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Giantommaso Delmastro, a quien la cocinera del «Lingote» había llamado Masin, había sido a los veinte años un buen mecánico.

La mili lo había encontrado un poco salvaje, aunque los hombres despiertos siempre salen a flote y él había acabado el servicio mortalmente aburrido, pero con carnet de chofer del Estado Mayor de Nápoles. Su situación significaba poco calabozo y libertad para pelearse con los brigadas.

Así había regresado a Turin, lleno de energías nuevas, y ahora trabajaba de probador para la Fiat, solo -la cocinera había desaparecido- y pensaba triunfar en la vida.

Masin quería un diploma y después de la jornada de velocidad colina arriba vestido con el mono embarrado, y sacudido por la tierra y el viento, se encerraba por la noche en una clase soñolienta con otros veinte empleados y obreros para aprender un montón de cosas inútiles y un poco de mecánica nacional. Dos años de aquel trabajo y después pasaría un exámene que le permitiría ascender en la fábrica.

A Masin le parecía que no hacía nada y recordaba toda la pretenciosa variedad de la existencia militar en la cual todos trabajaban rápidamente para mantener en pie un tinglado, que aunque no existiera daría lo mismo y lo echaría de menos. Pero el mundo es así: cerramos los ojos y sacamos un diploma. Y menos mal que Masin bajaba a toda velocidad por las carreteras, salvaba las colinas, se mojaba con la lluvia y se secaba al sol. Después de todo en la escuela estudiaba las mismas cosas que practicaba de día. Y saber dibujar limpiamente aquel motor que latía bajo él durante las pruebas, era también una satisfacción y un descubrimiento.

Lo malo es que no era solo eso. Masin aprendió en la escuela que debía elevarse. Le revelaron que su existencia siempre había sido material. Ahora bien, que las casas donde vivía, eran asquerosos tabucos y que de niño, especialmente, había pasado hambre, era algo que Masin siempre había sabido.

Pero material era una palabra fuerte y a Masin no le pesaba aplicarla a los recuerdos de un año antes: las borracheras con la cocinera, las guitarras en los mesones y las amenazas entre dientes, en los rincones. Había sido muy seria aquella vida. Si acaso, materialmente se vivía de soldado.

En resumen, en la escuela nocturna querían enseñarle que él era italiano y que italianos habían sido Julio César, Balilla y Cavour, que en italiano habían escrito Dante la Divina Comedia y Vincenzo Monti... ¿qué?, que la patria y la lengua son la principal riqueza del emigrante y que Roma había enseñado al mundo la vida civil.  En comparación, tenía menos importancia incluso la historia natural. Parece que estas asignaturas existían porque el obrero debía salir hecho un hombre. Ahora bien, Masin, había conocido muchos hombres en sus primeros tiempos y luego en el ejército. Y eran gente de palabra segura, gente equilibrada, se podía confiar en lo que decían o hacían, aunque fueran hampones o cabos. Él mismo, Masin, no pensaba en ello, pero se sentía un hombre.

Y convencerse ahora de que aquel viejo lelo de la botánica, vestido de marrón, siempre balbuceante, que soltaba clasificaciones como un borracho suelta discursos, iba a enseñarle a él cómo uno se convierte en un hombre, le daba risa, por no decir otra cosa. El profesor de italiano y de historia, además, un recién casado que leía con voz conmovida y tenía la manía de interesarse por la vida privada de los alumnos para elevarlos en el mundo de la cultura, lo hacía blasfemar -Garibaldi, un cuerno- una vez, mientras el recién casado recitaba a Carducci, había rezongado un compañero- lo único que hizo fue regalarnos esos paletos del Sur. Y para Masin había sido una gran verdad.

Una tarde el profesor de italiano y de historia patria entró tan severo como de costumbre, y se dirigió rápidamente a la tarima, una mesita desvencijada. Allí sacó un mazo de deberes, escritos en los papeles más churriguerescos del mundo -hojas de cuaderno, folios de barba, pedazos de papel blanco, páginas de debe y haber-, los colocó ante sí y miró un buen rato a la clase con aire socarrón. Luego dijo al más próximo: -Repártalos.

Cuando estuvieron entregados todos los deberes volvió el silencio y Masin, medio levantado, miraba al profe. -¿Y el mío?

-Usted, Delmastro, está aquí -respondió el otro enseñando una hoja que se había guardado. Luego, golpeando la mesa con la mano-: Delmastro ha hecho una de las suyas. La vez pasada fue la Iglesia, ahora es Pietro Micca. ¿Me quiere explicar cómo ha escrito -¡chist!- semejante cosa?

Masin se despreocupó. Cierta aprensión la había tenido, pero ahora estaba tranquilo. Pero no supo qué decir.

-Desarrollé el tema..., no sabía..., a mí me parece... -¡Qué se fuera al diablo aquel memo! ¿De qué servían esas gilipolladas?

El profe cortó por lo sano, porque ya tenía el discursito preparado.

-Ya le he dicho, Delmastro, que usted puede hacer muchas cosas. Está usted lleno de ideas confusas pero vivas. Lo que necesita es liberarse de prejuicios y leer mucho. La vez pasada me habló contra la iglesia. Y hasta puede que usted tenga razón, pero de todas formas, no es ahora el momento de arremeter contra los curas, y, además, ¿qué sabe usted de los curas? Hay otros problemas que nos interesan especialmente a nosotros, los trabajadores italianos -el recién casado se las daba de trabajador: ¿había visto alguna vez un horno de fundición?-... el Estado, la familia, la cooperación son nuestros problemas, los problemas eternos del hombre, por lo demás. Y ahora, usted me ha dado una interpretación del mito de Pietro Micca... -¿Qué demonios es un mito?-... totalmente personal y desde luego muy vivaz, tanto, que vale la pena de discutirla y para divertir un poco a sus compañeros la leeremos en voz alta, pero no quisiera que el hecho se repitiese. Porque... -agregó con una sonrisa provocadora-, porque ciertas síntesis históricas son peligrosas.

Masin rabiaba. Su composición había sido una chorrada, pero al ponerse así las cosas, se sintió con ánimo de defenderla contra el universo entero.

-Delmastro, ¿quiere venir a la tarima a dar una lección de historia a sus compañeros?

Masin fue a la tarima y cogió la hoja. Le lanzó una mirada asesina al profe, que seguía sonriendo espiritualmente, y empezó con el tema:

-Hablen del gesto heróico de Pietro Micca. Su relación con la idea de familia y el idealismo del sacrificio. La perenne juventud de la figura del héroe.

La clase, curiosa, se agitó preparándose a escuchar.  Uno dijo: -¡Ánimo Delmastro! -¡Silencio! -saltó el profe, severo. Luego-: Adelante Delmastro, y lea su texto íntegro. Omita las correcciones hechas por mí. -Se oyó entonces:

-Desarrollo. Pietro Micca fue un héroe de 1706. Los turineses se defendían contra el rey Víctor Amadeo III. Una noche mientras toda la ciudad estaba en infausto reposo los franceses, intentaron penetrar dentro de las murallas subterráneas, dentro de esos lugares estaba la pólvora y uno de los soldados llamado Pietro Micca de Biella, mediante el heroísmo y el sacrificio al sentir el ruido aguzó las orejas y pensó que estaban en la bodega y mandando a un soldado que le trajera de beber para matar el tiempo. El compañero que bebieron juntos le dijo que escapase con él, pero Pietro Micca le contestó que estaban con el deber de centinela y no debían abandonar el puesto. Pietro Micca fue cuando que mandó bien el piquete y siempre dijo; preparados, muchachos, que tenemos la patria en peligro. Pero el hérore biellés, no sabiendo que todos los hombres tienen mucho miedo y mientras él sólo bebía en el barril todos sus camaradas juntos  habían escapado. Por lo cual, Pietro Micca se puso firme y pensando en la Patria, porque bebió una última vez que de verdad era la última e hizo estallar la mina con una gran llamarada que se incendió en el corredor y así fue salvada la patria y las ruinas las ven todavía donde el monumento se alza y aquí el héroe se inmortalizó teniendo cerca en la plaza el barril donde bebió por última vez antes de morir.

Masin leyó las últimas palabras con una risa burlona, y apenas se entendieron. La clase, contenida continuamente por silbantes «¡silencio!» y manotazos en la mesa, estalló por fin. Voces, pataleo, carcajadas la de Dios es Cristo. El profesor agitó las manos en el aire para obtener calma, riendo también él. Nada. Entonces tomó dos nombres al azar y los apuntó. Luego: -Ya lo han oído, ¿no? No reparen en el estilo que nos es perfecto. Así es como su compañero ve a Pietro Micca...

-¿No te das cuenta de que te está tomando el pelo? -graznó uno desde los últimos bancos, en piamontés.

El recién casado se detuvo. Entendía el dialecto -¡Silencio! -Luego se volvió a Masin con malos modos. La frase lo había cogido por sorpresa.

-¿Qué... qué dice usted? ¿Es cierto eso? -«¡Qué memo, qué memo!» pensó Masin, y desembuchó:

-Depende si uno entiende. A veces a fuerza de estudiar uno no se da cuenta de lo que sucede. Yo tenía un capataz que había estudiado demasiado y todos se cachondeaban de él.

Como respuesta no estaba mal. Estalló otra risotada en los bancos del fondo, insultante y límpida como un relincho.

El profesor trató de salvar la hornilla.

-Entonces ¿insiste usted en su intención de hacer una tontería?

-Pues claro, ¿qué quiere que sea? -no pudo contenerse Masin.

-Está bien, entonces. Vaya a presentarse al director, yo no lo admito más en clase.

Masin salió, y alguien, a escondidas, fue a darle un apretón de manos que él rechazó. Farfulló en cambio: -¡Vete a freir monas!

 

A la mañana siguiente, aun medio a oscuras, Masin estaba ya probando un coche en la cuesta del Pino. Recovecos trabajosos que trepan entre viñas y árboles -¡da gusto recorrerlos metiendo las marchas!- y detrás, abajo en el valle, Turín.

No es que Masin se fijase mucho en la carretera o el motor. Avanzaba, ojos y faros apagados, y cogía las curvas bruscamente, como despertándose. Tenía toda la boca marcada por la grappa de la noche y la cabeza anémica, dolorida, y en aquella soledad le martillaba aún más con el motor.

No pensaba en casi nada Masin. Se encontraba solo, con los ojos cerrados, para llegar hasta el Pino y bajar allí a comer algo.

Por suerte, ya casi estaba. Hizo el último tramo en la cresta de la colina, maldijo un torbellino de coche que le pasó rozando y entró en el pueblo desierto a aquella hora.

Buscó la fonda a donde solía parar, a la entrada de poniente junto a los grandes carteles amarillos, mirando a la carretera, de la Atlantic Oil y la Spidolèine. La chiquilla de siempre estaba quitando los postigos. Un saludo desganado y el mozo entró en una tibieza como de una cama al alba. Se dejó caer en un banco y no se movió hasta que tuvo delante la cazuela.

El aire se aclaraba mientras tanto. Entró un segundo cliente, un campesino de bigotes grises que tomó una copita de aguardiente tambaleándose. Masin masticaba la loncha de salchichón. Le horrorizó la idea del otro bebiendo.

 Cuando acabó, lió un cigarrillo y bostezó. Luego se quedó un rato pensando entre el humo.

No había nada que pensar. Tenía que llevar el motor durante muchos kilómetros aún. -Hasta Villafranca, por ejemplo. Luego, si Dios quería, la comida. Eso lo consoló.

Por la tarde, nada. Por la noche, nada. De la escuela lo habían expulsado ¿Y qué? ¡Viva la grappa! Total, eran unos menos todos, profesores y alumnos.

Pero nada de oficina técnica así. Toda la vida rodando en las pruebas. Bueno. «Total, un día u otro me iba a largar»

Masin salió disponiéndose a subir al alto asiento descubierto del coche. Debajo, el largo armazón, desnudo, de los ejes y el motor, los enganches, todo al descubierto, todo vivo, todo polvoriento, la esencia del coche en la velocidad. Partió retumbando hacia Chieri, hacia oriente, donde la niebla se ponía toda roja. Notó perfectamente el contrapeso de las grandes piedras a su espalda -su carrocería- y se dispuso a lanzarse entre las casas. En cuanto saliera, encontraría cuesta abajo que recorrería de un tirón hasta Chieri.

Desembocó en la última calle. Se encontró de frente al sol rojo, cegador y la cabeza le dolió tremendamente.

 En ese instante oyó un grito. Y sintió un choque, un ligero salto. No se daba cuenta de lo que hacía. Paró el motor y bajó. Dos hombres corrían hacia él gritando. A Masin le bailaron las rodillas. Había atropellado a alguien.

 

La cosa terminó pronto. Le quitaron el carnet, lo despidieron de la fábrica. Y no lo metieron preso sólo porque el muerto también estaba bebido -el campesino del aguardiente- Y Masin, que estaba como sólo en Turín y en el mundo, saltó un día a un tren con cuarenta liras en el bolsillo además del billete.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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