaje hecho a la idea de ascesis por un filósofo auténtico, un
espíritu verdaderamente liberado con sus únicos recursos, como
Schopenhauer, un hombre y un caballero de mirada de bronce, que
tiene el valor de ser él mismo y de saber permanecer en pie solo y
no esperar ni jefes de fila ni directivos venidos de lo alto?»
¿En qué piensa o qué
entiende por esta descripción singularmente precisa y detallada de
una inmediata moral y de una virilidad superior? Uno se equivocaría
al situar al margen de este pasaje los versiculitos elogiosos de
Goethe, que en contra de una hostilidad ocasional de clásico contra
«la triste forma e imaginación desenfrenada» define a este Durero en
su esencia, con estas palabras:
Su vida decidida y su virilidad.
su fuerza interior y su constancia...
Durero, Goethe, Schopenhauer, Nietzsche, Wagner; en un pasaje con
dos notas marginales se encuentra de golpe todo reunido, toda la
complejidad del destino y de la coyuntura estelar, un mundo, el
mundo alemán con la ambiciosa teatralidad de su «yo», la disociación
intelectual, hechizadora al final y, sin embargo, no. Porque al lado
del gran ilusionista evocador, se encuentra el vidente, el
triunfador; el propio mito al lado del director del mito, él, el
héroe y la víctima, el anunciador de una humanidad nueva, superior.
Mi juventud, si se me permite decirlo, no me impidió reconocer en
Nietzsche al moralista, en una época en que su influencia sobre la
moda y en la calle equivalía a un abuso pueril del nombre de
Schopenhauer; pero las primicias y los orígenes de la tragedia moral
de su vida, ese inmortal espectáculo ofrecido a Europa, de triunfo
sobre sí mismo, de disciplina sobre sí, de crucifixión de sí, con el
holocausto de su muerte espiritual como desenlace desgarrador para
el corazón y el espíritu, ¿dónde, pues, se encontrará sino en el
protestantismo del hijo del pastor de Naumburg, en esta esfera
nordalemana, burguesa (dureniana), moralista, donde se inserta la
obra grabada intitulada El Caballero, la Muerte y el Diablo y que, a
través de todos sus viajes ha permanecido como la esfera original de
su alma?
«Me gusta en Wagner -escribe a Rhode en octubre de 1868- lo que me
gusta de Schopenhauer: la atmósfera moral, el perfume faustiano, la
cruz, la muerte y la fosa» Era aproximadamente la época en que en
Basilea oyó la Pasión según San Mateo tres veces en una semana, la
Semana Santa... Aquello es otro elemento característico del mundo
alemán, característico de Durero, estrechamente ligado a esta
«virilidad y a esta constancia» y esta caballerosidad situada entre
la Muerte y el Diablo: la pasión, los resabios de la cripta, la
simpatía hacia el sufrimiento, la melancolía faustiana; quizá
también bajo una forma idílica, la paz propicia al fervor laborioso
de una célula de erudito donde el sol que entra por la ventana
calienta con sus manchas la cabeza de muerte, donde el reloj de
arena, los leones acostados, confieren al humilde reducto una ojeada
sobre la grandeza y la eternidad...
¿Entonces qué? ¿De qué otra cosa se compone el mundo, y qué parte de
amor, de reminiscencia, de ejemplo, de canon, heredado a través de
la línea de maestros y determinante por el destino y el carácter, ha
sido transmitida y se ha incorporado a nuestra esencia colectiva?
Este es el grafismo alemán: porque el amor del artista alemán, ya
ejercido en el dominio plástico o verbal, no se dirige al color,
sino al dibujo. Y además al número de elementos magníficos y
púdicos; mucho valor y trazos casi vergonzosos que son, tanto los
unos como los otros, sentidos por nosotros. ¿No es de allá de donde
deriva la propia maestría, el bien espiritual nacional noble entre
todos, el más alabado, el más reverenciado e incluso el más
unificador? Porque ¿qué jerarquía, qué poder, qué honor o qué
destello sobrepasará, para el sentimiento alemán, la forma de vida
sencilla y la majestad íntima del «maestro»? Y ¿hacia qué simpatía
convergerán las tendencias con más facilidad que a la imagen de la
probidad, la fidelidad al trabajo, la sinceridad, la madurez del
arte y de la vida, las directrices morales y espirituales integradas
en la idea de «maestro»? En esta noción la respetabilidad se alía
con este rasgo de serenidad que Goethe atribuye a todo arte. La
asiduidad se convierte aquí en profundidad y grandeza de precisión.
La paciencia y el heroísmo, la dignidad y la problemática, la
preocupación por la tradición y la presencia de lo insospechado,
todo esto se reúne y no forma más que un todo. ¡Ay!, cuántos
componentes entran aún en juego bajo la forma de insuficiencia
hereditaria, primitiva, nacional y profundamente innata, de torpeza
esquivada, en este punto del arte alemán a la vez confuso y preciso,
soñador, puerilmente anticuado, bufón y demoníaco, enfermo de
infinito, este mundo púdico y sin embargo sincero como el que allí
se presenta: filistinismo y pedantería, esfuerzo meditativo, tortura
de sí mismo, temor calculador, asociados una vez más y confundidos
en una unidad, con ese absolutismo, esa exigencia tenaz, esa
necesidad de grandeza que engendra el valor: esa preocupación por
negarse toda indulgencia, esa búsqueda de la suprema dificultad, ese
deseo de destruir una obra y hacerla inútil al mundo antes de
alcanzar, a cada paso, el más alto escalón.
Pensar en Durero significa amar, sonreír y recordarle. Es tomar
conciencia del elemento más profundo y suprapersonal que se
encuentra fuera y debajo de los límites carnales de nuestro yo, pero
que, sin embargo, lo determina y nutre. Es la historia en tanto que
mito, la historia que es siempre carne y presencia. Porque nosotros
somos mucho menos individuos de lo que esperamos o tememos serlo. |