“Arte” y “Sociedad”
son dos de los
conceptos más vagos
del lenguaje
moderno, y digo
moderno porque estas
palabras no tienen
equivalentes exactos
en las antiguas
lenguas europeas,
cuya terminología es
mucho más concreta.
En el idioma inglés
la palabra “arte” es
tan ambigua que dos
personas nunca la
definirán
espontáneamente de
la misma manera. Las
personas cultivadas
se inclinarán a
tomar y aislar
alguna
característica común
a todas las artes,
entrando así en el
campo de la ciencia
del arte, la
estética, y de allí
en el de la
metafísica. Los
individuos simples
tienden a
identificar el arte
con una de sus
manifestaciones, la
pintura por lo
general.
En su mente no cabe
considerar a la
música o a la
arquitectura como
artes. Se trate de
gente cultivada o
simple, todos dan
por aceptado que el
arte, defínase como
se defina, es una
actividad
especializada o
profesional que no
incumbe directamente
al hombre común.
El término sociedad
designa un concepto
igualmente vago.
Sociedad puede ser
la totalidad de los
habitantes de un
país, la humanidad
entera inclusive. En
el extremo opuesto,
también puede
denotar un grupo de
personas que se han
unido en prosecución
de un fin común
especial, como sería
una secta religiosa
o un club. Y así
como hay una ciencia
del arte que trata
de poner orden en un
campo donde reina la
confusión, existe
una ciencia de la
sociedad -la
sociología que se
esfuerza por dar
coherencia lógica al
concepto designado
por esta palabra.
Aunque ambas
ciencias rara vez se
unen, se ha
intentado crear una
sociología del arte,
y varias utopías y
escritos, tales como
el Politicus, de
Platón, nos hablan
de un arte de la
sociedad y afirman
que el gobierno o la
organización social
son un arte más que
una ciencia.
Pocos son los
filósofos, Platón es
uno de ellos, que se
han percatado de que
arte y sociedad son
conceptos
inseparables, de que
la sociedad, como
entidad orgánica
viable, depende en
cierta manera del
arte como fuerza
unificadora y fuente
de energía. Ésta ha
sido siempre mi idea
sobre la relación
entre arte y
sociedad; y en este
ensayo quiero
mostrar someramente
qué significa (o
significó en el
pasado) dicha
relación y cuáles
son las fatales
consecuencias de su
falta total en la
civilización
contemporánea.
Tanto el arte como
la sociedad, en su
sentido concreto,
tienen origen en la
relación del hombre
con su medio
natural. Las obras
de arte más antiguas
que han llegado a
nosotros son las
pinturas de las
cavernas
paleolíticas, de las
cuales se conoce
buen número, y unas
pocas figurillas de
hueso o marfil que
datan del mismo
período. No sabemos
con exactitud cuál
es el origen o el
propósito de estas
obras de arte, pero
nadie duda de que
obedecen a un fin
definido.
Quizá cumplían una
función mágica o
religiosa y, por
ende, estaban
íntimamente ligadas
a la estructura
social de la época.
Éste es el caso de
las artes de todas
las civilizaciones
subsiguientes de
cuya existencia se
tiene constancia
histórica. Si
examinamos los
primeros testimonios
de las primitivas
civilizaciones de
Sumeria, Egipto o el
Oriente Medio,
encontraremos
siempre creaciones
que no han perdido
atractivo para
nuestra sensibilidad
estética; más aún,
el conocimiento de
su sociedad se basa
principalmente en
los elementos de
juicio brindados por
las obras de arte
que se han
conservado.
En todo el curso de
la historia, nunca,
hasta nuestros días,
se concibió una
sociedad sin arte o
un arte sin
significación
social. Algunos
ponen a Esparta como
excepción; quienes
así lo aceptan,
tienen un concepto
muy limitado del
arte: a los ojos de
Jenofonte, el cosmos
espartano era en sí
mismo una obra de
arte. Y en cuanto a
la tribu de los
filisteos que, por
extraña suerte, ha
quedado como
prototipo de
sociedad insensible
y bárbara, es de
suponer que tenía
tanto gusto
artístico como
cualquier sociedad
militante de su
época; se afirma que
hacían hermosos
tocados de plumas.
Es de notar que
Matthew Arnold acuñó
la palabra
filisteísmo como
término despectivo
para designar la
impermeabilidad a
las ideas y no
específicamente la
falta de
sensibilidad
estética, aunque
daba por sentado que
sólo una sociedad
que se nutre y
vivífica en las
ideas es capaz de
elevarse al nivel
necesario para
apreciar las artes.
Personalmente, me
inclino a invertir
los términos: sólo
una sociedad
sensibilizada por
las artes puede
tornarse accesible a
las ideas.
Cabe ahora
preguntarse por qué
la sociedad moderna
ha perdido la
sensibilidad
artística. Ante
todo, se me ocurre
que este cambio
fundamental se debe,
en cierto sentido
aún indeterminado,
al repentino aumento
de las masas
sociales que es
consecuencia natural
de la
industrialización de
los países. Siempre
ha sido motivo de
admiración el que
las artes hayan
alcanzado su mayor
esplendor en
comunidades
verdaderamente
minúsculas en
comparación con el
típico estado
moderno. Ejemplo de
ello son la Atenas
de los siglos VII y
VI a. C., la Europa
Occidental de los
siglos XII y XIII y
las ciudades-estados
de Italia de los
siglos XIV y XV.
Pero preferimos
ignorar este hecho,
restarle importancia
y hasta dar por
aceptado que son los
pueblos más grandes
y poderosos los que,
naturalmente y en su
debido momento,
producen las más
elevadas
manifestaciones
artísticas. La
historia demuestra
que este supuesto es
infundado.
Con sólo analizar
brevísimamente la
naturaleza del
proceso artístico
creador
encontraremos la
explicación de esta
paradoja. Cualquiera
sea la índole de la
relación entre arte
y sociedad, la obra
de arte es siempre
creación de un
individuo. A no
dudarlo, hay artes,
tales como el
teatro, la danza y
la arquitectura, que
son complejas por
naturaleza y exigen
la participación de
un grupo de
individuos para
poder ejecutarse; no
obstante, la unidad
que da fuerza,
singularidad y
efectividad a
cualquier
manifestación de
estas artes en la
intuición creadora
de determinado
dramaturgo,
coreógrafo o
arquitecto. Existen,
desde luego, muchos
ejemplos de
eficiente
colaboración en las
artes, pero, para
usar uno de los
neologismos de
Coleridge, son
siempre
“coadunitivos”:
consiguen en
contribuciones
individuales y
separadas que, al
juntarse cual “un
cuarto de naranja,
un cuarto de manzana
y algo así como un
limón y una granada”
toman la apariencia
de “una única fruta
redonda y variada”.
Coleridge usó esta
metáfora para
distinguir el
talento de Beaumont
y Fletcher del genio
de Shakespeare. Del
mismo modo, todavía
no estoy convencido
de que una obra
realizada por una
“cooperación de
arquitectos”, por
ejemplo, tenga el
mismo valor estético
que la concebida por
un solo arquitecto.
Ciertos
medievalistas
sentimentales
quieren hacernos
creer que la
catedral gótica es
una creación en
común, mas ello
equivale a confundir
el acto de edificar
con el de proyectar
una obra
arquitectónica: todo
lo significativo y
original de
cualquiera de las
catedrales góticas
es “la expresión
singular de una
experiencia
singular”; y aunque
la arquitectura,
cuando es compleja,
requiere siempre la
intervención de
ejecutantes
subsidiarios,
constructores y
artesanos, el
concepto estético,
es decir la obra
concebida como
unidad artística, es
invariablemente
producto de una
visión y una
sensibilidad
individuales.
Pero el individuo no
actúa en el vacío. Y
el problema que nos
ocupa se complica
precisamente porque
el artista depende
en cierta medida de
la comunidad, no
simplemente en lo
económico, como es
natural, sino en un
sentido mucho más
sutil que aún
aguarda estudio
psicológico. No es
mi propósito
intentarlo aquí; en
rigor, dudo de que
incluso la ciencia
de la psicología
social esté lo
suficientemente
adelantada como para
permitirnos formular
una hipótesis
definida sobre el
asunto. Creo que tal
análisis psicológico
debería establecer
dos entidades
psíquicas separadas
pero interactuantes:
por un lado, el ego
subjetivo del
artista, que busca
adaptarse al mundo
externo de la
naturaleza y la
sociedad; por el
otro, la sociedad
como organismo que
tiene sus propias
leyes de adaptación
interna y externa
(nos referimos a la
“psicología de
masas”). De ahí una
de las paradojas
fundamentales de la
existencia humana:
el arte es la
resultante de la
compleja interacción
de los procesos de
adaptación del
individuo y de la
sociedad. En este
ensayo sólo me es
dado tratar
brevemente sobre tan
intrincada
situación.
Tal vez debo
comenzar
refiriéndome a los
caminos que se han
buscado para evadir
el problema. En
primer lugar, me
ocuparé de una
supuesta solución
que concierne
directamente a la
organización
internacional
llamada UNESCO, pero
que también se
encara en la mayoría
de los países
democráticos, vale
decir, en todos los
que han tomado
conciencia del
asunto.
Veamos cómo y por
qué un pueblo toma
conciencia del
problema.
Comprobamos que el
arte como actividad
social fue siempre
una característica
de los grandes
sistemas sociales
del pasado, desde
las civilizaciones
prehistóricas y
primitivas hasta las
grandes
organizaciones
sociales
aristocráticas,
eclesiásticas y
oligárquicas más
recientes.
Advertimos entonces
que esta inevitable
y aparentemente
significativa unión
de arte y sociedad
se quiebra al
iniciarse la época
actual: la era de la
industrialización,
la producción en
masa, la explosión
demográfica y la
democracia
parlamentaria. De
aquí se
desprenderían dos
conclusiones. La
primera, que gozó de
aceptación general
durante el siglo
XIX, supone que el
arte es cosa del
pasado y que una
civilización como la
nuestra puede
prescindir de él. La
segunda,
crecientemente
característica de
nuestro tiempo,
niega este supuesto
historicista, afirma
que los males de
nuestra civilización
son diagnosticables
y termina
recomenzando
diversos remedios
para estos males.
Por el momento
pesaré por alto el
punto de vista
historicista, de
cual Hegel el primer
responsable, para
examinar las
tendencias que
buscan solucionar la
situación existente.
El más popular y, en
mi opinión, el más
ineficaz de estos
remedios es el
subsidio económico.
Se aduce, y con
razón, que es el
pasado las artes
siempre contaron con
protectores: la
Iglesia en la Edad
Media, los príncipes
y los Concejos de
las ciudades durante
el Renacimiento, los
comerciantes durante
los siglos XVII y
XVIII. Tan
superficial
generalización no
soportaría un
análisis científico,
puesto que no existe
relación demostrable
entre la calidad del
arte de una época y
la cantidad de
protectores con que
contó: los mecenas y
fueron en su mayoría
caprichosos e
inconstantes,
algunos adolecían
del mal gusto y
hasta los hubo
reaccionarios. De
todos modos, esta
explicación de la
situación actual no
merece discutirse
pues, en el
presente, las artes
gozan de mayor
patrocinio que en
toda la historia
europea. Durante los
últimos cincuenta
años se han ganado
enormes sumas no
sólo en la compra de
“viejos maestros”
sino también de
obras contemporáneas
de todas las
escuelas; asimismo,
se han invertido
grandes cantidades
en la construcción
de museos, teatros,
teatros de ópera,
salas de concierto,
etc., además de
apoyarse con
subsidios las
actividades de las
instituciones
consagradas a las
artes.
Pero nada de esto ha
contribuido a
solucionar el
problema
fundamental, es
decir, crear un arte
democrático vital
que corresponde a
nuestra civilización
democrática. Esta
civilización es
caótica en lo que al
aspecto visual se
refiere; no tiene
poesía
característica ni
teatro típico; la
pintura y la
escultura han
descendido a un
nivel de loca
coherencia, en tanto
que la arquitectura
ha quedado reducida
a una funcionalidad
“económica” que
proyecta su propio
“brutalismo” como
virtud estética. Hay
excepciones, pero en
ninguna parte del
mundo existe hoy un
estilo artístico
surgido
espontáneamente de
la realidad
económica y social
de nuestro modo de
vida.
En primer término,
debemos buscar
respuesta al
interrogante que nos
preocupa más
profundamente: ¿es
esta realidad
fundamental (nuestro
sistema de
producción
económica)
incompatible con la
producción
espontánea de obras
de arte? Antes de
contestar a esta
pregunta, quizá
sería necesario
afirmar que no ha
habido cambio en la
capacidad virtual de
la raza humana para
producir obras de
arte. Nuevamente
paso por alto la
idea hegeliana de
que el arte, “en lo
que respecta a sus
posibilidades
superiores”
(importante
aclaración) es cosa
del pasado. Sigo
basándome en el
supuesto de que la
naturaleza humana,
en sus
posibilidades, no
cambia (o no ha
cambiado dentro de
un lapso
mensurable). El
mundo está lleno de
artistas frustrados,
mejor dicho de
personas cuyos
instintos creadores,
se han visto
frustrados.
Burckhardt, a quien
pienso citar más de
una vez en el curso
de este ensayo,
señaló que “ahora
pueden existir
grandes hombres para
cosas que no
existen”. Me refiero
no sólo a los genios
reconocidos que, a
despecho de la época
en que les ha tocado
vivir, dan muestra
de genialidad en
fragmentadas obras
de un expresionismo
individualista -como
es el caso de
Picasso, Klee,
Schönberg,
Stravinski,
Pasternak, Eliot-
sino también a todos
esos artistas en
potencia que
malgastan su talento
en el así llamado
arte comercial
(términos
contradictorios) y a
todos esos niños
sensibles que, no
obstante dar
temprana prueba de
sus posibilidades,
son sacrificados
como ovejas en el
altar del dios
Industria. Una de
las injusticias más
trágicas de la
civilización
tecnológica es que
la sensibilidad
natural de los
hombres, que en
otras épocas
encontraba salida en
las artesanías
básicas, se ve ahora
completamente
reprimida o sólo
puede hallar
patética salida en
algún “hobby”
trivial.
Por lo tanto,
comienzo afirmando,
junto con
Burckhardt, que “las
artes son una
facultad, un poder y
una creación del
hombre. La
imaginación, que es
su impulso vital,
capital, ha sido
considerada divina
en todos los
tiempos”. Es verdad
que (como
Burckhardt) debemos
siempre distinguir
al que hace del que
ve, al artesano del
visionario. “Son
contadísimos los que
tienen la facultad
de dar forma
tangible a lo
interior, de
representarlo de
manera tal que lo
veamos como la
imagen exterior de
cosas exteriores.
Son muchos, en
cambio, los que
tienen la facultad
de recrear lo
exterior en forma
exterior”.7
Debemos examinar
nuestro modo de vida
-la estructura
social, los métodos
de producción y
distribución, la
acumulación de
capital y la
influencia de los
impuestos- para
dilucidar si estos
factores son los
responsables o no de
nuestra impotencia
estética. Hacerlo
detalladamente
requeriría un libro
aparte y no cabe en
un ensayo breve; mas
como ya tengo mucho
escrito sobre el
tema, me limitaré
ahora a apuntar
sumariamente dos o
tres características
de nuestra
civilización que son
francamente adversas
a las artes.
1. El
fenómeno general de
la alienación, sobre
el cual tanto se ha
escrito desde que
Hegel creó el
término y Marx le
dio significado
político. El vocablo
se usa para denotar
un problema social y
otro psicológico,
sin ser ambos más
que dos aspectos del
mismo problema, el
cual en esencia la
progresiva
separación entre las
facultades humanas y
los procesos
naturales. Aparte de
las muchas facetas
sociales del
problema (la
división del
trabajo, que conduce
a su eliminación, es
decir a la
automación, y demás
consecuencias de la
revolución
industrial, tales
como la aglomeración
y la congestión
urbanas, las
enfermedades y la
delincuencia),
existe un fenómeno
general que, pesa a
haber sido observado
por filósofos
sociales como Ruskin
y Thoreau, no alarma
a los sociólogos
“científicos”: es lo
que podríamos llamar
la atrofia de la
sensibilidad. Si,
desde el nacimiento
hasta la madurez, no
se fomenta y educa
la capacidad de ver
y manipular, de
tocar y oír, así
como todos los
refinamientos de los
sentidos que el
hombre fue
acumulando en la
conquista de la
naturaleza y de las
sustancias
materiales, el ser
resultante casi no
merece llamarse
humano: es un
autómata de mirada
obtusa, aburrido e
indiferente, que
sólo desea la
violencia, en
cualquiera de sus
formas: acción
violenta, sonidos
violentos, toda
distracción capaz de
excitar sus nervios
muertos. Busca
entretenimientos en
los estadios de
deportes, los
salones de baile, la
“contemplación”
pasiva de crímenes,
farsas y actos
sádicos que desfilan
por las pantallas de
televisión, en el
juego y los
estupefacientes.
2. Al
imponerse el
racionalismo
científico, se
produjo
inevitablemente una
decadencia de las
religiones. Muchos
se lamentan de que
el progreso
científico no haya
sido acompañado de
un equivalente
progreso en los
niveles éticos, pero
muy pocos observan
que las mismas
fuerzas que
destruyeron el
misterio de lo
sagrado han
destruido también el
misterio de lo
bello. Citando
nuevamente a
Burckhardt:
“… desde el comienzo
de los tiempos,
artistas y poetas se
hallan en grandiosa
y solemne
relación con la
religión y la
cultura…, ellos son
los únicos capaces
de interpretar y dar
forma imperecedera
al misterio de lo
bello. Todo lo que
en la vida pasa a
nuestro lado, tan
fugaz, raro y
desigual, es
recogido en un mundo
de poemas, en
cuadros y grandes
ciclos pictóricos,
en colores, piedras
y sonidos, dando
forma a un nuevo y
sublime mundo sobre
la tierra. A no
dudarlo, la belleza
sólo puede sentirse
a través de
manifestaciones
artísticas como la
arquitectura y la
música; sin las
artes no sabríamos
de la existencia de
la belleza”.8 Más
aún sin las artes no
sabríamos de la
existencia de la
verdad, pues ella se
hace visible,
aprehensible y
aceptable solamente
en la obra de arte.
De ninguna manera
pienso que este
proceso de
racionalización
puede ser
reversible: la
mentenunca renuncia
a sus conquistas
materiales, aun a
riesgo de una
catástrofe mundial.
Simplemente, pongo
de relieve el hecho
evidente de que los
alcances del
conocimiento
científico son
todavía limitados.
La naturaleza del
cosmos, el origen y
propósito de la vida
humana, son aún un
misterio, lo cual
significa que la
ciencia no ha
llegado a reemplazar
de ningún modo la
función simbólica
del arte, que sigue
siendo necesaria
“para vencer la
resistencia del
mundo bárbaro”.
3. Para
terminar, mencionaré
muy tímidamente una
característica de
nuestro modo de vida
que, pese a estar
fuertemente
enraizada en
nuestros adorados
ideales
democráticos, es
adversa al arte. Ya
he dicho que las
obras de arte son
producidas por
individuos, verdad
de la cual se
desprende que los
valores del arte son
esencialmente
aristocráticos: no
están determinados
por el nivel general
de sensibilidad
estética, sino por
la más elevada
sensibilidad
estética que se da
en cada momento
histórico. Esta
facultad es
privilegio de un
número de personas
relativamente
reducido; son los
árbitros del gusto,
los críticos, los
conocedores y, sobre
todo, los propios
artistas, cuyo
intercambio fija el
nivel estético.
Cualquiera sea
nuestra opinión
acerca de las
teorías de Carlyle o
de Burckhardt sobre
la importancia de
los grandes hombres
en la historia el
segundo hace notar
que existen varias
categorías de
grandes hombres,
algunas de dudoso
beneficio para la
humanidad- y
aceptemos o no la
teoría de las
“raíces” del arte, a
la cual he dado
bastante difusión y
me mantengo fiel sin
paradoja, lo cierto
es que la historia
del arte es
una gráfica trazada
entre los puntos que
marcan la aparición
de un gran artista
en la historia. Es
posible que un
Miguel Ángel o un
Mozart sean producto
de fuerzas
determinables,
hereditarias o
sociales, pero una
vez que han creado
sus obras, la
historia del arte
cambia de curso.
Desde luego, no
afirmo que la
historia del arte
coincide con la de
la cultura. Ésta no
es ni siquiera la
suma de todas las
artes, o la de éstas
y las costumbres y
las ideas
científicas y
religiosas de un
período dado. Como
bien observó T. S.
Eliot, las partes en
que puede
descomponerse la
cultura actúan unas
sobre otras creando
esa cultura, que es
más que la suma de
ellas. Para
comprender
plenamente una de
las artes, preciso
es comprenderlas
todas. No obstante,
“hay
naturalmente
culturas superiores
que, en general, se
distinguen por una
diferenciación de
las funciones de los
miembros de la
sociedad. Así, se
reconocen estratos
más cultos y menos
cultos, por sobre
los cuales se ubica
a los individuos de
cultura excepcional.
La cultura de un
artista o un
filósofo difiere de
la de un minero o
labrador; la del
poeta será algo
distinta de la del
político; mas en una
sociedad sana todas
son partes de la
misma cultura, de
modo que el artista,
el poeta, el
filósofo, el
político y el obrero
poseen una cultura
en común, que no
comparten con otras
personas de igual
ocupación pero
distinto país”.9
Desgraciadamente
para el arte, la
sociedad democrática
tiene sus propias
categorías de
grandeza, que no
concuerdan
necesariamente con
nuestra definición
de la cultura. No me
refiero tanto a los
héroes de la guerra,
la política o los
deportes, pues estas
categorías no
estéticas han
existido en todas
las épocas. Mis
observaciones van
dirigidas
exclusivamente a las
artes, esfera en la
cual la democracia
moderna ha
demostrado una total
incapacidad para
distinguir el genio
del talento.
Probablemente ello
se debe a que el
genio es tan raro u
original; ni
siquiera en el
pasado se le conoció
siempre de inmediato
en su verdadero
valor. Mas en los
últimos tiempos los
adelantos técnicos
de los medios de
comunicación han
conspirado, con
innata envidia de la
originalidad, para
producir el típico
hombre famoso de
nuestros días: el
alcahuete. Sea como
periodista o como
“personalidad” de la
televisión, este
usurpador aparece
ante un público que
asciende a millones
y, erigiéndose en
vocero de las
opiniones y los
prejuicios de la
gente, la lisonjea
para conseguir su
asentimiento y
adulación. El ver
-ver efectivamente-
sus vulgares
pensamientos y
juicios instintivos
expresados por un
elocuente pelele, no
sólo hace creer a la
gente que la
grandeza es
democrática sino,
también, engaño aún
mayor, que la verdad
no tiene por qué
venir a
perturbarnos. En
efecto, la
complacencia (aliada
a la complicidad) es
el ideal supremo de
la vida democrática.
Por otra parte, el
arte ha sido eterno
factor de
perturbación, un
elemento permanente
revolucionario. Esto
porque el artista,
en la medida de su
grandeza, siempre se
enfrenta a lo
desconocido, y de
esta confrontación
nos trae algo nuevo,
un nuevo símbolo,
una nueva visión de
la vida, la imagen
exterior de cosas
interiores. El
artista es
importante para la
sociedad, no por
hacerse eco de
opiniones recibidas
o por dar clara
expresión a los
confusos
sentimientos dela
masa: esa es la
función de los
políticos, los
periodistas, los
demagogos. El
artista es lo que
los alemanes llaman
Rüttler, el
individuo que
trastorna el orden
establecido. El
mayor enemigo del
arte es la mente
colectiva, en
cualquiera de sus
muchas
manifestaciones. La
mente colectiva es
cual el agua,
siempre busca el
nivel más bajo; el
artista lucha por
salir de la ciénaga,
busca alcanzar el
nivel más alto de
percepción y
sensibilidad
individuales. Las
señales que
transmite suelen ser
ininteligibles por
la multitud, y
entonces aparecen
los filósofos y los
críticos para
interpretar su
mensaje. La obra
fundamental de
genios como Homero,
Platón,
Dante, Shakespeare,
Miguel Ángel, Bach o
Mozart no sólo da
motivo a toda una
literatura
interpretativa y
explicativa, también
es continuada e
imitada a tal punto
que el arte de un
individuo llega a
impregnar una época
y a darle nombre.
Tales logros
concretos dentro de
las artes plásticas
son la base de lo
que Hegel llamó la
“cultura de
reflejo”. Al admitir
que la verdadera
función del arte
consiste en “llevar
a la conciencia las
más elevadas
aspiraciones del
espíritu”,
contradijo su
afirmación anterior
de que el arte es
cosa del pasado.
Porque “llevar a la
conciencia” es un
proceso de
realización, de
concreción que es, o
como debería ser,
continuo en la
historia. “La
imaginación crea”,
como reconoció
Hegel; el arte no
trabaja con los
pensamientos, sino
con “las formas
externas reales de
lo que existe”, su
materia prima es la
Naturaleza. Hegel,
que escribió esto en
la década de 1820,
cuando el movimiento
romántico estaba en
su apogeo y aún no
se sentían los
efectos de la
revolución
industrial, pudo
fácilmente arribar a
la conclusión de que
el arte europeo ya
había cumplido su
tarea y creado más
de lo que los
espíritus del siglo
venidero podrían
digerir; no se
imaginaba que esa
época futuranegaría
hasta las funciones
mismas de la
imaginación, el
genio y la
inspiración.
Cualquiera sea el
ángulo desde el cual
enfoquemos el
problema de la
función de las artes
en la sociedad
contemporánea, es
evidente que, por su
índole, esta
sociedad obstaculiza
el debido
cumplimiento de esa
función. La
contradicción
hegeliana entre arte
e idea pierde fuerza
y aplicación en una
sociedad que no da
cabida a una ni a
otra: ni al “alma y
sus sentimientos” ni
al “fenómeno
sensorial concreto”,
es decir, las dos
entidades
dialécticas que, en
toda civilización
progresista, se
fusionan en una
unidad por obra de
la energía vital,
que es la vida misma
en su evolución
creadora.
“Alguien argüirá que
doy un orden de
prioridad equivocado
(en realidad, niego
que exista tal orden
en el proceso que
nos ocupa). Es mi
opinión general, por
lo menos en mi país,
donde Matthew Arnold
la difundió, que “el
ejercicio de la
facultad creadora en
la producción de
grandes obras
literarias o
artísticas… no es
posible en todas las
épocas ni en
cualquier
circunstancia,…los
elementos con que
trabaja la facultad
creadora son las
ideas; las mejores
ideas… aceptadas en
el momento”.10
Arnold se refiere
específicamente a la
literatura, pero
incluye a todas las
artes. “La grandiosa
obra del genio
literario es un
trabajo de síntesis
y de exposición, no
de análisis o
descubrimiento; su
don es la facultad
de recibir feliz
inspiración de
determinada
atmósfera
intelectual y
espiritual, de
cierto orden de
ideas, cuando se
mueve en ellos; el
genio tiene el don
de tratar
divinamente estas
ideas,
presentándolas en
las combinaciones
más acertadas y
atractivas: en suma,
de realizar bellas
obras con ellas”.11
Ésta es la herejía
intelectualista, sin
duda directamente
emanada de Goethe e
indirectamente, de
Hegel. Si bien es
cierto que en la
creación de una obra
maestra (de
cualquiera de las
artes) “deben
conjugarse dos
fuerzas, la del
hombre y la del
momento en que
vive”, la esencia de
la obra de arte no
es síntesis ni
exposición, ni
tampoco análisis y
descubrimiento, sino
realización y
manifestación. Lo
que se realiza es
una imagen: “Debemos
concretar la imagen
de lo que vemos,
olvidando todo lo
que existió antes de
nosotros” (Cézanne).
El artista, sea
poeta o pintor,
músico o alfarero,
“da forma concreta a
sensaciones y
percepciones”
(nuevamente
Cézanne); y lo que
manifiesta en
colores, en
palabras, en
sonidos, es
precisamente esta
forma. El resto es
lo que Wittgenstein
llamó “el juego
lingüístico”, que
nada tiene que ver
con el arte.
Mas esa forma
manifestada es el
núcleo del cual, en
su debido momento,
surgen las ideas;
cuanto más precisa y
vital es la obra de
arte, tanto más
poderosas serán las
ideas que inspire.
Entonces podemos
decir con Arnold que
“el toque de la
verdad es el toque
de la vida, y se
producen movimiento
y evolución por
doquier”. Pero es
requisito primero
que el artista
concrete la imagen;
sin imágenes no hay
ideas, y la
civilización muere
lenta pero
inevitablemente.
Considero que sólo
hay una manera de
salvar a nuestra
civilización:
reformar la sociedad
para que, conforme
del arte vuelvan a
manifestarse
espontáneamente en
la vida diaria. Esta
reforma es lo que yo
llamo la “educación
por el arte”, que ya
cuenta con adalides
en todo el mundo.
Pero hay algo que no
he recalcado
bastante ni
comprenden
suficientemente
quienes me acompañan
y apoyan, a saber,
que el remedio
propuesto es de
naturaleza
revolucionaria. La
educación por el
arte no es
necesariamente
anticientífica, ya
que la ciencia misma
depende de la
manifestación clara
de los fenómenos
sensoriales
concretos y el
“juego lingüístico”
sólo puede
entorpecerla. Mas la
educación por el
arte no prepara a
los seres humanos
para el trabajo
mecánico, para los
movimientos
automáticos
requeridos por la
industria moderna;
no los concilia con
un ocio carente de
propósitos
constructivos ni los
deja satisfacerse
con entretenimientos
pasivos. Su
intención es crear
“movimiento y
evolución” por
doquier, eliminar la
conformidad y la
imitación dotando a
cada ciudadano de un
poder de imaginación
“que no tenga nada
ajeno y sea todo
suyo” (Coleridge).
¿Qué otra solución
práctica se ha
propuesto? Sólo la
China ha demostrado
tener conciencia de
la capital
importancia del
problema de la
alienación, y trata
de resolverlo no
mediante la
educación por el
arte sino procurando
que los educados
tengan contacto
directo con la
naturaleza,
ejercicio básico de
los sentidos que
prepara para la dura
lucha por arrancarle
el sustento a la
tierra y sin el cual
ninguna educación
puede ser completa.
Tal sistema
educativo retrotrae
al ciudadano al
punto de partida de
la civilización y
permite curar la
herida que llamamos
alienación. Si logra
que la psiquis
dividida del hombre
vuelva a formar una
unidad, otra vez
fluirá energía vital
de la sensación al
sentimiento, de la
imaginación a la
mente. Mas, así como
están las cosas, tan
preciosa corriente
seguirá a merced de
los ideólogos, que
le pondrán diques y
la desviarán para
que sirva a sus
fines materialistas.
Resulta penoso, pero
debemos admitir con
Burckhardt que el
poder es lo único
que los pueblos
desean, implícita o
explícitamente, al
punto que el poder
fragmentado,
reducido, que la
historia ha
demostrado en la
escala orgánica de
la vitalidad
cultural, se
considera
actualmente como
signo de debilidad,
como baldón. “Esta
actuación no le
depara ninguna
satisfacción al
individuo; su solo
deseo es formar
parte de una gran
entidad, lo cual es
clara prueba de que
el poder es su meta
principal, y la
cultura, en el mejor
de los casos, apenas
un fin secundario.
Específicamente, se
quiere que la
voluntad general de
la nación se haga
sentir en el
exterior, desafiando
a las demás
naciones.
De ahí que sea
inútil cualquier
intento de
descentralización,
cualquier
restricción
voluntaria del poder
en favor de la vida
local y civilizada.
La voluntad
centralizada nunca
es demasiado
fuerte”.
Se dirá que este
sombrío pronóstico
se ha visto
desmentido por los
logros culturales de
potencias modernas
como el Reino Unido,
los Estados Unidos
de América y la
Unión de Repúblicas
Socialistas
Soviéticas. Pero,
¿hay una cultura
británica, una
cultura
norteamericana, una
cultura rusa que
puedan, siquiera
remotamente,
compararse con la
cultura de
Atenas,Roma,
Florencia, Holanda,
México o Japón? Un
imperio es, por
definición, un
concepto de poder;
el arte nace en la
intimidad.
Ésta no es una
filosofía quietista,
pues el arte no va
necesariamente unido
a la inactividad. Es
verdad que, en la
práctica, existe una
contradicción
general entre las
actividades
extravertidas y la
calma dirigida por
cualquier tipo de
trabajo creador. La
guerra y la
revolución destruyen
la obra constructiva
del artista. Al
mismo tiempo,
debemos reconocer
que “la pasión es la
madre de las grandes
cosas”, como dijo
Burckhardt. Los
grandes
acontecimientos
estimulan al
artista, aun cuando
éste no participe en
ellos ni lo celebre
directamente en sus
obras. En tales
circunstancias, pesa
la atmósfera de
vitalidad general,
“que despierta
fuerzas
insospechadas en los
individuos y hasta
cambia el color del
cielo”. Wordsworth
describe
magníficamente lo
que se experimenta
en estas ocasiones
en un famoso pasaje
de The Prelude (El
preludio), inspirado
en
la revolución
francesa.
O pleasant exercise
of hope and joy!
For might were the
auxiliars which then
stood
Upon our side, we
who are strong in
love!
Bliss was it in that
to be alive,
But to be young was
very heaven! O
times,
In which the meager
stale, forbidding
way
Of custom, law, and
statute, took at
once
The attraction of a
country in
romance!...
Not favoured spots
alone, but the whole
earth
The beauty wore lf
promise –that which
sets…
The budding rose
above the rose full
blown.
Desafortunadamente,
el artista no está
siempre destinado a
vivir en tal
amanecer; y, de
tener esta suerte,
rara vez puede
contemplarlo desde
la paz de un seguro
retiro. En los
albores de la
revolución rusa
surgieron grandes
poetas y pintores
que estaban
condenados a perecer
miserablemente.
En este campo, pocas
son las conclusiones
que pueden pretender
una validez
científica. El genio
es un azar genético,
y la historia, un
confuso clamor; pero
la vida persiste. Es
cual llama que ora
fulgura ora
empalidece, ora
vacila ora brilla
con firmeza. El
combustible que la
alimenta proviene de
una fuente invisible
que está
indisolublemente
unida a la
imaginación; es por
eso que la
civilización como la
nuestra, que no cesa
de negar o destruir
la vida de la
imaginación, está
condenada a hundirse
cada vez más en la
barbarie. |