FABRICANDO
EL
CONSENSO
El
control
de
los
medios
masivos
de
comunicación
Introducción
El
papel
de
los
medios
de
comunicación
en
la
política
contemporánea
nos
obliga
a
preguntar
por
el
tipo
de
mundo
y de
sociedad
en
los
que
queremos
vivir,
y
qué
modelo
de
democracia
queremos
para
esta
sociedad.
Permítaseme
empezar
contraponiendo
dos
conceptos
distintos
de
democracia.
Uno
es
el
que
nos
lleva
a
afirmar
que
en
una
sociedad
democrática,
por
un
lado,
la
gente
tiene
a su
alcance
los
recursos
para
participar
de
manera
significativa
en
la
gestión
de
sus
asuntos
particulares,
y,
por
otro,
los
medios
de
información
son
libres
e
imparciales.
Si
se
busca
la
palabra
democracia
en
el
diccionario
se
encuentra
una
definición
bastante
parecida
a lo
que
acabo
de
formular.
Una
idea
alternativa
de
democracia
es
la
de
que
no
debe
permitirse
que
la
gente
se
haga
cargo
de
sus
propios
asuntos,
a la
vez
que
los
medios
de
información
deben
estar
fuerte
y
rígidamente
controlados.
Quizás
esto
suene
como
una
concepción
anticuada
de
democracia,
pero
es
importante
entender
que,
en
todo
caso,
es
la
idea
predominante.
De
hecho
lo
ha
sido
durante
mucho
tiempo,
no
sólo
en
la
práctica
sino
incluso
en
el
plano
teórico.
No
olvidemos
además
que
tenemos
una
larga
historia,
que
se
remonta
a
las
revoluciones
democráticas
modernas
de
la
Inglaterra
del
siglo
XVII,
que
en
su
mayor
parte
expresa
este
punto
de
vista.
En
cualquier
caso
voy
a
ceñirme
simplemente
al
período
moderno
y
acerca
de
la
forma
en
que
se
desarrolla
la
noción
de
democracia,
y
sobre
el
modo
y el
cómo
es
que
el
problema
de
los
medios
de
comunicación
y la
desinformación
se
ubican
en
este
contexto.
Primeros
apuntes
históricos
de
la
propaganda
Empecemos
con
la
primera
operación
moderna
de
propaganda
llevada
a
cabo
por
un
gobierno.
Ocurrió
bajo
el
mandato
de
Woodrow
Wilson.
Este
fue
elegido
presidente
en
1916
como
líder
de
la
plataforma
electoral
Paz
sin
victoria,
cuando
se
cruzaba
el
ecuador
de
la
Primera
Guerra
Mundial.
La
población
era
muy
pacifista
y no
veía
ninguna
razón
para
involucrarse
en
una
guerra
europea;
sin
embargo,
la
administración
Wilson
había
decidido
que
el
país
tomaría
parte
en
el
conflicto.
Había
por
tanto
que
hacer
algo
para
inducir
en
la
sociedad
la
idea
de
la
obligación
de
participar
en
la
guerra.
Y se
creó
una
comisión
de
propaganda
gubernamental,
conocida
con
el
nombre
de
Comisión
Creel,
que,
en
seis
meses,
logró
convertir
una
población
pacífica
en
otra
histérica
y
belicista
que
quería
ir a
la
guerra
y
destruir
todo
lo
que
oliera
a
alemán,
despedazar
a
todos
los
alemanes,
y
salvar
así
al
mundo.
Se
alcanzó
un
éxito
extraordinario
que
conduciría
a
otro
mayor
todavía:
precisamente
en
aquella
época
y
después
de
la
guerra
se
utilizaron
las
mismas
técnicas
para
avivar
lo
que
se
conocía
como
Miedo
rojo.
Ello
permitió
la
destrucción
de
sindicatos
y la
eliminación
de
problemas
tan
peligrosos
como
la
libertad
de
prensa
o de
pensamiento
político.
El
poder
financiero
y
empresarial
y
los
medios
de
comunicación
fomentaron
y
prestaron
un
gran
apoyo
a
esta
operación,
de
la
que,
a su
vez,
obtuvieron
todo
tipo
de
provechos.
Entre
los
que
participaron
activa
y
entusiásticamente
en
la
guerra
de
Wilson
estaban
los
intelectuales
progresistas,
gente
del
círculo
de
John
Dewey.
Estos
se
mostraban
muy
orgullosos,
como
se
deduce
al
leer
sus
escritos
de
la
época,
por
haber
demostrado
que
lo
que
ellos
llamaban
los
miembros
más
inteligentes
de
la
comunidad,
es
decir,
ellos
mismos,
eran
capaces
de
convencer
a
una
población
reticente
de
que
había
que
ir a
una
guerra
mediante
el
sistema
de
aterrorizarla
y
suscitar
en
ella
un
fanatismo
patriotero.
Los
medios
utilizados
fueron
muy
amplios.
Por
ejemplo,
se
fabricaron
montones
de
atrocidades
supuestamente
cometidas
por
los
alemanes,
en
las
que
se
incluían
niños
belgas
con
los
miembros
arrancados
y
todo
tipo
de
cosas
horribles
que
todavía
se
pueden
leer
en
los
libros
de
historia,
buena
parte
de
lo
cual
fue
inventado
por
el
Ministerio
británico
de
propaganda,
cuyo
auténtico
propósito
en
aquel
momento
—tal
como
queda
reflejado
en
sus
deliberaciones
secretas—
era
el
de
dirigir
el
pensamiento
de
la
mayor
parte
del
mundo.
Pero
la
cuestión
clave
era
la
de
controlar
el
pensamiento
de
los
miembros
más
inteligentes
de
la
sociedad
americana,
quienes,
a su
vez,
diseminarían
la
propaganda
que
estaba
siendo
elaborada
y
llevarían
al
pacífico
país
a la
histeria
propia
de
los
tiempos
de
guerra.
Y
funcionó
muy
bien,
al
tiempo
que
nos
enseñaba
algo
importante:
cuando
la
propaganda
que
dimana
del
Estado
recibe
el
apoyo
de
las
clases
de
un
nivel
cultural
elevado
y no
se
permite
ninguna
desviación
en
su
contenido,
el
efecto
puede
ser
enorme.
Fue
una
lección
que
ya
había
aprendido
Hitler
y
muchos
otros,
y
cuya
influencia
ha
llegado
a
nuestros
días.
La
democracia
del
espectador
Otro
grupo
que
quedó
directamente
marcado
por
estos
éxitos
fue
el
formado
por
teóricos
liberales
y
figuras
destacadas
de
los
medios
de
comunicación,
como
Walter
Lippmann,
que
era
el
decano
de
los
periodistas
americanos,
un
importante
analista
político
—tanto
de
asuntos
domésticos
como
internacionales—
así
como
un
extraordinario
teórico
de
la
democracia
liberal.
Si
se
echa
un
vistazo
a
sus
ensayos,
se
observará
que
están
subtitulados
con
algo
así
como
Una
teoría
progresista
sobre
el
pensamiento
democrático
liberal.
Lippmann
estuvo
vinculado
a
estas
comisiones
de
propaganda
y
admitió
los
logros
alcanzados,
al
tiempo
que
sostenía
que
lo
que
él
llamaba
revolución
en
el
arte
de
la
democracia
podía
utilizarse
para
fabricar
consenso,
es
decir,
para
producir
en
la
población,
mediante
las
nuevas
técnicas
de
propaganda,
la
aceptación
de
algo
inicialmente
no
deseado.
También
pensaba
que
ello
era
no
solo
una
buena
idea
sino
también
necesaria,
debido
a
que,
tal
como
él
mismo
afirmó,
los
intereses
comunes
esquivan
totalmente
a la
opinión
pública
y
solo
una
clase
especializada
de
hombres
responsables
lo
bastante
inteligentes
puede
comprenderlos
y
resolver
los
problemas
que
de
ellos
se
derivan.
Esta
teoría
sostiene
que
solo
una
élite
reducida
—la
comunidad
intelectual
de
la
que
hablaban
los
seguidores
de
Dewey—
puede
entender
cuáles
son
aquellos
intereses
comunes,
qué
es
lo
que
nos
conviene
a
todos,
así
como
el
hecho
de
que
estas
cosas
escapan
a la
gente
en
general.
En
realidad,
este
enfoque
se
remonta
a
cientos
de
años
atrás,
es
también
un
planteamiento
típicamente
leninista,
de
modo
que
existe
una
gran
semejanza
con
la
idea
de
que
una
vanguardia
de
intelectuales
revolucionarios
toma
el
poder
mediante
revoluciones
populares
que
les
proporcionan
la
fuerza
necesaria
para
ello,
para
conducir
después
a
las
masas
estúpidas
a un
futuro
en
el
que
estas
son
demasiado
ineptas
e
incompetentes
para
imaginar
y
prever
nada
por
sí
mismas.
Es
así
que
la
teoría
democrática
liberal
y el
marxismo-leninismo
se
encuentran
muy
cerca
en
sus
supuestos
ideológicos.
En
mi
opinión,
esta
es
una
de
las
razones
por
las
que
los
individuos,
a lo
largo
del
tiempo,
han
observado
que
era
realmente
fácil
pasar
de
una
posición
a
otra
sin
experimentar
ninguna
sensación
específica
de
cambio.
Solo
es
cuestión
de
ver
dónde
está
el
poder.
Es
posible
que
haya
una
revolución
popular
que
nos
lleve
a
todos
a
asumir
el
poder
del
Estado;
o
quizás
no
la
haya,
en
cuyo
caso
simplemente
apoyaremos
a
los
que
detentan
el
poder
real:
la
comunidad
de
las
finanzas.
Pero
estaremos
haciendo
lo
mismo:
conducir
a
las
masas
estúpidas
hacia
un
mundo
en
el
que
van
a
ser
incapaces
de
comprender
nada
por
sí
mismas.
Lippmann
respaldó
todo
esto
con
una
teoría
bastante
elaborada
sobre
la
democracia
progresiva,
según
la
cual
en
una
democracia
con
un
funcionamiento
adecuado
hay
distintas
clases
de
ciudadanos.
En
primer
lugar,
los
ciudadanos
que
asumen
algún
papel
activo
en
cuestiones
generales
relativas
al
gobierno
y la
administración.
Es
la
clase
especializada,
formada
por
personas
que
analizan,
toman
decisiones,
ejecutan,
controlan
y
dirigen
los
procesos
que
se
dan
en
los
sistemas
ideológicos,
económicos
y
políticos,
y
que
constituyen,
asimismo,
un
porcentaje
pequeño
de
la
población
total.
Por
supuesto,
todo
aquel
que
ponga
en
circulación
las
ideas
citadas
es
parte
de
este
grupo
selecto,
en
el
cual
se
habla
primordialmente
acerca
de
qué
hacer
con
aquellos
otros,
quienes,
fuera
del
grupo
pequeño
y
siendo
la
mayoría
de
la
población,
constituyen
lo
que
Lippmann
llamaba
el
rebaño
desconcertado:
hemos
de
protegemos
de
este
rebaño
desconcertado
cuando
brama
y
pisotea.
Así
pues,
en
una
democracia
se
dan
dos
funciones:
por
un
lado,
la
clase
especializada,
los
hombres
responsables,
ejercen
la
función
ejecutiva,
lo
que
significa
que
piensan,
entienden
y
planifican
los
intereses
comunes;
por
otro,
el
rebaño
desconcertado
también
con
una
función
en
la
democracia,
que,
según
Lippmann,
consiste
en
ser
espectadores
en
vez
de
miembros
participantes
de
forma
activa.
Pero,
dado
que
estamos
hablando
de
una
democracia,
estos
últimos
llevan
a
término
algo
más
que
una
función:
de
vez
en
cuando
gozan
del
favor
de
liberarse
de
ciertas
cargas
en
la
persona
de
algún
miembro
de
la
clase
especializada;
en
otras
palabras,
se
les
permite
decir
queremos
que
seas
nuestro
líder,
o,
mejor,
queremos
que
tú
seas
nuestro
líder,
y
todo
ello
porque
estamos
en
una
democracia
y no
en
un
estado
totalitario.
Pero
una
vez
que
se
han
liberado
de
su
carga
y
traspasado
ésta
a
algún
miembro
de
la
clase
especializada,
se
espera
de
ellos
que
se
apoltronen
y se
conviertan
en
espectadores
de
la
acción,
no
en
participantes.
Esto
es
lo
que
ocurre
en
una
democracia
que
funciona
como
Dios
manda.
Y la
verdad
es
que
hay
una
lógica
detrás
de
todo
eso.
Hay
incluso
un
principio
moral
del
todo
convincente:
la
gente
es
simplemente
demasiado
estúpida
para
comprender
las
cosas.
Si
los
individuos
trataran
de
participar
en
la
gestión
de
los
asuntos
que
les
afectan
o
interesan,
lo
único
que
harían
sería
solo
provocar
líos,
por
lo
que
resultaría
impropio
e
inmoral
permitir
que
lo
hicieran.
Hay
que
domesticar
al
rebaño
desconcertado,
y no
dejarle
que
brame
y
pisotee
y
destruya
las
cosas,
lo
cual
viene
a
encerrar
la
misma
lógica
que
dice
que
sería
incorrecto
dejar
que
un
niño
de
tres
años
cruzara
solo
la
calle.
No
damos
a
los
niños
de
tres
años
este
tipo
de
libertad
porque
partimos
de
la
base
de
que
no
saben
cómo
utilizarla.
Por
lo
mismo,
no
se
da
ninguna
facilidad
para
que
los
individuos
del
rebaño
desconcertado
participen
en
la
acción;
solo
causarían
problemas.
Por
ello,
necesitamos
algo
que
sirva
para
domesticar
al
rebaño
perplejo;
algo
que
viene
a
ser
la
nueva
revolución
en
el
arte
de
la
democracia:
la
fabricación
del
consenso.
Los
medios
de
comunicación,
las
escuelas
y la
cultura
popular
tienen
que
estar
divididos.
La
clase
política
y
los
responsables
de
tomar
decisiones
tienen
que
brindar
algún
sentido
tolerable
de
realidad,
aunque
también
tengan
que
inculcar
las
opiniones
adecuadas.
Aquí
la
premisa
no
declarada
de
forma
explícita
—e
incluso
los
hombres
responsables
tienen
que
darse
cuenta
de
esto
ellos
solos—
tiene
que
ver
con
la
cuestión
de
cómo
se
llega
a
obtener
la
autoridad
para
tomar
decisiones.
Por
supuesto,
la
forma
de
obtenerla
es
sirviendo
a la
gente
que
tiene
el
poder
real,
que
no
es
otra
que
los
dueños
de
la
sociedad,
es
decir,
un
grupo
bastante
reducido.
Si
los
miembros
de
la
clase
especializada
pueden
venir
y
decir
Puedo
ser
útil
a
sus
intereses,
entonces
pasan
a
formar
parte
del
grupo
ejecutivo.
Y
hay
que
quedarse
callado
y
portarse
bien,
lo
que
significa
que
han
de
hacer
lo
posible
para
que
penetren
en
ellos
las
creencias
y
doctrinas
que
servirán
a
los
intereses
de
los
dueños
de
la
sociedad,
de
modo
que,
a
menos
que
puedan
ejercer
con
maestría
esta
autoformación,
no
formarán
parte
de
la
clase
especializada.
Así,
tenemos
un
sistema
educacional,
de
carácter
privado,
dirigido
a
los
hombres
responsables,
a la
clase
especializada,
que
han
de
ser
adoctrinados
en
profundidad
acerca
de
los
valores
e
intereses
del
poder
real,
y
del
nexo
corporativo
que
este
mantiene
con
el
Estado
y lo
que
ello
representa.
Si
pueden
conseguirlo,
podrán
pasar
a
formar
parte
de
la
clase
especializada.
Al
resto
del
rebaño
desconcertado
básicamente
habrá
que
distraerlo
y
hacer
que
dirija
su
atención
a
cualquier
otra
cosa.
Que
nadie
se
meta
en
líos.
Habrá
que
asegurarse
que
permanecen
todos
en
su
función
de
espectadores
de
la
acción,
liberando
su
carga
de
vez
en
cuando
en
algún
que
otro
líder
de
entre
los
que
tienen
a su
disposición
para
elegir.
Muchos
otros
han
desarrollado
este
punto
de
vista,
que,
de
hecho,
es
bastante
convencional.
Por
ejemplo,
él
destacado
teólogo
y
crítico
de
política
internacional
Reinold
Niebuhr,
conocido
a
veces
como
el
teólogo
del
sistema,
gurú
de
George
Kennan
y de
los
intelectuales
de
Kennedy,
afirmaba
que
la
racionalidad
es
una
técnica,
una
habilidad,
al
alcance
de
muy
pocos:
solo
algunos
la
poseen,
mientras
que
la
mayoría
de
la
gente
se
guía
por
las
emociones
y
los
impulsos.
Aquellos
que
poseen
la
capacidad
lógica
tienen
que
crear
ilusiones
necesarias
y
simplificaciones
acentuadas
desde
el
punto
de
vista
emocional,
con
el
objeto
de
que
los
bobalicones
ingenuos
vayan
más
o
menos
tirando.
Este
principio
se
ha
convertido
en
un
elemento
sustancial
de
la
ciencia
política
contemporánea.
En
la
década
de
los
años
veinte
y
principios
de
la
de
los
treinta,
Harold
Lasswell,
fundador
del
moderno
sector
de
las
comunicaciones
y
uno
de
los
analistas
políticos
americanos
más
destacados,
explicaba
que
no
deberíamos
sucumbir
a
ciertos
dogmatismos
democráticos
que
dicen
que
los
hombres
son
los
mejores
jueces
de
sus
intereses
particulares.
Porque
no
lo
son.
Somos
nosotros,
decía,
los
mejores
jueces
de
los
intereses
y
asuntos
públicos,
por
lo
que,
precisamente
a
partir
de
la
moralidad
más
común,
somos
nosotros
los
que
tenemos
que
asegurarnos
de
que
ellos
no
van
a
gozar
de
la
oportunidad
de
actuar
basándose
en
sus
juicios
erróneos.
En
lo
que
hoy
conocemos
como
estado
totalitario,
o
estado
militar,
lo
anterior
resulta
fácil.
Es
cuestión
simplemente
de
blandir
una
porra
sobre
las
cabezas
de
los
individuos,
y,
si
se
apartan
del
camino
trazado,
golpearles
sin
piedad.
Pero
si
la
sociedad
ha
acabado
siendo
más
libre
y
democrática,
se
pierde
aquella
capacidad,
por
lo
que
hay
que
dirigir
la
atención
a
las
técnicas
de
propaganda.
La
lógica
es
clara
y
sencilla:
la
propaganda
es a
la
democracia
lo
que
la
cachiporra
al
Estado
totalitario.
Ello
resulta
acertado
y
conveniente
dado
que,
de
nuevo,
los
intereses
públicos
escapan
a la
capacidad
de
comprensión
del
rebaño
desconcertado.
Relaciones
públicas
Los
Estados
Unidos
crearon
los
cimientos
de
la
industria
de
las
relaciones
públicas.
Tal
como
decían
sus
líderes,
su
compromiso
consistía
en
controlar
la
opinión
pública.
Dado
que
aprendieron
mucho
de
los
éxitos
de
la
Comisión
Creel
y
del
miedo
rojo,
y de
las
secuelas
dejadas
por
ambos,
las
relaciones
públicas
experimentaron,
a lo
largo
de
la
década
de
1920,
una
enorme
expansión,
obteniéndose
grandes
resultados
a la
hora
de
conseguir
una
subordinación
total
de
la
gente
a
las
directrices
procedentes
del
mundo
empresarial.
La
situación
llegó
a
tal
extremo
que
en
la
década
siguiente
los
comités
del
Congreso
empezaron
a
investigar
el
fenómeno.
De
estas
pesquisas
proviene
buena
parte
de
la
información
de
que
hoy
día
disponemos.
Las
relaciones
públicas
constituyen
una
industria
inmensa
que
mueve,
en
la
actualidad,
cantidades
que
oscilan
en
torno
a un
billón
de
dólares
al
año,
y
desde
siempre
su
cometido
ha
sido
el
de
controlar
la
opinión
pública,
que
es
el
mayor
peligro
al
que
se
enfrentan
las
corporaciones.
Tal
como
ocurrió
durante
la
Primera
Guerra
Mundial,
en
la
década
de
1930
surgieron
de
nuevo
grandes
problemas:
una
gran
depresión
unida
a
una
cada
vez
más
numerosa
clase
obrera
en
proceso
de
organización.
En
1935,
y
gracias
a la
Ley
Wagner,
los
trabajadores
consiguieron
su
primera
gran
victoria
legislativa,
a
saber,
el
derecho
a
organizarse
de
manera
independiente,
logro
que
planteaba
dos
graves
problemas.
En
primer
lugar,
la
democracia
estaba
funcionando
bastante
mal:
el
rebaño
desconcertado
estaba
consiguiendo
victorias
en
el
terreno
legislativo,
y no
era
ese
el
modo
en
que
se
suponía
que
tenían
que
ir
las
cosas.
El
otro
problema
eran
las
posibilidades
cada
vez
mayores
del
pueblo
para
organizarse.
Los
individuos
tienen
que
estar
atomizados,
segregados
y
solos;
no
puede
ser
que
pretendan
organizarse,
porque
en
ese
caso
podrían
convertirse
en
algo
más
que
simples
espectadores
pasivos.
Efectivamente,
si
hubiera
muchos
individuos
de
recursos
limitados
que
se
agruparan
para
intervenir
en
el
ruedo
político,
podrían,
de
hecho,
pasar
a
asumir
el
papel
de
participantes
activos,
lo
cual
sí
sería
una
verdadera
amenaza.
Por
ello,
el
poder
empresarial
tuvo
una
reacción
contundente
para
asegurarse
de
que
esa
había
sido
la
última
victoria
legislativa
de
las
organizaciones
obreras,
y de
que
representaría
también
el
principio
del
fin
de
esta
desviación
democrática
de
las
organizaciones
populares.
Y
funcionó.
Fue
la
última
victoria
de
los
trabajadores
en
el
terreno
parlamentario,
y, a
partir
de
ese
momento
—aunque
el
número
de
afiliados
a
los
sindicatos
se
incrementó
durante
la
Segunda
Guerra
Mundial,
acabada
la
cual
empezó
a
bajar—
la
capacidad
de
actuar
por
la
vía
sindical
fue
cada
vez
menor.
Y no
por
casualidad,
ya
que
estamos
hablando
de
la
comunidad
empresarial,
que
está
gastando
enormes
sumas
de
dinero,
a la
vez
que
dedicando
todo
el
tiempo
y
esfuerzo
necesarios,
en
cómo
afrontar
y
resolver
estos
problemas
a
través
de
la
industria
de
las
relaciones
públicas
y
otras
organizaciones,
como
la
National
Association
of
Manufacturers
(Asociación
Nacional
de
Fabricantes),
la
Business
Roundtable
(Mesa
Redonda
de
la
Actividad
Empresarial),
etcétera.
Y su
principio
es
reaccionar
en
todo
momento
de
forma
inmediata
para
encontrar
el
modo
de
contrarrestar
estas
desviaciones
democráticas.
La
primera
prueba
se
produjo
un
año
más
tarde,
en
1937,
cuando
hubo
una
importante
huelga
del
sector
del
acero
en
Johnstown,
al
oeste
de
Pensilvania.
Los
empresarios
pusieron
a
prueba
una
nueva
técnica
de
destrucción
de
las
organizaciones
obreras,
que
resultó
ser
muy
eficaz.
Y
sin
matones
a
sueldo
que
sembraran
el
terror
entre
los
trabajadores,
algo
que
ya
no
resultaba
muy
práctico,
sino
por
medio
de
instrumentos
más
sutiles
y
eficientes
de
propaganda.
La
cuestión
estribaba
en
la
idea
de
que
había
que
enfrentar
a la
gente
contra
los
huelguistas,
por
los
medios
que
fuera.
Se
presentó
a
estos
como
destructivos
y
perjudiciales
para
el
conjunto
de
la
sociedad,
y
contrarios
a
los
intereses
comunes,
que
eran
los
nuestros,
los
del
empresario,
el
trabajador
o el
ama
de
casa,
es
decir,
todos
nosotros.
Queremos
estar
unidos
y
tener
cosas
como
la
armonía
y el
orgullo
de
ser
americanos,
y
trabajar
juntos.
Pero
resulta
que
estos
huelguistas
malvados
de
ahí
afuera
son
subversivos,
arman
jaleo,
rompen
la
armonía
y
atentan
contra
el
orgullo
de
América,
y
hemos
de
pararles
los
pies.
El
ejecutivo
de
una
empresa
y el
chico
que
limpia
los
pisos
tienen
los
mismos
intereses.
Hemos
de
trabajar
todos
juntos
y
hacerlo
por
el
país
y en
armonía,
con
simpatía
y
cariño
los
unos
por
los
otros.
Este
era,
en
esencia,
el
mensaje.
Y se
hizo
un
gran
esfuerzo
para
hacerlo
público;
después
de
todo,
estamos
hablando
del
poder
financiero
y
empresarial,
es
decir,
el
que
controla
los
medios
de
información
y
dispone
de
recursos
a
gran
escala,
por
lo
cual
funcionó,
y de
manera
muy
eficaz.
Más
adelante
este
método
se
conoció
como
la
fórmula
Mohawk
VaIley,
aunque
se
le
denominaba
también
métodos
científicos
para
impedir
huelgas.
Se
aplicó
una
y
otra
vez
para
romper
huelgas,
y
daba
muy
buenos
resultados
cuando
se
trataba
de
movilizar
a la
opinión
pública
a
favor
de
conceptos
vacíos
de
contenido,
como
el
orgullo
de
ser
americano.
¿Quién
puede
estar
en
contra
de
esto?
O la
armonía.
¿Quién
puede
estar
en
contra?
O,
como
en
la
guerra
del
golfo
Pérsico,
apoyad
a
nuestras
tropas.
¿Quién
podía
estar
en
contra?
O
los
lacitos
amarillos.
¿Hay
alguien
que
esté
en
contra?
Sólo
alguien
completamente
necio.
De
hecho,
¿qué
pasa
si
alguien
le
pregunta
si
da
usted
su
apoyo
a la
gente
de
Iowa?
Se
puede
contestar
diciendo
Sí,
le
doy
mi
apoyo,
o
No,
no
la
apoyo.
Pero
ni
siquiera
es
una
pregunta:
no
significa
nada.
Esta
es
la
cuestión.
La
clave
de
los
eslóganes
de
las
relaciones
públicas
como
Apoyad
a
nuestras
tropas
es
que
no
significan
nada,
o,
como
mucho,
lo
mismo
que
apoyar
a
los
habitantes
de
Iowa.
Pero,
por
supuesto
había
una
cuestión
importante
que
se
podía
haber
resuelto
haciendo
la
pregunta:
¿Apoya
usted
nuestra
política?
Pero,
claro,
no
se
trata
de
que
la
gente
se
plantee
cosas
como
esta.
Esto
es
lo
único
que
importa
en
la
buena
propaganda.
Se
trata
de
crear
un
eslogan
que
no
pueda
recibir
ninguna
oposición,
bien
al
contrario,
que
todo
el
mundo
esté
a
favor.
Nadie
sabe
lo
que
significa
porque
no
significa
nada,
y su
importancia
decisiva
estriba
en
que
distrae
la
atención
de
la
gente
respecto
de
preguntas
que
sí
significan
algo:
¿Apoya
usted
nuestra
política?
Pero
sobre
esto
no
se
puede
hablar.
Así
que
tenemos
a
todo
el
mundo
discutiendo
sobre
el
apoyo
a
las
tropas:
Desde
luego,
no
dejaré
de
apoyarles.
Por
tanto,
ellos
han
ganado.
Es
como
lo
del
orgullo
americano
y la
armonía.
Estamos
todos
juntos,
en
torno
a
eslóganes
vacíos,
tomemos
parte
en
ellos
y
asegurémonos
de
que
no
habrá
gente
mala
a
nuestro
alrededor
que
destruya
nuestra
paz
social
con
sus
discursos
acerca
de
la
lucha
de
clases,
los
derechos
civiles
y
todo
este
tipo
de
cosas.
Todo
es
muy
eficaz
y
hasta
hoy
ha
funcionado
perfectamente.
Desde
luego
consiste
en
algo
razonado
y
elaborado
con
sumo
cuidado:
la
gente
que
se
dedica
a
las
relaciones
públicas
no
está
ahí
para
divertirse;
está
haciendo
un
trabajo,
es
decir,
intentando
inculcar
los
valores
correctos.
De
hecho,
tienen
una
idea
de
lo
que
debería
ser
la
democracia:
un
sistema
en
el
que
la
clase
especializada
está
entrenada
para
trabajar
al
servicio
de
los
amos,
de
los
dueños
de
la
sociedad,
mientras
que
al
resto
de
la
población
se
le
priva
de
toda
forma
de
organización
para
evitar
así
los
problemas
que
pudiera
causar.
La
mayoría
de
los
individuos
tendrían
que
sentarse
frente
al
televisor
y
masticar
religiosamente
el
mensaje,
que
no
es
otro
que
el
que
dice
que
lo
único
que
tiene
valor
en
la
vida
es
poder
consumir
cada
vez
más
y
mejor,
y
vivir
igual
que
esta
familia
de
clase
media
que
aparece
en
la
pantalla,
y
exhibir
valores
como
la
armonía
y el
orgullo
americano.
La
vida
consiste
en
esto.
Puede
que
usted
piense
que
ha
de
haber
algo
más,
pero
en
el
momento
en
que
se
da
cuenta
que
está
solo,
viendo
la
televisión,
da
por
sentado
que
esto
es
todo
lo
que
existe
ahí
afuera,
y
que
es
una
locura
pensar
en
que
haya
otra
cosa.
Y
desde
el
momento
en
que
está
prohibido
organizarse,
lo
que
es
totalmente
decisivo,
nunca
se
está
en
condiciones
de
averiguar
si
realmente
está
uno
loco,
o
simplemente
se
da
todo
por
bueno,
que
es
lo
más
lógico
que
se
puede
hacer.
Así
pues,
este
es
el
ideal,
para
alcanzar
el
cual
se
han
desplegado
grandes
esfuerzos.
Y es
evidente
que
detrás
de
él
hay
una
cierta
concepción:
la
de
democracia,
tal
como
ya
se
ha
dicho.
El
rebaño
desconcertado
es
un
problema.
Hay
que
evitar
que
brame
y
pisotee,
y
para
ello
habrá
que
distraerlo.
Será
cuestión
de
conseguir
que
los
sujetos
que
lo
forman
se
queden
en
casa
viendo
partidos
de
fútbol,
culebrones
o
películas
violentas,
aunque
de
vez
en
cuando
se
les
saque
del
sopor
y se
les
convoque
a
corear
eslóganes
sin
sentido,
como
Apoyad
a.
nuestras
tropas.
Hay
que
hacer
que
conserven
un
miedo
permanente,
porque
a
menos
que
estén
debidamente
atemorizados
por
todos
los
posibles
males
que
pueden
destruirles,
desde
dentro
o
desde
fuera,
podrían
empezar
a
pensar
por
sí
mismos,
lo
cual
es
muy
peligroso
ya
que
no
tienen
la
capacidad
de
hacerlo.
Por
ello
es
importante
distraerles
y
marginarles.
Esta
es
una
idea
de
democracia.
De
hecho,
si
nos
remontamos
al
pasado,
la
última
victoria
legal
de
los
trabajadores
fue
realmente
en
1935,
con
la
Ley
Wagner.
Después,
tras
el
inicio
de
la
Primera
Guerra
Mundial,
los
sindicatos
entraron
en
un
declive,
al
igual
que
lo
hizo
una
rica
y
fértil
cultura
obrera
vinculada
directamente
con
ellos.
Todo
quedó
destruido
y
nos
vimos
trasladados
a
una
sociedad
dominada
de
manera
singular
por
los
criterios
empresariales.
Era
esta
la
única
sociedad
industrial,
dentro
de
un
sistema
capitalista
de
Estado,
en
la
que
ni
siquiera
se
producía
el
pacto
social
habitual
que
se
podía
dar
en
latitudes
comparables.
Era
la
única
sociedad
industrial
—aparte
de
Sudáfrica,
supongo—
que
no
tenía
un
servicio
nacional
de
asistencia
sanitaria.
No
existía
ningún
compromiso
para
elevar
los
estándares
mínimos
de
supervivencia
de
los
segmentos
de
la
población
que
no
podían
seguir
las
normas
y
directrices
imperantes
ni
conseguir
nada
por
sí
mismos
en
el
plano
individual.
Por
otra
parte,
los
sindicatos
prácticamente
no
existían,
al
igual
que
ocurría
con
otras
formas
de
asociación
en
la
esfera
popular.
No
había
organizaciones
políticas
ni
partidos:
muy
lejos
se
estaba,
por
tanto,
del
ideal,
al
menos
en
el
plano
estructural.
Los
medios
de
información
constituían
un
monopolio
corporativizado;
todos
expresaban
los
mismos
puntos
de
vista.
Los
dos
partidos
eran
dos
facciones
del
partido
del
poder
financiero
y
empresarial.
Y
así
la
mayor
parte
de
la
población
ni
tan
solo
se
molestaba
en
ir a
votar
ya
que
ello
carecía
totalmente
de
sentido,
quedando,
por
ello,
debidamente
marginada.
Al
menos
este
era
el
objetivo.
La
verdad
es
que
el
personaje
más
destacado
de
la
industria
de
las
relaciones
públicas,
Edward
Bernays,
procedía
de
la
Comisión
Creel.
Formó
parte
de
ella,
aprendió
bien
la
lección
y
puso
manos
a la
obra
a
desarrollar
lo
que
él
mismo
llamó
la
ingeniería
del
consenso,
que
describió
como
la
esencia
de
la
democracia.
Los
individuos
capaces
de
fabricar
consenso
son
los
que
tienen
los
recursos
y el
poder
de
hacerlo
—la
comunidad
financiera
y
empresarial—
y
para
ellos
trabajamos.
Fabricación
de
la
opinión
También
es
necesario
recabar
el
apoyo
de
la
población
a
las
aventuras
exteriores.
Normalmente
la
gente
es
pacifista,
tal
como
sucedía
durante
la
Primera
Guerra
Mundial,
ya
que
no
ve
razones
que
justifiquen
la
actividad
bélica,
la
muerte
y la
tortura.
Por
ello,
para
procurarse
este
apoyo
hay
que
aplicar
ciertos
estímulos;
y
para
estimularles
hay
que
asustarles.
El
mismo
Bernays
tenía
en
su
haber
un
importante
logro
a
este
respecto,
ya
que
fue
el
encargado
de
dirigir
la
campaña
de
relaciones
públicas
de
la
United
Fruit
Company
en
1954,
cuando
los
Estados
Unidos
intervinieron
militarmente
para
derribar
al
gobierno
democrático-capitalista
de
Guatemala
e
instalaron
en
su
lugar
un
régimen
sanguinario
de
escuadrones
de
la
muerte,
que
se
ha
mantenido
hasta
nuestros
días
a
base
de
repetidas
infusiones
de
ayuda
norteamericana
que
tienen
por
objeto
evitar
algo
más
que
desviaciones
democráticas
vacías
de
contenido.
En
estos
casos,
es
necesario
hacer
tragar
por
la
fuerza
una
y
otra
vez
programas
domésticos
hacia
los
que
la
gente
se
muestra
contraria,
ya
que
no
tiene
ningún
sentido
que
el
público
esté
a
favor
de
programas
que
le
son
perjudiciales.
Y
esto,
también,
exige
una
propaganda
amplia
y
general,
que
hemos
tenido
oportunidad
de
ver
en
muchas
ocasiones
durante
los
últimos
diez
años.
Los
programas
de
la
era
Reagan
eran
abrumadoramente
impopulares.
Los
votantes
de
la
victoria
arrolladora
de
Reagan
en
1984
esperaban,
en
una
proporción
de
tres
a
dos,
que
no
se
promulgaran
las
medidas
legales
anunciadas.
Si
tomamos
programas
concretos,
como
el
gasto
en
armamento,
o la
reducción
de
recursos
en
materia
de
gasto
social,
etc.,
prácticamente
todos
ellos
recibían
una
oposición
frontal
por
parte
de
la
gente.
Pero
en
la
medida
en
que
se
marginaba
y
apartaba
a
los
individuos
de
la
cosa
pública
y
éstos
no
encontraban
el
modo
de
organizar
y
articular
sus
sentimientos,
o
incluso
de
saber
que
había
otros
que
compartían
dichos
sentimientos,
los
que
decían
que
preferían
el
gasto
social
al
gasto
militar
—y
lo
expresaban
en
los
sondeos,
tal
como
sucedía
de
manera
generalizada—
daban
por
supuesto
que
eran
los
únicos
con
tales
ideas
disparatadas
en
la
cabeza.
Nunca
habían
oído
estas
cosas
de
nadie
más,
ya
que
había
que
suponer
que
nadie
pensaba
así;
y si
lo
había,
y
era
sincero
en
las
encuestas,
era
lógico
pensar
que
se
trataba
de
un
bicho
raro.
Desde
el
momento
en
que
un
individuo
no
encuentra
la
manera
de
unirse
a
otros
que
comparten
o
refuerzan
este
parecer
y
que
le
pueden
transmitir
la
ayuda
necesaria
para
articularlo,
acaso
llegue
a
sentir
que
es
alguien
excéntrico,
una
rareza
en
un
mar
de
normalidad.
De
modo
que
acaba
permaneciendo
al
margen,
sin
prestar
atención
a lo
que
ocurre,
mirando
hacia,
otro
lado,
como
por
ejemplo
la
final
de
una
Copa
deportiva.
Así
pues,
hasta
cierto
punto
se
alcanzó
el
ideal,
aunque
nunca
de
forma
completa,
ya
que
hay
instituciones
que
hasta
ahora
ha
sido
imposible
destruir:
por
ejemplo,
las
iglesias.
Buena
parte
de
la
actividad
disidente
de
los
Estados
Unidos
se
producía
en
las
iglesias
por
la
sencilla
razón
de
que
estas
existían.
Por
ello,
cuando
había
que
dar
una
conferencia
de
carácter
político
en
un
país
europeo
era
muy
probable
que
se
celebrara
en
los
locales
de
algún
sindicato,
cosa
harto
difícil
en
América
ya
que,
en
primer
lugar,
estos
apenas
existían
o,
en
el
mejor
de
los
casos,
no
eran
organizaciones
políticas.
Pero
las
iglesias
sí
existían,
de
manera
que
las
charlas
y
conferencias
se
hacían
con
frecuencia
en
ellas:
la
solidaridad
con
Centroamérica
se
originó
en
su
mayor
parte
en
las
iglesias,
sobre
todo
porque
existían.
El
rebaño
desconcertado
nunca
acaba
de
estar
debidamente
domesticado:
es
una
batalla
permanente.
En
la
década
de
1930
surgió
otra
vez,
pero
se
pudo
sofocar
el
movimiento.
En
los
años
sesenta
apareció
una
nueva
ola
de
disidencia,
a la
cual
la
clase
especializada
le
puso
el
nombre
de
crisis
de
la
democracia.
Se
consideraba
que
la
democracia
estaba
entrando
en
una
crisis
porque
amplios
segmentos
de
la
población
se
estaban
organizando
de
manera
activa
y
estaban
intentando
participar
en
la
arena
política.
El
conjunto
de
élites
coincidía
en
que
había
que
aplastar
el
renacimiento
democrático
de
los
sesenta
y
poner
en
marcha
un
sistema
social
en
el
que
los
recursos
se
canalizaran
hacia
las
clases
acaudaladas
privilegiadas.
Y
aquí
hemos
de
volver
a
las
dos
concepciones
de
democracia
que
hemos
mencionado
en
párrafos
anteriores.
Según
la
definición
del
diccionario,
lo
anterior
constituye
un
avance
en
democracia;
según
el
criterio
predominante,
es
un
problema,
una
crisis
que
ha
de
ser
vencida.
Había
que
obligar
a la
población
a
que
retrocediera
y
volviera
a la
apatía,
la
obediencia
y la
pasividad,
que
conforman
su
estado
natural,
para
lo
cual
se
hicieron
grandes
esfuerzos,
si
bien
no
funcionó.
Afortunadamente,
la
crisis
de
la
democracia
todavía
está
vivita
y
coleando,
aunque
no
ha
resultado
muy
eficaz
a la
hora
de
conseguir
un
cambio
político.
Pero,
contrariamente
a lo
que
mucha
gente
cree,
sí
ha
dado
resultados
en
lo
que
se
refiere
al
cambio
de
la
opinión
pública.
Después
de
la
década
de
1960
se
hizo
todo
lo
posible
para
que
la
enfermedad
diera
marcha
atrás.
La
verdad
es
que
uno
de
los
aspectos
centrales
de
dicho
mal
tenía
un
nombre
técnico:
el
síndrome
de
Vietnam,
término
que
surgió
en
torno
a
1970
y
que
de
vez
en
cuando
encuentra
nuevas
definiciones.
El
intelectual
reaganista
Norman
Podhoretz
habló
de
élcomo
las
inhibiciones
enfermizas
respecto
al
uso
de
la
fuerza
militar.
Pero
resulta
que
era
la
mayoría
de
la
gente
la
que
experimentaba
dichas
inhibiciones
contra
la
violencia,
ya
que
simplemente
no
entendía
por
qué
había
que
ir
por
el
mundo
torturando,
matando
o
lanzando
bombardeos
intensivos.
Como
ya
supo
Goebbels
en
su
día,
es
muy
peligroso
que
la
población
se
rinda
ante
estas
inhibiciones
enfermizas,
ya
que
en
ese
caso
habría
un
límite
a
las
veleidades
aventureras
de
un
país
fuera
de
sus
fronteras.
Tal
como
decía
con
orgullo
el
Washington
Post
durante
la
histeria
colectiva
que
se
produjo
durante
la
guerra
del
golfo
Pérsico,
es
necesario
infundir
en
la
gente
respeto
por
los
valores
marciales.
Y
eso
sí
es
importante.
Si
se
quiere
tener
una
sociedad
violenta
que
avale
la
utilización
de
la
fuerza
en
todo
el
mundo
para
alcanzar
los
fines
de
su
propia
élite
doméstica,
es
necesario
valorar
debidamente
las
virtudes
guerreras
y no
esas
inhibiciones
achacosas
acerca
del
uso
de
la
violencia.
Esto
es
el
síndrome
de
Vietnam:
hay
que
vencerlo.
La
representación
como
realidad
También
es
preciso
falsificar
totalmente
la
historia.
Ello
constituye
otra
manera
de
vencer
esas
inhibiciones
enfermizas,
para
simular
que
cuando
atacamos
y
destruimos
a
alguien
lo
que
estamos
haciendo
en
realidad
es
proteger
y
defendernos
a
nosotros
mismos
de
los
peores
monstruos
y
agresores,
y
cosas
por
el
estilo.
Desde
la
guerra
del
Vietnam
se
ha
realizado
un
enorme
esfuerzo
por
reconstruir
la
historia.
Demasiada
gente,
incluidos
gran
número
de
soldados
y
muchos
jóvenes
que
estuvieron
involucrados
en
movimientos
por
la
paz
o
antibelicistas,
comprendía
lo
que
estaba
pasando.
Y
eso
no
era
bueno.
De
nuevo
había
que
poner
orden
en
aquellos
malos
pensamientos
y
recuperar
alguna
forma
de
cordura,
es
decir,
la
aceptación
de
que
sea
lo
que
fuere
que
hagamos,
ello
es
noble
y
correcto.
Si
bombardeábamos
Vietnam
del
Sur,
se
debía
a
que
estábamos
defendiendo
el
país
de
alguien,
esto
es,
de
los
sudvietnamitas,
ya
que
allí
no
había
nadie
más.
Es
lo
que
los
intelectuales
kenedianos
denominaban
defensa
contra
la
agresión
interna
en
Vietnam
del
Sur,
expresión
acuñada
por
Aldai
Stevenson,
entre
otros.
Así
pues,
era
necesario
que
esta
fuera
la
imagen
oficial
e
inequívoca;
y ha
funcionado
muy
bien,
ya
que
si
se
tiene
el
control
absoluto
de
los
medios
de
comunicación
y el
sistema
educativo
y la
intelectualidad
son
conformistas,
puede
surtir
efecto
cualquier
política.
Un
indicio
de
ello
se
puso
de
manifiesto
en
un
estudio
llevado
a
cabo
en
la
Universidad
de
Massachusetts
sobre
las
diferentes
actitudes
ante
la
crisis
del
Golfo
Pérsico,
y
que
se
centraba
en
las
opiniones
que
se
manifestaban
mientras
se
veía
la
televisión.
Una
de
las
preguntas
de
dicho
estudio
era:
¿Cuantas
víctimas
vietnamitas
calcula
usted
que
hubo
durante
la
guerra
del
Vietnam?
La
respuesta
promedio
que
se
daba
era
en
torno
a
100.000,
mientras
que
las
cifras
oficiales
hablan
de
dos
millones,
y
las
reales
probablemente
sean
de
tres
o
cuatro
millones.
Los
responsables
del
estudio
formulaban
a
continuación
una
pregunta
muy
oportuna:
¿Qué
pensaríamos
de
la
cultura
política
alemana
si
cuando
se
le
preguntara
a la
gente
cuantos
judíos
murieron
en
el
Holocausto
la
respuesta
fuera
unos
300.000?
La
pregunta
quedaba
sin
respuesta,
pero
podemos
tratar
de
encontrarla.
¿Qué
nos
dice
todo
esto
sobre
nuestra
cultura?
Pues
bastante:
es
preciso
vencer
las
inhibiciones
enfermizas
respecto
al
uso
de
la
fuerza
militar
y a
otras
desviaciones
democráticas.
Y en
este
caso
dio
resultados
satisfactorios
y
demostró
ser
cierto
en
todos
los
terrenos
posibles:
tanto
si
elegimos
Próximo
Oriente,
el
terrorismo
internacional
o
Centroamérica.
El
cuadro
del
mundo
que
se
presenta
a la
gente
no
tiene
la
más
mínima
relación
con
la
realidad,
ya
que
la
verdad
sobre
cada
asunto
queda
enterrada
bajo
montañas
de
mentiras.
Se
ha
alcanzado
un
éxito
extraordinario
en
el
sentido
de
disuadir
las
amenazas
democráticas,
y lo
realmente
interesante
es
que
ello
se
ha
producido
en
condiciones
de
libertad.
No
es
como
en
un
estado
totalitario,
donde
todo
se
hace
por
la
fuerza.
Esos
logros
son
un
fruto
conseguido
sin
violar
la
libertad.
Por
ello,
si
queremos
entender
y
conocer
nuestra
sociedad,
tenemos
que
pensar
en
todo
esto,
en
estos
hechos
que
son
importantes
para
todos
aquellos
que
se
interesan
y
preocupan
por
el
tipo
de
sociedad
en
la
que
viven.
La
cultura
disidente
A
pesar
de
todo,
la
cultura
disidente
sobrevivió,
y ha
experimentado
un
gran
crecimiento
desde
la
década
de
los
sesenta.
Al
principio
su
desarrollo
era
sumamente
lento,
ya
que,
por
ejemplo,
no
hubo
protestas
contra
la
guerra
de
Indochina
hasta
algunos
años
después
de
que
los
Estados
Unidos
empezaran
a
bombardear
Vietnam
del
Sur.
En
los
inicios
de
su
andadura
era
un
reducido
movimiento
contestatario,
formado
en
su
mayor
parte
por
estudiantes
y
jóvenes
en
general,
pero
hacia
principios
de
los
setenta
ya
había
cambiado
de
forma
notable.
Habían
surgido
movimientos
populares
importantes:
los
ecologistas,
las
feministas,
los
antinucleares,
etcétera.
Por
otro
lado,
en
la
década
de
1980
se
produjo
una
expansión
incluso
mayor
y
que
afectó
a
todos
los
movimientos
de
solidaridad,
algo
realmente
nuevo
e
importante
al
menos
en
la
historia
de
América
y
quizás
en
toda
la
disidencia
mundial.
La
verdad
es
que
estos
eran
movimientos
que
no
solo
protestaban
sino
que
se
implicaban
a
fondo
en
las
vidas
de
todos
aquellos
que
sufrían
por
alguna
razón
en
cualquier
parte
del
mundo.
Y
sacaron
tan
buenas
lecciones
de
todo
ello,
que
ejercieron
un
enorme
efecto
civilizador
sobre
las
tendencias
predominantes
en
la
opinión
pública
americana.
Y a
partir
de
ahí
se
marcaron
diferencias,
de
modo
que
cualquiera
que
haya
estado
involucrado
es
este
tipo
de
actividades
durante
algunos
años
ha
de
saberlo
perfectamente.
Yo
mismo
soy
consciente
de
que
el
tipo
de
conferencias
que
doy
en
la
actualidad
en
las
regiones
más
reaccionarias
del
país
—la
Georgia
central,
el
Kentucky
rural—
no
las
podría
haber
pronunciado,
en
el
momento
culminante
del
movimiento
pacifista,
ante
una
audiencia
formada
por
los
elementos
más
activos
de
dicho
movimiento.
Ahora,
en
cambio,
en
ninguna
parte
hay
ningún
problema.
La
gente
puede
estar
o no
de
acuerdo,
pero
al
menos
comprende
de
qué
estás
hablando
y
hay
una
especie
de
terreno
común
en
el
que
es
posible
cuando
menos
entenderse.
A
pesar
de
toda
la
propaganda
y de
todos
los
intentos
por
controlar
el
pensamiento
y
fabricar
el
consenso,
lo
anterior
constituye
un
conjunto
de
signos
de
efecto
civilizador.
Se
está
adquiriendo
una
capacidad
y
una
buena
disposición
para
pensar
las
cosas
con
el
máximo
detenimiento.
Ha
crecido
el
escepticismo
acerca
del
poder.
Han
cambiado
muchas
actitudes
hacia
un
buen
número
de
cuestiones,
lo
que
ha
convertido
todo
este
asunto
en
algo
lento,
quizá
incluso
frío,
pero
perceptible
e
importante,
al
margen
de
si
acaba
siendo
o no
lo
bastante
rápido
como
para
influir
de
manera
significativa
en
los
aconteceres
del
mundo.
Tomemos
otro
ejemplo:
la
brecha
que
se
ha
abierto
en
relación
al
género.
A
principios
de
la
década
de
1960
las
actitudes
de
hombres
y
mujeres
eran
aproximadamente
las
mismas
en
asuntos
como
las
virtudes
castrenses,
igual
que
lo
eran
las
inhibiciones
enfermizas
respecto
al
uso
de
la
fuerza
militar.
Por
entonces,
nadie,
ni
hombres
ni
mujeres,
se
resentía
a
causa
de
dichas
posturas,
dado
que
las
respuestas
coincidían:
todo
el
mundo
pensaba
que
la
utilización
de
la
violencia
para
reprimir
a la
gente
de
por
ahí
estaba
justificada.
Pero
con
el
tiempo
las
cosas
han
cambiado.
Aquellas
inhibiciones
han
experimentado
un
crecimiento
lineal,
aunque
al
mismo
tiempo
ha
aparecido
un
desajuste
que
poco
a
poco
ha
llegado
a
ser
sensiblemente
importante
y
que
según
los
sondeos
ha
alcanzado
el
20%.
¿Qué
ha
pasado?
Pues
que
las
mujeres
han
formado
un
tipo
de
movimiento
popular
semiorganizado,
el
movimiento
feminista,
que
ha
ejercido
una
influencia
decisiva,
ya
que,
por
un
lado,
ha
hecho
que
muchas
mujeres
se
dieran
cuenta
de
que
no
estaban
solas,
de
que
había
otras
con
quienes
compartir
las
mismas
ideas,
y,
por
otro,
en
la
organización
se
pueden
apuntalar
los
pensamientos
propios
y
aprender
más
acerca
de
las
opiniones
e
ideas
que
cada
uno
tiene.
Si
bien
estos
movimientos
son
en
cierto
modo
informales,
sin
carácter
militante,
basados
más
bien
en
una
disposición
del
ánimo
en
favor
de
las
interacciones
personales,
sus
efectos
sociales
han
sido
evidentes.
Y
este
es
el
peligro
de
la
democracia:
si
se
pueden
crear
organizaciones,
si
la
gente
no
permanece
simplemente
pegada
al
televisor,
pueden
aparecer
estas
ideas
extravagantes,
como
las
inhibiciones
enfermizas
respecto
al
uso
de
la
fuerza
militar.
Hay
que
vencer
estas
tentaciones,
pero
no
ha
sido
todavía
posible.
Desfile
de
enemigos
En
vez
de
hablar
de
la
guerra
pasada,
hablemos
de
la
guerra
que
viene,
porque
a
veces
es
más
útil
estar
preparado
para
lo
que
puede
venir
que
simplemente
reaccionar
ante
lo
que
ocurre.
En
la
actualidad
se
está
produciendo
en
los
Estados
Unidos
—y
no
es
el
primer
país
en
que
esto
sucede—
un
proceso
muy
característico.
En
el
ámbito
interno,
hay
problemas
económicos
y
sociales
crecientes
que
pueden
devenir
en
catástrofes,
y no
parece
haber
nadie,
de
entre
los
que
detentan
el
poder,
que
tenga
intención
alguna
de
prestarles
atención.
Si
se
echa
una
ojeada
a
los
programas
de
las
distintas
administraciones
durante
los
últimos
diez
años
no
se
observa
ninguna
propuesta
seria
sobre
lo
que
hay
que
hacer
para
resolver
los
importantes
problemas
relativos
a la
salud,
la
educación,
los
que
no
tienen
hogar,
los
parados,
el
índice
de
criminalidad,
la
delincuencia
creciente
que
afecta
a
amplias
capas
de
la
población,
las
cárceles,
el
deterioro
de
los
barrios
periféricos,
es
decir,
la
colección
completa
de
problemas
conocidos.
Todos
conocemos
la
situación,
y
sabemos
que
está
empeorando.
Solo
en
los
dos
años
que
George
Bush
estuvo
en
el
poder
hubo
tres
millones
más
de
niños
que
cruzaron
el
umbral
de
la
pobreza,
la
deuda
externa
creció
progresivamente,
los
estándares
educativos
experimentaron
un
declive,
los
salarios
reales
retrocedieron
al
nivel
de
finales
de
los
años
cincuenta
para
la
gran
mayoría
de
la
población,
y
nadie
hizo
absolutamente
nada
para
remediarlo.
En
estas
circunstancias
hay
que
desviar
la
atención
del
rebaño
desconcertado
ya
que
si
empezara
a
darse
cuenta
de
lo
que
ocurre
podría
no
gustarle,
porque
es
quien
recibe
directamente
las
consecuencias
de
lo
anterior.
Acaso
entretenerles
simplemente
con
la
final
de
la
Copa
o
los
culebrones
no
sea
suficiente
y
haya
que
avivar
en
él
el
miedo
a
los
enemigos.
En
los
años
treinta
Hitler
difundió
entre
los
alemanes
el
miedo
a
los
judíos
y a
los
gitanos:
había
que
aplastarlos
como
una
forma
de
autodefensa.
Pero
nosotros
también
tenemos
nuestros
métodos.
A lo
largo
de
la
última
década,
cada
año
o a
lo
sumo
cada
dos,
se
fabrica
algún
monstruo
de
primera
línea
del
que
hay
que
defenderse.
Antes,
los
que
estaban
más
a
mano
eran
los
rusos,
de
modo
que
había
que
estar
siempre
a
punto
de
protegerse
de
ellos.
Pero,
por
desgracia,
han
perdido
atractivo
como
enemigo,
y
cada
vez
resulta
más
difícil
utilizarles
como
tal,
de
modo
que
hay
que
hacer
que
aparezcan
otros
de
nueva
estampa.
De
hecho,
la
gente
fue
bastante
injusta
al
criticar
a
George
Bush
por
haber
sido
incapaz
de
expresar
con
claridad
hacia
dónde
estábamos
siendo
impulsados,
ya
que
hasta
mediados
de
los
años
ochenta,
cuando
andábamos
despistados
se
nos
ponía
constantemente
el
mismo
disco:
que
vienen
los
rusos.
Pero
al
perderlos
como
encarnación
del
lobo
feroz
hubo
que
fabricar
otros,
al
igual
que
hizo
el
aparato
de
relaciones
públicas
reaganiano
en
su
momento.
Y
así,
precisamente
con
Bush,
se
empezó
a
utilizar
a
los
terroristas
internacionales,
a
los
narcotraficantes,
a
los
locos
caudillos
árabes
o a
Sadam
Husein,
el
nuevo
Hitler
que
iba
a
conquistar
el
mundo.
Han
tenido
que
hacerles
aparecer
a
uno
tras
otro,
asustando
a la
población,
aterrorizándola,
de
forma
que
ha
acabado
muerta
de
miedo
y
apoyando
cualquier
iniciativa
del
poder.
Así
se
han
podido
alcanzar
extraordinarias
victorias
sobre
Granada,
Panamá,
o
algún
otro
ejército
del
Tercer
Mundo
al
que
se
puede
pulverizar
antes
siquiera
de
tomarse
la
molestia
de
mirar
cuántos
son.
Esto
da
un
gran
alivio,
ya
que
nos
hemos
salvado
en
el
último
momento.
Tenemos
así,
pues,
uno
de
los
métodos
con
el
cual
se
puede
evitar
que
el
rebaño
desconcertado
preste
atención
a lo
que
está
sucediendo
a su
alrededor,
y
permanezca
distraído
y
controlado.
Recordemos
que
la
operación
terrorista
internacional
más
importante
llevada
a
cabo
hasta
la
fecha
ha
sido
la
operación
Mongoose,
a
cargo
de
la
administración
Kennedy,
a
partir
de
la
cual
este
tipo
de
actividades
prosiguieron
contra
Cuba.
Parece
que
no
ha
habido
nada
que
se
le
pueda
comparar
ni
de
lejos,
a
excepción
quizás
de
la
guerra
contra
Nicaragua,
si
convenimos
en
denominar
aquello
también
como
terrorismo.
El
Tribunal
de
La
Haya
consideró
que
aquello
era
algo
más
que
una
agresión.
Cuando
se
trata
de
construir
un
monstruo
fantástico
siempre
se
produce
una
ofensiva
ideológica,
seguida
de
campañas
para
aniquilarlo.
No
se
puede
atacar
si
el
adversario
es
capaz
de
defenderse:
sería
demasiado
peligroso.
Pero
si
se
tiene
la
seguridad
de
que
se
le
puede
vencer,
quizá
se
le
consiga
despachar
rápido
y
lanzar
así
otro
suspiro
de
alivio.
Percepción
selectiva
Esto
ha
venido
sucediendo
desde
hace
tiempo.
En
mayo
de
1986
se
publicaron
las
memorias
del
preso
cubano
liberado
Armando
Valladares,
que
causaron
rápidamente
sensación
en
los
medios
de
comunicación.
Voy
a
brindarles
algunas
citas
textuales.
Los
medios
informativos
describieron
sus
revelaciones
como
«el
relato
definitivo
del
inmenso
sistema
de
prisión
y
tortura
con
el
que
Castro
castiga
y
elimina
a la
oposición
política».
Era
«una
descripción
evocadora
e
inolvidable»
de
las
«cárceles
bestiales,
la
tortura
inhumana
[y]
el
historial
de
violencia
de
Estado
[bajo]
todavía
uno
de
los
asesinos
de
masas
de
este
siglo»,
del
que
nos
enteramos,
por
fin,
gracias
a
este
libro,
que
«ha
creado
un
nuevo
despotismo
que
ha
institucionalizado
la
tortura
como
mecanismo
de
control
social»
en
el
«infierno
que
era
la
Cuba
en
la
que
[Valladares]
vivió».Esto
es
lo
que
apareció
en
el
Washington
Post
y el
New
York
Times
en
sucesivas
reseñas.
Las
atrocidades
de
Castro
—descrito
como
un
«matón
dictador»—
se
revelaron
en
este
libro
de
manera
tan
concluyente
que
«solo
los
intelectuales
occidentales
fríos
e
insensatos
saldrán
en
defensa
del
tirano»,
según
el
primero
de
los
diarios
citados.
Recordemos
que
estamos
hablando
de
lo
que
le
ocurrió
a un
hombre.
Y
supongamos
que
todo
lo
que
se
dice
en
el
libro
es
verdad.
No
le
hagamos
demasiadas
preguntas
al
protagonista
de
la
historia.
En
una
ceremonia
celebrada
en
la
Casa
Blanca
con
motivo
del
Día
de
los
Derechos
Humanos,
Ronald
Reagan
destacó
a
Armando
Valladares
e
hizo
mención
especial
de
su
coraje
al
soportar
el
sadismo
del
sangriento
dictador
cubano.
A
continuación,
se
le
designó
representante
de
los
Estados
Unidos
en
la
Comisión
de
Derechos
Humanos
de
las
Naciones
Unidas.
Allí
tuvo
la
oportunidad
de
prestar
notables
servicios
en
la
defensa
de
los
gobiernos
de
El
Salvador
y
Guatemala
en
el
momento
en
que
éstos
estaban
siendo
acusados
de
cometer
atrocidades
a
tan
gran
escala
que
cualquier
vejación
que
Valladares
pudiera
haber
sufrido
tenía
que
considerarse
forzosamente
de
mucha
menor
entidad.
Así
es
como
están
las
cosas.
La
historia
que
viene
ahora
también
ocurría
en
mayo
de
1986,
y
nos
dice
mucho
acerca
de
la
fabricación
del
consenso.
Por
entonces,
los
supervivientes
del
Grupo
de
Derechos
Humanos
de
El
Salvador
—sus
líderes
habían
sido
asesinados—
fueron
detenidos
y
torturados,
incluyendo
al
director,
Herbert
Anaya.
Se
les
encarceló
en
una
prisión
llamada
La
Esperanza,
pero
mientras
estuvieron
en
ella
continuaron
su
actividad
de
defensa
de
los
derechos
humanos,
y,
dado
que
eran
abogados,
siguieron
tomando
declaraciones
juradas.
Había
en
aquella
cárcel
432
presos,
de
los
cuales
430
declararon
y
relataron
bajo
juramento
las
torturas
que
habían
recibido.
Aparte
de
la
picana
y
otras
atrocidades,
se
incluía
el
caso
de
un
interrogatorio,
y la
tortura
consiguiente,
dirigido
por
un
oficial
del
ejército
de
los
Estados
Unidos
de
uniforme,
al
cual
se
describía
con
todo
detalle.
Ese
informe
—160
páginas
de
declaraciones
juradas
de
los
presos—
constituye
un
testimonio
extraordinariamente
explícito
y
exhaustivo,
acaso
único
en
lo
referente
a
los
pormenores
de
lo
que
ocurre
en
una
cámara
de
tortura.
No
sin
dificultades,
se
consiguió
sacarlo
al
exterior
junto
con
una
cinta
de
vídeo
que
mostraba
a la
gente
mientras
testificaba
sobre
las
torturas,
y la
Marin
County
Interfaith
Task
Force
(Grupo
de
trabajo
multiconfesional
Marin
County)
se
encargó
de
distribuirlo.
Pero
la
prensa
nacional
se
negó
a
hacer
su
cobertura
informativa
y
las
emisoras
de
televisión
rechazaron
la
emisión
del
vídeo.
Creo
que
como
mucho
apareció
un
artículo
en
el
periódico
local
de
Marin
County,
el
San
Francisco
Examiner.
Nadie
iba
a
tener
interés
en
aquello.
Porque
estábamos
en
la
época
en
que
no
eran
pocos
los
intelectuales
insensatos
y
ligeros
de
cascos
que
estaban
cantando
alabanzas
a
José
Napoleón
Duarte
y
Ronald
Reagan.
Anaya
no
fue
objeto
de
ningún
homenaje.
No
hubo
lugar
para
él
en
el
Día
de
los
Derechos
Humanos.
No
fue
elegido
para
ningún
cargo
importante.
En
vez
de
ello
fue
liberado
en
un
intercambio
de
prisioneros
y
posteriormente
asesinado,
al
parecer
por
las
fuerzas
de
seguridad
siempre
apoyadas
militar
y
económicamente
por
los
Estados
Unidos.
Nunca
se
tuvo
mucha
información
sobre
aquellos
hechos:
los
medios
de
comunicación
no
llegaron
en
ningún
momento
a
preguntarse
si
la
revelación
de
las
atrocidades
que
se
denunciaban
—en
vez
de
mantenerlas
en
secreto
y
silenciarlas—
podía
haber
salvado
su
vida.
Todo
lo
anterior
nos
enseña
mucho
acerca
del
modo
de
funcionamiento
de
un
sistema
de
fabricación
de
consenso.
En
comparación
con
las
revelaciones
de
Herbert
Anaya
en
El
Salvador,
las
memorias
de
Valladares
son
como
una
pulga
al
lado
de
un
elefante.
Pero
no
podemos
ocuparnos
de
pequeñeces,
lo
cual
nos
conduce
hacia
la
próxima
guerra.
Creo
que
cada
vez
tendremos
más
noticias
sobre
todo
esto,
hasta
que
tenga
lugar
la
operación
siguiente.
Solo
algunas
consideraciones
sobre
lo
último
que
se
ha
dicho,
si
bien
al
final
volveremos
sobre
ello.
Empecemos
recordando
el
estudio
de
la
Universidad
de
Massachusetts
ya
mencionado,
ya
que
llega
a
conclusiones
interesantes.
En
él
se
preguntaba
a la
gente
si
creía
que
los
Estados
Unidos
debía
intervenir
por
la
fuerza
para
impedir
la
invasión
ilegal
de
un
país
soberano
o
para
atajar
los
abusos
cometidos
contra
los
derechos
humanos.
En
una
proporción
de
dos
a
uno
la
respuesta
del
público
americano
era
afirmativa.
Había
que
utilizar
la
fuerza
militar
para
que
se
diera
marcha
atrás
en
cualquier
caso
de
invasión
o
para
que
se
respetaran
los
derechos
humanos.
Pero
si
los
Estados
Unidos
tuvieran
que
seguir
al
pie
de
la
letra
el
consejo
que
se
deriva
de
la
citada
encuesta,
habría
que
bombardear
El
Salvador,
Guatemala,
Indonesia,
Damasco,
Tel
Aviv,
Ciudad
del
Cabo,
Washington,
y
una
lista
interminable
de
países,
ya
que
todos
ellos
representan
casos
manifiestos,
bien
de
invasión
ilegal,
bien
de
violación
de
derechos
humanos.
Si
uno
conoce
los
hechos
vinculados
a
estos
ejemplos,
comprenderá
perfectamente
que
la
agresión
y
las
atrocidades
de
Sadam
Husein
—que
tampoco
son
de
carácter
extremo—
se
incluyen
claramente
dentro
de
este
abanico
de
casos.
¿Por
qué,
entonces,
nadie
llega
a
esta
conclusión?
La
respuesta
es
que
nadie
sabe
lo
suficiente.
En
un
sistema
de
propaganda
bien
engrasado
nadie
sabrá
de
qué
hablo
cuando
hago
una
lista
como
la
anterior.
Pero
si
alguien
se
molesta
en
examinarla
con
cuidado,
verá
que
los
ejemplos
son
totalmente
apropiados.
Tomemos
uno
que,
de
forma
amenazadora,
estuvo
a
punto
de
ser
percibido
durante
la
guerra
del
Golfo.
En
febrero,
justo
en
la
mitad
de
la
campaña
de
bombardeos,
el
gobierno
del
Líbano
solicitó
a
Israel
que
observara
la
resolución
425
del
Consejo
de
Seguridad
de
las
Naciones
Unidas,
de
marzo
de
1978,
por
la
que
se
le
exigía
que
se
retirara
inmediata
e
incondicionalmente
del
Líbano.
Después
de
aquella
fecha
ha
habido
otras
resoluciones
posteriores
redactadas
en
los
mismos
términos,
pero
desde
luego
Israel
no
ha
acatado
ninguna
de
ellas
porque
los
Estados
Unidos
dan
su
apoyo
al
mantenimiento
de
la
ocupación.
Al
mismo
tiempo,
el
sur
del
Líbano
recibe
las
embestidas
del
terrorismo
del
Estado
judío,
y no
solo
brinda
espacio
para
la
ubicación
de
campos
de
tortura
y
aniquilamiento
sino
que
también
se
utiliza
como
base
para
atacar
a
otras
partes
del
país.
Desde
1978,
fecha
de
la
resolución
citada,
el
Líbano
fue
invadido,
la
ciudad
de
Beirut
sufrió
continuos
bombardeos,
unas
20.000
personas
murieron
—en
torno
al
80%
eran
civiles—,
se
destruyeron
hospitales,
y la
población
tuvo
que
soportar
todo
el
daño
imaginable,
incluyendo
el
robo
y el
saqueo.
Excelente...
los
Estados
Unidos
lo
apoyaban.
Es
solo
un
ejemplo.
La
cuestión
está
en
que
no
vimos
ni
oímos
nada
en
los
medios
de
información
acerca
de
todo
ello,
ni
siquiera
una
discusión
sobre
si
Israel
y
los
Estados
Unidos
deberían
cumplir
la
resolución
425
del
Consejo
de
Seguridad,
o
cualquiera
de
las
otras
posteriores,
del
mismo
modo
que
nadie
solicitó
el
bombardeo
de
Tel
Aviv,
a
pesar
de
los
principios
defendidos
por
dos
tercios
de
la
población.
Porque,
después
de
todo,
aquello
es
una
ocupación
ilegal
de
un
territorio
en
el
que
se
violan
los
derechos
humanos.
Solo
es
un
ejemplo,
pero
los
hay
incluso
peores.
Cuando
el
ejército
de
Indonesia
invadió
Timor
Oriental
dejó
una
huella
de
200.000
cadáveres,
cifra
que
no
parece
tener
importancia
al
lado
de
otros
ejemplos.
El
caso
es
que
aquella
invasión
también
recibió
el
apoyo
claro
y
explícito
de
los
Estados
Unidos,
que
todavía
prestan
al
gobierno
indonesio
ayuda
diplomática
y
militar.
Y
podríamos
seguir
indefinidamente.
La
guerra
del
Golfo
Veamos
otro
ejemplo
mas
reciente.
Vamos
viendo
cómo
funciona
un
sistema
de
propaganda
bien
engrasado.
Puede
que
la
gente
crea
que
el
uso
de
la
fuerza
contra
Iraq
se
debe
a
que
América
observa
realmente
el
principio
de
que
hay
que
hacer
frente
a
las
invasiones
de
países
extranjeros
o a
las
transgresiones
de
los
derechos
humanos
por
la
vía
militar,
y
que
no
vea,
por
el
contrario,
qué
pasaría
si
estos
principios
fueran
también
aplicables
a la
conducta
política
de
los
Estados
Unidos.
Estamos
antes
un
éxito
espectacular
de
la
propaganda.
Tomemos
otro
caso.
Si
se
analiza
detenidamente
la
cobertura
periodística
de
la
guerra
desde
el
mes
de
agosto
(1990),
se
ve,
sorprendentemente,
que
faltan
algunas
opiniones
de
cierta
relevancia.
Por
ejemplo,
existe
una
oposición
democrática
iraquí
de
cierto
prestigio,
que,
por
supuesto,
permanece
en
el
exilio
dada
la
quimera
de
sobrevivir
en
Iraq.
En
su
mayor
parte
están
en
Europa
y
son
banqueros,
ingenieros,
arquitectos,
gente
así,
es
decir,
con
cierta
elocuencia,
opiniones
propias
y
capacidad
y
disposición
para
expresarlas.
Pues
bien,
cuando
Sadam
Husein
era
todavía
el
amigo
favorito
de
Bush
y un
socio
comercial
privilegiado,
aquellos
miembros
de
la
oposición
acudieron
a
Washington,
según
las
fuentes
iraquíes
en
el
exilio,
a
solicitar
algún
tipo
de
apoyo
a
sus
demandas
de
constitución
de
un
parlamento
democrático
en
Iraq.
Y
claro,
se
les
rechazó
de
plano,
ya
que
los
Estados
Unidos
no
estaban
en
absoluto
interesados
en
lo
mismo.
En
los
archivos
no
consta
que
hubiera
ninguna
reacción
ante
aquello.
A
partir
de
agosto
fue
un
poco
más
difícil
ignorar
la
existencia
de
dicha
oposición,
ya
que
cuando
de
repente
se
inició
el
enfrentamiento
con
Sadam
Husein
después
de
haber
sido
su
más
firme
apoyo
durante
años,
se
adquirió
también
conciencia
de
que
existía
un
grupo
de
demócratas
iraquíes
que
seguramente
tenían
algo
que
decir
sobre
el
asunto.
Por
lo
pronto,
los
opositores
se
sentirían
muy
felices
si
pudieran
ver
al
dictador
derrocado
y
encarcelado,
ya
que
había
matado
a
sus
hermanos,
torturado
a
sus
hermanas
y
les
había
mandado
a
ellos
mismos
al
exilio.
Habían
estado
luchando
contra
aquella
tiranía
que
Ronald
Reagan
y
George
Bush
habían
estado
protegiendo.
¿Por
qué
no
se
tenía
en
cuenta,
pues,
su
opinión?
Echemos
un
vistazo
a
los
medios
de
información
de
ámbito
nacional
y
tratemos
de
encontrar
algo
acerca
de
la
oposición
democrática
iraquí
desde
agosto
de
1990
hasta
marzo
de
1991:
ni
una
línea.
Y no
es a
causa
de
que
dichos
resistentes
en
el
exilio
no
tengan
facilidad
de
palabra,
ya
que
hacen
repetidamente
declaraciones,
propuestas,
llamamientos
y
solicitudes,
y,
si
se
les
observa,
se
hace
difícil
distinguirles
de
los
componentes
del
movimiento
pacifista
americano.
Están
contra
Sadam
Husein
y
contra
la
intervención
bélica
en
Iraq.
No
quieren
ver
cómo
su
país
acaba
siendo
destruido,
desean
y
son
perfectamente
conscientes
de
que
es
posible
una
solución
pacífica
del
conflicto.
Pero
parece
que
esto
no
es
políticamente
correcto,
por
lo
que
se
les
ignora
por
completo.
Así
que
no
oímos
ni
una
palabra
acerca
de
la
oposición
democrática
iraquí,
y si
alguien
está
interesado
en
saber
algo
de
ellos
puede
comprar
la
prensa
alemana
o la
británica.
Tampoco
es
que
allí
se
les
haga
mucho
caso,
pero
los
medios
de
comunicación
están
menos
controlados
que
los
americanos,
de
modo
que,
cuando
menos,
no
se
les
silencia
por
completo.
Lo
descrito
en
los
párrafos
anteriores
ha
constituido
un
logro
espectacular
de
la
propaganda.
En
primer
lugar,
se
ha
conseguido
excluir
totalmente
las
voces
de
los
demócratas
iraquíes
del
escenario
político,
y,
segundo,
nadie
se
ha
dado
cuenta,
lo
cual
es
todavía
más
interesante.
Hace
falta
que
la
población
esté
profundamente
adoctrinada
para
que
no
haya
reparado
en
que
no
se
está
dando
espacio
a
las
opiniones
de
la
oposición
iraquí,
aunque,
en
caso
de
haber
observado
el
hecho,
si
se
hubiera
formulado
la
pregunta
¿por
qué?,
la
respuesta
habría
sido
evidente:
porque
los
demócratas
iraquíes
piensan
por
sí
mismos;
están
de
acuerdo
con
los
presupuestos
del
movimiento
pacifista
internacional,
y
ello
les
coloca
en
fuera
de
juego.
Veamos
ahora
las
razones
que
justificaban
la
guerra.
Los
agresores
no
podían
ser
recompensados
por
su
acción,
sino
que
había
que
detener
la
agresión
mediante
el
recurso
inmediato
a la
violencia:
esto
lo
explicaba
todo.
En
esencia,
no
se
expuso
ningún
otro
motivo.
Pero,
¿es
posible
que
sea
esta
una
explicación
admisible?
¿Defienden
en
verdad
los
Estados
Unidos
estos
principios:
que
los
agresores
no
pueden
obtener
ningún
premio
por
su
agresión
y
que
esta
debe
ser
abortada
mediante
el
uso
de
la
violencia?
No
quiero
poner
a
prueba
la
inteligencia
de
quien
me
lea
al
repasar
los
hechos,
pero
el
caso
es
que
un
adolescente
que
simplemente
supiera
leer
y
escribir
podría
rebatir
estos
argumentos
en
dos
minutos.
Pero
nunca
nadie
lo
hizo.
Fijémonos
en
los
medios
de
comunicación,
en
los
comentaristas
y
críticos
liberales,
en
aquellos
que
declaraban
ante
el
Congreso,
y
veamos
si
había
alguien
que
pusiera
en
entredicho
la
suposición
de
que
los
Estados
Unidos
era
fiel
de
verdad
a
esos
principios.
¿Se
han
opuesto
los
Estados
Unidos
a su
propia
agresión
a
Panamá,
y se
ha
insistido,
por
ello,
en
bombardear
Washington?
Cuando
se
declaró
ilegal
la
invasión
de
Namibia
por
parte
de
Sudáfrica,
¿impusieron
los
Estados
Unidos
sanciones
y
embargos
de
alimentos
y
medicinas?
¿Declararon
la
guerra?
¿Bombardearon
Ciudad
del
Cabo?
No.
Transcurrió
un
período
de
veinte
años
de
diplomacia
discreta.
Y la
verdad
es
que
no
fue
muy
divertido
lo
que
ocurrió
durante
estos
años,
dominados
por
las
administraciones
de
Reagan
y
Bush,
en
los
que
aproximadamente
un
millón
y
medio
de
personas
fueron
muertas
a
manos
de
Sudáfrica
en
los
países
limítrofes.
Pero
olvidemos
lo
que
ocurrió
en
Sudáfrica
y
Namibia:
aquello
fue
algo
que
no
lastimó
nuestros
espíritus
sensibles.
Proseguimos
con
nuestra
diplomacia
discreta
para
acabar
concediendo
una
generosa
recompensa
a
los
agresores.
Se
les
concedió
el
puerto
más
importante
de
Namibia
y
numerosas
ventajas
que
tenían
que
ver
con
su
propia
seguridad
nacional.
¿Dónde
está
ese
famoso
principio
que
defendemos?
De
nuevo:
es
un
juego
de
niños
demostrar
que
aquellas
no
podían
ser
de
ningún
modo
las
razones
para
ir a
la
guerra,
precisamente
porque
nosotros
mismos
no
somos
fieles
a
estos
principios.
Pero
nadie
lo
hizo;
esto
es
lo
importante.
Del
mismo
modo,
nadie
se
molestó
en
señalar
la
conclusión
emergente
de
todo
ello:
que
no
había
razón
alguna
para
la
guerra.
Ninguna,
al
menos,
que
un
adolescente
no
analfabeto
no
pudiera
refutar
en
dos
minutos.
Y de
nuevo
estamos
ante
el
sello
característico
de
una
cultura
totalitaria.
Algo
sobre
lo
que
deberíamos
reflexionar
ya
que
es
alarmante
que
nuestro
país
sea
tan
dictatorial
que
nos
pueda
llevar
a
una
guerra
sin
dar
ninguna
razón
de
ello
y
sin
que
nadie
se
entere
de
los
llamamientos
del
Líbano.
Es
realmente
chocante.
Justo
antes
de
que
empezara
el
bombardeo,
a
mediados
de
enero,
un
sondeo
llevado
a
cabo
por
el
Washington
Post
y la
cadena
ABC
revelaba
un
dato
interesante.
La
pregunta
formulada
era:
si
Iraq
aceptara
retirarse
de
Kuwait
a
cambio
de
que
el
Consejo
de
Seguridad
estudiara
la
resolución
del
conflicto
árabe-israelí,
¿estaría
de
acuerdo?
Y el
resultado
nos
decía
que,
en
una
proporción
de
dos
a
uno,
la
población
estaba
a
favor.
Lo
mismo
sucedía
en
el
mundo
entero,
incluyendo
a la
oposición
iraquí,
de
forma
que
en
el
informe
final
se
reflejaba
el
dato
de
que
dos
tercios
de
los
americanos
daban
un
sí
como
respuesta
a la
pregunta
referida.
Cabe
presumir
que
cada
uno
de
estos
individuos
pensaba
que
era
el
único
en
el
mundo
en
pensar
así,
ya
que,
desde
luego,
en
la
prensa
nadie
había
dicho
en
ningún
momento
que
aquello
pudiera
ser
una
buena
idea.
Las
órdenes
de
Washington
habían
sido
muy
claras:
hemos
de
estar
en
contra
de
cualquier
conexión,
es
decir,
de
cualquier
relación
diplomática,
por
lo
que
todo
el
mundo
debía
marcar
el
paso
y
oponerse
a
las
soluciones
pacíficas
que
pudieran
evitar
la
guerra.
Si
intentamos
encontrar
en
la
prensa
comentarios
o
reportajes
al
respecto,
solo
descubriremos
una
columna
de
Alex
Cockbum
en
Los
Angeles
Times,
en
la
que
éste
se
mostraba
favorable
a la
respuesta
mayoritaria
de
la
encuesta.
Seguramente,
los
que
contestaron
la
pregunta
pensaban
estoy
solo,
pero
esto
es
lo
que
pienso.
De
todos
modos,
supongamos
que
hubieran
sabido
que
no
estaban
solos,
que
había
otros,
como
la
oposición
democrática
iraquí,
que
pensaban
igual.
Y
supongamos
también
que
sabían
que
la
pregunta
no
era
una
mera
hipótesis,
sino
que,
de
hecho,
Iraq
había
hecho
precisamente
la
oferta
señalada,
y
que
ésta
había
sido
dada
a
conocer
por
el
alto
mando
del
ejército
americano
justo
ocho
días
antes:
el
día
2 de
enero
se
había
difundido
la
oferta
iraquí
de
retirada
total
de
Kuwait
a
cambio
de
que
el
Consejo
de
Seguridad
discutiera
y
resolviera
el
conflicto
árabe-israelí
y el
de
las
armas
de
destrucción
masiva.
(Recordemos
que
los
Estados
Unidos
habían
estado
rechazando
esta
negociación
desde
mucho
antes
de
la
invasión
de
Kuwait).
Supongamos,
asimismo,
que
la
gente
sabía
que
la
propuesta
estaba
realmente
encima
de
la
mesa,
que
recibía
un
apoyo
generalizado,
y
que,
de
hecho,
era
algo
que
cualquier
persona
racional
haría
si
quisiera
la
paz,
al
igual
que
hacemos
en
otros
casos,
más
esporádicos,
en
que
precisamos
de
verdad
repeler
la
agresión.
Si
suponemos
que
se
sabía
todo
esto,
cada
uno
puede
hacer
sus
propias
conjeturas.
Personalmente
doy
por
sentado
que
los
dos
tercios
mencionados
se
habrían
convertido,
casi
con
toda
probabilidad,
en
el
98%
de
la
población.
Y
aquí
tenemos
otro
éxito
de
la
propaganda.
Es
casi
seguro
que
no
había
ni
una
sola
persona,
de
las
que
contestaron
la
pregunta,
que
supiera
algo
de
lo
referido
en
este
párrafo
porque
seguramente
pensaba
que
estaba
sola.
Por
ello,
fue
posible
seguir
adelante
con
la
política
belicista
sin
ninguna
oposición.
Hubo
mucha
discusión,
protagonizada
por
el
director
de
la
CIA,
entre
otros,
acerca
de
si
las
sanciones
serían
eficaces
o
no.
Sin
embargo
no
se
discutía
la
cuestión
más
simple:
¿habían
funcionado
las
sanciones
hasta
aquel
momento?
Y la
respuesta
era
que
sí,
que
por
lo
visto
habían
dado
resultados,
seguramente
hacia
finales
de
agosto,
y
con
más
probabilidad
hacia
finales
de
diciembre.
Es
muy
difícil
pensar
en
otras
razones
que
justifiquen
las
propuestas
iraquíes
de
retirada,
autentificadas
o,
en
algunos
casos,
difundidas
por
el
Estado
Mayor
estadounidense,
que
las
consideraba
serias
y
negociables.
Así
la
pregunta
que
hay
que
hacer
es:
¿Habían
sido
eficaces
las
sanciones?
¿Suponían
una
salida
a la
crisis?
¿Se
vislumbraba
una
solución
aceptable
para
la
población
en
general,
la
oposición
democrática
iraquí
y el
mundo
en
su
conjunto?
Estos
temas
no
se
analizaron
ya
que
para
un
sistema
de
propaganda
eficaz
era
decisivo
que
no
aparecieran
como
elementos
de
discusión,
lo
cual
permitió
al
presidente
del
Comité
Nacional
Republicano
decir
que
si
hubiera
habido
un
demócrata
en
el
poder,
Kuwait
todavía
no
habría
sido
liberado.
Puede
decir
esto
y
ningún
demócrata
se
levantará
y
dirá
que
si
hubiera
sido
presidente
habría
liberado
Kuwait
seis
meses
antes.
Hubo
entonces
oportunidades
que
se
podían
haber
aprovechado
para
hacer
que
la
liberación
se
produjera
sin
que
fuera
necesaria
la
muerte
de
decenas
de
miles
de
personas
ni
ninguna
catástrofe
ecológica.
Ningún
demócrata
dirá
esto
porque
no
hubo
ningún
demócrata
que
adoptara
esta
postura,
si
acaso
con
la
excepción
de
Henry
González
y
Barbara
Boxer,
es
decir,
algo
tan
marginal
que
se
puede
considerar
prácticamente
inexistente.
Cuando
los
misiles
Scud
cayeron
sobre
Israel
no
hubo
ningún
editorial
de
prensa
que
mostrara
su
satisfacción
por
ello.
Y
otra
vez
estamos
ante
un
hecho
interesante
que
nos
indica
cómo
funciona
un
buen
sistema
de
propaganda,
ya
que
podríamos
preguntar
¿y
por
qué
no?
Después
de
todo,
los
argumentos
de
Sadam
Husein
eran
tan
válidos
como
los
de
George
Bush:
¿cuáles
eran,
al
fin
y al
cabo?
Tomemos
el
ejemplo
del
Líbano.
Sadam
Husein
dice
que
rechaza
que
Israel
se
anexione
el
sur
del
país,
de
la
misma
forma
que
reprueba
la
ocupación
israelí
de
los
Altos
del
Golán
sirios
y de
Jerusalén
Este,
tal
como
ha
declarado
repetidamente
por
unanimidad
el
Consejo
de
Seguridad
de
las
Naciones
Unidas.
Pero
para
el
dirigente
iraquí
son
inadmisibles
la
anexión
y la
agresión.
Israel
ha
ocupado
el
sur
del
Líbano
desde
1978
en
clara
violación
de
las
resoluciones
del
Consejo
de
Seguridad,
que
se
niega
a
aceptar,
y
desde
entonces
hasta
el
día
de
hoy
ha
invadido
todo
el
país
y
todavía
lo
bombardea
a
voluntad.
Es
inaceptable.
Es
posible
que
Sadam
Husein
haya
leído
los
informes
de
Amnistía
Internacional
sobre
las
atrocidades
cometidas
por
el
ejército
israelí
en
la
Cisjordania
ocupada
y en
la
franja
de
Gaza.
Por
ello,
su
corazón
sufre.
No
puede
soportarlo.
Por
otro
lado,
las
sanciones
no
pueden
mostrar
su
eficacia
en
Israel
porque
los
Estados
Unidos
vetan
su
aplicación,
y
las
negociaciones
siguen
bloqueadas.
¿Qué
queda,
aparte
de
la
fuerza?
Ha
estado
esperando
durante
años:
trece
en
el
caso
del
Líbano;
veinte
en
el
de
los
territorios
ocupados.
Este
argumento
nos
suena.
La
única
diferencia
entre
este
y el
que
hemos
oído
en
alguna
otra
ocasión
está
en
que
Sadam
Husein
podía
decir,
sin
temor
a
equivocarse,
que
las
sanciones
y
las
negociaciones
no
se
pueden
poner
en
práctica
porque
los
Estados
Unidos
lo
impiden.
George
Bush
no
podía
decir
lo
mismo,
dado
que,
en
su
caso,
las
sanciones
parece
que
sí
funcionaron,
por
lo
que
cabía
pensar
que
las
negociaciones
también
darían
resultado.
En
vez
de
ello,
el
presidente
americano
las
rechazó
de
plano,
diciendo
de
manera
explícita
que
en
ningún
momento
iba
a
haber
negociación
alguna.
¿Alguien
vio
que
en
la
prensa
hubiera
comentarios
que
señalaran
la
importancia
de
todo
esto?
No.
¿Por
qué?
Es
una
trivialidad.
Es
algo
que,
de
nuevo,
un
adolescente
que
sepa
las
cuatro
reglas
puede
resolver
en
un
minuto.
Pero
nadie,
ni
comentaristas
ni
editorialistas,
llamaron
la
atención
sobre
ello.
Nuevamente
se
ponen
de
relieve
los
signos
de
una
cultura
totalitaria
bien
llevada
y se
demuestra
que
la
fabricación
del
consenso
sí
funciona.
Solo
otro
comentario
sobre
esto
último.
Podríamos
poner
muchos
ejemplos
a
medida
que
vamos
hablando.
Admitamos,
de
momento,
que
efectivamente
Sadam
Husein
es
un
monstruo
que
quiere
conquistar
el
mundo
—una
creencia
ampliamente
generalizada
en
los
Estados
Unidos.
No
es
de
extrañar,
ya
que
la
gente
experimentó
cómo
una
y
otra
vez
le
martilleaban
el
cerebro
con
lo
mismo:
está
a
punto
de
quedarse
con
todo;
ahora
es
el
momento
de
pararle
los
pies.
Pero,
¿cómo
pudo
Sadam
Husein
llegar
a
ser
tan
poderoso?
Iraq
es
un
país
del
Tercer
Mundo,
pequeño,
sin
infraestructura
industrial.
Libró
durante
ocho
años
una
guerra
terrible
contra
Irán,
país
que
en
la
fase
posrevolucionaria
había
visto
diezmado
su
cuerpo
de
oficiales
y la
mayor
parte
de
su
fuerza
militar.
Iraq,
por
su
lado,
había
recibido
una
pequeña
ayuda
en
esa
guerra,
al
ser
apoyado
por
la
Unión
Soviética,
los
Estados
Unidos,
Europa,
los
países
árabes
más
importantes
y
las
monarquías
petroleras
del
Golfo.
Y,
aun
así,
no
pudo
derrotar
a
Irán.
Pero,
de
repente,
es
un
país
preparado
para
conquistar
el
mundo.
¿Hubo
alguien
que
destacara
este
hecho?
La
clave
del
asunto
está
en
que
era
un
país
del
Tercer
Mundo
y su
ejército
estaba
formado
por
campesinos,
y en
que
—como
ahora
se
reconoce—
hubo
una
enorme
desinformación
acerca
de
las
fortificaciones,
de
las
armas
químicas,
etc.;
¿hubo
alguien
que
hiciera
mención
de
todo
aquello?
No,
no
hubo
nadie.
Típico.
Fíjense
que
todo
ocurrió
exactamente
un
año
después
de
que
se
hiciera
lo
mismo
con
Manuel
Noriega.
Este,
si
vamos
a
eso,
era
un
gángster
de
tres
al
cuarto
comparado
con
los
amigos
de
Bush,
sean
Sadam
Husein
o
los
dirigentes
chinos,
o
con
Bush
mismo.
Un
desalmado
de
baja
estofa
que
no
alcanzaba
los
estándares
internacionales
que
a
otros
colegas
les
daban
una
aureola
de
atracción.
Aun
así,
se
le
convirtió
en
una
bestia
de
exageradas
proporciones
que
en
su
calidad
de
líder
de
los
narcotraficantes
nos
iba
a
destruir
a
todos.
Había
que
actuar
con
rapidez
y
aplastarle,
matando
a un
par
de
cientos,
quizás
a un
par
de
miles,
de
personas,
devolver
el
poder
a la
minúscula
oligarquía
blanca
—en
torno
al
8%
de
la
población—
y
hacer
que
el
ejército
estadounidense
controlara
todos
los
niveles
del
sistema
político.
Y
había
que
hacer
todo
esto
porque,
después
de
todo,
o
nos
protegíamos
a
nosotros
mismos,
o el
monstruo
nos
iba
a
devorar.
Pues
bien,
un
año
después
se
hizo
lo
mismo
con
Sadam
Husein.
¿Alguien
dijo
algo?
¿Alguien
escribió
algo
respecto
a lo
que
pasaba
y
por
qué?
Habrá
que
buscar
y
mirar
con
mucha
atención
para
encontrar
alguna
palabra
al
respecto.
Démonos
cuenta
de
que
todo
esto
no
es
tan
distinto
de
lo
que
hacía
la
Comisión
Creel
cuando
convirtió
a
una
población
pacífica
en
una
masa
histérica
y
delirante
que
quería
matar
a
todos
los
alemanes
para
protegerse
a sí
misma
de
aquellos
bárbaros
que
descuartizaban
a
los
niños
belgas.
Quizás
en
la
actualidad
las
técnicas
son
más
sofisticadas,
por
la
televisión
y
las
grandes
inversiones
económicas,
pero
en
el
fondo
viene
a
ser
lo
mismo
de
siempre.
Creo
que
la
cuestión
central,
volviendo
a mi
comentario
original,
no
es
simplemente
la
manipulación
informativa,
sino
algo
de
dimensiones
mucho
mayores.
Se
trata
de
si
queremos
vivir
en
una
sociedad
libre
o
bajo
lo
que
viene
a
ser
una
forma
de
totalitarismo
autoimpuesto,
en
el
que
el
rebaño
desconcertado
se
encuentra,
además,
marginado,
dirigido,
amedrentado,
sometido
a la
repetición
inconsciente
de
eslóganes
patrióticos,
e
imbuido
de
un
temor
reverencial
hacia
el
líder
que
le
salva
de
la
destrucción,
mientras
que
las
masas
que
han
alcanzado
un
nivel
cultural
superior
marchan
a
toque
de
corneta
repitiendo
aquellos
mismos
eslóganes
que,
dentro
del
propio
país,
acaban
degradados.
Parece
que
la
única
alternativa
está
en
servir
a un
estado
mercenario
ejecutor,
con
la
esperanza
añadida
de
que
otros
vayan
a
pagarnos
el
favor
de
que
les
estemos
destrozando
el
mundo.
Estas
son
las
opciones
a
las
que
hay
que
hacer
frente.
Y la
respuesta
a
estas
cuestiones
está
en
gran
medida
en
manos
de
gente
como
ustedes
y
yo. |