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El drama histórico de Van Gogh

Van Gogh llegó a París en febrero de 1886. Tenía treinta y tres años y viviría cuatro años más. Su trabajo verdadero, de pintor, había empezado en octubre de 1880: una vida breve, fulgurante, intensa. Esta fue su historia de hombre y de artista.

Pero, ¿cuáles son los sentimientos, los pensamientos, los propósitos que Van Gogh lleva consigo a la capital de Francia? Conocer la formación espiritual de Van Gogh, anterior a su llegada a París, es de una importancia decisiva para comprender sus reacciones en los últimos cuatro años de su existencia.

Hijo de un pastor calvinista, sensible y apasionado en una época viva y conmovida por las ideas de redención social, que desde Francia se habían extendido también a las naciones vecinas, Van Gogh acababa por escoger como vocación de su vida la predicación evangélica entre los mineros belgas del Borinage, el «país negro». En este «curso gratuito en la gran universidad de la miseria» había tomado sus primeras, humanísimas y dramáticas lecciones. Sus compañeros eran la Biblia y La Revolución francesa de Michelet; Dickens, Hugo y, un poco más tarde, el Germinal de Zola, o sea de ese Zola que escribía a su traductor holandés, Van Santen Kalff: «Todas las veces que ahora emprendo un estudio, me topo con el socialismo». Los libros de Zola ya eran para Van Gogh «los mejores tratados sobre la época actual». Así, el evangelismo y el socialismo humanitario habían encontrado en él un punto de fusión, de incandescencia, que lo colocaban contra la religión formalista de tantos hermanos suyos de predicación, quienes miraban «las cosas espirituales -decía él con lenguaje áspero- desde el punto de vista típico de los borrachos», y «eran incapaces de experimentar emociones humanas». Él, en cambio, tenía de la religión una idea viva, incorporada a la realidad de aquellos hombres en medio de los cuales hubiera querido pasar su vida; para él, en suma, Pablo de Tarso era «un obrero con los siglos del dolor, del sufrimiento, del trabajo, sin ninguna apariencia de belleza, pero con un alma inmortal»; y, viceversa, el minero que salía de los pozos llevaba consigo la imagen de Dios.

Las cartas que Van Gogh escribió en esos años son ricas en indicaciones en este sentido. Todo lo que ve y observa, todo lo que lo conmueve se coloca ya en una perspectiva poética, figurativa. Él lo advierte con claridad. Ya en noviembre de 1878 escribe: «Si yo pudiera trabajar por dos o tres meses en silencio en una región como ésta, y aprender y observar constantemente, no regresaría sin tener algo que decir, algo que valga verdaderamente la pena de ser escuchado; y digo esto con toda humildad y franqueza».

Desde Ámsterdam a Laeken, Wasmes, Etten, Drenthe, Nuenen, en todos los lugares donde estuvo antes de su viaje a París, la realidad que había observado constantemente era una sola, la de los hombres que trabajan en las fábricas, en las minas, en los campos. Incluso cuando suspende su actividad de predicador, siempre será éste el mundo que seguirá interesándole: «Me levanté temprano y vi a los obreros que llegaban al trabajo con un sol magnífico. Te hubiera gustado ver el aspecto particular de este río de personajes negros, grandes y chiquitos, en la calle estrecha donde apenas había un poco de sol primero, y después en el trabajo (agosto 1877)... Los obreros de esta mina son generalmente flacos y pálidos de fiebre, tienen un aspecto fatigado y raído, son oscuros de piel y viejos antes de tiempo; las mujeres son débiles y marchitas. Alrededor de la mina, miserables viviendas de mineros, con algún árbol muerto ennegrecido y setos de zarzas, montones de desechos y cenizas, montañas de carbón inutilizable (abril 1879)... Los obreros de las minas de carbón y los tejedores son una raza un poco distinta a la de los demás trabajadores y artesanos, y yo siento hacia ellos una gran simpatía... El hombre del fondo del abismo, de profundis, es el minero; el otro, de aire pensativo, como de soñador, de sonámbulo, es el tejedor. Hace casi dos años que vivo con ellos y he aprendido a conocer bastante su carácter original, sobre todo el de los mineros. Y cada día encuentro algo conmovedor, hasta desgarrador en estos obreros pobres y oscuros, los más desvalidos de todos, puede decirse, los más despreciados, los que en general, con imaginación vivaz pero falsa e injusta, nos representamos como una raza de malhechores y de bandidos (agosto 1880)... nunca oyes quejarse a los tejedores, a pesar de que llevan una vida ruda. Supongamos que un tejedor que trabaja duro haga una pieza de sesenta aunes en una semana. Mientras él teje, es necesario que su mujer se ocupe de los carreteles, o sea, que enrolle el hilo en los husos; de modo que son dos las personas que trabajan y tienen que vivir de este trabajo. Sobre esta pieza el tejedor gana neto, por ejemplo, cuatro florines y medio; y cuando la lleva al fabricante, a menudo se les dice, hoy en día, que sólo podrá recibir un nuevo pedido dentro de ocho o quince días. Luego, no solamente el salario es bajo, también el trabajo escasea. Así, esta gente es a menudo nerviosa e inquieta. Es un estado de ánimo distinto al que conocí entre los mineros del carbón, un año en que hubo huelga y muchos incidentes (1884)... Me mezclé íntimamente a la vida de los campesinos, a fuerza de verlos continuamente a todas horas, tanto que no me siento atraído por ninguna otra idea...» (1885)

Este fue el mundo en el que maduraron los sentimientos de Van Gogh y su vocación de artista. Por consiguiente, era lógico que se orientara en sentido realista y hacia un realismo preciso, cargado de contenido social. Su poética estaba bien definida: «La mano de un trabajador es mejor que el Apolo de Belvedere». Así se expresaba. Y todo su trabajo consistió en tratar de encontrar la manera más eficaz de representar esa mano. Era natural, pues, que escogiera como maestros precisamente a aquellos pintores que más se habían dedicado a representar a los campesinos, obrero, artesanos y gente del pueblo: Millet, Courbet, Daumier, el Delacroix menos literario. En esos pintores veía ejemplos, indicaciones valiosas para hacer lo que «sentía». De Daumier amaba sobre todo la manera ancha y sencilla y la capacidad de captar sin vacilaciones el centro del argumento. A propósito de un dibujo de él, afirmaba: «Debe ser bueno sentir y pensar de esta manera y pasar por alto un montón de detalles, para concentrarse en lo que hace pensar, y sobre lo que concierne de la manera más directa al hombre como hombre, en lugar de ocuparse de los prados y las nubes». Daumier se le había revelado claramente en 1852: «Te pregunto si están a la venta las láminas de Daumier a buen precio y, si así fuera, cuáles son. Yo siempre lo encontré fuerte, pero solamente en estos últimos tiempos he empezado a creer que tiene una importancia aún mayor de la que pensaba». Pero también Millet le interesa por esa capacidad particular de «recargar» la expresión. «Es mejor callar que expresarse débilmente». Ya desde esos años quería hacer cuadros, dibujos que tuvieran como primera cualidad la de «impresionar». También en Courbet ve sobre todo el valor del color, usado no en sentido naturalista, sino expresivo: «Un retrato de Courbet tiene un valor más alto, es enérgico, libre, pintado con toda la gama de los bellos tonos profundos, de rojo-pardo, dorados, violeta, más fríos en la sombra, con el negro... es más bello que el retrato de cualquiera que hubiese imitado el color del rostro con una horrenda exactitud».

Es precisamente al considerar los retratos de Courbet que Van Gogh tiene, en 1884, la primera revelación del valor de la transición del color: «El color expresa algo de por sí mismo». Era esto lo que buscaba: la intensidad de la expresión, a la cual sacrificaba cualquier otra preocupación. Pero siempre la expresión de la realidad, o mejor todavía: del hombre añadido a la naturaleza. Esta vieja definición baconiana de la técnica, Van Gogh la adoptaba con un significado espiritual rico en tensión emocionante: «No conozco mejor definición de la palabra arte que ésta: El arte es el hombre añadido a la naturaleza; la naturaleza, la realidad, la verdad, pero con un significado, con una concepción, con un carácter que el artista extrae y a los cuales da expresión».

Para él, pues, la expresión consistía en este «extraer» de las cosas su significado más verdadero, pero, este principio no traicionaba la verdad de lo real, puesto que estaba firmemente convencido de que hubiera faltado «una sólida base» si uno no se olvidaba de «que la naturaleza existe» Es con este espíritu que encara el tema de Los comedores de papas. La verdad, la realidad, el significado de esos campesinos integraban una historia de trabajo duro y de penuria. Y esto era lo que se debía «extraer». He aquí donde la deformación realista de Daumier lo ayudaba; simplificar e intensificar, pasando de la caricatura a la concentración dramática. Pero el alma de Van Gogh seguía anclada en los valores humanos más profundos del siglo XIX. «He querido dar concienzudamente la idea de esta gente que, bajo la lámpara, come sus papas con esas mismas manos con las que ha trabajado la tierra. Mi cuadro exalta el trabajo manual y los alimentos que ellos, por sí mismos, se han ganado honradamente».

Este era Van Gogh antes de llegar a París en 1886. Es un hombre que está al lado de los valores del 48. Al imaginarse a sí mismo vivo en esa época, no vacilaba en escoger su puesto como «revolucionario y rebelde» en las barricadas, y con ímpetu exclamaba: «en cuanto a hombres y pintores prefiero a la generación del 48, no a los Guizot, sino a los revolucionarios Michelet y también a los pintores campesinos de Barbizón».

En los años anteriores a su viaje a París, ya había pintado sus cuadros oscuros, los personajes de su sentimiento; tenía convicciones meditadas por largo tiempo dentro de sí y entusiasmos generosos. Todavía poco antes de salir hacia la capital francesa, escribía a su hermano Théo: «Nosotros estamos en el último cuarto de un siglo que se acabará con una revolución. Ciertamente nosotros no conoceremos los tiempos mejores, el aire puro y toda la sociedad renovada después de estos huracanes. Pero una cosa importa, y es no dejarse engañar por la falsedad de su propia época o, por lo menos, no hasta el punto de no reconocer en ella las horas funestas, sofocantes y depresivas que preceden la tormenta. ¿Ves? Lo que conforta es no tener que correr siempre con sus propios sentimientos y con las propias ideas, es poder colaborar y trabajar con un grupo».

En París busca un clima, un ambiente, un grupo, pintores que «sientan» como él: en suma, busca todavía un París parecido al de Millet, de Courbet, de Daumier. Más, París ya ha cambiado profundamente.

Millet ha muerto en Barbizón en 1875; Courbet se ha apagado en el exilio dos años más tarde. Daumier ha cerrado los ojos en Valmodois en 1879. El reflujo revolucionario ha creado una situación dura, difícil para todos aquellos artistas -los más vivos, los más grandes de Francia que de alguna manera se ligaban con el movimiento del arte democrático. El aire de la Tercera República está lejos de ser vivificante. 

Por parte de las esferas oficiales siempre había existido desconfianza y repulsa hacia los artistas realistas. Frente a los cuadros de los pintores realistas, Nieuwerkerke, el Director Imperial de Bellas Artes bajo Napoleón III, había afirmado desdeñosamente: «Es pintura de demócratas, de gente que no se cambia de ropa y que quieren imponerse a la gente de sociedad; es un arte que no me gusta, es más, que me disgusta» Y ésta, en general siempre había sido la actitud de la crítica de moda. Se podrían reunir cientos de páginas de improperios contra los artistas realistas, hojeando los periódicos de la época. Pero si antes los críticos se lanzaban, para citar un caso, contra la imagen violenta del Hombre con la azada de Millet, ahora, después de la Comuna, veían los resplandores de los incendios de 1789 y la picas de los campesinos en rebeldía hasta detrás de las figuras apacibles del Ángelus. En 1876, Charles Iriarte explicaba en la Gazette des Beaux-Arts las «escenas lastimeras» y el «lenguaje lleno de amargura» del pintor realista húngaro Munkácsy que vivía en París en aquellos años, declarando: «yo creo que sus objetivos se explican con razones políticas» Y, siempre hablando de Munkácsy a propósito del cuadro Cristo ante Pilato, el crítico Buysson exclamaba algunos años más tarde: «pero ¡éste es un nihilista delante del zar!» Las invectivas más feroces y los escarnios más malévolos, sin embargo, eran para Courbet. Alejandro Dumas hijo, se había encarnizado contra él después de la Comuna, con virulencia literaria:«Bajo qué cielo, con la ayuda de qué estercolero, de qué mixtura de vino, cerveza, moco corrosivo y flatulenta tumefacción ha podido desarrollarse esta cabeza sonora y peluda, este vientre estético, encarnación del Yo imbécil e impotente?». Barbey de Aurévilly había declarado: «Sería necesario mostrar a toda Francia al campesino Courbet encerrado en una jaula de hierro a los pies de la Columna Vendome. Se pagaría para verlo» Por su parte, Francisque Sarcey, periodista a la moda, había propuesto, con noble desprecio, otra forma de castigo: «Sea castigado con el silencio público» Pero no es todo. La idea de exponerlo al ludibrio de la gente de bien parecía gustar particularmente a los enemigos de Courbet, porque es una idea que se encuentra expresada en muchos artículos con lujo de detalles. Hasta los poetastros unieron sus voces a este triste coro. Así, por ejemplo, Emille Bergerat concluía una poesía suya sobre Courbet: «Día y noche puesto en la picota; / puede reventar de vejez entre cuatro gendarmes» 

Este odio para Courbet que tiene su culminación en la sentencia del pintor Meissonier, déspota del Salón de 1872 («Para nosotros ya es necesario que Courbet esté muerto»), se había extendido también a los impresionistas, pintores que procedían, en general, precisamente de las posiciones estéticas del realismo. Esta política discriminatoria hacia los impresionistas continuó por mucho tiempo. A este propósito, Robert Rey relata un episodio muy significativo, acaecido alrededor de 1919. Una mañana de ese año, el ministro francés de la Instrucción Pública visitó el museo de Luxemburgo, acompañado por el conservador Léonce Bénédite. De pronto se paró ante el Hombre con camisa roja de Carolus Durán, y presa de desconfianza ante tanta abundancia de bermellón, apuntó su paraguas hacia la tela y dijo, dirigiéndose al conservador, con tono confidencial y al mismo tiempo lleno de sospecha: «Dígame, Bénédite, pero, ¿no es un poco impresionista, este amigo de usted, Carolus Duran?

Esta presión hostil de la crítica, promovida por el repliegue de la burguesía hacia posiciones conservadoras absolutas, fue -junto con el derrumbe y el desvanecimiento del fervor ideal que había enriquecido el movimiento artístico en sus momentos mejores- una de las causas que alejaron a los artistas de la visión realista precedente y, en general, de toda aquella pintura de ideas, de pensamiento, de narración, de la cual más o menos todos los nuevos impresionistas habían partido. Los problemas de las relaciones entre ciencia y pintura, los de la técnica, los de la luz, del objetivismo en la transición plástica de la visión de la naturaleza, tienden ahora a sustituir, y sustituyen, aquellos problemas de contenido que ya habían atormentado a los artistas realistas y a los románticos. Desde la primera exposición de los impresionistas en 1874, hasta el año en que Van Gogh llegó a París, la evolución progresiva de aquéllos en este sentido se acentúa, salvo alguna excepción, hasta llegar a las experiencias del divisionismo. El grupo de los impresionistas representaba, sin embargo, una fuerza, una unidad vital. Pero este hecho tampoco debía tener consecuencias en aquel 1886. En efecto, es en ese año que la unidad de los impresionistas está destinada a quebrarse. También Zola, el amigo de Manet y de Cezanne, primer defensor autorizado de los impresionistas, se separa de ellos, publicando en el mismo año su novela La Obra; en ella describe el fracaso artístico de un pintor en el que se ha querido reconocer los rasgos de Mant y de Cézanne. Y esa obra sólo era un anticipo de lo que Zola escribiría años más tarde, cuando lamentará explícitamente haberse batido por «aquellas manchas, aquellos reflejos, aquella descomposición de la luz» en la cual afirma, se había agotado la fuerza de la emoción de los impresionistas ante la realidad».

Esta es la situación que Van Gogh encuentra en París. Llega con los problemas, las ansiedades, los deseos de un hombre del 48, con la pasión por un arte realista, y se encuentra en un ambiente completamente distinto. El terreno histórico y cultural sobre el cual había crecido el arte que él amaba ya estaba alterado o destruido; los impresionistas, únicos herederos de aquellos principios, estaban descuartizándose en «desastrosas guerras civiles», tratando de «comerse las narices (entre ellos) con unos celos dignos de mejor causa» Él, que hasta ese momento había hecho una pintura oscura, casi son color, ahora se siente sacudido por las telas luminosas, claras, brillantes de los impresionistas; es más, acoge con entusiasmo su nueva teoría y su nueva técnica, de las cuales ve las posibilidades extraordinarias; pero dentro de él crece también una irreprimible desorientación. Pensaba que en París encontraría apoyo a sus sentimientos, a sus aspiraciones, creía que encontraría «hombres» y, en cambio, como escribe en el verano de 1887, sólo encuentra a «pintores que le disgustan como hombres» Su fervor choca contra una realidad fría, limitada, donde se consideran como «literatura» aquellas verdades en las que él, entre los mineros, los campesinos y los tejedores de Bélgica, había aprendido a creer. Se había derrumbado un mundo, el fracaso de la Comuna había excavado un surco profundo y definitivo con el pasado; y Van Gogh, con aguda sensibilidad, siente todo esto como un espasmo, como una contracción dolorosa.

Advierte que ya los artistas no están injertados en la sociedad; son «opuestos» a la sociedad, «rechazados» por ella, al igual que la protituta, «nuestra hermana y amiga» en este destino. Pero no por eso deja de buscar lo que anhela. Toda su vida, ahora, tendrá ese fin único y desesperado: buscar lo que ya, históricamente, no podrá encontrar nunca más. Por tanto, esa carga sentimental que ha acumulado dentro de sí, al no encontrar la manera de salir al exterior, estalla dentro de él, desgarrándolo. Es, pues, a través de esta desesperación que empieza a mirar la realidad; es decir, proyecta sobre la realidad su sed exaltada de amor por los hombres, embiste la realidad con su sentimiento que no ha encontrado desahogos naturales en un movimiento concreto, en una historia común. Pero esto no lo salva. Se siente solo con sus sentimientos y es presa fácil de ellos: esos mismos sentimientos quemarán su existencia como la llama de una antorcha.

En los cuadros de los impresionistas, Van Gogh advierte la ruptura inicial que va a producirse entre el arte y la vida. No son la técnica, la luz, las teorías divisionistas las que pueden decidir sobre la obra: «Ah, creo cada vez más que los hombres son la raíz de todo, y de ahí me viene continuamente un sentimiento de melancolía por no estar en la verdadera vida, en el sentido que quisiera trabajar más en la carne que en el color».

Esta es una carta de 1888. Ya está en Arles. El pintor que más le interesa a Gauguin quien ya ha formulado en sus discursos la crítica fundamental del impresionismo, aunque no será hasta más tarde que fijará sobre el papel los términos de esa crítica: «Los impresionistas miran a su alrededor y no al centro misterioso del pensamiento... Cuando hablan de su arte, ¿de qué se trata? De un arte puramente superficial, hecho de coquetería, meramente material, donde no reside pensamiento alguno». En el fondo, lo que Van Gogh quiere hacer es una pintura de ideas, volviendo a recoger la experiencia formal de Los comedores de papas, o sea, los modos expresivos de la deformación: «Mi gran deseo es aprender a hacer deformaciones, o inexactitudes o mutaciones de lo verdadero; mi deseo es que salgan a flote, si se quiere, también las mentiras, pero mentiras que sean más verdaderas que la verdad literal». un arte, pues, no de impresión, sino de expresión; un arte que exprese, no la verdad aparente de las cosas, sino su sustancia profunda. Y esta verdad del hombre la sigue buscando y la buscará siempre entre la gente sencilla, obrera y campesina: «Ah, mi querido hermano... la gente de bien no verá más que caricaturas en esta exageración. Pero nosotros hemos leído La Tierra y Germinal y si pintamos a un campesino, quisiéramos hacer ver que esa lectura ha acabado por ser una sola cosa con nosotros».

Buscar una explicación de Van Gogh en el ámbito de la patología, como lo hicieron algunos, es desviar el problema. Van Gogh no es un «caso» o por lo menos, no es «un caso aislado». Una vez reducido Van Gogh al puro caso patológico y explicado su suicidio a la luz exclusiva de la ciencia médica, quedarían por aclarar otros numerosos casos que son similares, en parte o completamente, al de él. En cambio, Van Gogh es el primer caso evidente de toda una serie de otros casos; y cesa, precisamente por eso, de ser un caso para indicar una situación; es decir, la situación de crisis que iba a manifestarse como un hecho general de la cultura. Destruida la base histórica sobre la cual los intelectuales se habían formado, entran en crisis los valores espirituales que antes parecían destinados a durar permanentemente.

Van Gogh fue el primer caso evidente en el arte, al igual que Rimbaud fue el primer caso evidente en la literatura, en los años que siguieron a la Comuna. La prosa convulsa de uUna temporada en el infierno se asemeja a ciertos cuadros alucinantes y frenéticos de Van Gogh: «Mi salud fue amenazada. Venía el terror. Caía en sueños durante muchos días y, al levantarme, continuaban los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte y mi debilidad me conducía, por una vía llena de peligros, hacia los confines del mundo...».

Al igual que Van Gogh, Rimbaud había visto destruirse todo aquello en que creía. Él también había soñado con la redención: «Hay destrucciones necesarias... Hay otros viejos árboles que se deben cortar y otras sombras seculares cuya costumbre amable perderemos. Esta misma sociedad: pasarán sobre ella las hachas, las azadas, las aplanadoras: Cada valle será colmado y las colinas aplanadas, los senderos tortuosos se volverán rectos y los accidentados se volverán llanos. Se arrasarán las fortunas, se abatirán los orgullos individuales. Un hombre ya no podrá decir: soy más poderoso porque soy más rico. La amarga envidia y la estúpida admiración serán sustituidas por la pacífica concordia, la igualdad, el trabajo de todos para todos».

¿No hay en estas líneas la misma visión vangoghiana de una futura revolución? ¿No hay la misma ansiedad que se expresaba en van Gogh en el deseo de «tiempos mejores», de «aire puro», de «una sociedad renovada después de estos grandes huracanes»?. La renuncia de Rimbaud a la poesía y a su verdadera vocación de hombre -es este un hecho cierto- madura con el derrumbe de este sueño; la fiebre vertiginosa de Van Gogh se desencadena cuando quiere reparar, él solo y a fuerza de amor, el derrumbe de aquellos ideales en los cuales creía como en la única salvación. No quedarse solo, no «estar enfermos porque, si lo estamos, quedamos más aislados; trabajar en grupo». he aquí donde Van Gogh cifró todavía su fe en poder superar la angustia y hacer un arte verdadero: «Cada día me convenzo más de que los cuadros que se deberían hacer para que la pintura actual se vuelva verdaderamente hacia sí misma y se eleve a una altura equivalente a las cimas alcanzada por los escultores griegos, los músicos alemanes, los novelistas franceses, debería superar la potencia de un individuo aislado. Así, serán probablemente obra de grupos de hombres que se unirán para poner en ejecución una idea común».

Esta también es una carta de 1888. En ese mismo período, Paul Signac, quien fue a verlo, cuenta: «Nunca olvidaré aquel cuarto tapizado de paisajes delirantes de luz... Todo el día me habló de pintura, literatura, socialismo». Pero precisamente él, que sentía más que nadie la necesidad de no estar solo, acabó por quedarse en la soledad. También Gauguin, llegado a Arles a la mitad de octubre de 1888, lo abandonó poco tiempo después.

Van Gogh dio un significado al tiro de revolver con el que puso fin a su vida el 28 de julio de 1890. Desde hacía unos años ya había pensado en el suicidio como la única manera de «protestar contra la sociedad y de defenderse» ¿Qué más podía hacer un hombre solo, abrumado de esperanzas frustradas, sin un camino de salida, sin una vía de salvación entre su propia inquietud?

En los últimos tiempos había buscado un aturdimiento, una especie de embriaguez en el trabajo. Su inquietud y su ardor son los que guían su mano sobre la tela. La realidad de las cosas se deforma a través del lente de su agitación interior: «En lugar de tratar de dar exactamente lo que tengo ante los ojos, me sirvo de los colores arbitrariamente para expresarme de manera más fuerte». Ese «arbitrio», ese uso violentamente psicológico del color constituye una de las claves del subjetivismo moderno: «He tratado de expresar con el rojo y con el verde -continúa- las terribles pasiones de los hombres». La ley naturalista del color de los impresionistas ha caducado. El color tiene ahora, para Van Gogh, el valor de una metáfora violenta, adquiere una virtud de persuasión autónoma, aunque no distinta a la inspiración general de la obra: «En mi cuadro de Café de noche, he tratado de decir que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer un delito. En fin, he tratado -con contrastes de rosa tierno, de rojo sangre y heces de vino, de dulces verdes Luis XV y Veronés contrastantes con los verde-amarillos y los duros verdes-azules, en una atmósfera de caldera infernal, de pálido azufre- de expresar algo parecido a la potencia de las tinieblas de un matadero».

Yo había observado en Delacroix que el color puro se volvía forma, o sea, que se podía modelar directamente con el pincel. Y es precisamente esto lo que ahora hace, una vez dueño de la libertad del color conquistada por los impresionistas. Pero sustituye la pincelada impresionista, que tiende al toque rápido y menudo, con una pincelada más larga, ondulante, circular. «Yo trato de encontrar una técnica siempre más simple, que quizás no sea impresionista». Para Van Gogh el color no tiene una función decorativa como para Gauguin, no apunta a la armonía de las relaciones, no es un vehículo de evasión, en un sueño de sugestiones abstractas. Todavía en febrero de 1890, a propósito de un artículo donde se habla de él, escribe: «El artículo de Aurier me alentaría, si yo me atreviese a dejarme ir, a arriesgar una evasión de la realidad y a hacer con el color como una música de tonos... Pero la verdad la he tomado tan a pecho, así como el tratar de hacer lo verdadero, que en fin creo que prefiero el oficio de zapatero al de músico de los colores».

Testigo viviente de la crisis de los valores espirituales del siglo XIX, Van Gogh abre así el camino a esa larga corriente artística de contenido, que es la corriente expresionista moderna, una corriente que tendrá éxitos distintos, y a veces, hasta contrastantes y que, sin embargo, reconocerá casi siempre en el hombre el centro de su interés.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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