EL
PORVENIR
DE
UNA
ILUSIÓN
Traducción
de
Luis
López
Ballesteros.
I
Todo
aquel
que
ha
vivido
largo
tiempo
dentro
de
una
determinada
cultura
y se
ha
planteado
repetidamente
el
problema
de
cuáles
fueron
los
orígenes
y la
trayectoria
evolutiva
de
la
misma,
acaba
por
ceder
también
alguna
vez
a la
tentación
de
orientar
su
mirada
en
sentido
opuesto
y
preguntarse
cuáles
serán
los
destinos
futuros
de
tal
cultura
y
por
qué
avatares
habrá
aún
de
pasar.
No
tardamos,
sin
embargo,
en
advertir
que
ya
el
valor
inicial
de
tal
investigación
queda
considerablemente
disminuido
por
la
acción
de
varios
factores.
Ante
todo,
son
muy
pocas
las
personas
capaces
de
una
visión
total
de
la
actividad
humana
en
sus
múltiples
modalidades.
La
inmensa
mayoría
de
los
hombres
se
ha
visto
obligada
a
limitarse
a
escasos
sectores
o
incluso
a
uno
solo.
Y
cuanto
menos
sabemos
del
pasado
y
del
presente,
tanto
más
inseguro
habrá
de
ser
nuestro
juicio
sobre
el
porvenir.
Pero,
además,
precisamente
en
la
formación
de
este
juicio
intervienen,
en
un
grado
muy
difícil
de
precisar,
las
esperanzas
subjetivas
individuales,
las
cuales
dependen,
a su
vez,
de
factores
puramente
personales,
esto
es,
de
la
experiencia
de
cada
uno
y de
su
actitud
más
o
menos
optimista
ante
la
vida,
determinada
por
el
temperamento,
el
éxito
o el
fracaso.
Por
último,
ha
de
tenerse
también
en
cuenta
el
hecho
singular
de
que
los
hombres
viven,
en
general,
el
presente
con
una
cierta
ingenuidad;
esto
es,
sin
poder
llegar
a
valorar
exactamente
sus
contenidos.
Para
ello
tienen
que
considerarlo
a
distancia,
lo
cual
supone
que
el
presente
ha
de
haberse
convertido
en
pretérito
para
que
podamos
hallar
en
él
puntos
de
apoyo
en
que
basar
un
juicio
sobre
el
porvenir.
Así,
pues,
al
ceder
a la
tentación
de
pronunciarnos
sobre
el
porvenir
probable
de
nuestra
cultura,
obraremos
prudentemente
teniendo
en
cuenta
los
reparos
antes
indicados
al
mismo
tiempo
que
la
inseguridad
inherente
a
toda
predicción.
Por
lo
que
a mí
respecta,
tales
consideraciones
me
llevarán
a
apartarme
rápidamente
de
la
magna
labor
total
y a
refugiarme
en
el
pequeño
sector
parcial
al
que
hasta
ahora
he
consagrado
mi
atención,
limitándome
a
fijar
previamente
su
situación
dentro
de
la
totalidad.
La
cultura
humana
-entendiendo
por
tal
todo
aquello
en
que
la
vida
humana
ha
superado
sus
condiciones
zoológicas
y se
distingue
de
la
vida
de
los
animales,
y
desdeñando
establecer
entre
los
conceptos
de
cultura
y
civilización
separación
alguna-;
la
cultura
humana;
repetimos,
muestra
como
es
sabido,
al
observador
dos
distintos
aspectos.
Por
un
lado,
comprende
todo
el
saber
y el
poder
conquistados
por
los
hombres
para
llegar
a
dominar
las
fuerzas
de
la
Naturaleza
y
extraer
los
bienes
naturales
con
que
satisfacer
las
necesidades
humanas,
y
por
otro,
todas
las
organizaciones
necesarias
para
regular
las
relaciones
de
los
hombres
entre
sí y
muy
especialmente
la
distribución
de
los
bienes
naturales
alcanzables.
Estas
dos
direcciones
de
la
cultura
no
son
independientes
una
de
otra;
en
primer
lugar,
porque
la
medida
en
que
los
bienes
existentes
consienten
la
satisfacción
de
los
instintos
ejerce
profunda
influencia
sobre
las
relaciones
de
los
hombres
entre
sí;
en
segundo,
porque
también
el
hombre
mismo,
individualmente
considerado,
puede
representar
un
bien
natural
para
otro
en
cuanto
éste
utiliza
su
capacidad
de
trabajo
o
hace
de
él
su
objeto
sexual.
Pero,
además,
porque
cada
individuo
es
virtualmente
un
enemigo
de
la
civilización,
a
pesar
de
tener
que
reconocer
su
general
interés
humano.
Se
da,
en
efecto,
el
hecho
singular
de
que
los
hombres,
no
obstante,
serles
imposible
existir
en
el
aislamiento,
sienten
como
un
peso
intolerable
los
sacrificios
que
la
civilización
les
impone
para
hacer
posible
la
vida
en
común.
Así,
pues,
la
cultura
ha
de
ser
defendida
contra
el
individuo,
y a
esta
defensa
responden
todos
sus
mandamientos,
organizaciones
e
instituciones,
los
cuales
no
tienen
tan
sólo
por
objeto
efectuar
una
determinada
distribución
de
los
bienes
naturales,
sino
también
mantenerla
e
incluso
defender
contra
los
impulsos
hostiles
de
los
hombres
los
medios
existentes
para
el
dominio
de
la
Naturaleza
y la
producción
de
bienes.
Las
creaciones
de
los
hombres
son
fáciles
de
destruir,
y la
ciencia
y la
técnica
por
ellos
edificada
pueden
también
ser
utilizadas
para
su
destrucción.
Experimentamos
así
la
impresión
de
que
la
civilización
es
algo
que
fue
impuesto
a
una
mayoría
contraria
a
ella
por
una
minoría
que
supo
apoderarse
de
los
medios
de
poder
y de
coerción.
Luego
no
es
aventurado
suponer
que
estas
dificultades
no
son
inherentes
a la
esencia
misma
de
la
cultura,
sino
que
dependen
de
las
imperfecciones
de
las
formas
de
cultura
desarrolladas
hasta
ahora.
Es
fácil,
en
efecto,
señalar
tales
imperfecciones.
Mientras
que
en
el
dominio
de
la
Naturaleza
ha
realizado
la
Humanidad
continuos
progresos
y
puede
esperarlos
aún
mayores,
no
puede
hablarse
de
un
progreso
análogo
en
la
regulación
de
las
relaciones
humanas,
y
probablemente
en
todas
las
épocas,
como
de
nuevo
ahora,
se
han
preguntado
muchos
hombres
si
esta
parte
de
las
conquistas
culturales
merece,
en
general,
ser
defendida.
Puede
creerse
en
la
posibilidad
de
una
nueva
regulación
de
las
relaciones
humanas,
que
cegará
las
fuentes
del
descontento
ante
la
cultura,
renunciando
a la
coerción
y a
la
yugulación
de
los
instintos,
de
manera
que
los
hombres
puedan
consagrarse,
sin
ser
perturbados
por
la
discordia
interior,
a la
adquisición
y al
disfrute
de
los
bienes
terrenos.
Esto
sería
la
edad
de
oro,
pero
es
muy
dudoso
que
pueda
llegarse
a
ello.
Parece,
más
bien,
que
toda
la
civilización
ha
de
basarse
sobre
la
coerción
y la
renuncia
a
los
instintos,
y ni
siquiera
puede
asegurarse
que
al
desaparecer
la
coerción
se
mostrase
dispuesta
la
mayoría
de
los
individuos
humanos
a
tomar
sobre
sí
la
labor
necesaria
para
la
adquisición
de
nuevos
bienes.
A mi
juicio,
ha
de
contarse
con
el
hecho
de
que
todos
los
hombres
integran
tendencias
destructoras
-antisociales
y
anticulturales-
y
que
en
gran
número
son
bastante
poderosas
para
determinar
su
conducta
en
la
sociedad
humana.
Este
hecho
psicológico
presenta
un
sentido
decisivo
para
el
enjuiciamiento
de
la
cultura
humana.
En
un
principio
pudimos
creer
que
su
función
esencial
era
el
dominio
de
la
Naturaleza
para
la
conquista
de
los
bienes
vitales
y
que
los
peligros
que
la
amenazan
podían
ser
evitados
por
medio
de
una
adecuada
distribución
de
dichos
bienes
entre
los
hombres.
Mas
ahora
vemos
desplazado
el
nódulo
de
la
cuestión
desde
lo
material
a lo
anímico.
Lo
decisivo
está
en
si
es
posible
aminorar,
y en
qué
medida,
los
sacrificios
impuestos
a
los
hombres
en
cuanto
a la
renuncia
a la
satisfacción
de
sus
instintos,
conciliarlos
con
aquellos
que
continúen
siendo
necesarios
y
compensarles
de
ellos.
El
dominio
de
la
masa
por
una
minoría
seguirá
demostrándose
siempre
tan
imprescindible
como
la
imposición
coercitiva
de
la
labor
cultural,
pues
las
masas
son
perezosas
e
ignorantes,
no
admiten
gustosas
la
renuncia
al
instinto,
siendo
útiles
cuantos
argumentos
se
aduzcan
para
convencerlas
de
lo
inevitable
de
tal
renuncia,
y
sus
individuos
se
apoyan
unos
a
otros
en
la
tolerancia
de
su
desenfreno.
Únicamente
la
influencia
de
individuos
ejemplares
a
los
que
reconocen
como
conductores
puede
moverlas
a
aceptar
aquellos
esfuerzos
y
privaciones
imprescindibles
para
la
perduración
de
la
cultura.
Todo
irá
entonces
bien
mientras
que
tales
conductores
sean
personas
que
posean
un
profundo
conocimiento
de
las
necesidades
de
la
vida
y
que
se
hayan
elevado
hasta
el
dominio
de
sus
propios
deseos
instintivos.
Pero
existe
el
peligro
de
que
para
conservar
su
influjo
hagan
a
las
masas
mayores
concesiones
que
éstas
a
ellos,
y,
por
tanto,
parece
necesario
que
la
posesión
de
medios
de
poder
los
haga
independientes
de
la
colectividad.
En
resumen:
el
hecho
de
que
sólo
mediante
cierta
coerción
puedan
ser
mantenidas
las
instituciones
culturales
es
imputable
a
dos
circunstancias
ampliamente
difundidas
entre
los
hombres:
la
falta
de
amor
al
trabajo
y la
ineficacia
de
los
argumentos
contra
las
pasiones.
Sé
de
antemano
la
objeción
que
se
opondrá
a
estas
afirmaciones.
Se
dirá
que
la
condición
que
acabamos
de
atribuir
a
las
colectividades
humanas,
y en
la
que
vemos
una
prueba
de
la
necesidad
de
una
coerción
que
imponga
la
labor
cultural,
no
es
por
sí
misma
sino
una
consecuencia
de
la
existencia
de
instituciones
culturales
defectuosas
que
han
exasperado
a
los
hombres
haciéndolos
vengativos
e
inasequibles.
Nuevas
generaciones,
educadas
con
amor
y en
la
más
alta
estimación
del
pensamiento,
que
hayan
experimentado
desde
muy
temprano
los
beneficios
de
la
cultura,
adoptarán
también
una
distinta
actitud
ante
ella,
la
considerarán
como
su
más
preciado
patrimonio
y
estarán
dispuestas
a
realizar
todos
aquellos
sacrificios
necesarios
para
su
perduración,
tanto
en
trabajo
como
en
renuncia
a la
satisfacción
de
los
instintos.
Harán
innecesaria
la
coerción
y se
diferenciarán
muy
poco
de
sus
conductores.
Si
hasta
ahora
no
ha
habido
en
ninguna
cultura
colectividades
humanas
de
esta
condición,
ello
se
debe
a
que
ninguna
cultura
ha
acertado
aún
con
instituciones
capaces
de
influir
sobre
los
hombres
en
tal
sentido
y
precisamente
desde
su
infancia.
Podemos
preguntarnos
si
nuestro
dominio
sobre
la
Naturaleza
permite
ya,
o
permitirá
algún
día,
el
establecimiento
de
semejantes
instituciones
culturales,
e
igualmente
de
dónde
habrán
de
surgir
aquellos
hombres
superiores,
prudentes
y
desinteresados
que
hayan
de
actuar
como
conductores
de
las
masas
y
educadores
de
las
generaciones
futuras.
Puede
intimidarnos
la
magna
coerción
inevitable
para
la
consecución
de
estos
propósitos.
Pero
no
podemos
negar
la
grandeza
del
proyecto
ni
su
importancia
para
el
porvenir
de
la
cultura
humana.
Se
nos
muestra
basado
en
el
hecho
psicológico
de
que
el
hombre
integra
las
más
diversas
disposiciones
instintivas,
cuya
orientación
definitiva
es
determinada
por
las
tempranas
experiencias
infantiles.
De
este
modo,
los
límites
de
la
educabilidad
del
hombre
supondrán
también
los
de
la
eficacia
de
tal
transformación
cultural.
Podemos
preguntarnos
si
un
distinto
ambiente
cultural
puede
llegar
a
extinguir,
y en
qué
medida,
los
dos
caracteres
de
las
colectividades
humanas
antes
señaladas
que
tanto
dificultan
su
conducción.
Tal
experimento
está
aún
por
hacer.
Probablemente
cierto
tanto
por
ciento
de
la
Humanidad
permanecerá
siempre
asocial,
a
consecuencia
de
una
disposición
patológica
o de
una
exagerada
energía
de
los
instintos.
Pero
si
se
consigue
reducir
a
una
minoría
la
actual
mayoría
hostil
a la
cultura
se
habrá
alcanzado
mucho,
quizá
todo
lo
posible.
No
quisiera
despertar
la
impresión
de
haberme
desviado
mucho
del
camino
prescrito
a mi
investigación
y,
por
tanto,
he
de
afirmar
explícitamente
que
no
me
he
propuesto
en
absoluto
enjuiciar
el
gran
experimento
de
cultura
emprendido
actualmente
en
el
amplio
territorio
situado
entre
Europa
y
Asia.
Carezco
de
conocimiento
suficiente
de
la
cuestión
y de
capacidad
para
pronunciarme
sobre
sus
posibilidades,
contrastar
la
educación
de
los
métodos
aplicados
a
estimar
la
magnitud
del
abismo
inevitable
entre
el
propósito
y la
realización.
Lo
que
allí
se
prepara,
inacabado
aún,
elude,
como
tal,
una
precisa
observación,
a la
cual
ofrece,
en
cambio,
rica
materia
nuestra
cultura,
consolidada
hace
ya
largo
tiempo.
II
HEMOS
pasado
inadvertidamente
de
lo
económico
a lo
psicológico.
Al
principio
nos
inclinamos
a
buscar
el
patrimonio
cultural
en
los
bienes
existentes
y en
las
instituciones
para
su
distribución.
La
conclusión
de
que
toda
cultura
reposa
en
la
imposición
coercitiva
del
trabajo
y en
la
renuncia
a
los
instintos,
provocando,
por
consiguiente,
la
oposición
de
aquellos
sobre
los
cuales
recaen
tales
exigencias,
nos
hace
ver
claramente
que
los
bienes
mismos,
los
medios
para
su
conquista
y
las
disposiciones
para
su
distribución
no
pueden
ser
el
contenido
único,
ni
siquiera
el
contenido
esencial
de
la
cultura,
puesto
que
se
hallan
amenazados
por
la
rebeldía
y el
ansia
de
destrucción
de
los
partícipes
de
la
misma.
Al
lado
de
los
bienes
se
sitúan
ahora
los
medios
necesarios
para
defender
la
cultura;
esto
es,
los
medios
de
coerción
y
los
conducentes
a
reconciliar
a
los
hombres
con
la
cultura
y a
compensarles
sus
sacrificios.
Estos
últimos
medios
constituyen
lo
que
pudiéramos
considerar
como
el
patrimonio
espiritual
de
la
cultura.
Con
objeto
de
mantener
cierta
regularidad
en
nuestra
nomenclatura,
denominaremos
interdicción
al
hecho
de
que
un
instinto
no
pueda
ser
satisfecho,
prohibición
a la
institución
que
marca
tal
interdicción
y
privación
al
estado
que
la
prohibición
trae
consigo.
Lo
más
inmediato
será
establecer
una
distinción
entre
aquellas
privaciones
que
afectan
a
todos
los
hombres
y
aquellas
otras
que
sólo
recaen
sobre
grupos,
clases
o
individuos
determinados.
Las
primeras
son
las
más
antiguas;
con
las
prohibiciones
en
las
que
tienen
su
origen
inició
la
cultura
hace
muchos
milenios
el
desligamiento
del
estado
animal
primitivo.
Para
nuestra
sorpresa
hemos
hallado
que
se
mantienen
aún
en
vigor,
constituyendo
todavía
el
nódulo
de
la
hostilidad
contra
la
cultura.
Los
deseos
instintivos
sobre
los
que
gravitan
nacen
de
nuevo
con
cada
criatura
humana.
Existe
una
clase
de
hombres,
los
neuróticos,
en
los
que
ya
estas
interdicciones
provocan
una
reacción
asocial.
Tales
deseos
instintivos
son
el
incesto,
el
canibalismo
y el
homicidio.
Extrañará,
quizá,
ver
reunidos
estos
deseos
instintivos,
en
cuya
condenación
aparecen
de
acuerdo
todos
los
hombres,
con
aquellos
otros
sobre
cuya
permisión
o
interdicción
se
lucha
tan
ardientemente
en
nuestra
cultura,
pero
psicológicamente
está
justificado.
La
actitud
cultural
ante
estos
más
antiguos
deseos
instintivos
no
es
tampoco
uniforme;
tan
sólo
el
canibalismo
es
unánimemente
condenado
y,
salvo
para
la
observación
psicoanalítica,
parece
haber
sido
dominado
por
completo.
La
intensidad
de
los
deseos
incestuosos
se
hace
aún
sentir
detrás
de
la
prohibición,
y el
homicidio
es
todavía
practicado
e
incluso
ordenado
en
nuestra
cultura
bajo
determinadas
condiciones.
Probablemente
habrán
de
sobrevenir
nuevas
evoluciones
de
la
cultura,
en
las
cuales
determinadas
satisfacciones
de
deseos,
perfectamente
posibles
hoy,
parecerán
tan
inadmisibles
como
hoy
la
del
canibalismo.
Ya
en
estas
más
antiguas
renuncias
al
instinto
interviene
un
factor
psicológico
que
integra
también
suma
importancia
en
todas
las
ulteriores.
Es
inexacto
que
el
alma
humana
no
haya
realizado
progreso
alguno
desde
los
tiempos
más
primitivos
y
que,
en
contraposición
a
los
progresos
de
la
ciencia
y la
técnica,
sea
hoy
la
misma
que
al
principio
de
la
Historia.
Podemos
indicar
aquí
uno
de
tales
progresos
anímicos.
Una
de
las
características
de
nuestra
evolución
consiste
en
la
transformación
paulatina
de
la
coerción
externa
en
coerción
interna
por
la
acción
de
una
especial
instancia
psíquica
del
hombre,
el
super-yo,
que
va
acogiendo
la
coerción
externa
entre
sus
mandamientos.
En
todo
niño
podemos
observar
el
proceso
de
esta
transformación,
que
es
la
que
hace
de
él
un
ser
moral
y
social.
Este
robustecimiento
del
super-yo
es
uno
de
los
factores
culturales
psicológicos
más
valiosos.
Aquellos
individuos
en
los
cuales
ha
tenido
efecto
cesan
de
ser
adversarios
de
la
civilización
y se
convierten
en
sus
más
firmes
substratos.
Cuanto
mayor
sea
su
número
en
un
sector
de
cultura,
más
segura
se
hallará
ésta
y
antes
podrá
prescindir
de
los
medios
externos
de
coerción.
La
medida
de
esta
asimilación
de
la
coerción
externa
varía
mucho
según
el
instinto
sobre
el
cual
recaiga
la
prohibición.
En
cuanto
a
las
exigencias
culturales
más
antiguas,
antes
detalladas,
parece
haber
alcanzado
–si
excluimos
a
los
neuróticos,
excepción
indeseada-
una
gran
amplitud.
Pero
su
proporción
varía
mucho
con
respecto
a
los
demás
instintos.
Al
volver
a
ellos
nuestra
vista,
advertimos
con
sorpresa
y
alarma
que
una
multitud
de
individuos
no
obedece
a
las
prohibiciones
culturales
correspondientes
más
que
bajo
la
presión
de
la
coerción
externa;
esto
es,
sólo
mientras
tal
coerción
constituye
una
amenaza
real
e
ineludible.
Así
sucede
muy
especialmente
en
lo
que
se
refiere
a
las
llamadas
exigencias
morales
de
la
civilización,
prescritas
también
por
igual
a
todo
individuo.
La
mayor
parte
de
las
transgresiones
de
que
los
hombres
se
hacen
culpables
lesionan
estos
preceptos.
Infinitos
hombres
civilizados,
que
retrocederían
temerosos
ante
el
homicidio
o el
incesto,
no
se
privan
de
satisfacer
su
codicia,
sus
impulsos
agresivos
y
sus
caprichos
sexuales,
ni
de
perjudicar
a
sus
semejantes
con
la
mentira,
el
fraude
y la
calumnia
cuando
pueden
hacerlo
sin
castigo,
y
así
viene
sucediendo,
desde
siempre,
en
todas
las
civilizaciones.
En
lo
que
se
refiere
a
las
restricciones
que
sólo
afectan
a
determinadas
clases
sociales,
la
situación
se
nos
muestra
claramente
y no
ha
sido
nunca
un
secreto
para
nadie.
Es
de
suponer
que
estas
clases
postergadas
envidiarán
a
las
favorecidas
sus
privilegios
y
harán
todo
lo
posible
por
libertarse
del
incremento
especial
de
privación
que
sobre
ellas
pesa.
Donde
no
lo
consigan,
surgirá
en
la
civilización
correspondiente
un
descontento
duradero
que
podrá
conducir
a
peligrosas
rebeliones.
Pero
cuando
una
civilización
no
ha
logrado
evitar
que
la
satisfacción
de
un
cierto
número
de
sus
partícipes
tenga
como
premisa
la
opresión
de
otros,
de
la
mayoría
quizá
–y
así
sucede
en
todas
las
civilizaciones
actuales-,
es
comprensible
que
los
oprimidos
desarrollen
una
intensa
hostilidad
contra
la
civilización
que
ellos
mismos
sostienen
con
su
trabajo,
pero
de
cuyos
bienes
no
participan
sino
muy
poco.
En
este
caso
no
puede
esperarse
por
parte
de
los
oprimidos
una
asimilación
de
las
prohibiciones
culturales,
pues,
por
el
contrario,
se
negarán
a
reconocerlas,
tenderán
a
destruir
la
civilización
misma
y
eventualmente
a
suprimir
sus
premisas.
La
hostilidad
de
estas
clases
sociales
contra
la
civilización
es
tan
patente
que
ha
monopolizado
la
atención
de
los
observadores,
impidiéndoles
ver
la
que
latentemente
abrigan
también
las
otras
capas
sociales
más
favorecidas.
No
hace
falta
decir
que
una
cultura
que
deja
insatisfecho
a un
núcleo
tan
considerable
de
sus
partícipes
y
los
incita
a la
rebelión
no
puede
durar
mucho
tiempo,
ni
tampoco
lo
merece.
El
grado
de
asimilación
de
los
preceptos
culturales
-o
dicho
de
un
modo
popular
y
nada
psicológico:
el
nivel
moral
de
los
partícipes
de
una
civilización-
no
es
el
único
patrimonio
espiritual
que
ha
de
tenerse
en
cuenta
para
valorar
la
civilización
de
que
se
trate.
Ha
de
atenderse
también
a su
acervo
de
ideales
y a
su
producción
artística;
esto
es,
a
las
satisfacciones
extraídas
de
estas
dos
fuentes.
Nos
inclinaremos
demasiado
fácilmente
a
incluir
entre
los
bienes
espirituales
de
una
civilización
sus
ideales;
esto
es,
las
valoraciones
que
determinan
en
ella
cuáles
son
los
rendimientos
más
elevados
a
los
que
deberá
aspirarse.
Al
principio
parece
que
estos
ideales
son
los
que
han
determinado
y
determinan
los
rendimientos
de
la
civilización
correspondiente,
pero
no
tardamos
en
advertir
que,
en
realidad,
sucede
todo
lo
contrario;
los
ideales
quedan
forjados
como
una
secuela
de
los
primeros
rendimientos
obtenidos
por
la
acción
conjunta
de
las
dotes
intrínsecas
de
una
civilización
y
las
circunstancias
externas,
y
estos
primeros
rendimientos
son
retenidos
ya
por
el
ideal
para
ser
continuados.
Así,
pues,
la
satisfacción
que
el
ideal
procura
a
los
partícipes
de
una
civilización
es
de
naturaleza
narcisista
y
reposa
en
el
orgullo
del
rendimiento
obtenido.
Para
ser
completa
precisa
de
la
comparación
con
otras
civilizaciones
que
han
tendido
hacia
resultados
distintos
y
han
desarrollado
ideales
diferentes.
De
este
modo,
los
ideales
culturales
se
convierten
en
motivo
de
discordia
y
hostilidad
entre
los
distintos
sectores
civilizados,
como
se
hace
patente
entre
las
naciones.
La
satisfacción
narcisista,
extraída
del
ideal
cultural,
es
uno
de
tos
poderes
que
con
mayor
éxito
actúan
en
contra
de
la
hostilidad
adversa
a la
civilización,
dentro
de
cada
sector
civilizado.
No
sólo
las
clases
favorecidas
que
gozan
de
los
beneficios
de
la
civilización
correspondiente
sino
también
las
oprimidas
participan
de
tal
satisfacción,
en
cuanto
el
derecho
a
despreciar
a
los
que
no
pertenecen
a su
civilización
les
compensa
de
las
imitaciones
que
la
misma
se
impone
a
ellos.
Cayo
es
un
mísero
plebeyo
agobiado
por
los
tributos
y
las
prestaciones
personales,
pero
es
también
un
romano,
y
participa
como
tal
en
la
magna
empresa
de
dominar
a
otras
naciones
e
imponerles
leyes.
Esta
identificación
de
los
oprimidos
con
la
clase
que
los
oprime
y
los
explota
no
es,
sin
embargo,
más
que
un
fragmento
de
una
más
amplia
totalidad,
pues,
además,
los
oprimidos
pueden
sentirse
efectivamente
ligados
a
los
opresores
y, a
pesar
de
su
hostilidad,
ver
en
sus
amos
su
ideal.
Si
no
existieran
estas
relaciones,
satisfactorias
en
el
fondo,
sería
incomprensible
que
ciertas
civilizaciones
se
hayan
conservado
tanto
tiempo,
a
pesar
de
la
justificada
hostilidad
de
grandes
masas
de
hombres.
La
satisfacción
que
el
arte
procura
a
los
partícipes
de
una
civilización
es
muy
distinta,
aunque,
por
lo
general,
permanece
inasequible
a
las
masas,
absorbidas
por
el
trabajo
agotador
y
poco
preparadas
por
la
educación.
Como
ya
sabemos,
el
arte
ofrece
satisfacciones
sustitutivas
compensadoras
de
las
primeras
y
más
antiguas
renuncias
impuestas
por
la
civilización
al
individuo
-las
más
hondamente
sentidas
aún-,
y de
este
modo
es
lo
único
que
consigue
reconciliarle
con
sus
sacrificios.
Pero,
además,
las
creaciones
del
arte
intensifican
los
sentimientos
de
identificación,
de
los
que
tanto
precisa
todo
sector
civilizado,
ofreciendo
ocasiones
de
experimentar
colectivamente
sensaciones
elevadas.
Por
último,
contribuyen
también
a la
satisfacción
narcisista
cuando
representan
el
rendimiento
de
una
civilización
especial
y
expresan
en
forma
impresionante
sus
ideales.
No
hemos
citado
aún
el
elemento
más
importante
del
inventario
psíquico
de
una
civilización.
Nos
referimos
a
sus
representaciones
religiosas
-en
el
más
amplio
sentido-
o,
con
otras
palabras
que
más
tarde
justificaremos,
a
sus
ilusiones.
III
EN
qué
consiste
el
singular
valor
de
las
ideas
religiosas?
Hemos
hablado
de
una
hostilidad
contra
la
civilización,
engendrada
por
la
presión
que
la
misma
ejerce
sobre
el
individuo,
imponiéndole
la
renuncia
a
los
instintos.
Supongamos
levantadas
de
pronto
a
sus
prohibiciones:
el
individuo
podrá
elegir
como
objeto
sexual
a
cualquier
mujer
que
encuentre
a su
gusto,
podrá
desembarazarse
sin
temor
alguno
de
los
rivales
que
se
la
disputen
y,
en
general,
de
todos
aquellos
que
se
interpongan
de
algún
modo
en
su
camino,
y
podrá
apropiarse
los
bienes
ajenos
sin
pedir
siquiera
permiso
a
sus
dueños.
La
vida
parece
convertirse
así
en
una
serie
ininterrumpida
de
satisfacciones.
Pero
en
seguida
tropezamos
con
una
primera
dificultad.
Todos
los
demás
hombres
abrigan
los
mismos
deseos
que
yo,
y no
han
de
tratarme
con
más
consideración
que
yo a
ellos.
Resulta,
pues,
que
en
último
término
sólo
un
único
individuo
puede
llegar
a
ser
ilimitadamente
feliz
con
esta
supresión
de
las
restricciones
de
la
civilización:
un
tirano,
un
dictador
que
se
haya
apoderado
de
todos
los
medios
de
poder,
y
aun
para
este
individuo
será
muy
deseable
que
los
demás
observen,
por
lo
menos,
uno
de
los
mandamientos
culturales:
el
de
no
matar.
Pero
el
hecho
de
aspirar
a
una
supresión
de
la
cultura
testimoniaría
de
una
ingratitud
manifiesta
y de
una
acusada
miopía
espiritual.
Suprimida
la
civilización,
lo
que
queda
es
el
estado
de
naturaleza,
mucho
más
difícil
de
soportar.
Desde
luego,
la
Naturaleza
no
impone
la
menor
limitación
a
nuestros
instintos
y
nos
deja
obrar
con
plena
libertad;
pero,
en
último
término,
posee
también
su
modo
especial
de
limitarnos:
nos
suprime,
a
nuestro
juicio,
con
fría
crueldad,
y
preferentemente
con
ocasión
de
nuestras
satisfacciones.
Precisamente
estos
peligros,
con
los
que
nos
amenaza
la
Naturaleza,
son
los
que
nos
han
llevado
a
unirnos
y a
crear
la
civilización
que,
entre
otras
cosas,
ha
de
hacer
posible
la
vida
en
común.
La
función
capital
de
la
cultura,
su
verdadera
razón
de
ser,
es
defendernos
contra
la
Naturaleza.
En
algunos
puntos
lo
ha
conseguido
ya
bastante
y es
de
esperar
que
vaya
lográndolo
cada
vez
mejor;
pero
nadie
cae
en
el
error
de
creer
ya
totalmente
sojuzgada
a la
Naturaleza,
y
sólo
algunos
se
atreven
a
esperar
que
llegará
un
día
en
el
cual
quede
sometida
por
completo
a
los
hombres.
Están
los
elementos
que
parecen
burlarse
de
toda
coerción
humana:
la
tierra,
que
tiembla,
se
abre
y
sepulta
a
los
hombres
con
la
obra
de
su
trabajo;
el
agua,
que
inunda
y
ahoga;
la
tempestad,
que
destruye
y
arruina,
y
las
enfermedades,
en
las
que
sólo
recientemente
hemos
reconocido
los
ataques
de
otros
seres
animados;
está,
por
último,
el
doloroso
enigma
de
la
muerte,
contra
la
cual
no
se
ha
hallado
aún,
ni
se
hallará
probablemente,
la
triaca.
Con
estas
poderosas
armas
se
alza
contra
nosotros
la
Naturaleza,
magna,
cruel
e
inexorable,
y
presenta
una
y
otra
vez
a
nuestros
ojos
nuestra
debilidad
y
nuestra
indefensión,
a
las
que
pretendíamos
escapar
por
medio
de
la
obra
de
la
cultura.
Una
de
las
pocas
impresiones
satisfactorias
y
elevadas
que
la
Humanidad
nos
procura
es
la
de
verla
olvidar,
ante
una
catástrofe
natural,
la
inconsistencia
de
su
civilización,
todas
sus
dificultades
y
sus
disensiones
internas,
y
recordar
la
gran
obra
común,
su
conservación
contra
la
prepotencia
de
la
Naturaleza.
Como
para
la
Humanidad
en
conjunto,
también
para
el
individuo
la
vida
es
difícil
de
soportar.
La
civilización
de
la
que
participa
le
impone
determinadas
privaciones,
y
los
demás
hombres
le
inflingen
cierta
medida
de
sufrimiento,
bien
a
pesar
de
los
preceptos
de
la
civilización,
bien
a
consecuencia
de
la
imperfección
de
la
misma,
agregándose
a
todo
esto
los
daños
que
recibe
de
la
Naturaleza
indominada,
a la
que
él
llama
el
destino.
Esta
situación
ha
de
provocar
en
el
hombre
un
continuo
temor
angustiado
y
una
grave
lesión
de
su
narcisismo
natural.
Sabemos
ya
cómo
reacciona
el
individuo
a
los
daños
que
le
infiere
la
civilización
o le
son
causados
por
los
demás:
desarrolla
una
resistencia
proporcional
contra
las
instituciones
de
la
civilización
correspondiente,
cierto
grado
de
hostilidad
contra
la
cultura.
Pero,
¿cómo
se
defiende
de
los
poderes
prepotentes
de
la
Naturaleza,
de
la
amenaza
del
destino?
La
civilización
toma
también
a su
cargo
esta
función
defensora
y la
cumple
por
todos
y
para
todos
en
igual
forma,
dándose
el
hecho
singular
de
que
casi
todas
las
civilizaciones
proceden
aquí
del
mismo
modo.
No
detiene
en
este
punto
su
labor
de
defender
al
hombre
contra
la
Naturaleza,
sino
que
la
continúa
con
otros
medios.
Esta
función
toma
ahora
un
doble
aspecto:
el
hombre,
gravemente
amenazado,
demanda
consuelo,
pide
que
el
mundo
y la
vida
queden
libres
de
espantos;
pero,
al
mismo
tiempo,
su
ansia
de
saber,
impulsada,
desde
luego;
por
decisivos
intereses
prácticos,
exige
una
respuesta.
El
primer
caso
es
ya
una
importante
conquista.
Consiste
en
humanizar
la
Naturaleza.
A
las
fuerzas
impersonales,
al
destino,
es
imposible
aproximarse;
permanecen
eternamente
incógnitas.
Pero
si
en
los
elementos
rugen
las
mismas
pasiones
que
en
el
alma
del
hombre,
si
la
muerte
misma
no
es
algo
espontáneo,
sino
el
crimen
de
una
voluntad
perversa;
si
la
Naturaleza
está
poblada
de
seres
como
aquellos
con
los
que
convivimos,
respiraremos
aliviados,
nos
sentiremos
más
tranquilos
en
medio
de
lo
inquietante
y
podremos
elaborar
psíquicamente
nuestra
angustia.
Continuamos
acaso
inermes,
pero
ya
no
nos
sentimos,
además,
paralizados;
podemos,
por
lo
menos,
reaccionar
e
incluso
nuestra
indefensión
no
es
quizá
ya
tan
absoluta,
pues
podemos
emplear
contra
estos
poderosos
superhombres
que
nos
acechan
fuera
los
mismos
medios
de
que
nos
servimos
dentro
de
nuestro
círculo
social;
podemos
intentar
conjurarlos,
apaciguarlos
y
sobornarlos,
despojándoles
así
de
una
parte
de
su
poderío.
Esta
sustitución
de
una
ciencia
natural
por
una
psicología
no
sólo
proporciona
al
hombre
un
alivio
inmediato,
sino
que
le
muestra
el
camino
por
el
que
llega
a
dominar
más
ampliamente
la
situación.
Esta
situación
no
constituye,
en
efecto,
nada
nuevo.
Tiene
un
precedente
infantil,
y no
es,
en
realidad,
más
que
la
continuación
del
mismo.
De
niños,
todos
hemos
pasado
por
un
período
de
indefensión
con
respecto
a
nuestros
padres
-a
nuestro
padre,
sobre
todo-,
que
nos
inspiraba
un
profundo
temor,
aunque
al
mismo
tiempo
estábamos
seguros
de
su
protección
contra
los
peligros
que
por
entonces
conocíamos.
Así,
no
era
difícil
asimilar
ambas
situaciones,
proceso
en
el
cual
hubo
de
intervenir
también,
como
en
la
vida
onírica,
el
deseo.
Cuando
un
presagio
de
muerte
asalta
al
durmiente
y
quiere
hacerle
asistir
a su
propio
entierro,
la
elaboración
onírica
sabe
elegir
las
circunstancias
en
las
cuales
también
este
suceso
tan
temido
se
convierte
en
la
realización
de
un
deseo,
y el
durmiente
se
ve
en
un
sepulcro
etrusco,
al
que
ha
descendido
encantado
de
poder
satisfacer
sus
curiosidades
arqueológicas.
Obrando
de
un
modo
análogo,
el
hombre
no
transforma
sencillamente
las
fuerzas
de
la
Naturaleza
en
seres
humanos,
a
los
que
puede
tratar
de
igual
a
igual
-cosa
que
no
correspondería
a la
impresión
de
superioridad
que
tales
fuerzas
le
producen-,
sino
que
las
reviste
de
un
carácter
paternal
y
las
convierte
en
dioses,
conforme
a un
prototipo
infantil,
y
también,
según
hemos
intentado
ya
demostrar
en
otro
lugar,
a un
prototipo
filogénico.
Andando
el
tiempo
surgen
luego
las
primeras
observaciones
de
la
regularidad
y la
normatividad
de
los
fenómenos
físicos,
y
las
fuerzas
naturales
pierden
sus
caracteres
humanos.
Pero
la
indefensión
de
los
hombres
continúa,
y
con
ello
perdura
su
necesidad
de
una
protección
paternal
y
perduran
los
dioses,
a
los
cuales
se
sigue
atribuyendo
una
triple
función:
espantar
los
terrores
de
la
Naturaleza,
conciliar
al
hombre
con
la
crueldad
del
destino,
especialmente
tal
y
como
se
manifiesta
en
la
muerte,
y
compensarle
de
los
dolores
y
las
privaciones
que
la
vida
civilizada
en
común
le
impone.
Pero
poco
a
poco
va
desplazándose
el
acento
dentro
de
estas
funciones.
Se
observa
que
los
fenómenos
naturales
se
desarrollan
espontáneamente
conforme
a
las
leyes
internas,
pero
los
dioses
no
dejan
por
ello
de
seguir
siendo
dueños
y
señores
de
la
Naturaleza:
la
han
creado
y
organizado
de
esta
suerte
y
pueden
ya
abandonarla
a sí
misma.
Sólo
de
cuando
en
cuando
intervienen
en
su
curso
con
algún
milagro,
como
para
demostrar
que
no
han
renunciado
a
nada
de
lo
que
constituía
su
poder
primitivo.
Por
lo
que
respecta
a la
distribución
de
los
destinos
humanos,
perdura
siempre
una
inquieta
sospecha
de
que
la
indefensión
y el
abandono
de
los
hombres
tienen
poco
remedio.
En
ese
punto
fallan
enseguida
los
dioses,
y si
realmente
son
ellos
quienes
marcan
a
cada
hombre
su
destino,
es
de
pensar
que
sus
designios
son
impenetrables.
El
pueblo
mejor
dotado
de
la
antigüedad
vislumbró
la
existencia
de
un
poder
superior
a
los
dioses
–la
moira-,
y
sospechó
que
éstos
mismos
tenían
marcados
sus
destinos.
Cuanto
más
independiente
se
hace
la
Naturaleza
y
más
se
retiran
de
ella
los
dioses,
tanto
más
interesante
van
concentrándose
las
esperanzas
en
derredor
de
la
tercera
de
las
funciones
a
ellos
encomendadas,
llegando
a
ser
así
lo
moral
su
verdadero
dominio.
De
este
modo,
la
función
encomendada
a la
divinidad
resulta
ser
la
de
compensar
los
defectos
y
los
daños
de
la
civilización,
precaver
los
sufrimientos
que
los
hombres
se
causan
unos
a
otros
en
la
vida
en
común
y
velar
por
el
cumplimiento
de
los
preceptos
culturales,
tan
mal
seguidos
por
los
hombres.
A
estos
preceptos
mismos
se
les
atribuye
un
origen
divino,
situándolos
por
encima
de
la
sociedad
humana
y
extendiéndolos
al
suceder
natural
y
universal.
Se
crea
así
un
acervo
de
representaciones,
nacido
de
la
necesidad
de
hacer
tolerable
la
indefensión
humana,
y
formado
con
el
material
extraído
del
recuerdo
de
la
indefensión
de
nuestra
propia
infancia
individual
y de
la
infancia
de
la
Humanidad.
Fácilmente
se
advierte
que
este
tesoro
de
representaciones
protege
a
los
hombres
en
dos
direcciones
distintas:
contra
los
peligros
de
la
Naturaleza
y
del
destino
y
contra
los
daños
de
la
propia
sociedad
humana.
Su
contenido,
sintéticamente
enunciado,
es
el
siguiente:
la
vida
en
este
mundo
sirve
a un
fin
más
alto,
nada
fácil
de
adivinar
desde
luego,
pero
que
significa
seguramente
un
perfeccionamiento
del
ser
humano.
El
objeto
de
esta
superación
y
elevación
ha
de
ser
probablemente
la
parte
espiritual
del
hombre,
el
alma,
que
tan
lenta
y
rebeldemente
se
ha
ido
separando
del
cuerpo
en
el
transcurso
de
los
tiempos.
Todo
lo
que
en
este
mundo
sucede,
sucede
en
cumplimiento
de
los
propósitos
de
una
inteligencia
superior,
que,
por
caminos
y
rodeos
difíciles
de
perseguir,
lo
conduce
todo
en
definitiva
hacia
el
bien;
esto
es,
hacia
lo
más
satisfactorio
para
el
hombre.
Sobre
cada
uno
de
nosotros
vela
una
guarda
bondadosa,
sólo
en
apariencia
severa,
que
nos
preserva
de
ser
juguete
de
las
fuerzas
naturales,
prepotentes
e
inexorables.
La
muerte
misma
no
es
un
aniquilamiento,
un
retorno
a lo
inanimado
inorgánico,
sino
el
principio
de
una
nueva
existencia
y el
tránsito
a
una
evolución
superior.
Por
otro
lado
las
mismas
leyes
morales
que
nuestras
civilizaciones
han
estatuido
rigen
también
el
suceder
universal,
guardadas
por
una
suprema
instancia
justiciera,
infinitamente
más
poderosa
y
consecuente.
Todo
lo
bueno
encuentra
al
fin
su
recompensa,
y
todo
lo
malo,
su
castigo,
cuando
no
ya
en
esta
vida
sí
en
las
existencias
ulteriores
que
comienzan
después
de
la
muerte.
De
este
modo
quedan
condenados
a
desaparecer
todos
los
terrores,
los
sufrimientos
y
asperezas
de
la
vida.
La
vida
de
ultratumba,
que
continúa
nuestra
vida
terrenal
como
la
parte
invisible
del
espectro
solar,
continúa
la
visible,
trae
consigo
toda
la
perfección
que
aquí
hemos
echado
de
menos.
La
suprema
sabiduría
que
dirige
este
proceso,
la
suprema
bondad
que
en
él
se
manifiesta
y la
justicia
que
en
él
se
cumple
son
los
atributos
de
los
seres
divinos
que
nos
han
creado
y
han
creado
el
Universo
entero.
O,
mejor
dicho,
de
aquel
único
ser
divino,
en
el
que
nuestras
civilizaciones
han
condensado
el
politeísmo
de
épocas
anteriores.
El
pueblo
que
primero
consiguió
semejante
condensación
de
los
atributos
divinos
se
mostró
muy
orgulloso
de
tal
progreso.
Había
revelado
el
nódulo
paternal,
oculto
desde
siempre
detrás
de
toda
imagen
divina.
Pero,
en
el
fondo,
esto
no
significa
sino
un
retroceso
a
los
comienzos
históricos
de
la
idea
de
Dios.
No
habiendo
ya
más
que
un
solo
y
único
Dios,
las
relaciones
con
él
pudieron
recobrar
todo
el
fervor
y
toda
la
intensidad
de
las
relaciones
infantiles
del
individuo
con
su
padre.
Mas
a
cambio
de
tanto
amor
se
quiere
una
recompensa:
ser
el
hijo
predilecto,
el
pueblo
elegido.
Mucho
tiempo
después
ha
elevado
la
piadosa
América
la
pretensión
de
ser
God's
own
country,
y lo
es
ciertamente
en
cuanto
a
una
de
las
formas
bajo
las
cuales
adoran
los
hombres
a la
divinidad.
Las
ideas
religiosas
sintéticamente
enunciadas
en
lo
que
precede
han
pasado,
claro
está,
por
una
larga
evolución
y
han
sido
retenidas
por
diversas
civilizaciones
en
distintas
fases.
En
el
presente
ensayo
hemos
aislado
una
sola
de
estas
fases
evolutivas:
la
de
su
cristalización
definitiva
en
nuestra
actual
civilización
blanca,
cristiana.
No
es
difícil
observar
que
en
el
conjunto
formado
por
estas
ideas
no
todos
los
elementos
armonizan
igualmente
bien
entre
sí,
y
que
ni
se
da
con
ellas
respuesta
a
todas
las
interrogaciones
apremiantes
ni
resulta
tampoco
tarea
fácil
defenderlas
de
la
constante
contradicción
de
la
experiencia
cotidiana.
Pero
así
y
todo,
estas
representaciones,
religiosas
en
el
más
amplió
sentido,
pasan
por
ser
el
tesoro
más
precioso
de
la
civilización,
lo
más
valioso
que
la
misma
puede
ofrecer
a
sus
partícipes,
y
son
más
estimables
que
las
artes
de
beneficiar
los
tesoros
de
la
tierra
procurar
a la
Humanidad
su
alimento
o
vencer
las
enfermedades.
Los
hombres
creen
no
poder
soportar
la
vida
si
no
dan
a
estas
representaciones
todo
el
valor
al
que
para
ellas
se
aspira.
Habremos,
pues,
de
preguntarnos
qué
significan
estas
ideas
a la
luz
de
la
Psicología,
de
dónde
extraen
su
alta
estimación
y
-con
interrogación
harto
tímida-
cuál
es
su
verdadero
valor.
IV
UNA
investigación
que
avanza
libre
de
objeciones
exteriores,
cómo
un
monólogo,
corre
cierto
peligro.
Es
muy
difícil
ceder,
además,
a la
tentación
de
apartar
a un
lado
aquellas
ideas
propias
que
tratan
de
interrumpirla,
y
todo
ello
se
paga
con
una
sensación
de
inseguridad
que
luego
se
quiere
encubrir
por
medio
de
conclusiones
demasiado
radicales.
Así,
pues,
situaré
frente
a mí
un
adversario
que
siga
mi
exposición
con
desconfiada
crítica
y le
cederé
la
palabra
de
cuando
en
cuando.
Por
lo
pronto
le
oigo
ya
decir:
«Se
ha
servido
usted
repetidamente
de
expresiones
que
me
han
producido
cierta
extrañeza.
Ha
dicho
usted,
por
ejemplo,
que
la
civilización
crea
las
representaciones
religiosas
y
las
pone
a
disposición
de
sus
partícipes.
Sin
saber
a
punto
fijo
por
qué,
encuentro
en
estas
afirmaciones
algo
extraño.
No
las
encuentro
tan
naturales
como
encontraría,
por
ejemplo,
la
de
que
la
civilización
ha
regulado
el
reparto
de
los
productos
del
trabajo
o
los
derechos
sobre
la
mujer
y el
hijo.»
A mi
juicio,
tales
afirmaciones
están
plenamente
justificadas.
He
intentado
mostrar
que
las
representaciones
religiosas
han
nacido
de
la
misma
fuente
que
todas
las
demás
conquistas
de
la
cultura:
de
la
necesidad
de
defenderse
contra
la
abrumadora
prepotencia
de
la
Naturaleza;
necesidad
a la
que
más
tarde
se
añadió
un
segundo
motivo:
el
impulso
a
corregir
las
penosas
imperfecciones
de
la
civilización.
También
es
absolutamente
exacto
decir
que
la
civilización
procura
al
individuo
estas
ideas,
pues
el
individuo
las
encuentra
ya
acabadas
entre
sí,
y
sería
incapaz
de
hallarlas
por
sí
mismo.
Son
para
él
como
la
tabla
de
multiplicar
o la
geometría:
un
legado
de
generaciones
anteriores.
La
sensación
de
extrañeza
que
usted
me
objeta
puede
provenir,
en
parte,
de
que
las
ideas
religiosas
nos
son
presentadas
como
una
revelación
divina.
Pero
esa
pretensión
es
ya
una
parte
del
sistema
religioso,
y
desatiende
por
completo
la
evolución
histórica
de
tales
ideas
y
sus
diferencias
en
las
distintas
épocas
y
civilizaciones.
«Hay
todavía
otra
objeción
que
creo
más
importante.
Hace
usted
nacer
el
antropomorfismo
de
la
Naturaleza
de
la
necesidad
de
poner
término
a la
perplejidad
y a
la
indefensión
de
los
hombres
ante
las
fuerzas
naturales
tan
temidas;
entrar
en
relación
con
ellas
y
conquistar
sobre
ellas
alguna
influencia.
A mi
juicio,
resulta
completamente
innecesario
buscar
semejante
motivación.
El
hombre
primitivo
no
puede
hacer
otra
cosa;
su
pensamiento
no
puede
seguir
otro
camino.
El
impulso
a
proyectar
en
el
mundo
su
propio
ser
y
ver
en
todos
los
sucesos
que
observa
manifestaciones
de
seres
análogos
en
el
fondo
a él
mismo
es
algo
natural
y
como
innato
en
él.
Es
su
único
método
de
comprensión.
Y el
hecho
de
que
abandonándose
así
simplemente
a
sus
disposiciones
naturales
consiga
satisfacer
una
de
sus
grandes
necesidades,
no
es,
desde
luego,
nada
esperado
y
axiomático,
sino
una
coincidencia
harto
singular.»
Yo
no
lo
encuentro
tan
chocante.
¿O
acaso
cree
usted
que
el
pensamiento
del
hombre
no
conoce
motivo
práctico
alguno
y es
tan
sólo
la
expresión
de
una
curiosidad
desinteresada?
No
me
parece
probable.
Creo
más
bien
que
al
personificar
las
fuerzas
de
la
Naturaleza
sigue
el
hombre
un
precedente
infantil.
En
su
primera
infancia
descubrió
ya
que
para
llegar
a
adquirir
alguna
influencia
sobre
las
personas
que
le
rodeaban
le
era
preciso
entrar
en
relación
con
ellas,
y
posteriormente
aplica
este
método,
con
igual
propósito,
a
todo
aquello
que
a su
paso
encuentra.
No
contradigo,
pues,
su
observación
descriptiva.
Efectivamente,
la
tendencia
a
personificar
todo
aquello
que
quiere
comprender
-el
dominio
físico
como
preparación
del
dominio
psíquico-
es
un
impulso
natural
del
hombre;
pero
yo
expongo,
además,
el
motivo
y la
génesis
de
esta
peculiaridad
del
pensamiento
humano.
«Un
tercer
reparo:
en
su
libro
Totem
y
tabú
ha
tratado
usted
ya
anteriormente
del
origen
de
la
religión.
Pero
con
muy
distinto
criterio.
Allí
todo
queda
reducido
a la
relación
paternofilial.
Dios
es
una
superación
del
padre,
y la
necesidad
de
una
instancia
protectora
-la
nostalgia
de
un
padres
la
raíz
de
la
necesidad
religiosa.
Posteriormente
parece
haber
descubierto
usted
un
nuevo
factor:
la
impotencia
y la
indefensión
humana,
al
que
se
adscribe
corrientemente
el
papel
principal
en
el
origen
de
la
religión,
y
ahora
atribuye
usted
a la
indefensión
todo
lo
que
antes
era
complejo
paterno.
¿Puedo
preguntarle
a
usted
las
razones
de
esta
rectificación?»
Desde
luego.
Esperaba
su
demanda.
En
realidad
no
hay
tal
rectificación.
En
la
obra
a
que
usted
se
refiere,
Totem
y
tabú,
no
se
trataba
de
explicar
la
génesis
de
las
religiones,
sino
únicamente
la
del
totemismo.
¿Puede
usted
acaso
explicar
desde
alguno
de
los
puntos
de
vista
conocidos
por
la
primera
forma
en
que
la
divinidad
protectora
se
reveló
a
los
hombres
fuese
la
de
un
animal,
y
que
se
instituyera,
al
mismo
tiempo
que
la
prohibición
de
matar
a
dicho
animal
y
comer
de
su
carne,
la
costumbre
solemne
de
sacrificarlo
y
comerlo
una
vez
al
año
en
colectividad?
Esto
es
precisamente
lo
que
sucede
en
el
totemismo.
Y no
merece
la
pena
discutir
si
el
totemismo
puede
o no
ser
considerado
como
una
religión.
Entraña
íntimas
relaciones
con
las
posteriores
religiones
deístas,
y
los
animales
totémicos
se
convierten
luego
en
animales
sagrados,
adscritos
a
los
distintos
dioses.
Igualmente
las
primeras
restricciones
morales,
las
más
decisivas
y
profundas
–la
prohibición
del
incesto
y
del
homicidio-,
nacen
en
los
dominios
del
totemismo.
Acepte
usted
o no
las
conclusiones
deducidas
en
Totem
y
tabú,
habrá
de
reconocer
que
en
este
libro
quedan
reunidas
en
un
todo
consistente
muchas
cosas
singulares
antes
inconexas.
Desde
luego,
apenas
rozamos
en
él
la
razón
de
que
el
dios
zoológico
resultase
a
larga
insuficiente,
teniendo
que
ser
sustituido
por
un
dios
humano,
y ni
siquiera
mencionamos
varios
otros
problemas
del
origen
de
las
religiones.
Pero
esta
limitación
de
nuestro
campo
de
estudio
no
equivale
a
una
negación
de
la
existencia
de
tales
problemas.
Nuestro
trabajo
se
limitaba
rigurosamente
a
definir
la
posible
colaboración
del
psicoanálisis
en
la
solución
del
problema
religioso.
Si
ahora
intento
añadir
otros
factores
menos
ocultos
no
debe
usted
acusarme
de
contradicción,
como
tampoco
antes
hubiese
sido
justo
tacharme
de
unilateral.
De
mi
cuenta
corre,
naturalmente,
indicar
el
enlace
entre
lo
anteriormente
dicho
y lo
que
ahora
trato
de
exponer
entre
la
motivación
profunda
y la
manifiesta
entre
el
complejo
paterno
y la
impotencia
y
necesidad
de
protección
del
hombre.
No
es
nada
difícil
hallar
dicho
enlace.
Lo
encontramos
en
las
relaciones
de
la
indefensión
del
niño
con
la
del
adulto,
continuación
de
ella,
resultando
así,
como
era
de
esperar,
que
la
motivación
psicoanalítica
de
la
génesis
de
la
religión
constituye
la
aportación
infantil
a su
motivación
manifiesta.
Vamos
a
transferirnos
a la
vida
anímica
del
niño
pequeño.
¿Recuerda
usted
el
proceso
de
la
elección
de
objeto
conforme
al
tipo
infantil
del
que
nos
habla
el
análisis?
La
libido
sigue
los
caminos
de
las
necesidades
narcisistas
y se
adhiere
a
aquellos
objetos
que
aseguran
la
satisfacción
de
las
mismas.
De
este
modo
la
madre,
que
satisface
el
hambre,
se
constituye
en
el
primer
objeto
amoroso
y,
desde
luego,
en
la
primera
protección
contra
los
peligros
que
nos
amenazan
desde
el
mundo
exterior
en
la
primera
protección
contra
la
angustia,
podríamos
decir.
Sin
embargo,
la
madre
no
tarda
en
ser
sustituida
en
esta
función
por
el
padre,
más
fuerte,
que
la
conserva
ya a
través
de
toda
la
infancia.
Pero
la
relación
del
niño
con
el
padre
entraña
una
singular
ambivalencia.
En
la
primera
fase
de
las
relaciones
del
niño
con
la
madre,
el
padre
constituía
un
peligro
y,
en
consecuencia,
inspiraba
tanto
temor
como
cariño
y
admiración.
Todas
las
religiones
muestran
profundamente
impresos
los
signos
de
esta
ambivalencia
de
la
relación
con
el
padre,
según
lo
expusimos
ya
en
Totem
y
tabú,
cuando
el
individuo
en
maduración
advierte
que
está
predestinado
a
seguir
siendo
siempre
un
niño
necesitado
de
protección
contra
los
temibles
poderes
exteriores,
presta
a
tal
instancia
protectora
los
rasgos
de
la
figura
paterna
y
crea
sus
dioses,
a
los
que,
sin
embargo,
de
temerlos,
encargará
de
su
protección.
Así,
pues,
la
nostalgia
de
un
padre
y la
necesidad
de
protección
contra
las
consecuencias
de
la
impotencia
humana
son
la
misma
cosa.
La
defensa
contra
la
indefensión
infantil
presta
a la
reacción
ante
la
impotencia
que
el
adulto
ha
de
reconocer,
o
sea,
precisamente
a la
génesis
de
la
religión,
sus
rasgos
característicos.
Pero
no
entra
en
nuestros
propósitos
adentrarnos
más
en
la
investigación
del
desarrollo
de
la
idea
de
Dios.
A lo
que
hemos
de
atender
es
al
acabado
tesoro
de
representaciones
religiosas
que
la
civilización
procura
al
individuo.
V
VOLVIENDO
a
nuestra
investigación,
¿cuál
será,
pues,
la
significación
psicológica
de
las
representaciones
religiosas
y
dónde
podremos
clasificarlas?
Al
principio
no
parece
nada
fácil
dar
respuesta
a
estas
interrogaciones.
Después
de
rechazar
varias
fórmulas
nos
atendremos
a la
siguiente:
son
principios
y
afirmaciones
sobre
hechos
y
relaciones
de
la
realidad
exterior
(o
interior)
en
los
que
se
sostiene
algo
que
no
hemos
hallado
por
nosotros
mismos
y
que
aspiran
a
ser
aceptados
como
ciertos.
Particularmente
estimados
por
ilustrarnos
sobre
lo
más
importante
e
interesante
de
la
vida,
ha
de
considerarse
muy
ignorante
a
quien
nada
sabe
de
ellos,
y el
que
los
acoge
entre
sus
conocimientos,
puede
tenerse
por
considerablemente
enriquecido.
Naturalmente
hay
muchos
principios
semejantes
sobre
las
cosas
más
diversas
de
este
mundo.
Toda
enseñanza
está
llena
de
ellos.
Elijamos
la
clase
de
Geografía:
en
ella
nos
dicen
que
la
ciudad
de
Constanza
se
alza
en
la
orilla
del
lago
de
su
nombre.
Y
una
canción
estudiantil
añade:
«El
que
no
lo
crea,
que
vaya
y lo
vea.»
Yo
he
ido
allí
casualmente
y
puedo
confirmar
que
la
bella
ciudad
se
encuentra
emplazada
a
orillas
de
una
vasta
superficie
líquida,
conocida
entre
los
habitantes
del
contorno
con
el
nombre
de
lago
de
Constanza.
Estoy,
pues,
plenamente
convencido
de
la
exactitud
de
aquella
afirmación
geográfica.
A
este
propósito
recuerdo
ahora
otro
singular
suceso
de
mi
vida.
Siendo
ya
un
hombre
maduro,
hice
un
viaje
a
Grecia.
La
primera
vez
que
me
hallé
sobre
la
colina
de
la
Acrópolis
ateniense,
entre
las
ruinas
de
sus
templos
y
teniendo
a
mis
pies
el
mar
azul,
sentí
mezclarse
a mi
felicidad
un
cierto
asombro:
¡aquello
era
realmente
tal
y
como
nos
lo
habían
descrito
en
el
colegio!
¡Ciertamente,
no
debió
de
ser
mucha
mi
fe
en
la
verdad
real
de
lo
que
oía
a
mis
profesores
cuando
tanto
me
asombraba
ahora
verlo
confirmado!
Pero
no
quiero
acentuar
demasiado
esta
interpretación
de
aquel
suceso,
pues
mi
asombro
admite
también
una
explicación
distinta,
totalmente
subjetiva
y
relacionada
con
la
peculiaridad
del
lugar,
explicación
que
no
se
me
ocurrió
de
momento.
Así,
pues,
todos
estos
principios
aspiran
a
ser
aceptados
como
ciertos,
pero
no
sin
fundamentar
tal
aspiración.
Se
presentan
como
el
resultado
abreviado
de
un
largo
proceso
mental,
basado
en
la
observación
y,
desde
luego,
también
en
la
deducción,
y si
hay
quien
prefiere
seguir
por
sí
mismo
tal
proceso,
en
lugar
de
aceptar
su
resultado
le
señalan
el
camino.
Asimismo
se
indica
siempre
la
fuente
del
conocimiento,
integrado
en
el
principio
de
que
se
trate,
cuando
el
mismo
no
puede
considerarse
axiomático,
como
sucede
con
las
afirmaciones
geográficas.
Al
afirmar,
por
ejemplo,
que
la
Tierra
es
redonda,
se
aducen,
como
pruebas,
el
experimento
del
péndulo
de
Foucault,
la
curva
del
horizonte
y la
posibilidad
de
circunnavegar
la
Tierra.
Pero
como
es
imposible
hacer
realizar
a
todos
los
alumnos
un
viaje
alrededor
del
mundo
-cosa
que
reconocen
sin
excepción
los
interesados-,
no
hay
más
remedio
que
dejarles
abrir
un
amplio
margen
de
confianza
a
las
enseñanzas
escolares,
sabiendo,
de
todos
modos,
que
siempre
tienen
abierto
el
camino
para
comprobarlas
personalmente.
Intentemos
medir
con
la
misma
medida
los
principios
religiosos.
Si
preguntamos
en
qué
se
funda
su
aspiración
a
ser
aceptados
como
ciertos,
recibiremos
tres
respuestas
singularmente
desacordes.
Se
nos
dirá
primeramente
que
debemos
aceptarlos
porque
ya
nuestros
antepasados
los
creyeron
ciertos;
en
segundo
lugar,
se
nos
aducirá
la
existencia
de
pruebas
que
nos
han
sido
transmitidas
por
tales
generaciones
anteriores
y,
por
último,
se
nos
hará
saber
que
está
prohibido
plantear
interrogación
alguna
sobre
la
credulidad
de
tales
principios.
Tal
atrevimiento
hubo
de
castigarse
en
épocas
pasadas
con
penas
severísimas;
todavía
actualmente
lo
ve
con
disgusto
la
sociedad.
Esta
última
respuesta
ha
de
parecernos
singularmente
sospechosa.
El
motivo
de
semejante
prohibición
no
puede
ser
sino
que
la
misma
sociedad
conoce
muy
bien
el
escaso
fundamento
de
las
exigencias
que
plantea
con
respecto
a
sus
teorías
religiosas.
Si
así
no
fuera,
se
apresurarían
a
procurar
a
todo
el
que
quisiera
convencerse
por
sí
mismo
los
medios
necesarios.
Así,
pues,
emprenderemos
ya
con
extrema
desconfianza
el
examen
de
las
dos
otras
pruebas.
Debemos
creer
porque
nuestros
antepasados
creyeron.
Pero
estos
antepasados
nuestros
eran
mucho
más
ignorantes
que
nosotros.
Creyeron
cosas
que
hoy
nos
es
imposible
aceptar.
Es,
por
tanto,
muy
posible
que
suceda
lo
mismo
con
las
doctrinas
religiosas.
Las
pruebas
que
nos
han
transmitido
aparecen
incluidas
en
escritos
falsos
de
toda
garantía,
contradictorios
y
falseados.
De
poco
sirve
que
se
atribuya
a su
texto
literal
o
solamente
a su
contenido
la
categoría
de
revelación
divina,
pues
tal
afirmación
es
ya
por
sí
misma
una
parte
de
aquellas
doctrinas,
cuya
credibilidad
se
trata
de
investigar,
y
ningún
principio
puede
demostrarse
a sí
mismo.
Llegamos
así
al
resultado
singular
de
que
precisamente
aquellas
tesis
de
nuestro
patrimonio
cultural
que
mayor
importancia
podían
entrañar
para
nosotros,
y a
las
que
corresponde
la
labor
de
aclararnos
los
enigmas
del
mundo
y
reconciliarnos
con
el
dolor
de
la
vida,
son
las
que
menos
garantías
nos
ofrecen.
Si
un
hecho
tan
indiferente
para
nosotros
como
el
de
que
las
ballenas
sean
animales
vivíparos,
y no
ovíparos,
fuera
igualmente
difícil
de
demostrar,
no
nos
decidiríamos
nunca
a
creerlo.
Esta
situación
es
ya
por
sí
misma
un
curioso
problema
psicológico.
No
deberá
tampoco
creerse
que
las
observaciones
precedentes
sobre
la
indemostrabilidad
de
las
doctrinas
religiosas
contengan
nada
nuevo.
La
imposibilidad
de
demostrarlas
se
ha
hecho
sentir
en
todos
los
tiempos
y a
todos
los
hombres,
incluso
a
aquellos
antepasados
nuestros
que
nos
han
legado
la
herencia
religiosa.
Muchos
de
ellos
alimentaron
seguramente
nuestras
mismas
dudas,
pero
gravitaba
sobre
ellos
una
presión
demasiado
intensa
para
que
se
atrevieran
a
manifestarlas.
Y
desde
entonces,
estas
dudas
han
atormentado
a
infinitos
hombres
que
intentaron
reprimirlas
porque
se
suponían
obligados
a
creer;
muchas
inteligencias
han
naufragado
bajo
la
pesadumbre
de
tal
conflicto,
y
muchos
caracteres
han
sufrido
grave
lesión
en
las
transacciones
en
las
que
trataron
de
hallar
una
salida.
Al
advertir
que
todas
las
pruebas
que
se
nos
aducen
en
favor
de
la
credibilidad
de
los
principios
religiosos
proceden
del
pasado,
habremos
de
investigar
si
el
presente
-mejor
capacitado
para
juzgar-
puede
ofrecernos
también
alguna.
Si
de
este
modo
se
consiguiera
sustraer
a la
duda,
aunque
sólo
fuera
un
único
fragmento
del
sistema
religioso,
la
totalidad
del
mismo
ganaría
extraordinariamente
en
credibilidad.
Con
este
punto
se
enlaza
la
actividad
de
los
espiritistas,
que
se
declaran
convencidos
de
la
perduración
del
alma
individual
y
nos
quieren
demostrar
irrebatiblemente
este
principio
de
la
doctrina
religiosa.
Por
desgracia,
no
consiguen
rebatir
victoriosamente
la
objeción
de
que
todas
las
apariciones
y
manifestaciones
de
sus
espíritus
no
son
sino
productos
de
su
propia
actividad
psíquica.
Han
evocado
los
espíritus
de
los
grandes
hombres
y de
los
pensadores
más
sobresalientes;
pero
todas
las
manifestaciones
y
todas
las
noticias
que
por
ellos
han
obtenido
han
sido
tan
simples,
tan
desconsoladoramente
vacías,
que
lo
más
que
pueden
probar
es
una
singular
capacidad
de
los
espíritus
para
adaptarse
al
nivel
intelectual
de
aquellos
que
los
conjuran.
Habremos
de
recordar
ahora
dos
tentativas
que
dan
la
impresión
de
constituir
un
esfuerzo
convulsivo
por
eludir
el
problema.
Una
de
ellas,
singularmente
violenta,
es
muy
antigua;
la
otra
es
sutil
y
moderna.
La
primera
es
el
credo
quia
absurdum
de
un
padre
de
la
Iglesia.
Esto
quiere
decir
que
las
doctrinas
religiosas
están
sustraídas
a
las
exigencias
de
la
razón,
hallándose
por
encima
de
ella.
No
necesitamos
comprenderlas,
basta
con
que
sintamos
interiormente
su
verdad.
Pero
este
«credo»
sólo
como
una
forzada
confesión
resulta
interesante.
Como
mandamiento
no
puede
obligar
a
nadie.
¿Habremos
de
obligarnos
acaso
a
creer
cualquier
absurdo?
Y si
no,
¿por
qué
precisamente
éste?
No
hay
instancia
alguna
superior
a la
razón.
Si
la
verdad
de
las
doctrinas
religiosas
depende
de
un
suceso
interior
que
testimonia
de
ella,
¿que
haremos
con
los
hombres
en
cuya
vida
interna
no
surge
jamás
tal
suceso
nada
frecuente?
Podemos
exigir
a
todos
los
hombres
que
hagan
uso
de
su
razón;
lo
que
no
es
posible
es
instituir
una
obligación
para
todos
sobre
una
base
que
sólo
en
muy
pocos
existe.
Si
uno
de
ellos
ha
conquistado
la
indestructible
convicción
de
la
verdad
real
de
las
doctrinas
religiosas
en
un
momento
de
profundo
éxtasis
emotivo,
¿qué
puede
significar
eso
para
los
demás?
La
segunda
tentativa
es
la
realizada
por
la
filosofía
del
«como
si».
Según
ella,
en
nuestra
actividad
mental
existen
numerosas
hipótesis
que
sabemos
faltas
de
todo
fundamento
o
incluso
absurdas.
Las
definimos
como
ficciones;
pero,
en
atención
a
diversos
motivos
prácticos,
nos
conducimos
«como
si»
las
creyésemos
verdaderas.
Tal
sería
el
caso
de
las
doctrinas
religiosas
a
causa
de
su
extraordinaria
importancia
para
la
conservación
de
la
sociedad
humana.
Esta
argumentación
no
difiere
gran
cosa
del
credo
quia
absurdum.
Pero,
a mi
juicio,
la
pretensión
de
la
filosofía
del
«como
si»
sólo
puede
ser
planteada
y
aceptada
por
un
filósofo.
El
hombre
de
pensamiento
no
influido
por
las
artes
de
la
Filosofía
no
podrá
aceptarla
jamás.
No
podrá
nunca
conceder
un
valor
a
cosas
declaradas
de
antemano
absurdas
y
contrarias
a la
razón,
ni
ser
movido
a
renunciar,
precisamente
en
cuanto
a
uno
de
sus
intereses
más
importantes,
a
aquellas
garantías
que
acostumbra
a
exigir
en
el
resto
de
sus
actividades.
Recuerdo
aquí
la
conducta
de
uno
de
mis
hijos,
que
se
distinguió
muy
tempranamente
por
su
amor
a la
verdad
objetiva.
Cuando
alguien
empezaba
a
contar
un
cuento
que
los
demás
niños
se
disponían
a
escuchar
devotamente,
se
acercaba
al
narrador
y le
preguntaba:
«¿Es
una
historia
verdadera?»
Y al
oír
que
no,
se
alejaba
con
gesto
despreciativo.
Es
de
esperar
que
los
hombres
no
tarden
en
conducirse
parecidamente
ante
las
fábulas
religiosas,
a
pesar
de
la
intercesión
del
«como
si».
Mas,
por
lo
pronto,
se
conducen
aún
muy
diferentemente,
y en
épocas
pretéritas
las
ideas
religiosas
han
ejercido
suprema
influencia
sobre
la
Humanidad,
no
obstante
su
indiscutible
falta
de
garantía.
Tenemos
aquí
un
nuevo
problema
psicológico.
Habremos,
pues,
de
preguntarnos
en
qué
consiste
la
fuerza
interior
de
estas
doctrinas
y a
qué
deben
su
eficacia,
independientemente
de
los
dictados
de
la
razón.
VI
CREO
ya
suficientemente
preparada
la
respuesta
a
las
dos
interrogaciones
que
antes
dejamos
abiertas.
Recapitulando
nuestro
examen
de
la
génesis
psíquica
de
las
ideas
religiosas,
podremos
ya
formularla
como
sigue:
tales
ideas,
que
nos
son
presentadas
como
dogmas,
no
son
precipitadas
de
la
experiencia
ni
conclusiones
del
pensamiento:
son
ilusiones,
realizaciones
de
los
deseos
más
antiguos,
intensos
y
apremiantes
de
la
Humanidad.
El
secreto
de
su
fuerza
está
en
la
fuerza
de
estos
deseos.
Sabemos
ya
que
la
penosa
sensación
de
impotencia
experimentada
en
la
niñez
fue
lo
que
despertó
la
necesidad
de
protección,
la
necesidad
de
una
protección
amorosa,
satisfecha
en
tal
época
por
el
padre,
y
que
el
descubrimiento
de
la
persistencia
de
tal
indefensión
a
través
de
toda
la
vida
llevó
luego
al
hombre
a
forjar
la
existencia
de
un
padre
inmortal
mucho
más
poderoso.
El
gobierno
bondadoso
de
la
divina
Providencia
mitiga
el
miedo
a
los
peligros
de
la
vida;
la
institución
de
un
orden
moral
universal,
asegura
la
victoria
final
de
la
Justicia,
tan
vulnerada
dentro
de
la
civilización
humana,
y la
prolongación
de
la
existencia
terrenal
por
una
vida
futura
amplía
infinitamente
los
límites
temporales
y
espaciales
en
los
que
han
de
cumplirse
los
deseos.
Bajo
las
premisas
de
este
sistema
se
formulan
respuestas
a
los
enigmas
ante
los
cuales
se
estrella
el
humano
deseo
de
saber,
enigmas
como
la
creación
del
mundo
y la
relación
entre
el
cuerpo
y el
alma.
Por
último,
para
la
psique
individual
supone
un
gran
alivio
ser
descargada
de
los
conflictos
engendrados
en
la
infancia
por
el
complejo
paternal,
jamás
superados
luego
por
entero,
y
ser
conducida
a
una
solución
generalmente
aceptada.
Al
decir
que
todo
esto
son
ilusiones,
habremos
de
restringir
el
sentido
de
semejante
concepto.
Una
ilusión
no
es
lo
mismo
que
un
error
ni
es
necesariamente
un
error.
La
opinión
aristotélica
de
que
la
suciedad
engendra
los
parásitos,
opinión
mantenida
aun
hoy
en
día
por
el
vulgo
ignorante,
es
un
error,
como
igualmente
el
criterio
sostenido
por
anteriores
generaciones
médicas
de
que
la
tabes
dorsalis
es
consecuencia
de
los
excesos
sexuales.
Sería
abusivo
calificar
de
ilusiones
estos
errores.
En
cambio,
fue
una
ilusión
de
Cristóbal
Colón
creer
que
había
descubierto
una
nueva
ruta
para
llegar
a
las
Indias.
La
participación
de
su
deseo
en
este
error
resulta
fácilmente
visible.
También
podemos
calificar
de
ilusión
la
afirmación
de
ciertos
nacionalistas
de
que
los
indogermánicos
son
la
única
raza
susceptible
de
cultura,
o la
creencia
-que
sólo
el
psicoanálisis
ha
logrado
desvanecer-
de
que
los
niños
eran
seres
sin
sexualidad.
Una
de
las
características
más
genuinas
de
la
ilusión
es
la
de
tener
su
punto
de
partida
en
deseos
humanos
de
los
cuales
se
deriva.
Bajo
este
aspecto,
se
aproxima
a la
idea
delirante
psiquiátrica,
de
la
cual
distingue,
sin
embargo;
claramente.
La
idea
delirante,
además
de
poseer
una
estructura
mucho
más
complicada,
aparece
en
abierta
contradicción
con
la
realidad.
En
cambio,
la
ilusión
no
tiene
que
ser
necesariamente
falsa;
esto
es,
irrealizable
o
contraria
a la
realidad.
Así,
una
burguesa
puede
acariciar
la
ilusión
de
ser
solicitada
en
matrimonio
por
un
príncipe,
ilusión
que
no
tiene
nada
de
imposible
y se
ha
cumplido
realmente
alguna
vez.
Que
el
Mesías
haya
de
llegar
y
fundar
una
edad
de
oro
es
ya
menos
verosímil,
y al
enjuiciar
esta
creencia
la
clasificaremos;
según
nuestra
actitud
personal,
bien
entre
las
ilusiones,
bien
entre
las
ideas
delirantes.
No
es
fácil
encontrar
más
ejemplos
de
ilusiones
que
hayan
llegado
a
cumplirse.
Quizá
la
de
transmutar
en
oro
todos
los
metales,
tan
largo
tiempo
acariciada
por
los
alquimistas,
llegue
a
ser
una
de
ellas.
El
deseo
de
tener
mucho
oro,
todo
el
oro
posible,
se
ha
debilitado
ya
ante
nuestro
actual
conocimiento
de
las
condiciones
de
la
riqueza;
pero
la
Química
no
considera
imposible
la
transmutación
indicada.
Así,
pues,
calificamos
de
ilusión
una
creencia
cuando
aparece
engendrada
por
el
impulso
a la
satisfacción
de
un
deseo,
prescindiendo
de
su
relación
con
la
realidad,
del
mismo
modo
que
la
ilusión
prescinde
de
toda
garantía
real.
Si
después
de
orientarnos
así
volvemos
de
nuevo
a
los
dogmas
religiosos,
habremos
de
repetir
nuestra
afirmación
interior:
son
todos
ellos
ilusiones
indemostrables
y no
es
lícito
obligar
a
nadie
a
aceptarlos
como
ciertos.
Hay
algunos
tan
inverosímiles
y
tan
opuestos
a
todo
lo
que
trabajosamente
hemos
llegado
a
averiguar
sobre
la
realidad
del
mundo,
que,
salvando
las
diferencias
psicológicas,
podemos
compararlos
a
las
ideas
delirantes.
Por
lo
general,
resulta
imposible
aquilatar
su
valor
real.
Son
tan
irrebatibles
como
indemostrables.
Sabemos
todavía
muy
poco
para
aproximarnos
a
ellos
como
críticos.
Nuestra
investigación
de
los
secretos
del
mundo
progresa
muy
lentamente,
y la
ciencia
no
ha
encontrado
aún
respuesta
a
muchas
interrogaciones.
De
todos
modos,
la
labor
científica
es,
a
nuestro
juicio,
el
único
camino
que
puede
llevarnos
al
conocimiento
de
la
realidad
exterior
a
nosotros.
Esperar
algo
de
la
intuición
y
del
éxtasis
no
es
tampoco
más
que
una
ilusión.
Pueden
procurarnos
ciertas
inducciones,
difícilmente
interpretables,
sobre
nuestra
propia
vida
psíquica;
pero
nunca
una
respuesta
a
las
interrogaciones
cuya
solución
se
hace
tan
fácil
a
las
doctrinas
religiosas.
Sería
un
sacrilegio
abandonarse
aquí
al
capricho
personal
y
aceptar
o
rechazar
con
un
criterio
puramente
subjetivo
trozos
aislados
del
sistema
religioso,
pues
tales
interrogaciones
son
demasiado
importantes,
demasiado
sagradas,
pudiéramos
decir,
para
que
sea
lícita
semejante
conducta.
En
este
punto
se
nos
opondrá
seguramente
la
siguiente
objeción:
si
hasta
los
escépticos
más
empedernidos
reconocen
que
las
afirmaciones
religiosas
no
pueden
ser
rebatidas
por
la
razón,
¿por
qué
no
hemos
de
creerlas,
ya
que
tienen
a su
favor
tantas
cosas:
la
tradición,
la
conformidad
de
la
mayoría
de
los
hombres
y su
mismo
contenido
consolador?
No
hay
inconveniente.
Del
mismo
modo
que
nadie
puede
ser
obligado
a
creer,
tampoco
puede
forzarse
a
nadie
a no
creer.
Pero
tampoco
debe
nadie
complacerse
en
engañarse
a sí
mismo
suponiendo
que
con
estos
fundamentos
sigue
una
trayectoria
mental
plenamente
correcta.
La
ignorancia
es
la
ignorancia,
y no
es
posible
derivar
de
ella
un
derecho
a
creer
algo.
Ningún
hombre
razonable
se
conducirá
tan
ligeramente
en
otro
terreno
ni
basará
sus
juicios
y
opiniones
en
fundamentos
tan
pobres.
Sólo
en
cuanto
a
las
cosas
más
elevadas
y
sagradas
se
permitirá
semejante
conducta.
En
realidad
se
trata
de
vanos
esfuerzos
para
hacerse
creer
a sí
mismo
o
hacer
creer
a
los
demás
que
permanece
aún
ligado
a la
religión,
cuando
hace
ya
mucho
tiempo
que
se
ha
desligado
de
ella.
En
lo
que
atañe
a
los
problemas
de
la
religión,
el
hombre
se
hace
culpable
de
un
sinnúmero
de
insinceridades
y de
vicios
intelectuales.
Los
filósofos
fuerzan
el
significado
de
las
palabras
hasta
que
no
conservan
apenas
nada
de
su
primitivo
sentido,
dan
el
nombre
de
«Dios»
a
una
vaga
abstracción
por
ellos
creada
y se
presentan
ante
el
mundo
como
deístas,
jactándose
de
haber
descubierto
un
concepto
mucho
más
elevado
y
puro
de
Dios,
aunque
su
Dios
no
es
ya
más
que
una
sombra
inexistente
y no
la
poderosa
personalidad
del
dogma
religioso.
Los
críticos
persisten
en
declarar
profundamente
religiosos
a
aquellos
hombres
que
han
confesado
ante
el
mundo
su
consciencia
de
la
pequeñez
y la
impotencia
humanas,
aunque
la
esencia
de
la
religiosidad
no
está
en
tal
consciencia,
sino
en
el
paso
siguiente,
en
la
reacción
que
busca
un
auxilio
contra
ella.
Aquellos
hombres
que
no
siguen
adelante,
resignándose
humildemente
al
mísero
papel
encomendado
al
hombre
en
el
vasto
mundo,
son
más
bien
religiosos,
en
el
más
estricto
sentido
de
la
palabra.
No
entra
en
los
fines
de
esta
investigación
pronunciarse
sobre
la
verdad
de
las
doctrinas
religiosas.
Nos
basta
haberlas
reconocido
como
ilusiones
en
cuanto
a su
naturaleza
psicológica.
Pero
no
necesitamos
ocultar
que
este
descubrimiento
influye
también
considerablemente
en
nuestra
actitud
ante
un
problema
que
a
muchos
ha
de
parecerles
el
más
importante.
Sabemos
aproximadamente
en
qué
tiempos
fueron
creadas
las
doctrinas
religiosas
y
por
qué
hombres.
Si,
además
descubrimos
los
motivos
a
que
obedeció
su
creación,
nuestro
punto
de
vista
sobre
el
problema
religioso
queda
sensiblemente
desplazado.
Nos
decimos
que
sería
muy
bello
que
hubiera
un
Dios
creador
del
mundo
y
providencia
bondadosa,
un
orden
moral
universal
y
una
vida
de
ultratumba;
pero
encontramos
harto
singular
que
todo
suceda
así
tan
a
medida
de
nuestros
deseos.
Y
sería
más
extraño
aún
que
nuestros
pobres
antepasados,
ignorantes
y
faltos
de
libertad
espiritual,
hubiesen
descubierto
la
solución
de
todos
estos
enigmas
del
mundo.
VII
LA
conclusión
de
que
las
doctrinas
religiosas
no
son
sino
ilusiones,
nos
lleva
en
el
acto
preguntarnos
si
acaso
no
lo
serán
también
otros
factores
de
nuestro
patrimonio
cultural,
a
los
que
concedemos
muy
alto
valor
y
dejamos
regir
nuestra
vida;
si
las
premisas
en
las
que
se
fundan
nuestras
instituciones
estatales
no
habrán
de
ser
calificadas
igualmente
de
ilusiones,
y si
las
relaciones
entre
los
sexos,
dentro
de
nuestra
civilización,
no
aparecen
también
perturbadas
por
toda
una
serie
de
ilusiones
eróticas.
Una
vez
despierta
nuestra
desconfianza,
no
retrocederemos
siquiera
ante
la
sospecha
de
que
tampoco
posea
fundamentos
más
sólidos
nuestra
convicción
de
que
la
observación
y el
pensamiento,
aplicados
a la
investigación
científica,
nos
permiten
alzar
un
tanto
el
velo
que
encubre
la
realidad
exterior.
No
tenemos
por
qué
rehusar
que
la
observación
recaiga
sobre
nuestro
propio
ser
ni
que
el
pensamiento
sea
utilizado
para
su
propia
crítica,
iniciándose
así
una
serie
de
investigaciones
cuyo
resultado
habría
de
ser
decisivo
para
la
formación
de
una
«concepción
del
Universo».
Sospechamos
que
semejante
labor
no
resultaría
infructuosa
y
justificaría,
por
lo
menos
en
parte,
nuestra
desconfianza.
Pero
el
autor
no
se
considera
con
capacidad
suficiente
para
emprenderla
en
toda
su
vasta
amplitud
y,
en
consecuencia,
habrá
de
limitar
obligadamente
su
trabajo
a
una
de
tales
ilusiones,
a la
ilusión
religiosa.
Nuestro
contradictor
deja
oír
de
nuevo
su
voz
en
este
punto,
pidiéndonos
cuenta
de
nuestro
ilícito
proceder.
Nos
dice:
«El
interés
arqueológico
es
altamente
encomiable;
pero
no
es
permisible
practicar
excavaciones
por
debajo
de
las
viviendas
de
los
hombres,
falseando
sus
cimientos
y
poniéndose
en
peligro
de
venirse
abajo
con
todos
sus
moradores.
Las
doctrinas
religiosas
no
son
un
tema
sobre
el
cual
se
pueda
sutilizar
impunemente
como
sobre
otro
cualquiera.
Constituyen
la
base
de
nuestra
civilización.
La
pervivencia
que
la
sociedad
humana
tiene
como
premisa
para
que
la
mayoría
de
los
hombres
las
acepte
como
verdaderas.
Si
les
enseñamos
que
la
existencia
de
un
Dios
omnipotente
y
justo,
de
un
orden
moral
universal
y de
una
vida
futura
son
puras
ilusiones,
se
considerarán
desligados
de
toda
obligación
de
acatar
los
principios
de
la
cultura.
Cada
uno
seguirá,
sin
freno
ni
temor,
sus
instintos
sociales
y
egoístas
e
intentará
afirmar
su
poder
personal,
y de
este
modo
surgirá
de
nuevo
el
caos,
la
que
ha
llegado
a
poner
término
una
labor
civilizadora
ininterrumpida
a
través
de
muchos
milenios.
Aunque
supiésemos
y
pudiésemos
demostrar
que
la
religión
no
posee
la
verdad,
deberíamos
silenciarlo
y
conducirnos
como
nos
lo
aconseja
la
filosofía
del
«como
si».
¡Es
en
interés
de
todos
y
por
nuestra
propia
conservación!
Lo
contrario
además
de
ser
harto
peligroso,
constituye
una
inútil
crueldad.
Hay
infinitos
hombres
que
hallan
en
las
doctrinas
religiosas
su
único
consuelo,
y
sólo
con
su
ayuda
pueden
soportar
la
vida.
Se
quiere
despojarlos
de
tal
apoyo
sin
tener
nada
mejor
que
ofrecerles
en
sustitución.
Se
confiesa
que
la
ciencia
se
halla
aún
muy
poco
avanzada,
y
aunque
lo
estuviera
mucho
más
tampoco
bastaría
a
los
hombres.
El
hombre
tiene
otras
necesidades
imperativas,
que
nunca
podrán
ser
satisfechas
por
la
ciencia,
y es
harto
singular
e
inconsecuente
que
un
psicólogo,
que
siempre
ha
hecho
resaltar
la
primacía
del
instinto
sobre
la
inteligencia
en
la
vida
del
hombre,
se
esfuerce
ahora
en
despojar
a la
Humanidad
de
una
valiosa
realización
de
deseos,
ofreciéndole
una
compensación
puramente
intelectual.»
¡Son
muchas
acusaciones
de
una
vez!
Pero
estoy
preparado
para
rebatirlas
todas,
y
además
habré
de
afirmar
que,
tratando
de
mantener
las
actuales
relaciones
entre
la
civilización
y la
religión,
se
crean
para
la
primera
mayores
peligros
que
intentando
destruirlas.
Lo
que
no
sé
es
por
dónde
empezar
mi
defensa.
Quizá
asegurando
que
yo
mismo
considero
completamente
inofensiva
y
exenta
de
todo
peligro
mi
empresa.
No
es,
desde
luego,
a
mí,
en
este
caso,
a
quien
puede
reprocharse
una
hipervaloración
del
intelecto.
Si
los
hombres
son,
realmente,
tales
como
los
describen
mis
contradictores
-y
no
quiero
negarlo-
no
hay
el
menor
peligro
de
que
un
creyente,
vencido
por
mis
argumentos,
se
deje
despojar
de
su
fe.
Además,
no
he
dicho
nada
que
antes
no
haya
sido
ya
sostenido
más
acabadamente
y
con
mayor
fuerza
por
otros
hombres
mejores
que
yo,
cuyos
nombres
no
habré
de
citar,
por
ser
de
sobra
conocidos,
y
además
para
que
no
se
crea
que
intento
incluirme
entre
ellos.
Lo
único
que
he
hecho
-la
sola
novedad
de
mi
exposición-
es
haber
agregado
a la
crítica
de
mis
grandes
predecesores
cierta
base
psicológica,
pero
no
es
de
esperar
que
esta
agregación
logre
el
efecto
que
tales
críticas
no
consiguieron.
Se
nos
preguntará
entonces
por
qué
escribimos
tales
cosas
si
estamos
seguros
de
que
no
han
de
sufrir
ningún
efecto.
Pero
no
han
de
sufrir
ningún
efecto.
Pero
sobre
esta
cuestión
volveremos
más
adelante.
Al
único
a
quien
esta
publicación
puede
perjudicar
es a
mí
mismo.
Seguramente
se
me
acusará
de
aridez
espiritual,
de
falta
de
idealismo
y de
incomprensión
ante
los
más
altos
ideales
de
la
Humanidad.
Mas,
por
un
lado,
estos
reproches
no
son
nada
nuevos
para
mí,
y
por
otro,
cuando
ya
en
nuestros
años
jóvenes
nos
hemos
sobrepuesto
a la
animadversión
de
nuestros
contemporáneos,
no
podremos
concederle
gran
importancia
llegados
a la
ancianidad
y
seguros
de
quedar
sustraídos
ya
en
fecha
próxima
a
todo
favor
y
disfavor.
No
sucedía
ciertamente
así
en
épocas
pasadas.
En
ellas,
semejantes
manifestaciones
abreviaban
la
vida
terrenal
de
su
autor
y le
proporcionaban
pronta
ocasión
de
comprobar
por
sí
mismo
si
existía
o no
una
vida
de
ultratumba.
Pero
tales
tiempos
han
pasado
ya,
y
las
especulaciones
de
este
género
son
hoy
perfectamente
inofensivas,
incluso
para
su
propio
autor.
Lo
más
que
puede
suceder
es
que
su
libro
no
pueda
ser
traducido
ni
difundido
en
algunos
países,
precisamente
en
aquellos
que
se
jactan
de
haber
llegado
a un
más
alto
grado
de
civilización.
Pero
cuando
se
combate,
en
general,
a
favor
de
la
renuncia
a
los
deseos
y la
aceptación
del
destino,
debe
poder
soportarse
también
tal
contrariedad.
No
dejó
de
surgir
en
mí
la
interrogación
de
si
el
presente
ensayo
podía
causar
algún
daño;
pero
no a
persona
alguna,
sino
a
una
causa,
a la
causa
del
psicoanálisis.
No
puedo
negar
que
el
psicoanálisis
es
obra
mía,
ni
tampoco
que
ha
despertado
en
muchos
sectores
desconfianza
y
animadversión.
Si
ahora
salgo
a la
palestra
con
afirmaciones
tan
poco
gratas,
es
de
esperar
que
toda
responsabilidad
quede
desplazada
sobre
el
psicoanálisis.
Ya
vemos
claramente
-se
dirá
adónde
conduce
el
psicoanálisis.
Como
ya
lo
sospechábamos,
a
negar
la
existencia
de
Dios
y de
todo
ideal
ético.
Y
para
impedirnos
tal
descubrimiento
se
nos
ha
querido
engañar,
pretendiendo
que
el
psicoanálisis
no
entrañaba
una
concepción
particular
del
Universo
ni
aspiraba
a
formarla.
Este
ruido
habrá
de
serme
realmente
muy
desagradable
a
causa
de
mis
muchos
colaboradores,
algunos
de
los
cuales
no
comparten
en
absoluto
mi
actitud
ante
los
problemas
religiosos.
Pero
el
psicoanálisis
ha
capeado
ya
muchos
temporales
y
podemos
exponerlo
a
uno
más.
En
realidad,
el
psicoanálisis
es
un
método
de
investigación,
un
instrumento
imparcial,
como,
por
ejemplo,
el
infinitesimal.
Si
un
físico
descubriera,
con
ayuda
del
mismo,
que
la
Tierra
había
de
desaparecer
al
cabo
de
cierto
tiempo,
no
nos
decidiríamos
tan
fácilmente
a
atribuir
al
cálculo
mismo
tendencias
destructoras
y a
condenarlo
por
tal
motivo.
Todo
lo
que
llevamos
dicho
contra
el
valor
de
la
religión
como
verdad
no
ha
precisado
para
nada
del
psicoanálisis
y ha
sido
alegado
ya,
mucho
antes
de
su
nacimiento,
por
otros
autores.
Si
la
aplicación
del
método
psicoanalítico
nos
proporciona
un
nuevo
argumento
contra
la
verdad
de
la
religión,
tanto
peor
para
la
misma;
pero
también
sus
defensores
podrán
servirse,
con
igual
derecho,
del
psicoanálisis
para
realzar
el
valor
afectivo
de
las
doctrinas
religiosas.
Proseguimos,
pues,
nuestra
defensa:
la
religión
ha
prestado,
desde
luego,
grandes
servicios
a la
civilización
humana
y ha
contribuido,
aunque
no
lo
bastante,
a
dominar
los
instintos
asociales.
Ha
regido
durante
muchos
milenios
la
sociedad
humana
y ha
tenido
tiempo
de
demostrar
su
eficacia.
Si
hubiera
podido
consolar
y
hacer
feliz
a la
mayoría
de
los
hombres,
reconciliarlos
con
la
vida
y
convertirlos
en
firmes
substratos
de
la
civilización,
no
se
le
hubiera
ocurrido
a
nadie
aspirar
a
modificación
alguna.
Pero
en
lugar
de
esto
vemos
que
una
inmensa
multitud
de
individuos
se
muestra
descontenta
de
la
civilización
y se
siente
desdichada
dentro
de
ella,
considerándola
como
un
yugo,
del
que
anhela
libertarse,
y
consagra
todas
sus
fuerzas
a
conseguir
una
mudanza
de
la
civilización
o
lleva
su
hostilidad
contra
ella,
hasta
el
punto
de
no
querer
saber
nada
de
sus
preceptos
ni
de
la
renuncia
a
los
instintos.
Se
nos
objetará
que
esta
situación
obedece
precisamente
a
que
la
religión
ha
perdido
una
gran
parte
de
su
influencia
sobre
las
colectividades
humanas
a
causa
del
efecto
lamentable
de
los
progresos
científicos.
Anotaremos,
desde
luego,
esta
confesión
y la
utilizaremos
más
adelante
para
nuestros
fines,
limitándonos
ahora
a
afirmar
que,
en
calidad
de
objeción,
carece
de
todo
fuerza.
Es
dudoso
que
en
la
época
de
la
supremacía
ilimitada
de
las
doctrinas
religiosas
fueron
en
general
los
hombres
más
felices
que
hoy,
y
desde
luego
no
eran
más
morales.
Han
sabido
siempre
traficar
con
los
mandamientos
religiosos
y
hacer
fracasar
así
su
intención.
Los
sacerdotes,
a
los
cuales
correspondía
la
función
de
hacer
guardar
obediencia
a la
religión,
les
han
facilitado
siempre
esta
tarea.
La
bondad
divina
paralizó
la
divina
justicia.
El
pecador
se
rescata
con
sacrificios
o
penitencias
y
queda
libre
para
volver
a
pecar.
El
fervor
ruso
se
ha
elevado
hacia
la
conclusión
de
que
el
pecado
es
indispensable
para
gozar
todas
las
bienaventuranzas
de
la
gracia
divina,
siendo,
por
tanto,
en
el
fondo,
grato
a
Dios.
Es
sabido
que
los
sacerdotes
sólo
han
podido
mantener
la
sumisión
religiosa
de
las
colectividades
haciendo
grandes
concesiones
a la
naturaleza
instintiva
de
la
Humanidad.
De
este
modo
se
llegó
a la
conclusión
de
que
sólo
Dios
es
fuerte
y
bueno,
y el
hombre,
débil
y
pecador.
La
inmoralidad
ha
hallado
siempre
en
la
religión
un
apoyo
tan
firme
como
la
moralidad.
Si
los
rendimientos
de
la
religión,
en
cuanto
a la
felicidad
de
los
hombres,
su
adaptación
a la
cultura
y su
restricción
moral
no
son
cosa
mejor,
habremos
de
preguntarnos
si
no
exageramos
su
necesidad
para
los
hombres
y si
obramos
prudentemente
basando
en
ella
nuestras
exigencias
culturales.
Reflexiones
sobre
la
situación
actual.
Hemos
oído
la
confesión
de
que
la
religión
no
ejerce
ya
sobre
los
hombres
la
misma
influencia
que
antes.
(Nos
referimos
a la
civilización
europea
cristiana.)
Y
ello
no
porque
prometa
menos,
sino
porque
los
hombres
van
dejando
de
creer
en
sus
promesas.
Concedamos
que
la
causa
de
esta
mudanza
reside
en
el
robustecimiento
del
espíritu
científico
en
las
capas
superiores
de
la
sociedad
humana,
aunque
quizá
no
sea
esta
causa
la
única.
La
crítica
ha
debilitado
la
fuerza
probatoria
de
los
documentos
religiosos;
las
ciencias
naturales
han
señalado
los
errores
en
ellos
contenidos,
y la
investigación
comparativa
ha
indicado
la
fatal
analogía
de
las
representaciones
religiosas
por
nosotros
veneradas
con
los
productos
espirituales
de
pueblos
y
tiempos
primitivos.
El
espíritu
científico
crea
una
actitud
particular
ante
las
cosas
de
este
mundo.
Ante
las
cosas
de
la
religión
se
detiene
un
poco,
vacila
y
acaba
por
traspasar
también
los
umbrales.
En
este
proceso
no
hay
detención
alguna;
cuanto
más
asequibles
se
hacen
al
hombre
los
tesoros
del
conocimiento,
tanto
más
se
difunde
su
abandono
de
la
fe
religiosa,
al
principio
sólo
de
sus
formas
más
anticuadas
y
absurdas,
pero
luego
también
de
sus
premisas
fundamentales.
Los
americanos
son
los
únicos
que
se
han
mostrado
aquí
plenamente
consecuentes,
procesando
y
condenando
a
los
defensores
de
las
teorías
darwinianas.
Fuera
de
estos
incidentes,
la
transición
va
desarrollándose
sin
rebozo,
con
absoluta
sinceridad.
De
los
hombres
cultos
y de
los
trabajadores
intelectuales
no
tiene
mucho
que
temer
la
civilización.
La
sustitución
de
los
motivos
religiosos
de
una
conducta
civilizada
por
otros
motivos
puramente
terrenos
se
desarrollaría
en
ellos
calladamente.
Tales
individuos
son,
además,
de
por
sí,
los
más
firmes
substratos
de
la
civilización.
Otra
cosa
es
la
gran
masa
inculta
y
explotada,
que
tiene
toda
clase
de
motivos
para
ser
hostil
a la
civilización.
Mientras
no
averigüe
que
ya
no
cree
en
Dios,
todo
irá
bien.
Pero
ha
de
llegar
indefectiblemente
a
averiguarlo,
aunque
este
ensayo
mío
no
sea
publicado.
Y
está
dispuesta
a
aceptar
los
resultados
del
pensamiento
científico,
sin
que
en
ella
haya
tenido
lugar
la
transformación
que
el
pensamiento
científico
ha
provocado
en
los
demás
hombres.
¿No
existe
aquí
el
peligro
de
que
estas
masas
se
arrojen
sobre
el
punto
débil
que
han
descubierto
en
sus
amos?
Si
no
se
debe
matar
única
y
exclusivamente
porque
lo
ha
prohibido
Dios,
y
luego
se
averigua
que
no
existe
tal
Dios
y no
es
de
temer,
por
tanto,
su
castigo
se
asesinará
sin
el
menor
escrúpulo,
y
sólo
la
coerción
social
podrá
evitarlo.
Se
plantea,
pues,
el
siguiente
dilema:
o
mantener
a
estas
masas
peligrosas
en
una
absoluta
ignorancia,
evitando
cuidadosamente
toda
ocasión
de
un
despertar
espiritual,
o
llevar
a
cabo
una
revisión
fundamental
de
las
relaciones
entre
la
civilización
y la
religión.
VIII
LA
revisión
antes
propuesta
no
parece
que
debiera
tropezar
con
grandes
dificultades.
Supone,
desde
luego,
una
renuncia,
pero
sólo
para
conquistar
quizá
algo
mejor
y
evitar
un
grave
peligro.
Sin
embargo,
se
vacila
temerosamente
en
emprenderla,
como
si
hubiese
de
traer
consigo
peligros
aún
mayores
para
la
civilización.
Cuando
San
Bonifacio
derrumbó
al
árbol
sagrado
de
los
sajones,
los
circunstantes
esperaban
que
la
ira
de
los
dioses
fulminase
al
sacrílego.
Nada
sucedió,
y
los
sajones
aceptaron
el
bautismo.
Si
la
civilización
ha
llegado
a
instituir
la
prohibición
de
matar
a
aquellos
de
nuestros
semejantes
a
los
que
odiamos,
cuyos
bienes
codiciamos
o
que
significan
un
obstáculo
en
nuestro
camino,
ha
sido
evidentemente
en
interés
de
la
vida
colectiva,
la
cual
se
haría
imposible
de
otro
modo,
pues
el
homicida
atraería
sobre
sí
la
venganza
de
los
familiares
del
muerto
y la
oscura
envidia
de
los
demás
hombres,
igualmente
inclinados
a
semejante
violencia.
No
tardaría,
pues,
en
morir
a su
vez
sin
haber
disfrutado
apenas
de
su
venganza
o
botín.
Aunque
una
fuerza
física
extraordinaria
y
una
astucia
poco
común
le
protegiesen
de
los
ataques
individuales,
acabaría
por
sucumbir
a la
unión
de
los
más
débiles.
De
no
seguir
tal
unión,
los
asesinatos
se
sucederían
sin
límite,
hasta
quedar
agotada
la
Humanidad
en
esta
lucha
fratricida.
Sucedería
así
entre
individuos
singulares
lo
que
aún
sucede
actualmente
en
Córcega
entre
familias,
y
fuera
de
este
caso
aislado,
sólo
ya
entre
naciones.
Pero
la
inseguridad
que
amenazaba
por
igual
la
vida
de
todos
los
hombres
acabó
por
unirlos
en
una
sociedad
que
prohibió
al
individuo
atentar
contra
sus
semejantes
y se
reservó
el
derecho
de
matar
a
quienes
transgredieran
este
mandato.
La
muerte
impuesta
por
la
colectividad
pasó
entonces
a
ser
justicia
y
castigo.
Pero
en
lugar
de
aceptar
este
fundamento
racional
de
lo
prohibido
de
matar,
afirmamos
que
ha
sido
dictada
por
el
mismo
Dios.
Nos
permitimos,
pues,
penetrar
en
designios
y
concluir
que
tampoco
él
quiere
que
los
hombres
se
destruyan
mutuamente.
Al
obrar
así
revestimos
de
una
particular
solemnidad
la
prohibición
cultural,
pero
nos
exponemos
a
supeditar
su
observancia
a la
fe
en
la
existencia
de
Dios.
Si
ahora
cambiamos
de
rumbo
y
dejamos
de
atribuir
a
Dios
nuestras
propias
voluntades,
contentándonos
con
el
fundamento
social,
renunciaremos,
desde
luego,
a
semejante
transfiguración
de
la
prohibición
cultural,
pero
también
evitaremos
sus
peligros.
Y
todavía
obtenemos
otra
ventaja.
El
carácter
sagrado
e
intangible
de
las
cosas
ultraterrenas
se
ha
extendido,
por
una
especie
de
difusión
o
infección
desde
algunas
grandes
prohibiciones,
a
todas
las
demás
instituciones,
leyes
y
ordenanzas
de
la
civilización,
a
muchas
de
las
cuales
no
les
va
nada
bien
la
aureola
de
santidad,
pues
aparte
de
anularse
recíprocamente,
estableciendo
normas
contradictorias
según
las
circunstancias
de
lugar
y
tiempo,
muestran
profundamente
impreso
el
sello
de
la
imperfección
humana.
Fácilmente
reconocemos
en
ellas
lo
que
no
es
sino
producto
de
una
tímida
miopía
intelectual,
expresión
de
interés
mezquino
o
conclusiones
deducidas
de
premisas
insuficientes.
La
crítica
que
merecen
disminuye
también,
de
un
modo
indeseable,
nuestro
respeto
a
otras
exigencias
culturales
más
justificadas.
Siendo
muy
espinosa
la
tarea
de
distinguir
lo
que
Dios
mismo
nos
exige
de
los
preceptos
emanados
de
la
autoridad
de
un
parlamento
omnipotente
o de
un
alto
magistrado,
sería
muy
conveniente
dejar
a
Dios
en
sus
divinos
cielos
y
reconocer
honradamente
el
origen
puramente
humano
de
los
preceptos
e
instituciones
de
la
civilización.
Con
su
pretendida
santidad
desaparecerían
la
rigidez
y la
inmutabilidad
de
todos
estos
mandamientos
y
los
hombres
llegarían
a
creer
que
tales
preceptos
no
habían
sido
creados
tanto
para
regirlos
como
para
apoyar
y
servir
sus
intereses,
adoptarían
una
actitud
más
amistosa
ante
ellos
y
tenderían
antes
a
perfeccionarlos
que
a
derrocarlos,
todo
lo
cual
constituiría
un
importante
progreso
hacia
la
reconciliación
del
individuo
con
la
presión
de
la
civilización.
Nuestro
alegato
en
favor
de
un
fundamento
puramente
racional
de
los
preceptos
culturales
queda
interrumpido
aquí
por
un
reprimido
escrúpulo.
Hemos
elegido
como
ejemplo
la
génesis
de
la
prohibición
de
matar,
y
nos
preguntamos
ahora
si
nuestra
descripción
de
la
misma
corresponderá
realmente
a la
verdad
histórica.
Tememos
que
no,
pues
presenta
todo
aspecto
de
una
construcción
racionalista.
Precisamente
hemos
estudiado,
con
ayuda
del
psicoanálisis,
este
trozo
de
la
historia
de
la
civilización
humana,
y
basándonos
en
nuestra
labor
podemos
afirmar
que
la
verdadera
génesis
del
precepto
indicado
fue
muy
otra.
Los
motivos
puramente
racionales
pueden
aún
muy
poco
contra
las
pasiones
en
el
hombre
de
nuestros
días,
cuanto
menos
en
el
mísero
animal
humano
de
los
tiempos
primitivos.
Sus
descendientes
se
destrozarían
todavía
mutuamente
si
uno
de
aquellos
asesinatos
-el
del
padre
primitivo-
no
hubiese
despertado
una
reacción
afectiva
irresistible,
extraordinariamente
rica
en
consecuencias.
De
esta
reacción
proviene
el
mandamiento
de
no
matar,
limitado
en
el
totemismo
al
sustitutivo
del
padre
y
extendido
luego
a
todos
nuestros
semejantes,
aunque
todavía
hoy
no
se
observe
sin
excepciones.
Pero,
según
explicamos
ya
en
otro
lugar,
dicho
padre
primordial
fue
el
prototipo
de
Dios,
el
modelo
conforme
al
cual
crearon
las
generaciones
posteriores
la
imagen
de
Dios.
La
teoría
religiosa
está,
pues,
en
lo
cierto.
Dios
participó
realmente
en
la
génesis
de
la
prohibición
que
nos
ocupa,
siendo
su
influjo,
y no
la
consciencia
de
una
necesidad
social,
lo
que
hubo
de
engendrarla.
La
atribución
de
la
voluntad
humana
al
propio
Dios
queda
también
así
justificada,
pues
los
hombres
sabían
haberse
desembarazado
violentamente
del
padre,
y en
su
reacción
a
semejante
crimen
se
propusieron
respetar
en
adelante
la
voluntad
del
muerto.
Por
tanto,
la
doctrina
religiosa
nos
transmite
efectivamente
la
verdad
histórica,
si
bien
un
tanto
deformada
y
disfrazada.
En
cambio,
nuestra
descripción
racional
se
aparta
mucho
de
ella.
Advertimos
ahora
que
el
tesoro
de
las
representaciones
religiosas
no
encierra
sólo
realizaciones
de
deseos,
sino
también
importantes
reminiscencias
históricas,
resultando
así
una
acción
conjunta
del
pasado
y el
porvenir,
que
ha
de
prestar
a la
religión
una
incomparable
plenitud
de
poder.
Vislumbramos
aquí
una
analogía
que
quizá
nos
permita
realizar
algún
nuevo
descubrimiento.
No
es
conveniente,
desde
luego,
trasplantar
los
conceptos
muy
lejos
del
terreno
donde
han
germinado,
pero
en
este
caso
se
impone
hacer
constar
una
singular
coincidencia.
Sabemos
que
el
hombre
no
puede
cumplir
su
evolución
hasta
la
cultura
sin
pasar
por
una
fase
más
o
menos
definida
de
neurosis,
fenómeno
debido
a
que
para
el
niño
es
imposible
yugular
por
medio
de
una
labor
mental
racional
las
muchas
exigencias
instintivas
que
han
de
serles
inútiles
en
su
vida
ulterior
y
tiene
que
dominarlas
mediante
actos
de
represión,
detrás
de
los
cuales
se
oculta,
por
lo
general,
un
motivo
de
angustia.
La
mayoría
de
estas
neurosis
infantiles
-especialmente
las
obsesivas-
quedan
vencidas
espontáneamente
en
el
curso
del
crecimiento,
y el
resto
puede
ser
desvanecido
más
tarde
por
el
tratamiento
psicoanalítico.
Pues
bien;
hemos
de
admitir
que
también
la
colectividad
humana
pasa
en
su
evolución
secular
por
estados
análogos
a
las
neurosis
y
precisamente
a
consecuencia
de
idénticos
motivos;
esto
es,
porque
en
sus
tiempos
de
ignorancia
y
debilidad
mental
hubo
de
llevar
a
cabo
exclusivamente
por
medio
de
procesos
afectivos
las
renuncias
al
instinto
indispensables
para
la
vida
social.
Los
residuos
de
estos
procesos,
análogos
a la
represión,
desarrollados
en
épocas
primitivas,
permanecieron
luego
adheridos
a la
civilización
durante
mucho
tiempo.
La
religión
sería
la
neurosis
obsesiva
de
la
colectividad
humana,
y lo
mismo
que
la
del
niño,
provendría
del
complejo
de
Edipo
en
la
relación
con
el
padre.
Conforme
a
esta
teoría
hemos
de
suponer
que
el
abandono
de
la
religión
se
cumplirá
con
toda
la
inexorable
fatalidad
de
un
proceso
del
crecimiento
y
que
en
la
actualidad
nos
encontramos
ya
dentro
de
esta
fase
de
la
evolución.
Consiguientemente,
nuestra
conducta
debiera
ser
la
de
un
educador
comprensivo
que
no
intenta
oponerse
a
una
naciente
transformación
espiritual,
y
procura,
por
lo
contrario,
fomentarla
y
represar
la
violencia
de
su
aparición.
Esta
analogía
no
agota,
desde
luego,
la
esencia
de
la
religión,
la
cual
integra
ciertamente
restricciones
obsesivas
como
sólo
puede
imponerlas
la
neurosis
obsesiva
individual,
pero
contiene
además
un
sistema
de
ilusiones
optativas
contrarias
a la
realidad,
únicamente
comparable
al
que
se
nos
ofrece
en
una
amencia,
en
una
feliz
demencia
alucinatoria.
Trátase
tan
sólo
de
comparaciones
con
las
que
intentamos
llegar
a la
comprensión
del
fenómeno
social.
La
patología
individual
no
puede
procurarnos
en
este
punto
una
plena
identidad.
Tanto
Th.
Reik
como
yo
hemos
señalado,
repetidamente,
hasta
dónde
puede
perseguirse
la
analogía
de
la
religión
como
una
neurosis
obsesiva
y
cuáles
son
los
destinos
y
las
particularidades
de
la
religión
que
podemos
llegar
a
comprender
por
este
camino.
De
acuerdo
con
ello
está
que
los
creyentes
parecen
gozar
de
una
segura
protección
contra
ciertas
enfermedades
neuróticas,
como
si
la
aceptación
de
la
neurosis
general
les
relevase
de
la
labor
de
construir
una
neurosis
personal.
Nuestro
reconocimiento
del
valor
histórico
de
ciertas
doctrinas
religiosas
acrecienta
el
respeto
que
las
mismas
nos
inspiran,
pero
no
invalida
en
modo
alguno
nuestra
propuesta
de
retirarlas
de
la
modificación
de
los
mandamientos
culturales.
Todo
lo
contrario.
Tales
residuos
históricos
nos
han
ayudado
a
formar
nuestra
concepción
de
las
doctrinas
religiosas
como
reliquias
neuróticas,
siéndonos
ya
posible
declarar
que
ha
llegado
probablemente
el
momento
de
proceder,
en
esta
cuestión,
como
en
el
tratamiento
psicoanalítico
de
los
neuróticos,
y
sustituir
los
resultados
de
la
represión
por
los
de
una
labor
mental
racional.
Es
de
esperar
que
esta
labor
no
se
limite
a
imponer
la
renuncia
a la
solemne
transfiguración
de
los
preceptos
culturales
y
que
una
revisión
fundamental
de
los
mismos
traiga
consigo
la
supresión
de
muchos
de
ellos.
Pero
no
tenemos
por
qué
lamentarlo.
No
puede
importarnos
gran
cosa
traicionar
la
verdad
histórica
al
admitir
una
motivación
racional
de
los
preceptos
culturales.
Las
verdades
contenidas
en
las
doctrinas
religiosas
aparecen
tan
deformadas
y
tan
sistemáticamente
disfrazadas
que
la
inmensa
mayoría
de
los
hombres
no
pueden
reconocerlas
como
tales.
Es
lo
mismo
que
cuando
contamos
a
los
niños
que
la
cigüeña
trae
a
los
recién
nacidos.
También
les
decimos
la
verdad,
disimulándola
con
un
ropaje
simbólico,
pues
sabemos
lo
que
aquella
gran
ave
significa.
Pero
el
niño
no
lo
sabe,
se
da
cuenta
únicamente
de
que
se
le
oculta
algo,
se
considera
engañado,
y ya
sabemos
que
de
esta
temprana
impresión
nace,
en
muchos
casos,
una
general
desconfianza
contra
los
mayores
y
una
oposición
hostil
a
ellos.
Hemos
llegado
a la
convicción
de
que
es
mejor
prescindir
de
estas
veladuras
simbólicas
de
la
verdad
y no
negar
al
niño
el
conocimiento
de
las
circunstancias
reales,
en
una
medida
proporcional
a su
nivel-intelectual.
IX
SE
permite
usted
contradicciones
difíciles
de
conciliar.
Comienza
usted
por
afirmar
que
las
críticas
de
este
género
son
inofensivas,
pues
nadie
se
deja
despojar
por
ella
de
la
fe
religiosa.
¿Para
qué
publica
usted,
pues,
ésta
si
no
ha
de
alcanzar
con
ella
su
propósito
de
perturbar
dicha
fe,
claramente
revelado
luego?
Pero,
además,
reconoce
usted
en
otro
lugar
que
puede
haber
un
grave
riesgo
en
que
un
determinado
núcleo
social
averigüe
que
ya
no
se
cree
en
Dios.
Dócil
hasta
entonces,
negaría
en
adelante
toda
obediencia
a
los
preceptos
culturales.
Su
argumento
de
que
la
motivación
religiosa
de
los
preceptos
culturales
significa
un
peligro
para
la
civilización,
reposa
enteramente
en
la
hipótesis
de
que
el
creyente
puede
convertirse
en
incrédulo.
¿No
hay
aquí
contradicción
palmaria?
También
incurre
usted
en
contradicción
al
reconocer,
primero,
la
imposibilidad
de
guiar
al
hombre
por
la
sola
inteligencia,
dominado
como
está
por
los
instintos
y
las
pasiones,
y
proponer
luego
la
sustitución
de
los
fundamentos
afectivos
de
la
obediencia
a la
cultura
por
otros
racionales.
Confieso
que
no
entiendo
cómo
pueden
conciliarse
ambas
cosas,
incompatibles
a mi
juicio.
Pero,
además,
¿es
que
ha
olvidado
usted
las
enseñanzas
de
la
Historia?
La
tentativa
de
sustituir
la
religión
por
la
razón
ha
sido
iniciada
ya
una
vez
oficialmente
y
con
toda
solemnidad.
Supongo
que
recordará
usted
esta
incidencia
de
la
Revolución
francesa,
así
como
la
fugacidad
y el
lamentable
fracaso
del
experimento.
Hoy
es
repetido
en
Rusia,
seguramente
con
igual
resultado.
¿O
acaso
no
cree
usted
obligado
suponer
que
el
hombre
no
puede
prescindir
de
la
religión?
Usted
mismo
ha
dicho
que
la
religión
es
algo
más
que
una
neurosis
obsesiva.
Pero
no
ha
obrado
de
acuerdo
con
tal
afirmación.
Se
ha
limitado
a
desarrollar
la
analogía
con
la
neurosis
y a
concluir
que
siempre
es
bueno
libertar
a
los
hombres
de
una
neurosis.
Lo
que
así
pueda
perderse
le
tiene
a
usted
sin
cuidado.
La
rapidez
con
la
que
he
expuesto
cosas
harto
complicadas
puede
haber
hecho
surgir,
en
efecto,
una
apariencia
de
contradicción.
No
ha
de
sernos
difícil
desvanecerla.
Sigo
afirmando
que
el
presente
ensayo
crítico
es,
en
cierto
sentido,
totalmente
inofensivo.
Ningún
creyente
se
dejará
despojar
de
su
fe
por
estos
argumentos
u
otros
análogos,
pues
se
hallan
fuertemente
ligados
a
los
contenidos
de
la
religión
por
ciertos
tiernos
lazos
afectivos.
Hay
también
ciertamente
otros
muchos
que
no
son
creyentes
en
el
mismo
sentido.
Permanecen
obedientes
a
los
preceptos
culturales
porque
los
asustan
las
amenazas
de
la
religión
y
temen
a la
religión
mientras
han
de
considerarla
como
una
parte
de
la
realidad
restrictiva.
Pero
tampoco
sobre
ellos
ejercen
influencia
alguna
los
argumentos.
Cesan
de
temer
a la
religión
cuando
advierten
que
otros
no
la
temen,
y
con
respecto
a
éstos
he
afirmado
que
se
darían
cuenta
del
ocaso
de
la
influencia
religiosa,
aunque
yo
no
publicase
este
escrito.
Pero
creo
que
usted
mismo
concede
más
valor
a la
otra
condición
que
me
reprocha.
Si
los
hombres
son
realmente
tan
poco
asequibles
a
los
argumentos
de
la
razón
y se
hallan
dominados
por
sus
deseos
instintivos,
¿por
qué
ha
de
privárseles
de
la
satisfacción
de
un
instinto
e
intentar
sustituirla
por
un
raciocinio?
Los
hombres
son,
desde
luego,
así;
pero,
¿se
ha
preguntado
usted
si
tienen
que
ser
necesariamente
tales?
¿Si
su
más
íntima
naturaleza
les
obliga
a
ello?
¿Es
que
un
antropólogo
podría
precisar
acaso
el
índice
craneano
de
un
pueblo
que
tuviera
la
costumbre
de
deformar
con
apretados
vendajes
las
cabezas
de
sus
niños?
Piense
usted
en
el
lamentable
contraste
entre
la
inteligencia
de
un
niño
sano
y la
debilidad
mental
del
adulto
medio.
¿No
es
quizá
muy
posible
que
la
educación
religiosa
tenga
gran
parte
de
culpa
en
esta
atrofia
relativa?
A mi
juicio,
un
niño
sobre
el
cual
no
se
ejerciera
influencia
alguna
tardaría
mucho
en
comenzar
a
formarse
una
idea
de
Dios
y de
las
cosas
ultraterrenas.
Tales
ideas
seguirían
quizá
luego
los
mismos
caminos
que
en
sus
antepasados
primitivos,
pero
en
vez
de
esperar
semejante
evolución
se
imbuyen
al
niño
doctrinas
religiosas
en
una
época
en
que
ni
pueden
interesarle
ni
posee
capacidad
suficiente
para
comprender
su
alcance.
Los
dos
puntos
capitales
del
programa
pedagógico
actual
son
el
retraso
de
la
evolución
sexual
y el
adelanto
de
la
influencia
religiosa.
¿No
es
cierto?
Cuando
el
pensamiento
del
niño
despierta
luego,
las
doctrinas
religiosas
se
han
hecho
ya
intangibles.
¿Cree
usted
muy
beneficioso
para
el
desarrollo
de
la
inteligencia
sustraer
a su
acción,
con
la
amenaza
de
las
penas
del
infierno,
un
sector
tan
importante?
La
debilidad
mental
de
individuos
tempranamente
habituados
a
aceptar
sin
crítica
los
absurdos
y
las
contradicciones
de
las
doctrinas
religiosas
no
puede
ciertamente
extrañarnos.
Pero
la
inteligencia
es
el
único
medio
que
poseemos
para
dominar
nuestros
instintos.
¿Cómo,
pues,
esperar
que
estos
individuos,
sometidos
a un
régimen
de
restricción
intelectual,
alcancen
alguna
vez
el
ideal
psicológico,
la
primacía
del
intelecto?
Tampoco
ignora
usted
que
a la
mujer,
en
general,
se
le
atribuye
la
llamada
«debilidad
mental
fisiológica»,
esto
es,
una
inteligencia
inferior
a la
del
hombre.
El
hecho
mismo
es
discutible,
pero
uno
de
los
argumentos
aducidos
para
explicar
semejante
inferioridad
intelectual
es
el
de
que
las
mujeres
sufren
bajo
la
temprana
prohibición
de
ocupar
su
pensamiento
con
aquello
que
más
podía
interesarlas,
o
sea,
con
los
problemas
de
la
vida
sexual.
Mientras
que
sobre
los
comienzos
de
la
vida
del
hombre
sigan
actuando,
además
de
la
coerción
mental
sexual,
la
religiosa
y la
monárquica,
derivada
de
la
religiosa,
no
podremos
decir
cómo
el
hombre
es
en
realidad.
Pero
quiero
moderar
mi
celo
y
reconocer
la
posibilidad
de
que
también
yo
corra
detrás
de
una
ilusión.
Es
posible
que
los
efectos
de
la
prohibición
religiosa
impuesta
al
pensamiento
no
sean
tan
perjudiciales
como
suponemos
y
que
la
naturaleza
humana
continúe
siendo
la
misma,
aunque
no
se
emplee
abusivamente
la
educación
para
lograr
la
sumisión
del
individuo
a
los
dogmas
religiosos.
No
lo
sé
ni
tampoco
usted
puede
saberlo.
Además
de
aquellos
grandes
problemas
de
la
vida
que
aún
nos
parecen
insolubles,
hay
muchas
otras
interrogaciones
menos
importantes
para
las
cuales
nos
es
también
muy
difícil
encontrar
respuesta.
Pero
no
me
negará
usted
que
en
este
punto
se
abre
una
puerta
a la
esperanza;
no
negará
usted
que
puede
haber
oculto
aquí
un
tesoro
susceptible
de
enriquecer
a la
civilización
y
que,
por
tanto,
vale
la
pena
de
intentar
una
educación
irreligiosa.
Si
la
tentativa
fracasa,
estoy
dispuesto
a
renunciar
a
toda
forma
y a
aceptar
el
juicio,
puramente
descriptivo,
de
que
el
hombre
es
un
ser
de
inteligencia
débil,
dominado
por
sus
deseos
instintivos.
En
cambio,
hay
otro
punto
en
él
que
estoy
plenamente
de
acuerdo
con
usted.
Me
parecería
insensato
querer
desarraigar
de
pronto
y
violentamente
la
religión.
Sobre
todo,
porque
sería
inútil.
El
creyente
no
se
deja
despojar
de
su
fe
con
argumentos
ni
con
prohibiciones.
Y si
ello
se
consiguiera
en
algún
caso
sería
una
crueldad.
Un
individuo
habituado
a
los
narcóticos
no
podrá
ya
dormir
si
le
privamos
de
ellos.
Esta
comparación
del
efecto
de
los
consuelos
religiosos
con
el
de
un
poderoso
narcótico
puede
apoyarse
en
una
curiosa
tentativa
actualmente
emprendida
en
Norteamérica.
En
este
país
-y
bajo
la
clara
influencia
del
dominio
de
la
mujer-
se
está
procurando
sustraer
al
individuo
todos
los
medios
de
estímulo,
embriaguez
y
placer,
saturándole,
en
cambio,
de
temor
a
Dios,
a
modo
de
compensación.
Tampoco
es
dudoso
el
resultado
final
de
semejante
experimento.
En
lo
que
yo
disiento
de
usted
es
en
la
conclusión
de
que
el
hombre
no
puede
prescindir
del
consuelo
de
la
ilusión
religiosa,
sin
la
cual
le
sería
imposible
soportar
el
peso
de
la
vida
y
las
crueldades
de
la
realidad.
Conformes
en
cuanto
al
hombre
a
quien
desde
niño
han
instigado
ustedes
tan
dulce
-o
agridulce-
veneno.
Pero,
¿y
el
otro?
¿Y
el
educado
en
la
abstinencia?
No
habiendo
contraído
la
general
neurosis
religiosa,
es
muy
posible
que
no
precise
tampoco
de
intoxicación
alguna
para
adormecerla.
Desde
luego,
su
situación
será
más
difícil.
Tendrá
que
reconocer
su
impotencia
y su
infinita
pequeñez
y no
podrá
considerarse
ya
como
el
centro
de
la
creación,
ni
creerse
amorosamente
guardado
por
una
providencia
bondadosa.
Se
hallará
como
el
niño
que
ha
abandonado
el
hogar
paterno,
en
el
cual
se
sentía
seguro
y
dichoso.
Pero,
¿no
es
también
cierto
que
el
infantilismo
ha
de
ser
vencido
y
superado?
El
hombre
no
puede
permanecer
eternamente
niño;
tiene
que
salir
algún
día
a la
vida,
a la
dura
«vida
enemiga».
Esta
sería
la
«educación
para
la
realidad».
¿Habré
de
decirle
todavía
que
el
único
propósito
del
presente
trabajo
es
señalar
la
necesidad
de
tal
progreso?
Teme
usted,
seguramente,
que
el
hombre
no
pueda
resistir
tan
dura
prueba.
Déjenos
esperar
que
sí.
La
consciencia
de
que
sólo
habremos
de
contar
con
nuestras
propias
fuerzas
nos
enseña,
por
lo
menos,
a
emplearlas
con
acierto.
Pero,
además,
el
hombre
no
está
ya
tan
desamparado.
Su
ciencia
le
ha
enseñado
muchas
cosas
desde
los
tiempos
del
Diluvio
y ha
de
ampliar
aún
más
su
poderío.
Y
por
lo
que
respecta
a lo
inevitable,
al
destino
inexorable,
contra
el
cual
nada
puede
ayudarle,
aprenderá
a
aceptarlo
y
soportarlo
sin
rebeldía.
¿De
qué
puede
servirle
el
espejismo
de
vastas
propiedades
en
la
Luna,
cuyas
rentas
nadie
ha
recibido
jamás?
Cultivando
honradamente
aquí
en
la
Tierra
su
modesto
pegujal,
como
un
buen
labrador,
sabrá
extraer
de
él
su
sustento.
Retirando
sus
esperanzas
del
más
allá
y
concentrando
en
la
vida
terrena
todas
las
energías
así
liberadas,
conseguirá,
probablemente,
que
la
vida
se
haga
más
llevadera
a
todos
y
que
la
civilización
no
abrume
ya a
ninguno,
y
entonces
podrá
decir,
con
uno
de
nuestros
irreligiosos:
El
cielo
lo
abandonamos
a
los
gorriones
y a
los
ángeles.
X
TODO
eso
suena
muy
bien.
¡Una
Humanidad
que
ha
renunciado
a
todas
las
ilusiones
y se
ha
capacitado
así
para
hacer
tolerable
su
vida
sobre
la
Tierra!
Pero
yo
no
puedo
compartir
sus
esperanzas.
Y no
porque
sea
el
obstáculo
reaccionario
que
usted
ve
quizá
en
mí,
sino
simplemente
por
reflexión.
Creo
que
hemos
cambiado
los
papeles:
usted
es
ahora
el
hombre
apasionado,
que
se
deja
llevar
por
las
ilusiones,
y yo
represento
los
dictados
de
la
razón
y el
derecho
del
escepticismo.
Todo
lo
que
acaba
usted
de
exponer
me
parece
basado
en
errores
que,
siguiendo
su
ejemplo,
habré
de
calificar
de
ilusiones,
puesto
que
delatan
claramente
la
influencia
de
sus
deseos.
Espera
usted
que
las
nuevas
generaciones,
sobre
las
cuales
no
se
haya
ejercido
en
la
infancia
influencia
alguna
religiosa,
alcanzarán
fácilmente
la
ansiada
primacía
de
la
inteligencia
sobre
la
vida
instintiva.
Ilusión
pura,
pues
no
es
nada
verosímil
que
la
naturaleza
humana
cambie
en
este
punto
decisivo.
Si
no
me
equivoco
-sabe
uno
tan
poca
cosa
de
las
demás
culturas-,
existen
también
hoy
en
día
pueblos
que
no
viven
bajo
la
opresión
de
un
sistema
religioso,
y no
puede
decirse
que
se
hallen
más
próximos
que
los
otros
al
ideal
por
usted
propugnado.
Para
desterrar
la
religión
de
nuestra
civilización
europea
sería
preciso
sustituirla
por
otro
sistema
de
doctrinas,
y
este
sistema
adoptaría
desde
un
principio
todos
los
caracteres
psicológicos
de
la
religión,
la
misma
santidad,
rigidez
e
intolerancia,
e
impondría
el
pensamiento
para
su
defensa
idénticas
prohibiciones.
Algo
de
esto
es
necesario
para
hacer
posible
la
educación.
El
camino
que
va
desde
el
recién
nacido
al
adulto
civilizado
es
muy
largo,
y
muchos
individuos
se
perderían
en
él y
no
llegarían
a
cumplir
su
misión
en
la
vida
si
se
los
abandonase
sin
guía
ninguna
a su
propio
desarrollo.
Las
doctrinas
aplicadas
en
su
educación
limitarán
siempre
su
pensamiento
en
sus
años
de
madurez,
como
hoy
se
lo
reprocha
usted
a la
religión.
¿No
advierte
usted
que
el
defecto
indeleble
y
congénito
de
toda
civilización
es
el
de
plantear
al
niño,
instintivo
y de
inteligencia
débil,
resoluciones
sólo
posibles
para
la
inteligencia
del
adulto?
Pero
la
síntesis
de
la
evolución
secular
de
la
Humanidad
en
un
par
de
años
de
infancia
le
impide
obrar
de
otro
modo,
y
sólo
la
acción
de
poderes
afectivos
puede
facilitar
al
niño
el
cumplimiento
de
tan
difícil
tarea.
Estas
son,
pues,
las
probabilidades
de
su
«primacía
del
intelecto».
No
extrañará
usted
que
me
declare
partidario
de
la
conservación
del
sistema
religioso
como
base
de
la
educación
y de
la
vida
colectiva.
Se
trata
de
una
cuestión
práctica
y no
del
valor
de
realidad
del
sistema.
Puesto
que
la
necesidad
de
mantener
nuestra
civilización
no
nos
consiente
aplazar
el
influjo
sobre
cada
individuo
hasta
el
momento
en
que
alcance
el
grado
de
madurez
propicio
a la
cultura
-y
muchos
no
lo
alcanzarían
nunca-,
y
puesto
que
nos
vemos
precisados
a
imponer
al
sujeto
en
desarrollo
un
cualquier
sistema
doctrinal,
que
ha
de
obrar
en
él
como
premisa
sustraída
a la
crítica,
opino
que
debemos
atenernos
al
sistema
religioso
como
el
más
apropiado.
Precisamente,
desde
luego,
por
su
fuerza
consoladora
y
cumplidora
de
deseos,
en
la
que
ha
reconocido
usted
su
carácter
de
«ilusión».
Ante
la
dificultad
de
llegar
al
conocimiento,
siquiera
fragmentario,
de
la
realidad,
y
ante
la
duda
de
que
podamos
llegar
a él
alguna
vez,
no
debemos
olvidar
que
también
las
necesidades
humanas
son
una
parte
de
la
realidad,
y,
por
cierto,
una
parte
muy
importante
y
que
nos
toca
muy
de
cerca.
Otra
de
las
ventajas
de
la
doctrina
religiosa
estriba
para
mí,
precisamente,
en
uno
de
los
caracteres
que
más
han
despertado
su
repulsa.
Permite
una
purificación
y
una
sublimación
conceptual
en
la
que
desaparece
todo
lo
que
lleva
en
sí
la
huella
del
pensamiento
primitivo
e
infantil.
Lo
que
luego
queda
es
un
contenido
de
ideas
que
la
ciencia
no
contradice
ya
ni
puede
rebatir.
Estas
transformaciones
de
la
doctrina
religiosa,
calificadas
antes
por
usted
de
concesiones
y
transacciones,
permiten
evitar
la
disociación
entre
la
masa
incultivada
y el
pensador
filosófico
y
conservan
entre
ellos
una
comunidad
muy
importante
para
el
aseguramiento
de
la
civilización,
no
siendo
así
de
temer
que
el
hombre
del
pueblo
averigüe
que
las
capas
sociales
altas
«no
creen
ya
en
Dios».
Con
todo
esto
creo
haber
demostrado
que
sus
esfuerzos
se
reducen
a
una
tentativa
de
sustituir
una
ilusión
contrastada
y de
un
gran
valor
afectivo
por
otra
incontrastada
e
indiferente.
No
debe
usted
creerme
inasequible
a su
crítica.
Sé
lo
difícil
que
es
evitar
las
ilusiones,
y es
muy
posible
que
las
esperanzas
por
mí
confesadas
antes
sean
también
de
naturaleza
ilusoria.
Pero
habré
de
mantener
una
diferencia.
Mis
ilusiones
-aparte
de
no
existir
castigo
alguno
para
quien
no
las
comparte-no
son
irrectificables,
como
las
religiosas,
ni
integran
su
carácter
obsesivo.
Si
la
experiencia
demostrase
-ya
no a
mí,
sino
a
otros
más
jóvenes
que
como
yo
piensan-
que
nos
habíamos
equivocado,
renunciaremos
a
nuestras
esperanzas.
Vea
usted
en
mi
intento
lo
que
realmente
es.
Un
psicólogo
que
no
se
engaña
a sí
mismo
sobre
la
inmensa
dificultad
de
adaptarse
tolerablemente
a
este
mundo
se
esfuerza
en
llegar
a un
juicio
sobre
la
evolución
de
la
Humanidad
apoyándose
en
los
conocimientos
adquiridos
en
el
estudio
de
los
procesos
anímicos
del
individuo
durante
su
desarrollo
desde
la
infancia
a la
edad
adulta.
En
esta
labor
halla
que
la
religión
puede
ser
comparada
a
una
neurosis
infantil,
y es
lo
bastante
optimista
para
suponer
que
la
Humanidad
habrá
de
dominar
esta
fase
neurótica,
del
mismo
modo
que
muchos
niños
dominan
neurosis
análogas
en
el
curso
de
su
crecimiento.
Estos
conocimientos
de
la
psicología
individual
pueden
ser
insuficientes,
injustificada
su
aplicación
a la
Humanidad
e
injustificado
también
el
optimismo.
Reconozco
todas
estas
inseguridades;
pero
muchas
veces
no
puede
uno
privarse
de
exponer
su
opinión,
sirviéndole
de
disculpa
el
no
darla
por
más
de
lo
que
vale.
Todavía
he
de
insistir
en
dos
puntos.
En
primer
lugar,
la
debilidad
de
mi
posición
no
supone
una
afirmación
de
la
suya.
Creo
sinceramente
que
defiende
usted
una
causa
perdida.
Podemos
repetir
una
y
otra
vez
que
el
intelecto
humano
es
muy
débil
en
comparación
con
la
vida
instintiva
del
hombre,
e
incluso
podemos
estar
en
lo
cierto.
Pero
con
esta
debilidad
sucede
algo
especialísimo.
La
voz
del
intelecto
es
apagada,
pero
no
descansa
hasta
haberse
logrado
hacerse
oír
y
siempre
termina
por
conseguirlo,
después
de
ser
rechazada
infinitas
veces.
Es
éste
uno
de
los
pocos
puntos
en
los
cuales
podemos
ser
optimistas
en
cuanto
al
porvenir
de
la
Humanidad,
pero
ya
supone
bastante
por
sí
solo.
A él
podemos
enlazar
otras
esperanzas.
La
primacía
del
intelecto
está,
desde
luego,
muy
lejana
pero
no
infinitamente,
y
como
es
de
prever
que
habrá
de
marcarse
los
mismos
fines
cuya
relación
esperan
ustedes
de
su
Dios:
el
amor
al
prójimo
y la
disminución
del
sufrimiento
-aunque,
naturalmente,
dentro
de
una
medida
humana
y
hasta
donde
lo
permita
la
realidad
exterior,
la
Ananch-
podemos
decir
que
nuestro
antagonismo
no
es
sino
provisional
y
nada
irreducible.
Ambos
esperamos
lo
mismo,
pero
usted
es
más
impaciente,
más
exigente
y
-¿por
qué
no
decirlo?-más
egoísta
que
yo y
que
los
míos.
Quiere
usted
que
la
bienaventuranza
comience
inmediatamente
después
de
la
muerte;
exige
usted
de
ella
lo
imposible
y no
se
resigna
a
renunciar
a la
personalidad
individual.
Nuestro
dios
Logoz
realizará
todo
lo
que
de
estos
deseos
permita
la
naturaleza
exterior
a
nosotros,
pero
muy
poco
a
poco,
en
un
futuro
imprecisable
y
para
nuevas
criaturas
humanas.
A
nosotros,
los
que
sentimos
dolorosamente
la
vida,
no
nos
promete
compensación
alguna.
En
el
camino
hacia
este
lejano
fin,
las
doctrinas
religiosas
acabarán
por
ser
abandonadas,
aunque
las
primeras
tentativas
fracasen
o
demuestren
ser
insuficientes
las
primeras
creaciones
sustitutivas.
No
ignora
usted,
ciertamente,
que
a la
larga
nada
logra
resistir
a la
razón
y a
la
experiencia,
y la
religión
las
contradice
ambas
demasiado
patentemente.
Tampoco
las
ideas
religiosas
purificadas
podrán
sustraerse
a
este
destino
si
quieren
conservar
todavía
algo
del
carácter
consolador
de
la
religión.
Claro
está
que
si
se
limitan
a
afirmar
la
existencia
de
un
ser
espiritual
superior,
de
atributos
indeterminables
y
designios
impenetrables,
quedarán
sustraídas
a la
contradicción
de
la
ciencia,
pero
entonces
también
dejarán
de
interesar
a
los
hombres.
Pasemos
ahora
al
segundo
de
los
puntos
antes
enunciados.
Observe
usted
la
diferencia
que
existe
entre
su
actitud
y la
mía
ante
la
ilusión.
Usted
tiene
que
defender
la
ilusión
religiosa
con
todas
sus
fuerzas;
en
el
momento
en
que
pierda
su
valor
-y
ya
aparece
harto
amenazada-
se
derrumbará
para
usted
todo
un
mundo,
no
le
quedará
a
usted
nada
y
habrá
de
desesperar
de
todo,
de
la
civilización
y
del
porvenir
de
la
Humanidad.
En
cambio,
nosotros
estamos
libres
de
semejantes
servidumbres.
Hallándonos
dispuestos
a
renunciar
a
buena
parte
de
nuestros
deseos
infantiles,
podemos
soportar
muy
bien
que
algunas
de
nuestras
esperanzas
demuestren
no
ser
sino
ilusiones.
La
educación
libertada
de
las
doctrinas
religiosas
no
cambiará
quizá
notablemente
la
esencia
psicológica
del
hombre.
Nuestro
dios
Logoz
no
es,
quizá,
muy
omnipotente
y no
puede
cumplir
sino
una
pequeña
parte
de
lo
que
sus
predecesores
prometieron.
Si
efectivamente
llega
un
momento
en
que
hayamos
de
reconocerlo
así,
nos
resignaremos
serenamente,
pero
sin
que
por
ello
pierdan
para
nosotros
su
interés
el
mundo
y la
vida,
pues
poseemos
un
punto
de
apoyo
que
ustedes
les
falta.
Creemos
que
la
labor
científica
puede
llegar
a
penetrar
un
tanto
en
la
realidad
del
mundo,
permitiéndonos
ampliar
nuestro
poder
y
dar
sentido
y
equilibrio
a
nuestra
vida.
Si
esta
esperanza
resulta
una
ilusión
nos
encontraremos
en
la
misma
situación
que
usted,
pero
la
ciencia
ha
demostrado
ya,
con
numerosos
e
importantes
éxitos,
no
tener
nada
de
ilusoria.
Posee
muchos
enemigos
declarados,
y
más
aún
cultos,
entre
aquellos
que
no
pueden
perdonarle
haber
debilitado
la
fe
religiosa
y
amenazar
con
derrocarla.
Se
le
reprocha
habernos
enseñado
muy
poco
y
dejar
incomparablemente
mucho
más
en
la
oscuridad.
Pero
al
obrar
así,
se
olvida
su
juventud,
se
olvida
cuán
difíciles
han
sido
sus
comienzos
y el
escaso
tiempo
transcurrido
desde
el
momento
en
que
el
intelecto
humano
llegó
a
estar
capacitado
para
la
labor
científica.
¿Acaso
no
pecamos
todos
basando
nuestros
juicios
en
períodos
demasiado
cortos?
Deberíamos
tomar
ejemplos
de
los
geólogos.
Se
reprocha
a la
ciencia
su
inseguridad,
alegando
que
lo
que
hoy
proclama
como
ley
es
rechazado
como
error
por
la
generación
siguiente
y
sustituido
por
una
nueva
ley,
de
tan
corta
vida
como
la
primera.
Pero
semejante
acusación
es
injusta,
y en
parte,
falsa.
Las
mudanzas
de
las
opiniones
científicas
son
evolución
y
progreso,
nunca
contradicción.
Una
ley
que
al
principio
se
creyó
generalmente
válida
demuestra
luego
ser
un
caso
especial
de
una
normatividad
más
amplia
o
queda
restringida
por
otra
ley
posteriormente
descubierta;
una
grosera
aproximación
a la
verdad
queda
sustituida
por
un
ajuste
más
acabado
a la
misma,
susceptible
a su
vez
de
mayor
perfeccionamiento.
En
diversos
sectores
no
se
ha
superado
aún
cierta
fase
de
la
investigación,
que
se
limita
a ir
planteando
hipótesis
que
luego
han
de
rechazarse
por
insuficientes.
Otros
integran
ya,
en
cambio,
un
nódulo
firme
y
casi
inmutable
de
conocimiento.
Por
último,
se
ha
intentado
negar
radicalmente
todo
valor
a la
labor
científica,
alegando
que
por
su
íntimo
enlace
con
las
condiciones
de
nuestra
propia
organización
sólo
puede
suministrarnos
resultados
subjetivos,
mientras
que
la
verdadera
naturaleza
de
las
cosas
es
exterior
a
nosotros
y
nos
resulta
inasequible.
Pero
semejante
afirmación
prescinde
de
algunos
factores
decisivos
para
la
concepción
de
la
labor
científica.
No
tiene
en
cuenta
que
nuestra
organización,
o
sea,
nuestro
aparato
anímico,
se
ha
desarrollado
precisamente
en
su
esfuerzo
por
descubrir
el
mundo
exterior,
debiendo
haber
adquirido
así
su
estructura
una
cierta
educación
a
tal
fin.
Se
olvida
que
nuestro
aparato
anímico
es
por
sí
mismo
un
elemento
de
aquel
mundo
exterior
que
de
investigar
se
trata
y se
presta
muy
bien
a
tal
investigación;
que
la
labor
de
la
ciencia
queda
plenamente
circunscrita
si
la
limitamos
a
mostrarnos
cómo
se
nos
debe
aparecer
el
mundo
a
consecuencia
de
la
peculiaridad
de
nuestra
organización;
que
los
resultados
finales
de
la
ciencia,
precisamente
por
la
forma
en
que
son
obtenidos,
no
se
hallan
condicionados
solamente
por
nuestra
organización,
sino
también
por
aquello
que
sobre
tal
organización
ha
actuado,
y,
por
último,
que
el
problema
de
una
composición
del
mundo
sin
atención
a
nuestro
aparato
anímico
perceptor
es
una
abstracción
vacía
sin
interés
práctico
ninguno.
No,
nuestra
ciencia
no
es
una
ilusión.
En
cambio,
sí
lo
sería
creer
que
podemos
obtener
en
otra
parte
cualquiera
lo
que
ella
no
nos
pueda
dar.- |