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HERBERT READ

Función de las artes en la sociedad contemporánea

 

“Arte” y “Sociedad” son dos de los conceptos más vagos del lenguaje moderno, y digo moderno porque estas palabras no tienen equivalentes exactos en las antiguas lenguas europeas, cuya terminología es mucho más concreta. En el idioma inglés la palabra “arte” es tan ambigua que dos personas nunca la definirán espontáneamente de la misma manera. Las personas cultivadas se inclinarán a tomar y aislar alguna característica común a todas las artes, entrando así en el campo de la ciencia del arte, la estética, y de allí en el de la metafísica. Los individuos simples tienden a identificar el arte con una de sus manifestaciones, la pintura por lo general.

En su mente no cabe considerar a la música o a la arquitectura como artes. Se trate de gente cultivada o simple, todos dan por aceptado que el arte, defínase como se defina, es una actividad especializada o profesional que no incumbe directamente al hombre común.

El término sociedad designa un concepto igualmente vago. Sociedad puede ser la totalidad de los habitantes de un país, la humanidad entera inclusive. En el extremo opuesto, también puede denotar un grupo de personas que se han unido en prosecución de un fin común especial, como sería una secta religiosa o un club. Y así como hay una ciencia del arte que trata de poner orden en un campo donde reina la confusión, existe una ciencia de la sociedad -la sociología que se esfuerza por dar coherencia lógica al concepto designado por esta palabra. Aunque ambas ciencias rara vez se unen, se ha intentado crear una sociología del arte, y varias utopías y escritos, tales como el Politicus, de Platón, nos hablan de un arte de la sociedad y afirman que el gobierno o la organización social son un arte más que una ciencia.

Pocos son los filósofos, Platón es uno de ellos, que se han percatado de que arte y sociedad son conceptos inseparables, de que la sociedad, como entidad orgánica viable, depende en cierta manera del arte como fuerza unificadora y fuente de energía. Ésta ha sido siempre mi idea sobre la relación entre arte y sociedad; y en este ensayo quiero mostrar someramente qué significa (o significó en el pasado) dicha relación y cuáles son las fatales consecuencias de su falta total en la civilización contemporánea.

Tanto el arte como la sociedad, en su sentido concreto, tienen origen en la relación del hombre con su medio natural. Las obras de arte más antiguas que han llegado a nosotros son las pinturas de las cavernas paleolíticas, de las cuales se conoce buen número, y unas pocas figurillas de hueso o marfil que datan del mismo período. No sabemos con exactitud cuál es el origen o el propósito de estas obras de arte, pero nadie duda de que obedecen a un fin definido.

Quizá cumplían una función mágica o religiosa y, por ende, estaban íntimamente ligadas a la estructura social de la época. Éste es el caso de las artes de todas las civilizaciones subsiguientes de cuya existencia se tiene constancia histórica. Si examinamos los primeros testimonios de las primitivas civilizaciones de Sumeria, Egipto o el Oriente Medio, encontraremos siempre creaciones que no han perdido atractivo para nuestra sensibilidad estética; más aún, el conocimiento de su sociedad se basa principalmente en los elementos de juicio brindados por las obras de arte que se han conservado.

En todo el curso de la historia, nunca, hasta nuestros días, se concibió una sociedad sin arte o un arte sin significación social. Algunos ponen a Esparta como excepción; quienes así lo aceptan, tienen un concepto muy limitado del arte: a los ojos de Jenofonte, el cosmos espartano era en sí mismo una obra de arte. Y en cuanto a la tribu de los filisteos que, por extraña suerte, ha quedado como prototipo de sociedad insensible y bárbara, es de suponer que tenía tanto gusto artístico como cualquier sociedad militante de su época; se afirma que hacían hermosos tocados de plumas. Es de notar que Matthew Arnold acuñó la palabra filisteísmo como término despectivo para designar la impermeabilidad a las ideas y no específicamente la falta de sensibilidad estética, aunque daba por sentado que sólo una sociedad que se nutre y vivífica en las ideas es capaz de elevarse al nivel necesario para apreciar las artes. Personalmente, me inclino a invertir los términos: sólo una sociedad sensibilizada por las artes puede tornarse accesible a las ideas.

Cabe ahora preguntarse por qué la sociedad moderna ha perdido la sensibilidad artística. Ante todo, se me ocurre que este cambio fundamental se debe, en cierto sentido aún indeterminado, al repentino aumento de las masas sociales que es consecuencia natural de la industrialización de los países. Siempre ha sido motivo de admiración el que las artes hayan alcanzado su mayor esplendor en comunidades verdaderamente minúsculas en comparación con el típico estado moderno. Ejemplo de ello son la Atenas de los siglos VII y VI a. C., la Europa Occidental de los siglos XII y XIII y las ciudades-estados de Italia de los siglos XIV y XV. Pero preferimos ignorar este hecho, restarle importancia y hasta dar por aceptado que son los pueblos más grandes y poderosos los que, naturalmente y en su debido momento, producen las más elevadas manifestaciones artísticas. La historia demuestra que este supuesto es infundado.

Con sólo analizar brevísimamente la naturaleza del proceso artístico creador encontraremos la explicación de esta paradoja. Cualquiera sea la índole de la relación entre arte y sociedad, la obra de arte es siempre creación de un individuo. A no dudarlo, hay artes, tales como el teatro, la danza y la arquitectura, que son complejas por naturaleza y exigen la participación de un grupo de individuos para poder ejecutarse; no obstante, la unidad que da fuerza, singularidad y efectividad a cualquier manifestación de estas artes en la intuición creadora de determinado dramaturgo, coreógrafo o arquitecto. Existen, desde luego, muchos ejemplos de eficiente colaboración en las artes, pero, para usar uno de los neologismos de Coleridge, son siempre “coadunitivos”: consiguen en contribuciones individuales y separadas que, al juntarse cual “un cuarto de naranja, un cuarto de manzana y algo así como un limón y una granada” toman la apariencia de “una única fruta redonda y variada”. Coleridge usó esta metáfora para distinguir el talento de Beaumont y Fletcher del genio de Shakespeare. Del mismo modo, todavía no estoy convencido de que una obra realizada por una “cooperación de arquitectos”, por ejemplo, tenga el mismo valor estético que la concebida por un solo arquitecto. Ciertos medievalistas sentimentales quieren hacernos creer que la catedral gótica es una creación en común, mas ello equivale a confundir el acto de edificar con el de proyectar una obra arquitectónica: todo lo significativo y original de cualquiera de las catedrales góticas es “la expresión singular de una experiencia singular”; y aunque la arquitectura, cuando es compleja, requiere siempre la intervención de ejecutantes subsidiarios, constructores y artesanos, el concepto estético, es decir la obra concebida como unidad artística, es invariablemente producto de una visión y una sensibilidad individuales.

Pero el individuo no actúa en el vacío. Y el problema que nos ocupa se complica precisamente porque el artista depende en cierta medida de la comunidad, no simplemente en lo económico, como es natural, sino en un sentido mucho más sutil que aún aguarda estudio psicológico. No es mi propósito intentarlo aquí; en rigor, dudo de que incluso la ciencia de la psicología social esté lo suficientemente adelantada como para permitirnos formular una hipótesis definida sobre el asunto. Creo que tal análisis psicológico debería establecer dos entidades psíquicas separadas pero interactuantes: por un lado, el ego subjetivo del artista, que busca adaptarse al mundo externo de la naturaleza y la sociedad; por el otro, la sociedad como organismo que tiene sus propias leyes de adaptación interna y externa (nos referimos a la “psicología de masas”). De ahí una de las paradojas fundamentales de la existencia humana: el arte es la resultante de la compleja interacción de los procesos de adaptación del individuo y de la sociedad. En este ensayo sólo me es dado tratar brevemente sobre tan intrincada situación.

Tal vez debo comenzar refiriéndome a los caminos que se han buscado para evadir el problema. En primer lugar, me ocuparé de una supuesta solución que concierne directamente a la organización internacional llamada UNESCO, pero que también se encara en la mayoría de los países democráticos, vale decir, en todos los que han tomado conciencia del asunto.

Veamos cómo y por qué un pueblo toma conciencia del problema. Comprobamos que el arte como actividad social fue siempre una característica de los grandes sistemas sociales del pasado, desde las civilizaciones prehistóricas y primitivas hasta las grandes organizaciones sociales aristocráticas, eclesiásticas y oligárquicas más recientes. Advertimos entonces que esta inevitable y aparentemente significativa unión de arte y sociedad se quiebra al iniciarse la época actual: la era de la industrialización, la producción en masa, la explosión demográfica y la democracia parlamentaria. De aquí se desprenderían dos conclusiones. La primera, que gozó de aceptación general durante el siglo XIX, supone que el arte es cosa del pasado y que una civilización como la nuestra puede prescindir de él. La segunda, crecientemente característica de nuestro tiempo, niega este supuesto historicista, afirma que los males de nuestra civilización son diagnosticables y termina recomenzando diversos remedios para estos males.

Por el momento pesaré por alto el punto de vista historicista, de cual Hegel el primer responsable, para examinar las tendencias que buscan solucionar la situación existente.

El más popular y, en mi opinión, el más ineficaz de estos remedios es el subsidio económico.

Se aduce, y con razón, que es el pasado las artes siempre contaron con protectores: la Iglesia en la Edad Media, los príncipes y los Concejos de las ciudades durante el Renacimiento, los comerciantes durante los siglos XVII y XVIII. Tan superficial generalización no soportaría un análisis científico, puesto que no existe relación demostrable entre la calidad del arte de una época y la cantidad de protectores con que contó: los mecenas y fueron en su mayoría caprichosos e inconstantes, algunos adolecían del mal gusto y hasta los hubo reaccionarios. De todos modos, esta explicación de la situación actual no merece discutirse pues, en el presente, las artes gozan de mayor patrocinio que en toda la historia europea. Durante los últimos cincuenta años se han ganado enormes sumas no sólo en la compra de “viejos maestros” sino también de obras contemporáneas de todas las escuelas; asimismo, se han invertido grandes cantidades en la construcción de museos, teatros, teatros de ópera, salas de concierto, etc., además de apoyarse con subsidios las actividades de las instituciones consagradas a las artes.

Pero nada de esto ha contribuido a solucionar el problema fundamental, es decir, crear un arte democrático vital que corresponde a nuestra civilización democrática. Esta civilización es caótica en lo que al aspecto visual se refiere; no tiene poesía característica ni teatro típico; la pintura y la escultura han descendido a un nivel de loca coherencia, en tanto que la arquitectura ha quedado reducida a una funcionalidad “económica” que proyecta su propio “brutalismo” como virtud estética. Hay excepciones, pero en ninguna parte del mundo existe hoy un estilo artístico surgido espontáneamente de la realidad económica y social de nuestro modo de vida.

En primer término, debemos buscar respuesta al interrogante que nos preocupa más profundamente: ¿es esta realidad fundamental (nuestro sistema de producción económica) incompatible con la producción espontánea de obras de arte? Antes de contestar a esta pregunta, quizá sería necesario afirmar que no ha habido cambio en la capacidad virtual de la raza humana para producir obras de arte. Nuevamente paso por alto la idea hegeliana de que el arte, “en lo que respecta a sus posibilidades superiores” (importante aclaración) es cosa del pasado. Sigo basándome en el supuesto de que la naturaleza humana, en sus posibilidades, no cambia (o no ha cambiado dentro de un lapso mensurable). El mundo está lleno de artistas frustrados, mejor dicho de personas cuyos instintos creadores, se han visto frustrados.

Burckhardt, a quien pienso citar más de una vez en el curso de este ensayo, señaló que “ahora pueden existir grandes hombres para cosas que no existen”. Me refiero no sólo a los genios reconocidos que, a despecho de la época en que les ha tocado vivir, dan muestra de genialidad en fragmentadas obras de un expresionismo individualista -como es el caso de Picasso, Klee, Schönberg, Stravinski, Pasternak, Eliot- sino también a todos esos artistas en potencia que malgastan su talento en el así llamado arte comercial (términos contradictorios) y a todos esos niños sensibles que, no obstante dar temprana prueba de sus posibilidades, son sacrificados como ovejas en el altar del dios Industria. Una de las injusticias más trágicas de la civilización tecnológica es que la sensibilidad natural de los hombres, que en otras épocas encontraba salida en las artesanías básicas, se ve ahora completamente reprimida o sólo puede hallar patética salida en algún “hobby” trivial.

Por lo tanto, comienzo afirmando, junto con Burckhardt, que “las artes son una facultad, un poder y una creación del hombre. La imaginación, que es su impulso vital, capital, ha sido considerada divina en todos los tiempos”. Es verdad que (como Burckhardt) debemos siempre distinguir al que hace del que ve, al artesano del visionario. “Son contadísimos los que tienen la facultad de dar forma tangible a lo interior, de representarlo de manera tal que lo veamos como la imagen exterior de cosas exteriores. Son muchos, en cambio, los que tienen la facultad de recrear lo exterior en forma exterior”.7

Debemos examinar nuestro modo de vida -la estructura social, los métodos de producción y distribución, la acumulación de capital y la influencia de los impuestos- para dilucidar si estos factores son los responsables o no de nuestra impotencia estética. Hacerlo detalladamente requeriría un libro aparte y no cabe en un ensayo breve; mas como ya tengo mucho escrito sobre el tema, me limitaré ahora a apuntar sumariamente dos o tres características de nuestra civilización que son francamente adversas a las artes.


 

1. El fenómeno general de la alienación, sobre el cual tanto se ha escrito desde que Hegel creó el término y Marx le dio significado político. El vocablo se usa para denotar un problema social y otro psicológico, sin ser ambos más que dos aspectos del mismo problema, el cual en esencia la progresiva separación entre las facultades humanas y los procesos naturales. Aparte de las muchas facetas sociales del problema (la división del trabajo, que conduce a su eliminación, es decir a la automación, y demás consecuencias de la revolución industrial, tales como la aglomeración y la congestión urbanas, las enfermedades y la delincuencia), existe un fenómeno general que, pesa a haber sido observado por filósofos sociales como Ruskin y Thoreau, no alarma a los sociólogos “científicos”: es lo que podríamos llamar la atrofia de la sensibilidad. Si, desde el nacimiento hasta la madurez, no se fomenta y educa la capacidad de ver y manipular, de tocar y oír, así como todos los refinamientos de los sentidos que el hombre fue acumulando en la conquista de la naturaleza y de las sustancias materiales, el ser resultante casi no merece llamarse humano: es un autómata de mirada obtusa, aburrido e indiferente, que sólo desea la violencia, en cualquiera de sus formas: acción violenta, sonidos violentos, toda distracción capaz de excitar sus nervios muertos. Busca entretenimientos en los estadios de deportes, los salones de baile, la “contemplación” pasiva de crímenes, farsas y actos sádicos que desfilan por las pantallas de televisión, en el juego y los estupefacientes.


 

2. Al imponerse el racionalismo científico, se produjo inevitablemente una decadencia de las religiones. Muchos se lamentan de que el progreso científico no haya sido acompañado de un equivalente progreso en los niveles éticos, pero muy pocos observan que las mismas fuerzas que destruyeron el misterio de lo sagrado han destruido también el misterio de lo bello. Citando nuevamente a Burckhardt:

“… desde el comienzo de los tiempos, artistas y poetas se hallan en grandiosa y solemne

relación con la religión y la cultura…, ellos son los únicos capaces de interpretar y dar forma imperecedera al misterio de lo bello. Todo lo que en la vida pasa a nuestro lado, tan fugaz, raro y desigual, es recogido en un mundo de poemas, en cuadros y grandes ciclos pictóricos, en colores, piedras y sonidos, dando forma a un nuevo y sublime mundo sobre la tierra. A no dudarlo, la belleza sólo puede sentirse a través de manifestaciones artísticas como la arquitectura y la música; sin las artes no sabríamos de la existencia de la belleza”.8 Más aún sin las artes no sabríamos de la existencia de la verdad, pues ella se hace visible, aprehensible y aceptable solamente en la obra de arte.

De ninguna manera pienso que este proceso de racionalización puede ser reversible: la mentenunca renuncia a sus conquistas materiales, aun a riesgo de una catástrofe mundial.

Simplemente, pongo de relieve el hecho evidente de que los alcances del conocimiento

científico son todavía limitados. La naturaleza del cosmos, el origen y propósito de la vida humana, son aún un misterio, lo cual significa que la ciencia no ha llegado a reemplazar de ningún modo la función simbólica del arte, que sigue siendo necesaria “para vencer la resistencia del mundo bárbaro”.


 

3. Para terminar, mencionaré muy tímidamente una característica de nuestro modo de vida que, pese a estar fuertemente enraizada en nuestros adorados ideales democráticos, es adversa al arte. Ya he dicho que las obras de arte son producidas por individuos, verdad de la cual se desprende que los valores del arte son esencialmente aristocráticos: no están determinados por el nivel general de sensibilidad estética, sino por la más elevada sensibilidad estética que se da en cada momento histórico. Esta facultad es privilegio de un número de personas relativamente reducido; son los árbitros del gusto, los críticos, los conocedores y, sobre todo, los propios artistas, cuyo intercambio fija el nivel estético. Cualquiera sea nuestra opinión acerca de las teorías de Carlyle o de Burckhardt sobre la importancia de los grandes hombres en la historia el segundo hace notar que existen varias categorías de grandes hombres, algunas de dudoso beneficio para la humanidad- y aceptemos o no la teoría de las “raíces” del arte, a la cual he dado bastante difusión y me mantengo fiel sin paradoja, lo cierto es que la historia del arte es

una gráfica trazada entre los puntos que marcan la aparición de un gran artista en la historia. Es posible que un Miguel Ángel o un Mozart sean producto de fuerzas determinables, hereditarias o sociales, pero una vez que han creado sus obras, la historia del arte cambia de curso. Desde luego, no afirmo que la historia del arte coincide con la de la cultura. Ésta no es ni siquiera la suma de todas las artes, o la de éstas y las costumbres y las ideas científicas y religiosas de un período dado. Como bien observó T. S. Eliot, las partes en que puede descomponerse la cultura actúan unas sobre otras creando esa cultura, que es más que la suma de ellas. Para comprender plenamente una de las artes, preciso es comprenderlas todas. No obstante, “hay

naturalmente culturas superiores que, en general, se distinguen por una diferenciación de las funciones de los miembros de la sociedad. Así, se reconocen estratos más cultos y menos cultos, por sobre los cuales se ubica a los individuos de cultura excepcional. La cultura de un artista o un filósofo difiere de la de un minero o labrador; la del poeta será algo distinta de la del político; mas en una sociedad sana todas son partes de la misma cultura, de modo que el artista, el poeta, el filósofo, el político y el obrero poseen una cultura en común, que no comparten con otras personas de igual ocupación pero distinto país”.9

Desgraciadamente para el arte, la sociedad democrática tiene sus propias categorías de

grandeza, que no concuerdan necesariamente con nuestra definición de la cultura. No me refiero tanto a los héroes de la guerra, la política o los deportes, pues estas categorías no estéticas han existido en todas las épocas. Mis observaciones van dirigidas exclusivamente a las artes, esfera en la cual la democracia moderna ha demostrado una total incapacidad para distinguir el genio del talento. Probablemente ello se debe a que el genio es tan raro u original; ni siquiera en el pasado se le conoció siempre de inmediato en su verdadero valor. Mas en los últimos tiempos los adelantos técnicos de los medios de comunicación han conspirado, con innata envidia de la originalidad, para producir el típico hombre famoso de nuestros días: el alcahuete. Sea como periodista o como “personalidad” de la televisión, este usurpador aparece ante un público que asciende a millones y, erigiéndose en vocero de las opiniones y los prejuicios de la gente, la lisonjea para conseguir su asentimiento y adulación. El ver -ver efectivamente- sus vulgares pensamientos y juicios instintivos expresados por un elocuente pelele, no sólo hace creer a la gente que la grandeza es democrática sino, también, engaño aún mayor, que la verdad no tiene por qué venir a perturbarnos. En efecto, la complacencia (aliada a la complicidad) es el ideal supremo de la vida democrática.

Por otra parte, el arte ha sido eterno factor de perturbación, un elemento permanente revolucionario. Esto porque el artista, en la medida de su grandeza, siempre se enfrenta a lo desconocido, y de esta confrontación nos trae algo nuevo, un nuevo símbolo, una nueva visión de la vida, la imagen exterior de cosas interiores. El artista es importante para la sociedad, no por hacerse eco de opiniones recibidas o por dar clara expresión a los confusos sentimientos dela masa: esa es la función de los políticos, los periodistas, los demagogos. El artista es lo que los alemanes llaman Rüttler, el individuo que trastorna el orden establecido. El mayor enemigo del arte es la mente colectiva, en cualquiera de sus muchas manifestaciones. La mente colectiva es cual el agua, siempre busca el nivel más bajo; el artista lucha por salir de la ciénaga, busca alcanzar el nivel más alto de percepción y sensibilidad individuales. Las señales que transmite suelen ser ininteligibles por la multitud, y entonces aparecen los filósofos y los críticos para interpretar su mensaje. La obra fundamental de genios como Homero, Platón,

Dante, Shakespeare, Miguel Ángel, Bach o Mozart no sólo da motivo a toda una literatura interpretativa y explicativa, también es continuada e imitada a tal punto que el arte de un individuo llega a impregnar una época y a darle nombre. Tales logros concretos dentro de las artes plásticas son la base de lo que Hegel llamó la “cultura de reflejo”. Al admitir que la verdadera función del arte consiste en “llevar a la conciencia las más elevadas aspiraciones del espíritu”, contradijo su afirmación anterior de que el arte es cosa del pasado. Porque “llevar a la conciencia” es un proceso de realización, de concreción que es, o como debería ser, continuo en la historia. “La imaginación crea”, como reconoció Hegel; el arte no trabaja con los pensamientos, sino con “las formas externas reales de lo que existe”, su materia prima es la Naturaleza. Hegel, que escribió esto en la década de 1820, cuando el movimiento romántico estaba en su apogeo y aún no se sentían los efectos de la revolución industrial, pudo fácilmente arribar a la conclusión de que el arte europeo ya había cumplido su tarea y creado más de lo que los espíritus del siglo venidero podrían digerir; no se imaginaba que esa época futuranegaría hasta las funciones mismas de la imaginación, el genio y la inspiración.

Cualquiera sea el ángulo desde el cual enfoquemos el problema de la función de las artes en la sociedad contemporánea, es evidente que, por su índole, esta sociedad obstaculiza el debido cumplimiento de esa función. La contradicción hegeliana entre arte e idea pierde fuerza y aplicación en una sociedad que no da cabida a una ni a otra: ni al “alma y sus sentimientos” ni al “fenómeno sensorial concreto”, es decir, las dos entidades dialécticas que, en toda civilización progresista, se fusionan en una unidad por obra de la energía vital, que es la vida misma en su evolución creadora.

“Alguien argüirá que doy un orden de prioridad equivocado (en realidad, niego que exista tal orden en el proceso que nos ocupa). Es mi opinión general, por lo menos en mi país, donde Matthew Arnold la difundió, que “el ejercicio de la facultad creadora en la producción de grandes obras literarias o artísticas… no es posible en todas las épocas ni en cualquier circunstancia,…los elementos con que trabaja la facultad creadora son las ideas; las mejores ideas… aceptadas en el momento”.10 Arnold se refiere específicamente a la literatura, pero incluye a todas las artes. “La grandiosa obra del genio literario es un trabajo de síntesis y de exposición, no de análisis o descubrimiento; su don es la facultad de recibir feliz inspiración de determinada atmósfera intelectual y espiritual, de cierto orden de ideas, cuando se mueve en ellos; el genio tiene el don de tratar divinamente estas ideas, presentándolas en las combinaciones más acertadas y atractivas: en suma, de realizar bellas obras con ellas”.11 Ésta es la herejía intelectualista, sin duda directamente emanada de Goethe e indirectamente, de Hegel. Si bien es cierto que en la creación de una obra maestra (de cualquiera de las artes) “deben conjugarse dos fuerzas, la del hombre y la del momento en que vive”, la esencia de la obra de arte no es síntesis ni exposición, ni tampoco análisis y descubrimiento, sino realización y manifestación. Lo que se realiza es una imagen: “Debemos concretar la imagen de lo que vemos, olvidando todo lo que existió antes de nosotros” (Cézanne). El artista, sea poeta o pintor, músico o alfarero, “da forma concreta a sensaciones y percepciones” (nuevamente Cézanne); y lo que manifiesta en colores, en palabras, en sonidos, es precisamente esta forma. El resto es lo que Wittgenstein llamó “el juego lingüístico”, que nada tiene que ver con el arte.

Mas esa forma manifestada es el núcleo del cual, en su debido momento, surgen las ideas; cuanto más precisa y vital es la obra de arte, tanto más poderosas serán las ideas que inspire.

Entonces podemos decir con Arnold que “el toque de la verdad es el toque de la vida, y se producen movimiento y evolución por doquier”. Pero es requisito primero que el artista concrete la imagen; sin imágenes no hay ideas, y la civilización muere lenta pero inevitablemente.

Considero que sólo hay una manera de salvar a nuestra civilización: reformar la sociedad para que, conforme del arte vuelvan a manifestarse espontáneamente en la vida diaria. Esta reforma es lo que yo llamo la “educación por el arte”, que ya cuenta con adalides en todo el mundo.

Pero hay algo que no he recalcado bastante ni comprenden suficientemente quienes me acompañan y apoyan, a saber, que el remedio propuesto es de naturaleza revolucionaria. La educación por el arte no es necesariamente anticientífica, ya que la ciencia misma depende de la manifestación clara de los fenómenos sensoriales concretos y el “juego lingüístico” sólo puede entorpecerla. Mas la educación por el arte no prepara a los seres humanos para el trabajo mecánico, para los movimientos automáticos requeridos por la industria moderna; no los concilia con un ocio carente de propósitos constructivos ni los deja satisfacerse con entretenimientos pasivos. Su intención es crear “movimiento y evolución” por doquier, eliminar la conformidad y la imitación dotando a cada ciudadano de un poder de imaginación “que no tenga nada ajeno y sea todo suyo” (Coleridge).

¿Qué otra solución práctica se ha propuesto? Sólo la China ha demostrado tener conciencia de la capital importancia del problema de la alienación, y trata de resolverlo no mediante la educación por el arte sino procurando que los educados tengan contacto directo con la naturaleza, ejercicio básico de los sentidos que prepara para la dura lucha por arrancarle el sustento a la tierra y sin el cual ninguna educación puede ser completa. Tal sistema educativo retrotrae al ciudadano al punto de partida de la civilización y permite curar la herida que llamamos alienación. Si logra que la psiquis dividida del hombre vuelva a formar una unidad, otra vez fluirá energía vital de la sensación al sentimiento, de la imaginación a la mente. Mas, así como están las cosas, tan preciosa corriente seguirá a merced de los ideólogos, que le pondrán diques y la desviarán para que sirva a sus fines materialistas. Resulta penoso, pero debemos admitir con Burckhardt que el poder es lo único que los pueblos desean, implícita o explícitamente, al punto que el poder fragmentado, reducido, que la historia ha demostrado en la escala orgánica de la vitalidad cultural, se considera actualmente como signo de debilidad, como baldón. “Esta actuación no le depara ninguna satisfacción al individuo; su solo deseo es formar parte de una gran entidad, lo cual es clara prueba de que el poder es su meta principal, y la cultura, en el mejor de los casos, apenas un fin secundario. Específicamente, se quiere que la voluntad general de la nación se haga sentir en el exterior, desafiando a las demás naciones.

De ahí que sea inútil cualquier intento de descentralización, cualquier restricción voluntaria del poder en favor de la vida local y civilizada. La voluntad centralizada nunca es demasiado fuerte”.

Se dirá que este sombrío pronóstico se ha visto desmentido por los logros culturales de

potencias modernas como el Reino Unido, los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Pero, ¿hay una cultura británica, una cultura norteamericana, una cultura rusa que puedan, siquiera remotamente, compararse con la cultura de Atenas,Roma, Florencia, Holanda, México o Japón? Un imperio es, por definición, un concepto de poder; el arte nace en la intimidad.

Ésta no es una filosofía quietista, pues el arte no va necesariamente unido a la inactividad. Es verdad que, en la práctica, existe una contradicción general entre las actividades extravertidas y la calma dirigida por cualquier tipo de trabajo creador. La guerra y la revolución destruyen la obra constructiva del artista. Al mismo tiempo, debemos reconocer que “la pasión es la madre de las grandes cosas”, como dijo Burckhardt. Los grandes acontecimientos estimulan al artista, aun cuando éste no participe en ellos ni lo celebre directamente en sus obras. En tales circunstancias, pesa la atmósfera de vitalidad general, “que despierta fuerzas insospechadas en los individuos y hasta cambia el color del cielo”. Wordsworth describe magníficamente lo que se experimenta en estas ocasiones en un famoso pasaje de The Prelude (El preludio), inspirado en la revolución francesa.

 

O pleasant exercise of hope and joy!

For might were the auxiliars which then stood

Upon our side, we who are strong in love!

Bliss was it in that to be alive,

But to be young was very heaven! O times,

In which the meager stale, forbidding way

Of custom, law, and statute, took at once

The attraction of a country in romance!...

Not favoured spots alone, but the whole earth

The beauty wore lf promise –that which sets…

The budding rose above the rose full blown.

 

Desafortunadamente, el artista no está siempre destinado a vivir en tal amanecer; y, de tener esta suerte, rara vez puede contemplarlo desde la paz de un seguro retiro. En los albores de la revolución rusa surgieron grandes poetas y pintores que estaban condenados a perecer miserablemente.

En este campo, pocas son las conclusiones que pueden pretender una validez científica. El genio es un azar genético, y la historia, un confuso clamor; pero la vida persiste. Es cual llama que ora fulgura ora empalidece, ora vacila ora brilla con firmeza. El combustible que la alimenta proviene de una fuente invisible que está indisolublemente unida a la imaginación; es por eso que la civilización como la nuestra, que no cesa de negar o destruir la vida de la imaginación, está condenada a hundirse cada vez más en la barbarie.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

Mi correo: yo@heliosbuira.com

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