—JUZGA tú mismo
—dijo Olga—, la
cosa parece muy
sencilla y al
principio no se
comprende cómo
puede tener una
gran
importancia. En
El Castillo hay
un funcionario
muy importante
que se llama
Sortini.
—Me han hablado
ya de él —dijo
K.—, fue uno de
los que
intervinieron en
el asunto de mi
llamada.
—No lo creo
—dijo Olga—,
Sortini apenas
se muestra en
público. ¿No le
confundirás con
Sordini, escrito
con "d"?
—Tienes razón
—dijo K. —, era
Sordini.
—Sí —dijo
Olga—, Sordini
es muy conocido,
uno de los
funcionarios más
diligentes, del
que se habla
mucho; Sortini,
en cambio, es
muy retraído y
no trata con
casi nadie. Hace
más de tres años
que lo vi por
primera y última
vez. Fue el tres
de julio, con
motivo de una
fiesta del
servicio de
incendios, El
Castillo
participaba
también y había
comprado una
bomba nueva.
Sortini, que se
tenía que ocupar
en parte de los
asuntos de los
bomberos (o que
quizás ostentase
la
representación
de otro, porque
los funcionarios
se representan
unos a otros,
con lo que es
muy difícil
saber de qué se
ocupa uno u otro
de los
funcionarios),
participaba en
la entrega de la
bomba;
naturalmente
habían acudido
además otras
personas del
Castillo,
funcionarios y
criados, y
Sortini estaba,
como
correspondía a
su carácter,
totalmente
apartado, al
fondo...
Esta cita de la
novela El
Castillo de
Franz Kafka, la
cual empezó a
escribir en 1922
y dejó
incompleta, lo
mismo que
Amerika y El
proceso,
pretende servir
de introducción
a algunas
reflexiones en
torno al décimo
aniversario de
la ocupación de
Checoslovaquia,
como modelo del
carácter "kafkiano"
de la burocracia
y punto de
partida
literario.
Puesto que no
escasean los
análisis
políticos de los
sucesos que
condujeron al 21
de agosto de
1968, quiero
derivar de esta
visión de Kafka
sobre la
administración
total algunas
preguntas acerca
de las
estructuras a
que las
sociedades del
Este y del
Oeste, dejando
aparte su
poderío militar,
económico e
ideológico,
están más que
nunca sometidas.
¿En qué forma
prosigue la
actividad de
Sortini y de
Sordini? ¿Qué
persona o qué
agente
inevitable
encubre sus
competencias?
¿En qué se basan
las atribuciones
para todo y
nada? ¿Cuál es
la relación
recíproca entre
el aumento o el
descenso de la
burocracia y la
corrupción? ¿En
qué momento los
aparatos
administrativos
comienzan a
volverse
inmateriales y
parabólicos, en
el sentido
establecido por
Kafka?
No es posible
dar una
respuesta
unívoca a estas
preguntas, pues
la naturaleza de
la burocracia,
incluso en el
ámbito
insignificante
de la antesala,
es ambigua:
aproximarse al
Castillo
significa perder
de vista sus
contornos. No
importa la
ideología que
acompañe: en la
expansión del
poder por
múltiples y
aparentemente
confusas vías
administrativas
radica su
ubicuidad, la
cual ya no posee
el anticuado
estilo imperial
y real que
conociera el
escritor Kafka,
sino que tiene
una vigencia
actual y
perspectivas
para el futuro,
es decir, está
provista de
tecnologías
modernas, si
bien conserva el
carácter anónimo
que a lo sumo
permita vacilar
entre Sortini y
Sordini. Sigue
dominando a la
sociedad humana,
a la cual sabe
clasificar y
afirma
salvaguardar;
hace valer su
control sobre el
individuo —sea
éste funcionario
o ciudadano— o
lo enreda en
infracciones, en
nombre de
ciertas leyes
tanto con aire
antiguo como
alteradas.
La burocracia
es la única
organización
internacional
colocada por
encima de las
potencias
ideológicas que
en todo el mundo
defienden su
pretensión a ser
los dueños
únicos de la
verdad, que con
base en ella se
excluyen
mutuamente y a
menudo se
enfrascan en
luchas hasta la
destrucción
total. Se
considera
omnipotente.
Sola se
certifica.
Después de
cualquier cambio
en el sistema
ideológico
continúa
trabajando, casi
sin trastornos,
porque sabe
integrarse en
los respectivos
sistemas nuevos,
sin atender a
consideraciones
de valores. Nada
es capaz de
sustituirla. Aun
durante los
tiempos de
máxima agitación
política, en
medio del caos
revolucionario,
confiará en su
propia
legalidad:
sobrevive e
incluso guarda
su olor.
Tal calidad
convence. Cuando
todo se hace
pedazos, hay una
gran demanda de
estabilidad.
¿Qué sabríamos
sobre nosotros
mismos y sobre
los demás si no
perdurasen (como
perpetuas
rendiciones de
cuentas) la
cédula de
identidad, el
Cuestionario, el
legajo personal,
el expediente?
Nada saldría a
la luz, de no
ser por estas
secreciones de
papel de la
existencia
humana, llamadas
documentos.
Sin la
intervención de
la burocracia,
que todo lo
conserva, no se
hubiera logrado,
por ejemplo,
hacer
reconocible,
hasta un grado
excesivo de
claridad, el
retrato del juez
de la marina y
posterior
presidente del
Consejo de
Ministros, Hans
Filbinger.
Espanta el hecho
de deber tanto
conocimiento a
la burocracia.
La circunstancia
de que Filbinger,
dedicado a hacer
averiguaciones
sobre otros, se
haya convertido
él mismo en una
víctima de este
método, no
mitiga la
naturaleza
problemática del
asunto, sino
muestra que el
disimulo
partidista y aún
más la piedad
son ajenos a la
esencia
burocrática. Ni
rango ni nombre
hacen mella en
su memoria. Si
Filbinger se
llamara
Fildinger y
admitiera una
confusión
parecida a la de
los funcionarios
del Castillo de
Kafka, Sortini y
Sordini,
Fildinger, que
no ascendió a
presidente del
Consejo de
Ministros sino
siguió
ejerciendo con
éxito su carrera
de abogado, no
tendría nada qué
temer, aunque el
conocimiento que
por medio de la
burocracia
pudiera
adquirirse
acerca de él
fuese más
aterrador
todavía que la
revelación que
nos espantara
con respecto a
Filbinger. Sólo
se constituyó en
un caso
importante por
haber sido
presidente del
Consejo de
Ministros.
Sin tener en
cuenta la
autoridad de su
cargo y la
sensibilidad que
muestra la
democracia hacia
los dignatarios
elevados, tanto
Filbinger como
Fildinger supo
llevar a cabo
sin
contratiempos el
cambio de la
estructura de
poder bajo el
imperio
pangermanista
del
nacionalsocialismo
a la República
Federal de
Alemania:
comprometido
siempre con la
ley, se ocupó
con la
complicación de
conocimientos
sobre otros.
Aunque Filbinger
ya no tenga
permiso para
ello, Fildinger
no deja de
trabajar con
diligencia.
En este
sentido, Sortini
y Sordini se han
mantenido fieles
a sí mismos: en
coordinación con
distintos
servicios de
reconocimiento,
cumplían y
cumplen con su
deber. Se
reconocen por la
posibilidad de
confundirlos.
Pueden ser
intercambiados
mutuamente. Son
idénticos sólo a
aquellos
procesos de
papel,
legalmente
asegurados en
todo momento y
que entretanto
se antojan
eternos, que
representan la
esencia de la
burocracia, pero
nunca a
adjudicaciones
ideológicas que
se dejen evocar
y de las que se
pueda abjurar.
Después de la
caída del
aparato de poder
fascista, y pese
a las reformas
democráticas
esforzadas, por
regla general,
el carácter de
la
administración
que sobrevivió
al sistema no
fue dañado en su
sustancia y
retuvo fuerza
suficiente para
vencer, con la
ayuda de un
vigoroso
alimento, como
por ejemplo el
llamado decreto
de radicales,
todas las
barreras
erigidas por las
reformas,
volviendo a
desplegar su
actividad en una
forma
desmedidamente
libre de
valores, es
decir,
bastándose a sí
misma. De igual
manera se
conservó la
sustancia de la
administración
en el país que
brindara sus
realidades
gráficas al
escritor Franz
Kafka: pese a
las confusas
peripecias
ideológicas
ocurridas desde
los remotos
tiempos
imperialistas y
monárquicos
hasta la
actualidad del
comunismo real,
El Castillo de
la novela del
mismo nombre ha
podido guardar,
como metáfora,
su multiplicidad
de significados,
ha rechazado y
desgastado a
miles de
agrimensores lo
mismo que a los
buscadores de la
verdad. Ha
penetrado,
incluso, en
todas las
dimensiones. Más
alto, más ancho,
provisto de
diversos sótanos
nuevos, El
Castillo por fin
descansa también
sobre un
fundamento
ideológico.
Desde que el
comunismo de
cuño
leninista-estalinista
impusiera la
burocracia de
partido a la
burocracia
general
consagrada por
el uso, para
decirlo de
alguna manera, y
desde que logró
reunir a todos
los órganos
detrás de una
sola voluntad,
el poder anónimo
de la burocracia
engloba
totalmente al
ser humano
individual.
En la novela El
proceso de
Kafka, el
acusado Josef K.
no averigua
nunca de qué se
le acusa ni
quién lo
condena. El
agrimensor K.
traba,
ciertamente,
conocimiento con
algunos señores
del Castillo y
funcionarios de
nivel medio, en
parte debido a
su tenacidad y
en parte por
conducto de las
mujeres a las
que usa
astutamente,
pero no avanza
hasta El
Castillo, hasta
la estructura
interna del
poder que lo
envuelve también
a él. El
agrimensor K. se
embrolla en
acciones y
episodios. A
menudo parece
haber olvidado
las razones de
sus esfuerzos.
Se hace
culpable. Se
desgasta. Se
agota con las
tramitaciones
oficiales.
Dicha pasión
existe desde
hace décadas
como literatura
y se cuenta
entre los
clásicos
modernos.
Asimismo, el
modelo utópico
que el autor nos
legó, una visión
tan precisa como
significativa,
fue alcanzado y
se ha vuelto
realidad en
todas las
naciones
totalitarias, en
todos los
lugares donde
coinciden el
poder y la
administración.
Una de ellas es
su tierra de
origen. La
República
Socialista de
Checoslovaquia
ha salvado sin
perjuicio la
estructura de
poder de su
burocracia
partidista, pese
al vehemente
intento de
reforma de la
"primavera de
Praga". Es
cierto que la
ocupación de
Checoslovaquia
fijó hace diez
años una fecha
de poderío
político, pero
los motores de
los tanques de
las potencias de
la ocupación
habían sido
encendidos desde
mucho tiempo
antes. A
principios de la
década de 1960
surgieron las
fuerzas y las
contrafuerzas.
Un suceso
periférico
servirá para
reflejar esa
ostentación de
poder. Resulta
más adecuado que
las conocidas
acciones del
Estado para
poner al
descubierto las
causas del
persistente
conflicto. Entre
otras cosas, se
habló también
del agrimensor
K.
El 27 y 28 de
mayo de 1963 un
grupo de
letrados,
filósofos y
escritores se
reunió en El
castillo Liblice
de Bohemia para
hablar sobre un
autor cuyos
libros hasta
entonces habían
sido
desacreditados,
si no es que
tabús, y cuya
edición como
obras completas
hasta la fecha
ha resultado
imposible en las
naciones del
bloque oriental.
Al dar por
sentado que
desde el 20°
Congreso del
Partido
Comunista de la
Unión Soviética
no sólo había
cobrado
importancia la
tesis política
de la
coexistencia
sino que también
se permitía,
dentro de
ciertos límites,
la crítica al
estalinismo,
principalmente
bajo el lema de
"La pasada fase
del culto a la
personalidad",
es posible
concebir la
conferencia
sobre Kafka
llevada a cabo
en El castillo
Liblice como una
temprana señal
de la primavera
de Praga.
Los
participantes en
dicha
conferencia se
consideraban,
sin excepción,
como marxistas.
Todas las
ponencias, 27 en
total, expedían
al escritor
Franz Kranz el
certificado más
o menos franco,
en algunos casos
vergonzante y
sujeto a
restricciones, a
menudo
rimbombante pero
fiel, en
términos
generales, a la
doctrina del
marxismo, de
haber sido, pese
a su concepto
pesimista de la
vida, un
escritor
humanístico y de
formar parte,
por lo tanto,
del patrimonio
humanístico
comunista. Fue
calificado de
progresista.
Si bien
actualmente
estos dictámenes
parecen
ridículos, en
ese entonces
fueron muy
necesarios: sólo
esa muletilla
admitía discutir
a Kafka.
Presentárase con
convicción o
guiñando el ojo,
el testimonio de
que el escritor
hasta entonces
proscrito o
callado fuese un
humanista
despejó el
camino para
reflexiones
ulteriores.
A manera de
resumen, más
tarde se hizo la
siguiente
declaración:
La conferencia
se esforzó por
lograr una
aclaración
ideológica de
los problemas
literarios
relacionados con
la obra de
Kafka. Algunas
ponencias
plantearon
asimismo,
naturalmente,
preguntas
referentes a la
política
cultural de
ciertos países,
sobre todo la
cuestión de si
deberían
editarse las
obras de Kafka.
El intercambio
de opiniones fue
provechoso
también a este
respecto, aunque
la conferencia
desde luego no
gozaba de la
autoridad como
para participar
en la solución
de estos
asuntos, ni
podía tenerla.
El posterior
destino de
algunos
asistentes a la
conferencia pone
de manifiesto
las conmociones
que han afectado
al comunismo
desde entonces.
El presidente de
la misma, Eduard
Goldstücker, lo
fue también de
la asociación
checoslovaca de
escritores
durante el
efímero periodo
de Dubcek;
actualmente vive
como emigrado en
Inglaterra. El
austríaco Ernst
Fischer fue
expulsado del
Partido
Comunista de su
país por
protestar contra
la ocupación de
Checoslovaquia.
Roger Garaudy
tuvo que
abandonar el
Partido
Comunista de
Francia por
decisión de su
Comité Central.
Para finalizar
su intervención,
Garaudy cita un
diálogo entre
Kafka y Gustav
Janouch, amigo
de éste, sobre
Picasso. Con
motivo de la
primera
exposición
cubista en
Praga, el amigo
dice: "Es un
deformador
petulante." Y
Kafka replica:
"No lo creo.
Sólo hace
constar las
desfiguraciones
que aún no
penetran en
nuestra
conciencia: el
arte es un
espejo que 'se
adelanta' como
un reloj... a
veces."
La comparación
entre Picasso y
Kafka no tuvo
eco en las otras
ponencias.
Ninguno de los
participantes
deseaba ir tan
lejos. Fueron
más frecuentes
los intentos de
demostrar una
temprana
relación del
joven Kafka con
el socialismo.
Una y otra vez
se aseveró que
Kafka había
logrado,
especialmente,
revelar la
enajenación del
ser humano
dentro del
sistema
capitalista. La
crítica burguesa
del oeste fue
censurada por
mistificar a
Kafka y suprimir
su posición
crítica ante la
sociedad.
A esto, el
filósofo polaco
Román Karst
respondió en la
siguiente forma:
"...la crítica
burguesa ha sido
acusada de
falsear el
sentido de la
obra de Kafka;
es más, incluso
se afirma la
necesidad de
defender a Kafka
contra ella.
Tales asertos
olvidan, sin
embargo, que
durante muchos
años después de
la última Guerra
Mundial no
escribimos una
sola palabra
sobre Kafka,
sino que lo
callamos. Muchos
nos han
exhortado a leer
de manera
racional a
Kafka; pero ¿es
posible siquiera
leer
racionalmente a
un novelista? En
mi opinión debe
ser leído y,
sobre todo,
impreso.
Ernst Fischer,
por su parte,
pidió una
aplicación
práctica al
socialismo:
Kafka es un
novelista que
nos atañe a
todos. La
enajenación del
ser humano,
pintada por él
con máxima
intensidad,
alcanza
dimensiones
monstruosas en
el mundo
capitalista. Sin
embargo, el
mundo socialista
no la ha
superado
tampoco, de
ningún modo.
Vencerla paso a
paso, mediante
la lucha contra
el dogmatismo y
el burocratismo,
en nombre de la
democracia, la
iniciativa y la
responsabilidad
socialistas,
constituye un
proceso que
tomará mucho
tiempo y
representa un
enorme cometido.
La lectura de
obras como El
proceso y El
Castillo es
indicada para
contribuir a la
solución de
dicha labor. El
lector
socialista
hallará en ellas
algunos trazos
de su propia
problemática y
el funcionario
socialista se
verá obligado a
presentar
argumentos mejor
documentados y
diferenciados
con respecto a
muchas
cuestiones.
El publicista y
traductor Alexej
Kusák, de Praga,
se adelantó un
paso más:
Sobre todo el
hecho de que
Kafka sea
también el
narrador de
nuestras
absurdidades, de
que las
situaciones
kafkianas sirvan
como modelo de
ciertas
circunstancias
que en los
países
socialistas
conocemos desde
la época del
culto a la
personalidad,
habla en favor
de Kafka y de su
capacidad genial
para tipificar,
o sea, de su
método
artístico, el
cual lo puso en
condiciones de
reconocer que
determinado
grado de
opacidad en las
relaciones
sociales y el
absolutismo del
poder
institucional
engendran, día
con día,
situaciones
absurdas en las
que inocentes
son acusados de
crímenes que no
cometen...
Otras
colaboraciones
llegaron al
extremo de
comparar al
siempre activo,
insistente y
ambicioso
agrimensor K. de
la novela del
Castillo, que a
veces llega
incluso a las
manos, con el
pasivo, huidizo
y evasivo Josef
K. de El
proceso,
equiparación que
adjudica al
agrimensor un
papel de
precursor o
revolucionario.
Goldstücker
sugiere que en
el agrimensor se
vea al
repartidor de
tierras. Con
razón se
levantaron
protestas contra
este intento de
sacar provecho
de Kafka, para
el uso doméstico
del comunismo,
no sólo como
humanista sino
también como
revolucionario.
Franz Kafka no
se deja asignar
a ninguna
ideología;
previo la
evolución de
todas las
corrientes
ideológicas de
sus tiempos.
En su biografía
de Kafka, Heinz
Politzer cita un
acontecimiento
del año 1920
incluido en las
Gespräche mit
Kafka
[Conversaciones
con Kafka] de
Gustav Janouch.
Los
interlocutores
se topan con un
grupo de obreros
que, cargados de
banderas y
estandartes,
salen de una
asamblea. Kafka
dice: "Esa gente
tiene tanto
aplomo,
seguridad de sí
y buen ánimo.
Domina la calle
y por
consiguiente
cree dominar al
mundo. En
realidad se
equivoca. Detrás
de ellos ya
están los
secretarios, los
funcionarios,
los políticos,
todos los
sultanes
modernos para
los que preparan
el camino al
poder. Y cuando
Janouch
pregunta, a
continuación, si
Kafka no cree
que vaya a
difundirse la
Revolución rusa,
éste contesta:
"Cuanto más se
extiende una
inundación,
menos profunda y
más turbia se
vuelve el agua.
La revolución se
evapora y sólo
queda el fango
de una nueva
burocracia. Las
ataduras de la
humanidad vejada
son de papel
oficio."
Alguien que
habla así no
sacará ningún
mito progresista
del apremiante
proceso de la
historia, sino
que la sufre. El
concepto que
Kafka tuvo del
mundo era
ca-tastrofista.
De ello también
se habló, en
forma
contradictoria,
durante la
conferencia del
castillo
Liblice. Al fin
y al cabo, se
trataba de
preparar una
nueva fase
histórica
después del
pretendido
término del
estalinismo:
dentro de un
"comunismo
humano", tal
como aspiraban a
él los
reformadores
checoslovacos de
la "primavera de
Praga", también
Kafka,
interpretado de
una o de otra
manera, debía
ser posible.
Ya es un lugar
común denominar
"kafkiano" al
mundo de los
trámites
administrativos,
a la reducción
de la existencia
humana a un
expediente de
actas y al
despliegue de la
burocracia y la
corrupción. El
cuadro exacto de
la jerarquía
burocrática y el
contraste, que
una y otra vez
adquiere trazas
de metáfora,
entre el celo
burocrático y
una negligencia
dedicada sólo a
alborotar el
polvo de las
actas, ese mundo
constituido
totalmente de
papel y
construido de
palabras que
cobra realidad
para el lector
mediante la
novela de Kafka
El Castillo,
admite la
comparación con
una realidad
ajena a la
literatura. No
obstante, al
mismo tiempo la
obra de Kafka se
reduce si en su
conjunto es
limitada a esta
única
interpretación,
según la cual el
agrimensor K.
lucha contra un
mal doble: la
burocracia y la
corrupción. Cor
fundamentos
igualmente
justificados es
posible
interpretar la
actividad del
agrimensor como
una búsqueda de
Dios y de la
verdad. El
Castillo, que en
su
impenetrabilidad
permanece
inalcanzable,
puede ser
entendido como
metáfora del
concepto
teológico de la
misericordia.
Asimismo, de la
novela El
proceso el
lector pudiera
derivar, pese a
que el libro
recrea el
aparato
triturador de la
justicia terrena
hasta en sus más
terribles
detalles, una
divina instancia
suprema. Al
agrimensor K. le
han sido
atribuidos
rasgos
fáusticos. Y si
se subordinara
la obra de Kafka
al concepto
"laberíntico",
sería posible
respaldarlo en
forma
concluyente con
los términos de
la mística
judía. El gran
número de
interpretaciones
posibles,
incluso las
extravagantes,
sólo pone en
evidencia que
las obras
literarias —como
toda obra
artística—
poseen y deben
poseer
significados
múltiples,
porque no
obedecen a los
ritos de la
lógica sino a
las leyes de la
estética.
El afán de la
interpretación
única, correcta
y de valor
universal, se
debe, la mayoría
de las veces, a
exigencias
ideológicas o
morales. En
todos los
lugares donde
hay una sola
forma de
existir, con
todo y una
doctrina y moral
de la verdad,
surge también la
pobre urgencia
de una única
interpretación
cierta de las
obras
artísticas.
(Allí, el arte
es la vaca que
se ordeña. Y lo
que produce,
aunque tenga un
sabor amargo,
debe
corresponder a
la idea común de
la leche.)
Por lo tanto,
mi intento de
interpretar la
novela El
Castillo de
Franz Kafka, de
manera
particular en
relación con la
burocracia
total, sólo se
refiere a un
aspecto parcial
en la obra de
este escritor.
El hecho de que
dicho aspecto
parcial puede
documentarse
queda comprobado
no sólo por el
desarrollo de la
trama, saturada
de detalles,
sino también por
la retoñada
realidad de
nuestro mundo
actual, que
diariamente
vuelve a ganarse
como
calificativo el
lugar común
"kafkiano".
Puesto que las
burocracias del
este y del oeste
se igualan cada
vez más, su
pretensión total
de dominio sobre
el ser humano,
como un ser
definido
mediante las
actas, es
expresada en una
forma tan ubicua
(y como fuera de
todo control
terreno) que les
corresponde esa
dimensión
difusa, hasta
trascendente,
que no obstante
puede
denominarse
divina y
kafkiana.
Pretendo
afirmar que el
orden
fragmentario
creado por Franz
Kafka con
recursos
literarios, como
la metáfora del
Castillo, tuvo
un carácter
visionario, en
cuanto a su
significado
burocrático
trivial así como
al teológico, en
el momento de
ser plasmado por
escrito; ahora
se ha
transformado en
una realidad
ajena a la
literatura. La
visión fue
alcanzada; la
utopía,
superada. En
Praga y en
nuestra propia
casa, Kafka ha
encontrado a sus
ejecutantes.
En todo el
mundo se
propagan las
excrecencias
burocráticas
cuyo despotismo
no sólo se
sustrae al
control
democrático
procurado aquí y
allá, sino que
también se
cierra a toda
razón sensata de
ser. En su
absurdidad, la
burocracia de
nuestros días se
aproxima a Dios.
Aunque fabricada
y manejada por
seres humanos,
es superior a
éstos en su
funcionamiento
espontáneo; y es
sólo ahora,
cerca de
alcanzar la
perfección, que
muestra su
modelo
sobrehumano, que
el autor Kafka
debió
representarse
como algo real.
Parece que la
burocracia de
nuestros tiempos
ya no pertenece
en suficiente
grado a este
mundo como para
ser eliminada
mediante
reformas
administrativas
o, mucho menos,
con un
cataclismo
revolucionario.
Ya hubo
intenciones
semejantes.
¡Mayor cercanía
al ciudadano!
¡Atreverse a una
mayor
democracia!,
rezaban las
consignas. Miles
se levantaron en
protesta para
emprender la
"marcha a través
de las
instituciones".
¿Dónde quedaron?
¿En qué oficinas
empezaron a
confundirse
entre sí, como
Sortini y
Sordini?
A más tardar
desde la
reciente
ampliación de la
potencia
burocrática
general por
medio de la
tecnología nos
hemos percatado
del peligro
inherente a los
todopoderosos
aparatos, como
conceptos
objetivados de
Dios. Ya no nos
enfrentamos a
inconveniencias
burocráticas que
con todo
pudieran
mitigarse, sino
con el destino
correctamente
impuesto. Así,
debemos
someternos: en
Praga o en
nuestra propia
casa. Así, nos
atrevemos, en
Praga o aquí, a
protestar contra
ese poder
universal. Al
igual que el
agrimensor K.,
tratamos de
descifrar la
jerarquía de la
administración
del Castillo, de
obtener la
famosa
"admisión", de
entrar al
Castillo...
aunque sólo lo
logremos por
medio de
sobornos.
El Castillo se
muestra benévolo
con nosotros.
Así como al
agrimensor K.
fueron asignados
los llamados
ayudantes,
Jeremías y
Arthur, a
nosotros también
nos conceden
espías, en forma
de micrófonos
ocultos o la
clásica pareja.
Nos ayudan, son
nuestros ángeles
de la guarda. Se
encargan de que
no erremos en un
sentido más
elevado.
Presienten
nuestras
acciones. Se
alimentan con
más datos
referentes a
nosotros de los
que pudiéramos
retener, en
vista de la
falta mortal de
memoria que
padecemos. Son
una de las
demostraciones
divinas de
benevolencia
ofrecidas por la
burocracia
universal, con
implicaciones
vulgares y
realistas y, a
la vez,
trascendentes.
Puesto que los
secretarios y
los señores del
Castillo de
Kafka se quejan,
como nuestros
funcionarios de
nivel inferior,
medio y alto, de
la carga y la
responsabilidad
que implica su
deber
burocrático —de
la misma manera
como el
ciudadano
afectado se
queja de la
protección y la
pesada
benevolencia de
la burocracia—
y, además,
porque los
funcionarios con
deseos
reformadores se
empeñan, por
iniciativa
propia o a
petición de los
ciudadanos
administrados,
en reducir el
tiempo de
circulación de
las actas, en
fortalecer la
jurisdicción
administrativa a
manera de
contraburocracia,
en humanizar los
despachos
oficiales con la
ayuda de plantas
de interior, en
volver, de
manera
democrática, más
transparente la
actividad de los
espías y en
proteger
nuestros datos,
una vez
recogidos,
contra nosotros
mismos y otros,
es posible
afirmar, con
razón y sin
admitir
excepciones, que
todos —los
señores del
Castillo y el
agrimensor K.,
nuestros
funcionarios
medios y altos y
los ciudadanos
afectados—,
todos los
involucrados son
trabajadores en
la viña del
Señor.
Pues así quiere
la burocracia,
en Praga y en
nuestra propia
casa, que se le
conciba. Aunque
no podamos
abarcar todo el
conjunto —sea
éste el que
fuera: El
Castillo o la
viña o el
Estado, con sus
pretensiones
absolutas—,
formamos parte
de él y se nos
considera
imprescindibles
mientras sigamos
trabajando en la
viña del Señor.
Debemos labrar y
se nos permite
quejarnos.
Tenemos que
guardar
conciencia de
nuestras
relativas
limitaciones; no
todo el mundo
puede saber y
mucho menos
hacerlo todo.
Incluso desde
una posición
elevada, el
conjunto a
menudo resulta
incomprensible.
De ahí que
ciertos
encumbrados
señores, de los
que uno
supondría que
son poderosos y
tienen todo bajo
control, hayan
sido capaces,
últimamente, de
hacer ademanes
de impotencia.
Hace poco, por
ejemplo, se oyó
al presidente
del Consejo de
Estado, Erich
Honecker,
exhortar a la
burocracia de la
otra nación
alemana a ser,
por Marx y
Engels —y por el
hombre
socialista—,
menos
burocrática. Por
supuesto, dicha
exhortación
quedó sin
respuesta. Pese
a la
multiplicidad de
sus formas, la
burocracia no
tiene boca.
Y aquí, entre
nosotros, el
canciller y sus
ministros se
quejan
elocuentemente
de una
impotencia que,
si bien no puede
compararse con
aquélla, sí se
le asemeja.
Encuentran
lamentable el
hecho de ya no
reconocer,
simplemente, sus
proyectos de
canciller o de
ministros, una
vez que éstos
son introducidos
en la burocracia
ministerial y
devueltos
nuevamente a
ellos después
del debido
tiempo de
circulación. Es
cierto que la
maquinaria aún
funciona sin
contratiempos,
es más, con
menos
contratiempos
que nunca antes,
pero ya no de
una manera
conforme a sus
instrucciones.
Leemos, por
ejemplo: en el
fondo, el
llamado decreto
de radicales es
nulo desde hace
mucho tiempo.
Sin embargo, la
burocracia no
quiere reconocer
esta declaración
de nulidad hecha
por el poder
gubernamental.
En cambio,
redobla los
esfuerzos por
realizar, hasta
en sus últimas
consecuencias,
un decreto
lanzado hace
años,
condicionado
desde entonces
en varias
ocasiones y,
finalmente, casi
abolido. Salta a
la vista que la
burocracia se ha
independizado.
Hay que
admitirlo,
lamentablemente,
por mucho que se
aprecie la
eficiencia de
nuestros
funcionarios.
De esta manera,
se habría
identificado al
culpable, si
fuese posible
dirigirle la
palabra. Los
poderosos se
zafan del
asunto: la
burocracia tiene
la culpa. Es la
que convierte
las leyes
progresistas en
su opuesto
reaccionario.
Constituye un
Estado dentro
del Estado. ¿No
sería, pues,
razonable y
provechoso que
el Estado
constitucional
introdujera al
mayor número
posible de
radicales en el
servicio
público, a fin
de acabar con
ese Estado
dentro del
Estado?
Hace diez años
la gente estaba
decidida, en
Praga y en
nuestra propia
casa, a tomar
por asalto los
castillos
burocráticos y
vencer al Estado
dentro del
Estado.
Recuérdese que
la primavera de
Praga tuvo su
efímera
correspondencia
entre nosotros,
en forma de la
protesta
estudiantil. En
todas partes:
París, Varsovia,
Berlín, Praga,
la "imaginación
[aspiraba] al
poder", se
invocaba el
"principio de la
esperanza". No
obstante, sólo
en Praga la cosa
no quedó en la
protesta.
A los pocos
años de la
conferencia
literaria
efectuada sobre
Kafka en El
castillo Liblice,
primer impulso
de una evolución
trascendente, la
primavera de
Praga empezó a
adquirir peso
político.
Coincidió con
esa época mi
primer viaje a
Checoslovaquia,
seguido por
muchas visitas
hasta el año
siguiente a la
ocupación. Más o
menos por el
mismo periodo
también tuvo
comienzo mi
correspondencia
abierta con el
escritor checo
Pavel Kohout, la
cual fue
publicada
primero, bajo el
título general
"Cartas a través
de la frontera",
en el semanario
Die Zeit y luego
en el periódico
Student de
Praga.
Era insólito el
simple hecho de
que un escritor
comunista y otro
socialdemócrata
se tomasen la
libertad, que
debía ser
natural, de
entablar una
discusión
crítica y
autocrítica en
forma epistolar,
teniendo como
fondo político
la era
posestalinista
de Novotny en
Checoslovaquia y
el paralizador
desconcierto del
Partido
Socialdemócrata
de Alemania
dentro de la
Gran Coalición
que regía en ese
entonces;
refutaba la
triste
experiencia
histórica que
había hecho de
comunistas y
socialdemócra-tas
enemigos a
muerte. Por
escépticas que
fuesen las
actitudes de
Kohout y mías
ante nuestras
propias
posiciones
políticas y las
del otro, las
cartas no
estaban
desprovistas de
esperanza:
Kohout creía al
comunismo
susceptible de
reformas; yo
confiaba en la
capacidad de los
socialdemócratas
para realizar
profundas
transformaciones
y en una
síntesis entre
la democracia y
el socialismo.
Ambos opinábamos
que dicha
síntesis tenía
futuro.
Cuando se
obligó a Novotny
a renunciar, y
con el comienzo
de una nueva era
bajo Alexander
Dubcek, parecía
que en
Checoslovaquia,
el único país
comunista con
una tradición
democrática,
podría moverse
la montaña y
nuestras
esperanzas
hacerse
realidad.
Durante unos
pocos meses se
puso de
manifiesto, en
la vida
cotidiana de
Checoslovaquia,
que la
democracia y el
socialismo se
motivan
solidariamente.
Al parecer se
habían sacudido
el yugo de la
burocracia
ubicua del
Partido. Todo el
mundo hablaba
abiertamente y
ensayaba su
libre expresión
como un lujo
desacostumbrado,
la lucía en
público y por
ello creía
haberse librado
de los espías de
siempre,
condenándolos al
desempleo. Con
orgullo, si bien
con un poco de
incredulidad y
asombro todavía,
era demostrado
recíprocamente
que la libertad
de opiniones y
el comunismo no
tienen que ser
mutuamente
excluyentes. Ya
se conjeturaba
que las otras
naciones
comunistas
habrían
reconocido la
utilidad que una
reforma de esta
naturaleza
pudiera tener
también para
ellas, cuando el
comunismo
propagado por
los tanques de
la Unión
Soviética llegó
a poner fin a
este gran ensayo
fundado en la
teoría y, no
obstante,
espontáneo.
Para formularlo
con mayor
precisión:
dentro de la
esfera del poder
soviético el
intento de rajar
la estructura
leninista-estalinista
del comunismo
dogmático y
también, por lo
tanto, la
dictadura
ejercida por la
burocracia del
Partido, fue
reprimido
violentamente;
en el oeste, sin
embargo, el
impulso emanado
de Praga sigue
vigente hasta la
fecha. Sin él,
los partidos
comunistas de la
Europa
Occidental se
hubiesen
desarrollado de
manera menos
concreta, con
mayores
diferencias en
su relación
recíproca, y no
se hubieran
desprendido de
la influencia
soviética. La
manifestación y
el fracaso del
socialismo
democrático en
Checoslovaquia
volvieron a
poner delante de
los ojos de los
partidos
socialistas y
socialdemócratas
de la Europa
Occidental sus
propias
demandas, les
fijaron una
escala. Sólo la
"nueva
izquierda"
—residuo de las
protestas
estudiantiles—
se interesaba
aún en la teoría
y se desintegró
en grupos y
sectas; vana fue
para ella la
lección de
Praga.
No obstante,
opino que todos
los análisis de
esos
acontecimientos,
desde los cuales
han
transcurrido,
entretanto, diez
años, seguirán
siendo
insuficientes si
se limitan a
buscar las
causas de
aquéllos en la
esfera militar,
económica e
ideológica. Baso
la conclusión de
que Kafka ha
hallado a sus
ejecutantes en
el incremento de
poder de la
burocracia. En
forma anónima,
tal como
corresponde a su
naturaleza,
sobrevivió al
cambio político
en
Checoslovaquia,
de Novotny a
Dubcek y de
Dubcek a Husak.
Inmediatamente,
entró otra vez
en
funcionamiento.
Es probable que
ni siquiera haya
suspendido su
actividad
durante el
interludio
democrático. En
todo caso, se
habrá permitido,
como siempre le
será posible,
dejar la marcha
en vacío,
confiando en la
imposibilidad de
ser sustituida.
Se traspasa, es
independiente de
la moda. La
demanda perpetua
de seguridad que
tenemos los
seres humanos
alimenta sus
órganos. Cada
nueva ley —por
bienintencionado
que sea su deseo
de simplificar
las
disposiciones de
seguridad
vigentes hasta
ese momento—
engendra nuevos
departamentos
administrativos
que, después de
fusionar las
secciones nuevas
con las más
antiguas, se
multiplican sin
fin mediante la
derivación de
divisiones
subordinadas y
diarias pruebas
de su utilidad.
La seguridad
social que
necesita el ser
humano, la cual
a menudo ha
ingresado al
plano legal sólo
después de
décadas enteras
de luchas
políticas, exige
organización,
aparatos que
funcionen y una
operación
regular, libre
de valores
ideológicos,
para garantizar
al individuo y a
la sociedad la
pensión, la
educación
escolar y
vocacional y el
sitio en la
universidad,
para asegurarlo
contra
enfermedades y
accidentes,
proporcionar el
mínimo necesario
para la
existencia a los
afectados por la
pérdida de su
empleo, defender
a todo mundo, en
términos
generales,
contra un gran
número de
peligros e
incluso para
ofrecer
seguridad contra
los enemigos del
Estado y de la
sociedad.
Necesitamos,
pues, la
burocracia. De
poder y querer
deshacernos de
ella,
quedaríamos sin
defensas, en el
caos. Franz
Kafka fue
durante muchos
años empleado e
investigador de
casos en la
oficina para los
seguros de
obreros contra
accidentes. Pese
al agobio,
apreciaba la
utilidad de su
trabajo en vista
del gran número
de accidentes
sufridos por los
obreros y la
insuficiencia
del servicio de
seguros contra
accidentes. De
ser necesario,
sería posible
sustituir una
fuente de
energía faltante
—petróleo o
electricidad—
por otra, pero
nada serviría
para remplazar
una burocracia
faltante, a
menos que se
propusiera como
opción una
burocracia
nueva, más
universal
todavía, moderna
y que
racionalizara
nuestra
creciente
demanda de
seguridad.
Por ese camino
vamos. El tiempo
de las oficinas
con olor a
enmohecido y de
los estorbosos
archiveros se
acerca a su fin.
En ocasiones se
ha dicho, en
defensa de la
burocracia, que
crea y conserva
puestos de
trabajo, pero en
el futuro este
argumento ya no
podrá hacerse
valer porque en
el curso de la
racionalización
general, incluso
en la esfera
administrativa,
con su alto
número de
puestos de
trabajo, las
computadoras
grandes y
minúsculas, los
sistemas de
almacenamiento
de datos, las
instalaciones
electrónicas una
y otra vez
mejoradas, los
centros de
informática que
trabajan por
diversos medios
de comunicación
y los otros
productos de la
segunda
revolución
técnica
remplazarán o,
para decirlo en
forma más
agradable,
liberarán a los
señores y los
secretarios del
Castillo de
Kafka y a sus
sucesores, los
empleados y
funcionarios de
la burocracia.
Lo llamamos
progreso y nos
infunde un poco
de miedo.
Ciertamente,
dichas
evoluciones
progresistas
abolirán, y en
parte ya lo
están haciendo,
nuestros
conceptos
consuetudinarios
del trabajo como
realización de
uno mismo o como
esclavitud; pero
los trabajadores
así "liberados",
los empleados y
los funcionarios
se sentirán tan
enajenados con
este excesivo
tiempo de ocio
como antes en
sus empleos
acostumbrados.
Peor aún: este
cambio
previsible, que
no obstante
habrá de
tomarnos
desprevenidos,
no modificará el
carácter de la
burocracias En
todo caso, será
más perfecta. Se
multiplicará,
porque tanta
inactividad en
los complejos
espacios de ocio
requerirá ser
administrada,
asegurada y
protegida contra
los abusos. Las
masas inactivas
tienden a
salirse fuera de
control. Se
apelotonan, son
capaces de
emociones
irracionales. Ya
que
supuestamente
han quedado sin
rumbo fijo, es
posible que
busquen un
sentido y se
fijen objetivos
fuera del orden
legal. Mientras
que el
agrimensor K.
arremetía
inútilmente
contra El
Castillo, la
masa K. podría
tener éxito en
su acción
destructora y
romper los
aparatos que la
liberaron.
No obstante, la
nueva burocracia
se asegurará
también contra
estos peligros
preprogramados:
alimentará a la
sociedad del
ocio con
efímeras razones
de ser y
permitirá,
incluso,
restringidos
juegos
revolucionarios;
o bien,
desarrollará
ulteriormente el
moderno Estado
policiaco en un
sentido
orwelliano. Con
toda seguridad,
el oeste
dominará más
pronto la
evolución del
futuro, pero no
es posible
descartar la
posibilidad de
que el este, a
pesar de su
cerrazón
ideológica, lo
iguale en ello,
aunque sea con
el retraso de
siempre. Al
resto del mundo,
sea de
orientación
occidental u
oriental, no le
quedará más que
aprender de
ellos e
imitarlos,
máxime cuando
las masas
asiáticas,
africanas y
sudamericanas
todavía se
encuentran
desempleadas o
en el estado
liberado de
acuerdo con la
estructura
tradicional; es
decir, a causa
de su demanda
acumulada
desarrollarán la
clasificación
administrativa,
asegurada y
afianzadora de
las masas y, por
consiguiente, la
burocracia
total.
Esta dimensión
futura ya se
anuncia. Es
inevitable para
todas las
ideologías. La
pregunta de una
alternativa sólo
puede
contestarse en
forma radical,
es decir,
llegando hasta
su raíz. El que
desee sustraerse
al sistema de
seguridad de la
burocracia
deberá elegir,
en lugar de la
seguridad, el
riesgo. El que
elija el riesgo
decaerá en el
terrorismo o
tendrá que
disponerse a una
larga y penosa
lucha política.
El que quiera el
riesgo deberá
empeñarse, como
el agrimensor K.
de Franz Kafka,
en penetrar en
un Castillo cada
vez más lejano.
El que actúe
como el
agrimensor K.
pudiera llamarse
Rudolf Bahro,
quien escogió el
riesgo. Puso por
escrito lo que
pasaba en El
Castillo. No
buscaba esa
seguridad total.
Se liberó de la
oferta de esa
seguridad. Ahora
El Castillo cree
tenerlo bajo
llave. Pero con
todo se hace
oír. Es
imposible tener
sus palabras
bajo llave. Su
voz, empañada
por el riesgo,
se nos antoja
conocida. Con la
misma precisión,
con la misma
falta de
seguridad, con
la misma
humanidad
hablaron muchos
hace diez años:
en Praga y en
Bratislava. El
manifiesto de
las dos mil
palabras.
Finalmente,
dirigieron sus
palabras contra
los tanques.
Hoy son los
portavoces de la
Carta 77 los
que, como Rudolf
Bahro, como el
agrimensor K. de
Kafka, han
elegido el
riesgo a pesar
de la opción de
la seguridad
total. No
importa que la
novela El
Castillo de
Franz Kafka sea
interpretada
como auténtica
imagen de la
burocracia total
o como metáfora
de la verdad
absoluta que
debe buscarse:
todos los
aludidos se
encuentran en
camino hacia El
Castillo. No
sabemos si
consigan llegar.
Esta pregunta no
ha sido
planteada al
riesgo. La
novela de Kafka
también quedó en
el fragmento.
Al echar una
ojeada
retrospectiva al
21 de agosto de
1968 no me
interesaba
redactar otro
análisis más
sobre las ya
familiares
estructuras del
poder, ni un
estudio que
evaluara tan
sólo el aspecto
político e
ideológico del
comunismo de la
reforma
checoslovaca y
su aborto, sino
que en calidad
de escritor
tenía la
intención de
hacer girar mis
reflexiones en
torno a la
conferencia
realizada sobre
Kafka en El
castillo Liblice,
la cual, si bien
periférica,
anunciaba la
primavera de
Praga. Por lo
tanto, me
quedaré con la
literatura y sus
efectos en esta
última
arremetida.
El escritor
Franz Kafka no
sólo ha sido
interpretado
hasta volverse
totalmente
impenetrable,
sino que también
ha engendrado
epígonos. Estos
fenómenos
fundados, por
una parte, en su
ambigüedad y
sujetos, por
otra, a la moda,
no deben
disfrazar el
hecho de que
algunos autores
han logrado
seguir los pasos
de Kafka sin
renunciar a su
individualidad.
El año pasado
se publicó en la
República
Federal el libro
Versuchte Nähe
[Intento de
cercanía] de mi
colega Hans
Joachim
Schädlich. La
delgada
antología de
cuentos no había
encontrado
editor en la
RDA, y Schädlich
emigró con su
familia a la
República
Federal. Aún más
que el relato
que da el título
al libro, la
breve narración
"Unter den
achtzehn Türmen
der María vor
dem Teyn"
[Debajo de las
18 torres de la
María vor dem
Teyn], escrita
en 1971, nos
muestra la forma
modificada en
que El Castillo
de Kafka perdura
hoy en día y la
manera en que el
servicio de
seguridad del
Estado se
asegura de los
ciudadanos que
tiene a su
merced, como
burocracia y con
la ayuda de la
tecnología
moderna. Con
algunos cambios
insignificantes,
la historia
podría llevarse
a cabo en la
República
Federal, pero
está ubicada en
la Praga del
1968 y en Berlín
Oriental: dos
jóvenes
ciudadanos de la
RDA presencian
el arribo de los
tanques.
Instalados
debajo del arco
de una puerta,
contestan las
preguntas de un
reportero de la
televisión
occidental. Los
espías de la RDA
no pueden
identificarlos:
estaban con la
espalda hacia la
cámara; pero
atraparon sus
voces. Un
dialecto matiza
estas voces.
Existen personas
que estudian los
dialectos. Por
rendir un
servicio a la
seguridad del
Estado, una de
ellas está
dispuesta,
mediante
grabaciones de
las más diversas
variantes
dialectales, a
confrontar,
cercar y fijar
en una población
determinada las
voces captadas.
Después, resulta
fácil encontrar
a los dos
jóvenes viajeros
a Praga entre el
conjunto de los
pocos que fueron
registrados en
dicha población,
arrestarlos e
interrogarlos
hasta que
confiesan.
Cito a
continuación el
octavo parágrafo
del relato de
Schädlich:
Un supuesto
portafolios
cruza la puerta
del instituto de
la lengua
vernácula. Siete
armarios en un
rincón bajo,
abarrotados sin
recelo con los
productos de las
extensas
compilaciones
efectuadas por
conocedores
aficionados al
idioma materno,
por el momento
degeneran en
siete factores
de seguridad.
Sobre 1 500
cintas y dentro
de siete
armarios
sobreviven las
arbitrariedades
cometidas
localmente —al
norte, al este,
al sur, al oeste
y al centro—
contra el resto
de la lengua
nacional.
Unas manos
comisionadas
corren los
pasadores en las
cerraduras del
portafolios, el
pulgar y el
índice derechos
extraen de su
custodia
portátil una
grabadora, dos
voces atrapadas.
La técnica
adecuada induce
a las voces a
repetir
opiniones de
protesta; su
capricho
lingüístico los
señala como
habitantes de
cierta región.
¿De cuál?
Dos de los tres
conocedores de
lo vernáculo que
se tienen a la
mano no
responden a las
atentas
exhortaciones, a
las advertencias
amables, a las
encarecidas
demandas.
El tercero y el
comisionado
desdoblan el
territorio de la
nación
asequible,
deliberan con
pericia sobre la
ubicación de la
zona buscada y
cierran la
trampa con un
plumón azul.
Abren los
armarios llenos
de la perecedera
lengua, recorren
la trampa a lo
largo de los
cortes frontales
establecidos por
las cajas en los
armarios,
comparan el
idioma atrapado
con los restos
del lenguaje
rural que la
mitad del pueblo
de buen grado
dejó guardar en
las cajas,
desechan,
confirman la
orientación de
la empresa y se
aproximan, con
base en sonidos
imposibles de
pasar por alto,
a los habitantes
de cierta
región. De esta
región. Más
precisamente, de
este distrito.
En la novela El
Castillo de
Franz Kafka, en
medio del
ambiente pobre
del pueblo,
aparece al
principio de la
narración un
teléfono, el
único
instrumento de
naturaleza
técnica. Está
asignado a la
comunicación con
El Castillo.
Hasta ahí
habían llegado a
comienzos del
siglo. Hace diez
años ya se sabía
aprovechar
grabaciones
televisivas y
magnetofónicas.
Entretanto,
hemos logrado
mayores
adelantos, tanto
aquí como del
otro lado. El
agrimensor K.
tiene que
mantenerse al
corriente. El
Castillo no
caduca.
Grass, Günter.
Ensayos sobre
literatura.
Fondo de Cultura
Económica,
México, D.F.
1990.
Traducción de
Angelik Scherp.
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