Sobre Leon Tolstoi
El
terrateniente y el
campesino, ésos son
a fin de cuentas los
únicos tipos que
Tolstoi ha acogido
en el santuario de
su trabajo creador.
Nunca, ni antes ni
después de su
crisis, se ha
liberado ni ha
tratado de liberarse
del desprecio
auténticamente
feudal por todos los
personajes que se
interponen entre el
terrateniente y el
campesino u ocupan
un lugar cualquiera
fuera de esos dos
polos sagrados del
antiguo orden de
cosas: el intendente
alemán, el
comerciante, el
preceptor francés,
el médico, el
“intelectual” y, por
último, el obrero de
fábrica con su reloj
y su cadena. No
experimenta jamás la
necesidad de
estudiar estos
tipos, de mirar en
el fondo de su alma,
de interrogarlos
sobre sus creencias,
y pasan ante sus
ojos de artista como
personajes sin
importancia alguna y
cómicos la mayor
parte del tiempo.
Cuando se le ocurre
representar
revolucionarios de
los años ‘70 u ‘80,
como en
Resurrección, se
contenta con variar
en el nuevo medio
sus viejos tipos de
nobles y de
campesinos, o nos da
esquemas
superficiales y
cómicos. Su
Novodvorof puede
pretender
representar el tipo
de revolucionario
ruso tanto como el
Riccaut de la
Marliniére de Lassin
el de oficial
francés.
La hostilidad de
Tolstoi a la vida
nueva
A principio de los
años ‘60, cuando
Rusia fue sumergida
bajo la ola de las
nuevas ideas y –lo
que es más
importante– de las
nuevas condiciones
sociales, Tolstoi
tenía tras él, como
hemos visto, un
tercio de siglo.
Desde el punto de
vista psicológico y
moral, se hallaba,
pues, completamente
formado. No es
necesario decir aquí
que Tolstoi no ha
sido nunca un
defensor de la
servidumbre como lo
era su amigo íntimo,
Fet (Chenchín), el
aristócrata y el
fino lírico en cuya
alma el amor hacia
la naturaleza sabía
codearse con la
adoración por el
látigo. Lo cierto es
que Tolstoi
experimentaba un
odio profundo por
las condiciones
nuevas que estaban a
punto de sustituir a
las antiguas.
Personalmente
–escribía en 1861–,
no veo a mi
alrededor ningún
endulzamiento de las
costumbres, y no
estimo necesario
creer la palabra de
quienes afirman lo
contrario. Por
ejemplo, no me
parece que las
relaciones entre los
fabricantes y los
obreros sean más
humanas que las
relaciones entre los
nobles y los
siervos.
El desorden y el
caos por doquier y
en todo, la
decadencia de la
vieja nobleza, la
del campesinado, la
confusión general,
las cenizas y el
polvo de la
destrucción, la
confusión y el
desorden de la vida
ciudadana, el
cabaret y el cigarro
en la aldea, la
canción trivial del
obrero fabril en
lugar del noble
canto popular, todo
esto lo
descorazonaba como
aristócrata y como
artista a un tiempo.
Por esto se alejó
moralmente de ese
proceso formidable y
le privó de una vez
por todas de su
aprobación de
artista. No tenía
necesidad de
convertirse en
defensor de la
esclavitud, para ser
con toda su alma
partidario del
retorno a esas
condiciones sociales
en las que veía la
prudente simplicidad
y encontraba la
perfección
artística. Allí, la
vida se reproduce de
generación en
generación, de siglo
en siglo, en una
constante
inmovilidad, y reina
todopoderosa la
santa necesidad.
Todos los actos de
la vida están
determinados por el
sol, la lluvia, el
viento, el
crecimiento de la
hierba. En este
orden de cosas no
hay lugar para la
razón o la voluntad
personal. Todo está
regulado,
justificado,
santificado de
antemano. Sin
responsabilidad
alguna ni voluntad
personal, y por
tanto tampoco para
la responsabilidad
personal. Todo está
regulado,
justificado,
santificado de
antemano. Sin
ninguna
responsabilidad ni
voluntad propias, el
hombre vive
simplemente en la
obediencia, dice el
notable poeta de El
poder de la tierra,
Glieb Uspensky, y es
precisamente en esta
obediencia
constante,
transformada en
esfuerzos
constantes, lo que
constituye la vida,
la cual en
apariencia no lleva
a resultado alguno,
pero que, sin
embargo, contiene en
sí misma su
resultado... Y, ¡oh
milagro!, esta
dependencia servil,
sin reflexiones y
sin elección, sin
errores y por tanto
sin remordimiento,
es precisamente la
que ha creado la
“facilidad” moral de
la existencia bajo
la dura tutela de la
“espiga de centeno”.
Micula Selianinovich,
el héroe campesino
de la vieja leyenda
popular, dice de sí
mismo: “¡La Madre
Tierra me ama!”.
Está ahí el mito
religioso del
“narodnitchestvo”
ruso, del
“populista” que
dominó durante
largos decenios el
alma de la
intelligentsia rusa.
Completamente
adversario de estas
tendencias
radicales, Tolstoi
permaneció siempre
fiel a sí mismo, y
en el seno de la “narodnitchestvo”,
representó el ala
aristocrática,
conservadora. Para
poder pintar como
artista la vida
rusa, tal cual la
conocía, comprendía
y amaba, Tolstoi
debía refugiarse en
el pasado, a
principios del siglo
XX. Guerra y Paz
(1867-1869) es, en
este sentido, su
mejor obra, aún
inigualada.
Este carácter de
masa, impersonal, de
la vida y su santa
irresponsabilidad lo
encarnó Tolstoi en
la persona de
Karataiev, el tipo
menos comprensible
para el lector
europeo y, en
cualquier caso, el
que más extraño le
resulta. La vida de
Karataiev, como él
mismo percibía, no
tenía sentido alguno
como vida
individual. Lo tenía
como parte de un
todo, que él sentía
siempre como tal.
Las inclinaciones,
las amistades, el
amor tal cual Pedro
los comprende, eran
ignorados por
Karataiev
totalmente, pero
amaba y vivía en el
amor de todo lo que
encontraba en la
vida y en particular
en los hombres...
Pedro (el conde
Bezukhoi) sentía que
Karataiev, pese a
toda su ternura
amistosa para con
él, no se habría
afligido un solo
minuto si hubiera
tenido que separarse
de él. Es éste el
estado en que el
espíritu, para
emplear el lenguaje
de Hegel, no ha
adquirido todavía la
naturaleza íntima y
en que aparece por
consecuencia
solamente como
espiritualidad
natural. Pese al
carácter episódico
de sus apariciones,
Karataiev constituye
el pivote
filosófico, si no
artístico, de todo
el libro. Kutuzof, a
quien Tolstoi hace
un héroe nacional,
es Karataiev en el
papel de un general
en jefe.
Contrariamente a
Napoleón, no tiene
ni planes ni
ambiciones propios.
En su táctica
semiconsciente, y
por consecuencia
salvadora, no se
deja dirigir por la
razón, sino por algo
que está por encima
de la razón, el
sordo instinto de
las condiciones
físicas y las
inspiraciones del
espíritu popular. El
zar Alejandro, en
sus mejores
momentos, al igual
que el último de sus
soldados, obedece
indistintamente y de
la misma forma a la
profunda influencia
de la tierra. Es en
esta unidad moral
donde precisamente
reside todo lo
patético de la obra.
Tolstoi, pintor de
la vieja Rusia
Como esta vieja
Rusia es miserable
en el fondo, con su
nobleza tan
rudamente tratada
por la Historia, sin
orgullo pasado de
casta, sin cruzadas,
sin amor
caballeresco, sin
torneos, e incluso
sin expediciones de
bandidaje románticas
por las carreteras.
¡Qué pobre es en
belleza interior,
qué profundamente
degradada está la
existencia borreguil
y semianimal de sus
masas campesinas!
¡Pero qué milagros
de transformación no
crea el genio! De la
forma bruta de esta
vida gris y sin
color, él saca a la
luz del día toda su
belleza oculta. Con
una calma olímpica,
con un verdadero
amor homérico por
los hijos de su
espíritu, consagra a
todos y a todo su
atención: el general
en jefe, los
servidores del
terreno señorial, el
caballo del simple
soldado, la hija
pequeña del conde,
el mujik, el zar, la
pulga en la camisa
del soldado, el
viejo francmasón,
ninguno tiene
privilegio ante él y
cada uno recibe su
parte. Paso a paso,
rasgo a rasgo, pinta
un inmenso fresco,
cuyas partes todas
están vinculadas por
un lazo interior,
indisoluble. Tolstoi
crea, sin
apresurarse, como la
vida misma que
desarrolla ante
nuestros ojos.
Rehace el libro
enteramente siete
veces. Lo que
asombra más en este
trabajo de creación
titánica es, quizás,
el hecho de que el
artista no se otorga
a sí mismo, y no
permite tampoco al
lector conceder su
simpatía a tal o
cual personaje.
Jamás nos muestra,
como hace Turgueniev,
a sus héroes –a los
que, por otra parte,
no ama–, iluminados
por luces de bengala
o por el resplandor
del magnesio, jamás
busca para ellos una
pose ventajosa. No
oculta nada y nada
pasa en silencio. Al
inquieto buscador de
verdad, Pedro, nos
lo muestra al fin de
la obra bajo el
aspecto de un padre
de familia tranquilo
y satisfecho. A la
pequeña Natacha
Rostov, tan
conmovedora en su
delicadeza casi
infantil, la
transforma, con una
ausencia de piedad
completa, en una
mujercita limitada
con las manos llenas
de pañales sucios.
Es precisamente esta
atención apasionada
por todas las partes
aisladas la que crea
el poderoso
patetismo del
conjunto. Puede
decirse de esta obra
que toda ella está
penetrada de
panteísmo estético,
que no conoce ni
belleza, ni fealdad,
ni grandeza, ni
pequeñez porque para
él sólo la vida en
general es grande y
bella, en la eterna
sucesión de sus
diversas
manifestaciones. Es
la verdadera
estética rural,
impiadosamente
conservadora, según
su naturaleza, y lo
que acerca la obra
épica de Tolstoi al
Pentateuco y a la
Ilíada.
Dos tentativas
hechas con
posterioridad por
Tolstoi con vistas a
situar sus tipos
psicológicos
preferidos en el
marco del pasado, y
especialmente en la
época de Pedro I y
de las decabristas,
fracasaron a causa
de la hostilidad del
poeta hacia los
influjos extranjeros
que dan a estas dos
épocas un carácter
tan neto. Incluso
allí donde Tolstoi
se acerca más a
nuestra época, como
en Ana Karenina
(1873), permanece
completamente
extraño a la
perturbación
introducida en la
sociedad y
despiadadamente fiel
a su conservadurismo
artístico, restringe
la amplitud de su
vuelo y no distingue
de la masa de la
vida rusa más que
los oasis feudales
que han permanecido
intactos, con su
viejo castillo
señorial, los
retratos de los
antepasados y las
bellas alamedas de
tilos a cuya sombra
se desarrolla, de
generación en
generación, el ciclo
eterno del
nacimiento, de la
vida y de la muerte.
Tolstoi describe la
vida moral de sus
héroes igual que su
mundo de existencia:
tranquilamente, sin
prisa, sin
precipitar el curso
interior de sus
sentimientos, de sus
pensamientos y de
sus conversaciones.
No se apresura jamás
y nunca llega
demasiado tarde.
Tiene en sus manos
los hilos a que está
vinculada la suerte
de un gran número de
personajes y no
pierde de vista a
ninguno. Como un amo
vigilante e
infatigable, tiene
en su cabeza la
cuenta completa de
todas las partes de
sus inmensos bienes.
Se diría que se
contenta sólo con
observar y que es la
Naturaleza la que
hace todo el
trabajo. Echa la
semilla en el suelo
y espera, como un
prudente cultivador,
que mediante un
proceso natural el
tallo y la espiga
broten fuera de
tierra. Podría casi
decirse que es un
Karatiev de genio,
con su resignación
muda ante las leyes
de la Naturaleza. No
pondrá nunca las
manos sobre la yema
para desplegar
violentamente las
hojas. Espera hasta
que la propia yema
las despliegue bajo
la acción del calor
del sol. Porque odia
profundamente la
estética de las
grandes ciudades,
que por su ambición
se devora a sí
misma, violenta y
martiriza la
Naturaleza, al no
pedirle más que
extractos y esencias
y al buscar en la
paleta, con dedo
convulso, colores
que no contiene el
espectro solar.
La lengua de Tolstoi
es como su genio
mismo, calma,
poseída, concisa,
aunque sin exceso,
musculoso, a veces
algo pesada y ruda,
pero siempre
sencilla y de una
efectividad
incomparable. Se
distingue a un
tiempo del estilo
lírico, cómico,
brillante y
consciente de su
belleza de
Turgueniev, y del
estilo retumbante,
precipitado y áspero
de Dostoievski.
En una de sus
novelas, el urbano
Dostoievski, ese
genio de corazón
incurablemente
herido, el poeta
voluptuoso de la
crueldad y de la
piedad, se opone a
sí mismo de forma
muy profunda y muy
sorprendente, como
el artista de las
“novelas familiares
rusas”, al conde
Tolstoi, el poeta de
las reformas caducas
de un pasado noble:
“Si yo fuera un
novelista ruso y
tuviese talento
–dice por boca de
uno de sus
personajes–,
escogería siempre
mis héroes entre la
nobleza rusa, porque
sólo en ese medio
cultivado
encontramos al menos
la apariencia
exterior de una
hermosa disciplina y
de nobles motivos...
Lo digo muy
seriamente aunque no
soy noble, como
sabéis... Porque,
creedme, es en esos
medios donde se
encuentra todo
cuanto entre
nosotros existe de
belleza; al menos
todo lo que es, en
cierto modo, belleza
acabada, completa.
No digo esto porque
esté completamente
convencido de la
perfección y de la
justificación de
esta belleza, sino
porque nos ha dado,
por ejemplo, formas
fijas de honor y de
deber que no se
encuentran en
ninguna parte de
Rusia salvo entre la
nobleza... La vía
por la que ese
novelista debería
adentrarse –prosigue
Dostoievski, que
piensa
irrefutablemente en
Tolstoi sin
nombrarlo– es a
todas luces nítida:
no podría escoger
más que el género
histórico, porque no
hay en nuestra época
bellas y nobles
siluetas, y las que
aún perviven en
nuestros días han
perdido ya, según la
opinión actual, su
antigua belleza”.
La crisis moral de
Tolstoi
Al tiempo que
desaparecían las
“bellas siluetas”
del pasado, no
desaparecía sólo el
objeto inmediato de
la creación
artística, sino
también las bases
mismas del fatalismo
moral de Tolstoi y
de su panteísmo
estético comenzaban
a oscilar: el santo
“karataievismo” del
alma de Tolstoi se
derrumbaba. Todo lo
que hasta entonces
había constituido
una parte integrante
de un todo completo
e indisoluble se
transformó en un
fragmento aislado y,
por consiguiente, en
una cuestión. La
razón se convirtió
en absurdo. Y como
siempre,
precisamente en el
momento en que la
vida perdía su viejo
sentido, Tolstoi se
interrogó sobre el
sentido de la vida
en general. Es
entonces (en la
segunda mitad de los
años ‘70) cuando
comienza la gran
crisis moral, no en
la vida de un
Tolstoi adolescente,
¡sino de un Tolstoi
de cincuenta años!
Vuelve a Dios,
acepta las
enseñanzas de
Cristo, rechaza la
división del
trabajo, la
civilización, y
aboga por el trabajo
agrícola, la
sencillez y el
principio de la “no
existencia del mal”.
Cuando más profunda
era la crisis
interior –se sabe
que, por confesión
propia, el poeta
cincuentenario
estuvo dándole
vueltas durante
mucho tiempo a la
idea del suicidio–,
tanto más
sorprendente debe
resultar que Tolstoi
volviese a fin de
cuentas a su punto
de partida. El
trabajo agrícola ¿no
es la base sobre la
que se desarrolla la
epopeya de Guerra y
Paz? El retorno a la
sencillez, al
principio de la
fusión íntima con el
alma popular, ¿no
consiste en eso toda
la fuerza de Kutuzov?
El principio de la
no resistencia al
mal ¿no es lo que
está en la base de
la resignación
fatalista de
Karataiev? Si esto
es así, ¿en qué
consiste entonces la
crisis de Tolstoi?
En esto: en que todo
lo que hasta
entonces había
permanecido secreto
y oculto bajo la
tierra aparece en
adelante a la luz
del día y pasa al
campo de la
conciencia. Habiendo
desaparecido la
espiritualidad
natural con la
“naturaleza”, a la
que se había
incorporado, el
espíritu se esfuerza
ahora por conseguir
la naturaleza
íntima. A la armonía
automática, contra
la que se ha
rebelado el
automatismo de la
vida misma, tenía
que defenderla y
conservarla con
ayuda de la fuerza
consciente de la
Idea. En su lucha
por su propia
conservación moral y
estética, el artista
llama en su ayuda al
moralista.
¿Cuál de los dos
Tolstoi –el poeta o
el moralista– ha
obtenido mayor
popularidad en
Europa? Esta
cuestión no es fácil
de zanjar. Lo que
resulta
incontestable en
cualquier caso es
que la sonrisa de
condescendencia
benévola del público
burgués hacia la
santa sencillez del
viejo de Iasnaia-Poliana
oculta un
sentimiento de
satisfacción moral
particular. He ahí a
un poeta célebre, a
un millonario, a uno
de los “nuestros”,
es más, a un
aristócrata que por
motivos de orden
moral lleva una
blusa y zapatillas
de paja trenzada y
una sierra de
madera. En ello se
ve en cierto modo un
acto mediante el
cual el poeta toma
sobre él los pecados
de toda una clase,
de toda una cultura.
Naturalmente, esto
no impide en modo
alguno al filisteo
mirar a Tolstoi
desde la altura de
su grandeza e
incluso expresar
algunas dudas sobre
la integridad de sus
facultades
intelectuales. Así
es, por ejemplo,
como un hombre que
no es ningún
desconocido, Max
Nordau, uno de esos
señores que adoptan
la filosofía del
buen viejo Smile,
sazonada con un poco
de cinismo, con
traje de arlequín de
folletín de domingo,
ha hecho, con la
ayuda de su Lombroso
de bolsillo, este
descubrimiento
notable: que León
Tolstoi lleva en él
todos los estigmas
de la degeneración.
Porque para esos
mendigos la locura
comienza donde cesa
el beneficio.
La filosofía social
de Tolstoi
Cualquiera que sea
el modo en que sus
admiradores
burgueses lo
juzguen, con
suspicacia, con
ironía o con
benevolencia,
siempre quedará para
ellos un enigma
psicológico. Si
exceptuamos el corto
número de sus
discípulos –uno de
ellos, Menchikov,
juega ahora el papel
de un Hammerstein
ruso–, puede
comprobarse que el
moralista Tolstoi,
durante los treinta
últimos años de su
vida, ha permanecido
siempre
completamente
aislado. Es en
realidad la
situación trágica de
un profeta que habla
solo en el desierto.
Desde la influencia
de sus simpatías
rurales
conservadoras,
Tolstoi defiende
incansable y
victoriosamente su
mundo moral contra
los peligros que lo
amenazan por todas
partes. De una vez
para siempre traza
una demarcación
profunda entre él y
todas las variantes
del liberalismo
burgués y rechaza en
primer lugar la
creencia, general en
nuestra época, en el
progreso. Por
supuesto –exclama–,
la luz eléctrica, el
teléfono, las
exposiciones, los
conciertos, los
teatros, las
cajetillas de
cigarros y las
cerillas, los
tirantes y los
motores, todo eso es
admirable. Pero
malditos sean por
toda la eternidad no
sólo ellos, sino
también los
ferrocarriles y los
tejidos de algodón
en todo el mundo, si
es que para su
fabricación es
preciso que las
noventa y nueve
centésimas partes de
la Humanidad vivan
en la esclavitud y
mueran a millares en
las fábricas.
La división del
trabajo nos
enriquece y
embellece nuestra
vida. Pero mutila el
alma viva del
hombre. ¡Abajo la
división del
trabajo!
¡El arte! El arte
verdadero debe
agrupar a todos los
hombres en el amor
de Dios y no
dividirlos. Vuestro
arte, por el
contrario, está
destinado sólo a un
pequeño número de
iniciados. Divide a
los hombres, porque
la mentira está en
él, y Tolstoi
rechaza virilmente
el arte “mendaz”:
Shakespeare, Goethe
mismo, Wagner,
Bšcklin.
Aleja de sí toda
preocupación de
enriquecimiento y se
viste los hábitos
del campesino, lo
que para él
simboliza su
renuncia a la
cultura. ¿Qué se
oculta tras este
símbolo? ¿Qué opone
a la “mentira”, es
decir, al proceso
histórico?
Podemos resumir en
las siguientes tesis
la filosofía social
de Tolstoi:
1. No son leyes
sociológicas de una
necesidad de bronce
las que determinan
la esclavitud de los
hombres, sino los
reglamentos
jurídicos
establecidos
arbitrariamente por
ellos.
2. La esclavitud
moderna es la
consecuencia de tres
reglamentaciones
jurídicas que
conciernen a la
tierra, a los
impuestos y a la
propiedad.
3. No sólo el
gobierno ruso, sino
cualquier gobierno,
sea el que fuere, es
una institución que
tiene por objeto
cometer impunemente
los crímenes más
espantosos, con la
ayuda del poder del
Estado.
4. El verdadero
mejoramiento social
se obtendrá
únicamente mediante
el perfeccionamiento
moral y religioso de
los individuos.
5. Para librarse de
los gobiernos no es
necesario
combatirlos con
medios exteriores,
basta con no
participar en ellos
y no apoyarlos.
Especialmente no hay
que:
a) aceptar las
obligaciones de un
soldado, de un
general, de un
ministro, de un
estadista, de un
diputado;
b) suministrar
voluntariamente al
gobierno impuestos
directos o
indirectos;
c) utilizar las
instituciones
gubernamentales o
solicitar una ayuda
financiera
cualquiera del
gobierno;
d) hacer proteger su
propiedad privada
por alguna medida
del poder del
Estado.
Si dejamos a un lado
de este esquema el
punto relativo a la
necesidad del
perfeccionamiento
moral y religioso de
los individuos, que
según toda
apariencia ocupa un
lugar aparte,
obtenemos un
programa anarquista
bastante completo.
En primer lugar,
tenemos una
concepción puramente
mecánica de la
sociedad como
producto de una mala
reglamentación
jurídica. Luego, la
negación formal del
Estado y de la
política; en
general, por último,
como método de
lucha, la huelga
general, el boicot,
la revuelta de
brazos cruzados.
Si excluimos las
tesis moral y
religiosa, excluimos
de hecho el único
nervio que religa
todo este edificio
nacionalista con su
creador, es decir,
el alma de Tolstoi.
Para él, conforme a
todas las
condiciones de su
desarrollo y de su
situación propias,
el deber no consiste
en sustituir la
anarquía “comunista”
por el régimen
capitalista, sino en
defender el régimen
de la comunidad
campesina frente a
cualquier influencia
“exterior”
perturbadora. En su
“narodnitschestvo”,
como en su
anarquismo, Tolstoi
representa el
principio rural
conservador. Al
igual que la
francmasonería
primitiva, que se
proponía restablecer
y reforzar por
medios ideológicos
la vieja moral
corporativa de ayuda
mutua, arruinada
bajo los golpes del
desarrollo
económico, Tolstoi
querría resucitar
por la fuerza de la
idea moral y
religiosa el modo de
vida primitivo
basado en las
condiciones de la
economía natural.
Así es como se
convierte en un
anarquista
conservador, porque
lo que le importa,
ante todo, es que el
Estado no alcance,
con las vergas de su
militarismo y los
escorpiones de su
fisco, a la
comunidad salvadora
de Karataiev. La
lucha universal
entre los dos mundos
antagonistas: el
mundo burgués y el
mundo socialista, de
cuyo resultado
depende el destino
de la Humanidad
misma, no existe
para Tolstoi. El
socialismo ha sido
siempre para él una
simple variante, de
poco interés en su
opinión, del
liberalismo. A sus
ojos, Marx y Bastiat
son los
representantes de un
solo y mismo
“principio mendaz”:
de la cultura
capitalista, del
obrero sin tierra,
de la presión del
Estado. La
Humanidad, una vez
encarrilada por una
vía falsa, poco
importa que vaya más
allá o más acá. La
salvación no puede
venir más que de un
retorno completo
hacia atrás.
Tolstoi no encuentra
términos
suficientemente
despreciativos para
fustigar a la
ciencia, la cual
dice que si
continuamos viviendo
durante largo tiempo
de forma pecadora,
según las leyes del
progreso histórico,
sociológico, etc.,
nuestra vida
terminará por
mejorar
considerablemente.
El mal –dice
Tolstoi– debe ser
inmediatamente
exterminado, y para
ello basta
reconocerlo como
mal. Todos los
sentimientos morales
que vinculan a los
hombres
históricamente unos
con otros, así como
todas las ficciones
religiosas y morales
a las que estos
vínculos han dado
nacimiento se
convierten en
Tolstoi en los
mandamientos más
abstractos del amor,
del éxtasis y de la
no resistencia al
mal, y como sus
mandamientos están
despojados por él de
todo contenido
histórico y por
consiguiente de todo
contenido, sea el
que fuere, le
parecen apropiados a
todo tiempo y a
todos los pueblos.
Tolstoi no reconoce
la historia. Es la
base de todo su
pensamiento. La
libertad mecánica de
su negación, así
como la ineficacia
práctica de su
prédica, reposan
ahí. El único género
de vida que acepta,
el modo de vida
primitivo de los
cosacos cultivadores
de vastas estepas
del Ural, transcurre
precisamente fuera
de la historia. Se
ha reproducido sin
transformación
alguna, como la vida
de los enjambres de
abejas o de los
hormigueros. Lo que
los hombres llaman
historia le parece
como el producto de
la locura, del
error, de la
crueldad, que
desfiguran el alma
verdadera de la
Humanidad. Con una
lógica despiadada,
al tiempo que
rechaza la historia
rechaza igualmente
todas las
consecuencias. Odia
a los periódicos
como documentos de
la época actual.
Todas las oleadas
del océano mundial
piensa detenerlas
oponiéndole su viejo
pecho.
Esta incomprensión
total de que hace
gala Tolstoi
respecto a la
historia explica su
impotencia infantil
en el terreno de las
cuestiones sociales.
Su filosofía es una
auténtica pintura
china. Las ideas de
las épocas más
diversas no están
clasificadas por él
según la perspectiva
histórica: todas
aparecen a la misma
distancia del
espectador. Se alza
contra la guerra con
ayuda de argumentos
sacados de la lógica
pura, y para darles
mayor fuerza cita al
mismo tiempo a
Epícteto y a
Molinari, a Lao-Tsé
y a Federico II, al
profeta Isaías y al
folletinista
Hardouin, el oráculo
de los tenderos
parisienses. Los
escritores, los
filósofos y los
profetas no
representan a sus
ojos épocas
determinadas, sino
categorías eternas
de la moral.
Confucio es colocado
por él en el mismo
rango que Harnack y
Schopenhauer se ve
emparejado no sólo
con Cristo, sino
incluso con Moisés.
En esta lucha
aislada y trágica
contra la dialéctica
de la historia a la
que no sabe oponer
más que sus sí o sus
no, Tolstoi cae a
cada instante en las
contradicciones más
insolubles. Y extrae
la siguiente
conclusión, digna a
todas luces de su
cabezonería genial:
la contradicción
fundamental que
existe entre la
situación de los
hombres y su
actividad moral es
el signo más seguro
de la verdad.
La revancha de la
Historia
Pero este orgullo
idealista lleva en
sí mismo su castigo.
En efecto, sería
difícil nombrar un
escritor que contra
su voluntad haya
sido tan cruelmente
explotado por la
Historia como
Tolstoi.
El, el moralista
místico, el enemigo
de la política y de
la revolución,
nutrió durante
largos años la
conciencia
revolucionaria
aletargada de
numerosos grupos del
sectarismo popular.
El, que reniega de
toda la cultura
capitalista,
encuentra una
acogida benevolente
en la burguesía
europea y americana,
que halla en su
prédica, a un
tiempo, la expresión
de su humanitarismo
vacío y una defensa
contra la filosofía
de la revolución.
El, el anarquista
conservador, el
enemigo mortal del
liberalismo, se ve
transformado, con
ocasión del ochenta
aniversario de su
nacimiento, en una
bandera y un
instrumento de una
manifestación
política ruidosa y
tendenciosa del
liberalismo ruso.
La Historia ha
triunfado sobre él,
pero no lo ha
quebrado. Todavía
hoy, llegado al
término de su vida,
ha conservado en
toda su frescura su
capacidad de
indignación moral.
En la noche de la
más miserable y más
criminal reacción,
que se propone
ensombrecer para
siempre el sol de
nuestro país bajo la
red apretada de sus
cuerdas de patíbulo,
en la atmósfera
irrespirable de la
cobardía
descorazonadora de
la opinión pública
oficial, este último
apóstol de la
caridad cristiana,
en quien revive el
profeta de la cólera
del Antiguo
Testamento, lanza su
grito obstinado: “No
puedo callarme”.
Como una maldición
al rostro tanto de
quienes cuelgan como
de quienes se callan
ante las horcas.
Y si no simpatiza
con nuestras metas
revolucionarias,
sabemos que es
porque la historia
le ha negado toda
comprensión de sus
vías.
No lo condenaremos
por ello. Y
admiraremos siempre
en él no sólo al
genio, que vivirá
tanto tiempo como el
arte mismo, sino
también el valor
moral indomable que
no le permite
permanecer en el
seno de su Iglesia
hipócrita, de su
sociedad, de su
Estado, y que lo
condenó a permanecer
aislado entre sus
innumerables
admiradores. |