El concepto de
ficción
Nunca sabremos cómo
fue James Joyce. De
Gorman a Ellmann,
sus biógrafos
oficiales, el
progreso principal
es únicamente
estilístico: lo que
el primero nos
trasmite con
vehemencia, el
segundo lo hace
asumiendo un tono
objetivo y
circunspecto, lo que
confiere a su relato
una ilusión más
grande de verdad.
Pero tanto las
fuentes del primero
como las del segundo
entrevistas y cartas
son por lo menos
inseguras, y
recuerdan el
testimonio del
«hombre que vio al
hombre que vio al
oso", con el
agravante de que
para la más
fantasiosa de las
dos biografías, la
de Gorman, el
informante princi
pal fue el oso en
persona. Aparte de
las de este último,
es obvio que ni la
escrupulosidad ni la
honestidad de los
informantes pueden
ser puestas en duda,
y que nuestro
interés debe
orientarse hacia
cuestiones teóricas
y metodológicas.
En este orden de
cosas, la
objetividad
ellmaniana, tan
celebrada, va
cediendo paso, a
medida que avanzamos
en la lectura, a la
impresión un poco
desagradable de que
el biógrafo, sin
habérselo propuesto,
va entrando en el
aura del
biografiado,
asumiendo sus puntos
de vista y
confundiéndose
paulatinamente con
su subjetividad. La
impresión
desagradable se
transforma en un
verdadero malestar
en la sección
1932-1935, que, en
gran parte, se ocupa
del episodio más
doloroso de la vida
de Joyce, la
enfermedad mental de
Lucía. Echando por
la borda su
objetividad, Ellmann,
con argumentos
enfáticos y
confusos, que
mezclan de manera
imprudente los
aspectos
psiquiátricos y
literarios del
problema, parece
aceptar la
pretensión demencial
de Joyce de que
únicamente él es
capaz de curar a su
hija. Cuando se
trata de meros
acontecimientos
exteriores y
anecdóticos, no
pocas veces
secundarios, la
biografía puede
mantener su
objetividad, pero
apenas pasa al campo
interpretativo el
rigor vacila, y lo
problemático del
objeto contamina la
metodología. La
primera exigencia de
la biografía, la
veracidad, atributo
pretendidamente
científico, no es
otra cosa que el
supuesto retórico de
un género literario,
no menos
convencional que las
tres unidades de la
tragedia clásica, o
el
desenmascaramiento
del asesino en las
últimas páginas de
la novela policial.
El rechazo
escrupuloso de todo
elemento ficticio no
es un criterio de
verdad. Puesto que
el concepto mismo de
verdad es incierto y
su definición
integra elementos
dispares y aun
contradictorios, es
la verdad como
objetivo unívoco del
texto y no solamente
la presencia de
elementos ficticios
lo que merece,
cuando se trata del
género biográfico o
autobiográfico, una
discusión minuciosa.
Lo mismo podemos
decir del género,
tan de moda en la
actualidad, llamado,
con certidumbre
excesiva, non—fiction:
su especificidad se
basa en la exclusión
de todo rastro
ficticio, pero esa
exclusión no es de
por sí garantía de
veracidad. Aun
cuando la intención
de veracidad sea
sincera y los hechos
narrados
rigurosamente
exactos lo que no
siempre es así sigue
existiendo el
obstáculo de la
autenticidad de las
fuentes, de los
criterios
interpretativos y de
las turbulencias de
sentido propias a
toda construcción
verbal. Estas
dificultades,
familiares en lógica
y ampliamente
debatidas en el
campo de las
ciencias humanas, no
parecen preocupar a
los practicantes
felices de la non-fiction.
Las ventajas
innegables de una
vida mundana como la
de Truman Capote no
deben hacernos
olvidar que una
proposición, por no
ser ficticia, no es
automáticamente
verdadera.
Podemos por lo tanto
afirmar que la
verdad no es
necesariamente lo
contrario de la
ficción, y que
cuando optamos por
la práctica de la
ficción no lo
hacemos con el
propósito turbio de
tergiversar la
verdad. En cuanto a
la dependencia
jerárquica entre
verdad y ficción,
según la cual la
primera poseería una
positividad mayor
que la segunda, es
desde luego, en el
plano que nos
interesa, una mera
fantasía moral. Aun
con la mejor buena
voluntad, aceptando
esa jerarquía y
atribuyendo a la
verdad el campo de
la realidad objetiva
y a la ficción la
dudosa expresión de
lo subjetivo,
persistirá siempre
el problema
principal, es decir
la indeterminación
de que sufren no la
ficción subjetiva,
relegada al terreno
de lo inútil y
caprichoso, sino la
supuesta verdad
objetiva y los
géneros que
pretenden
representarla.
Puesto que
autobiografía,
biografía, y todo lo
que puede entrar en
la categoría de non—
fiction, la multitud
de géneros que
vuelven la espalda a
la ficción, han
decidido representar
la supuesta verdad
objetiva, son ellos
quienes deben
suministrar las
pruebas de su
eficacia. Esta
obligación no es
fácil de cumplir:
todo lo que es
verificable en este
tipo de relatos es
en general
anecdótico y
secundario, pero la
credibilidad del
relato y su razón de
ser peligran si el
autor abandona el
plano de lo
verificable.
La ficción, desde
sus orígenes, ha
sabido emanciparse
de esas cadenas.
Pero que nadie se
confunda: no se
escriben ficciones
para eludir, por
inmadurez o
irresponsabilidad,
los rigores que
exige el tratamiento
de la “verdad”, sino
justamente para
poner en evidencia
el carácter complejo
de la situación,
carácter complejo
del que el
tratamiento limitado
a lo verificable
implica una
reducción abusiva y
un empobrecimiento.
Al dar un salto
hacia lo
inverificable, la
ficción multiplica
al infinito las
posibilidades de
tratamiento. No
vuelve la espalda a
una supuesta
realidad objetiva:
muy por el
contrario, se
sumerge en su
turbulencia,
desdeñando la
actitud ingenua que
consiste en
pretender saber de
antemano cómo esa
realidad está hecha.
No es una
claudicación ante
tal o cual ética de
la verdad, sino la
búsqueda de una un
poco menos
rudimentaria.
La ficción no es,
por lo tanto, una
reivindicación de lo
falso. Aun aquellas
ficciones que
incorporan lo falso
de un modo
deliberado fuentes
falsas, atribuciones
falsas, confusión de
datos históricos con
datos imaginarios,
etcétera, lo hacen
no para confundir al
lector, sino para
señalar el carácter
doble de la ficción,
que mezcla, de un
modo inevitable, lo
empírico y lo
imaginario. Esa
mezcla, ostentada
sólo en cierto tipo
de ficciones hasta
convertirse en un
aspecto determinante
de su organización,
como podría ser el
caso de algunos
cuentos de Borges o
de algunas novelas
de Thomas Bernhard,
está sin embargo
presente en mayor o
menor medida en toda
ficción, de Homero a
Beckett. La paradoja
propia de la ficción
reside en que, si
recurre a lo falso,
lo hace para
aumentar su
credibilidad. La
masa fangosa de lo
empírico y de lo
imaginario, que
otros tienen la
ilusión de
fraccionar a piacere
en rebanadas de
verdad y falsedad,
no le deja, al autor
de ficciones, más
que una posibilidad:
sumergirse en ella.
De ahí tal vez la
frase de Wolfgang
Kayser: “No basta
con sentirse atraído
por ese acto;
también hay que
tener el coraje de
llevarlo a cabo”.
Pero la ficción no
solicita ser creída
en tanto que verdad,
sino en tanto que
ficción. Ese deseo
no es un capricho de
artista, sino la
condición primera de
su existencia,
porque sólo siendo
aceptada en tanto
que tal, se
comprenderá que la
ficción no es la
exposición novelada
de tal o cual
ideología, sino un
tratamiento
específico del
mundo, inseparable
de lo que trata.
Este es el punto
esencial de todo el
problema, y hay que
tenerlo siempre
presente, si se
quiere evitar la
confusión de
géneros. La ficción
se mantiene a
distancia tanto de
los profetas de lo
verdadero como de
los eufóricos de lo
falso. Su identidad
total con lo que
trata podría tal vez
resumirse en la
frase de Goethe que
aparece en el
artículo ya citado
de Kayser (“¿Quién
cuenta una
novela?”): “La
Novela es una
epopeya subjetiva en
la que el autor pide
permiso para tratar
el universo a su
manera; el único
problema consiste en
saber si tiene o no
una manera; el resto
viene por
añadidura”. Esta
descripción, que no
proviene de la pluma
de un formalista
militante ni de un
vanguardista
anacrónico,
equidista con
idéntica
independencia de lo
verdadero y de lo
falso.
Para aclarar estas
cuestiones,
podríamos tomar como
ejemplo algunos
escritores
contemporáneos. No
seamos modestos:
pongamos a
Solienitsin como
paradigma de lo
verdadero. La
Verdad— Por— Fin—
Proferida que
trasunta sus
relatos, si no cabe
duda que requería
ser dicha, ¿qué
necesidad tiene de
valerse de la
ficción? ¿Para qué
novelar algo de lo
que ya se sabe todo
antes de tomar la
pluma? Nada obliga,
si se conoce ya la
verdad, y si se ha
tomado su partido, a
pasar por la
ficción. Empleadas
de esa manera,
verdad y ficción se
relativizan
mutuamente: la
ficción se vuelve un
esqueleto reseco,
mil veces pelado y
vuelto a recubrir
con la carnadura
relativa de las
diferentes verdades
que van
sustituyéndose unas
a otras. Los mismos
principios son el
fundamento de otra
estética, el
realismo socialista,
que la concepción
narrativa de
Solienitsin
contribuye a
perpetuar.
Solienitsin difiere
con la literatura
oficial del
estalinismo en su
concepción de la
verdad, pero
coincide con ella en
la de la ficción
como sirvienta de la
ideología. Para su
tarea, sin duda
necesaria, informes
y documentos
hubiesen bastado. Lo
que debemos exigir
de empresas como la
suya, es un
afincamiento
decidido y vigilante
en el campo de lo
verificable. Sus
incursiones
estéticas y su gusto
por la profecía se
revelan a simple
vista de lo más
superfluos. Y por
otro lado, no basta
con dejarse la barba
para lograr una
restauración
dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las
amas de casa del
mundo entero han
comprendido que no
corren ningún
peligro: el hombre
es medievalista,
semiólogo, profesor,
versado en lógica,
en informática, en
filología. Este
armamento pesado, al
servicio de “lo
verdadero”, las
hubiese espantado,
cosa que Eco, como
un mercenario que
cambia de campo en
medio de la batalla,
ha sabido evitar
gracias a su
instinto de
conservación,
poniéndolo al
servicio de “lo
falso”. Puesto que
lo dice este
profesor eminente,
piensan los
ejecutivos que leen
sus novelas entre
dos aeropuertos, no
es necesario creer
en ellas ya que
pertenecen, por su
naturaleza misma, al
campo de lo falso:
su lectura es un
pasatiempo fugitivo
que no dejará
ninguna huella, un
cosquilleo
superficial en el
que el saber del
autor se ha puesto
al servicio de un
objeto fútil,
construido con
ingeniosidad gracias
a un ars
combinatoria. En
este sentido, y sólo
en éste, Eco es el
opuesto simétrico de
Solienitsin: a la
gran revelación que
propone Solienitsin,
Eco responde que no
hay nada nuevo bajo
el sol. Lo antiguo y
lo moderno se
confunden, la novela
policial se traslada
a la edad media, que
a su vez es metáfora
del presente, y la
historia cobra
sentido gracias a un
complot organizado.
(Ante Eco, me viene
espontáneamente al
espíritu una frase
de Barrés: “Rien ne
déforme plus
l'histoire que d'y
chercher un plan
concerté”.) Su
interpretación de la
historia está puesta
de manera ostentosa
para no ser creída.
El artificio, que
suplanta al arte, es
exhibido
continuamente de
modo tal que no
subsista ninguna
ambiguedad.
La falsedad esencial
del género novelesco
autoriza a Eco no
solamente la
apología de lo falso
a lo cual, puesto
que vivimos en un
sistema democrático,
tiene todo el
derecho, sino
también a la
falsificación. Por
ejemplo, poner a
Borges como
bibliotecario en El
nombre de la rosa
(título por otra
parte marcadamente
borgiano), es no
solamente un
homenaje o un
recurso intertextual,
sino también una
tentativa de
filiación. Pero
Borges, numerosos
textos suyos lo
prueban, a
diferencia de Eco y
de Solienitsin, no
reivindica ni lo
falso ni lo
verdadero como
opuestos que se
excluyen, sino como
conceptos
problemáticos que
encarnan la
principal razón de
ser de la ficción.
Si llama Ficciones a
uno de sus libros
fundamentales, no lo
hace con el fin de
exaltar lo falso a
expensas de lo
verdadero, sino con
el de sugerir que la
ficción es el medio
más apropiado para
tratar sus
relaciones
complejas.
Otra falsificación
notoria de Eco es
atribuir a Proust un
interés desmedido
por los folletines.
En esto hay algo que
salta a la vista:
subrayar el gusto de
Proust por los
folletines es un
recurso teatral de
Eco para justificar
sus propias novelas,
como esos candidatos
dudosos que, para
ganar una elección
local, simulan tener
el apoyo del
presidente de la
república. Es una
observación sin
ningún valor teórico
o literario, tan
intrascendente desde
ese punto de vista
como el hecho,
universalmente
conocido, de que a
Proust le gustaban
las madeleines. Es
significativo en
cambio que Eco no
haya escrito que a
Agatha Christie o a
Somerset Maugham les
gustaban los
folletines, y con
razón, porque si
pone de testigo a
Proust para exaltar
los folletines es
justamente porque
escribió A la
recherche du temps
perdu. Es detrás de
la Recherche que Eco
pretende ampararse,
no del supuesto
gusto de Proust por
los folletines.
Basta con leer una
novela de Eco o de
Somerset Maugham
para saber que a sus
autores les gustan
los folletines. Y
para convencerse de
que a Proust no le
gustaban tanto, la
lectura de la
Recherche es más que
suficiente.
Mi objetivo no es
juzgar moralmente y
mucho menos
condenar, pero aun
en la más salvaje
economía de mercado,
el cliente tiene
derecho a saber lo
que compra. Incluso
la ley, tan
distraída en otras
ocasiones, es
intratable en lo que
se refiere a la
composición del
producto. Por eso,
no podemos ignorar
que en las grandes
ficciones de nuestro
tiempo, y quizás de
todos los tiempos,
está presente ese
entrecruzamiento
crítico entre verdad
y falsedad, esa
tensión íntima y
decisiva, no exenta
ni de comicidad ni
de gravedad, como el
orden central de
todas ellas, a veces
en tanto que tema
explícito y a veces
como fundamento
implícito de su
estructura. El fin
de la ficción no es
expedirse en ese
conflicto sino hacer
de él su materia,
modelándola “a su
manera”. La
afirmación y la
negación le son
igualmente extrañas,
y su especie tiene
más afinidades con
el objeto que con el
discurso. Ni el
Quijote, ni Tristam
Shandy, ni Madame
Bovary, ni El
Castillo pontifican
sobre una supuesta
realidad anterior a
su concreción
textual, pero
tampoco se resignan
a la función de
entretenimiento o de
artificio: aunque se
afirmen como
ficciones, quieren
sin embargo ser
tomadas al pie de la
letra. La pretensión
puede parecer
ilegítima, incluso
escandalosa, tanto a
los profetas de la
verdad como a los
nihilistas de lo
falso,
identificados, dicho
sea de paso, y
aunque resulte
paradójico, por el
mismo pragmatismo,
ya que es por no
poseer el
convencimiento de
los primeros que los
segundos, privados
de toda verdad
afirmativa, se
abandonan,
eufóricos, a lo
falso. Desde ese
punto de vista la
exigencia de la
ficción puede ser
juzgada exorbitante,
y sin embargo todos
sabemos que es
justamente por
haberse puesto al
margen de lo
verificable que
Cervantes, Sterne,
Flaubert o Kafka nos
parecen enteramente
dignos de crédito.
A causa de este
aspecto
principalísimo del
relato ficticio, y a
causa también de sus
intenciones, de su
resolución práctica,
de la posición
singular de su autor
entre los
imperativos de un
saber objetivo y las
turbulencias de la
subjetividad,
podemos definir de
un modo global la
ficción como una
antropología
especulativa. Quizás
no me atrevo a
afirmarlo esta
manera de concebirla
podría neutralizar
tantos
reduccionismos que,
a partir del siglo
pasado, se obstinan
en asediarla.
Entendida así, la
ficción sería capaz
no de ignorarlos,
sino de asimilarlos,
incorporándolos a su
propia esencia y
despojándolos de sus
pretensiones de
absoluto. Pero el
tema es arduo, y
conviene dejarlo
para otra vez. |