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THOMAS MANN
 
Franz Kafka y «El Castillo» - Zola y la Edad de Oro - Durero -
 

Franz Kafka y «El Castillo» (1941)

Franz Kafka, el autor de esa novela excesivamente curiosa y genial, El Castillo, y de su contrapartida, una obra narrativa igualmente extraordinaria El Proceso, nació en 1883 en Praga, en el seno de una familia judía germano-checa, y murió de tuberculosis en 1924, apenas con cuarenta y un años. Su último retrato, hecho poco antes de su muerte, evoca más a un joven de veinticinco años que a un cuadragenario. Muestra una cara juvenil, tímida y grave, con los cabellos negros rizados invadiendo la frente, grandes ojos sombríos con la mirada penetrante y soñadora, una nariz recta, las mejillas hundidas por la enfermedad, una boca de trazo asombrosamente fino, con una sonrisa esbozada en una de las comisuras. Por su expresión de inocencia visionaria recuerda mucho el retrato más conocido del poeta  romántico muerto también prematuramente por consunción y llamado Novalis, ese místico seráfico, buscador de la «Flor azul»

Aunque presente el aspecto de un Novalis de Europa oriental, no quisiera clasificar a Kafka de romántico ni de seráfico, como tampoco de místico. Para ser un romántico es demasiado preciso, demasiado realista, demasiado apegado a la vida y a una actividad simple, natural, ejercida en esta vida. Para ser un poeta seráfico se destaca demasiado su tendencia a lo cómico, un cómico muy particular y complejo. En cuanto a la mística, sí él declaró en una entrevista con Rudolf Steiner que su trabajo le permitía entender muy bien algunos «estados de violencia» descritos por este último, y comparó también su obra con una doctrina esotérica «una cábala» Pero el elemento de tufo trascendente, la caída brutal de lo sensible en lo suprasensible, la «voluptuosidad infernal», el lecho nupcial de la tumba y otros accesorios de la auténtica y ortodoxa mística, seguramente no tenían su merecido y, con toda seguridad, el Tristán de Wagner y los Himnos a la noche de Novalis, así como su amor por la difunta Sofía, no le han debido decir gran cosa. Era un soñador, y sus poéticas escritas son a menudo de concepción y de forma oníricas. Imitan con una exactitud que se presta a la risa las locuras ilógicas y angustiosas de los sueños, esos extraños juegos de sombras de la vida, pero rellenos de una razonable moralidad, aunque irónica, entiéndase como satíricamente razonable, desesperadamente razonable. Tendiendo con todas sus fuerzas hacia el bien, lo justo y la voluntad divina, se expresa a menudo en un estilo que recuerda a Adlbert Stifter por su concienzudo conservadurísimo preciso y casi administrativo; y la nostalgia de este soñador no aspiraba a una «Flor azul», abierta en alguna parte del misticismo, sino a las «delicias de lo habitual»

Por esta fórmula, sacada de una novela corta juvenil de el autor de estas líneas, Tonio Kröger, Kafka experimentaba una simpatía particular, según me dice su amigo Max Brod, y él tenía la comprensión más precisa de este mundo de los sentimientos burgueses y artístico, él que pertenecía a una humanidad tan diferente, es decir, judeo-oriental. Se puede decir que el «esfuerzo encarnizado», del que es la expresión una obra como El Castillo, con lo patético tragicómico en su base, son una transposición y una exaltación hasta la esfera religiosa de los sufrimientos que atormentan a Tonio Kröger en su soledad de artista, a causa del sentimiento simple y humano de su mala conciencia burguesa y de su amor por «los rubios, los que son como todo el mundo». El nombre que define quizá mejor la naturaleza de este escritor, de este poeta, es el de humorista religioso.

La asociación de estos dos términos puede parecer desconcertante. Requiere una explicación. Relata brod que Kafka se mostró siempre muy impresionado por una anécdota que se remonta a los últimos años de Flaubert. El gran esteta, que en una orgía de Ascetismo había sacrificado toda su vida al ídolo nihilista de la literatura, hizo un día una visita con su sobrina la señora Commanville a una familia amiga de esta última, una pareja feliz, rodeada de encantadores hijos. En el camino de vuelta, el autor de La tentación de San Antonio estaba muy pensativo y conmovido. Bordeando el Sena con la señora Commanville no cesaba de volver sobre la vida natural, respetable, sana, honesta y serena de la que él acababa de apercibirse. Ils sont dans le vrai! repetía y esta frase, semejante a una negación de sí mismo, en la boca del maestro que se había ejercitado en mortificar y en asesinar a su vida, que había hecho de ello un deber para el artista, era una cita favorita de Franz Kafka.

«Estar en posesión de la verdad», vivir en la verdad, en lo justo, significaba para él estar próximo a Dios, vivir en Dios, actuar con justicia, según la voluntad divina. Sucede aún, como reconoce tempranamente, que «el trabajo literario haya sido su única aspiración, su única vocación», era quizá «la voluntad de Dios». «Pero -escribe Kafka en 1914, con treinta y un años- mi inclinación a representar el sueño de mi vida interior me ha hecho relegar a un lado como accesorio a todo aquello que ha decaído de manera espantosa y no cesa de decaer. A menudo -añade más adelante- me siento preso de un asombro triste, pero tranquilo, al constatar mi indiferencia, como consecuencia de mi vocación literaria, no tengo vocación alguna por otra cosa y, en consecuencia, tengo el corazón seco» Esta triste y tranquila constatación es en realidad un gran tema de inquietud, véase inquietud religiosa. La deshumanización, el «decaimiento» que comparta la pasión por el arte, constituyen, sin duda ninguna, un alejamiento de Dios y se oponen a una vida vivida según la verdad y la justicia. Ciertamente es posible comprender simbólicamente esta pasión que hace a todo lo demás indiferente y ver en ello un símbolo ético. El arte no es necesariamente el producto, el sentido y la meta de una negación orgíaca y ascética de la vida, como en Flaubert. Puede ser una expresión ética de la vida misma y lo que esté en juego no ser la obra, sino la vida. En este caso, la vida no es «despiadadamente» un simple medio de conseguir un ideal de perfección estética. El trabajo se convierte en un símbolo ético de la vida, su meta no es una perfección objetiva cualquiera, sino la conciencia subjetiva de haber actuado lo mejor posible y de haber empleado su existencia juiciosamente en otra obra, humana, de valor equivalente.

«Me he puesto a escribir después de varios días -dice Kafka- ¡Ojala dure! Mi vida encuentra una justificación. Puedo de nuevo dialogar conmigo mismo y no poner más la vista en un vacío absoluto. Únicamente de esta forma he podido conocer una mejora» Da igual que no diga «salvación» en lugar de «mejora». El sentido religioso de su sosiego por medio del trabajo hubiera sido aún más sensible. El arte, como realización de los talentos concedidos por Dios, como labor cumplida lealmente, da a la vida un sentido, no sólo en el plano intelectual, sino también en el plano moral. Eleva la realidad hasta la verdad, da vida también, subjetivamente, humanamente, sentido de justificación, es una obra constructiva humana como otra cualquiera, un medio de vivir «en verdad» o de acercarse a ella y se inserta en la vida humana. Goethe (a quien ciertamente ha reverenciado Franz Kafka, este tardío representante de la literatura alemana, desgarrado por las dudas de una desesperada complicación), Goethe ha pronunciado la gran frase: «Uno no se sustrae al mundo más fácilmente que por el arte y no se vincula al mundo más fácilmente que por el arte» Frase maravillosa. Se conjugan en ella la sociabilidad y la soledad en una reconciliación que Kafka pudo admirar sin querer o poder en absoluto admitirla, porque su productividad tenía por base la discordia interior y el sentimiento de estar lejos de Dios, sin abrigo. Su dicha y su reconocimiento cuando estaba en condiciones de escribir, podían probarle que el arte nos aproxima no solamente al mundo, sino también a lo moral, a lo divino, a lo justo, en virtud del doble sentido, de la profundidad simbólica de la idea del «Bien». Lo que el artista llama «Bien» y a lo que aspira en juegos profundamente serios, en sufrimientos que transforma en bromas, es un símbolo de los justo y del bien, un sustituto de todos los esfuerzos humanos hacia la perfección, y las obras artísticas de Kafka, nacidas del sueño, son muy buenas. Se han hecho con una fidelidad, una paciencia, una restitución exacta de la naturaleza, una conciencia, un amor y un cuidado (a pesar de un elemento siempre irónico, paradójico, que misteriosamente incita a reír), que prueban que no fue un negador, sino que de una manera complicada creía en lo bueno y en el bien. La contradicción entre Dios y en hombre, la incapacidad en que se encuentra este último de reconocer el bien, de unirse a él y de vivir en la verdad, ha sido el tema de escritos poéticos en los que cada frase es testigo de una fantástica buena voluntad, llena de humor y desesperada.

Estas frases expresan la singularidad y la soledad del artista (y por añadidura, del judío) entre los nativos de la vida, los habitantes del pueblo instalados a los pies del castillo. Expresan una soledad innata que se vuelve a demostrar sin esperanza para insertarse en el orden establecido, enraizarse, adquirir derechos cívicos, acceder a una carrera conveniente, al matrimonio, en pocas palabras, «a las delicias de lo banal», expresan una voluntad indomable y siempre un fracaso, por «vivir en la verdad».

El Castillo es una novela absolutamente autobiográfica. El héroe que al principio debía hablar en primera persona, se llama K. Es el escritor que ha conocido demasiado todos sus esfuerzos y fracasos grotescos. Su biografía nos informa de una historia de noviazgo que es la síntesis de todo un melancólico fracaso, y en la novela de El Castillo juegan un papel preponderante espasmódicas tentativas semejantes de fundar un hogar y de llegar a Dios asociándose a una forma de vida natural.

Es evidente que la conveniente integración en una colectividad, el incansable esfuerzo por transformar un extranjero en autóctono, no es más que el medio de mejorar las relaciones de K con el Castillo, o mejor de anudar los vínculos con el castillo, es decir, con Dios para llegar a la Gracia. En el grotesco simbolismo ensoñado de la novela, el pueblo representa la vida, la tierra, la colectividad, la norma, el beneficio de las ataduras humanas burguesas, mientras que el castillo representa lo divino, la dirección celeste, la Gracia en su inacercable e incompresible misterio. Nunca lo divino, lo suprahumano ha sido observado, vivido, caracterizado con medios más extraños, más cómicamente audaces, una más inagotable riqueza de psicología piadosa y al mismo tiempo blasfematoria que en este libro de un creyente inquebrantable, consagrado intensamente a obtener la Gracia, de la que tenía una necesidad apasionada y desenfrenada, que incluso trata de insinuarse ante ella por medio de engaños y subterfugios.

Porque hay un hecho importante, de una importancia cómicamente religiosa, emocionante y complicada: a través de toda la novela, uno se pregunta, sin obtener respuesta, si las autoridades al servicio del conde han nombrado realmente a K. agrimensor o simplemente si él se lo figura, o incluso si engaña a las gentes para acceder a la comunidad y a la Gracia. Durante la entrevista telefónica con «allá arriba», en el capítulo  primero, se encuentra refutada sin ambages la cuestión de saber si K. ha sido nombrado, de manera que es momentáneamente denunciado como vagabundo e impostor. Sobreviene una rectificación, su calidad de impostor es reconocida vagamente «allá arriba», aunque él tenga el sentimiento de que se le confirma en sus opiniones, simplemente a causa de una «superioridad espiritual»  y en la intención de emprender con él «una sonriente lucha». Más impresionante aún en el capítulo 2, la segunda conversación telefónica del propio K. con el castillo, cuando tiene ya junto a él las dos ayudas funambulescas que le ha enviado el castillo, en quienes él reconoce a sus «ayudas» de antaño. No hay más que leer el pasaje donde K. oye en el auricular, con el murmullo de innumerables voces infantiles perdidas a lo lejos, las respuestas negativas que «allá arriba» el empleado, un poco ceceante, opone al solicitante mentiroso e inoportuno del albergue de Abajo. El lector no se detendrá antes de haber recorrido todo el voluminoso libro, preciso, inaudito y de impregnarse de él para calar de parte a parte, en los sufrimientos oníricos y risas, las intrigas honorables y malvadas, vejatorias, heterónomas, «profundamente diferentes», de las autoridades celestes.

La caracterización más objetiva de estas autoridades nos es dada por boca del «administrador», en el capítulo V, donde se explican los fenómenos singulares que se producen cuando se telefonea al castillo. Se aprende entonces que estas relaciones son absolutamente ilusorias y mentirosas. No existe centralita telefónica que transmita nuestras llamadas, no esperamos nunca más que las acciones más inferiores donde además no se hace la conexión, y si éste no es el caso, recibimos respuestas que son simples distracciones. No puedo por menos de hacer alusión en particular a la conmovedora conversación entre K. y el administrador. Pero el libro entero no deja de caracterizar en todos los medios y de hacer brillar con todos los colores, la grotesca desproporción entre el hombre y la trascendencia, la inconmensurabilidad de lo divino, la extrañeza, el lado inquietante, el ilogismo travieso, la negativa de dejarse dirigir la palabra, la crueldad, véase la inmoralidad (según las nociones humanas) de los poderes superiores del castillo. En la lucha más ferviente y desesperada, la más encarnizada que jamás se ha producido con el Ángel y la enorme novedad, la conmovedora audacia es que se desarrolla con humor, en un espíritu de sátira sagrada que no concierne en absoluto al hecho de lo divino, de lo absoluto. Así, y por ello, Kafka es un humorista religioso, porque representa lo inconmensurable, el lado incomprensible del mundo supraterrestre y que no es posible a los hombres juzgar. No los describe como trata de hacerlo generalmente la poesía, con pompa y pathos, en una grandiosa progresión hasta lo sublime triunfante. Por el contrario, él los ve y los describe como un «aerarium», una administración austriaca, una vasta y mezquina burocracia obstinada, inabordable e imprevisible, una administración sumergida en papelotes, con una vaga jerarquía de funcionarios de responsabilidad indefinida, por lo tanto, como he dicho, bajo una forma satírica, pero al mismo tiempo con la más sincera sumisión, la más ferviente, batalladora sin descanso para penetrar en el reino incomprensible de la Gracia y que sueña sencillamente el disimulo de la sátira, más que oropeles patéticos.

Según su biografía, cuando Kafka leyó a algunos amigos El Proceso, que trata muy especialmente de la «justicia divina», mientras que El Castillo se preocupa sobre todo de la «Gracia», los auditores se rieron hasta las lágrimas y el mismo autor no pudo evitar de hacer otro tanto, mientras que debía interrumpir su lectura por momentos. Aquella era una hilaridad de motivos muy profundos, muy complejos y sain ninguna duda se desencadenó también con la lectura del Castillo. Alguien pensará no obstante, que la risa es lo mejor que tenemos, la risa hasta las lágrimas por motivos de orden superior, lo mejor que nos falta, alguien se sentirá tentado conmigo de colocar las fijaciones llenas de amor de Kafka entre las obras más dignas de ser leídas, que haya jamás producido la literatura mundial.

El Castillo no se acaba hasta el final, pero no falta allí más de un capítulo. El autor ha contado de viva voz el desenlace a amigos. Muere consumido simplemente a causa de su lucha por obtener la entrada en la comunidad y la legitimación del castillo. Los aldeanos rodean el lecho de muerte del extranjero. En el último momento llega de lo alto un rescripto en cuyos términos no existe acto jurídico que autorice a K. a vivir en el pueblo, pero concediéndole el derecho de vivir y trabajar allí, habida cuenta no de sus leales esfuerzos, sino de ciertas circunstancias accesorias. Y he aquí que esto es la Gracia. Franz Kafka también lo habría apretado contra su corazón al morir sin amargura.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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