A la memoria
de mi madre,
de Matilde,
de Jorge Federico
Palabras preliminares
Vengo acumulando muchas dudas, tristes dudas
sobre el contenido de esta especie de testamento que tantas veces me
han inducido a publicar; he decidido finalmente hacerlo. Me dicen:
“Tiene el deber de terminarlo, la gente joven está desesperanzada,
ansiosa y cree en usted; no puede defraudarlos”. Me pregunto si
merezco esa confianza, tengo graves defectos que ellos no conocen,
trato de expresarlo de la manera más delicada, para no herirlos a
ellos, que necesitan tener fe en algunas personas, en medio de este
caos, no sólo en este país sino en el mundo entero. Y la manera más
delicada es decirles, como a menudo he escrito, que no esperen
encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las
encontrarán en mis ficciones, en esos bailes siniestros de
enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se
animarían a confesar a cara descubierta. También los grandes
carnavales de otros tiempos eran como un vómito colectivo, algo
esencialmente sano, algo que los dejaba de nuevo aptos para soportar
la vida, para sobrellevar la existencia, y hasta he llegado a pensar
que si Dios existe, está enmascarado.
Sí, escribo esto sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero
también para los que, como yo, se acercan a la muerte, y se
preguntan para qué y por qué hemos vivido y aguantado, soñado,
escrito, pintado o, simplemente, esterillado sillas. De este modo,
entre negativas a escribir estas páginas finales, lo estoy haciendo
cuando mi yo más profundo, el más misterioso e irracional, me
inclina a hacerlo. Quizás ayude a encontrar un sentido de
trascendencia en este mundo plagado de horrores, de traiciones, de
envidias; desamparos, torturas y genocidios. Pero también de pájaros
que levantan mi ánimo cuando oigo sus cantos, al amanecer; o cuando
mi vieja gatita viene a recostarse sobre mis rodillas; o cuando veo
el color de las flores, a veces tan minúsculas que hay que
observarlas desde muy cerca.
Modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia. Y no
sólo a través de las inocentes criaturas de la naturaleza sino,
también, encarnada en esos héroes anónimos como aquel pobre hombre
que, en el incendio de una villa miseria, tres veces entró a una
casilla de chapas donde habían quedado encerrados unos chiquitos
—que los padres habían dejado para ir al trabajo— hasta morir en el
último intento. Mostrándonos que no todo es miserable, sórdido y
sucio en esta vida, y que ese pobre ser anónimo, al igual que esas
florcitas, es una prueba del Absoluto.
I
Primeros tiempos
y grandes decisiones
Como un exiliado
camino por las callejuelas
de la ciudad más antigua,
la primera en nacer.
Mi alma va delante de mí,
vacilante y ansiosa.
¿Qué la perturba?
¿Su abandono o su búsqueda
de una nueva morada?
Allí estoy,
sonámbula,
huérfana y vencida.
Añoro la playa y las altas colinas
y aquella barca azul
que cerca de la costa
está esperándome.
Matilde Kusminsky-Richter
Me acabo de levantar, pronto serán las cinco de
la madrugada; trato de no hacer ruido, voy a la cocina y me hago una
taza de té, mientras intento recordar fragmentos de mis semisueños,
esos semisueños que, a estos ochenta y seis años, se me presentan
intemporales, mezclados con recuerdos de la infancia. Nunca tuve
buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una
forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más grande
que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado
profundo, lo que ha sido decisivo —para bien y para mal— en este
complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es
la vida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada
de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos
templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas
salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron
a mis propios tropiezos con la realidad.
Cuando me detienen por la calle, en una plaza o en el tren, para
preguntarme qué libros hay que leer, les digo siempre: “Lean lo que
les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la
existencia”.
Por eso descarté el título de Memorias y también el de Memorias de
un desmemoriado, porque me pareció casi un juego de palabras,
inadecuado para esta especie de testamento, escrito en el período
más triste de mi vida. En este tiempo en que me siento un desvalido,
al no recordar poemas inmortales sobre el tiempo y la muerte que me
consolarían en estos años finales.
En el pueblo de campo donde nací, antes de irnos a dormir, existía
la costumbre de pedir que nos despertaran diciendo: “Recuérdenme a
las seis”. Siempre me asombró aquella relación que se hacía entre la
memoria y la continuación de la existencia.
La memoria fue muy valorada por las grandes culturas, como
resistencia ante el devenir del tiempo. No el recuerdo de simples
acontecimientos, tampoco esa memoria que sirve para almacenar
información en las ahora computadoras: hablo de la necesidad de
cuidar y transmitir las primigenias verdades.
En las comunidades arcaicas, mientras el padre iba en busca de
alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de
los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus
abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le
otorga a esta palabra la civilización cientificista, sino aquella
que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros,
que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran
poeta Senghor, en Dakar: “La muerte de uno de esos ancianos es lo
que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores y
poetas”. En aquellas tribus, la vida poseía un valor sagrado y
profundo; y sus ritos, no sólo hermosos sino misteriosamente
significativos, consagraban los hechos fundamentales de la
existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte.
En torno a penumbras que avizoro, en medio del abatimiento y la
desdicha, como uno de esos ancianos de tribu que, acomodados junto
al calor de la brasa, rememoran sus antiguos mitos y leyendas, me
dispongo a contar algunos acontecimientos, entremezclados, difusos,
que han sido parte de tensiones profundas y contradictorias, de una
vida llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una
desesperada búsqueda de la verdad.
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Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día
del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro
Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito,
porque murió siendo una criatura. “Aquel niño no era para este
mundo”, decía. Creo que nunca la vi llorar —tan estoica y valiente
fue a lo largo de su vida— pero, seguramente, lo haya hecho a solas.
Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos
humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las
desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se
suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de
nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan
dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces
estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los
misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las
que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a
quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo
de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en
una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien —no lo puedo
precisar— que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho
tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto
donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor y, sin tropezar jamás
ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con
mamá y luego, volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo
que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la
mañana ella me decía, con tristeza —¡tanto sufrió por mí!—, con voz
apenas audible: “Anoche te levantaste y me pediste agua”, yo sentía
un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos
años mas tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los
estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre
mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese
tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana,
regida por mi padre.
La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas
extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él.
Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo y, para
evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal
desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin
desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó
aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde
la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había
sido vedado.
De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió
abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de
Pessoa:
seré siempre el que esperó a que le abrieran
la puerta, junto a un muro sin puerta.
Y así, de una u otra forma, necesité compasión y
cariño.
Cuando me enviaron desde mi pueblo al Colegio Nacional de La Plata
para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el
ferrocarril, sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me
movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un
tiempo, seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas,
mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida
había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un
banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un
tren de regreso.
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Camino por la Costanera Sur contemplando el portentoso río que, en
el crepúsculo del siglo pasado, cruzaron miles de españoles,
italianos, judíos, polacos, albaneses, rusos, alemanes, corridos por
el hambre y la miseria. Los grandes visionarios que entonces
gobernaban el país, ofrecieron esa metáfora de la nada que es
nuestra pampa a “Todos los hombres de buena voluntad”, necesitados
de un hogar, de un suelo en que arraigarse, dado que es imposible
vivir sin patria, o Matria, como pretería decir Unamuno, ya que es
la madre el verdadero fundamento de la existencia. Pero en su
mayoría, esos hombres encontraron otro tipo de pobreza, causada por
la soledad y la nostalgia, porque mientras el barco se alejaba del
puerto, con el rostro surcado por lágrimas, veían cómo sus madres,
hijos, hermanos, se desvanecían hacia la muerte, ya que nunca los
volverían a ver.
De ese irremediable desconsuelo nació la más extraña canción que ha
existido, el tango. Una vez el genial Enrique Santos Discépolo, su
máximo creador, lo definió como un pensamiento triste que se baila.
Artistas sin pretensiones, con los instrumentos que les venían a
mano, algún violín, una flauta, una guitarra, escribieron una parte
fundamental de nuestra historia sin saberlo. ¿Qué marinero, desde
algún puerto germánico, trajo entre sus manos el instrumento que le
daría su sello más hondo y dramático: el bandoneón? Creado para
servir a Dios por las calles, en canciones religiosas de los
servicios luteranos, aquel instrumento humilde encontró su destino a
miles de leguas. Con el bandoneón, sombrío y sagrado, el hombre pudo
expresar sus sentimientos más profundos.
Cuántos de esos inmigrantes seguirían viendo sus montañas y sus
ríos, separados por la pena y por los años, desde esta inmensa
factoría caótica, esta ciudad levantada sobre el puerto, y ahora
convertida en un desierto de amontonadas soledades.
Y al caminar por este terrible Leviatán, por las costas que por
primera vez divisaron aquellos inmigrantes, creo oír el melancólico
quejido del bandoneón de Troilo.
Cuando la desdicha y el furor de Buenos
Aires
hacen sentir más la soledad,
busco un suburbio en el crepúsculo, y entonces,
a través de un brumoso territorio de medio siglo
enriquecido y devastado por el amor y el desengaño,
miro hacia aquel niño que fui en otro tiempo.
Melancólicamente me recuerdo
sintiendo las primeras gotas de una lluvia
en la tierra reseca de mis calles sobre los techos de zinc
“que llueva que llueva la vieja está en la cueva”
hasta que los pájaros cantaban y corríamos descalzos
a largar los barquitos de papel.
Tiempo de las cintas de Tom Mix
y de las figuritas de colores,
de Tesorieri, Mutis y Bidoglio,
tiempos de las calesitas a caballo,
de los manises calientes en las tardes invernales
de la locomotora chiquita y su silbato.
Mundo que apenas entrevemos cuando
estamos muy solos
en este caos del ruido y del cemento
ya sin lugar para los patios con glicinas
y claveles.
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Entre esa multitud de colonizadores, mis padres
llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta “Tierra de
promisión”, que se extendía más allá de sus lágrimas.
Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las
asperezas de la vida, en cambio mi madre, que pertenecía a una
antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.
Juntos se instalaron en Rojas que, como gran parte de los viejos
pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron
los españoles y que marcaban la frontera de la civilización
cristiana.
Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas
luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que,
cuando le dijeron que transmitirían por una radio a galena la pelea
de Firpo con Dempsey, contestó “cuando más cencia más mandinga”.
En este pueblo pampeano mi padre llegó a tener un pequeño molino
harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces
yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas
en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a
escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde
comiendo galletitas.
Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder
descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me
recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y
dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema
de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue
muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese
carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de
esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos
varones.
La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi
espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a
cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros
mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si
hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente
debimos asimilar.
La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena
medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza
y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos
de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego
hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo “el loco Sabato”, que
acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa.
Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el
estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años,
luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en
brazos de Matilde.
Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos
pueblerinos que se llamaban “Los treinta amigos unidos” y, cuando en
el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él
siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto
tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires
con tapas de colores, donde además de esos sainetes se publicaban
obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa
colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando
fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque
escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.
Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más
vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso
sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La
Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su
pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí
hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra
empeñada, y con los años, admiré su fidelidad hacia los amigos. Como
fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis.
Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de
sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó
en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles,
donde el contagio parecía inevitable.
Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad
y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele
ocurrir en esta vida que, a menudo, es un permanente desencuentro.
Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de
todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de
las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras.
Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo
antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus
rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las
tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía
Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.
Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado
sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las
viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la
última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus
padres, el padre sin sus hijos.
Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un
día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas
tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y
mis ojos se nublaron.
???
A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia
la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a
aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que
transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro
aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente
rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un
rostro, en una humilde plaza, en una calle.
Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya
no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los
reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con
pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde
simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi
infancia, en mi pueblo de campo, venían misteriosamente cuando ya
todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros
zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que
apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna
tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre
costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo.
Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a
ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil
años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos
camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las
hendiduras de las puertas —porque así nos explicaba mamá que podían
hacerlo—, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos
ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos
los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me
devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un
imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus
navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las
siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaría a la casa de
Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las
golosinas y las galletitas Lola, a cambio del recado de siempre:
“Manda decir mamá que cómo está y muchos recuerdos”. Cosas así, no
grandes, sino pequeñas y modestísimas cosas.
Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos
comenzaban “Había una vez...” y, con la fe absoluta de los niños,
uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel
conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos
que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos
de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en
una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y
Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una
noche, cuando interpretaba Espectros, se envenenó en escena mientras
el público inocentemente aplaudía. Al levantar el telón lo
encontraron muerto, y su mujer, Angelita Alarcón, gran acróbata,
lloraba abrazando desconsoladamente su cuerpo.
Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault:
esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del
carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo
cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que
las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e
Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso:
inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de
herniosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos
empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus
obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las
repugnantes relatividades.
En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi
padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de
plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue
pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me
siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de
las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que
las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de
objetos y toda la magia, todo el candor, sobrevuela como una
fantasmagoría incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una
ilusión, sólo fragmentos de un sueño soñado.
Adolescente sin luz,,
tu grave pena lloras,
tus sueños no volverán,
corazón,
tu infancia ya terminó.
La tierra de tu niñez
quedó para siempre atrás
sólo podes recordar, con dolor,
los años de su esplendor.
Polvo cubre tu cuerpo,
nadie escucha tu oración,
tus sueños no volverán,
corazón, tu infancia ya terminó.
-----0-----
Al terminar la escuela primaria de mi pueblo, en
1923, en medio del desgarramiento más hondo de mi vida, mi hermano
Pancho me llevó a La Plata para completar mis estudios. Recuerdo la
primera noche, con su enigmática madrugada en la casa de la calle
Pedro Echagüe, oyendo entre sueños un ruido inédito para mí, que a
través de las décadas se ha conservado como una imagen de mi
tristeza infantil: el sonido de los cascos de caballos y de las
chatas por el empedrado. Remotísimos tiempos en que no había jeans,
cuando los chicos llevábamos pantaloncitos cortos y los pantalones
largos simbolizaban un terrible acontecimiento en nuestras vidas,
marcado por el orgullo y por la vergüenza.
Muchas veces, lloré durante la noche en esa ciudad que luego llegó a
estar tan entrañablemente unida a mi destino. En los penosos días
que precedieron al comienzo de las clases, tuve uno de los dolores
más grandes. Me había llevado al bosque una paletita de lata, una
humilde imitación de la paleta de un pintor, comprada por mi hermano
en la ferretería del pueblo. Tenía pastillas de acuarelas que para
mí eran un tesoro, con las que copiaba láminas de almanaques.
Recuerdo una troika en la nieve de una Rusia lejana y misteriosa.
Pregunté cómo ir hasta el famoso bosque de La Plata y allí me fui
con las acuarelas, un frasco con agua, un par de pinceles y un
cuaderno de hojas blancas. Me senté en el pasto entre los enormes
eucaliptos y empecé a pintar uno de esos troncos descascarados, con
sus cambiantes matices de verdes, ocres y marrones, imbricados de
una manera que me conmovía. Todo era plácido en aquella mañana y,
por el poder de la belleza, había olvidado mi melancolía. De pronto
se produjo un cataclismo: yo tenía menos de doce años y estaba solo,
en una ciudad desconocida, cuando sorpresivamente apareció un grupo
de muchachones, de unos quince años, que riéndose de mí, me
arrebataron la paleta, pisotearon las humildes pastillas de
acuarela, me rompieron los pinceles y arrojaron lejos la botellita
con agua; riéndose, hasta que se fueron. Durante un tiempo que me
pareció infinito, yo permanecí sentado en el césped, mientras me
caían las lágrimas. Luego logré levantarme y volví lentamente hacia
mi pensión, pero me perdí y tuve que preguntar varias veces dónde
estaba mi calle.
Cuando por fin llegué, entré en mi cuartito y permanecí todo el día
en la cama. Tiritaba como si tuviese fiebre, o quizá la tuve
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He vuelto a la Universidad de La Plata ¡después
de tantos años! y se han despertado en mí recuerdos olvidados,
sentimientos que yacían en mi alma. En este colegio y en esta
ciudad, se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser.
Porque el tiempo transcurrido, las ciudades que más tarde recorrí
por el mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, estos tilos,
estos plátanos. Pasaron los años, pero una y otra vez vuelve a mi
memoria esta ciudad, donde acontecieron momentos importantes de mi
vida. Donde nos conocimos con Matilde, donde terminamos el
bachillerato y luego la Universidad. Aquí nació nuestro hijo Jorge
Federico y aquí murieron también nuestros padres. En estos patios,
en este bosque a veces auspicioso, a veces melancólico, se forjaron
las ideas esenciales que me acompañaron en la vida.
La Universidad, fundada por don Joaquín V. González, fue famosa en
toda Hispanoamérica. Asistían alumnos que venían de Colombia, de
Perú, de Bolivia, de Guatemala, quienes creaban sus propias colonias
en caserones; una Universidad que contrató en Europa hombres
eminentes de ciencia y humanidades, como fue el caso de los
Schiller. Había nacido con una inspiración distinta, estaba formada
por grandes institutos científicos, organizados por notables
hombres, como el astrónomo Hartmann, con un nivel similar a los
centros de Heidelberg o Goettingen. La Universidad llegaba,
verticalmente, hasta la enseñanza secundaria y primaria, donde los
chicos tenían hasta una imprenta propia.
¡Cómo añoro aquel Colegio donde no se fabricaban profesionales!,
donde el ser humano aún era una integridad, cuando los hombres
defendían el humanismo más auténtico, y el pensamiento y la poesía
eran una misma manifestación del espíritu. En el ex libris de la
Universidad, se hallaba escrita una frase de aquel noble científico
que fue Emil Bosse: “Toma la verdad y llévala por el mundo”; él era
uno de esos hombres que anhelaban ansiosos el espíritu puro, pero lo
deponía o lo postergaba para arremangarse y ensuciarse las manos
forjando esta nación que hoy es casi un doloroso desecho.
En la época en que cursaba el primer año, supimos que tendríamos
como profesor a un “mexicano” que en rigor era puertorriqueño. Y se
me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a la
clase a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos
que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro
Henríquez Ureña. Aquel ser superior, tratado con mezquindad y
reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los
mediocres, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de
ninguna de las facultades de letras.
A él debo mi primer acercamiento a los grandes autores, y su sabia
admonición que aún recuerdo: “Donde termina la gramática empieza el
gran arte”. Porque no era partidario de una concepción purista del
lenguaje, por el contrario, estaba cerca de Vossler y Humboldt, que
consideraban el idioma como una fuerza viva en permanente
transformación. En años posteriores, junto con él y Raimundo Lida,
tuvimos largas conversaciones sobre estos temas en el Instituto de
Filología, que por ese entonces dirigía Amado Alonso.
Cuando alguna vez he vuelto a viajar en tren, soñé con encontrar a
ese profesor de mi secundaria, sentado en algún vagón, con el
portafolio lleno de deberes corregidos, como esa vez —¡hace tanto!—
cuando juntos en un tren, yo le pregunté, apenado de ver cómo pasaba
los años en tareas menores, “¿Por qué, Don Pedro, pierde tiempo en
esas cosas?” Y él, con su amable sonrisa, me respondió: “Porque
entre ellos puede haber un futuro escritor”.
¡Cuánto le debo a Henríquez Ureña! Aquel hombre encorvado y
pensativo, con su cara siempre melancólica. Perteneció a una raza de
intelectuales hoy en extinción, un romántico a quien Alfonso Reyes
llamó “testigo insobornable”, un hombre capaz de atravesar la ciudad
en la noche para socorrer a un amigo. Y por esa noble concepción de
la vida, por la comunión y el valor con que enfrentaba la desdicha,
paradójicamente, junto a aquel intelectual de mi secundaria me viene
a la memoria el rostro de mi hermano Humberto, aventurero que jamás
realizó estudios superiores, pero que fue admirado y respetado por
todos los que lo conocieron y que iban a consultarlo cuando se
trataba de tomar una decisión difícil.
Por eso, cuando la enfermedad de Humberto se agravó, me entristeció
enormemente que se lo engañara diciéndole que era una simple
infección, si en verdad todos sabíamos que se trataba de un terrible
cáncer de estómago. Ese hombre, tan admirado por su rectitud y
entereza, merecía saber y afrontar la verdad como solía hacerlo. Y
entonces tomé la dura decisión de hablar con él.
Jamás olvidaré el silencio; aquellos ojos bien abiertos parecieron
divisar el fin, sin abatimiento, con esa serenidad que siempre lo
había fortalecido. Encendió un cigarrillo. No lloramos. No debíamos
hacerlo. Tampoco pudimos abrazarnos; aún nos pesaba sobre los
hombros la mirada imperativa de nuestro padre.
Todos lloraron la pérdida de Humberto, alguien que había sido, como
dijo durante el entierro uno de sus grandes amigos, “Nada menos que
todo un hombre”.
Sí, querido hermano, fuiste esa clase de hombres de la talla de
Saint-Exupéry, quien luchó en su avión contra la tempestad, junto
con su telegrafista, unidos en el silencio, por el peligro común
pero también, por la esperanza. Esos hombres que levantaron su altar
en medio de la mugre, con su camaradería ante el fracaso y la
muerte.
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Los conflictivos años de mi secundaria, además
del tiempo de dolorosas angustias, fueron también de importantes
descubrimientos.
El primer día de clase aconteció una portentosa revelación. En un
banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un pueblo
pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero de provincia,
alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer
teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No
sabía aún que había descubierto el universo platónico, ajeno a los
horrores de la condición humana; pero sí intuí que esos teoremas
eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las
derruidas torres de mi adolescencia.
Para apaciguar el caos de mi alma volqué mis emociones y ansiedades
en una serie de cuadernos, diarios, que quemé cuando fui más grande.
Por la angustia en que vivía, busqué refugio en las matemáticas, en
el arte y en la literatura, en grandes ficciones que me pusieron al
resguardo en mundos remotos y pasados. De la biblioteca del colegio,
tan vasta, y para mí inexplorada, aunque estaba sabiamente
organizada, leí siempre a tumbos, empujado por mis simpatías,
ansiedades e intuiciones.
Recuerdo las bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e
idealistas que, con grandes esfuerzos, luego de todo un día de
trabajo, aún tenían ánimo para atender cariñosamente a los chicos,
ansiosos de fantasías y aventuras. Desde mi modesto cuartito de la
calle 61, me embargaba hacia los mundos de Salgari y de Julio Verne;
así como más tarde me recreé en las grandes creaciones del
romanticismo alemán: Los bandidos de Schiller, Chateaubriand, el
Goetz Von Berlichingen, Goethe y su inevitable Werther, y Rousseau.
Con el tiempo descubrí a los nórdicos: Ibsen, Strinberg, y a los
trágicos rusos que tanto me influyeron: Dostoievski, Tolstoi, Chejov,
Gogol; hasta la aventura épica del Mío Cid y el entrañable andariego
de La Mancha. Obras a las que una y otra vez he vuelto, como quien
regresa a una tierra añorada en el exilio donde acontecieron hechos
fundamentales de la existencia.
Crimen y castigo, que a los quince años me había parecido una novela
policial, luego la creí una extraordinaria novela psicológica, hasta
finalmente desentrañar el fondo de la mayor novela que se haya
escrito sobre el eterno problema de la culpa y la redención. Aún me
veo debajo de las cobijas, devorando con avidez aquella obra en
edición rústica, de doble o triple traducción. Aún me oigo reír por
el desenfado y la encarnecida ironía con que Wilde desnudaba la
hipocresía victoriana. O el temblor que sentía entre las páginas de
Poe y sus maravillosos cuentos; o las paradojas de Chesterton y el
misterioso Padre Brown.
Con los años leí apasionadamente a los grandes escritores de todos
los tiempos. He dedicado muchas horas a la lectura y siempre ha sido
para mí una búsqueda febril.
Nunca he sido un lector de obras completas y no me he guiado por
ninguna clase de sistematización. Por el contrario, en medio de cada
una de mis crisis he cambiado de rumbo, pero siempre me comporté
frente a las obras supremas como si me adentrara en un texto
sagrado; como si en cada oportunidad se me revelaran los hitos de un
viaje iniciático. Las cicatrices que han dejado en mi alma
atestiguan que de algo de eso se ha tratado. Las lecturas me han
acompañado hasta el día de hoy, transformando mi vida gracias a esas
verdades que sólo el gran arte puede atesorar.
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En la irremediable soledad de este amanecer
escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a
vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto.
Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en
su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado,
sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de Schubert, de Corelli,
o de algún otro músico que tanto bien le hacía en momentos de
tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo,
poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un
costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un
tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”,
con voz imperceptible. “Sí —le decía entonces— en seguida nos
iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación.
Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos con Matilde
a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un premio. Al llegar,
peregrinamos —es la palabra adecuada, ya que era un momento de
religioso respeto— a Tübingen, y entramos en el Seminario
Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se
habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel.
Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del
carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco
Hölderlin, cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno
de esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la
terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo habría
contemplado aquel genio delirante.
Creo que más tarde recorrimos un tramo del Rhin que nos evocó un
pasado de baladas, bardos, héroes, bandidos y leyendas: Rolando, que
llega demasiado tarde a la isla de Nonnenwert, únicamente para saber
que su amada, sin consuelo, había tomado los hábitos, y Lohengrin, y
el castillo de Cleves, imponentes y sombríos. En el lloviznoso
atardecer de otoño, contemplamos los restos de los castillos
feudales, las fortalezas en ruinas que presenciaron feroces
combates, que guardaron horribles o bellos secretos de amores
incestuosos, de soledades, de traiciones. Ahí estaba Die Feindlichen
Bruder, los restos declinantes de las torres de los dos hermanos
enemigos, y La Muralla de las Querellas. En lo alto de la montaña,
hacia el naciente, las ruinas sombrías entre ráfagas de helada
llovizna. Y también, La Torre de las Ratas, donde el obispo Hatto II,
después de haber mandado quemar a los campesinos hambrientos, fue
encerrado vivo en su torre, para ser devorado por esos horrendos
bichos. Hasta que divisamos la aciaga garganta de Loreley, y miramos
hacia arriba, hacia lo alto del promontorio que cae a pique sobre
las aguas del río, como si aún quisiéramos entrever la silueta de la
hechicera que llevaba a la muerte con su canto.
Entonces, resucitando desde nuestra juventud, acudieron a mi memoria
fragmentos de uno de aquellos lieder que mi alocada profesora de
alemán trataba de grabarme con la música de Schumann, de Brahms, de
Schubert. No los sé en el poco alemán que aprendí cuando tendría
unos dieciocho años, pero sí recuerdo unos pocos versos que decían,
más o menos
Warum diese dunkien ahungen,
mein herz?
¿Por qué estos negros presagios,
oh, corazón?
Ruinas
majestuosas aparecían ante los turistas, con sus cámaras y
salchichas; como un heraldo que, después de penosas vicisitudes, con
su vestimenta sucia y desgarrada tratara de transmitirnos un bello y
patético mensaje, en medio de empujones, gritos y vulgaridades. Y
lográndolo, a pesar de todo, merced al misterioso poder de la
poesía.
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Hacia los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas
y comunistas, porque nunca soporté la injusticia social, y porque
algunos estudiantes eran hijos de obreros, de inmigrantes
socialistas, con quienes nos debatíamos durante la noche en
interminables discusiones, a veces violentas y en ocasiones
fraternales, que solían durar hasta altas horas de la madrugada.
Una de esas reuniones se hizo en la casa de Hilda Schiller, hija del
geólogo alemán Walter Schiller. Ella había formado un grupo de
chicas que llamó Atalanta, a las que aleccionaba desde el deporte
hasta la historia y la literatura. Allí, una jovencita me escuchó
con sus grandes ojos fijos, como si yo —pobre de mí— fuese una
especie de divinidad. Aquella muchacha era Matilde.
De ese tiempo, recuerdo las manifestaciones del Primero de Mayo, una
conjunción de protesta y a la vez de profunda tristeza por los
mártires de Chicago. Eterno funeral por modestos héroes, obreros que
lucharon por ocho horas de trabajo y que luego fueron condenados a
muerte: Albert Parsons, Adolf Fischer, George Engel, August Spies y
Louis Lingg, el de veintitrés años que se mató haciendo estallar un
tubito de fulminato de mercurio en la boca. Los cuatro restantes
fueron ahorcados. Posteriormente, la investigación probó que eran
inocentes de la bomba arrojada contra la policía. Estos obreros
declararon estar orgullosos de su lucha por la justicia social y
denunciaron a los jueces y al sistema del cual ellos eran típicos
representantes. Hasta el último momento no renegaron de sus
convicciones. Muchos años después, el gobernador reconoció la
inocencia de estos hombres, y se levantó un monumento, la Tumba de
los Mártires.
También se organizaban entonces marchas por el general Sandino y por
los nobles y valientes Sacco y Vanzetti. Las manifestaciones
congregaban a unos cien mil obreros y estudiantes, unos bajo la
bandera roja de los socialistas, y los anarquistas bajo la bandera
rojinegra. En todo el mundo se hicieron protestas en solidaridad por
aquellos dos mártires del movimiento, condenados a muerte por un
crimen que no cometieron. Al igual que con los obreros de Chicago,
los tribunales norteamericanos debieron reconocer su inocencia.
Hasta el momento mismo en que fueron salvajemente atados a la silla,
declararon su inocencia. Murieron con coraje y dignidad. En una gran
película que luego de un tiempo hicieron los norteamericanos con la
intención de mostrar la verdad, aparece esta conmovedora carta que
Vanzetti le escribió a su hijo
Querido hijo mío, he soñado con ustedes día y noche. No sabía si aún
seguía vivo o estaba muerto. Hubiera querido abrazarlos a ti y a tu
madre. Perdóname, hijo mío, por esta muerte injusta que tan pronto
te deja sin padre. Hoy podrán asesinarnos, pero no podrán destruir
nuestras ideas. Ellas quedarán para generaciones futuras, para los
jóvenes como tú. Recuerda, hijo mío, la felicidad que sientes cuando
juegas, no la acapares toda para ti. Trata de comprender con
humildad al prójimo, ayuda a los débiles, consuela a quienes lloran.
Ayuda a los perseguidos, a los oprimidos. Ellos serán tus mejores
amigos. Adiós esposa mía. Hijo mío. Camaradas.
Bartolomé Vanzetti
Las
discusiones y peleas entre anarquistas y marxistas eran frecuentes,
pero así y todo, tuve compañeros de ambos lados con quienes hasta
hoy —¡los que sobrevivimos!— tenemos largas conversaciones
recordando aquellos años heroicos.
Con cuánta emoción me viene a la memoria aquel tiempo en que
inventaba —o descubría en el fondo de mi alma— a ese analfabeto
Carlucho, uno de esos anarquistas infinitamente bondadosos que iban
de pueblo en pueblo caminando, hasta llegar a alguna estancia donde
se acostumbraba tener un catre para esos seres que predicaban en la
noche, alrededor del fogón, lo hermoso que era el anarquismo. Y
Carlucho, ese hombretón, que por causa de las torturas había perdido
su fuerza, tuvo finalmente un kiosco donde le explicaba con torpes
palabras a un chiquilín llamado Nacho, proveniente de una familia
aristocrática, por qué era hermoso el anarquismo. Le contaba cómo
los hombres encerraban a grandes e inocentes hipopótamos para servir
de diversión a los chicos, lejos de sus praderas africanas, de sus
bellísimos amaneceres y de su remota libertad.
La Revolución Rusa tenía aún el resplandor romántico de aquel
Octubre, y los compañeros comunistas terminaron por convencerme,
decían que los anarquistas eran utópicos y que jamás lograrían tomar
el poder como lo habían hecho ellos en el imperio zarista. Como aún
no habían empezado el stalinismo y sus crímenes, sentí, con
romántico fanatismo, que la revolución del proletariado acabaría
trayéndoles a los hombres el orbe puro que había vislumbrado en las
matemáticas.
Me alejé de los claustros universitarios y me afilié a la Juventud
Comunista; y junto a ellos, recorrí los grandes frigoríficos Armour
y Swift, ubicados en Berisso, un pueblo suburbano de La Plata, donde
los obreros vivían en la miseria más aterradora, amontonados en
casuchas de zinc, entre verdes y malolientes pantanos, arriesgándolo
todo en su lucha por un aumento de veinte centavos la hora. Aún hoy
recuerdo esa confraternidad entre obreros y estudiantes, y con
profunda emoción la reivindico.
En 1930 se produjo el primer golpe militar, terrible y sanguinario,
y que fue la consecuencia del peligro que significaban para los
militares y los capitalistas, los movimientos sociales. La dictadura
de Uriburu sería la precursora de los siguientes golpes de Estado
que sufrió nuestro país.
Aquel primer golpe fue decisivo en mi vida pues tuve que ingresar en
la clandestinidad, primero por mi condición de militante —siempre
desprecié a los revolucionarios de salón— y luego, porque llegué a
ser secretario de la Juventud Comunista, y era muy buscado por los
represores. A causa de las persecuciones debí escaparme de La Plata,
interrumpí los estudios y abandoné a mi familia para instalarme en
Avellaneda, el centro obrero más importante. Por la suerte que
siempre me ha acompañado, no caí en manos de la siniestra Sección
Especial contra el Comunismo, famosa por sus torturas, y que andaba
detrás de mí. Debí cambiar de pensión y de nombre cada cierto
tiempo; y en una oportunidad me salvé saltando por una ventana.
Entonces llevaba el nombre de Ferri, quizá —ahora lo pienso—
derivado inconscientemente del apellido Ferrari, de mi madre. La
militancia era muy peligrosa y no se limitaba al trabajo, existía
también una formación teórica obligatoria, en la que se estudiaba no
sólo a Marx sino también a otros escritores.
A los obreros se les hablaba de libertad pero eran encarcelados por
participar en las huelgas; se les hablaba de justicia pero eran
reprimidos y bárbaramente torturados; el hábeas corpus y otros
recursos constitucionales se burlaban cínicamente en la práctica de
todos los días. Hasta que las amenazas y peligros de muerte que
padecíamos cayeron sobre dos grandes dirigentes anarquistas:
Severino Di Giovanni y Scarfó. A Di Giovanni lo conocí en el Centro
Cultural Ateneo, y, a pesar de su aspecto de maestro de escuela, con
su pistola y su banda, llegó a ser una figura de leyenda. Ellos
cayeron presos y, frente al pelotón de Fusilamiento, murieron
gritando: “¡Viva la anarquía!”; grito que, después de sesenta y
tantos años, aún me sigue conmoviendo.
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Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde,
traída por un buen amigo, llegó Matilde de diecinueve años, huyendo
de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una
piezucha de Buenos Aires, con esta especie de delincuente que era
yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general
Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía,
claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad
horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando
compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de
suerte, en que la generosa Doña Esperanza, encargada de la pensión,
nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución, se desencadenó una grave
crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que
tanto había arriesgado.
Los miembros del Partido que, por supuesto, vigilaban cualquier
“desviación”, advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En
conversaciones con camaradas íntimos yo sostuve que la dialéctica
era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la
naturaleza, de modo que el “materialismo dialéctico” era toda una
contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad
del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando
en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un
delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en
qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto
sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro
teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema
entre grandes filósofos como Sartre y otros, en el que se sostuvo
precisamente lo mismo.
Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el
marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e
inapelable. El Partido —palabra que siempre se escribía con
mayúscula— resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas
de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un
hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos
de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese
disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en
los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión
Soviética por dos años —y quizá para siempre— quedando ella oculta
en casa de mi madre.
Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y
la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por
el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de
Montevideo, yo atravesé de noche el Delta del Río de la Plata, en
una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con
documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta
Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la
Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania donde
el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los
llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con
el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de
la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me
hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometía esa clase
de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de
la Gestapo, y fue muerto tras salvajes torturas.
En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir, surgió una
discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre
aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi
compañero que me dolía el estómago, y que iría en cuanto me aliviara
el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no
volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían
comenzado los “procesos” del siniestro imperio stalinista y apenas
tuve esa conversación con Pierre, comprendí que si iba a Moscú no
volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a
través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en
forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino
abajo.
Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de
Stalin, en Buenos Aires, un amigo ex simpatizante del Partido, me
había dado la dirección de un trotskista argentino director de un
semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en
tiempos de la Guerra Civil Española. Él me puso en contacto con un
portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció
dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como
no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de
las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L’Humanité. Durante el
día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver
hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde,
entré en la librería Gibert, del boulevard Saint-Michel y robé un
libro de análisis matemático de Emil Borel y escapé con él escondido
en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno,
leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que
vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias
y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento,
de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi
espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda
vez.
De regreso en el país, espiritualmente destrozado me encerré en el
Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi
doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los
insultos y los agravios por mi “traición” al comunismo, cuando en
rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre
monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho
verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al
propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios
de la primera hora, asesinado en México por los hachazos stalinistas.
En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en
Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales,
miles de muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en
Rusia pareció anunciar la libertad del hombre. No lo hicimos luego
de haber estudiado minuciosamente El capital, ni por habernos
convencido de la validez del materialismo dialéctico, o por haber
comprendido lo que era la plusvalía sino, simple pero poderosamente,
porque en aquella revolución encontrábamos al fin un vasto y
romántico movimiento de liberación. La palabra justicia prometía
llegar a tener un lugar que en la historia nunca se le había dado.
La lucha por los desheredados, y la portentosa frase: “Un fantasma
recorre el mundo”, nos colocaron bajo el justo reclamo de su
bandera.
En la época del famoso “Boom”, más allá de sus valores literarios,
muchos escritores me acusaron de traidor al comunismo, pretendiendo
ignorar que yo había vivido aquella entrega, pero también, la
desilusión de ver cómo el stalinismo había corrompido los principios
que el movimiento pretendía enaltecer. Y algunos de estos comunistas
de salón, a los que los franceses llaman la gauche caviar,
alejándose del peligro, se manifestaron detrás de sus escritorios en
cómodas oficinas de Europa, en innoble, cobarde retaguardia. Y
otros, habiendo estado de paseo por el comunismo, se han convertido
finalmente en empresarios de la literatura.
Sin embargo, se mantuvieron callados ante las atrocidades cometidas
por el régimen soviético, torturas y asesinatos que, como suele
suceder, se perpetraron en nombre de grandes palabras en favor de la
humanidad. Camus tenía razón al decir que “siempre hay una filosofía
para la falta de valor”. Ellos guardaron silencio cuando pudieron y
debieron decir cosas sin temor a disentir, lo que es legítimo en
reuniones pero indefendible en hechos que hacen al honor y a los
valores por los que muchos, de manera horrenda y despiadada,
perdieron su vida. No hay dictaduras malas y dictaduras buenas,
todas son igualmente abominables, como tampoco hay torturas atroces
y torturas beneficiosas. Y la lucha contra el capitalismo no debería
haberles impedido el repudio de los actos que atentaban contra la
dignidad de la criatura humana, cualquiera haya sido el nombre de la
ideología que pretendía justificarlos.
¡Qué diferente habría sido la situación si el “socialismo utópico”
no hubiera sido destruido por el “socialismo científico” de Marx!
Equivocadamente se cree que los anarquistas son espíritus
destructivos, hombres con piloto que en su portafolio trasladan una
bomba. Desde luego, al igual que en toda empresa que lleva la
impronta del ser humano, en aquel movimiento se infiltraban
delincuentes y pistoleros —alguno de los cuales conocí en los años
treinta—, pero eso no debe hacernos olvidar a esos seres nobles, que
ansiaban un mundo mejor, donde el hombre no se convirtiera en ese
lobo despiadado que vaticinó Hobbes.
Otra falacia frecuente es considerar que estos espíritus rebeldes
eran resentidos sociales, ya que han sido anarquistas desde el
príncipe Bakunin al conde Tolstoi, pasando por el poeta Shelley, el
conde de Saint-Simon, Proudhon, en cierto sentido Nietzsche, el
poeta Whitman, Thoreau, Oscar Wilde, Dickens, y en nuestro tiempo
sir Herbert Read, el arquitecto Lloyd Wrigth, el poeta T. S. Eliott,
Lewis Munford, Denis de Rougemont, Albert Camus, Ibsen, Schweitzer,
en buena medida Bernard Shaw, el conde Bertrand Russel, y años
atrás, el Campanella de La cittá del solé y el Thomas Moro de
Utopía. Al igual que todos aquellos vinculados a grandes pensadores
religiosos, como Emmanuel Monuier —cuyo “personalismo” tiene mucho
que ver con la concepción anarquista—, y judíos como Martin Buber.
Quizá, por mi formación anarquista, he sido siempre una especie de
francotirador solitario, perteneciendo a esa clase de escritores
que, como señaló Camus: “Uno no puede ponerse del lado de quienes
hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”. El
escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje
para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que,
enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la
persona humana. Debe prepararse para asumir lo que la etimología de
la palabra testigo le advierte: para el martirologio. Es arduo el
camino que le espera: los poderosos lo calificarán de comunista por
reclamar justicia para los desvalidos y los hambrientos; los
comunistas lo tildarán de reaccionario por exigir libertad y respeto
por la persona. En esta tremenda dualidad vivirá desgarrado y
lastimado, pero deberá sostenerse con uñas y dientes.
De no ser así, la historia de los tiempos venideros tendrá toda la
razón de acusarlo por haber traicionado lo más preciado de la
condición humana.
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Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos,
excepto en estos últimos años, quizá porque mi inconsciencia se fue
limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme
de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más
sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas
visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas
aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz
tenue ilumina.
He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con
misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero
transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes,
pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una
poderosa euforia.
Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura
en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien
me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo
cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu
regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo
abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y
carnal al cual pertenece el hombre concreto.
Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el
profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que
anualmente otorgaba la Asociación para el Progreso de las Ciencias,
enviándome a trabajar en el Laboratorio Curie.
Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión
acompañado por Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes
vivía en un cuartucho ubicado en la rué du Sommerard.
El período del Laboratorio coincidió con esa mitad de camino de la
vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el
sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por la
mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en
los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dôme y en el Deux
Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura,
pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”.
Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo
que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio
pero muy barato, donde acostumbraba a almorzar con Matilde. De
pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se
sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose
a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo,
señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel
excepcional pintor: Wifredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo
surrealista de Bretón: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri,
Matta, Francés, Tristan Tzara.
Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de
presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con
rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y
se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato.
Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta,
con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos
cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas
madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando,
aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del
mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a
agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se
debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson.
Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia
que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia.
Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban
sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares,
derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis
que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido
siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y
las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo
dionisiaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se
encontraba ahora azorado entre la forma más extrema del
racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta
forma de la irracionalidad.
Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que
habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya
ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones
demenciales como el Informe sobre ciegos, y, finalmente esos cuadros
terribles que me surgen del inconsciente. En la mayor parte de los
casos, sobre todo en este período de mi existencia, me es imposible
explicar a los que me interrogan qué quise decir, o qué representan.
Es lo mismo que uno se pregunta cuando ha despertado de un sueño,
sobre todo de una pesadilla; tanta es su ilogicidad, sus
contradicciones. Pero de un sueño se puede decir cualquier cosa
menos que sea una mentira.
Es lo que todos los hombres hacen con su doble existencia: la diurna
y la nocturna. Un pobre oficinista sueña de noche con asesinar a
puñaladas al jefe, y durante el día lo saluda respetuosamente. El
ser humano es esencialmente contradictorio, y hasta el propio
Descartes, piedra angular del racionalismo, creó los principios de
su teoría a partir de tres sueños que tuvo. ¡Lindo comienzo para un
defensor de la razón!
Algo parecido es el caso del desdichado Isidore Ducasse, uno de los
patronos del surrealismo, que en uno de sus primeros Cantos, ya
convertido, quién sabe por qué irónico impulso, en el Comte de
Lautréamont, hace el elogio de las matemáticas a las que se acercó
con indiferencia o quizá con desprecio:
Oh, matemática severa, yo no te olvidé, desde que tus sabias
lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como
una onda refrescante; yo aspiraba instintivamente, desde la cuna, a
beber de tu fuente, más antigua que el sol, y aún continúo
recordando cómo osé pisar el atrio sagrado de tu solemne templo, yo,
el más fiel de tus iniciados.
Son muchos los que en medio del tumulto interior buscaron el
resplandor de un paraíso secreto. Lo mismo hicieron románticos como
Novalis, endemoniados como el ingeniero Dostoievski y tantos otros
que estaban destinados finalmente al arte. A mí, como a ellos, la
literatura me permitió expresar horribles y contradictorias
manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo
pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales. Visiones
que luego expresé en novelas que me representan en sus parcialidades
o extremos, a menudo deshonrosas y hasta detestables, pero que
también me traicionan, yendo más lejos de lo que mi conciencia me
reprocha. Y ahora, desde que mi vista deteriorada me ha impedido
leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra
pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece, que el destino
siempre nos conduce a lo que teníamos que ser.
En medio de la espantosa inestabilidad de esa época conocí a un
personaje extraño, el gran pintor español, en realidad canario,
Oscar Domínguez. En los frecuentes encuentros en su taller, me
insistía para que abandonase las “pavadas” del Laboratorio y me
dedicase por completo a la pintura. Pasábamos largas horas
literalmente delirando, entre el olor a la trementina y la botella
de cognac o de vino que no cesaba de correr por nuestras manos. La
instigación al suicidio, por momentos aterradora, era una presencia
constante luego de acabar cada botella. Sugerencia que me reiteró un
domingo lluvioso, a la vuelta del Marché aux Puces. Yo que le
respondí: “No Oscar, tengo otros proyectos”.
Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en
medio de la estrechez del mundo cientificista. Su desenfreno era
capaz de promover las ocurrencias más disparatadas. En un tiempo, se
había dedicado a la investigación, dentro del dominio de la
escultura, para obtener superficies “litocrónicas”. Como yo venía de
la física, inventé esa palabra que significa “petrificación del
tiempo”, broma que se me ocurrió basándome en la conocida
yuxtaposición, hecha por Oscar, de la Venus de Milo con un violín.
Le sugerí entonces la posibilidad de forrar la escultura con una
fina y elástica tela para luego desplazar el violín en diferentes
formas, y lograr así lo que él denominó en su jerga “anquietanz”.
El texto completo salió publicado en Minotaure, y quedó para mí como
testimonio de un tiempo de crisis. Sin embargo, Bretón lo elogió con
su acostumbrada solemnidad, sin advertir que era una mezcla de
disparate y humor negro; lo que prueba, por otro lado, la ingenuidad
de ese gran poeta que, en una delirante mezcla de materialismo
dialéctico y Lautréamont, pretendía disimular su falta de rigor
filosófico.
En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la
cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era
algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar
prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por
esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de
su amigo, un muchachote más bien bajo y menudo, que me mostró sus
cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la
cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del
conocimiento de matemáticas superiores para comprender el
fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo
de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de
mi exposición en el Foye del Centre Pompidou, reencontré con
profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es
Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado
ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y
recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos
acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa
exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la
generosidad de participar en un homenaje que se me hizo.
Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de
lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la
Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad
burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los
surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de
concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no
supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu
destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo
demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al
provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún
efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La
encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me
deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado
lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas
montañas de medialunas y brioches que se veían en los mostradores de
cualquier café de barrio. Pero, sobre todo, la mayor tristeza fue
ver a Bretón, que no se resignaba a dejar en paz el cadáver de su
movimiento.
Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos
indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en
medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida.
Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser
auténtico.
Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores
que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos
los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo
en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento
Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise.
Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la
última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres.
Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre
manchó la tela colocada sobre su caballete. |