CAPITULO
I
Un
edificio
gris,
achaparrado,
de
sólo
treinta
y
cuatro
plantas.
Encima
de
la
entrada
principal
las
palabras:
Centro
de
Incubación
y
Condicionamiento
de
la
Central
de
Londres,
y,
en
un
escudo,
la
divisa
del
Estado
Mundial:
Comunidad,
Identidad,
Estabilidad.
La
enorme
sala
de
la
planta
baja
se
hallaba
orientada
hacia
el
Norte.
Fría
a
pesar
del
verano
que
reinaba
en
el
exterior
y
del
calor
tropical
de
la
sala,
una
luz
cruda
y
pálida
brillaba
a
través
de
las
ventanas
buscando
ávidamente
alguna
figura
yaciente
amortajada,
alguna
pálida
forma
de
académica
carne
de
gallina,
sin
encontrar
más
que
el
cristal,
el
níquel
y la
brillante
porcelana
de
un
laboratorio.
La
invernada
respondía
a la
invernada.
Las
batas
de
los
trabajadores
eran
blancas,
y
éstos
llevaban
las
manos
embutidas
en
guantes
de
goma
de
un
color
pálido,
como
de
cadáver.
La
luz
era
helada,
muerta,
fantasmal.
Sólo
de
los
amarillos
tambores
de
los
microscopios
lograba
arrancar
cierta
calidad
de
vida,
deslizándose
a lo
largo
de
los
tubos
y
formando
una
dilatada
procesión
de
trazos
luminosos
que
seguían
la
larga
perspectiva
de
las
mesas
de
trabajo.
—
Y
ésta
—
dijo
el
director,
abriendo
la
puerta
—
es
la
Sala
de
Fecundación.
Inclinados
sobre
sus
instrumentos,
trescientos
Fecundadores
se
hallaban
entregados
a su
trabajo,
cuando
el
director
de
Incubación
y
Condicionamiento
entró
en
la
sala,
sumidos
en
un
absoluto
silencio,
sólo
interrumpido
por
el
distraído
canturreo
o
silboteo
solitario
de
quien
se
halla
concentrado
y
abstraído
en
su
labor.
Un
grupo
de
estudiantes
recién
ingresados,
muy
jóvenes,
rubicundos
e
imberbes,
seguía
con
excitación,
casi
abyectamente,
al
director,
pisándole
los
talones.
Cada
uno
de
ellos
llevaba
un
bloc
de
notas
en
el
cual,
cada
vez
que
el
gran
hombre
hablaba,
garrapateaba
desesperadamente.
Directamente
de
labios
de
la
ciencia
personificada.
Era
un
raro
privilegio.
El
D.I.C.
de
la
central
de
Londres
tenía
siempre
un
gran
interés
en
acompañar
personalmente
a
los
nuevos
alumnos
a
visitar
los
diversos
departamentos.
—
Sólo
para
darles
una
idea
general
—
les
explicaba.
Porque,
desde
luego,
alguna
especie
de
idea
general
debían
tener
si
habían
de
llevar
a
cabo
su
tarea
inteligentemente;
pero
no
demasiado
grande
si
habían
de
ser
buenos
y
felices
miembros
de
la
sociedad,
a
ser
posible.
Porque
los
detalles,
como
todos
sabemos,
conducen
a la
virtud
y la
felicidad,
en
tanto
que
las
generalidades
son
intelectualmente
males
necesarios.
No
son
los
filósofos
sino
los
que
se
dedican
a la
marquetería
y
los
coleccionistas
de
sellos
los
que
constituyen
la
columna
vertebral
de
la
sociedad.
—
Mañana
—
añadió,
sonriéndoles
con
campechanía
un
tanto
amenazadora
–
empezarán
ustedes
a
trabajar
en
serio.
Y
entonces
no
tendrán
tiempo
para
generalidades.
Mientras
tanto...
Mientras
tanto,
era
un
privilegio.
Directamente
de
los
labios
de
la
ciencia
personificada
al
bloc
de
notas.
Los
muchachos
garrapateaban
como
locos.
Alto
y
más
bien
delgado,
muy
erguido,
el
director
se
adentro
por
la
sala.
Tenía
el
mentón
largo
y
saliente,
y
dientes
más
bien
prominentes,
apenas
cubiertos,
cuando
no
hablaba,
por
sus
labios
regordetes,
de
curvas
floradas.
¿Viejo?
¿Joven?
¿Treinta?
¿Cincuenta?
¿Cincuenta
y
cinco?
Hubiese
sido
difícil
decirlo.
En
todo
caso
la
cuestión
no
llegaba
siquiera
a
plantearse;
en
aquel
año
de
estabilidad,
el
632
después
de
Ford,
a
nadie
se
le
hubiese
ocurrido
preguntarlo.
–
Empezaré
por
el
principio
–
dijo
el
director.
Y
los
más
celosos
estudiantes
anotaron
la
intención
de
director
en
sus
blocs
de
notas:
Empieza
por
el
principio.
–
Esto
–
siguió
el
director,
con
un
movimiento
de
la
mano
–
son
las
incubadoras.
– Y
abriendo
una
puerta
aislante
les
enseñó
hileras
y
más
hileras
de
tubos
de
ensayo
numerados.
–
La
provisión
semanal
de
óvulos
–
explicó.
–
Conservados
a la
temperatura
de
la
sangre;
en
tanto
que
los
gametos
masculinos
– y
al
decir
esto
abrió
otra
puerta
–
deben
ser
conservados
a
treinta
y
cinco
grados
de
temperatura
en
lugar
de
treinta
y
siete.
La
temperatura
de
la
sangre
esteriliza.
Los
moruecos
envueltos
en
termógeno
no
engendran
corderillos.
Sin
dejar
de
apoyarse
en
las
incubadoras,
el
director
ofreció
a
los
nuevos
alumnos,
mientras
los
lápices
corrían
ilegiblemente
por
las
páginas,
una
breve
descripción
del
moderno
proceso
de
fecundación.
Primero
habló,
naturalmente,
de
sus
prolegómenos
quirúrgicos,
la
operación
voluntariamente
sufrida
para
el
bien
de
la
Sociedad,
aparte
el
hecho
de
que
entraña
una
prima
equivalente
al
salario
de
seis
meses;
prosiguió
con
unas
notas
sobre
la
técnica
de
conservación
de
los
ovarios
extirpados
de
forma
que
se
conserven
en
vida
y se
desarrollen
activamente;
pasó
a
hacer
algunas
consideraciones
sobre
la
temperatura,
salinidad
y
viscosidad
óptimas;
prendidos
y
maduros;
y,
acompañando
a
sus
alumnos
a
las
mesas
de
trabajo,
les
enseñó
en
la
práctica
cómo
se
retiraba
aquel
licor
de
los
tubos
de
ensayo;
cómo
se
vertía,
gota
a
gota,
sobre
placas
de
microscopio
especialmente
caldeadas;
cómo
los
óvulos
que
contenía
eran
inspeccionados
en
busca
de
posibles
anormalidades,
contados
y
trasladados
a un
recipiente
poroso;
cómo
(y
para
ello
los
llevó
al
sitio
donde
se
realizaba
la
operación)
este
recipiente
era
sumergido
en
un
caldo
caliente
que
contenía
espermatozoos
en
libertad,
a
una
concentración
mínima
de
cien
mil
por
centímetro
cúbico,
como
hizo
constar
con
insistencia;
y
cómo,
al
cabo
de
diez
minutos,
el
recipiente
era
extraído
del
caldo
y su
contenido
volvía
a
ser
examinado;
cómo,
si
algunos
de
los
óvulos
seguían
sin
fertilizar,
era
sumergido
de
nuevo,
y,
en
caso
necesario,
una
tercera
vez;
cómo
los
óvulos
fecundados
volvían
a
las
incubadoras,
donde
los
Alfas
y
los
Betas
permanecían
hasta
que
eran
definitivamente
embotellados,
en
tanto
que
los
Gammas,
Deltas
y
Epsilones
eran
retirados
al
cabo
de
sólo
treinta
y
seis
horas,
para
ser
sometidos
al
método
de
Bokanovsky.
–
El
método
de
Bokanovsky
–
repitió
el
director.
Y
los
estudiantes
subrayaron
estas
palabras.
Un
óvulo,
un
embrión,
un
adulto:
la
normalidad.
Pero
un
óvulo
boklanovskificado
prolifera,
se
subdivide.
De
ocho
a
noventa
y
seis
brotes,
y
cada
brote
llegará
a
formar
un
embrión
perfectamente
constituido
y
cada
embrión
se
convertirá
en
un
adulto
normal.
Una
producción
de
noventa
y
seis
seres
humanos
donde
antes
sólo
se
conseguía
uno.
Progreso.
–
En
esencia
–
concluyó
el
D.I.C.
– ,
la
bokanovskificación
consiste
en
una
serie
de
paros
del
desarrollo.
Controlamos
el
crecimiento
normal,
y
paradójicamente,
el
óvulo
reacciona
echando
brotes.
Reacciona
echando
brotes.
Los
lápices
corrían.
El
director
señaló
a un
lado.
En
una
ancha
cinta
que
se
movía
con
gran
lentitud,
un
portatubos
enteramente
cargado
se
introducía
en
una
vasta
caja
de
metal,
de
cuyo
extremo
emergía
otro
portatubos
igualmente
repleto.
El
mecanismo
producía
un
débil
zumbido.
El
director
explicó
que
los
tubos
de
ensayo
tardaban
ocho
minutos
en
atravesar
aquella
cámara
metálica.
Ocho
minutos
de
rayos
X
era
lo
máximo
que
los
óvulos
podían
soportar.
Unos
pocos
morían;
de
los
restantes,
los
menos
aptos
se
dividían
en
dos;
después
a
las
incubadoras,
donde
los
nuevos
brotes
empezaban
a
desarrollarse;
luego,
al
cabo
de
dos
días,
se
les
sometía
a un
proceso
de
congelación
y se
detenía
su
crecimiento.
Dos,
cuatro,
ocho,
los
brotes,
a su
vez,
echaban
nuevos
brotes;
después
se
les
administraba
una
dosis
casi
letal
de
alcohol;
como
consecuencia
de
ello,
volvían
a
subdividirse
–
brotes
de
brotes
de
brotes
– y
después
se
les
dejaba
desarrollar
en
paz,
puesto
que
una
nueva
detención
en
su
crecimiento
solía
resultar
fatal.
Pero,
a
aquellas
alturas,
el
óvulo
original
se
había
convertido
en
un
número
de
embriones
que
oscilaba
entre
ocho
y
noventa
y
seis,
un
prodigioso
adelanto,
hay
que
reconocerlo,
con
respecto
a la
Naturaleza.
Mellizos
idénticos,
pero
no
en
ridículas
parejas,
o de
tres
en
tres,
como
en
los
viejos
tiempos
vivíparos,
cuando
un
óvulo
se
escindía
de
vez
en
cuando,
accidentalmente;
mellizos
por
docenas,
por
veintenas
a un
tiempo.
–
Veintenas
–
repitió
el
director;
y
abrió
los
brazos
como
distribuyendo
generosas
dádivas.
–
Veintenas.
Pero
uno
de
los
estudiantes
fue
lo
bastante
estúpido
para
preguntar
en
qué
consistía
la
ventaja,
–
¡Pero,
hijo
mío!
–
exclamó
el
director,
volviéndose
bruscamente
hacia
él.
–
¿De
veras
no
lo
comprende?
¿No
puede
comprenderlo?
–
Levantó
una
mano,
con
expresión
solemne.
–
El
Método
Bokanovsky
es
uno
de
los
mayores
instrumentos
de
la
estabilidad
social.
Uno
de
los
mayores
instrumentos
de
la
estabilidad
social.
Hombres
y
mujeres
estandardizados,
en
grupos
uniformes.
Todo
el
personal
de
una
fábrica
podía
ser
el
producto
de
un
solo
óvulo
bokanovskificado.
–
¡Noventa
y
seis
mellizos
trabajando
en
noventa
y
seis
máquinas
idénticas!
–
La
voz
del
director
casi
temblaba
de
entusiasmo.
–
Sabemos
muy
bien
adónde
vamos.
Por
primera
vez
en
la
historia.
–
Citó
la
divisa
planetaria
– :
Comunidad,
Identidad,
Estabilidad.
–
Grandes
palabras.
–
Si
pudiéramos
bokanovskificar
indefinidamente,
el
problema
estaría
resuelto.
Resuelto
por
Gammas
en
serie,
Deltas
invariables,
Epsilones
uniformes.
Millones
de
mellizos
idénticos.
El
principio
de
la
producción
en
masa
aplicado,
por
fin,
a la
biología.
–
Pero,
por
desgracia
–
añadió
el
director
– ,
no
podemos
bokanovskificar
indefinidamente.
Al
parecer,
noventa
y
seis
era
el
límite,
y
setenta
y
dos
un
buen
promedio.
Lo
más
que
podían
hacer,
a
falta
de
poder
realizar
aquel
ideal,
era
manufacturar
tantos
grupos
de
mellizos
idénticos
como
fuese
posible
a
partir
del
mismo
ovario
y
con
gametos
del
mismo
macho.
Y
aun
esto
era
difícil.
–
Porque,
por
vías
naturales,
se
necesitan
treinta
años
para
que
doscientos
óvulos
alcancen
la
madurez.
Pero
nuestra
tarea
consiste
en
establecer
la
población
en
este
momento,
aquí
y
ahora.
¿De
qué
nos
serviría
producir
mellizos
con
cuentagotas
a lo
largo
de
un
cuarto
de
siglo?
Evidentemente,
de
nada.
Pero
la
técnica
de
Podsnap
había
acelerado
inmensamente
el
proceso
de
la
maduración.
Ahora
cabía
tener
la
seguridad
de
conseguir
como
mínimo
ciento
cincuenta
óvulos
maduros
en
dos
años.
Fecundación
y
bokanovskificación
–
es
decir,
multiplicación
por
setenta
y
dos
– ,
aseguraban
una
producción
media
de
casi
once
mil
hermanos
y
hermanas
en
ciento
cincuenta
grupos
de
mellizos
idénticos;
y
todo
ello
en
el
plazo
de
dos
años.
–
Y,
en
casos
excepcionales,
podemos
lograr
que
un
solo
ovario
produzca
más
de
quince
mil
individuos
adultos.
Volviéndose
hacia
un
joven
rubio
y
coloradote
que
en
aquel
momento
pasaba
por
allá,
lo
llamó:
–
Mr.
Foster.
¿Puede
decimos
cuál
es
la
marca
de
un
solo
ovario,
Mr.
Foster?
–
Dieciséis
mil
doce
en
este
Centro
–
contestó
Mr.
Foster
sin
vacilar.
Hablaba
con
gran
rapidez,
tenía
unos
ojos
azules
muy
vivos,
y
era
evidente
que
le
producía
un
intenso
placer
citar
cifras.
–
Dieciséis
mil
doce,
en
ciento
ochenta
y
nueve
grupos
de
mellizos
idénticos.
Pero,
desde
luego,
se
ha
conseguido
mucho
más
–
prosiguió
atropelladamente
–
en
algunos
centros
tropicales.
Singapur
ha
producido
a
menudo
más
de
dieciséis
mil
quinientos;
y
Mombasa
ha
alcanzado
la
marca
de
los
diecisiete
mil.
Claro
que
tienen
muchas
ventajas
sobre
nosotros.
¡Deberían
ustedes
ver
cómo
reacciona
un
ovario
de
negra
a la
pituitaria!
Es
algo
asombroso,
cuando
uno
está
acostumbrado
a
trabajar
con
material
europeo.
Sin
embargo
–
agregó,
riendo
(aunque
en
sus
ojos
brillaba
el
fulgor
del
combate
y
avanzaba
la
barbilla
retadoramente)
– ,
sin
embargo,
nos
proponemos
batirles,
si
podemos.
Actualmente
estoy
trabajando
en
un
maravilloso
ovario
Delta
–
Menos.
Sólo
cuenta
dieciocho
meses
de
antigüedad.
Ya
ha
producido
doce
mil
setecientos
hijos,
decantados
o en
embrión.
Y
sigue
fuerte.
Todavía
les
ganaremos.
–
¡Éste
es
el
espíritu
que
me
gusta!
–
exclamó
el
director;
y
dio
unas
palmadas
en
el
hombro
de
Mr.
Foster.
–
Venga
con
nosotros
y
permita
a
estos
muchachos
gozar
de
los
beneficios
de
sus
conocimientos
de
experto.
Mr.
Foster
sonrió
modestamente.
–
Con
mucho
gusto
–
dijo.
Y
siguieron
la
visita.
En
la
Sala
de
Envasado
reinaba
una
animación
armoniosa
y
una
actividad
ordenada.
Trozos
de
peritoneo
de
cerda,
cortados
ya a
la
medida
adecuada,
subían
disparados
en
pequeños
ascensores,
procedentes
del
Almacén
de
órganos
de
los
sótanos.
Un
zumbido,
después
un
chasquido,
y
las
puertas
del
ascensor
se
abrían
de
golpe;
el
Forrador
de
Envases
sólo
tenía
que
alargar
la
mano,
coger
el
trozo,
introducirlo
en
el
frasco,
alisarlo,
y
antes
de
que
el
envase
debidamente
forrado
por
el
interior
se
hallara
fuera
de
su
alcance,
transportado
por
la
cinta
sin
fin,
un
zumbido,
un
chasquido,
y
otro
trozo
de
peritoneo
era
disparado
desde
las
profundidades,
a
punto
para
ser
deslizado
en
el
interior
de
otro
frasco,
el
siguiente
de
aquella
lenta
procesión
que
la
cinta
transportaba.
Después
de
los
Forradores
había
los
Matriculadores.
La
procesión
avanzaba;
uno
a
uno,
los
óvulos
pasaban
de
sus
tubos
de
ensayo
a
unos
recipientes
más
grandes;
diestramente,
el
forro
de
peritoneo
era
cortado,
la
morula
situada
en
su
lugar,
vertida
la
solución
salina...
y ya
el
frasco
había
pasado
y
les
llegaba
la
vez
a
los
etiquetadores.
Herencia,
fecha
de
fertilización,
grupo
de
Bokanovsky
al
que
pertenecía,
todos
estos
detalles
pasaban
del
tubo
de
ensayo
al
frasco.
Sin
anonimato
ya,
con
sus
nombres
a
través
de
una
abertura
de
la
pared,
hacia
la
Sala
de
Predestinación
Social.
–
Ochenta
y
ocho
metros
cúbicos
de
fichas
–
dijo
Mr.
Foster,
satisfecho,
al
entrar.
–
Que
contienen
toda
la
información
de
interés
–
agregó
el
director.
–
Puestas
al
día
todas
las
mañanas.
–
Y
coordinadas
todas
las
tardes.
–
En
las
cuales
se
basan
los
cálculos.
–
Tantos
individuos,
de
tal
y
tal
calidad
–
dijo
Mr.
Foster.
–
Distribuidos
en
tales
y
tales
cantidades.
–
El
óptimo
porcentaje
de
Decantación
en
cualquier
momento
dado.
–
Permitiendo
compensar
rápidamente
las
pérdidas
imprevistas.
–
Rápidamente
–
repitió
Mr.
Foster.
–
¡Si
supieran
ustedes
la
cantidad
de
horas
extras
que
tuve
que
emplear
después
del
último
terremoto
en
el
Japón!
Rió
de
buena
gana
y
movió
la
cabeza.
–
Los
Predestinadores
envían
sus
datos
a
los
Fecundadores.
–
Quienes
les
facilitan
los
embriones
que
solicitan.
–
Y
los
frascos
pasan
aquí
para
ser
predestinados
concretamente.
–
Después
de
lo
cual
vuelven
a
ser
enviados
al
Almacén
de
Embriones.
–
Adonde
vamos
a
pasar
ahora
mismo.
Y,
abriendo
una
puerta,
Mr.
Foster
inició
la
marcha
hacia
una
escalera
que
descendía
al
sótano.
La
temperatura
seguía
siendo
tropical.
El
grupo
penetró
en
un
ambiente
iluminado
con
una
luz
crepuscular.
Dos
puertas
y un
pasadizo
con
un
doble
recodo
aseguraban
al
sótano
contra
toda
posible
infiltración
de
la
luz.
–
Los
embriones
son
como
la
película
fotográfica
–
dijo
Mr.
Foster,
jocosamente,
al
tiempo
que
empujaba
la
segunda
puerta.
–
Sólo
soportan
la
luz
roja.
Y,
en
efecto,
la
bochornosa
oscuridad
en
medio
de
la
cual
los
estudiantes
le
seguían
ahora
era
visible
y
escarlata
como
la
oscuridad
que
se
divisa
con
los
ojos
cerrados
en
plena
tarde
veraniega.
Los
voluminosos
estantes
laterales,
con
sus
hileras
interminables
de
botellas,
brillaban
como
cuajados
de
rubíes,
y
entre
los
rubíes
se
movían
los
espectros
rojos
de
mujeres
y
hombres
con
los
ojos
purpúreos
y
todos
los
síntomas
del
lupus.
El
zumbido
de
la
maquinaria
llenaba
débilmente
los
aires.
–
Déles
unas
cuantas
cifras,
Mr.
Foster
–
dijo
el
director,
que
estaba
cansado
de
hablar.
A
Mr.
Foster
le
encantó
darles
unas
cuantas
cifras.
Doscientos
veinte
metros
de
longitud,
doscientos
de
anchura
y
diez
de
altura.
Señaló
hacia
arriba.
Como
gallinitas
bebiendo
agua,
los
estudiantes
levantaron
los
ojos
hacia
el
elevado
techo.
Tres
grupos
de
estantes:
a
nivel
del
suelo,
primera
galería
y
segunda
galería.
La
telaraña
metálica
de
las
galerías
se
perdía
a lo
lejos,
en
todas
direcciones,
en
la
oscuridad.
Cerca
de
ellas,
tres
fantasmas
rojos
se
hallaban
muy
atareados
descargando
damajuanas
de
una
escalera
móvil.
La
escalera
que
procedía
de
la
Sala
de
Predestinación
Social.
Cada
frasco
podía
ser
colocado
en
uno
de
los
quince
estantes,
cada
uno
de
los
cuales,
aunque
a
simple
vista
no
se
notaba,
era
un
tren
que
viajaba
a
razón
de
trescientos
treinta
y
tres
milímetros
por
hora.
Doscientos
sesenta
y
siete
días,
a
ocho
metros
diarios.
Dos
mil
ciento
treinta
y
seis
metros
en
total.
Una
vuelta
al
sótano
a
nivel
del
suelo,
otra
en
la
primera
galería,
media
en
la
segunda,
y,
la
mañana
del
día
doscientos
sesenta
y
siete,
luz
de
día
en
la
Sala
de
Decantación.
La
llamada
existencia
independiente.
–
Pero
en
el
intervalo
–
concluyó
Mr.
Foster
–
nos
las
hemos
arreglado
para
hacer
un
montón
de
cosas
con
ellos.
Ya
lo
creo,
un
montón
de
cosas.
–
Éste
es
el
espíritu
que
me
gusta
–
volvió
a
decir
el
director.
–
Demos
una
vueltecita.
Cuénteselo
usted
todo,
Mr.
Foster.
Y
Mr.
Foster
se
lo
contó
todo.
Les
habló
del
embrión
que
se
desarrollaba
en
su
lecho
de
peritoneo.
Les
dio
a
probar
el
rico
sucedáneo
de
la
sangre
con
que
se
alimentaba.
Les
explicó
por
qué
había
de
estimularlo
con
placentina
y
tiroxina.
Les
habló
del
extracto
de corpus
luteum.
Les
enseñó
las
mangueras
por
medio
de
las
cuales
dicho
extracto
era
inyectado
automáticamente
cada
doce
metros,
desde
cero
hasta
2.040.
Habló
de
las
dosis
gradualmente
crecientes
de
pituitaria
administradas
durante
los
noventa
y
seis
metros
últimos
del
recorrido.
Describió
la
circulación
materna
artificial
instalada
en
cada
frasco,
en
el
metro
ciento
doce,
les
enseñó
el
depósito
de
sucedáneo
de
la
sangre,
la
bomba
centrífuga
que
mantenía
al
líquido
en
movimiento
por
toda
la
placenta
y lo
hacía
pasar
a
través
del
pulmón
sintético
y el
filtro
de
los
desperdicios.
Se
refirió
a la
molesta
tendencia
del
embrión
a la
anemia,
a
las
dosis
masivas
de
extracto
de
estómago
de
cerdo
y de
hígado
de
potro
fetal
que,
en
consecuencia,
había
que
administrar.
Les
enseñó
el
sencillo
mecanismo
por
medio
del
cual,
durante
los
dos
últimos
metros
de
cada
ocho,
todos
los
embriones
eran
sacudidos
simultáneamente
para
que
se
acostumbraran
al
movimiento.
Aludió
a la
gravedad
del
llamado
trauma
de
la
decantación
y
enumeró
las
precauciones
que
se
tomaban
para
reducir
al
mínimo,
mediante
el
adecuado
entrenamiento
del
embrión
envasado,
tan
peligroso
shock.
Les
habló
de
las
pruebas
de
sexo
llevadas
a
cabo
en
los
alrededores
del
metro
doscientos.
Explicó
el
sistema
de
etiquetaje:
una
T
para
los
varones,
un
círculo
para
las
hembras,
y un
signo
de
interrogación
negro
sobre
fondo
blanco
para
los
destinados
a
hermafroditas.
–
Porque,
desde
luego
–
dijo
Mr.
Foster
– ,
en
la
gran
mayoría
de
los
casos
la
fecundidad
no
es
más
que
un
estorbo.
Un
solo
ovario
fértil
de
cada
mil
doscientos
bastaría
para
nuestros
propósitos.
Pero
queremos
poder
elegir
a
placer.
Y,
desde
luego,
conviene
siempre
dejar
un
buen
margen
de
seguridad.
Por
esto
permitimos
que
hasta
un
treinta
por
ciento
de
embriones
hembra
se
desarrollen
normalmente.
A
los
demás
les
administramos
una
dosis
de
hormona
sexual
femenina
cada
veinticuatro
metros
durante
lo
que
les
queda
de
trayecto.
Resultado:
son
decantados
como
hermafroditas,
completamente
normales
en
su
estructura,
excepto
–
tuvo
que
reconocer
–
que
tienen
una
ligera
tendencia
a
echar
barba,
pero
estériles.
Con
una
esterilidad
garantizada.
Lo
cual
nos
conduce
por
fin
–
prosiguió
Mr.
Foster
–
fuera
del
reino
de
la
mera
imitación
servil
de
la
Naturaleza
para
pasar
al
mundo
mucho
más
interesante
de
la
invención
humana.
Se
frotó
las
manos.
Porque,
desde
luego,
ellos
no
se
limitaban
meramente
a
incubar
embriones;
cualquier
vaca
podría
hacerlo.
–
También
predestinamos
y
condicionamos.
Decantamos
nuestros
críos
como
seres
humanos
socializados,
como
Alfas
o
Epsilones,
como
futuros
poceros
o
futuros...
–
Iba
a
decir
futuros
Interventores
Mundiales,
pero
rectificando
a
tiempo,
dijo
– ...futuros
Directores
de
Incubadoras.
El
director
agradeció
el
cumplido
con
una
sonrisa.
Pasaban
en
aquel
momento
por
el
metro
320
del
Estante
nº
11.
Un
joven
Beta
–
Menos,
un
mecánico,
estaba
atareado
con
un
destornillador
y
una
llave
inglesa,
trabajando
en
la
bomba
de
sucedáneo
de
la
sangre
de
una
botella
que
pasaba.
Cuando
dio
vuelta
a
las
tuercas,
el
zumbido
del
motor
eléctrico
se
hizo
un
poco
más
grave.
Bajó
más
aún,
y un
poco
más,
otra
vuelta
a la
llave
inglesa,
una
mirada
al
contador
de
revoluciones,
y
terminó
su
tarea.
El
hombre
retrocedió
dos
pasos
en
la
hilera
e
inició
el
mismo
proceso
en
la
bomba
del
frasco
siguiente.
–
Está
reduciendo
el
número
de
revoluciones
por
minuto
–
explicó
Mr.
Foster.
–
El
sucedáneo
circula
más
despacio;
por
consiguiente,
pasa
por
el
pulmón
a
intervalos
más
largos;
por
tanto,
aporta
menos
oxígeno
al
embrión.
No
hay
nada
como
la
escasez
de
oxígeno
para
mantener
a un
embrión
por
debajo
de
lo
normal.
Y
volvió
a
frotarse
las
manos.
–
¿Y
para
qué
quieren
mantener
a un
embrión
por
debajo
de
lo
normal?
–
preguntó
un
estudiante
ingenuo.
–
¡Estúpido!
–
exclamó
el
director,
rompiendo
un
largo
silencio.
–
¿No
se
le
ha
ocurrido
pensar
que
un
embrión
de
Epsilon
debe
tener
un
ambiente
Epsilon
y
una
herencia
Epsilon
también?
Evidentemente,
no
se
le
había
ocurrido.
Quedó
abochornado.
–
Cuanto
más
baja
es
la
casta
–
dijo
Mr.
Foster
– ,
menos
debe
escasear
el
oxígeno.
El
primer
órgano
afectado
es
el
cerebro.
Después
el
esqueleto.
Al
setenta
por
ciento
del
oxígeno
normal
se
consiguen
enanos.
A
menos
del
setenta,
monstruos
sin
ojos.
Que
no
sirven
para
nada
–
concluyó
Mr.
Foster.
–
En
cambio
(y
su
voz
adquirió
un
tono
confidencial
y
excitado),
si
lograran
descubrir
una
técnica
para
abreviar
el
período
de
maduración,
¡qué
gran
triunfo,
qué
gran
beneficio
para
la
sociedad!
»
Piensen
en
el
caballo
–
dijo.
Los
alumnos
pensaron
en
el
caballo.
El
caballo
alcanza
la
madurez
a
los
seis
años;
el
elefante,
a
los
diez.
En
tanto
que
el
hombre,
a
los
trece
años
aún
no
está
sexualmente
maduro,
y
sólo
a
los
veinte
alcanza
el
pleno
conocimiento.
De
ahí
la
inteligencia
humana,
fruto
de
este
desarrollo
retardado.
–
Pero
en
los
Epsilones
–
dijo
Mr.
Foster,
muy
acertadamente
–
no
necesitamos
inteligencia
humana.
No
la
necesitaban,
y no
la
fabricaban.
Pero,
aunque
la
mente
de
un
Epsilon
alcanzaba
la
madurez
a
los
diez
años,
el
cuerpo
del
Epsilon
no
era
apto
para
el
trabajo
hasta
los
dieciocho.
Largos
años
de
inmadurez
superflua
y
perdida.
Si
el
desarrollo
físico
pudiera
acelerarse
hasta
que
fuera
tan
rápido,
digamos,
como
el
de
una
vaca,
¡qué
enorme
ahorro
para
la
comunidad!
–
¡Enorme!
–
murmuraron
los
estudiantes.
El
entusiasmo
de
Mr.
Foster
era
contagioso.
Después
se
puso
más
técnico;
habló
de
una
coordinación
endocrina
anormal
que
era
la
causa
de
que
los
hombres
crecieran
tan
lentamente,
y
sostuvo
que
esta
anormalidad
se
debía
a
una
mutación
germinal.
¿Cabía
destruir
los
efectos
de
esta
mutación
germinal?
¿Cabía
devolver
al
individuo
Epsilon,
mediante
una
técnica
adecuada,
a la
normalidad
de
los
perros
y de
las
vacas?
Este
era
el
problema.
Pilkinton,
en
Mombasa,
había
producido
individuos
sexualmente
maduros
a
los
cuatro
años
y
completamente
crecidos
a
los
seis
y
medio.
Un
triunfo
científico.
Pero
socialmente
inútil.
Los
hombres
y
las
mujeres
de
seis
años
eran
demasiado
estúpidos,
incluso
para
realizar
el
trabajo
de
un
Epsilon.
Y el
método
era
de
los
del
tipo
todo
o
nada;
o no
se
lograba
modificación
alguna,
o
tal
modificación
era
en
todos
los
sentidos.
Todavía
estaban
luchando
por
encontrar
el
compromiso
ideal
entre
adultos
de
veinte
años
y
adultos
de
seis.
Y
hasta
entonces
sin
éxito.
Su
ronda
a
través
de
la
luz
crepuscular
escarlata
les
había
llevado
a
las
proximidades
del
metro
170
del
Estante
9. A
partir
de
aquel
punto,
el
Estante
9
estaba
cerrado,
y
los
frascos
realizaban
el
resto
de
su
viaje
en
el
interior
de
una
especie
de
túnel,
interrumpido
de
vez
en
cuando
por
unas
aberturas
de
dos
o
tres
metros
de
anchura.
–
Condicionamiento
con
respecto
al
calor
–
explicó
Mr.
Foster.
Túneles
calientes
alternaban
con
túneles
fríos.
El
frío
se
aliaba
a la
incomodidad
en
la
forma
de
intensos
rayos
X.
En
el
momento
de
su
decantación,
los
embriones
sentían
horror
por
el
frío.
Estaban
predestinados
a
emigrar
a
los
trópicos,
a
ser
mineros,
tejedores
de
seda
al
acetato
o
metalúrgicos.
Más
adelante,
enseñarían
a
sus
mentes
a
apoyar
el
criterio
de
su
cuerpo.
–
Nosotros
los
condicionamos
de
modo
que
tiendan
hacia
el
calor
–
concluyo
Mr.
Foster.
– Y
nuestros
colegas
de
arriba
les
enseñarán
a
amarlo.
–
Y
éste
–
intervino
el
director
sentenciosamente
– ,
éste
es
el
secreto
de
la
felicidad
y la
virtud:
amar
lo
que
uno
tiene
que
hacer.
Todo
condicionamiento
tiende
a
esto:
a
lograr
que
la
gente
ame
su
inevitable
destino
social.
En
un
boquete
entre
dos
túneles,
una
enfermera
introducía
una
jeringa
larga
y
fina
en
el
contenido
gelatinoso
de
un
frasco
que
pasaba.
Los
estudiantes
y
sus
guías
permanecieron
observándola
unos
momentos.
–
Muy
bien,
Lenina
–
dijo
Mr.
Foster
cuando,
al
fin,
la
joven
retiró
la
jeringa
y se
incorporó.
La
muchacha
se
volvió,
sobresaltada.
A
pesar
del lapsus y
de
los
ojos
de
púrpura,
se
advertía
que
era
excepcionalmente
hermosa.
Su
sonrisa,
roja
también,
voló
hacia
él,
en
una
hilera
de
rojos
dientes.
–
Encantadora,
encantadora
–
murmuró
el
director.
Y,
dándole
una
o
dos
palmaditas,
recibió
en
correspondencia
una
sonrisa
deferente,
a él
destinada.
–
¿Qué
les
da?
–
preguntó
Mr.
Foster,
procurando
adoptar
un
tono
estrictamente
profesional.
–
Lo
de
siempre:
el
tifus
y la
enfermedad
del
sueño.
–
Los
trabajadores
del
trópico
empiezan
a
ser
inoculados
en
el
metro
150
–
explicó
Mr.
Foster
a
los
estudiantes.
–
Los
embriones
todavía
tienen
agallas.
Inmunizamos
al
pez
contra
las
enfermedades
del
hombre
futuro.
–
Luego,
volviéndose
a
Lenina,
añadió
– :
A
las
cinco
menos
diez,
en
el
tejado,
esta
tarde,
como
de
costumbre.
–
Encantadora
–
dijo
el
director
una
vez
más.
Y,
con
otra
palmadita,
se
alejó
en
pos
de
los
otros.
En
el
estante
número
10,
hileras
de
la
próxima
generación
de
obreros
químicos
eran
sometidos
a un
tratamiento
para
acostumbrarlos
a
tolerar
el
plomo,
la
sosa
cáustica,
el
asfalto,
la
clorina...
El
primero
de
una
hornada
de
doscientos
cincuenta
mecánicos
de
cohetes
aéreos
en
embrión
pasaba
en
aquel
momento
por
el
metro
mil
cien
del
estante
3.
Un
mecanismo
especial
mantenía
sus
envases
en
constante
rotación.
–
Para
mejorar
su
sentido
del
equilibrio
–
explicó
Mr.
Foster.
–
Efectuar
reparaciones
en
el
exterior
de
un
cohete
en
el
aire
es
una
tarea
complicada.
Cuando
están
de
pie,
reducimos
la
circulación
hasta
casi
matarlos,
y
doblamos
el
flujo
del
sucedáneo
de
la
sangre
cuando
están
cabeza
abajo.
Así
aprenden
a
asociar
esta
posición
con
el
bienestar;
de
hecho,
sólo
son
felices
de
verdad
cuando
están
así.
Y
ahora
–
prosiguió
Mr.
Foster
– ,
me
gustaría
enseñarles
algún
condicionamiento
interesante
para
intelectuales
Alfa
–
Más.
Tenemos
un
nutrido
grupo
de
ellos
en
el
estante
número
5.
Es
el
nivel
de
la
Primera
Galería
–
gritó
a
dos
muchachos
que
habían
empezado
a
bajar
a la
planta.
–
Están
por
los
alrededores
del
metro
900
–
explicó.
–
No
se
puede
efectuar
ningún
condicionamiento
intelectual
eficaz
hasta
que
el
feto
ha
perdido
la
cola.
Pero
el
director
había
consultado
su
reloj.
–
Las
tres
menos
diez
–
dijo.
–
Me
temo
que
no
habrá
tiempo
para
los
embriones
intelectuales.
Debemos
subir
a
las
Guarderías
antes
de
que
los
niños
despierten
de
la
siesta
de
la
tarde.
Mr.
Foster
pareció
decepcionado.
–
Al
menos,
una
mirada
a la
Sala
de
Decantación
–
imploró.
–
Bueno,
está
bien.
–
El
director
sonrió
con
indulgencia.
–
Pero
sólo
una
ojeada.
CAPITULO
II
Mr.
Foster
se
quedó
en
la
Sala
de
Decantación.
El
D.I.C.
y
sus
alumnos
entraron
en
el
ascensor
más
próximo,
que
los
condujo
a la
quinta
planta.
Guardería
infantil.
Sala
de
Condicionamiento
Neo
–
Pavloviano,
anunciaba
el
rótulo
de
la
entrada.
El
director
abrió
una
puerta.
Entraron
en
una
vasta
estancia
vacía,
muy
brillante
y
soleada,
porque
toda
la
pared
orientada
hacia
el
Sur
era
un
cristal
de
parte
a
parte.
Media
docena
de
enfermeras,
con
pantalones
y
chaqueta
de
uniforme,
de
viscosilla
blanca,
los
cabellos
asépticamente
ocultos
bajo
cofias
blancas,
se
hallaban
atareadas
disponiendo
jarrones
con
rosas
en
una
larga
hilera,
en
el
suelo.
Grandes
jarrones
llenos
de
flores.
Millares
de
pétalos,
suaves
y
sedosos
como
las
mejillas
de
innumerables
querubes,
pero
de
querubes,
bajo
aquella
luz
brillante,
no
exclusivamente
rosados
y
arios,
sino
también
luminosamente
chinos
y
también
mejicanos
y
hasta
apopléticos
a
fuerza
de
soplar
en
celestiales
trompetas,
o
pálidos
como
la
muerte,
pálidos
con
la
blancura
póstuma
del
mármol.
Cuando
el
D.I.C.
entró,
las
enfermeras
se
cuadraron
rígidamente.
–
Coloquen
los
libros
–
ordenó
el
director.
En
silencio,
las
enfermeras
obedecieron
la
orden.
Entre
los
jarrones
de
rosas,
los
libros
fueron
debidamente
dispuestos:
una
hilera
de
libros
infantiles
se
abrieron
invitadoramente
mostrando
alguna
imagen
alegremente
coloreada
de
animales,
peces
o
pájaros.
–
Y
ahora
traigan
a
los
niños.
Las
enfermeras
se
apresuraron
a
salir
de
la
sala
y
volvieron
al
cabo
de
uno
o
dos
minutos;
cada
una
de
ellas
empujaba
una
especie
de
carrito
de
té
muy
alto,
con
cuatro
estantes
de
tela
metálica,
en
cada
uno
de
los
cuales
había
un
crío
de
ocho
meses.
Todos
eran
exactamente
iguales
(un
grupo
Bokanovsky,
evidentemente)
y
todos
vestían
de
color
caqui,
porque
pertenecían
a la
casta
Delta.
–
Pónganlos
en
el
suelo.
Los
carritos
fueron
descargados.
–
Y
ahora
sitúenlos
de
modo
que
puedan
ver
las
flores
y
los
libros.
Los
chiquillos
inmediatamente
guardaron
silencio,
y
empezaron
a
arrastrarse
hacia
aquellas
masas
de
colores
vivos,
aquellas
formas
alegres
y
brillantes
que
aparecían
en
las
páginas
blancas.
Cuando
ya
se
acercaban,
el
sol
palideció
un
momento,
eclipsándose
tras
una
nube.
Las
rosas
llamearon,
como
a
impulsos
de
una
pasión
interior;
un
nuevo
y
profundo
significado
pareció
brotar
de
las
brillantes
páginas
de
los
libros.
De
las
filas
de
críos
que
gateaban
llegaron
pequeños
chillidos
de
excitación,
gorjeos
y
ronroneos
de
placer.
El
director
se
frotó
las
manos.
–
¡Estupendo!
–
exclamó.
–
Ni
hecho
a
propósito.
Los
más
rápidos
ya
habían
alcanzado
su
meta.
Sus
manecitas
se
tendían,
inseguras,
palpaban,
agarraban,
deshojaban
las
rosas
transfiguradas,
arrugaban
las
páginas
iluminadas
de
los
libros.
El
director
esperó
verles
a
todos
alegremente
atareados.
Entonces
dijo:
–
Fíjense
bien.
La
enfermera
jefe,
que
estaba
de
pie
junto
a un
cuadro
de
mandos,
al
otro
extremo
de
la
sala,
bajó
una
pequeña
palanca.
Se
produjo
una
violenta
explosión.
Cada
vez
más
aguda,
empezó
a
sonar
una
sirena.
Timbres
de
alarma
se
dispararon,
locamente.
Los
chiquillos
se
sobresaltaron
y
rompieron
en
chillidos;
sus
rostros
aparecían
convulsos
de
terror.
–
Y
ahora
–
gritó
el
director
(porque
el
estruendo
era
ensordecedor)
– ,
ahora
pasaremos
a
reforzar
la
lección
con
un
pequeño shock eléctrico.
Volvió
a
hacer
una
señal
con
la
mano,
y la
enfermera
jefe
pulsó
otra
palanca.
Los
chillidos
de
los
pequeños
cambiaron
súbitamente
de
tono.
Había
algo
desesperado,
algo
casi
demencial,
en
los
gritos
agudos,
espasmódicos,
que
brotaban
de
sus
labios.
Sus
cuerpecitos
se
retorcían
y
cobraban
rigidez;
sus
miembros
se
agitaban
bruscamente,
como
obedeciendo
a
los
tirones
de
alambres
invisibles.
–
Podemos
electrificar
toda
esta
zona
del
suelo
–
gritó
el
director,
como
explicación
– .
Pero
ya
basta.
E
hizo
otra
señal
a la
enfermera.
Las
explosiones
cesaron,
los
timbres
enmudecieron,
y el
chillido
de
la
sirena
fue
bajando
de
tono
hasta
reducirse
al
silencio.
Los
cuerpecillos
rígidos
y
retorcidos
se
relajaron,
y lo
que
había
sido
el
sollozo
y el
aullido
de
unos
niños
desatinados
volvió
a
convertirse
en
el
llanto
normal
del
terror
ordinario.
–
Vuelvan
a
ofrecerles
las
flores
y
los
libros.
Las
enfermeras
obedecieron;
pero
ante
la
proximidad
de
las
rosas,
a la
sola
vista
de
las
alegres
y
coloreadas
imágenes
de
los
gatitos,
los
gallos
y
las
ovejas,
los
niños
se
apartaron
con
horror,
y el
volumen
de
su
llanto
aumentó
súbitamente.
–
Observen
–
dijo
el
director,
en
tono
triunfal.
–
Observen.
Los
libros
y
ruidos
fuertes,
flores
y
descargas
eléctricas;
en
la
mente
de
aquellos
niños
ambas
cosas
se
hallaban
ya
fuertemente
relacionadas
entre
sí;
y al
cabo
de
doscientas
repeticiones
de
la
misma
o
parecida
lección
formarían
ya
una
unión
indisoluble.
Lo
que
el
hombre
ha
unido,
la
Naturaleza
no
puede
separarlo.
–
Crecerán
con
lo
que
los
psicólogos
solían
llamar
un
odio
instintivo
hacia
los
libros
y
las
flores.
Reflejos
condicionados
definitivamente.
Estarán
a
salvo
de
los
libros
y de
la
botánica
para
toda
su
vida.
–
El
director
se
volvió
hacia
las
enfermeras.
–
Llévenselos.
Llorando
todavía,
los
niños
vestidos
de
caqui
fueron
cargados
de
nuevo
en
los
carritos
y
retirados
de
la
sala,
dejando
tras
de
sí
un
olor
a
leche
agria
y un
agradable
silencio.
Uno
de
los
estudiantes
levantó
la
mano;
aunque
comprendía
perfectamente
que
no
podía
permitirse
que
los
miembros
de
una
casta
baja
perdieran
el
tiempo
de
la
comunidad
en
libros,
y
que
siempre
existía
el
riesgo
de
que
leyeran
algo
que
pudiera,
por
desdicha,
destruir
uno
de
sus
reflejos
condicionados,
sin
embargo...
bueno,
no
podía
comprender
lo
de
las
flores.
¿Por
qué
tomarse
la
molestia
de
hacer
psicológicamente
imposible
para
los
Deltas
el
amor
a
las
flores?
Pacientemente,
el
D.I.C.
se
explicó.
Si
se
inducía
a
los
niños
a
chillar
a la
vista
de
una
rosa,
ello
obedecía
a
una
alta
política
económica.
No
mucho
tiempo
atrás
(aproximadamente
un
siglo),
los
Gammas,
los
Deltas
y
hasta
los
Epsilones
habían
sido
condicionados
de
modo
que
les
gustaran
las
flores;
las
flores
en
particular,
y la
naturaleza
salvaje
en
general.
El
propósito,
entonces,
estribaba
en
inducirles
a
salir
al
campo
en
toda
oportunidad,
con
el
fin
de
que
consumieran
transporte.
–
¿Y
no
consumían
transporte?
–
preguntó
el
estudiante.
–
Mucho
–
contestó
el
D.I.C.
–
Pero
sólo
transporte.
Las
prímulas
y
los
paisajes,
explicó,
tienen
un
grave
defecto:
son
gratuitos.
El
amor
a la
Naturaleza
no
da
quehacer
a
las
fábricas.
Se
decidió
abolir
el
amor
a la
Naturaleza,
al
menos
entre
las
castas
más
bajas;
abolir
el
amor
a la
Naturaleza,
pero
no
la
tendencia
a
consumir
transporte.
Porque,
desde
luego,
era
esencial,
que
siguieran
deseando
ir
al
campo,
aunque
lo
odiaran.
El
problema
residía
en
hallar
una
razón
económica
más
poderosa
para
consumir
transporte
que
la
mera
afición
a
las
prímulas
y
los
paisajes.
Y lo
encontraron.
–
Condicionamos
a
las
masas
de
modo
que
odien
el
campo
–
concluyó
el
director
– .
Pero
simultáneamente
las
condicionamos
para
que
adoren
los
deportes
campestres.
Al
mismo
tiempo,
velamos
para
que
todos
los
deportes
al
aire
libre
entrañen
el
uso
de
aparatos
complicados.
Así,
además
de
transporte,
consumen
artículos
manufacturados.
De
ahí
estas
descargas
eléctricas.
–
Comprendo
–
dijo
el
estudiante.
Y
presa
de
admiración,
guardó
silencio.
El
silencio
se
prolongó;
después,
aclarándose
la
garganta,
el
director
empezó:
–
Tiempo
ha,
cuando
Nuestro
Ford
estaba
todavía
en
la
Tierra,
hubo
un
chiquillo
que
se
llamaba
Reuben
Rabinovich.
Reuben
era
hijo
de
padres
de
habla
polaca.
Usted
sabe
lo
que
es
el
polaco,
desde
luego.
–
Una
lengua
muerta.
–
Como
el
francés
y el
alemán
–
agregó
otro
estudiante,
exhibiendo
oficiosamente
sus
conocimientos.
–
¿Y
padre?
–
preguntó
el
D.I.C.
Se
produjo
un
silencio
incómodo.
Algunos
muchachos
se
sonrojaron.
Todavía
no
habían
aprendido
a
identificar
la
significativa
pero
a
menudo
muy
sutil
distinción
entre
obscenidad
y
ciencia
pura.
Uno
de
ellos,
al
fin,
logró
reunir
valor
suficiente
para
levantar
la
mano.
–
Los
seres
humanos
antes
eran...
–
vaciló;
la
sangre
se
le
subió
a
las
mejillas.
–
Bueno,
eran
vivíparos.
–
Muy
bien
–
dijo
el
director,
en
tono
de
aprobación.
–
Y
cuando
los
niños
eran
decantados...
–
Cuando
nacían
–
surgió
la
enmienda.
–
Bueno,
pues
entonces
eran
los
padres...
Quiero
decir,
no
los
niños,
desde
luego,
sino
los
otros.
El
pobre
muchacho
estaba
abochornado
y
confuso.
–
En
suma
–
resumió
el
director
– ,
Los
padres
eran
el
padre
y la
madre.
–
La
obscenidad,
que
era
auténtica
ciencia,
cayó
como
una
bomba
en
el
silencio
de
los
muchachos,
que
desviaban
las
miradas.
–
Madre
–
repitió
el
director
en
voz
alta,
para
hacerles
entrar
la
ciencia;
y,
arrellanándose
en
su
asiento,
dijo
gravemente.
–
Estos
hechos
son
desagradables,
lo
sé.
Pero
la
mayoría
de
los
hechos
históricos
son
desagradables.
Luego
volvió
al
pequeño
Reuben,
al
pequeño
Reuben,
en
cuya
habitación,
una
noche,
por
descuido,
su
padre
y su
madre
(¡lagarto,
lagarto!)
se
dejaron
la
radio
en
marcha.
(Porque
deben
ustedes
recordar
que
en
aquellos
tiempos
de
burda
reproducción
vivípara,
los
niños
eran
criados
siempre
con
sus
padres
y no
en
los
Centros
de
Condicionamiento
del
Estado.)
Mientras
el
chiquillo
dormía,
de
pronto
la
radio
empezó
a
dar
un
programa
desde
Londres
y a
la
mañana
siguiente,
con
gran
asombro
de
sus
lagarto
y
lagarto
(los
muchachos
más
atrevidos
osaron
sonreírse
mutuamente),
el
pequeño
Reuben
se
despertó
repitiendo
palabra
por
palabra
una
larga
conferencia
pronunciada
por
aquel
curioso
escritor
antiguo
(uno
de
los
poquísimos
cuyas
obras
se
ha
permitido
que
lleguen
hasta
nosotros),
George
Bernard
Shaw,
quien
hablaba,
de
acuerdo
con
la
probada
tradición
de
entonces,
de
su
propio
genio.
Para
los...
(guiño
y
risita)
del
pequeño
Reuben,
esta
conferencia
era,
desde
luego,
perfectamente
incomprensible,
y,
sospechando
que
su
hijo
se
había
vuelto
loco
de
repente,
enviaron
a
buscar
a un
médico.
Afortunadamente,
éste
entendía
el
inglés,
reconoció
el
discurso
que
Shaw
había
radiado
la
víspera,
comprendió
el
significado
de
lo
ocurrido
y
envió
una
comunicación
a
las
publicaciones
médicas
acerca
de
ello.
–
El
principio
de
la
enseñanza
durante
el
sueño,
o
hipnopedia,
había
sido
descubierto.
El
D.I.C.
hizo
una
pausa
efectista.
El
principio
había
sido
descubierto;
pero
habían
de
pasar
años,
muchos
años,
antes
de
que
tal
principio
fuese
aplicado
con
utilidad.
–
El
caso
del
pequeño
Reuben
ocurrió
sólo
veintitrés
años
después
de
que
Nuestro
Ford
lanzara
al
mercado
su
primer
Modelo
T.
–
Al
decir
estas
palabras,
el
director
hizo
la
señal
de
la T
sobre
su
estómago,
y
todos
los
estudiantes
le
imitaron
reverentemente.
Furiosamente,
los
estudiantes
garrapateaban:
Hipnopedia,
empleada
por
primera
vez
oficialmente
en
214
d.
F.
¿Por
qué
no
antes?
Dos
razones.
(a)...
–
Estos
primeros
experimentos
–
les
decía
el
D.I.C.
–
seguían
una
pista
falsa.
Los
investigadores
creían
que
la
hipnopedia
podía
convertirse
en
un
instrumento
de
educación
intelectual.
Un
niño
duerme
sobre
su
costado
derecho,
con
el
brazo
derecho
estirado,
la
mano
derecha
colgando
fuera
de
la
cama.
A
través
de
un
orificio
enrejado,
redondo,
practicado
en
el
lado
de
una
caja,
una
voz
habla
suavemente:
El
Nilo
es
el
río
más
largo
de
África
y el
segundo
en
longitud
de
todos
los
ríos
del
Globo.
Aunque
es
poco
menos
largo
que
el
Mississippi
–
Missouri,
el
Nilo
es
el
más
importante
de
todos
los
ríos
del
mundo
en
cuanto
a la
anchura
de
su
cuenca,
que
se
extiende
a
través
de
35
grados
de
latitud...
A la
mañana
siguiente,
alguien
dice:
–
Tommy,
¿sabes
cuál
es
el
río
más
largo
de
África?
El
chiquillo
niega
con
la
cabeza.
–
Pero,
¿no
recuerdas
algo
que
empieza:
EI
Nilo
es
el...?
– El
–
Nilo
– es
– el
–
río
–
más
–
largo
– de
–
África
– y
– el
–
segundo
– en
–
longitud
– de
–
todos
–
los
–
ríos
–
del
–
Globo
–
Las
palabras
brotan
caudalosamente
de
sus
labios.
–
Aunque
– es
–
poco
–
menos
largo
–
que...
–
Bueno,
entonces,
¿cuál
es
el
río
más
largo
de
África?
Los
ojos
aparecen
vacíos
de
expresión.
–
No
lo
sé.
–
Pues
el
Nilo,
Tommy.
–
¿Cuál
es
el
río
más
largo
del
mundo,
Tommy?
Tommy
rompe
a
llorar.
–
No
lo
sé
–
solloza.
Este
llanto,
según
explicó
el
director,
desanimó
a
los
primeros
investigadores.
Los
experimentos
fueron
abandonados.
No
se
volvió
a
intentar
enseñar
a
los
niños,
durante
el
sueño,
la
longitud
del
Nilo.
Muy
acertadamente.
No
se
puede
aprender
una
ciencia
a
menos
que
uno
sepa
de
qué
trata.
–
Por
el
contrario,
debían
haber
empezado
por
la
educación
inmoral
–
dijo
el
director,
abriendo
la
marcha
hacia
la
puerta.
Los
estudiantes
le
siguieron,
garrapateando
desesperadamente
mientras
caminaban
hasta
llegar
al
ascensor.
–
La
educación
moral,
que
nunca,
en
ningún
caso,
debe
ser
racional.
–
Silencio,
silencio
–
susurró
un
altavoz,
cuando
salieron
del
ascensor,
en
la
decimocuarta
planta,
y
silencio,
silencio
repetían
incansables
los
altavoces,
situados
a
intervalos
en
todos
los
pasillos.
Los
estudiantes
y
hasta
el
propio
director
empezaron
a
caminar
automáticamente
sobre
las
puntas
de
los
pies.
Sí,
ellos
eran
Alfas,
desde
luego;
pero
también
los
Alfas
han
sido
condicionados.
Silencio,
silencio.
El
aire
todo
de
la
planta
decimocuarta
vibraba
con
aquel
imperativo
categórico.
Unos
cincuenta
metros
recorridos
de
puntillas
los
llevaron
ante
una
puerta
que
el
director
abrió
cautelosamente.
Cruzando
el
umbral,
penetraron
en
la
penumbra
de
un
dormitorio
cerrado.
Ochenta
camastros
se
alineaban
junto
a la
pared.
Se
oía
una
respiración
regular
y
ligera,
y un
murmullo
continuo,
como
de
voces
muy
débiles
que
susurraran
a lo
lejos.
En
cuanto
entraron,
una
enfermera
se
levantó
y se
cuadró
ante
el
director.
–
¿Cuál
es
la
lección
de
esta
tarde?
–
preguntó
éste.
–
Durante
los
primeros
cuarenta
minutos
tuvimos
Sexo
Elemental
–
contestó
la
enfermera.
–
Pero
ahora
hemos
pasado
a
Conciencia
de
Clase
Elemental.
El
director
paseó
lentamente
a lo
largo
de
la
larga
hilera
de
literas.
Sonrosados
y
relajados
por
el
sueño,
ochenta
niños
y
niñas
yacían,
respirando
suavemente.
Debajo
de
cada
almohada
se
oía
un
susurro.
El
D.I.C.
se
detuvo,
e
inclinándose
sobre
una
de
las
camitas,
escuchó
atentamente.
–
¿Conciencia
de
Clase
Elemental?
–
dijo
el
director.
–
Vamos
a
hacerlo
repetir
por
el
altavoz.
Al
extremo
de
la
sala
un
altavoz
sobresalía
de
la
pared.
El
director
se
acercó
al
mismo
y
pulsó
un
interruptor.
– ...todos
visten
de
color
verde
–
dijo
una
voz
suave
pero
muy
clara,
empezando
en
mitad
de
una
frase
– ,
y
los
niños
Delta
visten
todos
de
caqui.
¡Oh,
no,
yo
no
quiero
jugar
con
niños
Delta!
Y
los
Epsilones
todavía
son
peores.
Son
demasiado
tontos
para
poder
leer
o
escribir.
Además,
visten
de
negro,
que
es
un
color
asqueroso.
Me
alegro
mucho
de
ser
un
Beta.
Se
produjo
una
pausa;
después
la
voz
continuó:
Los
niños
Alfa
visten
de
color
gris.
Trabajan
mucho
más
duramente
que
nosotros,
porque
son
terriblemente
inteligentes.
De
verdad,
me
alegro
muchísimo
de
ser
Beta,
porque
no
trabajo
tanto.
Y,
además,
nosotros
somos
mucho
mejores
que
los
Gammas
y
los
Deltas.
Los
Gammas
son
tontos.
Todos
visten
de
color
verde,
y
los
niños
Delta
visten
todos
de
caqui.
¡Oh,
no,
yo
no
quiero
jugar
con
niños
Delta!
Y
los
Epsilones
todavía
son
peores.
Son
demasiado
tontos
para...
El
director
volvió
a
cerrar
el
interruptor.
La
voz
enmudeció.
Sólo
su
desvaído
fantasma
siguió
susurrando
desde
debajo
de
las
ochenta
almohadas.
–
Todavía
se
lo
repetirán
cuarenta
o
cincuenta
veces
antes
de
que
despierten,
y lo
mismo
en
la
sesión
del
jueves,
y
otra
vez
el
sábado.
Ciento
veinte
veces,
tres
veces
por
semana,
durante
treinta
meses.
Después
de
lo
cual
pueden
pasar
a
una
lección
más
adelantada.
Rosas
y
descargas
eléctricas,
el
caqui
de
los
Deltas
y
una
vaharada
de
asafétida,
indisolublemente
relacionados
entre
sí
antes
de
que
el
niño
sepa
hablar.
Pero
el
condicionamiento
sin
palabras
es
algo
tosco
y
burdo;
no
puede
hacer
distinciones
más
sutiles,
no
puede
inculcar
las
formas
de
comportamiento
más
complejas.
Para
esto
se
precisan
las
palabras,
pero
palabras
sin
razonamiento.
En
suma,
la
hipnopedia.
–
La
mayor
fuerza
socializadora
y
moralizadora
de
todos
los
tiempos.
Los
estudiantes
lo
anotaron
en
sus
pequeños
blocs.
Directamente
de
labios
de
la
ciencia
personificada.
El
director
volvió
a
accionar
el
interruptor.
– ...terriblemente
inteligentes
–
estaba
diciendo
la
voz
suave,
insinuante
e
incansable
– .
De
verdad,
me
alegro
muchísimo
de
ser
Beta,
porque...
–
No
precisamente
como
gotas
de
agua,
a
pesar
de
que
el
agua,
es
verdad,
puede
agujerear
el
más
duro
granito;
más
bien
como
gotas
de
lacre
fundido,
gotas
que
se
adhieren,
que
se
incrustan,
que
se
incorporan
a
aquello
encima
de
lo
cual
caen,
hasta
que,
finalmente,
la
roca
se
convierte
en
un
solo
bloque
escarlata.
–
Hasta
que,
al
fin,
la
mente
del
niño
se
transforma
en
esas
sugestiones,
y la
suma
de
estas
sugestiones
es
la
mente
del
niño.
Y no
sólo
la
mente
del
niño,
sino
también
la
del
adulto,
a lo
largo
de
toda
su
vida.
La
mente
que
juzga,
que
desea,
que
decide...
formada
por
estas
sugestiones.
¡Y
estas
sugestiones
son
nuestras
sugestiones!
–
casi
gritó
el
director,
exaltado.
–
¡Sugestiones
del
Estado!
–
Descargó
un
puñetazo
encima
de
una
mesa.
–
De
ahí
se
sigue
que...
Un
rumor
lo
indujo
a
volverse.
–
¡Oh,
Ford!
–
exclamó,
en
otro
tono.
–
He
despertado
a
los
niños.
CAPITULO
III
Fuera,
en
el
jardín,
era
la
hora
del
recreo.
Desnudos
bajo
el
cálido
sol
de
junio,
seiscientos
o
setecientos
niños
y
niñas
corrían
de
acá
para
allá
lanzando
agudos
chillidos
y
jugando
a la
pelota,
o
permanecían
sentados
silenciosamente,
entre
las
matas
floridas,
en
parejas
o en
grupos
de
tres.
Los
rosales
estaban
en
flor,
dos
ruiseñores
entonaban
un
soliloquio
en
la
espesura,
y un
cuco
desafinaba
un
poco
entre
los
tilos.
El
aire
vibraba
con
el
zumbido
de
las
abejas
y
los
helicópteros.
El
director
y
los
alumnos
permanecieron
algún
tiempo
contemplando
a un
grupo
de
niños
que
jugaban
a la
Pelota
Centrífuga.
Veinte
de
ellos
formaban
círculo
alrededor
de
una
torre
de
acero
cromado.
Había
que
arrojar
la
pelota
a
una
plataforma
colocada
en
lo
alto
de
la
torre;
entonces
la
pelota
caía
por
el
interior
de
la
misma
hasta
llegar
a un
disco
que
giraba
velozmente,
y
salía
disparada
al
exterior
por
una
de
las
numerosas
aberturas
practicadas
en
la
armazón
de
la
torre.
Y
los
niños
debían
atraparla.
–
Es
curioso
–
musitó
el
director,
cuando
se
apartaron
del
lugar
– ,
es
curioso
pensar
que
hasta
en
los
tiempos
de
Nuestro
Ford
la
mayoría
de
los
juegos
se
jugaban
sin
más
aparatos
que
una
o
dos
pelotas,
unos
pocos
palos
y a
veces
una
red.
»
Imaginen
la
locura
que
representa
permitir
que
la
gente
se
entregue
a
juegos
complicados
que
en
nada
aumentan
el
consumo.
Pura
locura.
Actualmente
los
Interventores
no
aprueban
ningún
nuevo
juego,
a
menos
que
pueda
demostrarse
que
exige
cuando
menos
tantos
aparatos
como
el
más
complicado
de
los
juegos
ya
existentes.
–
Se
interrumpió
espontáneamente.
–
He
aquí
un
grupito
encantador
–
dijo,
señalando.
En
una
breve
extensión
de
césped,
entre
altos
grupos
de
brezos
mediterráneos,
dos
chiquillos,
un
niño
de
unos
siete
años
y
una
niña
que
quizá
tendría
un
año
más,
jugaban
–
gravemente
y
con
la
atención
concentrada
de
unos
científicos
empeñados
en
una
labor
de
investigación
– a
un
rudimentario
juego
sexual.
–
¡Encantador,
encantador!
–
repitió
el
D.I.C.,
sentimentalmente.
–
Encantador
–
convinieron
los
muchachos,
cortésmente.
Pero
su
sonrisa
tenía
cierta
expresión
condescendiente:
hacía
muy
poco
tiempo
que
habían
abandonado
aquellas
diversiones
infantiles,
demasiado
poco
para
poder
contemplarlas
sin
cierto
desprecio.
¿Encantador?
No
eran
más
que
un
par
de
chiquillos
haciendo
el
tonto;
nada
más.
Chiquilladas.
–
Siempre
pienso...
–
empezó
el
director
en
el
mismo
tono
sensiblero.
Pero
lo
interrumpió
un
llanto
bastante
agudo.
De
unos
matorrales
cercanos
emergió
una
enfermera
que
llevaba
cogido
de
la
mano
un
niño
que
lloraba.
Una
niña,
con
expresión
ansiosa,
trotaba
pisándole
los
talones.
–
¿Qué
ocurre?
–
preguntó
el
director.
La
enfermera
se
encogió
de
hombros.
–
No
tiene
importancia
–
contestó.
–
Sólo
que
este
chiquillo
parece
bastante
reacio
a
unirse
en
el
juego
erótico
corriente.
Ya
lo
había
observado
dos
o
tres
veces.
Y
ahora
vuelve
a
las
andadas.
Empezó
a
llorar
y...
–
Honradamente
–
intervino
la
chiquilla
de
aspecto
ansioso
– ,
yo
no
quise
hacerle
ningún
daño.
Es
la
pura
verdad.
–
Claro
que
no,
querida
–
dijo
la
enfermera,
tranquilizándola.
–
Por
esto
–
prosiguió,
dirigiéndose
de
nuevo
al
director
–
lo
llevo
a
presencia
del
Superintendente
Ayudante
de
Psicología.
Para
ver
si
hay
en
él
alguna
anormalidad.
–
Perfectamente
–
dijo
el
director.
–
Llévelo
allá.
Tú
te
quedas
aquí,
chiquilla
–
agregó,
mientras
la
enfermera
se
alejaba
con
el
niño,
que
seguía
llorando.
–
¿Cómo
te
llamas?
–
Polly
Trotsky.
–
Un
nombre
muy
bonito,
como
tú
–
dijo
el
director.
–
Anda,
ve a
ver
si
encuentras
a
otro
niño
con
quien
jugar.
La
niña
echó
a
correr
hacia
los
matorrales
y se
perdió
de
vista.
–
¡Exquisita
criatura!
–
dijo
el
director,
mirando
en
la
dirección
por
donde
había
desaparecido;
y
volviéndose
después
hacia
los
estudiantes,
prosiguió
– :
Lo
que
ahora
voy
a
decirles
puede
parecer
increíble.
Pero
cuando
no
se
está
acostumbrado
a la
Historia,
la
mayoría
de
los
hechos
del
pasado
parecen
increíbles.
Y
les
comunicó
la
asombrosa
verdad.
Durante
un
largo
período
de
tiempo,
antes
de
la
época
de
Nuestro
Ford,
y
aun
durante
algunas
generaciones
subsiguientes,
los
juegos
eróticos
entre
chiquillos
habían
sido
considerados
como
algo
anormal
(estallaron
sonoras
risas);
y no
sólo
anormal,
sino
realmente
inmoral
(¡No!),
y,
en
consecuencia,
estaban
rigurosamente
prohibidos.
Una
expresión
de
asombrosa
incredulidad
apareció
en
los
rostros
de
sus
oyentes.
¿Era
posible
que
prohibieran
a
los
pobres
chiquillos
divertirse?
No
podían
creerlo.
–
Hasta
a
los
adolescentes
se
les
prohibían
–
siguió
el
D.I.C.
– ;
a
los
adolescentes
como
ustedes...
–
¡Es
imposible!
–
Dejando
aparte
un
poco
de
autoerotismo
subrepticio
y la
homosexualidad,
nada
estaba
permitido.
–
¿Nada?
–
En
la
mayoría
de
los
casos,
hasta
que
tenían
más
de
veinte
años.
–
¿Veinte
años?
–
repitieron,
como
un
eco,
los
estudiantes,
en
un
coro
de
incredulidad.
–
Veinte
–
repitió
a su
vez
el
director.
–
Ya
les
dije
que
les
parecería
increíble.
–
Pero,
¿qué
pasaba?
–
preguntaron
los
muchachos.
–
¿Cuáles
eran
los
resultados?
–
Los
resultados
eran
terribles.
Una
voz
grave
y
resonante
había
intervenido
inesperadamente
en
la
conversación.
Todos
se
volvieron.
A la
vera
del
pequeño
grupo
se
hallaba
un
desconocido,
un
hombre
de
estatura
media
y
cabellos
negros,
nariz
ganchuda,
labios
rojos
y
regordetes,
y
ojos
oscuros,
que
parecían
taladrar.
–
Terribles
–
repitió.
En
aquel
momento,
el
D.I.C.
se
hallaba
sentado
en
uno
de
los
bancos
de
acero
y
caucho
convenientemente
esparcidos
por
todo
el
jardín;
pero
a la
vista
del
desconocido
saltó
sobre
sus
pies
y
corrió
a su
encuentro,
con
las
manos
abiertas,
sonriendo
con
todos
sus
dientes,
efusivo.
–
¡Interventor!
¡Qué
inesperado
placer!
Muchachos,
¿en
qué
piensan
ustedes?
Les
presento
al
interventor;
es
Su
Fordería
Mustafá
Mond.
En
las
cuatro
mil
salas
del
Centro,
los
cuatro
mil
relojes
eléctricos
dieron
simultáneamente
las
cuatro.
Voces
etéreas
sonaban
por
los
altavoces:
–
Cesa
el
primer
turno
del
día...
Empieza
el
segundo
turno
del
día...
Cesa
el
primer
turno
del
día...
En
el
ascensor,
camino
de
los
vestuarios,
Henry
Foster
y el
Director
Ayudante
de
Predestinación
daban
la
espalda
intencionadamente
a
Bernard
Marx,
de
la
Oficina
Psicológica,
procurando
evitar
toda
relación
con
aquel
hombre
de
mala
fama.
En
el
Almacén
de
Embriones,
el
débil
zumbido
y
chirrido
de
las
máquinas
todavía
estremecía
el
aire
escarlata.
Los
turnos
podían
sucederse;
una
cara
roja,
luposa,
podía
ceder
el
lugar
a
otra;
mayestáticamente
y
para
siempre,
los
trenes
seguían
reptando
con
su
carga
de
futuros
hombres
y
mujeres.
Lenina
Crowne
se
dirigió
hacia
la
puerta.
¡Su
Fordería
Mustafá
Mond!
A
los
estudiantes
casi
se
les
salían
los
ojos
de
la
cabeza.
¡Mustafá
Mond!
¡El
Interventor
Residente
de
la
Europa
Occidental!
¡Uno
de
los
Diez
Interventores
Mundiales!
Uno
de
los
Diez...
y se
sentó
en
el
banco,
con
el
D.I.C.,
e
iba
a
quedarse,
a
quedarse,
sí,
y
hasta
a
dirigirlos
la
palabra...
¡Directamente
de
labios
del
propio
Ford!
Dos
chiquillos
morenos
emergieron
de
unos
matorrales
cercanos,
les
miraron
un
momento
con
ojos
muy
abiertos
y
llenos
de
asombro,
y
luego
volvieron
a
sus
juegos
entre
las
hojas.
–
Todos
ustedes
recuerdan
–
dijo
el
Interventor;
con
su
voz
fuerte
y
grave
– ,
todos
ustedes
recuerdan,
supongo,
aquella
hermosa
e
inspirada
frase
de
Nuestro
Ford:
La
Historia
es
una
patraña
–
repitió
lentamente
– ,
una
patraña.
Hizo
un
ademán
con
la
mano,
y
fue
como
si
con
un
visible
plumero
hubiese
quitado
un
poco
el
polvo;
y el
polvo
era
Harappa,
era
Ur
de
Caldea;
y
algunas
telarañas,
y
las
telarañas
eran
Tebas
y
Babilonia,
y
Knosos
y
Micenas.
Otro
movimiento
de
plumero
y
desaparecieron
Ulises,
Job,
Júpiter,
Gautama
y
Jesús.
Otro
plumerazo,
y
fueron
aniquiladas
aquellas
viejas
motas
de
suciedad
que
se
llamaron
Atenas,
Roma,
Jerusalén
y el
Celeste
Imperio.
Otro,
y el
lugar
donde
había
estado
Italia
quedó
desierto.
Otro,
y
desaparecieron
las
catedrales.
Otro,
otro,
y
afuera
con
el
Rey
Lear
y
los
Pensamientos
de
Pascal.
Otro,
¡y
basta
de
Pasión!
Otro,
¡y
basta
de
Réquiem!
Otro,
¡y
basta
de
Sinfonía!;
otro
plumerazo
y...
–
¿Irás
al
sensorama
esta
noche,
Henry?
–
preguntó
el
Predestinador
Ayudante.
–
Me
han
dicho
que
el
film
del
Alhambra
es
estupendo.
Hay
una
escena
de
amor
sobre
una
alfombra
de
piel
de
oso;
dicen
que
es
algo
maravilloso.
Aparecen
reproducidos
todos
los
pelos
del
oso.
Unos
efectos
táctiles
asombrosos.
–
Por
esto
no
se
les
enseña
Historia
–
decía
el
Interventor.
–
Pero
ahora
ha
llegado
el
momento...
El
D.I.C.
le
miró
con
inquietud.
Corrían
extraños
rumores
acerca
de
viejos
libros
prohibidos
ocultos
en
una
arca
de
seguridad
en
el
despacho
del
Interventor.
Biblias,
poesías...
¡Ford
sabía
tantas
cosas!
Mustafá
Mond
captó
su
mirada
ansiosa,
y
las
comisuras
de
sus
rojos
labios
se
fruncieron
irónicamente.
–
Tranquilícese,
director
–
dijo
en
leve
tono
de
burla.
–
No
voy
a
corromperlos.
El
D.I.C.
quedó
abrumado
de
confusión.
Los
que
se
sienten
despreciados
procuran
aparecer
despectivos.
La
sonrisa
que
apareció
en
el
rostro
de
Bernard
Marx
era
ciertamente
despreciativa.
¡Todos
los
pelos
del
oso!
¡Vaya!
–
Haré
todo
lo
posible
por
ir
–
dijo
Henry
Foster.
Mustafá
Mond
se
inclinó
hacia
delante
y
agitó
el
dedo
índice
hacia
ellos.
–
Basta
que
intenten
comprenderlo
–
dijo,
y su
voz
provocó
un
extraño
escalofrío
en
los
diafragmas
de
sus
oyentes.
–
Intenten
comprender
el
efecto
que
producía
tener
una
madre
vivípara.
De
nuevo
aquella
palabra
obscena.
Pero
esta
vez
a
ninguno
se
le
ocurrió
siquiera
la
posibilidad
de
sonreír.
–
Intenten
imaginar
lo
que
significaba
vivir
con
la
propia
familia.
Lo
intentaron;
pero,
evidentemente,
sin
éxito.
–
¿Y
saben
ustedes
lo
que
era
un
hogar?
Todos
movieron
negativamente
la
cabeza.
Emergieron
de
su
sótano
oscuro
y
escarlata,
Lenina
Crowne
subió
diecisiete
pisos,
torció
a la
derecha
al
salir
del
ascensor,
avanzó
por
un
largo
pasillo
y,
abriendo
la
puerta
del
Vestuario
Femenino,
se
zambulló
en
un
caos
ensordecedor
de
brazos,
senos
y
ropa
interior.
Torrentes
de
agua
caliente
caían
en
un
centenar
de
bañeras
o
salían
borboteando
de
ellas
por
los
desagües.
Zumbando
y
silbando,
ochenta
máquinas
para
masaje
–
que
funcionaban
a
base
de
vacío
y
vibración
–
amasaban
simultáneamente
la
carne
firme
y
tostada
por
el
sol
de
ochenta
soberbios
ejemplares
femeninos
que
hablaban
todos
a
voz
en
grito.
Una
máquina
de
Música
Sintética
susurraba
un
solo
de
supercorneta.
–
Hola,
Fanny
–
dijo
Lenina
a la
muchacha
que
tenía
el
perchero
y el
armario
junto
al
suyo.
Fanny
trabajaba
en
la
Sala
de
Envasado
y se
llamaba
también
Crowne
de
apellido.
Pero
como
entre
los
dos
mil
millones
de
habitantes
del
planeta
debían
repartiese
sólo
diez
mil
nombres,
esta
coincidencia
nada
tenía
de
sorprendente.
Lenina
tiró
de
sus
cremalleras,
hacia
abajo
la
de
la
chaqueta,
hacia
abajo,
con
ambas
manos,
las
dos
cremalleras
de
los
pantalones,
y
hacia
abajo
también
para
la
ropa
interior,
y,
sin
más
que
las
medias
y
los
zapatos,
se
dirigió
hacia
el
baño.
Hogar,
hogar...
Unos
pocos
cuartitos,
superpoblados
por
un
hombre,
una
mujer
periódicamente
embarazada,
y
una
turbamulta
de
niños
y
niñas
de
todas
las
edades.
Sin
aire,
sin
espacio;
una
prisión
no
esterilizada;
oscuridad,
enfermedades
y
malos
olores.
(La
evocación
que
el
Interventor
hizo
del
hogar
fue
tan
vívida
que
uno
de
los
muchachos,
más
sensible
que
los
demás,
palideció
ante
la
mera
descripción
del
mismo
y
estuvo
a
punto
de
marearse.)
Lenina
salió
del
baño,
se
secó
con
la
toalla,
cogió
un
largo
tubo
flexible
incrustado
en
la
pared,
apuntó
con
él a
su
pecho,
como
si
se
dispusiera
a
suicidarse,
y
oprimió
el
gatillo.
Una
oleada
de
aire
caliente
la
cubrió
de
finísimos
polvos
de
talco.
Ocho
diferentes
perfumes
y
agua
de
Colonia
se
hallaban
a su
disposición
con
sólo
maniobrar
los
pequeños
grifos
situados
en
el
borde
del
lavabo.
Lenina
abrió
el
tercero
de
la
izquierda,
se
perfumó
con
esencia
de
Chipre,
y,
llevando
en
la
mano
los
zapatos
y
las
medias,
salió
a
ver
si
estaba
libre
alguno
de
los
aparatos
de
masaje.
Y el
hogar
era
tan
mezquino
psíquicamente
como
físicamente.
Psíquicamente,
era
una
conejera,
un
estercolero,
lleno
de
fricciones
a
causa
de
la
vida
en
común,
hediondo
a
fuerza
de
emociones.
¡Cuántas
intimidades
asfixiantes,
cuán
peligrosas,
insanas
y
obscenas
relaciones
entre
los
miembros
del
grupo
familiar!
Como
una
maniática,
la
madre
se
preocupaba
constantemente
por
los
hijos
(sus
hijos)...,
se
preocupaba
por
ellos
como
una
gata
por
sus
pequeños;
pero
como
una
gata
que
supiera
hablar,
una
gata
que
supiera
decir:
Nene
mío,
nene
mío
una
y
otra
vez.
Nene
mío,
y,
oh,
en
mi
pecho,
sus
manitas,
su
hambre,
y
ese
placer
mortal
e
indecible!
Hasta
que
al
fin
mi
niño
se
duerme,
mi
niño
se
ha
dormido
con
una
gota
de
blanca
leche
en
la
comisura
de
su
boca.
Mi
hijito
duerme...
–
Sí
–
dijo
Mustafá
Mond,
moviendo
la
cabeza
– ,
con
razón
se
estremecen
ustedes.
–
¿Con
quién
saldrás
esta
noche?
–
preguntó
Lenina,
volviendo
de
su
masaje
con
un
resplandor
rosado,
como
una
perla
iluminada
desde
dentro.
–
Con
nadie.
Lenina
arqueó
las
cejas,
asombrada.
–
Últimamente
no
me
he
encontrado
muy
bien
–
explicó
Fanny.
–
El
doctor
Wells
me
aconsejó
tomar
Sucedáneo
de
Embarazo.
–
¡Pero
si
sólo
tienes
diecinueve
años!
El
primer
Sucedáneo
de
Embarazo
no
es
obligatorio
hasta
los
veintiuno.
–
Ya
lo
sé,
mujer.
Pero
hay
personas
a
quienes
les
conviene
empezar
antes.
El
doctor
Wells
me
dijo
que
las
morenas
de
pelvis
ancha,
como
yo,
deberían
tomar
el
primer
Sucedáneo
de
Embarazo
a
los
diecisiete.
De
modo
que
en
realidad
llevo
dos
años
de
retraso
y no
de
adelanto.
Abrió
la
puerta
de
su
armario
y
señaló
la
hilera
de
cajas
y
ampollas
etiquetadas
del
primer
estante.
«Jarabe
de
Corpus
Luteum».
Lenina
leyó
los
nombres
en
voz
alta.
«Ovarina
fresca,
garantizada;
fecha
de
caducidad:
1 de
agosto
de
632
d.F.
Extracto
de
glándulas
mamarias:
tómese
tres
veces
al
día,
antes
de
las
comidas,
con
un
poco
de
agua.
Placentina;
inyectar
5 cc.
cada
tres
días
(intravenosa)...
»
–
¡Uy!
–
estremecióse
Lenina.
–
¡Con
lo
poco
que
me
gustan
las
intravenosas!
¿Y a
ti?
–
Tampoco
me
gustan.
Pero
cuando
son
para
nuestro
bien...
Fanny
era
una
muchacha
particularmente
juiciosa.
Nuestro
Ford
– o
nuestro
Freud,
como,
por
alguna
razón
inescrutable,
decidió
llamarse
él
mismo
cuando
hablaba
de
temas
psicológicos.
–
Nuestro
Freud
fue
el
primero
en
revelar
los
terribles
peligros
de
la
vida
familiar.
El
mundo
estaba
lleno
de
padres,
y,
por
consiguiente,
estaba
lleno
de
miseria;
lleno
de
madres,
y,
por
consiguiente,
de
todas
las
formas
de
perversión,
desde
el
sadismo
hasta
la
castidad;
lleno
de
hermanos,
hermanas,
tíos,
tías,
y,
por
ende,
lleno
de
locura
y de
suicidios.
–
Y
sin
embargo,
entre
los
salvajes
de
Samoa,
en
ciertas
islas
de
la
costa
de
Nueva
Guinea...
El
sol
tropical
relucía
como
miel
caliente
sobre
los
cuerpos
desnudos
de
los
chiquillos
que
retozaban
promiscuamente
entre
las
flores
de
hibisco.
El
hogar
estaba
en
cualquiera
de
las
veinte
casas
con
tejado
de
hojas
de
palmera.
En
las
Trobiands,
la
concepción
era
obra
de
los
espíritus
ancestrales;
nadie
había
oído
hablar
jamás
de
padre.
–
Los
extremos
se
tocan
–
dijo
el
Interventor.
–
Por
la
sencilla
razón
de
que
fueron
creados
para
tocarse.
–
El
doctor
Wells
dice
que
una
cura
de
tres
meses
a
base
de
Sucedáneo
de
Embarazo
mejorará
mi
salud
durante
los
tres
o
cuatro
años
próximos.
–
Espero
que
esté
en
lo
cierto
–
dijo
Lenina.
–
Pero,
Fanny,
¿de
veras
quieres
decir
que
durante
estos
tres
meses
se
supone
que
no
vas
a...?
–
¡Oh,
no,
mujer!
Sólo
durante
una
o
dos
semanas,
y
nada
más.
Pasaré
la
noche
en
el
club,
jugando
al
Bridge
Musical.
Supongo
que
tú
sí
saldrás,
¿no?
Lenina
asintió
con
la
cabeza.
–
¿Con
quién?
–
Con
Henry
Foster.
–
¿Otra
vez?
–
El
rostro
afable,
un
tanto
lunar,
de
Fanny
cobró
una
expresión
de
asombro
dolido
y
reprobador.
–
¡No
me
digas
que
todavía
sales
con
Henry
Foster!
Madres
y
padres,
hermanos
y
hermanas.
Pero
había
también
maridos,
mujeres,
amantes.
Había
también
monogamia
y
romanticismo.
–
Aunque
probablemente
ustedes
ignoren
lo
que
es
todo
esto
–
dijo
Mustafá
Mond.
Los
estudiantes
asintieron.
Familia,
monogamia,
romanticismo.
Exclusivismo
en
todo,
en
todo
una
concentración
del
interés,
una
canalización
del
impulso
y la
energía.
–
Cuando
lo
cierto
es
que
todo
el
mundo
pertenece
a
todo
el
mundo
–
concluyó
el
Interventor,
citando
el
proverbio
hipnopédico.
Los
estudiantes
volvieron
a
asentir,
con
énfasis,
aprobando
una
afirmación
que
sesenta
y
dos
mil
repeticiones
en
la
oscuridad
les
habían
obligado
a
aceptar,
no
sólo
como
cierta
sino
como
axiomático,
evidente,
absolutamente
indiscutible.
–
Bueno,
al
fin
y al
cabo
–
protestó
Lenina
–
sólo
hace
unos
cuatro
meses
que
salgo
con
Henry.
–
¡Sólo
cuatro
meses!
¡Me
gusta!
Y lo
que
es
peor
–
prosiguió
Fanny,
señalándola
con
un
dedo
acusador
–
es
que
en
todo
este
tiempo
no
ha
habido
en
tu
vida
nadie,
excepto
Henry,
¿verdad?
Lenina
se
sonrojó
violentamente;
pero
sus
ojos
y el
tono
de
su
voz
siguieron
desafiando
a su
amiga.
–
No,
nadie
más
–
contestó,
casi
con
truculencia.
– Y
no
veo
por
qué
debería
haber
habido
alguien
más.
–
¡Vaya!
¡La
niña
no
ve
por
qué!
–
repitió
Fanny,
como
dirigiéndose
a un
invisible
oyente
situado
detrás
del
hombro
izquierdo
de
Lenina.
Luego,
cambiando
bruscamente
de
tono,
añadió
– :
En
serio.
La
verdad
es
que
creo
que
deberías
andar
con
cuidado.
Está
muy
mal
eso
de
seguir
así
con
el
mismo
hombre.
A
los
cuarenta
o
cuarenta
y
cinco
años,
todavía...
Pero,
¡a
tu
edad,
Lenina!
No.
no
puede
ser.
Y
sabes
muy
bien
que
el
D.I.C.
se
opone
firmemente
a
todo
lo
que
sea
demasiado
intenso
o
prolongado...
–
Imaginen
un
tubo
que
encierra
agua
a
presión.
–
Los
estudiantes
se
lo
imaginaron
– .
Practico
en
el
mismo
un
solo
agujero
–
dijo
el
Interventor.
–
¡Qué
hermoso
chorro!
Lo
agujereó
veinte
veces.
Brotaron
veinte
mezquinas
fuentecitas.
«Hijo
mío.
Hijo
mío...»
«¡Madre!»
La
locura
es
contagiosa.
«Amor
mío,
mi
único
amor,
preciosa,
preciosa...»
Madre,
monogamia,
romanticismo...
La
fuente
brota
muy
alta;
el
chorro
surge
con
furia,
espumante.
La
necesidad
tiene
una
sola
salida.
Amor
mío,
hijo
mío.
No
es
extraño
que
aquellos
pobres
premodernos
estuviesen
locos
y
fuesen
desdichados
y
miserables.
Su
mundo
no
les
permitía
tomar
las
cosas
con
calma,
no
les
permitía
ser
juiciosos,
virtuosos,
felices.
Con
madres
y
amantes,
con
prohibiciones
para
cuya
obediencia
no
habían
sido
condicionados,
con
las
tentaciones
y
los
remordimientos
solitarios,
con
todas
las
enfermedades
y el
dolor
eternamente
aislante,
no
es
de
extrañar
que
sintieran
intensamente
las
cosas
y
sintiéndolas
así
(y,
peor
aún,
en
soledad,
en
un
aislamiento
individual
sin
esperanzas),
¿cómo
podían
ser
estables?
–
Claro
que
no
tienes
necesidad
de
dejarle.
Pero
sal
con
algún
otro
de
vez
en
cuando.
Esto
basta.
El
va
con
otras
muchachas,
¿no
es
verdad?
Lenina
lo
admitió.
–
Claro
que
sí.
Henry
Foster
es
un
perfecto
caballero,
siempre
correcto.
Además,
tienes
que
pensar
en
el
director.
Ya
sabes
que
es
muy
quisquilloso...
Asintiendo
con
la
cabeza,
Lenina
dijo:
–
Esta
tarde
me
ha
dado
una
palmadita
en
el
trasero.
–
¿Lo
ves?
–
Fanny
se
mostraba
triunfal.
–
Esto
te
demuestra
qué
es
lo
que
importa
por
encima
de
todo.
El
convencionalismo
más
estricto.
–
Estabilidad
–
dijo
el
Interventor
– ,
estabilidad.
No
cabe
civilización
alguna
sin
estabilidad
social.
Y no
hay
estabilidad
social
sin
estabilidad
individual.
Su
voz
sonaba
como
una
trompeta.
Escuchándole,
los
estudiantes
se
sentían
más
grandes,
más
ardientes.
La
máquina
gira,
gira,
y
debe
seguir
girando,
siempre.
Si
se
para,
es
la
muerte.
Un
millar
de
millones
se
arrastraban
por
la
corteza
terrestre.
Las
ruedas
empezaron
a
girar.
En
ciento
cincuenta
años
llegaron
a
los
dos
mil
millones.
Párense
todas
las
ruedas.
Al
cabo
de
ciento
cincuenta
semanas
de
nuevo
hay
sólo
mil
millones;
miles
y
miles
de
hombres
y
mujeres
han
perecido
de
hambre.
Las
ruedas
deben
girar
continuamente,
pero
no
al
azar.
Debe
haber
hombres
que
las
vigilen,
hombres
tan
seguros
como
las
mismas
ruedas
en
sus
ejes,
hombres
cuerdos,
obedientes,
estables
en
su
contentamiento.
Si
gritan:
«Hijo
mío,
madre
mía,
mi
único
amor»;
si
murmuran:
«Mi
pecado,
mi
terrible
Dios»;
si
chillan
de
dolor,
deliran
de
fiebre,
sufren
a
causa
de
la
vejez
y la
pobreza...
¿cómo
pueden
cuidar
de
las
ruedas?
Y si
no
pueden
cuidar
de
las
ruedas...
Sería
muy
difícil
enterrar
o
quemar
los
cadáveres
de
millares
y
millares
y
millares
de
hombres
y
mujeres.
–
Y al
fin
y al
cabo
–
el
tono
de
voz
de
Fanny
era
un
arrullo
– ,
no
veo
que
haya
nada
doloroso
o
desagradable
en
el
hecho
de
tener
a
uno
o
dos
hombres
además
de
Henry.
Teniendo
en
cuenta
todo
esto,
deberías
ser
un
poco
más
promiscua...
–
Estabilidad
–
insistió
el
Interventor
– ,
estabilidad.
La
necesidad
primaria
y
última.
Estabilidad.
De
ahí
todo
esto.
Con
un
movimiento
de
la
mano
señaló
los
jardines,
el
enorme
edificio
del
Centro
de
Condicionamiento,
los
niños
desnudos
semiocultos
en
la
espesura
o
corriendo
por
los
prados.
Lenina
movió
negativamente
la
cabeza.
–
No
sé
por
qué
–
musitó
–
últimamente
no
me
he
sentido
muy
bien
dispuesta
a la
promiscuidad.
Hay
momentos
en
que
una
no
debe.
¿Nunca
lo
has
sentido
así,
Fanny?
Fanny
asintió
con
simpatía
y
comprensión.
–
Pero
es
preciso
hacer
un
esfuerzo
–
dijo
sentenciosamente
– ,
es
preciso
tomar
parte
en
el
juego.
Al
fin
y al
cabo,
todo
el
mundo
pertenece
a
todo
el
mundo.
–
Sí,
todo
el
mundo
pertenece
a
todo
el
mundo
–
repitió
Lenina
lentamente;
y,
suspirando,
guardó
silencio
un
momento;
después,
cogiendo
la
mano
de
Fanny,
se
la
estrechó
ligeramente.
–
Tienes
toda
la
razón,
Fanny.
Como
siempre.
Haré
ese
esfuerzo.
Los
impulsos
coartados
se
derraman,
y el
derrame
es
sentimiento,
el
derrame
es
pasión,
el
derrame
es
incluso
locura;
ello
depende
de
la
fuerza
de
la
corriente.
y de
la
altura
y la
resistencia
del
dique.
La
corriente
que
no
es
detenida
por
ningún
obstáculo
fluye
suavemente,
bajando
por
los
canales
predestinados
hasta
producir
un
bienestar
tranquilo.
El
embrión
está
hambriento;
día
tras
día,
la
bomba
de
sucedáneo
de
la
sangre
gira
a
ochocientas
revoluciones
por
minuto.
El
niño
decantado
llora;
inmediatamente
aparece
una
enfermera
con
un
frasco
de
secreción
externa.
Los
sentimientos
proliferan
en
el
intervalo
de
tiempo
entre
el
deseo
y su
consumación.
Abreviad
este
intervalo,
derribad
esos
viejos
diques
innecesarios.
–
¡Afortunados
muchachos!
–
dijo
el
Interventor.
–
No
se
ahorraron
esfuerzos
para
hacer
que
sus
vidas
fuesen
emocionalmente
fáciles,
para
preservarles,
en
la
medida
de
lo
posible,
de
toda
emoción.
–
¡Ford
está
en
su
viejo
carromato!
–
murmuró
el
D.I.C..
–
Todo
marcha
bien
en
el
mundo.
–
¿Lenina
Crowne?
–
dijo
Henry
Foster,
repitiendo
la
pregunta
del
Predestinador
Ayudante
mientras
cerraba
la
cremallera
de
sus
pantalones.
–
Es
una
muchacha
estupenda.
Maravillosamente
neumática.
Me
sorprende
que
no
la
hayas
tenido.
–
La
verdad
es
que
no
comprendo
cómo
pudo
ser
–
dijo
el
Predestinador
Ayudante
– .
Pero
lo
haré.
En
la
primera
ocasión.
Desde
su
lugar,
en
el
extremo
opuesto
de
la
nave
del
vestuario,
Bernard
Marx
oyó
lo
que
decían
y
palideció.
–
Si
quieres
que
te
diga
la
verdad
–
dijo
Lenina
– ,
lo
cierto
es
que
empiezo
a
aburrirme
un
poco
a
fuerza
de
no
tener
más
que
a
Henry
día
tras
día.
–
Se
puso
la
media
de
la
pierna
izquierda.
–
¿Conoces
a
Bernard
Marx?
–
preguntó
en
un
tono
cuya
excesiva
indiferencia
era
evidentemente
forzada.
Fanny
pareció
sobresaltada.
–
No
me
digas
que...
–
¿Por
qué
no?
Bernard
es
un
Alfa
–
Más.
Además,
me
pidió
que
fuera
a
una
de
las
Reservas
para
Salvajes
con
él.
Siempre
he
deseado
ver
una
Reserva
para
Salvajes.
–
Pero
¿y
su
mala
fama?
–
¿Qué
me
importa
su
reputación?
–
Dicen
que
no
le
gusta
el
Golf
de
Obstáculos.
–
Dicen,
dicen...
–
se
burló
Lenina.
–
Además,
se
pasa
casi
todo
el
tiempo
solo,
solo.
En
la
voz
de
Fanny
sonaba
una
nota
de
horror.
–
Bueno,
en
todo
caso
no
estará
tan
solo
cuando
esté
conmigo.
No
sé
por
qué
todo
el
mundo
lo
trata
tan
mal.
Yo
lo
encuentro
muy
agradable.
Sonrió
para
sí;
¡cuán
absurdamente
tímido
se
había
mostrado
Bernard!
Asustado
casi,
como
si
ella
fuese
un
Interventor
Mundial
y él
un
mecánico
Gamma
–
Menos.
–
Consideren
sus
propios
gustos
–
dijo
Mustafá
Mond.
–
¿Ha
encontrado
jamás
alguno
de
ustedes
un
obstáculo
insalvable?
La
pregunta
fue
contestada
con
un
silencio
negativo.
–
¿Alguno
de
ustedes
se
ha
visto
jamás
obligado
a
esperar
largo
tiempo
entre
la
conciencia
de
un
deseo
y su
satisfacción?
–
Bueno...
–
empezó
uno
de
los
muchachos;
y
vaciló.
–
Hable
–
dijo
el
D.I.C..
–
No
haga
esperar
a Su
Fordería.
–
Una
vez
tuve
que
esperar
casi
cuatro
semanas
antes
de
que
la
muchacha
que
yo
deseaba
me
permitiera
ir
con
ella.
–
¿Y
sintió
usted
una
fuerte
emoción?
–
¡Horrible!
–
Horrible;
exactamente
–
dijo
el
Interventor.
–
Nuestros
antepasados
eran
tan
estúpidos
y
cortos
de
miras
que
cuando
aparecieron
los
primeros
reformadores
y
ofrecieron
librarles
de
estas
horribles
emociones,
no
quisieron
ni
escucharles.
–
Hablan
de
ella
como
si
fuese
un
trozo
de
carne.
–
Bernard
rechinó
los
dientes.
–
La
he
probado,
no
la
he
probado.
Como
un
cordero.
La
rebajan
a la
categoría
de
cordero,
ni
más
ni
menos.
Ella
dijo
que
lo
pensaría
y
que
me
contestaría
esta
semana.
¡Oh,
Ford,
Ford,
Ford!
Sentía
deseos
de
acercarse
a
ellos
y
pegarles
en
la
cara,
duro,
fuerte,
una
y
otra
vez.
–
De
veras,
te
aconsejo
que
la
pruebes
–
decía
Henry
Foster.
–
¡Es
tan
feo!
–
dijo
Fanny.
–
Pues
a mí
me
gusta
su
aspecto.
–
¡Y
tan
bajo!
Fanny
hizo
una
mueca;
la
poca
estatura
era
típica
de
las
castas
bajas.
–
Yo
lo
encuentro
muy
simpático
–
dijo
Lenina.
–
Me
hace
sentir
deseos
de
mimarlo.
¿Entiendes?
Como
a un
gato.
Fanny
estaba
sorprendida
y
disgustada.
–
Dicen
que
alguien
cometió
un
error
cuando
todavía
estaba
envasado;
creyó
que
era
un
Gamma
y
puso
alcohol
en
su
ración
de
sucedáneo
de
la
sangre.
Por
esto
es
tan
canijo.
–
¡Qué
tontería!
Lenina
estaba
indignada.
–
La
enseñanza
mediante
el
sueño
estuvo
prohibida
en
Inglaterra.
Había
allá
algo
que
se
llamaba
Liberalismo.
El
Parlamento,
suponiendo
que
ustedes
sepan
lo
que
era,
aprobó
una
ley
que
la
prohibía.
Se
conservan
los
archivos.
Hubo
discursos
sobre
la
libertad,
a
propósito
de
ello.
Libertad
para
ser
consciente
y
desgraciado.
Libertad
para
ser
una
clavija
redonda
en
un
agujero
cuadrado.
–
Pero,
mi
querido
amigo,
con
mucho
gusto,
te
lo
aseguro.
Con
mucho
gusto.
–
Henry
Foster
dio
unas
palmadas
al
hombro
del
Predestinador
Ayudante.
–
Al
fin
y al
cabo,
todo
el
mundo
pertenece
a
todo
el
mundo.
«Cien
repeticiones
tres
noches
por
semana,
durante
cuatro
años
–
pensó
Bernard
Marx,
que
era
especialista
en
hipnopedia.
–
Sesenta
y
dos
mil
cuatrocientas
repeticiones
crean
una
verdad.
¡Idiotas!»
– O
el
sistema
de
Castas.
Constantemente
propuesto,
constantemente
rechazado.
Existía
entonces
la
llamada
democracia.
Como
si
los
hombres
fuesen
iguales
no
sólo
fisicoquímicamente.
–
Bueno,
lo
único
que
puedo
decir
es
que
aceptaré
su
invitación.
Bernard
los
odiaba,
los
odiaba.
Pero
eran
dos,
y
eran
altos
y
fuertes.
–
La
Guerra
de
los
Nueve
Años
empezó
en
el
año
141
d.
F.
–
Aunque
fuese
verdad
lo
de
que
le
pusieron
alcohol
en
el
sucedáneo
de
la
sangre.
–
Cosa
que,
simplemente,
no
puedo
creer
–
concluyó
Lenina.
–
El
estruendo
de
catorce
mil
aviones
avanzando
en
formación
abierta.
Pero
en
la
Kurfurstendamm
y en
el
Huitiéme
Arrondissement,
la
explosión
de
las
bombas
de
ántrax
apenas
produce
más
ruido
que
el
de
una
bolsa
de
papel
al
estallar,
–
Porque
quiero
ver
una
Reserva
de
Salvajes.
–
CH C
H
(NO)2
+ Hg
(CNO2)
= ¿a
qué?
Un
enorme
agujero
en
el
suelo,
un
montón
de
ruinas,
algunos
trozos
de
carne
y de
mucus,
un
pie,
con
la
bota
puesta
todavía,
que
vuela
por
los
aires
y
aterriza,
¡plas!,
entre
los
geranios,
los
geranios
rojos...
¡Qué
espléndida
floración,
aquel
verano!
–
No
tienes
remedio,
Lenina;
te
dejo
por
lo
que
eres.
–
La
técnica
rusa
para
infectar
las
aguas
era
particularmente
ingeniosa.
De
espaldas,
Fanny
y
Lenina
siguieron
vistiéndose
en
silencio.
–
La
Guerra
de
los
Nueve
Años,
el
gran
Colapso
Económico.
Había
que
elegir
entre
Dominio
Mundial
o
destrucción.
Entre
estabilidad
y...
–
Fanny
Crowne
también
es
una
chica
estupenda
–
dijo
el
Predestinador
Ayudante.
En
las
Guarderías,
la
lección
de
Conciencia
de
Clase
Elemental
había
terminado,
y
ahora
las
voces
se
encargaban
de
crear
futura
demanda
para
la
futura
producción
industrial.
Me
gusta
volar
–
murmuraban
– ,
me
gusta
volar,
me
gusta
tener
vestidos
nuevos,
me
gusta...
–
El
liberalismo,
desde
luego,
murió
de
ántrax.
Pero
las
cosas
no
pueden
hacerse
por
la
fuerza.
–
No
tan
neumática
como
Lenina.
Ni
mucho
menos.
–
Pero
los
vestidos
viejos
son
feísimos
–
seguía
diciendo
el
incansable
murmullo
– .
Nosotros
siempre
tiramos
los
vestidos
viejos.
Tirarlos
es
mejor
que
remendarlos,
tirarlos
es
mejor
que
remendarlos,
tirarlos
es
mejor...
–
Gobernar
es
legislar,
no
pegar.
Se
gobierna
con
el
cerebro
y
las
nalgas,
nunca
con
los
puños.
Por
ejemplo,
había
la
obligación
de
consumir,
el
consumo
obligatorio...
–
Bueno,
ya
estoy
–
dijo
Lenina;
pero
Fanny
seguía
muda
y
dándole
la
espalda
– .
Hagamos
las
paces
– ,
querida
Fanny.
–
Todos
los
hombres,
las
mujeres
y
los
niños
eran
obligados
a
consumir
un
tanto
al
año.
En
beneficio
de
la
industria.
El
único
resultado...
–
Tirarlos
es
mejor
que
remendarlos.
A
más
remiendos,
menos
dinero;
a
más
remiendos,
menos
dinero;
a
más
remiendos...
–
Cualquier
día
–
dijo
Fanny,
con
énfasis
dolorido
–
vas
a
meterte
en
un
lío.
–
La
oposición
consciente
en
gran
escala.
Cualquier
cosa
con
tal
de
no
consumir.
Retorno
a la
Naturaleza.
–
Me
gusta
volar,
me
gusta
volar.
–
¿Estoy
bien?
–
preguntó
Lenina.
Llevaba
una
chaqueta
de
tela
de
acetato
verde
botella,
con
puños
y
cuello
de
viscosa
verde.
–
Ochocientos
partidarios
de
la
Vida
Sencilla
fueron
liquidados
por
las
ametralladoras
en
Golders
Green.
–
Tirarlos
es
mejor
que
remendarlos,
tirarlos
es
mejor
que
remendarlos.
–
Luego
se
produjo
la
matanza
del
Museo
Británico.
Dos
mil
fanáticos
de
la
cultura
gaseados
con
sulfuro
de
dicloretil.
Un
gorrito
de
jockey
verde
y
blanco
sombreaba
los
ojos
de
Lenina;
sus
zapatos
eran
de
un
brillante
color
verde,
y
muy
lustrosos.
–
Al
fin
–
dijo
Mustafá
Mond
– ,
los
Interventores
comprendieron
que
el
uso
de
la
fuerza
era
inútil.
Los
métodos
más
lentos,
pero
infinitamente
más
seguros,
de
la
Ectogenesia,
el
condicionamiento
neo
–
Pavloviano
y la
hipnopedia...
Y
alrededor
de
la
cintura,
Lenina
llevaba
una
cartuchera
de
sucedáneos
de
cuero
verde,
montada
en
plata,
completamente
llena
(puesto
que
Lenina
no
era
hermafrodita)
de
productos
anticoncepcionales
reglamentarios.
–
Al
fin
se
emplearon
los
descubrimientos
de
Pfitzner
y
Kawaguchi.
Una
propaganda
intensiva
contra
la
reproducción
vivípara...
–
¡Perfecta...!
–
gritó
Fanny,
entusiasmada.
Nunca
podía
resistirse
mucho
rato
al
hechizo
de
Lenina.
–
¡Qué
cinturón
Maltusiano
tan
mono!
–
Coordinaba
con
una
campaña
contra
el
Pasado;
con
el
cierre
de
los
museos,
la
voladura
de
los
monumentos
históricos
(afortunadamente
la
mayoría
de
ellos
ya
habían
sido
destruidos
durante
la
Guerra
de
los
Nueve
años);
con
la
supresión
de
todos
los
libros
publicados
antes
del
año
150
d.F...
–
No
cesaré
hasta
conseguir
uno
igual
–
dijo
Fanny.
–
Había
una
cosa
que
llamaban
pirámides,
por
ejemplo.
–
Mi
vieja
bandolera
de
charol...
–
Y un
tipo
llamado
Shakespeare.
Claro
que
ustedes
no
han
oído
hablar
jamás
de
estas
cosas.
–
Es
una
auténtica
desgracia,
mi
bandolera.
–
Éstas
son
las
ventajas
de
una
educación
realmente
científica.
–
A
más
remiendos,
menos
dinero;
a
más
remiendos,
menos...
–
La
introducción
del
primer
modelo
T de
Nuestro
Ford...
–
Hace
ya
cerca
de
tres
meses
que
lo
llevo...
– ...fue
elegida
como
fecha
de
iniciación
de
la
nueva
Era.
–
Tirarlos
es
mejor
que
remendarlos;
tirarlos
es
mejor...
–
Había
una
cosa,
como
dije
antes,
llamada
Cristianismo.
–
Tirarlos
es
mejor
que
remendarlos.
–
La
moral
y la
filosofía
del
subconsumo...
–
Me
gustan
los
vestidos
nuevos,
me
gustan
los
vestidos
nuevos,
me
gustan...
–
Tan
esenciales
cuando
había
subproducción;
pero
en
una
época
de
máquinas
y de
la
fijación
del
nitrógeno,
eran
un
auténtico
crimen
contra
la
sociedad.
–
Me
lo
regaló
Henry
Foster.
–
Se
cortó
el
remate
a
todas
las
cruces
y
quedaron
convertidas
en
T.
Había
también
una
cosa
llamada
Díos.
–
Es
verdadera
imitación
de
tafilete.
–
Ahora
tenemos
el
Estado
Mundial.
Y
las
fiestas
del
Día
de
Ford,
y
los
Cantos
de
la
Comunidad,
y
los
Servicios
de
Solidaridad.
«¡Ford,
cómo
los
odio!»,
pensaba
Bernard
Marx.
–
Había
otra
cosa
llamada
Cielo;
sin
embargo,
solían
beber
enormes
cantidades
de
alcohol.
«Como
carne;
exactamente
lo
mismo
que
si
fuera
carne.»
–
Habla
una
cosa
llamada
alma
y
otra
llamada
inmortalidad.
–
Pregúntale
a
Henry
dónde
lo
consiguió.
–
Pero
solían
tomar
morfina
y
cocaína.
«Y
lo
peor
del
caso
es
que
ella
es
la
primera
en
considerarse
como
simple
carne».
–
En
el
año
178
d.F.,
se
subvencionó
a
dos
mil
farmacólogos
y
bioquímicos...
–
Parece
malhumorado
–
dijo
el
Predestinador
Ayudante,
señalando
a
Bernard
Marx.
–
Seis
años
después
se
producía
ya
comercialmente
la
droga
perfecta.
–
Vamos
a
tirarle
de
la
lengua.
–
Eufórica,
narcótica,
agradablemente
alucinante.
–
Estás
melancólico,
Marx.
–
La
palmada
en
la
espalda
lo
sobresaltó.
Levantó
los
ojos.
Era
aquel
bruto
de
Henry
Foster.
–
Necesitas
un
gramo
de
soma.
–
Todas
las
ventajas
del
cristianismo
y
del
alcohol;
y
ninguno
de
sus
inconvenientes.
«¡Ford,
me
gustaría
matarle!»
Pero
no
hizo
más
que
decir:
«No,
gracias»,
al
tiempo
que
rechazaba
el
tubo
de
tabletas
que
le
ofrecía.
–
Uno
puede
tomarse
unas
vacaciones
de
la
realidad
siempre
que
se
le
antoje,
y
volver
de
las
mismas
sin
siquiera
un
dolor
de
cabeza
o
una
mitología.
–
Tómalo
–
insistió
Henry
Foster
– ,
tómalo.
–
La
estabilidad
quedó
prácticamente
asegurada.
–
Un
solo
centímetro
cúbico
cura
diez
sentimientos
melancólicos
–
dijo
el
Presidente
Ayudante,
citando
una
frase
de
sabiduría
hipnopédica.
–
Sólo
faltaba
conquistar
la
vejez.
–
¡Al
cuerno!
–
gritó
Bernard
Marx.
–
¡Qué
picajoso!
–
Hormonas
gonadales,
transfusión
de
sangre
joven,
sales
de
magnesio...
–
Y
recuerda
que
un
gramo
es
mejor
que
un
taco.
Y
los
dos
salieron,
riendo.
–
Todos
los
estigmas
fisiológicos
de
la
vejez
han
sido
abolidos.
Y
con
ellos,
naturalmente...
–
No
se
te
olvide
preguntarle
lo
del
cinturón
Maltusiano
–
dijo
Fanny.
– ...Y
con
ellos,
naturalmente,
todas
las
peculiaridades
mentales
del
anciano.
Los
caracteres
permanecen
constantes
a
través
de
toda
la
vida.
– ...dos
vueltas
de
Golf
de
Obstáculos
que
terminar
antes
de
que
oscurezca.
Tengo
que
darme
prisa.
–
Trabajo,
juegos...
A
los
sesenta
años
nuestras
fuerzas
son
exactamente
las
mismas
que
a
los
diecisiete.
En
la
Antigüedad,
los
viejos
solían
renunciar,
retirarse,
entregarse
a la
religión,
pasarse
el
tiempo
leyendo,
pensando...
¡Pensando!
«¡Idiotas,
cerdos!»,
se
decía
Bernard
Marx,
mientras
avanzaba
por
el
pasillo
en
dirección
al
ascensor.
En
la
actualidad
el
progreso
es
tal
que
los
ancianos
trabajan,
los
ancianos
cooperan,
los
ancianos
no
tienen
tiempo
ni
ocios
que
no
puedan
llenar
con
el
placer,
ni
un
solo
momento
para
sentarse
y
pensar;
y si
por
desgracia
se
abriera
alguna
rendija
de
tiempo
en
la
sólida
sustancia
de
sus
distracciones,
siempre
queda
el
soma,
el
delicioso
soma,
medio
gramo
para
una
tarde
de
asueto,
un
gramo
para
un
fin
de
semana,
dos
gramos
para
un
viaje
al
bello
Oriente,
tres
para
una
oscura
eternidad
en
la
luna;
y
vuelven
cuando
se
sienten
ya
al
otro
lado
de
la
grieta,
a
salvo
en
la
tierra
firme
del
trabajo
y la
distracción
cotidianos,
pasando
de
sensorama
a
sensorama,
de
muchacha
a
muchacha
neumática,
de
Campo
de
Golf
Electromagnético
a...
–
¡Fuera,
chiquilla!
–
gritó
el
D.I.C.,
enojado.
–
¡Fuera,
peque!
¿No
veis
que
el
Interventor
está
atareado?
¡Id
a
hacer
vuestros
juegos
eróticos
a
otra
parte!
–
¡Pobres
chiquillos!
–
dijo
el
Interventor.
Lenta,
majestuosamente,
con
un
débil
zumbido
de
maquinaria,
los
trenes
seguían
avanzando,
a
razón
de
trescientos
treinta
y
tres
milímetros
por
hora.
En
la
rojiza
oscuridad
centelleaban
innumerables
rubíes.
CAPITULO
IV
1
El
ascensor
estaba
lleno
de
hombres
procedentes
de
los
vestuarios
Alfa,
y la
entrada
de
Lenina
provocó
muchas
sonrisas
y
cabezadas
amistosas.
Lenina
era
una
chica
muy
popular,
y,
en
una
u
otra
ocasión,
había
pasado
alguna
noche
con
casi
todos
ellos.
Buenos
muchachos
–
pensaba
Lenina
Crowne,
al
tiempo
que
correspondía
a
sus
saludos.
–
¡Encantadores!
Sin
embargo,
hubiese
preferido
que
George
Edsel
no
tuviera
las
orejas
tan
grandes.
Quizá
le
habían
administrado
una
gota
de
más
de
paratiroides
en
el
metro
328.
Y
mirando
a
Benito
Hoover
no
podía
menos
de
recordar
que
era
demasiado
peludo
cuando
se
quitó
la
ropa.
Al
volverse,
con
los
ojos
un
tanto
entristecidos
por
el
recuerdo
de
la
rizada
negrura
de
Benito,
vio
en
un
rincón
el
cuerpecillo
canijo
y el
rostro
melancólico
de
Bernard
Marx.
–
¡Bernard!
–
exclamó,
acercándose
a
él.
–
Te
buscaba.
Su
voz
sonó
muy
clara
por
encima
del
zumbido
del
ascensor.
Los
demás
se
volvieron
con
curiosidad.
–
Quería
hablarte
de
nuestro
plan
de
Nuevo
Méjico.
Por
el
rabillo
del
ojo
vio
que
Benito
Hoover
se
quedaba
boquiabierto
de
asombro.
¡No
me
sorprendería
que
esperara
que
le
pidiera
ir
con
él
otra
vez!,
se
dijo
Lenina.
Luego,
en
vez
alta,
y
con
más
valor
todavía,
prosiguió:
–
Me
encantaría
ir
contigo
toda
una
semana,
en
julio.
–
En
todo
caso,
estaba
demostrando
públicamente
su
infidelidad
para
con
Henry.
Fanny
debería
aprobárselo,
aunque
se
tratara
de
Bernard.
–
Es
decir,
si
todavía
sigues
deseándome
–
acabó
Lenina,
dirigiéndole
la
más
deliciosamente
significativa
de
sus
sonrisas.
Bernard
se
sonrojó
intensamente.
¿Por
qué?,
se
preguntó
Lenina,
asombrada
pero
al
mismo
tiempo
conmovida
por
aquel
tributo
a su
poder.
–
¿No
sería
mejor
hablar
de
ello
en
cualquier
otro
sitio?
–
tartajeo
Bernard,
mostrándose
terriblemente
turbado.
Como
si
le
hubiese
dicho
alguna
inconveniencia
–
pensó
Lenina.
–
No
se
mostraría
más
confundido
si
le
hubiese
dirigido
una
broma
sucia,
si
le
hubiese
preguntado
quién
es
su
madre,
o
algo
por
el
estilo.
–
Me
refiero
a
que...,
con
toda
esta
gente
por
aquí...
La
carcajada
de
Lenina
fue
franca
y
totalmente
ingenua.
–
¡Qué
divertido
eres!
–
dijo;
y de
veras
lo
encontraba
divertido.
–
Espero
que
cuando
menos
me
avises
con
una
semana
de
antelación
–
prosiguió
en
otro
tono.
–
Supongo
que
tomaremos
el
Cohete
Azul
del
Pacífico.
¿Despega
de
la
Torre
de
Charing
– T?
¿O
de
Hampstead?
Antes
de
que
Bernard
pudiera
contestar,
el
ascensor
se
detuvo.
–
¡Azotea!
–
gritó
una
voz
estridente.
El
ascensorista
era
una
criatura
simiesca,
que
lucía
la
túnica
negra
de
un
semienano
Epsilon
–
Menos.
–
¡Azotea!
El
ascensorista
abrió
las
puertas
de
par
en
par.
La
cálida
gloria
de
la
luz
de
la
tarde
le
sobresaltó
y le
obligó
a
parpadear.
–
¡Oh,
azotea!
–
repitió,
como
en
éxtasis.
Era
como
si,
súbita
y
alegremente,
hubiese
despertado
de
un
sombrío
y
anonadante
sopor.
–
¡Azotea!
Con
una
especie
de
perruna
y
expectante
adoración,
levantó
la
cara
para
sonreír
a
sus
pasajeros.
Entonces
sonó
un
timbre,
y
desde
el
techo
del
ascensor
un
altavoz
empezó,
muy
suave,
pero
imperiosamente
a la
vez,
a
dictar
órdenes.
–
Baja
–
dijo.
–
Baja.
Planta
decimoctava.
Baja,
baja.
Planta
decimoctava.
Baja,
ba...
El
ascensorista
cerró
de
golpe
las
puertas,
pulsó
un
botón
e
inmediatamente
se
sumergió
de
nuevo
en
la
luz
crepuscular
del
ascensor;
la
luz
crepuscular
de
su
habitual
estupor.
En
la
azotea
reinaban
la
luz
y el
calor.
La
tarde
veraniega
vibraba
al
paso
de
los
helicópteros
que
cruzaban
los
aires;
y el
ronroneo
más
grave
de
los
cohetes
aéreos
que
pasaban
veloces,
invisibles,
a
través
del
cielo
brillante,
era
como
una
caricia
en
el
aire
suave.
Bernard
Marx
hizo
una
aspiración
profunda.
Levantó
los
ojos
al
cielo,
miró
luego
hacia
el
horizonte
azul
y
finalmente
al
rostro
de
Lenina.
–
¡Qué
hermoso!
Su
voz
temblaba
ligeramente.
–
Un
tiempo
perfecto
para
el
Golf
de
Obstáculos
–
contestó
Lenina.
– Y
ahora,
tengo
que
irme
corriendo,
Bernard.
Henry
se
enfada
si
le
hago
esperar.
Avísame
la
fecha
con
tiempo.
Y,
agitando
la
mano,
Lenina
cruzó
corriendo
la
espaciosa
azotea
en
dirección
a
los
cobertizos.
Bernard
se
quedó
mirando
el
guiño
fugitivo
de
las
medias
blancas,
las
atezadas
rodillas
que
se
doblaban
en
la
carrera
con
vivacidad,
una
y
otra
vez,
y la
suave
ondulación
de
los
ajustados
cortos
pantalones
de
pana
bajo
la
chaqueta
verde
botella.
En
su
rostro
aparecía
una
expresión
dolorida.
–
¡Estupenda
chica!
–
dijo
una
voz
fuerte
y
alegre
detrás
de
él.
Bernard
se
sobresaltó
y se
volvió
en
redondo.
El
rostro
regordete
y
rojo
de
Benito
Hoover
le
miraba
sonriendo,
desde
arriba,
sonriendo
con
manifiesta
cordialidad.
Todo
el
mundo
sabía
que
Benito
tenía
muy
buen
carácter.
La
gente
decía
de
él
que
hubiese
podido
pasar
toda
la
vida
sin
tocar
para
nada
el
soma.
La
malicia
y
los
malos
humores
de
los
cuales
los
demás
debían
tomarse
vacaciones
nunca
lo
afligieron.
Para
Benito,
la
realidad
era
siempre
alegre
y
sonriente.
–
¡Y
neumática,
además!
¡Y
cómo!
–
Luego,
en
otro
tono,
prosiguió
– :
Pero
diría
que
estás
un
poco
melancólico.
Lo
que
tú
necesitas
es
un
gramo
de
soma.
–
Hurgando
en
el
bolsillo
derecho
de
sus
pantalones,
Benito
sacó
un
frasquito.
–
Un
solo
centímetro
cúbico
cura
diez
pensam...
Pero,
¡eh!
Bernard,
súbitamente,
había
dado
media
vuelta
y se
había
marchado
corriendo.
Benito
se
quedó
mirándolo.
¿Qué
demonios
le
pasa
a
ese
tipo?,
se
preguntó,
y,
moviendo
la
cabeza,
decidió
que
lo
que
contaban
de
que
alguien
había
introducido
alcohol
en
el
sucedáneo
de
la
sangre
del
muchacho
debía
ser
cierto.
Le
afectó
el
cerebro,
supuso.
Volvió
a
guardarse
el
frasco
de
soma,
y
sacando
un
paquete
de
goma
de
mascar
a
base
de
hormona
sexual,
se
llevó
una
pastilla
a la
boca
y,
masticando,
se
dirigió
hacia
los
cobertizos.
Henry
Foster
ya
había
sacado
su
aparato
del
cobertizo,
y,
cuando
Lenina
llegó,
estaba
sentado
en
la
cabina
de
piloto,
esperando.
–
Cuatro
minutos
de
retraso
–
fue
todo
lo
que
dijo.
Puso
en
marcha
los
motores
y
accionó
los
mandos
del
helicóptero.
El
aparato
ascendió
verticalmente
en
el
aire.
Henry
aceleró;
el
zumbido
de
la
hélice
se
agudizó,
pasando
del
moscardón
a la
avispa,
y de
la
avispa
al
mosquito;
el
velocímetro
indicaba
que
ascendían
a
una
velocidad
de
casi
dos
kilómetros
por
minuto.
Londres
se
empequeñecía
a
sus
pies.
En
pocos
segundos,
los
enormes
edificios
de
tejados
planos
se
convirtieron
en
un
plantío
de
hongos
geométricos
entre
el
verdor
de
parques
y
jardines.
En
medio
de
ellos,
un
hongo
de
tallo
alto,
más
esbelto,
la
Torre
de
Charing
– T,
que
levantaba
hacia
el
cielo
un
disco
de
reluciente
cemento
armado.
Como
vagos
torsos
de
fabulosos
atletas,
enormes
nubes
carnosas
flotaban
en
el
cielo
azul,
por
encima
de
sus
cabezas.
De
una
de
ellas
salió
de
pronto
un
pequeño
insecto
escarlata,
que
caía
zumbando.
–
Ahí
está
el
Cohete
Rojo
–
dijo
Henry
–
que
llega
de
Nueva
York.
Lleva
siete
minutos
de
retraso
–
agregó.
–
Es
escandalosa
la
falta
de
puntualidad
de
esos
servicios
atlánticos.
Retiró
el
pie
del
acelerador.
El
zumbido
de
las
palas
situadas
encima
de
sus
cabezas
descendió
una
octava
y
media,
volviendo
a
pasar
de
la
abeja
al
moscardón,
y
sucesivamente
al
abejorro,
al
escarabajo
volador
y al
ciervo
volante.
El
movimiento
ascensional
del
aparato
se
redujo;
un
momento
después
se
hallaban
inmóviles,
suspendidos
en
el
aire.
Henry
movió
una
palanca
y
sonó
un
chasquido.
Lentamente
al
principio,
después
cada
vez
más
de
prisa
hasta
que
se
formó
una
niebla
circular
ante
sus
ojos,
la
hélice
situada
delante
de
ellos
empezó
a
girar.
El
viento
producido
por
la
velocidad
horizontal
silbaba
cada
vez
más
agudamente
en
los
estays.
Henry
no
apartaba
los
ojos
del
contador
de
revoluciones;
cuando
la
aguja
alcanzó
la
señal
de
los
mil
doscientos,
detuvo
la
hélice
del
helicóptero.
El
aparato
tenía
el
suficiente
impulso
hacia
delante
para
poder
volar
sostenido
solamente
por
sus
alas.
Lenina
miró
hacia
abajo
a
través
de
la
ventanilla
situada
en
el
suelo,
entre
sus
pies.
Volaban
por
encima
de
la
zona
de
seis
kilómetros
de
parque
que
separaba
Londres
central
de
su
primer
anillo
de
suburbios
satélites.
El
verdor
aparecía
hormigueante
de
vida,
de
una
vida
que
la
visión
desde
lo
alto
hacía
aparecer
achatada.
Bosques
de
torres
de
Pelota
Centrífuga
brillaban
entre
los
árboles.
–
¡Qué
horrible
es
el
color
caqui!
–
observó
Lenina,
expresando
en
voz
alta
los
prejuicios
hipnopédicos
de
su
propia
casta.
Los
edificios
de
los
Estudios
de
Sensorama
de
Houslow
cubrían
siete
hectáreas
y
media.
Cerca
de
ellos,
un
ejército
negro
y
caqui
de
obreros
se
afanaba
revitrificando
la
superficie
de
la
Gran
Carretera
del
Oeste.
Cuando
pasaron
volando
por
encima
de
ellos,
estaban
vaciando
un
gigantesco
crisol
portátil.
La
piedra
fundida
se
esparcía
en
una
corriente
de
incandescencias
cegadoras
por
la
superficie
de
la
carretera;
las
apisonadoras
de
amianto
iban
y
venían;
tras
un
camión
de
riego
debidamente
aislado,
el
vapor
se
levantaba
en
nubes
blancas.
En
Brentford,
la
factoría
de
la
Corporación
de
Televisión
parecía
una
pequeña
ciudad.
–
Deben
de
relevarse
los
turnos
–
dijo
Lenina.
Como
áfidos
y
hormigas,
las
muchachas
Gamas,
color
verde
hoja,
y
los
negros
Semienanos
pululaban
alrededor
de
las
entradas,
o
formaban
cola
para
ocupar
sus
asientos
en
los
tranvías
monorraíles.
Betas
–
Menos
de
color
de
mora
iban
y
venían
entre
la
multitud.
Diez
minutos
después
se
hallaban
en
Stoke
Poges
y
habían
empezado
su
primera
partida
de
Golf
de
Obstáculos.
2
Bernard
cruzó
la
azotea
con
los
ojos
bajos
casi
todo
el
tiempo,
o
desviándolos
inmediatamente
si
por
azar
tropezaban
con
alguna
criatura
humana.
Era
como
un
hombre
perseguido,
pero
perseguido
por
enemigos
que
no
deseaba
ver,
porque
sabía
que
los
vería
todavía
más
hostiles
de
lo
que
había
supuesto,
lo
que
le
haría
sentirse
más
culpable
y
más
irremediablemente
solo.
¡Ese
antipático
de
Benito
Hoover!
Y,
sin
embargo,
el
muchacho
no
había
tenido
mala
intención.
Lo
cual,
en
cierta
manera,
empeoraba
aún
más
las
cosas.
Los
que
le
querían
bien
se
comportaban
lo
mismo
que
los
que
se
querían
mal.
Hasta
Lenina
le
hacía
sufrir.
Bernard
recordaba
aquellas
semanas
de
tímida
indecisión,
durante
las
cuales
había
esperado,
deseado
o
desesperado
de
tener
jamás
el
valor
suficiente
para
declarársele.
¿Se
atrevería
a
correr
el
riesgo
de
ser
humillado
por
una
negativa
despectiva?
Pero
si
Lenina
le
decía
que
sí,
¡qué
éxtasis
el
suyo!
Bien,
ahora
Lenina
ya
le
había
dado
el
sí,
y,
sin
embargo,
Bernard
seguía
sintiéndose
desdichado,
desdichado
porque
Lenina
había
juzgado
que
aquella
tarde
era
estupenda
para
jugar
al
Golf
de
Obstáculos,
porque
se
había
alejado
corriendo
para
reunirse
con
Henry
Foster,
porque
lo
había
considerado
a él
divertido
por
el
hecho
de
no
querer
discutir
sus
asuntos
más
íntimos
en
público.
En
suma,
desdichado
porque
Lenina
se
había
comportado
como
cualquier
muchacha
inglesa
sana
y
virtuosa
debía
comportarse,
y no
de
otra
manera
anormal.
Bernard
abrió
la
puerta
de
su
cobertizo
y
llamó
a
una
pareja
de
ociosos
ayudantes
Delta
–
Menos
para
que
sacaran
su
aparato
de
la
azotea.
El
personal
de
los
cobertizos
pertenecía
a un
mismo
Grupo
Bokanovski,
y
los
hombres
eran
mellizos,
igualmente
bajos,
morenos
y
feos.
Bernard
les
dio
las
órdenes
pertinentes
en
el
tono
áspero,
arrogante
y
hasta
ofensivo
de
quien
no
se
siente
demasiado
seguro
de
su
superioridad.
Para
Bernard,
tener
tratos
con
miembros
de
castas
inferiores
resultaba
siempre
una
experiencia
sumamente
dolorosa.
Por
la
causa
que
fuera
(y
las
murmuraciones
acerca
de
la
mezcla
de
alcohol
en
su
dosis
de
sucedáneo
de
sangre
probablemente
eran
ciertas,
porque
un
accidente
siempre
es
posible),
el
físico
de
Bernard
apenas
era
un
poco
mejor
que
el
del
promedio
de
Gammas.
Era
ocho
centímetros
más
bajo
que
el
patrón
Alfa,
y
proporcionalmente
menos
corpulento.
El
contacto
con
los
miembros
de
las
castas
inferiores
le
recordaba
siempre
dolorosamente
su
insuficiencia
física.
Yo
soy
yo,
y
desearía
no
serlo.
La
conciencia
que
tenía
de
sí
mismo
era
muy
aguda
y
dolorosa.
Cada
vez
que
se
descubría
a sí
mismo
mirando
horizontalmente
y no
de
arriba
abajo
a la
cara
de
un
Delta,
se
sentía
humillado.
¿Le
trataría
aquel
ser
con
el
respeto
debido
a su
casta?
La
incógnita
lo
atormentaba.
No
sin
razón.
Porque
los
Gammas,
los
Deltas
y
los
Epsilones
habían
sido
condicionados
de
modo
que
asociaran
la
masa
corporal
con
la
superioridad
social.
De
hecho,
un
débil
prejuicio
hipnopédico
en
favor
de
las
personas
voluminosas
era
universal.
De
ahí
las
risas
de
las
mujeres
a
las
cuales
hacía
proposiciones,
y
las
bromas
de
sus
iguales
entre
los
hombres.
Las
burlas
le
hacían
sentirse
como
un
forastero;
y,
sintiéndose
como
un
forastero,
se
comportaba
como
tal,
cosa
que
aumentaba
el
desprecio
y la
hostilidad
que
suscitaban
sus
defectos
físicos.
Lo
cual,
a su
vez,
acrecentaba
su
sensación
de
soledad
y
extranjería.
Un
temor
crónico
a
ser
desairado
le
inducía
a
eludir
la
compañía
de
sus
iguales,
y a
mostrarse
excesivamente
consciente
de
su
dignidad
en
cuanto
se
refería
a
sus
inferiores.
¡Cuán
amargamente
envidiaba
a
hombres
como
Henry
Foster
y
Benito
Hoover!
Perezosamente,
o
así
se
lo
pareció
a
él,
y a
regañadientes,
los
mellizos
sacaron
su
avión
a la
azotea.
–
¡De
prisa!
–
dijo
Bernard,
irritado.
Uno
de
los
dos
hombres
lo
miró.
¿Era
una
especie
de
bestial
irrisión
lo
que
Bernard
captó
en
aquellos
ojos
grises
sin
expresión?
–
¡De
prisa!
–
gritó
más
fuerte.
Y en
su
voz
sonó
una
desagradable
ronquera.
Subió
al
avión
y,
un
minuto
después,
volaba
en
dirección
Sur,
hacia
el
río.
Las
diversas
Oficinas
de
Propaganda
y la
Escuela
de
Ingeniería
Emocional
se
albergaban
en
un
mismo
edificio
de
sesenta
plantas,
en
Fleet
Street.
En
los
sótanos
y en
los
pisos
bajos
se
hallaban
las
prensas
y
las
redacciones
de
los
tres
grandes
diarios
londinenses:
El
Radio
Horario,
el
periódico
de
las
clases
altas,
la
Gazeta
Gamma,
verde
pálido,
y El
Espejo
Delta,
impreso
en
papel
caqui
y
exclusivamente
con
palabras
de
una
sola
sílaba.
Después
venían
las
Oficinas
de
Propaganda
por
Televisión,
por
Sensorama,
y
por
Voz
y
Música
Sintéticas,
respectivamente:
veintidós
pisos
de
oficinas.
Encima
de
éstos
se
hallaban
los
laboratorios
de
investigación
y
las
salas
almohadilladas
en
las
cuales
los
Escritores
de
Pistas
Sonoras
y
los
Compositores
Sintéticos
realizaban
su
delicada
labor.
Los
dieciocho
pisos
superiores
estaban
ocupados
por
la
Escuela
de
Ingeniería
Emocional.
Bernard
aterrizó
en
la
azotea
de
la
Casa
de
la
Propaganda
y se
apeó
de
su
aparato.
–
Llama
a
Mr.
Helmholtz
Watson
–
ordenó
al
portero
Gamma
–
Más
– y
dile
que
Mr.
Bernard
Marx
le
espera
en
la
azotea.
Se
sentó
y
encendió
un
cigarrillo.
Helmholtz
Watson
estaba
escribiendo
cuando
le
llegó
el
mensaje.
–
Dile
que
voy
inmediatamente
–
contestó.
Y
colgó
el
receptor.
Después,
volviéndose
hacia
su
secretaria,
prosiguió
en
el
mismo
tono
oficial
e
impersonal
– :
Usted
se
ocupará
de
retirar
mis
cosas.
E
ignorando
la
luminosa
sonrisa
de
la
muchacha,
se
levantó
y se
dirigió
vivamente
hacia
la
puerta.
Era
un
hombre
corpulento,
de
pecho
abombado,
espaldas
anchas,
macizo,
y,
sin
embargo,
rápido
en
sus
movimientos,
ágil,
flexible.
La
fuerte
y
bien
redondeada
columna
de
su
cuello
sostenía
una
cabeza
muy
bien
formada.
Tenía
los
cabellos
negros
y
rizados,
y
los
rasgos
faciales
muy
marcados.
Su
apostura
era
agresiva,
enfática;
era
guapo,
y,
como
su
secretaria
nunca
se
cansaba
de
repetir,
era,
centímetro
a
centímetro,
el
prototipo
de
Alfa
–
Más.
Profesor
en
la
Escuela
de
Ingeniería
Emocional
(Departamento
de
Escritura),
en
los
intervalos
de
sus
actividades
profesorales
ejercía
como
Ingeniero
de
Emociones.
Escribía
regularmente
para
El
Radio
Horario,
componía
guiones
para
el
Sensorama,
y
tenía
un
certero
instinto
para
los
slogans
y
las
aleluyas
hipnopédicas.
Competente,
era
el
veredicto
de
sus
superiores.
Y,
moviendo
la
cabeza
y
bajando
significativamente
la
voz,
añadían:
Quizá
demasiado
competente.
Sí,
un
tanto
demasiado;
tenían
razón.
Un
exceso
mental
había
producido
en
Helmholtz
Watson
efectos
muy
similares
a
los
que
en
Bernard
Marx
eran
el
resultado
de
un
defecto
físico.
Su
inferioridad
ósea
y
muscular
había
aislado
a
Bernard
de
sus
semejantes,
y
aquella
sensación
de
separación,
que
era,
en
relación
con
los
standards
normales,
un
exceso
mental,
se
convirtió
a su
vez
en
causa
de
una
separación
más
acusada.
Lo
que
hacía
a
Helmholtz
tan
incómodamente
consciente
de
su
propio
yo y
de
su
soledad
era
su
desmedida
capacidad.
Lo
que
los
dos
hombres
tenían
en
común
era
el
conocimiento
de
que
eran
individuos.
Pero
en
tanto
que
la
deficiencia
física
de
Bernard
había
producido
en
él,
durante
toda
su
vida,
aquella
conciencia
de
ser
diferente,
Helmholtz
Watson
no
se
había
dado
cuenta
hasta
fecha
muy
reciente
de
su
superioridad
mental
y de
su
consiguiente
diferenciación
con
respecto
a la
gente
que
le
rodeaba.
Aquel
campeón
de
pelota
sobre
pista
móvil,
aquel
amante
infatigable
(se
decía
que
había
tenido
seiscientas
cuarenta
amantes
diferentes
en
menos
de
cuatro
años),
aquel
admirable
miembro
de
comité,
que
se
llevaba
bien
con
todo
el
mundo,
había
comprendido
súbitamente
que
el
deporte,
las
mujeres
y
las
actividades
comunales
se
hallaban,
en
lo
que
a él
se
refería,
únicamente
en
segundo
término.
En
el
fondo
le
interesaba
otra
cosa.
Pero
¿qué?
Éste
era
el
problema
que
Bernard
había
ido
a
discutir
con
él,
o,
mejor,
puesto
que
Helmholtz
llevaba
siempre
todo
el
peso
de
la
conversación,
a
escuchar
cómo,
una
vez
más,
lo
discutía
su
amigo.
Tres
muchachas
encantadoras
de
la
Oficina
de
Propaganda
mediante
la
Voz
Sintética
le
cortaron
el
paso
cuando
salió
del
ascensor.
–
Querido
Helmholtz,
ven
con
nosotras
a
una
cena
campestre
en
Exmoor.
Lo
rodeaban,
implorándole.
Pero
Helmholtz
movió
la
cabeza
y se
abrió
paso.
–
No,
no.
–
No
invitamos
a
ningún
otro
hombre.
Pero
Helmholtz
no
se
dejó
convencer
ni
siquiera
por
esta
deliciosa
perspectiva.
–
No
–
repitió.
–
Tengo
que
hacer.
Y
siguió
avanzando
resueltamente.
Las
muchachas
lo
siguieron.
Y
hasta
que
hubo
subido
al
avión
de
Bernard
no
abandonaron
la
persecución.
Y no
sin
reproches.
–
¡Esas
mujeres!
–
exclamó,
al
tiempo
que
el
aparato
ascendía
en
los
aires.
–
¡Esas
mujeres!
–
Movió
la
cabeza
y
frunció
el
ceño.
–
¡Son
terribles!
Bernard,
hipócritamente,
se
mostró
de
acuerdo,
aunque
en
el
fondo
no
hubiese
deseado
otra
cosa
que
poder
tener
tantas
amigas
como
Helmholtz
y
con
idéntica
facilidad.
De
pronto,
se
sintió
impulsado
a
vanagloriarse.
–
Me
llevaré
a
Lenina
Crowne
a
Nuevo
Méjico
conmigo
–
dijo
en
un
tono
que
quería
aparecer
indiferente.
–
¿Sí?
–
dijo
Helmholtz,
sin
el
menor
interés.
Y,
tras
una
breve
pausa,
prosiguió
– :
Desde
hace
una
o
dos
semanas
he
dejado
los
comités
y
las
muchachas.
No
puedes
imaginarte
el
alboroto
que
ello
ha
producido
en
la
Escuela.
Y,
sin
embargo,
creo
que
ha
merecido
la
pena.
Los
efectos...
–
Vaciló.
–
Bueno,
son
curiosos,
muy
curiosos.
Una
deficiencia
física
puede
producir
una
especie
de
exceso
mental.
Al
parecer,
el
proceso
era
reversible.
Un
exceso
mental
podía
producir,
en
bien
de
sus
propios
fines,
la
voluntaria
ceguera
y
sordera
de
la
soledad
deliberada,
la
impotencia
artificial
del
ascetismo.
El
resto
del
breve
vuelo
transcurrió
en
silencio.
Cuando
llegaron
y se
hubieron
acomodado
en
los
divanes
neumáticos
de
la
habitación
de
Bernard,
Helmholtz
reanudó
su
disquisición.
Hablando
muy
lentamente,
preguntó:
–
¿No
has
tenido
nunca
la
sensación
de
que
dentro
de
ti
había
algo
que
sólo
esperaba
que
le
dieras
una
oportunidad
para
salir
al
exterior?
¿Una
especie
de
energía
adicional
que
no
empleas,
como
el
agua
que
se
desploma
por
una
cascada
en
lugar
de
caer
a
través
de
las
turbinas?
Y
miró
a
Bernard
interrogadoramente.
–
¿Te
refieres
a
todas
las
emociones
que
uno
podría
sentir
si
las
cosas
fuesen
de
otro
modo?
Helmholtz
movió
la
cabeza.
–
No
es
esto
exactamente.
Me
refiero
a un
sentimiento
extraño
que
experimento
de
vez
en
cuando,
el
sentimiento
de
que
tengo
algo
importante
que
decir
y de
que
estoy
capacitado
para
decirlo;
sólo
que
no
sé
de
qué
se
trata
y no
puedo
emplear
mi
capacidad.
Si
hubiese
alguna
otra
manera
de
escribir...
O
alguna
otra
cosa
sobre
la
cual
escribir...
–
Guardó
silencio
unos
instantes,
y,
al
fin,
prosiguió
– :
Soy
muy
experto
en
la
creación
de
frases;
encuentro
esa
clase
de
palabras
que
le
hacen
saltar
a
uno
como
si
se
hubiese
sentado
en
un
alfiler,
que
parecen
nuevas
y
excitantes
aun
cuando
se
refieran
a
algo
que
es
hipnopédicamente
obvio.
Pero
esto
no
me
basta.
No
basta
que
las
frases
sean
buenas;
también
debe
ser
bueno
lo
que
se
hace
con
ellas.
–
Pero
lo
que
tú
escribes
es
útil,
Helmholtz.
–
Para
lo
que
está
destinado,
sí.
–
Se
encogió
de
hombros
Helmholtz.
–
Pero
su
destino,
¡es
tan
poco
trascendente!
No
son
cosas
importantes.
Y yo
tengo
la
sensación
de
que
podría
hacer
algo
mucho
más
importante.
Sí,
y
más
intenso,
más
violento.
Pero,
¿qué?
¿Qué
se
puede
decir,
que
sea
más
importante?
¿Y
cómo
se
puede
ser
violento
tratando
de
las
cosas
que
esperan
que
uno
escriba?
Las
palabras
pueden
ser
como
los
rayos
X,
si
se
emplean
adecuadamente:
pasan
a
través
de
todo.
Las
lees
y te
traspasan.
Esta
es
una
de
las
cosas
que
intento
enseñar
a
mis
alumnos:
a
escribir
de
manera
penetrante.
Pero,
¿de
qué
sirve
que
te
penetre
un
artículo
sobre
un
Canto
de
Comunidad,
o la
última
mejora
en
los
órganos
de
perfumes?
Además,
¿es
posible
hacer
que
las
palabras
sean
penetrantes
como
los
rayos
X,
más
potentes
cuando
se
escribe
acerca
de
cosas
como
éstas?
¿Cabe
decir
algo
acerca
de
nada?
A
fin
de
cuentas,
éste
es
el
problema.
–
¡Silencio!
–
dijo
Bernard.
–
Creo
que
hay
alguien
en
la
puerta
–
susurró.
Helmholtz
se
puso
en
pie,
cruzó
la
estancia
de
puntillas,
y
con
un
movimiento
rápido
y
brusco
abrió
la
puerta
de
par
en
par.
Naturalmente,
no
había
nadie.
–
Lo
siento
–
dijo
Bernard,
sintiéndose
en
ridículo.
–
Supongo
que
estoy
un
poco
nervioso.
Cuando
la
gente
empieza
a
sospechar
de
uno,
acabas
por
sospechar
también
de
todos.
Se
pasó
una
mano
por
los
ojos,
suspiró
y su
voz
se
hizo
quejumbroso.
Se
justificaba.
–
Si
supieras
todo
lo
que
he
tenido
que
aguantar
últimamente...
–
dijo,
casi
llorando;
y la
marea
ascendente
de
su
autocompasión
era
como
si
se
hubiese
derrumbado
la
presa
de
un
embalse.
–
¡Si
lo
supieras!
Helmholtz
le
escuchaba
con
cierta
sensación
de
incomodidad.
¡Pobrecillo
Bernard!,
se
dijo.
Pero
al
mismo
tiempo
se
sentía
avergonzado
por
su
amigo.
Bernard
debía
dar
muestras
de
tener
un
poco
más
de
orgullo.
CAPITULO
V
1
Hacia
las
ocho
de
la
noche
la
luz
empezó
a
disminuir.
Los
altavoces
de
la
torre
del
Edificio
del
Club
de
Stoke
Poges
anunciaron
con
voz
atenorada,
más
aguda
de
lo
normal,
en
el
hombre,
el
cierre
de
los
campos
de
golf.
Lenina
y
Henry
abandonaron
su
partida
y se
dirigieron
hacia
el
Club.
De
las
instalaciones
del
Trust
de
Secreciones
Internas
y
Externas
llegaban
los
mugidos
de
los
millares
de
animales
que
proporcionaban,
con
sus
hormonas
y su
leche,
la
materia
prima
necesaria
para
la
gran
factoría
de
Farnham
Royal.
Un
incesante
zumbido
de
helicópteros
llenaba
el
aire
teñido
de
luz
crepuscular.
Cada
dos
minutos
y
medio,
un
timbre
y
unos
silbidos
anunciaban
da
marcha
de
uno
de
los
trenes
monorraíles
ligeros
que
llevaban
a
los
jugadores
de
golf
de
casta
inferior
de
vuelta
a la
metrópoli.
Lenina
y
Henry
subieron
a su
aparato
y
despegaron.
A
doscientos
cincuenta
metros
de
altura,
Henry
redujo
las
revoluciones
de
la
hélice
y
permanecieron
suspendidos
durante
uno
o
dos
minutos
sobre
el
paisaje
que
iba
disipándose.
El
bosque
de
Burham
Beeches
se
extendía
como
una
gran
laguna
de
oscuridad
hacia
la
brillante
ribera
del
firmamento
occidental.
Escarlatas
en
el
horizonte,
los
restos
de
la
puesta
de
sol
palidecían,
pasando
por
el
color
anaranjado,
amarillo
más
arriba,
y
finalmente
verde
pálido,
acuoso.
Hacia
el
Norte,
más
allá
y
por
encima
de
los
árboles,
la
fábrica
de
Secreciones
Internas
y
Externas
resplandecía
con
un
orgulloso
brillo
eléctrico
que
procedía
de
todas
las
ventanas
de
sus
veinte
plantas.
Saliendo
de
la
bóveda
de
cristal,
un
tren
iluminado
se
lanzó
al
exterior.
Siguiendo
su
rumbo
Sudeste
a
través
de
la
oscura
llanura,
sus
miradas
fueron
atraídas
por
los
majestuosos
edificios
del
Crematorio
de
Slough.
Con
vistas
a la
seguridad
de
los
aviones
que
circulaban
de
noche,
sus
cuatro
altas
chimeneas
aparecían
totalmente
iluminadas
y
coronadas
con
señales
de
peligro
pintadas
en
color
rojo.
Eran
un
excelente
mojón.
–
¿Por
qué
las
chimeneas
tienen
esa
especie
de
balcones
alrededor?
–
preguntó
Lenina.
–
Recuperación
del
fósforo
–
explicó
Henry
telegráficamente.
–
En
su
camino
ascendente
por
la
chimenea,
los
gases
pasan
por
cuatro
tratamientos
distintos.
El
P2
O5
antes
se
perdía
cada
vez
que
había
una
cremación.
Actualmente
se
recupera
más
del
noventa
y
ocho
por
ciento
del
mismo.
Más
de
kilo
y
medio
por
cada
cadáver
de
adulto.
En
total,
casi
cuatrocientas
toneladas
de
fósforo
anuales,
sólo
en
Inglaterra.
–
Henry
hablaba
con
orgullo,
gozando
de
aquel
triunfo
como
si
hubiese
sido
suyo
propio.
–
Es
estupendo
pensar
que
podemos
seguir
siendo
socialmente
útiles
aun
después
de
muertos.
Que
ayudamos
al
crecimiento
de
las
plantas.
Mientras
tanto,
Lenina
había
apartado
la
mirada
y
ahora
la
dirigía
perpendicularmente
a la
estación
del
monorraíl.
–
Sí,
es
estupendo
–
convino.
–
Pero
resulta
curioso
que
los
Alfas
y
Betas
no
hagan
crecer
más
las
plantas
que
esos
asquerosos
Gammas,
Deltas
y
Epsilones
de
aquí.
–
Todos
los
hombres
son
físicoquimicamente
iguales
–
dijo
Henry
sentenciosamente
– .
Además,
hasta
los
Epsilones
ejecutan
servicios
indispensables.
–
Hasta
los
Epsilones...
Lenina
recordó
súbitamente
una
ocasión
en
que,
siendo
todavía
una
niña,
en
las
escuela,
se
había
despertado
en
plena
noche
y se
había
dado
cuenta,
por
primera
vez,
del
susurro
que
acosaba
todos
sus
sueños.
Volvió
a
ver
el
rayo
de
luz
de
luna,
la
hilera
de
camitas
blancas;
oyó
de
nuevo
la
voz
suave,
suave,
que
decía
(las
palabras
seguían
presentes,
no
olvidadas,
inolvidables
después
de
tantas
repeticiones
nocturnas):
Todo
el
mundo
trabaja
para
todo
el
mundo.
No
podemos
prescindir
de
nadie.
Hasta
los
Epsilones
son
útiles.
No
podíamos
pasar
sin
los
Epsilones.
Todo
el
mundo
trabaja
para
todo
el
mundo.
No
podemos
prescindir
de
nadie...
Lenina
recordaba
su
primera
impresión
de
temor
y de
sorpresa;
sus
reflexiones
durante
media
hora
de
desvelo;
y
después,
bajo
la
influencia
de
aquellas
repeticiones
interminables,
la
gradual
sedación
de
la
mente,
la
suave
aproximación
del
sueño...
–
Supongo
que
a
los
Epsilones
no
les
importa
ser
Epsilones
–
dijo
en
voz
alta.
–
Claro
que
no.
Es
imposible.
Ellos
no
saben
en
qué
consiste
ser
otra
cosa.
A
nosotros
sí
nos
importaría,
naturalmente.
Pero
nosotros
fuimos
condicionados
de
otra
manera.
Además,
partimos
de
una
herencia
diferente.
–
Me
alegro
de
no
ser
una
Epsilon
–
dijo
Lenina,
con
acento
de
gran
convicción.
–
Y si
fueses
una
Epsilon
–
dijo
Henry
–
tu
condicionamiento
te
induciría
a
alegrarte
igualmente
de
no
ser
una
Beta
o
una
Alfa.
Puso
en
marcha
la
hélice
delantera
y
dirigió
el
aparato
hacia
Londres.
Detrás
de
ellos,
a
poniente,
los
tonos
escarlata
y
anaranjado
casi
estaban
totalmente
marchitos;
una
oscura
faja
de
nubes
había
ascendido
por
el
cielo.
Cuando
volaban
por
encima
del
Crematorio,
el
aparato
saltó
hacia
arriba,
impulsado
por
la
columna
de
aire
caliente
que
surgía
de
las
chimeneas,
para
volver
a
bajar
bruscamente
cuando
penetró
en
la
corriente
de
aire
frío
inmediata.
–
¡Maravillosa
montaña
rusa!
–
exclamó
Lenina
riendo
complacida.
Pero
el
tono
de
Henry,
por
un
momento,
fue
casi
melancólico.
–
¿Sabes
en
qué
consiste
esta
montaña
rusa?
–
dijo.
–
Es
un
ser
humano
que
desaparece
definitivamente.
Esto
era
ese
chorro
de
aire
caliente.
Sería
curioso
saber
quién
había
sido,
si
hombre
o
mujer,
Alfa
o
Epsilon...
–
Suspiró,
y
después,
con
voz
decididamente
alegre,
concluyó
– :
En
todo
caso,
de
una
cosa
podemos
estar
seguros,
fuese
quien
fuese,
fue
feliz
en
vida.
Todo
el
mundo
es
feliz,
actualmente.
–
Sí,
ahora
todo
el
mundo
es
feliz
–
repitió
Lenina
como
un
eco.
Habían
oído
repetir
estas
mismas
palabras
ciento
cincuenta
veces
cada
noche
durante
doce
años.
Después
de
aterrizar
en
la
azotea
de
la
casa
de
apartamentos
de
Henry,
de
cuarenta
plantas,
en
Westminster,
pasaron
directamente
al
comedor.
En
él,
en
alegre
y
ruidosa
compañía,
dieron
cuenta
de
una
cena
excelente.
Con
el
café
sirvieron
soma.
Lenina
tomó
dos
tabletas
de
medio
gramo,
y
Henry,
tres.
A
las
nueve
y
veinte
cruzaron
la
calle
en
dirección
al
recién
inaugurado
Cabaret
de
la
Abadía
de
Westminster.
Era
una
noche
casi
sin
nubes,
sin
luna
y
estrellas;
pero,
afortunadamente,
Lenina
y
Henry
no
se
dieron
cuenta
de
este
hecho
más
bien
deprimente.
Los
anuncios
luminosos,
en
efecto,
impedían
la
visión
de
las
tinieblas
exteriores.
Calvin
Stopes
y
sus
Dieciséis
Saxofonistas.
En
la
fachada
de
la
nueva
Abadía,
las
letras
gigantescas
destellaban
acogedoramente.
El
mejor
órgano
de
colores
y
perfumes.
Toda
la
Música
Sintética
más
reciente.
Entraron.
El
aire
parecía
cálido
y
casi
irrespirable
a
fuerza
de
olor
de
ámbar
gris
y
madera
de
sándalo.
En
el
techo
abovedado
del
vestíbulo,
el
órgano
de
color
había
pintado
momentáneamente
una
puesta
de
sol
tropical.
Los
Dieciséis
Saxofonistas
tocaban
una
vieja
canción
de
éxito:
No
hay
en
el
mundo
un
Frasco
como
mi
querido
Frasquito.
Cuatrocientas
parejas
bailaban
un
fivestep
sobre
el
suelo
brillante,
pulido.
Lenina
y
Henry
se
sumaron
pronto
a
los
que
bailaban.
Los
saxofones
maullaban
como
gatos
melódicos
bajo
la
luna,
gemían
en
tonos
agudos,
atenorados,
como
en
plena
agonía.
Con
gran
riqueza
de
sones
armónicos,
su
trémulo
coro
ascendía
hacia
un
clímax,
cada
vez
más
alto,
más
fuerte,
hasta
que
al
final,
con
un
gesto
de
la
mano,
el
director
daba
suelta
a la
última
nota
estruendoso
de
música
etérea
y
borraba
de
la
existencia
a
los
dieciséis
músicos,
meramente
humanos.
Un
trueno
en
la
bemol
mayor.
Luego,
seguía
una
deturgescencia
gradual
del
sonido
y de
la
luz,
un
diminuyendo
que
se
deslizaba
poco
a
poco,
en
cuartos
de
tono,
bajando,
bajando,
hasta
llegar
a un
acorde
dominante
susurrado
débilmente,
que
persistía
(mientras
los
ritmos
de
cinco
por
cuatro
seguían
sosteniendo
el
pulso,
por
debajo),
cargando
los
segundos
ensombrecidos
por
una
intensa
expectación.
Y,
al
fin,
la
expectación
llegó
a su
término.
Se
produjo
un
amanecer
explosivo,
y,
simultáneamente,
los
dieciséis
rompieron
a
cantar:
¡Frasco
mío,
siempre
te
he
deseado!
Frasco
mío,
¿por
qué
fui
decantado?
El
cielo
es
azul
dentro
de
ti,
y
reina
siempre
el
buen
tiempo;
porque
no
hay
en
el
mundo
ningún
Frasco
que
a mi
querido
Frasco
pueda
compararse.
Pero
mientras
seguían
el
ritmo,
junto
con
las
otras
cuatrocientas
parejas,
alrededor
de
la
pista
de
la
Abadía
de
Westminster,
Lenina
y
Henry
bailaban
ya
en
otro
mundo,
el
mundo
cálido
abigarrado,
infinitamente
agradable,
de
las
vacaciones
del
soma.
¡Cuán
amables,
guapos
y
divertidos
eran
todos!
¡Frasco
mío,
siempre
te
he
deseado!
Pero
Lenina
y
Henry
tenía
ya
lo
que
deseaban...
En
aquel
preciso
momento,
se
hallaban
dentro
del
frasco,
a
salvo,
en
su
interior,
gozando
del
buen
tiempo
y
del
cielo
perennemente
azul.
Y
cuando,
exhaustos,
los
Dieciséis
dejaron
los
saxofones
y el
aparato
de
Música
Sintética
empezó
a
reproducir
las
últimas
creaciones
en
Blues
Malthusianos
lentos,
Lenina
y
Henry
hubieran
podido
ser
dos
embriones
mellizos
que
girasen
juntos
entre
las
olas
de
un
océano
embotellado
de
sucedáneo
de
la
sangre.
–
Buenas
noches,
queridos
amigos.
Buenas
noches,
queridos
amigos...
–
Los
altavoces
velaban
sus
órdenes
bajo
una
cortesía
campechana
y
musical.
–
Buenas
noches,
queridos
amigos...
Obedientemente,
con
todos
los
demás,
Lenina
y
Henry
salieron
del
edificio.
Las
deprimentes
estrellas
habían
avanzado
un
buen
trecho
en
su
ruta
celeste.
Pero
aunque
el
muro
aislante
de
los
anuncios
luminosos
se
había
desintegrado
ya
en
gran
parte,
los
dos
jóvenes
conservaron
su
feliz
ignorancia
de
la
noche.
Ingerida
media
hora
antes
del
cierre,
aquella
segunda
dosis
de
soma
había
levantado
un
muro
impenetrable
entre
el
mundo
real
y
sus
mentes.
Metido
en
su
frasco
ideal,
cruzaron
la
calle;
igualmente
enfrascados
subieron
en
el
ascensor
al
cuarto
de
Henry,
en
la
planta
número
veintiocho.
Y, a
pesar
de
seguir
enfrascada
y de
aquel
segundo
gramo
de
soma,
Lenina
no
se
olvidó
de
tomar
las
precauciones
anticoncepcionales
reglamentarias.
Años
de
hipnopedia
intensiva,
y,
de
los
doce
años
a
los
dieciséis,
ejercicios
malthusianos
tres
veces
por
semana,
habían
llegado
a
hacer
tales
precauciones
casi
automáticas
e
inevitables
como
el
parpadeo.
–
Esto
me
recuerda
–
dijo
al
salir
del
cuarto
de
baño
–
que
Fanny
Crowne
quiere
saber
dónde
encontraste
esa
cartuchera
de
sucedáneo
de
cuero
verde
que
me
regalaste.
2
Un
jueves
sí y
otro
no,
Bernard
tenía
su
día
de
Servicio
y
Solidaridad.
Después
de
cenar
temprano
en
el
Aphroditaeum
(del
cual
Helmholtz
había
sido
elegido
miembro
de
acuerdo
con
la
Regla
2ª),
se
despidió
de
su
amigo
y,
llamando
un
taxi
en
la
azotea,
ordenó
al
conductor
que
volara
hacia
la
Cantoría
Comunal
de
Fordson.
El
aparato
ascendió
unos
doscientos
metros,
luego
puso
rumbo
hacia
el
Este,
y,
al
dar
la
vuelta,
apareció
ante
los
ojos
de
Bernard,
gigantesca
y
hermosa,
la
Cantoría.
¡Maldita
sea,
llego
tarde!,
exclamó
Bernard
para
sí
cuando
echó
una
ojeada
al
Big
Henry,
el
reloj
de
la
Cantoría.
Y,
en
efecto,
mientras
pagaba
el
importe
de
la
carrera,
el
Big
Henry
dio
la
hora.
Ford
cantó
una
inmensa
voz
de
bajo
a
través
de
las
trompetas
de
oro.
Ford,
Ford,
Ford...
nueve
veces.
Bernard
se
dirigió
corriendo
hacia
el
ascensor.
El
gran
auditorium
para
las
celebraciones
del
Día
de
Ford
y
otros
Cantos
Comunitarios
masivos
se
hallaba
en
la
parte
más
baja
del
edificio.
Encima
de
esta
sala
enorme
se
hallaban,
cien
en
cada
planta,
las
siete
mil
salas
utilizadas
por
los
Grupos
de
Solidaridad
para
sus
servicios
bisemanales.
Bernard
bajó
al
piso
treinta
y
tres,
avanzó
apresuradamente
por
el
pasillo
y se
detuvo,
vacilando
un
instante,
ante
la
puerta
de
la
sala
número
3.210;
después,
tomando
una
decisión,
abrió
la
puerta
y
entró.
Gracias
a
Ford,
no
era
el
último.
Tres
sillas
de
las
doce
dispuestas
en
torno
a
una
mesa
circular
permanecían
desocupadas.
Bernard
se
deslizó
hasta
la
más
cercana,
procurando
llamar
la
atención
lo
menos
posible,
y
disponiéndose
a
mostrar
un
ceño
fruncido
a
los
que
llegarían
después.
Volviéndose
hacia
él,
la
muchacha
sentada
a su
izquierda
le
preguntó:
–
¿A
qué
has
jugado
esta
tarde?
¿A
Obstáculos
o a
Electro
–
magnético?
Bernard
la
miró
(¡Ford!,
era
Morgana
Rotschild),
y,
sonrojándose,
tuvo
que
reconocer
que
no
había
jugado
ni a
lo
uno
ni a
lo
otro.
Morgana
le
miró
asombrada.
Y
siguió
un
penoso
silencio.
Después,
intencionadamente,
se
volvió
de
espaldas
y se
dirigió
al
hombre
sentado
a su
derecha,
de
aspecto
más
deportivo.
Buen
principio
para
un
Servicio
de
Solidaridad,
pensó
Bernard,
compungido,
y
previó
que
volvería
a
fracasar
en
sus
intentos
de
comunión
con
sus
compañeros.
¡Si
al
menos
se
hubiese
concedido
tiempo
para
echar
una
ojeada
a
los
reunidos,
en
lugar
de
deslizarse
hasta
la
silla
más
próxima!
Hubiera
podido
sentarse
entre
Fifi
Bradlaugh
y
Joanna
Diesel.
Y en
lugar
de
hacerlo
así
había
tenido
que
sentarse
precisamente
al
lado
de
Morgana
¡Morgana!
¡Ford!
¡Aquellas
cejas
negras
de
la
muchacha!
¡O
aquella
ceja,
mejor,
porque
las
dos
se
unían
encima
de
la
nariz!
¡Ford!
Y a
su
derecha
estaba
Clara
Deterding.
Cierto
que
las
cejas
de
Clara
no
se
unían
en
una
sola.
Pero,
realmente,
era
demasiado
neumática.
En
tanto
que
Fifi
y
Joanna
estaban
muy
bien.
Regordetas,
rubias,
no
demasiado
altas...
¡Y
aquel
patán
de
Tom
Kawaguchi
había
tenido
la
suerte
de
poder
sentarse
entre
ellas!
La
última
en
llegar
fue
Sarojini
Engels.
–
Llega
usted
tarde
–
dijo
el
presidente
del
Grupo
con
severidad.
–
Que
no
vuelva
a
ocurrir.
El
presidente
se
levantó,
hizo
la
señal
de
la T
y,
poniendo
en
marcha
la
música
sintética,
dio
suelta
al
suave
e
incansable
redoblar
de
los
tambores
y al
coro
de
instrumentos
–
casiviento
y
supercuerda
–
que
repetía
con
estridencia,
una
y
otra
vez,
la
breve
e
inevitablemente
pegadiza
melodía
del
Primer
Himno
de
Solidaridad.
Una
y
otra
vez,
y no
era
ya
el
oído
el
que
captaba
el
ritmo,
sino
el
diafragma;
el
quejido
y
estridor
de
aquellas
armonías
repetidas
obsesionaba,
no
ya
la
mente,
sino
las
suspirantes
entrañas
de
compasión.
El
presidente
hizo
otra
vez
la
señal
de
la T
y se
sentó.
El
servicio
había
empezado.
Las
tabletas
de
soma
consagradas
fueron
colocadas
en
el
centro
de
la
mesa.
La
copa
del
amor
llena
de
soma
en
forma
de
helado
de
fresa
pasó
de
mano
en
mano,
con
la
fórmula:
Bebo
por
mi
aniquilación.
Luego,
con
el
acompañamiento
de
la
orquesta
sintética,
se
cantó
el
Primer
Himno
de
Solidaridad:
Ford,
somos
doce;
haz
de
nosotros
uno
solo,
como
gotas
en
el
Río
Social;
haz
que
corramos
juntos,
rápidos
como
tu
brillante
carraca.
Doce
estrofas
suspirantes.
Después
la
copa
del
amor
pasó
de
mano
en
mano
por
segunda
vez.
Ahora
la
fórmula
era:
Bebo
por
el
Ser
Más
Grande.
Todos
bebieron.
La
música
sonaba,
incansable.
Los
tambores
redoblaron.
El
clamor
y el
estridor
de
las
armonías
se
convertían
en
una
obsesión
en
las
entrañas
fundidas.
Cantaron
el
Segundo
Himno
de
Solidaridad:
¡Ven,
oh
Ser
Más
Grande,
Amigo
Social,
a
aniquilar
a
los
Doce
– en
–
Uno!
Deseamos
morir,
porque
cuando
morimos,
nuestra
vida
mas
grande
apenas
ha
empezado.
Otras
doce
estrofas.
A la
sazón
el
soma
empezaba
ya a
producir
efectos.
Los
ojos
brillaban,
las
mejillas
ardían,
la
luz
interior
de
la
benevolencia
universal
asomaba
a
todos
los
rostros
en
forma
de
sonrisas
felices,
amistosas.
Hasta
Bernard
se
sentía
un
poco
conmovido.
Cuando
Morgana
Rotschild
se
volvió
y le
dirigió
una
sonrisa
radiante,
él
hizo
lo
posible
por
corresponderle.
Pero
la
ceja,
aquella
ceja
negra,
única,
¡ay!,
seguía
existiendo.
Bernard
no
podía
ignorarla;
no
podía,
por
mucho
que
se
esforzara.
Su
emoción,
su
fusión
con
los
demás
no
había
llegado
lo
bastante
lejos.
Tal
vez
si
hubiese
estado
sentado
entre
Fifi
y
Joanna...
Por
tercera
vez
la
copa
del
amor
hizo
la
ronda.
Bebo
por
la
inminencia
de
su
Advenimiento,
dijo
Morgana
Rotschild,
a
quien,
casualmente,
había
correspondido
iniciar
el
rito
circular.
Su
voz
sonó
fuerte,
llena
de
exultación.
Bebió
y
pasó
la
copa
a
Bernard.
Bebo
por
la
inminencia
de
su
Advenimiento,
repitió
éste
en
un
sincero
intento
de
sentir
que
el
Advenimiento
era
inminente;
pero
la
ceja
única
seguía
obsesionándole,
y el
Advenimiento,
en
lo
que
a él
se
refería,
estaba
terriblemente
lejano.
Bebió
y
pasó
la
copa
a
Clara
Deterding.
Volveré
a
fracasar
–
se
dijo.
–
Estoy
seguro.
Pero
siguió
haciendo
todo
lo
posible
por
mostrar
una
sonrisa
radiante.
La
copa
del
amor
había
dado
ya
la
vuelta.
Levantando
la
mano,
el
presidente
dio
una
señal;
el
coro
rompió
a
cantar
el
Tercer
Himno
de
Solidaridad:
¿No
sientes
como
llega
el
Ser
Más
Grande?
¡Alégrate,
y,
al
alegrarte,
muere!
¡Fúndete
en
la
música
de
los
tambores!
Porque
yo
soy
tú y
tú
eres
yo.
A
cada
nuevo
verso
aumentaba
en
intensidad
la
excitación
de
las
voces.
El
presidente
alargó
la
mano,
y de
pronto
una
Voz,
una
Voz
fuerte
y
grave,
más
musical
que
cualquier
otra
voz
meramente
humana,
más
rica,
más
cálida,
más
vibrante
de
amor,
de
deseo,
y de
compasión,
una
voz
maravillosa,
misteriosa,
sobrenatural,
habló
desde
un
punto
situado
por
encima
de
sus
cabezas.
Lentamente,
muy
lentamente,
dijo:
¡Oh,
Ford,
Ford,
Ford!,
en
una
escala
que
descendía
y
disminuía
gradualmente.
Una
sensación
de
calor
irradió,
estremecedora,
desde
el
plexo
solar
a
todos
los
miembros
de
cada
uno
de
los
cuerpos
de
los
oyentes;
las
lágrimas
asomaron
en
sus
ojos;
sus
corazones,
sus
entrañas,
parecían
moverse
en
su
interior,
como
dotados
de
vida
propia...
¡Ford!,
se
fundían...
¡Ford!,
se
disolvían...
Después,
en
otro
tono,
súbitamente,
provocando
un
sobresalto,
la
Voz
trompeteó:
¡Escuchad!
¡Escuchad!
Todos
escucharon.
Tras
una
pausa,
la
voz
bajó
hasta
convertirse
en
un
susurro,
pero
un
susurro
en
cierto
modo
más
penetrante
que
el
grito
más
estentóreo.
Los
pies
del
Ser
Más
Grande,
prosiguió
la
Voz.
El
susurro
casi
expiró.
Los
pies
del
Ser
Más
Grande
están
en
la
escalera.
Y
volvió
a
hacerse
el
silencio;
y la
expectación,
momentáneamente
relajada,
volvió
a
hacerse
tensa,
cada
vez
más
tensa,
casi
hasta
el
punto
de
desgarramiento.
Los
pies
del
Ser
Más
Grande...
¡Oh,
sí,
los
oían,
oían
sus
pisadas,
bajando
suavemente
la
escalera,
acercándose
progresivamente
por
la
invisible
escalera!
Los
pies
del
Ser
Más
Grande.
Y,
de
pronto,
se
alcanzó
el
punto
de
desgarramiento.
Con
los
ojos
y
los
labios
abiertos,
Morgana
Rotschild
saltó
sobre
sus
pies.
–
¡Lo
oigo!
–
gritó.
–
¡Lo
oigo!
–
¡Viene!
–
chilló
Sarojini
Engels.
–
¡Sí,
viene,
lo
oigo!
Fifi
Bradlaugh
y
Tom
Kawaguchi
se
levantaron.
–
¡Oh,
oh,
oh!
–
exclamó
Joanna.
–
¡Viene!
–
exclamó
Guim
Bokanovsky.
El
presidente
se
inclinó
hacia
delante,
y,
pulsando
un
botón,
soltó
un
delirio
de
címbalos
e
instrumentos
de
metal,
una
fiebre
de
tantanes.
–
¡Oh,
ya
viene!
–
chilló
Clara
Deterding.
–
¡Ay!
Y
fue
como
si
la
degollaran.
Comprendiendo
que
le
tocaba
el
turno
de
hacer
algo,
Bernard
también
se
levantó
de
un
salto
y
gritó:
–
¡Lo
oigo;
ya
viene!
Pero
no
era
verdad.
No
había
oído
nada,
y no
creía
que
llegara
nadie.
Nadie,
a
pesar
de
la
música,
a
pesar
de
la
exaltación
creciente.
Pero
agitó
los
brazos
y
chilló
como
el
mejor
de
ellos;
y
cuando
los
demás
empezaron
a
sacudiese,
a
herir
el
suelo
con
los
pies
y
arrastrarlos,
los
imitó
debidamente.
Empezaron
a
bailar
en
círculo,
formando
una
procesión,
cada
uno
con
las
manos
en
las
caderas
del
bailarín
que
le
precedía;
vueltas
y
más
vueltas,
gritando
al
unísono,
llevando
el
ritmo
de
la
música
con
los
pies
y
dando
palmadas
en
las
nalgas
que
estaban
delante
de
ellos.
Doce
pares
de
manos
palmeando,
como
una
sola;
doce
traseros
resonando
como
uno
solo.
Doce
como
uno
solo,
doce
como
uno
solo.
Lo
oigo;
lo
oigo
venir.
La
música
aceleró
su
ritmo;
los
pies
golpeaban
más
de
prisa,
y
las
palmadas
rítmicas
se
sucedían
con
más
velocidad.
Y,
de
pronto,
una
voz
de
bajo
sintético
soltó
como
un
trueno
las
palabras
que
anunciaban
la
próxima
unión
y la
consumación
final
de
la
solidaridad,
el
advenimiento
del
Doce
– en
–
Uno,
la
encarnación
del
Ser
Más
Grande.
Orgía
–
Porfía
cantaba,
mientras
los
tantanes
seguían
con
su
febril
tabaleo.
Orgía
–
Porfía,
Ford
y
diversión,
besad
a
las
chicas
y
hacedlas
Uno.
Los
chicos
a la
una
con
las
chicas
en
paz;
la
Orgía
–
Porfía
libertad
os
da.
Orgía
–
Porfía...
Los
bailarines
recogieron
el
estribillo
litúrgico.
Orgía
–
Porfía,
Ford
y
diversión,
besad
a
las
chicas
y
hacedlas
Uno...
Y
mientras
cantaban,
las
luces
empezaron
a
oscurecerse
lentamente,
y al
tiempo
que
cedía
su
intensidad,
se
hacían
más
cálidas,
más
ricas,
más
rojas,
hasta
que
al
fin
bailaban
a la
escarlata
luz
crepuscular
de
un
Almacén
de
Embriones.
Orgía
–
Porfía...
En
las
tinieblas
fetales,
color
de
sangre,
los
bailarines
siguieron
circulando
un
rato,
llevando
el
ritmo
infatigable
con
pies
y
manos.
Orgía
–
Porfía...
Después
el
círculo
osciló
se
rompió,
y
cayó
desintegrado
parcialmente
en
el
anillo
de
divanes
que
rodeaban
con
círculos
concéntricos
–
la
mesa
y
sus
sillas
planetarias.
Orgía
–
Porfía...
Tiernamente,
la
grave
Voz
arrullaba
y
zureaba;
y en
el
rojo
crepúsculo
era
como
si
una
enorme
paloma
negra
se
cerniese,
benévola,
por
encima
de
los
bailarines,
ahora
en
posición
supina
o
prona.
Se
hallaban
de
pie
en
la
azotea;
el
Big
Henry
acababa
de
dar
las
once.
La
noche
era
apacible
y
cálida.
–
Fue
maravilloso,
¿verdad?
–
dijo
Fifi
Bradlaugh.
–
¿Verdad
que
fue
maravilloso?
Miró
a
Bernard
con
expresión
de
éxtasis,
pero
de
un
éxtasis
en
el
cual
no
había
vestigios
de
agitación
o
excitación.
Porque
estar
excitado
es
estar
todavía
insatisfecho.
–
¿No
te
pareció
maravilloso?
–
insistió,
mirando
fijamente
a la
cara
de
Bernard
con
aquellos
ojos
que
lucían
con
un
brillo
sobrenatural.
–
¡Oh,
sí,
lo
encontré
maravilloso!
–
mintió
Bernard.
Y
desvió
la
mirada;
la
visión
de
aquel
rostro
transfigurado
era
a la
vez
una
acusación
y un
irónico
recordatorio
de
su
propio
aislamiento.
Bernard
se
sentía
ahora
tan
desdichadamente
aislado
como
cuando
había
empezado
el
Servicio;
más
aislado
a
causa
de
su
vaciedad
no
llenada,
de
su
saciedad
mortal.
Separado
y
fuera
de
la
armonía,
en
tanto
que
los
otros
se
fundían
en
el
Ser
Más
Grande.
–
Maravilloso
de
verdad
–
repitió.
Pero
no
podía
dejar
de
pensar
en
la
ceja
de
Morgana.
CAPITULO
VI
1
Raro,
raro,
raro.
Este
era
el
veredicto
de
Lenina
sobre
Bernard
Marx.
Tan
raro,
que
en
el
curso
de
las
siguientes
semanas
se
había
preguntado
más
de
una
vez
si
no
sería
preferible
cambiar
de
parecer
en
cuanto
a lo
de
las
vacaciones
en
Nuevo
Méjico,
y
marcharse
al
Polo
Norte
con
Benito
Hoover.
Lo
malo
era
que
Lenina
ya
conocía
el
Polo
Norte;
había
estado
allá
con
George
Edsel
el
pasado
verano,
y,
lo
que
era
peor,
lo
había
encontrado
sumamente
triste.
Nada
que
hacer
y el
hotel
sumamente
anticuado:
sin
televisión
en
los
dormitorios,
sin
órgano
de
perfumes,
sólo
con
un
poco
de
música
sintética
infecta,
y
nada
más
que
veinticinco
pistas
móviles
para
los
doscientos
huéspedes.
No,
decididamente
no
podría
soportar
otra
visita
al
Polo
Norte.
Además,
en
América
sólo
había
estado
una
vez.
Y en
muy
malas
condiciones.
Un
simple
fin
de
semana
en
Nueva
York,
en
plan
de
economías.
¿Había
ido
con
Jean
–
Jacques
Habibullah
o
con
Bokanovsky
Jones?
Ya
no
se
acordaba.
En
todo
caso,
no
tenía
la
menor
importancia.
La
perspectiva
de
volar
de
nuevo
hacia
el
Oeste,
y
por
toda
una
semana,
era
muy
atractiva.
Además,
pasarían
al
menos
tres
días
en
una
Reserva
para
Salvajes.
En
todo
el
Centro
sólo
media
docena
de
personas
habían
estado
en
el
interior
de
una
reserva
para
Salvajes.
En
su
calidad
de
psicólogo
Alfa
–
Beta,
Bernard
era
uno
de
los
pocos
hombres
que
ella
conocía,
que
podía
obtener
permiso
para
ello.
Para
Lenina,
era
aquélla
una
oportunidad
única.
Y,
sin
embargo,
tan
única
era
también
la
rareza
de
Bernard,
que
la
muchacha
había
vacilado
en
aprovecharla,
y
hasta
había
pensado
correr
el
riesgo
de
volver
al
Polo
Norte
con
el
simpático
Benito.
Cuando
menos,
Benito
era
normal.
En
tanto
que
Bernard...
Le
pusieron
alcohol
en
el
sucedáneo.
Esta
era
la
explicación
de
Fanny
para
toda
excentricidad.
Pero
Henry,
con
quien,
una
noche,
mientras
estaban
juntos
en
cama,
Lenina
había
discutido
apasionadamente
su
nuevo
amante,
Henry
había
comparado
al
pobre
Bernard
a un
rinoceronte.
–
Es
imposible
domesticar
a un
rinoceronte
–
había
dicho
Henry
en
su
estilo
breve
y
vigoroso.
–
Hay
hombres
que
son
casi
como
los
rinocerontes;
no
responden
adecuadamente
al
condicionamiento.
¡Pobres
diablos!
Bernard
es
uno
de
ellos.
Afortunadamente
para
él
es
excelente
en
su
profesión.
De
lo
contrario,
el
director
lo
hubiese
expulsado.
Sin
embargo
–
agregó,
consolándola
– ,
lo
considero
completamente
inofensivo.
Completamente
inofensivo;
sí,
tal
vez.
Pero
también
muy
inquietante.
En
primer
lugar,
su
manía
de
hacerlo
todo
en
privado.
Lo
cual,
en
la
práctica,
significaba
no
hacer
nada
en
absoluto.
Porque,
¿qué
podía
hacerse
en
privado?
(Aparte,
desde
luego,
de
acostarse;
pero
no
se
podía
pasar
todo
el
tiempo
así.)
Sí,
¿qué
se
podía
hacer?
Muy
poca
cosa.
La
primera
tarde
que
salieron
juntos
hacía
un
tiempo
espléndido.
Lenina
había
sugerido
un
baño
en
el
Club
Rural
Torquay,
seguido
de
una
cena
en
el
Oxford
Union.
Pero
Bernard
dijo
que
habría
demasiada
gente.
¿Y
un
partido
de
Golf
Electromagnético
en
Saint
Andrews?
Nueva
negativa.
Bernard
consideraba
que
el
Golf
Electromagnético
era
una
pérdida
de
tiempo.
–
Pues,
¿para
qué
es
el
tiempo,
si
no?
–
preguntó
Lenina,
un
tanto
asombrada.
Por
lo
visto,
para
pasear
por
el
Distrito
de
Los
Lagos;
porque
esto
fue
lo
que
Bernard
propuso.
Aterrizar
en
la
cumbre
de
Skiddaw
y
pasear
un
par
de
horas
por
los
brezales.
–
Solo
contigo,
Lenina.
–
Pero,
Bernard,
estaremos
solos
toda
la
noche.
Bernard
se
sonrojó
y
desvió
la
mirada.
–
Quiero
decir
solos
para
poder
hablar
–
murmuró.
–
¿Hablar?
Pero
¿de
qué?
¡Andar
y
hablar!
¡Vaya
extraña
manera
de
pasar
una
tarde!
Al
fin
Lenina
lo
convenció,
muy
a
regañadientes,
y
volaron
a
Amsterdam
para
presenciar
los
cuartos
de
final
del
Campeonato
Femenino
de
Lucha
de
pesos
pesados.
–
Con
una
multitud
–
rezongó
Bernard.
–
Como
de
costumbre.
Permaneció
obstinadamente
sombrío
toda
la
tarde;
no
quiso
hablar
con
los
amigos
de
Lenina
(de
los
cuales
se
encontraron
a
docenas
en
el
bar
de
helados
de
soma,
en
los
descansos);
y a
pesar
de
su
mal
humor
se
negó
rotundamente
a
aceptar
el
medio
gramo
de
helado
de
fresa
que
Lenina
le
ofrecía
con
insistencia.
–
Prefiero
ser
yo
mismo
–
dijo
Bernard.
–
Yo y
desdichado,
antes
que
cualquier
otro
y
jocundo.
–
Un
gramo
a
tiempo
ahorra
nueve
–
dijo
Lenina,
exhibiendo
su
sabiduría
hipnopédica.
Bernard
apartó
con
impaciencia
la
copa
que
le
ofrecía.
–
Vamos,
no
pierdas
los
estribos
–
dijo
Lenina.
–
Recuerda
que
un
solo
centímetro
cúbico
cura
diez
sentimientos
melancólicos.
–
¡Calla,
por
Ford,
de
una
vez!
–
gritó
Bernard.
Lenina
se
encogió
de
hombros.
–
Siempre
es
mejor
un
gramo
que
un
taco
–
concluyó
con
dignidad.
Y se
tomó
el
helado.
Cruzando
el
Canal,
camino
de
vuelta,
Bernard
insistió
en
detener
la
hélice
impulsora
y en
permanecer
suspendido
sobre
el
mar,
a
unos
treinta
metros
de
las
olas.
El
tiempo
había
empeorado;
se
había
levantado
viento
del
Sudoeste
y el
cielo
aparecía
nuboso.
–
Mira
–
le
ordenó
Bernard.
–
Lo
encuentro
horrible
–
dijo
Lenina,
apartándose
de
la
ventanilla.
La
horrorizó
el
huidizo
vacío
de
la
noche,
el
oleaje
negro,
espumoso,
del
mar
a
sus
pies,
y la
pálida
faz
de
la
luna,
macilenta
y
triste
entre
las
nubes
en
fuga.
–
Pongamos
la
radio
en
seguida.
Lenina
alargó
la
mano
hacia
el
botón
de
mando
situado
en
el
tablero
del
aparato
y lo
conectó
al
azar.
– ...el
cielo
es
azul
en
tu
interior
–
cantaban
dieciséis
voces
trémulas
– ,
el
tiempo
es
siempre...
Luego
un
hipo,
y el
silencio.
Bernard
había
cortado
la
corriente.
–
Quiero
poder
mirar
el
mar
en
paz
–
dijo.
–
Con
este
ruido
espantoso
ni
siquiera
se
puede
mirar.
–
Pero
¡si
es
precioso!
Yo
no
quiero
mirar.
–
Pues
yo
sí
–
insistió
Bernard.
–
Me
hace
sentirme
como
si...
–
vaciló,
buscando
palabras
para
expresarse
– ,
como
si
fuese
más
yo,
¿me
entiendes?
Más
yo
mismo,
y
menos
como
una
parte
de
algo
más.
No
sólo
como
una
célula
del
cuerpo
social.
¿Tú
no
lo
sientes
así,
Lenina?
Pero
Lenina
estaba
llorando.
–
Es
horrible,
es
horrible
–
repetía
una
y
otra
vez.
–
¿Cómo
puedes
hablar
así?
¿Cómo
puedes
decir
que
no
quieres
ser
una
parte
del
cuerpo
social?
Al
fin
y al
cabo,
todo
el
mundo
trabaja
para
todo
el
mundo.
No
podemos
prescindir
de
nadie.
Hasta
los
Epsilones...
–
Sí,
ya
lo
sé
–
dijo
Bernard,
burlonamente.
–
Hasta
los
Epsilones
son
útiles.
Y yo
también.
¡Ojalá
no
lo
fuera!
Lenina
se
escandalizó
ante
aquella
exclamación
blasfema.
–
¡Bernard!
–
protestó,
dolida
y
asombrada.
–
¿Cómo
puedes
decir
esto?
–
¿Cómo
puedo
decirlo?
–
repitió
Bernard
en
otro
tono,
meditabundo.
–
No,
el
verdadero
problema
es:
¿Por
qué
no
puedo
decirlo?
O,
mejor
aún,
puesto
que,
en
realidad,
sé
perfectamente
por
qué,
¿qué
sensación
experimentaría
si
pudiera,
si
fuese
libre,
si
no
me
hallara
esclavizado
por
mi
condicionamiento?
–
Pero,
Bernard,
dices
unas
cosas
horribles.
–
¿Es
que
tú
no
deseas
ser
libre,
Lenina?
–
No
sé
qué
quieres
decir.
Yo
soy
libre.
Libre
de
divertirme
cuanto
quiera.
Hoy
día
todo
el
mundo
es
feliz.
Bernard
rió.
–
Sí,
hoy
día
todo
el
mundo
el
feliz.
Eso
es
lo
que
ya
les
decimos
a
los
niños
a
los
cinco
años.
Pero
¿no
te
gustaría
tener
la
libertad
de
ser
feliz...
de
otra
manera?
A tu
modo,
por
ejemplo;
no a
la
manera
de
todos.
–
No
comprendo
lo
que
quieres
decir
–
repitió
Lenina.
Después,
volviéndose
hacia
él,
imploró
– :
¡Oh!,
volvamos
ya,
Bernard.
No
me
gusta
nada
todo
esto.
–
¿No
te
gusta
estar
conmigo?
–
Claro
que
sí,
Bernard.
Pero
este
lugar
es
horrible.
–
Pensé
que
aquí
estaríamos
más...
juntos,
con
sólo
el
mar
y la
luna
por
compañía.
Más
juntos
que
entre
la
muchedumbre
y
hasta
que
en
mi
cuarto.
¿No
lo
comprendes?
–
No
comprendo
nada
–
dijo
Lenina
con
decisión,
determinada
a
conservar
intacta
su
incomprensión.
–
Nada.
– y
prosiguió
en
otro
tono
– :
Y lo
que
menos
comprendo
es
por
qué
no
tomas
soma
cuando
se
te
ocurren
esta
clase
de
ideas.
Si
lo
tomaras
olvidarías
todo
eso.
Y en
lugar
de
sentirte
desdichado
serías
feliz.
Muy
feliz
–
repitió.
Y
sonrió,
a
pesar
de
la
confusa
ansiedad
que
había
en
sus
ojos,
con
una
expresión
que
pretendía
ser
picarona
y
voluptuosa.
Bernard
la
miró
en
silencio,
gravemente,
sin
responder
a
aquella
invitación
implícita.
A
los
pocos
segundos,
Lenina
apartó
la
vista,
soltó
una
risita
nerviosa,
se
esforzó
por
encontrar
algo
que
decir
y no
lo
encontró.
El
silencio
se
prolongó.
Cuando,
por
fin,
Bernard
habló,
lo
hizo
con
voz
débil
y
fatigada.
–
De
acuerdo
–
dijo
– ;
regresemos.
Y
pisando
con
fuerza
el
acelerador,
lanzó
el
aparato
a
toda
velocidad,
ganando
altura,
y al
alcanzar
los
mil
doscientos
metros
puso
en
marcha
la
hélice
propulsora.
Volaron
en
silencio
uno
o
dos
minutos.
Después,
súbitamente,
Bernard
empezó
a
reír.
De
una
manera
extraña,
en
opinión
de
Lenina;
pero,
aun
así,
no
podía
negarse
que
era
una
carcajada.
–
¿Te
encuentras
mejor?
–
se
aventuró
a
preguntar.
Por
toda
respuesta,
Bernard
retiró
una
mano
de
los
mandos,
y,
rodeándola
con
un
brazo,
empezó
a
acariciarle
los
senos.
–
Gracias
a
Ford
–
se
dijo
Lenina
–
ya
está
repuesto.
Media
hora
más
tarde
se
hallaba
de
vuelta
a
las
habitaciones
de
Bernard.
Éste
tragó
de
golpe
cuatro
tabletas
de
soma,
puso
en
marcha
la
radio
y la
televisión
y
empezó
a
desnudarse.
–
Bueno
–
dijo
Lenina,
con
intencionada
picardía
cuando
se
encontraron
de
nuevo
en
la
azotea,
el
día
siguiente
por
la
tarde.
–
¿Te
divertiste
ayer?
Bernard
asintió
con
la
cabeza.
Subieron
al
avión.
Una
breve
sacudida,
y
partieron.
–
Todos
dicen
que
soy
muy
neumática
–
dijo
Lenina,
meditativamente,
dándose
unas
palmaditas
en
los
muslos.
–
Muchísimo.
Pero
en
los
ojos
de
Bernard
había
una
expresión
dolida.
Como
carne,
pensaba.
Lenina
lo
miró
con
cierta
ansiedad.
–
Pero
no
me
encuentras
demasiado
llenita,
¿verdad?
Bernard
denegó
con
la
cabeza.
Exactamente
igual
que
carne.
–
¿Me
encuentras
al
punto?
Otra
afirmación
muda
de
Bernard.
–
¿En
todos
los
aspectos?
–
Perfecta
–
dijo
Bernard,
en
voz
alta.
Y
para
sus
adentros:
Ésta
es
la
opinión
que
tiene
de
sí
misma.
No
le
importaba
ser
como
la
carne.
Lenina
sonrió
triunfalmente.
Pero
su
satisfacción
había
sido
prematura.
–
Sin
embargo
–
prosiguió
Bernard
tras
una
breve
pausa
– ,
hubiese
preferido
que
todo
terminara
de
otra
manera.
–
¿De
otra
manera?
¿Podía
terminarse
de
otra?
–
Yo
no
quería
que
acabáramos
acostándonos
–
especificó
Bernard.
Lenina
se
mostró
asombrada.
–
Quiero
decir,
no
en
seguida,
no
el
primer
día.
–
Pero,
entonces,
¿qué...?
Bernard
empezó
a
soltar
una
serie
de
tonterías
incomprensibles
y
peligrosas.
Lenina
hizo
todo
lo
posible
por
cerrar
los
oídos
de
su
mente;
pero
de
vez
en
cuando
una
que
otra
frase
se
empeñaba
en
hacerse
oír:...
probar
el
efecto
que
produce
detener
los
propios
impulsos,
le
oyó
decir.
Fue
como
si
aquellas
palabras
tocaran
un
resorte
de
su
mente.
–
No
dejes
para
mañana
la
diversión
que
puedes
tener
hoy
–
dijo
Lenina
gravemente.
–
Doscientas
repeticiones,
dos
veces
por
semana,
desde
los
catorce
años
hasta
los
dieciséis
y
medio
–
se
limitó
a
comentar
Bernard.
Su
alocada
charla
prosiguió.
–
Quiero
saber
lo
que
es
la
pasión
–
oyó
Lenina,
de
sus
labios.
–
Quiero
sentir
algo
con
fuerza.
–
Cuando
el
individuo
siente,
la
comunidad
se
resiente
–
citó
Lenina.
–
Bueno,
¿y
por
qué
no
he
de
poder
resentirme
un
poco?
–
¡Bernard!
Pero
Bernard
no
parecía
avergonzado.
–
Adultos
intelectualmente
y
durante
las
horas
de
trabajo
–
prosiguió
– ,
y
niños
en
lo
que
se
refiere
a
los
sentimientos
y
los
deseos.
–
Nuestro
Ford
amaba
a
los
niños.
Sin
hacer
caso
de
la
interrupción,
Bernard
prosiguió:
–
El
otro
día,
de
pronto,
se
me
ocurrió
que
había
de
ser
posible
ser
un
adulto
en
todo
momento.
–
Lo
comprendo.
El
tono
de
Lenina
era
firme.
–
Ya
lo
sé.
Y
por
esto
nos
acostamos
juntos
ayer,
como
niños,
en
lugar
de
obrar
como
adultos,
y
esperar.
–
Pero
fue
divertido
–
insistió
Lenina.
–
¿No
es
verdad?
– ¡Oh,
si,
divertidísimo!
–
contestó
Bernard.
Pero
había
en
su
voz
un
tono
tan
doloroso,
tan
amargo,
que
Lenina
sintió
de
pronto
que
se
esfumaba
toda
la
sensación
de
triunfo.
Tal
vez,
a
fin
de
cuentas,
Bernard
la
encontraba
demasiado
gorda.
–
Ya
te
lo
dije
–
comentó
Fanny,
por
toda
respuesta,
cuando
Lenina
se
lo
confió.
–
Eso
es
el
alcohol
que
le
pusieron
en
el
sucedáneo.
–
Sin
embargo
–
insistió
Lenina
– ,
me
gusta.
Tiene
unas
manos
preciosas.
Y
mueve
los
hombros
de
una
manera
muy
atractiva.
–
Suspiró.
–
Pero
preferiría
que
no
fuese
tan
raro.
2
Deteniéndose
un
momento
ante
la
puerta
del
despacho
del
director,
Bernard
tomó
aliento
y se
cuadró,
preparándose
para
enfrentarse
con
el
disgusto
y la
desaprobación
que
estaba
seguro
de
encontrar
en
el
interior.
Luego
llamó
y
entró.
–
Vengo
a
pedirle
su
firma
para
un
permiso,
director
–
dijo
con
tanta
naturalidad
como
le
fue
posible...
Y
dejó
el
papel
encima
de
la
mesa.
El
director
le
lanzó
una
mirada
agria.
Pero
en
la
cabecera
del
documento
aparecía
el
sello
del
Despacho
del
Interventor
Mundial,
y al
pie
del
mismo
la
firma
vigorosa,
de
gruesos
trazos
de
Mustafá
Mond.
Por
consiguiente,
todo
estaba
en
orden.
El
director
no
podía
negarse.
Escribió
sus
iniciales
–
dos
pálidas
letras
al
pie
de
la
firma
de
Mustafá
Mond
– y
se
disponía,
sin
comentarios
a
devolver
el
papel
a
Bernard,
cuando
casualmente
sus
ojos
captaron
algo
que
aparecía
escrito
en
el
texto
del
permiso.
–
¿Se
va a
la
Reserva
de
Nuevo
Méjico?
–
dijo.
Y el
tono
de
su
voz,
así
como
la
manera
con
que
miró
a
Bernard,
expresaba
una
especie
de
asombro
lleno
de
agitación.
Sorprendido
ante
la
sorpresa
de
su
superior,
Bernard
asintió.
Sobrevino
un
silencio.
El
director,
frunciendo
el
ceño,
se
arrellanó
en
su
asiento.
–
¿Cuánto
hará
de
ello
–
dijo,
más
para
sí
mismo
que
dirigiéndose
a
Bernard.
–
Veinte
años,
creo.
Casi
veinticinco.
Tendría
su
edad,
más
o
menos...
Suspiró
y
movió
la
cabeza.
Bernard
se
sentía
sumamente
violento.
¡Un
hombre
tan
convencional,
tan
escrupulosamente
correcto
como
el
director,
incurrir
en
una
incongruencia!
Ello
le
hizo
sentir
deseos
de
ocultar
el
rostro,
de
salir
corriendo
de
la
estancia.
No
porque
hallara
nada
intrínsecamente
censurable
en
que
la
gente
hablara
del
pasado
remoto;
aquél
era
uno
de
los
tantos
prejuicios
hipnopédicos
de
los
que
Bernard
(al
menos
eso
creía
él)
se
había
librado
por
completo.
Lo
que
le
violentaba
era
el
hecho
de
saber
que
el
director
lo
desaprobaba...
lo
desaprobaba,
y,
sin
embargo,
había
incurrido
en
el
pecado
de
hacer
lo
que
estaba
prohibido.
¿A
qué
compulsión
interior
habría
obedecido?
A
pesar
de
la
incomodidad
que
experimentaba,
Bernard
escuchaba
atentamente.
–
Tuve
la
misma
idea
que
usted
–
decía
el
director.
–
Quise
echar
una
ojeada
a
los
salvajes.
Logré
un
permiso
para
Nuevo
Méjico
y
fui
a
pasar
allí
mis
vacaciones
veraniegas.
Con
la
muchacha
con
la
que
iba
a la
sazón.
Era
una
Beta
–
Menos,
y me
parece
–
cerró
un
momento
los
ojos
– ,
me
parece
que
era
rubia.
En
todo
caso,
era
neumática,
particularmente
neumática;
esto
sí
lo
recuerdo.
Bueno,
fuimos
allá,
vimos
a
los
salvajes,
paseamos
a
caballo,
etc.
Y
después,
casi
el
último
día
de
mi
permiso...
después...
bueno,
la
chica
se
perdió.
Habíamos
ido
a
caballo
a
una
de
aquellas
asquerosas
montañas,
con
un
calor
horrible
y
opresivo,
y
después
de
comer
fuimos
a
dormir
una
siesta.
Al
menos
yo
lo
hice.
Ella
debió
de
salir
de
paseo
sola.
En
todo
caso,
cuando
me
desperté
la
chica
no
estaba.
Y en
aquel
momento
estallaba
una
tormenta
encima
de
nosotros,
la
más
fuerte
que
he
visto
en
mi
vida.
Llovía
a
cántaros,
tronaba
y
relampagueaba;
los
caballos
se
soltaron
y
huyeron
al
galope;
al
intentar
atraparlos,
caí
y me
herí
en
la
rodilla,
de
modo
que
apenas
podía
andar.
Sin
embargo,
empecé
a
buscar
a la
chica,
llamándola
a
gritos
una
y
otra
vez.
Ni
rastro
de
ella.
Después
pensé
que
debía
haberse
marchado
sola
al
refugio.
Así,
pues,
me
arrastré
como
pude
por
el
valle,
siguiendo
el
mismo
camino
por
donde
habíamos
venido.
La
rodilla
me
dolía
horriblemente,
y
había
perdido
mis
raciones
de
soma.
Tuve
que
andar
horas.
No
llegué
al
refugio
hasta
pasada
la
medianoche.
Y la
chica
no
estaba;
no
estaba
–
repitió
el
director.
Siguió
un
silencio.
–
Bueno
–
prosiguió,
al
fin
– ,
al
día
siguiente
se
organizó
una
búsqueda.
Pero
no
la
encontramos.
Debió
de
haber
caído
por
algún
precipicio;
o
acaso
la
devoraría
algún
león
de
las
montañas.
Sábelo
Ford.
Fue
algo
horrible.
En
aquel
entonces
me
trastornó
profundamente.
Más
de
lo
lógico,
lo
confieso.
Porque,
al
fin
y al
cabo,
aquel
accidente
hubiese
podido
ocurrirle
a
cualquiera;
y,
desde
luego,
el
cuerpo
social
persiste
aunque
sus
células
cambien.
–
Pero
aquel
consuelo
hipnopédico
no
parecía
muy
eficaz.
Y el
director
se
sumió
en
un
silencio
evocador.
–
Debió
de
ser
un
golpe
terrible
para
usted
–
dijo
Bernard,
casi
con
envidia.
Al
oír
su
voz,
el
director
se
sobresaltó
con
una
sensación
de
culpabilidad,
y
recordó
dónde
estaba;
lanzó
una
mirada
a
Bernard,
y,
rehuyendo
la
de
sus
ojos,
se
sonrojó
violentamente;
volvió
a
mirarle
con
súbita
desconfianza,
herido
en
su
dignidad.
–
No
vaya
a
pensar
–
dijo
–
que
sostuviera
ninguna
relación
indecorosa
con
aquella
muchacha.
Nada
emocional,
nada
excesivamente
prolongado.
Todo
fue
perfectamente
sano
y
normal.
–
Tendió
el
permiso
a
Bernard.
–
No
sé
por
qué
le
habré
dado
la
lata
con
esta
anécdota
trivial.
–
Enfurecido
consigo
mismo
por
haberle
revelado
un
secreto
tan
vergonzoso,
descargó
su
furia
en
Bernard.
Ahora
la
expresión
de
sus
ojos
era
francamente
maligna.
–
Deseo
aprovechar
esta
oportunidad,
Mr.
Marx
–
prosiguió
–
para
decirle
que
no
estoy
en
absoluto
satisfecho
de
los
informes
que
recibo
acerca
de
su
comportamiento
en
las
horas
de
asueto.
Usted
dirá
que
esto
no
me
incumbe.
Pero
sí
me
incumbe.
Debo
pensar
en
el
buen
nombre
de
este
Centro.
Mis
trabajadores
deben
hallarse
por
encima
de
toda
sospecha,
especialmente
los
de
las
castas
altas.
Los
Alfas
son
condicionados
de
modo
que
no
tengan
forzosamente
que
ser
infantiles
en
su
comportamiento
emocional.
Razón
de
más
para
que
realicen
un
esfuerzo
especial
para
adaptarse.
Su
deber
estriba
en
ser
infantiles,
aun
en
contra
de
sus
propias
inclinaciones.
Por
esto,
Mr.
Marx,
debo
dirigirle
esta
advertencia
–
la
voz
del
director
vibraba
con
una
indignación
que
ahora
era
ya
justiciera
e
impersonal,
viva
expresión
de
la
desaprobación
de
la
propia
infracción
de
las
normas
del
decoro
infantil
– ,
si
siguen
llegando
quejas
sobre
su
comportamiento,
solicitaré
su
transferencia
a
algún
Sub
–
Centro,
a
ser
posible
en
Islandia.
Buenos
días.
Y,
volviéndose
bruscamente
en
su
silla,
cogió
la
pluma
y
empezó
a
escribir.
Esto
le
enseñará,
se
dijo.
Pero
estaba
equivocado.
Porque
Bernard
salió
de
su
despacho
cerrando
de
golpe
la
puerta
tras
de
sí,
crecido,
exultante
ante
el
pensamiento
de
que
se
hallaba
solo,
enzarzado
en
una
lucha
heroica
contra
el
orden
de
las
cosas;
animado
por
la
embriagadora
conciencia
de
su
significación
e
importancia
individual.
Ni
siquiera
la
amenaza
de
un
castigo
le
desanimaba;
más
bien
constituía
para
él
un
estimulante.
Se
sentía
lo
bastante
fuerte
para
resistir
y
soportar
el
castigo,
lo
bastante
fuerte
hasta
para
enfrentarse
con
Islandia.
Y
esta
confianza
era
mayor
cuanto
que,
en
realidad,
estaba
íntimamente
convencido
de
que
no
debería
enfrentarse
con
nada
de
aquello.
A la
gente
no
se
la
traslada
por
cosas
como
aquéllas.
Islandia
no
era
más
que
una
amenaza.
Una
amenaza
sumamente
estimulante.
Avanzando
por
el
pasillo,
Bernard
no
pudo
contener
su
deseo
de
silbotear
una
canción.
Por
la
noche,
en
su
entrevista
con
Watson,
su
versión
de
la
charla
sostenida
con
el
director
cobró
visos
de
heroicidad.
–
Después
de
lo
cual
–
concluyó
– ,
me
limité
a
decirle
que
podía
irse
al
Pasado
sin
Fin,
y
salí
del
despacho.
Y
esto
fue
todo.
Miró
a
Helmholtz
Watson
con
expectación,
esperando
su
simpatía,
su
admiración.
Pero
Helmholtz
no
dijo
palabra,
y
permaneció
sentado,
con
los
ojos
fijos
en
el
suelo.
Apreciaba
a
Bernard;
le
agradecía
el
hecho
de
ser
el
único
de
sus
conocidos
con
quien
podía
hablar
de
cosas
que
presentía
que
eran
importantes.
Sin
embargo,
había
cosas,
en
Bernard,
que
le
parecían
odiosas.
Por
ejemplo,
aquella
fanfarronería.
Y
los
estallidos
de
autocompasión
con
que
la
alternaba.
Y su
deplorable
costumbre
de
mostrarse
muy
osado
después
de
ocurridos
los
hechos,
y de
exhibir
una
gran
presencia
de
ánimo...
en
ausencia.
Odiaba
todo
esto,
precisamente
porque
apreciaba
a
Bernard.
Los
segundos
pasaban.
Helmholtz
seguía
mirando
al
suelo.
Y,
súbitamente,
Bernard,
sonrojándose,
se
alejó.
3
El
viaje
transcurrió
sin
el
menor
incidente.
El
Cohete
Azul
del
Pacífico
llegó
a
Nueva
Orleans
con
dos
minutos
y
medio
de
anticipación,
perdió
cuatro
minutos
a
causa
de
un
tornado
en
Texas,
pero
al
llegar
a
los
95º
de
longitud
Oeste
penetró
en
una
corriente
de
aire
favorable
y
pudo
aterrizar
en
Santa
Fe
con
menos
de
cuarenta
segundos
de
retraso
con
respecto
a la
hora
prevista.
–
Cuarenta
segundos
en
un
vuelo
de
seis
horas
y
media.
No
está
mal
–
reconoció
Lenina.
Aquella
noche
durmieron
en
Santa
Fe.
El
hotel
era
excelente,
incomparablemente
mejor,
por
ejemplo,
que
el
horrible
Palacio
de
la
Aurora
Boreal
en
el
que
Lenina
había
sufrido
tanto
el
verano
anterior.
En
todas
las
habitaciones
había
aire
líquido,
televisión,
masaje
por
vibración,
radio,
solución
de
cafeína
hirviente,
anticoncepcionales
calientes
y
ocho
clases
diferentes
de
perfumes.
Cuando
entraron
en
el
vestíbulo,
el
aparato
de
música
sintética
estaba
en
funcionamiento
y no
dejaba
nada
que
desear.
Un
letrero
en
el
ascensor
informaba
de
que
en
el
hotel
había
sesenta
pistas
móviles
de
juego
de
pelota
y
que
en
el
parque
se
podía
jugar
al
Golf
de
Obstáculos
y al
Electromagnético.
–
¡Es
realmente
estupendo!
–
exclamó
Lenina.
–
Casi
me
entran
ganas
de
quedarme
aquí.
¡Sesenta
pistas
móviles..!
–
En
la
Reserva
no
habrá
ni
una
sola
–
le
advirtió
Bernard.
–
Ni
perfumes,
ni
televisión,
ni
siquiera
agua
caliente.
Si
crees
que
no
podrás
resistirlo
quédate
aquí
hasta
que
yo
vuelva.
Lenina
se
ofendió.
–
Claro
que
puedo
resistirlo.
Sólo
dije
que
esto
es
estupendo
porque...,
bueno,
porque
el
progreso
es
estupendo,
¿no
es
verdad?
–
Quinientas
repeticiones
una
vez
por
semana
desde
los
trece
años
a
los
dieciséis
–
dijo
Bernard,
aburrido,
como
para
sí
mismo.
–
¿Qué
decías?
–
Dije
que
el
progreso
es
estupendo.
Por
esto
no
debes
ir
conmigo
a la
Reserva,
a
menos
que
lo
desees
de
veras.
–
Pues
lo
deseo.
–
De
acuerdo,
entonces
–
dijo
Bernard,
casi
en
tono
de
amenaza.
Su
permiso
requería
la
firma
del
Guardián
de
la
Reserva,
a
cuyo
despacho
acudieron
debidamente
a la
mañana
siguiente.
Un
portero
negro
Epsilon
–
Menos
pasó
la
tarjeta
de
Bernard,
y
casi
inmediatamente
les
hicieron
pasar.
El
Guardián
era
un
Alfa
–
Menos,
rubio
y
braquicéfalo,
bajo,
rubicundo,
de
cara
redonda
y
anchos
hombros,
con
una
voz
fuerte
y
sonora,
muy
adecuada
para
enunciar
ciencia
hipnopédica.
Era
una
auténtica
mina
de
informaciones
innecesarias
y de
consejos
que
nadie
le
pedía.
En
cuanto
empezaba,
no
acababa
nunca,
con
su
voz
de
trueno,
resonante...
– ...quinientos
sesenta
mil
kilómetros
cuadrados
divididos
en
cuatro
Sub
–
Reservas,
cada
una
de
ellas
rodeada
por
una
valla
de
cables
de
alta
tensión.
En
aquel
instante,
sin
razón
alguna,
Bernard
recordó
de
pronto
que
se
había
dejado
abierto
el
grifo
del
agua
de
Colonia
de
su
cuarto
de
baño,
en
Londres.
– ...alimentada
con
corriente
procedente
de
la
central
hidroeléctrica
del
Gran
Cañón...
Me
costará
una
fortuna
cuando
vuelva.
Mentalmente,
Bernard
veía
el
indicador
de
su
contador
de
perfume
girando
incansablemente.
Debo
telefonear
inmediatamente
a
Helmholtz
Watson..
–..más
de
cinco
mil
kilómetros
de
valla
a
sesenta
mil
voltios.
–
No
me
diga
–
dijo
Lenina,
cortésmente,
sin
tener
la
menor
idea
de
lo
que
el
Guardián
decía,
pero
aprovechando
la
pausa
teatral
que
el
hombre
acababa
de
hacer.
Cuando
el
Guardián
había
iniciado
su
retumbante
peroración,
Lenina,
disimuladamente,
había
tragado
medio
gramo
de
soma,
y
gracias
a
ello
podía
permanecer
sentada,
serena,
pero
sin
escuchar
ni
pensar
en
nada,
fijos
sus
ojos
azules
en
el
rostro
del
Guardián,
con
una
expresión
de
atención
casi
extática.
–
Tocar
la
valla
equivale
a
morir
instantáneamente
–
decía
el
Guardián
solemnemente
– .
No
hay
posibilidad
alguna
de
fugarse
de
la
Reserva
para
Salvajes.
La
palabra
fugarse
era
sugestiva.
–
¿Y
si
fuéramos
allá?
–
sugirió,
iniciando
el
ademán
de
levantarse.
La
manecilla
negra
del
contador
seguía
moviéndose,
perforando
el
tiempo,
devorando
su
dinero.
–
No
hay
fuga
posible
–
repitió
el
Guardián,
indicándole
que
volviera
a
sentarse;
y,
como
el
permiso
aún
no
estaba
firmado,
Bernard
no
tuvo
más
remedio
que
obedecer
– .
Los
que
han
nacido
en
la
Reserva...
Porque,
recuerde,
mi
querida
señora
–
agregó,
sonriendo
obscenamente
a
Lenina
y
hablando
en
un
murmullo
indecente
– ,
recuerde
que
en
la
Reserva
los
niños
todavía
nacen,
sí,
tal
como
se
lo
digo,
nacen,
por
nauseabundo
que
pueda
parecernos...
El
hombre
esperaba
que
su
referencia
a
aquel
tema
vergonzoso
obligara
a
Lenina
a
sonrojarse;
pero
ésta,
estimulada
por
el
soma,
se
limitó
a
sonreír
con
inteligencia
y a
decir:
–
No
me
diga.
Decepcionado,
el
Guardián
reanudó
la
peroración.
–
Los
que
nacen
en
la
Reserva,
repito,
están
destinados
a
morir
en
ella.
Destinados
a
morir...
Un
decilitro
de
agua
de
Colonia
por
minuto.
Seis
litros
por
hora.
–
Tal
vez
–
intervino
de
nuevo
Bernard
– ,
tal
vez
deberíamos...
Inclinándose
hacia
delante,
el
Guardián
tamborileó
en
la
mesa
con
el
dedo
índice.
–
Si
ustedes
me
preguntan
cuánta
gente
vive
en
la
Reserva,
les
diré
que
no
lo
sabemos.
Sólo
podemos
suponerlo.
–
No
me
diga.
–
Pues
sí
se
lo
digo,
mi
querida
señora.
Seis
por
veinticuatro...
no,
serían
ya
seis
por
treinta
y
seis...
Bernard
estaba
pálido
y
tembloroso
de
impaciencia.
Pero,
inexorablemente,
la
disertación
proseguía.
– ...Unos
sesenta
mil
indios
y
mestizos...,
absolutamente
salvajes...
Nuestros
inspectores
los
visitan
de
vez
en
cuando...
aparte
de
esto,
ninguna
comunicación
con
el
mundo
civilizado...
conservan
todavía
sus
repugnantes
hábitos
y
costumbres...
matrimonio,
suponiendo
que
ustedes
sepan
a
qué
me
refiero;
familias...
nada
de
condicionamiento...
monstruosas
supersticiones...
Cristianismo,
totemismos
y
adoración
de
los
antepasados...
lenguas
muertas,
como
el
zuñí,
el
español
y el
atabascano...
pumas,
puerco
–
espines
y
otros
animales
feroces...
enfermedades
infecciosas...
sacerdotes...
lagartos
venenosos...
–
No
me
diga.
Por
fin
los
soltó.
Bernard
se
lanzó
corriendo
a un
teléfono.
De
prisa,
de
prisa;
pero
le
costó
tres
minutos
encontrar
a
Helmholtz
Watson.
–
A
estas
horas
ya
podríamos
estar
entre
los
salvajes
–
se
lamentó.
–
¡Maldita
incompetencia!
–
Toma
un
gramo
–
sugirió
Lenina.
Bernard
se
negó
a
ello,
prefería
su
ira.
Y,
por
fin,
gracias
a
Ford,
lo
logró;
sí,
allá
estaba
Helmholtz;
Helmholtz,
a
quien
explicó
lo
que
ocurría,
y
quien
prometió
ir
allá
inmediatamente
y
cerrar
el
grifo;
sí,
inmediatamente,
pero
al
mismo
tiempo
aprovechó
la
oportunidad
para
repetirle
lo
que
D.I.C.
había
dicho
en
público
la
noche
anterior.
–
¿Cómo?
¿Que
busca
un
sustituto
para
mí?
–
La
voz
de
Bernard
era
agónica.
–
¿Así
que
está
decidido?
¿Habló
de
Islandia?
¿Sí?
¡Ford!
¡Islandia...!
Colgó
el
receptor
y se
volvió
hacia
Lenina.
Su
rostro
aparecía
muy
pálido,
con
una
expresión
abatida.
–
¿Qué
ocurre?
–
preguntó
la
muchacha.
–
¿Qué
ocurre?
–
Bernard
se
dejó
caer
pesadamente
en
una
silla.
–
Van
a
enviarme
a
Islandia.
En
el
pasado,
a
menudo
se
había
preguntado
qué
efecto
debía
de
producir
ser
objeto
(privado
de
soma
y
sin
otros
recursos
que
los
interiores)
de
algún
gran
proceso,
de
algún
castigo,
de
alguna
persecución;
y
hasta
había
deseado
el
sufrimiento.
Apenas
hacía
una
semana,
en
el
despacho
del
director,
se
había
imaginado
a sí
mismo
resistiendo
valerosamente,
aceptando
estoicamente
el
sufrimiento
sin
una
sola
queja.
En
realidad,
las
amenazas
del
director
lo
habían
exaltado,
le
habían
inducido
a
sentirse
grande,
importante.
Pero
ello
–
ahora
se
daba
perfecta
cuenta
–
obedecía
a
que
no
las
había
tomado
en
serio;
no
había
creído
ni
por
un
instante
que,
en
el
momento
de
la
verdad,
el
D.I.C.
tomara
decisión
alguna.
Pero
ahora
que,
al
parecer,
las
amenazas
iban
a
cumplirse,
Bernard
estaba
aterrado.
No
quedaba
ni
rastro
de
su
estoicismo
imaginativo,
de
su
valor
puramente
teórico.
Lenina
movió
la
cabeza.
–
Él
fue
y él
será
tanto
me
dan
–
citó.
–
Un
gramo
tomarás
y
sólo
el
es
verás.
Al
fin
le
convenció
para
que
se
tomara
cuatro
tabletas
de
soma.
Al
cabo
de
cinco
minutos,
raíces
y
frutos
habían
sido
abolidos;
sólo
la
flor
del
presente
se
abría,
lozana.
Un
mensaje
del
portero
les
avisó
que,
siguiendo
órdenes
del
Guardián,
un
vigilante
de
la
Reserva
había
acudido
en
avión
y
les
esperaba
en
la
azotea.
Bernard
y
Lenina
subieron
inmediatamente.
Un
ochavón
de
uniforme
verde
de
Gamma
les
saludó
y
procedió
a
recitar
el
programa
matinal.
Vista
panorámica
de
diez
o
doce
de
los
principales
pueblos,
y
aterrizaje
para
almorzar
en
el
Valle
de
Malpaís.
El
parador
era
cómodo,
y en
el
pueblo
los
salvajes
probablemente
celebrarían
su
festival
de
verano.
Sería
el
lugar
más
adecuado
para
pasar
la
noche.
Ocuparon
sus
asientos
en
el
avión
y
despegaron.
Diez
minutos
más
tarde
cruzaban
la
frontera
que
separaba
la
civilización
del
salvajismo.
Subiendo
y
bajando
por
las
colinas,
cruzando
los
desiertos
de
sal
o de
arena,
a
través
de
los
bosques
y de
las
profundidades
violeta
de
los
cañones,
por
encima
de
despeñaderos,
picos
y
mesetas
llanas,
la
valla
seguía
ininterrumpidamente
la
línea
recta,
el
símbolo
geométrico
del
propósito
humano
triunfante.
Y al
pie
de
la
misma,
aquí
y
allá,
un
mosaico
de
huesos
blanqueados
o
una
carroña
oscura,
todavía
no
corrompida
en
el
atezado
suelo,
señalaba
el
lugar
donde
un
ciervo
o un
voraz
zopilote
atraído
por
el
tufo
de
la
carroña
y
fulminado
como
por
una
especie
de
justicia
poética,
se
habían
acercado
demasiado
a
los
cables
aniquiladores.
–
Nunca
escarmientan
–
dijo
el
piloto
del
uniforme
verde,
señalando
los
esqueletos
que,
debajo
de
ellos,
cubrían
el
suelo.
– Y
nunca
escarmentarán
–
agregó
riendo.
Bernard
también
rió;
gracias
a
los
dos
gramos
de
soma,
el
chiste,
por
alguna
razón,
se
le
antojó
gracioso.
Rió
y
después,
casi
inmediatamente,
quedó
sumido
en
el
sueño,
y,
durmiendo,
fue
llevado
por
encima
de
Taos
y
Tesuco;
de
Namba,
Picores
y
Pojoaque,
de
Sía
y
Cochiti,
de
Laguna,
Acoma
y la
Mesa
Encantada,
de
Cibola
y
Ojo
Caliente,
y
despertó
al
fin
para
encontrar
el
aparato
posado
ya
en
el
suelo,
Lenina
trasladando
las
maletas
a
una
casita
cuadrada,
y el
ochavón
Gamma
verde
hablando
incomprensiblemente
con
un
joven
indio.
–
Malpaís
–
anunció
el
piloto,
cuando
Bernard
se
apeó.
–
Ésta
es
la
hospedería.
Y
por
la
tarde
habrá
danza
en
el
pueblo.
Este
hombre
los
acompañará.
– Y
señaló
al
joven
salvaje
de
aspecto
adusto.
–
Espero
que
se
diviertan
–
sonrió.
–
Todo
lo
que
hacen
es
divertido.
–
Con
estas
palabras,
subió
de
nuevo
al
aparato
y
puso
en
marcha
los
motores.
–
Mañana
volveré.
Y
recuerde
–
agregó
tranquilizadoramente,
dirigiéndose
a
Lenina
–
que
son
completamente
mansos;
los
salvajes
no
les
harán
daño
alguno.
Tienen
la
suficiente
experiencia
de
las
bombas
de
gas
para
saber
que
no
deben
hacerles
ninguna
jugarreta.
Riendo
todavía,
puso
en
marcha
la
hélice
del
autogiro,
aceleró
y
partió.
CAPITULO
VII
La
altiplanicie
era
como
un
navío
anclado
en
un
estrecho
de
polvo
leonado.
El
canal
zigzagueaba
entre
orillas
escarpadas,
y de
un
muro
a
otro
corría
a
través
del
valle
una
franja
de
verdor:
el
río
y
sus
campos
contiguos.
En
la
proa
de
aquel
navío
de
piedra,
en
el
centro
del
estrecho,
y
como
formando
parte
del
mismo,
se
levantaba,
como
una
excrecencia
geométrica
de
la
roca
desnuda,
el
pueblo
del
Malpaís.
Bloque
sobre
bloque,
cada
piso
más
pequeño
que
el
inmediato
inferior,
las
altas
casas
se
levantaban
como
pirámides
escalonadas
y
truncadas
en
el
cielo
azul.
A
sus
pies
yacía
un
batiburrillo
de
edificios
bajos
y
una
maraña
de
muros;
en
tres
de
sus
lados
se
abrían
sobre
el
llano
sendos
Precipicios
Verticales.
Unas
pocas
columnas
de
humo
ascendían
verticalmente
en
el
aire
inmóvil
y se
desvanecían
en
lo
alto.
–
¡Qué
raro
es
todo
esto!
–
dijo
Lenina.
–
Muy
raro.
–
Era
su
expresión
condenatoria
favorita.
–
No
me
gusta.
Y
tampoco
me
gusta
este
hombre.
Señaló
al
guía
indio
que
debía
llevarles
al
pueblo.
Tales
sentimientos,
evidentemente,
eran
recíprocos;
el
hombre
les
precedía
y,
por
tanto,
sólo
le
veían
la
espalda,
pero
aun
ésta
tenía
algo
de
hostil.
–
Además
–
agregó
Lenina,
bajando
la
voz
– ,
apesta.
Bernard
no
intentó
negarlo.
Siguieron
andando.
De
pronto
fue
como
si
el
aire
todo
hubiese
cobrado
ritmo,
y
latiera,
latiera,
con
el
movimiento
incansable
de
la
sangre.
Allá
arriba,
en
Malpaís,
los
tambores
sonaban:
involuntariamente,
sus
pies
se
adaptaron
al
ritmo
de
aquel
misterioso
corazón,
y
aceleraron
el
paso.
El
sendero
que
seguían
los
llevó
al
pie
del
precipicio.
Los
lados
o
costados
de
la
gran
altiplanicie
torreaban
por
encima
de
ellos,
casi
a
cien
pies
de
altura.
–
Ojalá
hubiésemos
traído
el
helicóptero
–
dijo
Lenina,
levantando
la
mirada
con
enojo
ante
el
muro
de
roca.
–
Me
fastidia
andar.
¡Y,
en
el
suelo,
uno
se
siente
tan
pequeño,
a
los
pies
de
una
colina!
Cuando
estaban
en
mitad
de
la
ascensión,
un
águila
pasó
volando
tan
cerca
de
ellos,
que
sintieron
en
el
rostro
la
ráfaga
de
aire
frío
provocada
por
sus
alas.
En
una
grieta
de
la
roca
veíase
un
montón
de
huesos.
El
conjunto
resultaba
opresivamente
extravagante,
y el
indio
despedía
un
olor
cada
vez
más
intenso.
Salieron
por
fin
del
fondo
del
barranco
a
plena
luz
del
sol,
la
parte
superior
de
la
altiplanicie
era
un
llano
liso,
rocoso.
–
Como
la
Torre
de
Charing
– T
–
comentó
Lenina.
Pero
no
tuvo
ocasión
de
gozar
largo
rato
del
descubrimiento
de
aquel
tranquilizador
parecido.
El
rumor
aterciopelado
de
unos
pasos
los
obligó
a
volverse.
Desnudos
desde
el
cuello
hasta
el
ombligo,
con
sus
cuerpos
morenos
pintados
con
líneas
blancas
(como
pistas
de
tenis
de
asfalto,
diría
Lenina
más
tarde)
y
sus
rostros
inhumanos
cubiertos
de
arabescos
escarlata,
negro
y
ocre,
dos
indios
se
acercaban
corriendo
por
el
sendero.
Llevaban
los
negros
cabellos
trenzados
con
pieles
de
zorro
y
franela
roja.
Pendían
de
sus
hombros
sendos
mantos
de
plumas
de
pavo;
y
enormes
diademas
de
pluma
formaban
alegres
halos
en
torno
a
sus
cabezas.
A
cada
paso
que
daban,
sus
brazaletes
de
plata
y
sus
pesados
collares
de
hueso
y de
cuentas
de
turquesa
entrechocaban
y
sonaban
alegremente.
Se
aproximaron
sin
decir
palabra,
corriendo
en
silencio
con
sus
pies
descalzos
con
mocasines
de
piel
de
ciervo.
Uno
de
ellos
empuñaba
un
cepillo
de
plumas,
el
otro
llevaba
en
cada
mano
lo
que
a
distancia
parecían
tres
o
cuatro
trozos
de
cuerda
gruesa.
Una
de
las
cuerdas
se
retorcía
inquieta,
y
súbitamente
Lenina
comprendió
que
eran
serpientes.
–
No
me
gusta
–
exclamó
Lenina.
–
No
me
gusta.
Todavía
le
gustó
menos
lo
que
le
esperaba
a la
entrada
del
pueblo,
en
donde
su
guía
los
dejó
solos
para
entrar
a
pedir
instrucciones.
Suciedad,
montones
de
basura,
polvo,
perros,
moscas...
Con
el
rostro
distorsionado
en
una
mueca
de
asco,
Lenina,
se
llevó
un
pañuelo
a la
nariz.
–
Pero,
¿cómo
pueden
vivir
así?
–
estalló.
En
su
voz
sonaba
un
matiz
de
incredulidad
indignada.
Aquello
no
era
posible.
Bernard
se
encogió
filosóficamente
de
hombros.
–
Piensa
que
llevan
cinco
o
seis
mil
años
viviendo
así
–
dijo.
–
Supongo
que
a
estas
alturas
ya
estarán
acostumbrados.
–
Pero
la
limpieza
nos
acerca
a la
fordeza
–
insistió
Lenina.
–
Sí,
y
civilización
es
esterilización
–
prosiguió
Bernard,
completando
así,
en
tono
irónico,
la
segunda
lección
hipnopédica
de
higiene
elemental.
–
Pero
esta
gente
no
ha
oído
hablar
jamás
de
Nuestro
Ford
y no
está
civilizada.
Por
consiguiente,
es
inútil
que...
–
¡Oh,
mira!
–
exclamó
Lenina,
cogiéndose
de
su
brazo.
Un
indio
casi
desnudo
descendía
muy
lentamente
por
la
escalera
de
mano
de
una
casa
vecina,
peldaño
tras
peldaño,
con
la
temblorosa
cautela
de
la
vejez
extrema.
Su
rostro
era
negro
y
aparecía
muy
arrugado,
como
una
máscara
de
obsidiana.
Su
boca
desdentada
se
hundía
entre
sus
mejillas.
En
las
comisuras
de
los
labios
y a
ambos
lados
del
mentón
pendían,
sobre
la
piel
oscura,
unos
pocos
pelos
largos
y
casi
blancos.
Los
cabellos
largos
y
sueltos
colgaban
en
mechones
grises
a
ambos
lados
de
su
rostro.
Su
cuerpo
aparecía
encorvado
y
flaco
hasta
los
huesos,
casi
descarnado.
Bajaba
lentamente,
deteniéndose
en
cada
peldaño
antes
de
aventurarse
a
dar
otro
paso.
–
Pero,
¿qué
le
pasa?
–
susurró
Lenina.
En
sus
ojos
se
leía
el
horror
y el
asombro.
–
Nada;
sencillamente
es
viejo
–
contestó
Bernard,
aparentando
indiferencia,
aunque
no
sentía
tal.
–
¿Viejo?
–
repitió
Lenina.
–
Pero...
también
el
director
es
viejo;
muchas
personas
son
viejas;
pero
no
son
así.
–
Porque
no
les
permitimos
ser
así.
Las
preservamos
de
las
enfermedades.
Mantenemos
sus
secreciones
internas
equilibradas
artificialmente
de
modo
que
conserven
la
juventud.
No
permitimos
que
su
equilibrio
de
magnesio
–
calcio
descienda
por
debajo
de
lo
que
era
en
los
treinta
años.
Les
damos
transfusiones
de
sangre
joven.
Estimulamos
de
manera
permanente
su
metabolismo.
Por
esto
no
tienen
este
aspecto.
En
parte
–
agregó
–
porque
la
mayoría
mueren
antes
de
alcanzar
la
edad
de
este
viejo.
Juventud
casi
perfecta
hasta
los
sesenta
años,
y
después,
¡plas!,
el
final.
Pero
Lenina
no
le
escuchaba.
Miraba
al
viejo,
que
seguía
bajando
lentamente.
Al
fin,
sus
pies
tocaron
el
suelo.
Y se
volvió.
Al
fondo
de
las
profundas
órbitas
los
ojos
aparecían
extraordinariamente
brillantes,
y la
miraron
un
largo
momento
sin
expresión
alguna,
sin
sorpresa,
como
si
Lenina
no
se
hallara
presente.
Después,
lentamente,
con
el
espinazo
doblado,
el
viejo
pasó
por
el
lado
de
ellos
y se
fue.
–
Pero,
–
¡esto
es
terrible!
–
susurró
Lenina.
–
¡Horrible!
No
debimos
haber
venido.
Buscó
su
ración
de
soma
en
el
bolsillo,
sólo
para
descubrir
que,
por
un
olvido
sin
precedentes,
se
había
dejado
el
frasco
en
la
hospedería.
También
los
bolsillos
de
Bernard
se
hallaban
vacíos.
Lenina
tuvo
que
enfrentarse
con
los
horrores
de
Malpaís
sin
ayuda
alguna.
Y
los
horrores
se
sucedieron
a
sus
ojos
rápidamente,
sin
descanso.
El
espectáculo
de
dos
mujeres
jóvenes
que
amamantaban
a
sus
hijos
con
su
pecho
la
sonrojó
y la
obligó
a
apartar
el
rostro.
En
toda
su
vida
no
había
visto
jamás
indecencia
como
aquella.
Lo
peor
era
que,
en
lugar
de
ignorarlo
delicadamente,
Bernard
no
cesaba
de
formular
comentarios
sobre
aquella
repugnante
escena
vivípara.
–
¡Qué
relación
tan
maravillosamente
íntima!
–
dijo,
en
un
tono
deliberadamente
ofensivo.
–
¡Qué
intensidad
de
sentimientos
debe
generar!
A
menudo
pienso
que
es
posible
que
nos
hayamos
perdido
algo
muy
importante
por
el
hecho
de
no
tener
madre.
Y
quizá
tú
te
hayas
perdido
algo
al
no
ser
madre,
Lenina.
Imagínate
a ti
misma
sentada
aquí,
con
un
hijo
tuyo...
–
¡Bernard!
¿Cómo
puedes...?
El
paso
de
una
anciana
que
sufría
de
oftalmia
y de
una
enfermedad
de
la
piel
la
distrajo
de
su
indignación.
–
Vámonos
–
imploró.
–
No
me
gusta
nada.
Pero
en
aquel
momento
su
guía
volvió,
e,
invitándoles
a
seguirle,
abrió
la
marcha
por
una
callejuela
entre
dos
hileras
de
casas.
Doblaron
una
esquina.
Un
perro
muerto
yacía
en
un
montón
de
basura;
una
mujer
con
bocio
despiojaba
a
una
chiquilla.
El
guía
se
detuvo
al
pie
de
una
escalera
de
mano,
levantó
un
brazo
perpendicularmente,
y
después
lo
bajó
señalando
hacia
delante.
Lenina
y
Bernard
hicieron
lo
que
el
hombre
les
había
ordenado
por
señas;
treparon
por
la
escalera
y
cruzaron
un
umbral
que
daba
acceso
a
una
estancia
larga
y
estrecha,
muy
oscura,
y
que
hedía
a
humo,
a
grasa
frita
y a
ropas
usadas
y
sucias.
Al
otro
extremo
de
la
estancia
se
abría
otra
puerta
a
través
de
la
cual
les
llegaba
la
luz
del
sol
y el
redoble,
fuerte
y
cercano,
de
los
tambores.
Salieron
por
esta
puerta
y se
encontraron
en
una
espaciosa
terraza.
A
sus
pies,
encerrada
entre
casas
altas,
se
hallaba
la
plaza
del
pueblo,
atestada
de
indios.
Mantas
de
vivos
colores
y
plumas
en
las
negras
cabelleras,
y
brillo
de
turquesas,
y de
pieles
negras
que
relucían
por
el
sudor.
Lenina
volvió
a
llevarse
el
pañuelo
a la
nariz.
En
el
espacio
abierto
situado
en
el
centro
de
la
plaza
había
dos
plataformas
circulares
de
ladrillo
y
arcilla
apisonada
que,
evidentemente,
eran
los
tejados
de
dos
cámaras
subterráneas,
porque
en
el
centro
de
cada
plataforma
había
una
escotilla
abierta,
a
cuya
negra
boca
asomaba
una
escalera
de
mano.
Por
las
dos
escotillas
salía
un
débil
son
de
flautas
casi
ahogado
por
el
redoble
incesante
de
los
tambores.
Se
produjo
de
pronto
una
explosión
de
cantos:
cientos
de
voces
masculinas
gritando
briosamente
al
unísono,
en
un
estallido
metálico,
áspero.
Unas
pocas
notas
muy
prolongadas,
y un
silencio,
el
silencio
tonante
de
los
tambores;
después,
aguda,
en
un
chillido
desafinado,
la
respuesta
de
las
mujeres.
Después,
de
nuevo
los
tambores;
y
una
vez
más
la
salvaje
afirmación
de
virilidad
de
los
hombres.
Raro,
sí.
El
lugar
era
raro,
y
también
la
música,
y no
menos
los
vestidos,
y
los
bocios
y
las
enfermedades
de
la
piel,
y
los
viejos.
Pero,
en
cuanto
al
espectáculo
en
sí,
no
resultaba
especialmente
raro.
–
Me
recuerda
un
Canto
de
Comunidad
de
casta
inferior
–
dijo
a
Bernard.
Pero
poco
después
le
recordó
mucho
menos
aquellas
inocentes
funciones.
Porque,
de
pronto,
de
aquellos
sótanos
circulares
había
brotado
un
ejército
fantasmal
de
monstruos.
Cubiertos
con
máscaras
horribles
o
pintados
hasta
perder
todo
aspecto
humano,
habían
comenzado
a
bailar
una
extraña
danza
alrededor
de
la
plaza;
vueltas
y
más
vueltas,
siempre
cantando;
vueltas
y
más
vueltas,
cada
vez
un
poco
más
de
prisa;
los
tambores
habían
cambiado
y
acelerado
su
ritmo,
de
modo
que
ahora
recordaban
el
latir
de
la
fiebre
en
los
oídos;
y la
muchedumbre
había
empezado
a
cantar
con
los
danzarines,
cada
vez
más
fuerte;
primero
una
mujer
había
chillado,
y
luego
otra,
y
otra,
como
si
las
mataran;
de
pronto,
el
que
conducía
a
los
danzarines
se
destacó
de
la
hilera,
corrió
hacia
una
caja
de
madera
que
se
hallaba
en
un
extremo
de
la
plaza,
levantó
la
tapa
y
sacó
de
ella
un
par
de
serpientes
negras.
Un
fuerte
alarido
brotó
de
la
multitud,
y
todos
los
demás
danzarines
corrieron
hacia
él
tendiendo
las
manos.
El
hombre
arrojó
las
serpientes
a
los
que
llegaron
primero
y se
volvió
hacia
la
caja
para
coger
más.
Más
y
más,
serpientes
negras,
pardas
y
moteadas,
que
iba
arrojando
a
los
danzarines.
Después
la
danza
se
reanudó,
con
otro
ritmo.
Los
danzarines
seguían
dando
vueltas,
con
sus
serpientes
en
las
manos
y
serpenteando
a su
vez,
con
un
movimiento
ligeramente
ondulatorio
de
rodillas
y
caderas.
Vueltas
y
más
vueltas.
Después
el
jefe
dio
una
señal
y,
una
tras
otra,
todas
las
serpientes
fueron
arrojadas
al
centro
de
la
plaza;
un
viejo
salió
del
subterráneo
y
les
arrojó
harina
de
maíz;
por
la
otra
escotilla
apareció
una
mujer
y
les
arrojó
agua
de
un
jarro
negro.
Después
el
viejo
levantó
una
mano
y se
hizo
un
silencio
absoluto
terrorífico.
Los
tambores
dejaron
de
sonar;
pareció
como
si
la
vida
hubiese
tocado
a su
fin.
El
viejo
señaló
hacia
las
dos
escotillas
que
daban
entrada
al
mundo
inferior.
Y
lentamente,
levantadas
por
manos
invisibles,
desde
abajo,
emergieron,
de
una
de
ellas
la
imagen
pintada
de
una
águila,
y de
la
otra
de
un
hombre
desnudo
y
clavado
en
una
cruz.
Emergieron
y
permanecieron
suspendidas
aparentemente
en
el
aire,
como
si
contemplaran
el
espectáculo.
El
anciano
dio
una
palmada.
Completamente
desnudo
–
excepto
una
breve
toalla
de
algodón,
blanca
– ,
un
muchacho
de
unos
dieciocho
años
salió
de
la
multitud
y
quedóse
de
pie
ante
él,
con
las
manos
cruzadas
sobre
el
pecho
y la
cabeza
gacha.
El
anciano
trazó
la
señal
de
la
cruz
sobre
él y
se
retiró.
Lentamente,
el
muchacho
empezó
a
dar
vueltas
en
torno
del
montón
de
serpientes
que
se
retorcían.
Había
completado
ya
la
primera
vuelta
y se
hallaba
en
mitad
de
la
segunda
cuando,
de
entre
los
danzarines,
un
hombre
alto,
que
llevaba
una
máscara
de
coyote
y en
la
mano
un
látigo
de
cuero
trenzado,
avanzó
hacia
él.
El
muchacho
siguió
caminando
como
si
no
se
hubiera
dado
cuenta
de
la
presencia
del
otro.
El
hombre
coyote
levantó
el
látigo;
hubo
un
largo
momento
de
expectación;
después,
un
rápido
movimiento,
el
silbido
del
látigo
y su
impacto
en
la
carne.
El
cuerpo
del
muchacho
se
estremeció,
pero
no
despegó
los
labios
y
reanudó
la
marcha,
al
mismo
paso
lento
y
regular.
El
coyote
volvió
a
golpear,
una
y
otra
vez;
cada
latigazo
provocaba
primero
una
suspensión
y
después
un
profundo
gemido
de
la
muchedumbre.
El
muchacho
seguía
andando.
Dio
dos
vueltas,
tres,
cuatro.
La
sangre
corría.
Cinco
vueltas,
seis.
De
pronto,
Lenina
se
tapó
la
cara
con
las
manos
y
empezó
a
sollozar.
–
¡Oh,
basta,
basta!
–
imploro.
Pero
el
látigo
seguía
cayendo,
inexorable.
Siete
vueltas.
De
pronto
el
muchacho
vaciló,
y,
sin
exhalar
gemido
alguno,
cayó
de
cara
al
suelo.
Inclinándose
sobre
él,
el
anciano
le
tocó
la
espalda
con
una
larga
pluma
blanca,
la
levantó
en
alto
un
momento,
roja
de
sangre,
para
que
el
pueblo
la
viera,
y la
sacudió
tres
veces
sobre
las
serpientes.
Cayeron
unas
pocas
gotas,
y
súbitamente
los
tambores
estallaron
en
una
carrera
loca
de
notas;
y se
oyó
un
grito
unánime
de
la
multitud.
Los
danzarines
saltaron
hacia
delante,
recogieron
las
serpientes
y
huyeron
de
la
plaza.
Hombres,
mujeres
y
niños,
todos
corrieron
en
pos
de
ellos.
Un
minuto
después
la
plaza
estaba
desierta;
sólo
quedaba
el
muchacho,
cara
al
suelo,
en
el
mismo
sitio
donde
se
había
desplomado,
inmóvil.
Tres
ancianas
salieron
de
una
de
las
casas,
y,
no
sin
dificultad,
lo
levantaron
y lo
entraron
en
ella.
El
águila
y el
hombre
crucificado
siguieron
montando
la
guardia
un
rato
ante
la
plaza
desierta;
después,
como
si
ya
hubiesen
visto
lo
suficiente,
se
hundieron
por
las
escotillas
y
desaparecieron
en
el
seno
de
su
mundo
subterráneo.
Lenina
todavía
sollozaba.
–
¡Qué
horrible!
–
repetía
una
y
otra
vez,
ante
los
vanos
consuelos
de
Bernard.
–
¡Qué
horrible!
¡Esa
sangre!
–
Se
estremeció.
–
¡Y
no
tener
ni
un
gramo
de
soma!
En
la
habitación
interior
se
oyeron
unos
pasos.
El
atuendo
del
joven
que
salió
a la
terraza
era
indio;
pero
sus
trenzados
cabellos
eran
de
color
pajizo,
sus
ojos
azules,
y su
piel
blanca,
aunque
bronceada
por
el
sol.
–
Hola.
Buenos
días
–
dijo
el
desconocido,
en
un
inglés
correcto,
pero
algo
peculiar
– .
Ustedes
son
civilizados,
¿verdad?
¿Vienen
del
Otro
Sitio,
de
fuera
de
la
Reserva?
–
Pero,
¿quién
demonios...?
–
empezó
Bernard,
asombrado.
El
joven
suspiró
y
meneó
la
cabeza.
–
El
más
desdichado
de
los
caballeros
–
dijo.
Y,
señalando
las
manchas
de
sangre
del
centro
de
la
plaza,
añadió
– :
¿Ven
ustedes
esa
maldita
mancha?
Y en
su
voz
temblaba
la
emoción.
–
Un
gramo
es
mejor
que
un
taco
–
dijo
Lenina,
maquinalmente,
sin
apartar
las
manos
de
su
rostro.
– ¡Ojalá
tuviera
un
poco
de
soma!
–
Yo
debía
estar
allá
–
prosiguió
el
joven.
–
¿Por
qué
no
me
dejan
ser
la
víctima?
Yo
hubiese
dado
diez
vueltas,
doce,
acaso
quince.
Palowhtiwa
sólo
dio
siete.
Hubiesen
podido
sacarme
el
doble
de
sangre.
Teñir
de
púrpura
los
mares
multitudinarios.
–
Abrió
los
brazos
en
un
amplio
ademán
y
luego
los
dejó
caer
con
desesperación.
–
Sin
embargo,
no
me
lo
permiten.
No
les
gusto,
a
causa
del
color
de
mi
piel.
Siempre
ha
sido
así.
Siempre.
Las
lágrimas
asomaron
a
los
ojos
del
joven;
avergonzado,
apartó
el
rostro.
El
asombro
hizo
olvidar
a
Lenina
su
privación
de
soma.
Descubrió
su
rostro
y,
por
primera
vez,
miró
al
desconocido.
–
¿Quiere
usted
decir
que
deseaba
que
le
azotaran
con
aquel
látigo?
Todavía
con
el
rostro
apartado,
el
joven
asintió
con
la
cabeza.
–
Por
el
bien
del
pueblo;
para
que
llueva
y el
maíz
crezca.
Y
para
agradar
a
Pukong
y a
Jesús.
Y
también
para
demostrar
que
puedo
soportar
el
dolor
sin
gritar.
Sí
– y
su
voz,
súbitamente,
cobró
una
nueva
resonancia,
y se
volvió,
cuadrando
los
hombros
y
levantando
el
mentón
en
actitud
de
orgullo
y de
reto
– ,
para
demostrarles
que
soy
hombre...
¡Oh!
Se
le
cortó
el
aliento
y
permaneció
en
silencio,
boqueando.
Por
primera
vez
en
su
vida
había
visto
la
cara
de
una
muchacha
cuyas
mejillas
no
eran
de
color
de
chocolate
o de
piel
de
perro,
cuyos
cabellos
eran
castaños
y
ondulados,
y
cuya
expresión
(¡asombrosa
novedad!)
era
de
benévolo
interés.
Lenina
le
sonreía:
¡Qué
chico
tan
guapo!
–
pensaba.
–
Tiene
un
cuerpo
realmente
hermoso.
La
sangre
se
agolpó
en
la
cara
del
muchacho;
bajó
los
ojos,
volvió
a
levantarlos
un
momento
sólo
para
volver
a
verla
sonriéndole,
y se
sintió
tan
trastornado
que
tuvo
que
volver
la
cara
y
fingir
que
miraba
con
gran
interés
algo
situado
en
el
otro
extremo
de
la
plaza.
Las
preguntas
de
Bernard
aportaron
una
distracción.
¿Quién?
¿Cómo?
¿Cuándo?
¿De
dónde?
Con
los
ojos
fijos
en
la
cara
de
Bernard
(porque
deseaba
tan
apasionadamente
ver
la
sonrisa
de
Lenina
que
no
se
atrevía
a
mirarla),
el
muchacho
intentó
explicarse.
Linda
y
él,
Linda
era
su
madre
(la
palabra
puso
muy
violenta
a
Lenina)
eran
extranjeros
en
la
Reserva.
Linda
había
llegado
del
Otro
Lugar
mucho
tiempo
atrás,
antes
de
que
él
naciera,
con
un
hombre
que
era
el
padre
del
joven.
(Bernard
aguzó
el
oído.)
Linda
había
ido
a
dar
un
paseo,
sola
por
las
montañas
del
Norte,
y al
caer
por
un
barranco
se
había
herido
en
la
cabeza.
–
Siga,
siga
–
dijo
Bernard,
lleno
de
excitación.
Unos
cazadores
de
Malpaís
la
habían
encontrado
y
traído
al
pueblo.
En
cuanto
al
hombre
que
era
el
padre
del
muchacho,
Linda
no
había
vuelto
a
verle.
Se
llamaba
Tomakin.
(Sí,
Thomas
era
el
nombre
de
pila
del
D.I.C.).
Debió
de
haberse
marchado
de
nuevo
al
Otro
Lugar,
sin
ella.
Sin
duda
era
un
hombre
malo,
infiel,
depravado.
–
Y
así
nací
en
Malpaís
–
concluyó
el
joven.
–
En
Malpaís.
Y
movió
la
cabeza.
¡Qué
inmundicia
era
aquella
casita
de
las
afueras
del
pueblo!
Un
trecho
cubierto
de
polvo
y de
basuras
la
separaba
de
la
aldea.
Ante
su
puerta,
dos
perros
hambrientos
hurgaban
de
un
modo
repugnante
en
la
basura.
Dentro,
cuando
ellos
entraron,
la
penumbra
hedía
y
aparecía
llena
de
moscas.
–
¡Linda!
–
llamó
el
muchacho.
Desde
el
interior,
una
voz
áspera
de
mujer
dijo:
–
¡Voy!
Esperaron.
En
el
suelo
veíanse
unas
escudillas
que
contenían
los
restos
de
un
ágape,
o
acaso
de
varios.
La
puerta
se
abrió.
Una
india
rubia
y
muy
corpulenta
cruzó
el
umbral
y se
quedó
mirando
a
los
forasteros,
incrédulamente,
boquiabierta.
Lenina
observó
con
desagrado
que
le
faltaban
dos
dientes.
Y el
color
de
los
que
quedaban...
Se
estremeció.
Era
peor
que
el
viejo.
¡Y
tan
gorda!
Una
cara
abotagada,
cubierta
de
arrugas.
¡Y
aquellas
mejillas
flácidas,
con
manchas
purpúreas!
¡Y
aquellas
venas
rojas
en
la
nariz!
¡Y
aquellos
ojos
inyectados
en
sangre!
¡Y
aquel
cuello...!
¡Aquel
cuello!
¡Y
la
manta
que
llevaba
en
la
cabeza,
vieja
y
sucia!
Y
bajo
la
túnica
áspera,
de
color
pardo,
aquellos
pechos
enormes,
la
redondez
del
estómago,
las
caderas...
¡Oh,
mucho
peor
que
el
viejo,
muchísimo
peor!
Y,
de
pronto,
aquel
ser
estalló
en
un
torrente
de
palabras,
corrió
hacia
Lenina
y...
(¡Ford!
¡Ford!
Era
algo
asqueroso;
en
otro
momento
hubiera
podido
marearse)...
y la
estrechó
contra
su
vientre,
contra
su
pecho,
y
empezó
a
besarla.
¡Ford!,
a
besarla,
babeándole.
Ante
ella
vio
un
rostro
hinchado
y
distorsionado;
aquella
criatura
lloraba.
–
¡Oh,
querida!
–
El
torrente
de
palabras
fluía
entre
sollozos.
–
¡Si
supieras
cuán
feliz
soy!
¡Después
de
tantos
años!
¡Una
cara
civilizada!
¡Sí,
y
ropas
civilizadas!
Creí
que
no
volvería
a
ver
jamás
una
prenda
de
auténtica
seda
al
acetato.
–
Tocó
la
manga
de
la
blusa
de
Lenina.
Sus
uñas
aparecían
negras.
–
¡Y
esos
preciosos
pantalones
cortos
de
pana
de
viscosa!
¿Sabes?
Todavía
tengo
mis
vestidos
viejos,
los
que
llevaba
cuando
vine
aquí,
guardados
en
una
caja.
Después
te
los
enseñaré.
Aunque,
desde
luego,
el
acetato
se
ha
agujereado
del
todo.
Pero
todavía
tengo
una
cartuchera
blanca
estupenda;
aunque
la
verdad
es
que
la
tuya,
de
cuero
verde,
todavía
es
más
bonita.
¡Para
lo
que
me
sirvió,
mi
cartuchera!
– Y
de
nuevo
se
echó
a
llorar.
–
Supongo
que
John
ya
os
lo
ha
contado.
¡Lo
que
tuve
que
sufrir!
¡Y
sin
un
gramo
de
soma!
Sólo
un
trago
de
mescal
de
vez
en
cuando,
cuando
Popé
me
lo
traía.
Popé
es
un
muchacho
que
era
amigo
mío.
Pero
el
mescal
deja
una
resaca
terrible,
y el
peyotl
marea;
además,
al
día
siguiente
todavía
me
sentía
más
avergonzada.
Y lo
estaba
mucho.
Piénsalo
por
un
momento:
yo,
una
Beta,
tener
un
hijo;
ponte
en
mi
sitio.
–
La
sugerencia
hizo
estremecer
a
Lenina.
–
Aunque
no
fue
mía
la
culpa,
lo
juro;
todavía
no
sé
cómo
pudo
ocurrir,
teniendo
en
cuenta
que
hice
todos
los
ejercicios
malthusianos,
ya
sabes,
por
tiempos:
uno,
dos,
tres,
cuatro.
Lo
juro;
pero
el
caso
es
que
ocurrió;
y,
naturalmente,
aquí
no
había
ni
un
solo
Centro
Abortivo.
Grandes
lagrimones
escapaban
por
entre
sus
párpados
cerrados.
–
Y el
viaje
de
regreso
de
Stoke
Poges,
en
avión,
por
la
noche...
Y
luego
un
baño
caliente
y el
masaje
mecánico...
Aquí,
en
cambio...
Aspiró
una
profunda
bocanada
de
aire,
movió
la
cabeza,
volvió
a
abrir
los
ojos,
se
sorbió
los
mocos
un
par
de
veces,
luego
se
sonó
con
los
dedos
y se
los
secó
con
la
falda.
–
¡Oh,
perdón!
–
dijo,
en
respuesta
a la
involuntaria
mueca
de
asco
de
Lenina.
–
No
debí
hacerlo.
Perdón.
Pero,
¿qué
se
puede
hacer
cuando
no
hay
pañuelos?
Recuerdo
cómo
me
trastornaba
toda
esta
suciedad,
la
falta
de
asepsia.
Cuando
me
trajeron
aquí
tenía
una
herida
horrible
en
la
cabeza.
No
puedes
figurarte
lo
que
me
ponían
en
ella.
Porquerías,
sólo
porquerías.
Civilización
es
Esterilización,
solía
decirles
yo.
Y
Arre,
estreptococos,
a
Banbury
– T,
a
ver
cuartos
de
baño
y
retretes
espléndidos,
como
si
fueran
niños.
Pero,
claro,
no
me
entendían.
Imposible.
Y,
al
fin,
supongo
que
me
acostumbré.
Por
otra
parte,
¿cómo
se
puede
tener
higiene
si
no
hay
una
instalación
de
agua
caliente?
Mira
esas
ropas.
La
lana
animal
no
es
como
el
acetato.
Dura
eternidades.
Y si
se
desgarra
se
supone
que
una
la
remienda.
Pero
yo
soy
una
Beta;
yo
trabajaba
en
la
Sala
de
Fecundación;
nadie
me
enseñó
jamás
a
hacer
estas
cosas.
No
era
asunto
de
mi
incumbencia.
Además,
no
era
bien
visto.
Cuando
los
vestidos
se
estropeaban
había
que
tirarlos
y
comprar
otros
nuevos.
A
más
remiendos,
menos
dinero.
¿No
es
verdad?
Los
remiendos
eran
antisociales.
Pero
aquí
todo
es
diferente.
Es
como
vivir
entre
locos.
Todo
lo
que
hacen
es
pura
locura.
Linda
miró
a su
alrededor;
vio
que
John
y
Bernard
las
habían
dejado
solas
y
paseaban
entre
el
polvo
y la
basura
del
exterior;
aun
así,
bajó
confidencialmente
la
voz
y
acercó
tanto
los
labios
a la
oreja
de
Lenina
que
el
hálito
de
veneno
embrional
agitó
la
pelusilla
de
su
mejilla.
–
Por
ejemplo
–
susurró
– ,
la
forma
en
que
la
gente
de
aquí
se
empareja.
Una
locura,
te
lo
aseguro,
una
auténtica
locura.
Todo
el
mundo
pertenece
a
todo
el
mundo,
¿no
es
cierto?
¿No
es
cierto?
–
insistió,
tirando
a
Lenina
de
la
manga.
Lenina,
apartando
la
cabeza,
asintió,
soltó
el
aire
que
hasta
entonces
habla
contenido
y
aspiró
una
nueva
bocanada
relativamente
libre
de
malos
olores.
–
Pues
bien
–
prosiguió
Linda
– ,
aquí
se
supone
que
una
sólo
puede
pertenecer
a
otra
persona.
Y si
aceptas
tratos
con
otros
hombres
te
consideran
mala
y
antisocial.
Te
odian
y te
desprecian.
Una
vez
acudió
un
grupo
de
mujeres
y
armaron
un
escándalo
porque
sus
hombres
venían
a
verme.
Bueno,
¿y
por
qué
no?
Y me
pegaron
la
gran
paliza...
Fue
horrible.
No,
no
puedo
contártelo.
–
Linda
se
tapó
la
cara
con
las
manos
y se
estremeció.
–
Son
odiosas,
las
mujeres
de
aquí.
Locas,
locas
y
crueles.
Y,
desde
luego,
no
saben
nada
de
ejercicios
malthusianos,
ni
de
frascos,
ni
de
decantación,
ni
de
nada.
Por
esto
constantemente
tienen
hijos...
como
perras.
Es
asqueroso.
Y
pensar
que
yo...
¡Oh,
Ford,
Ford,
Ford!
Y,
sin
embargo,
John
fue
un
gran
consuelo
para
mí.
No
sé
qué
hubiese
hecho
yo
sin
él.
A
pesar
de
que
se
ponía
como
loco
cada
vez
que
un
hombre...
Ya
cuando
era
niño,
no
creas.
Una
vez,
cuando
ya
era
mayorcito,
quiso
matar
al
pobre
Waihusiwa,
o a
Popé,
no
lo
recuerdo
bien,
sólo
porque
alguna
que
otra
vez
venían
a
verme.
Nunca
logré
que
comprendiera
que
así
es
como
debían
obrar
las
personas
civilizadas.
Yo
creo
que
la
locura
es
contagiosa.
En
todo
caso,
John
parece
habérsela
contagiado
de
los
indios.
Porque,
naturalmente,
convivió
mucho
con
ellos.
A
pesar
de
que
se
portaban
muy
mal
con
él y
no
le
dejaban
hacer
lo
que
los
demás
muchachos
hacían.
Lo
cual,
en
cierta
manera,
fue
una
suerte,
porque
así
me
fue
más
fácil
condicionarle
un
poco.
Aunque
no
tienes
idea
de
cuán
difícil
es.
¡Hay
tantas
cosas
que
una
no
sabe!
No
tenía
por
qué
saberlas,
claro.
Quiero
decir
que,
cuando
un
niño
te
pregunta
cómo
funciona
un
helicóptero
o
quién
hizo
el
mundo...
bueno,
¿qué
puedes
contestar
si
eres
una
Beta
y
siempre
has
trabajado
en
la
Sala
de
Fecundación?
¿Que
puedes
contestar?
CAPITULO
VIII
Fuera,
entre
el
polvo
y la
basura
(a
la
sazón
había
ya
cuatro
perros),
Bernard
y
John
paseaban
lentamente.
–
Para
mí
es
muy
difícil
comprenderlo
–
decía
Bernard
– ,
reconstruir...
Es
como
si
viviéramos
en
diferentes
planetas,
en
siglos
diferentes.
Una
madre,
y
toda
esta
porquería,
y
dioses,
y la
vejez,
y la
enfermedad...
–
Movió
la
cabeza.
–
Es
casi
inconcebible.
Nunca
lo
comprenderé,
a
menos
que
me
lo
expliques.
–
¿Que
te
explique
qué?
–
Esto.
– Y
Bernard
señaló
el
pueblo.
– Y
esto.
– Y
ahora
señaló
la
casita
en
las
afueras
–
Todo.
Toda
tu
vida.
–
Pero,
¿qué
puedo
decir
yo?
–
Todo,
desde
el
principio.
Desde
tan
atrás
como
puedas
recordar.
–
Desde
tan
atrás
como
pueda
recordar...
–
John
frunció
el
ceño.
Siguió
un
largo
silencio.
John
recordaba
una
estancia
enorme,
muy
oscura;
había
en
ella
unos
armatostes
de
madera
con
unas
cuerdas
atadas
a
ellos,
y
muchas
mujeres
de
pie,
en
torno
a
aquellos
armatostes,
tejiendo
mantas,
según
dijo
Linda.
Linda
le
ordenó
que
se
sentara
en
un
rincón,
con
los
otros
niños.
De
pronto
la
gente
empezó
a
hablar
en
voz
muy
alta,
y
unas
mujeres
empujaban
a
Linda
hacia
fuera,
y
Linda
lloraba.
Linda
corrió
hacia
la
puerta,
y
John
tras
ella.
Le
preguntó
por
qué
estaban
enojadas.
–
Porque
he
roto
una
cosa
–
dijo
Linda.
Y
entonces
se
enojó
ella
también.
–
¿Por
qué
he
de
saber
yo
nada
de
sus
estúpidos
trabajos?
–
dijo.
–
¡Salvajes!
John
le
preguntó
qué
quería
decir
salvajes.
Cuando
volvieron
a
casa,
Popé
esperaba
en
la
puerta
y
entró
con
ellos.
Llevaba
una
gran
calabaza
llena
de
un
líquido
que
parecía
agua;
pero
no
era
agua,
sino
algo
que
olía
mal,
quemaba
en
la
boca
y
hacía
toser.
Linda
bebió
un
poco
y
Popé
también,
y
luego
Linda
rió
mucho
y
habló
con
voz
muy
fuerte,
y al
final
ella
y
Popé
pasaron
al
otro
cuarto.
Cuando
Popé
se
hubo
marchado,
John
entró
en
la
habitación.
Linda
estaba
acostada
y
dormía
profundamente.
Popé
solía
ir
por
la
casa.
Decía
que
el
líquido
de
la
calabaza
se
llamaba
mescal;
pero
Linda
decía
que
debía
llamarse
soma;
sólo
que
después
uno
se
encontraba
mareado.
John
odiaba
a
Popé.
Les
odiaba
a
todos,
a
todos
los
hombres
que
iban
a
ver
a
Linda.
Una
tarde,
después
de
jugar
con
otros
niños
–
recordaba
que
hacía
frío,
y
había
nieve
en
las
montañas
– ,
John
volvió
a
casa
y
oyó
voces
iracundas
en
el
dormitorio.
Eran
de
mujer,
y
decían
palabras
que
él
no
entendía;
pero
sabía
que
eran
palabras
horribles.
Luego,
de
pronto,
¡plas!,
algo
cayó
al
suelo;
oyó
movimiento
de
gente,
y
otro
ruido,
como
cuando
azotan
a
una
mula,
pero
una
mula
carnosa;
después
Linda
chilló:
¡Oh,
no,
no,
no!
John
entró
corriendo.
Había
tres
mujeres
con
mantos
negros.
Linda
estaba
acostada.
Una
de
las
mujeres
la
sujetaba
por
las
muñecas.
La
otra
se
había
sentado
encima
de
sus
piernas
para
que
no
pudiera
patalear.
La
tercera
la
golpeaba
con
un
látigo.
Una,
dos,
tres
veces;
y
cada
vez
Linda
chillaba.
Llorando,
John
se
agarró
al
borde
del
manto
de
la
mujer.
Por
favor,
por
favor.
Con
la
mano
que
tenía
libre,
la
mujer
lo
apartó.
El
látigo
volvió
a
caer,
y de
nuevo
Linda
chilló.
John
agarró
la
mano
fuerte
y
morena
de
la
mujer
entre
las
suyas
y le
pegó
un
mordisco
con
todas
sus
fuerzas.
La
mujer
gritó,
libró
la
mano
que
tenía
cogida
y le
arreó
tal
empujón
que
lo
derribó.
Cuando
todavía
estaba
en
el
suelo,
la
mujer
lo
azotó
tres
veces
con
el
látigo.
Le
dolió
como
nunca
le
había
dolido
nada:
como
fuego.
El
látigo
volvió
a
silbar
y
cayó.
Pero
esta
vez
chilló
Linda.
–
Pero,
¿por
qué
querían
hacerte
daño,
Linda?
–
le
preguntó
aquella
noche.
John
lloraba,
porque
las
señales
rojas
del
látigo
en
la
espalda
le
dolían
terriblemente.
Pero
también
lloraba
porque
la
gente
era
tan
brutal
y
mala,
y
porque
él
sólo
era
un
niño
y
nada
podía
hacer
contra
ella.
–
¿Por
qué
querían
hacerte
daño,
Linda?
–
No
lo
sé.
¿Cómo
puedo
saberlo?
Era
difícil
entender
lo
que
decía,
porque
Linda
yacía
boca
abajo
y
tenía
la
cara
sepultada
en
la
almohada.
–
Dicen
que
estos
hombres
son
sus
hombres
–
prosiguió.
Y
era
como
si
no
le
hablara
a
él,
como
si
se
lo
dijera
a
alguien
que
se
hallara
dentro
de
ella
misma.
Una
larga
charla
que
John
no
entendía;
y,
al
final,
Linda
volvió
a
chillar,
más
fuerte
que
nunca.
–
¡Oh,
no,
no
llores,
Linda!
¡No
llores!
John
la
abrazó
con
fuerza.
Le
pasó
un
brazo
por
el
cuello.
Linda
gritó:
–
¡Ten
cuidado!
¡Mi
hombro!
¡Oh!
Y lo
apartó
de
sí,
con
fuerza.
John
fue
a
dar
de
cabeza
contra
la
pared.
–
¡Imbécil!
–
le
gritó
su
madre.
Y,
de
pronto,
empezó
a
pegarle
bofetadas.
Una,
y
otra,
y
otra
más...
–
¡Linda!
–
gritó
John.
–
¡Oh,
madre,
no,
no!
–
Yo
no
soy
tu
madre.
Yo
no
quiero
ser
tu
madre.
–
Pero,
Linda...
¡Oh!
Otro
cachete
en
la
mejilla.
–
Me
he
vuelto
como
una
salvaje
–
gritaba
Linda.
–
Tengo
hijos
como
un
animal...
De
no
haber
sido
por
ti
hubiese
podido
presentarme
al
Inspector,
hubiese
podido
marcharme
de
aquí.
Pero
no
con
un
hijo.
Hubiese
sido
una
vergüenza
demasiado
grande.
John
adivinó
que
iba
a
pegarle
de
nuevo
y
levantó
un
brazo
para
protegerse
la
cara
– ¡Oh,
no,
Linda,
no,
por
favor!
–
¡Bestezuela!
Linda
lo
obligó
a
bajar
el
brazo,
dejándole
la
cara
al
descubierto.
–
¡No,
Linda!
John
cerró
los
ojos,
esperando
el
golpe.
Pero
Linda
no
le
pegó.
Al
cabo
de
un
momento,
John
volvió
a
abrir
los
ojos
y
vio
que
su
madre
lo
miraba.
John
intentó
sonreírle.
De
pronto,
Linda
lo
abrazó
y
empezó
a
besarle,
una
y
otra
vez.
Los
momentos
más
felices
eran
cuando
Linda
le
hablaba
del
Otro
Lugar.
–
¿Y
de
veras
puedes
volar
cuando
se
te
antoja?
–
De
veras.
Y
Linda
le
contaba
lo
de
la
hermosa
música
que
salía
de
una
caja,
y
los
juegos
estupendos
a
que
se
podía
jugar,
y
las
cosas
deliciosas
de
comer
y de
beber
que
había,
y la
luz
que
surgía
con
sólo
pulsar
un
aparatito
en
la
pared,
y
las
películas
que
se
podían
oír,
y
palpar
y
ver,
y
otra
caja
que
producía
olores
agradables,
y
las
casas
rosadas,
verdes,
azules
y
plateadas;
altas
como
montañas,
y
todo
el
mundo
feliz,
y
nadie
triste
ni
enojado,
y
todo
el
mundo
pertenecía
a
todo
el
mundo,
y
las
cajas
que
permitía
ver
y
oír
todo
lo
que
ocurría
en
el
otro
extremo
del
mundo,
y
los
niños
en
frascos
limpios
y
hermosos...
todo
limpísimo,
sin
malos
olores,
sin
suciedad...
Y
nadie
solo,
sino
viviendo
todos
juntos,
alegres
y
felices,
algo
así
como
en
los
bailes
de
verano
de
Malpaís,
pero
mucho
más
felices,
porque
su
felicidad
era
de
todos
los
días,
de
siempre...
John
la
escuchaba
embelesado.
Muchos
hombres
iban
a
ver
a
Linda.
Los
chiquillos
empezaron
a
señalarla
con
el
dedo.
En
su
lengua
extranjera
decían
que
Linda
era
mala;
la
llamaban
con
nombres
que
John
no
comprendía,
pero
que
sabía
eran
malos
nombres.
Un
día
empezaron
a
cantar
una
canción
acerca
de
Linda,
una
y
otra
vez.
John
les
arrojó
piedras.
Ellos
replicaron,
y
una
piedra
aguzada
lo
hirió
en
la
mejilla.
La
sangre
no
cesaba
de
manar
y
pronto
quedó
cubierto
de
ella.
Linda
le
enseñó
a
leer.
Con
un
trozo
de
carbón
dibujaba
figuras
en
la
pared
–
un
animal
echado,
un
niño
dentro
de
una
botella
– ,
y
después
escribía
detrás:
El
gato
duerme,
el
pequeño
está
en
el
bote.
John
aprendió
de
prisa
y
con
facilidad.
Cuando
ya
sabía
leer
todas
las
palabras
que
su
madre
escribía
en
la
pared,
Linda
abrió
su
gran
caja
de
madera
y
sacó
de
debajo
de
aquellos
graciosos
pantalones
rojos
que
nunca
llevaba
un
librito
muy
delgado.
John
lo
había
visto
ya
muchas
veces.
–
Cuando
seas
mayor
–
le
decía
siempre
su
madre
–
te
dejaré
leerlo.
Bueno,
ahora
ya
era
lo
bastante
mayor.
John
se
sentía
muy
orgulloso.
–
Temo
que
no
lo
encontrarás
muy
apasionante
–
dijo
Linda
– ,
pero
es
el
único
que
tengo.
– Y
suspiró.
–
¡Si
pudieras
ver
las
estupendas
máquinas
de
leer
que
tenemos
en
Londres!
John
empezó
a
leer.
El
Condicionamiento
químico
y
bacteriológico
del
embrión.
Instrucciones
prácticas
para
los
trabajadores
Beta
del
Almacén
de
Embriones.
Sólo
leer
el
título
le
llevó
un
cuarto
de
hora.
John
arrojó
el
libro
al
suelo.
–
¡Libro
feo,
libro
feo!
–
exclamó.
Y se
echó
a
llorar.
Los
muchachos
seguían
cantando
su
horrible
canción
acerca
de
Linda.
Y a
veces
se
burlaban
de
él
porque
iba
tan
desharrapado.
Cuando
se
le
rompían
los
vestidos,
Linda
no
sabía
remendarlos.
En
el
Otro
Lugar,
le
dijo
su
madre,
la
gente
tiraba
la
ropa
vieja
y se
compraba
otra
nueva.
–
¡Harapiento,
harapiento!
–
le
chillaban
los
muchachos.
–
Pero
yo
sé
leer
–
se
decía
John
– ,
y
ellos
no.
Ni
siquiera
saben
lo
que
es
leer.
No
le
era
difícil,
si
se
esforzaba
en
pensar
en
aquello,
fingir
que
no
le
importaba
que
se
burlaran
de
él.
Pidió
a
Linda
que
volviera
a
prestarle
el
libro.
Cuanto
más
cantaban
los
muchachos
y
más
lo
señalaban
con
el
dedo,
tanto
más
ahincadamente
leía.
Pronto
pudo
leer
todas
las
palabras.
Hasta
las
más
largas.
Pero,
¿qué
significaban?
Se
lo
preguntó
a
Linda.
Pero
ni
siquiera
cuando
ésta
podía
contestarle
lo
comprendía
con
claridad.
Y
generalmente
ni
siquiera
podía
contestarle.
–
¿Qué
son
productos
químicos?
–
preguntaba
John.
–
¡Oh!
Cosas
como
sales
de
magnesio
y
alcohol
para
mantener
a
los
Deltas
y
los
Epsilones
pequeños
y
retrasados,
y
carbonato
de
calcio
para
los
huesos,
y
cosas
por
el
estilo.
–
Pero,
¿cómo
se
hacen
los
productos
químicos,
Linda?
¿De
dónde
salen?
–
No
lo
sé.
Se
sacan
de
frascos.
Y
cuando
los
frascos
quedan
vacíos,
se
envía
a
buscar
más
al
Almacén
Químico.
Supongo
que
la
gente
del
Almacén
Químico
los
fabrica.
O
acaso
van
a
buscarlos
a la
fábrica.
No
lo
sé.
Yo
no
trabajaba
en
eso.
Yo
estaba
ocupada
en
los
embriones.
Y lo
mismo
ocurría
con
cualquier
cosa
que
preguntara.
Por
lo
visto,
Linda
apenas
sabía
nada.
Los
viejos
del
pueblo
daban
respuestas
mucho
más
concretas.
La
semilla
de
los
hombres
y de
todas
las
criaturas,
la
semilla
del
sol
y la
semilla
de
la
tierra
y la
semilla
del
cielo,
todo
esto
lo
hizo
Awonawilona
de
la
Niebla
Desarrolladora.
El
mundo
tiene
cuatro
vientres;
y
Awonawilona
enterró
las
semillas
en
el
más
bajo
de
los
cuatro
vientres.
Y
gradualmente
las
semillas
empezaron
a
germinar...
Un
día
(John
calculó
más
tarde
que
ello
debió
de
ocurrir
poco
después
de
haber
cumplido
los
doce
años),
llegó
a
casa
y
encontró
en
el
suelo
del
dormitorio
un
libro
que
no
había
visto
nunca
hasta
entonces.
Era
un
libro
muy
grueso
y
parecía
muy
viejo.
Los
ratones
habían
roído
sus
tapas;
y
algunas
de
sus
páginas
aparecían
sueltas
o
arrugadas.
John
lo
cogió
y
miró
la
portadilla.
El
libro
se
titulaba
Obras
Completas
de
William
Shakespeare.
Linda
yacía
en
la
cama,
bebiendo
en
una
taza
el
hediondo
mescal.
–
Popé
lo
trajo
–
dijo.
Su
voz
sonaba
estropajosa
y
áspera,
como
si
no
fuese
la
suya
– .
Estaba
en
uno
de
los
arcones
de
la
Kiva
de
los
Antílopes.
Seguramente
estaba
allá
desde
hace
cientos
de
años.
Supongo
que
así
es,
porque
le
he
echado
una
ojeada
y
sólo
dice
tonterías.
Un
autor
que
estaba
por
civilizar.
Aun
así,
te
servirá
para
hacer
prácticas
de
lectura.
Echó
otro
trago,
apuró
la
taza,
la
dejó
en
el
suelo,
al
lado
de
la
cama,
se
volvió
de
lado,
hipó
una
o
dos
veces
y se
durmió.
John
abrió
el
libro
al
azar.
Nada,
sólo
vivir
en
el
rancio
sudor
de
un
lecho
inmundo,
cociéndose
en
la
corrupción,
arrullándose
y
haciendo
el
amor
sobre
el
maculado
camastro...
Las
extrañas
palabras
penetraron,
rumorosas,
en
su
mente
como
la
voz
del
trueno;
como
los
tambores
de
las
danzas
de
verano
si
los
tambores
supieran
hablar;
como
los
hombres
que
cantan
el
Canto
del
Maíz,
tan
hermoso
que
hacía
llorar;
como
las
palabras
mágicas
del
viejo
Mitsima
sobre
sus
plumas,
sus
palos
tallados
y
sus
trozos
de
hueso
y de
piedra:
kiathla
tsilu
siloklve
silokwe
silokwe.
Kiai
silu
silu,
tsithl.
Pero
mejor
que
las
fórmulas
mágicas
de
Mitsima,
porque
aquello
significaba
algo
más,
porque
le
hablaba
a
él;
le
hablaba
maravillosamente,
de
una
manera
sólo
a
medias
comprensible,
con
un
poder
mágico
terriblemente
bello,
de
Linda;
de
Linda
que
yacía
allá,
roncando,
con
la
taza
vacía
junto
a su
cama;
le
hablaba
de
Linda
y
Popé,
de
Linda
y
Popé.
John
odiaba
a
Popé
cada
vez
más.
Un
hombre
puede
sonreír
y
sonreír
y
ser
un
villano.
Un
villano
incapaz
de
remordimientos,
traidor,
cobarde,
inhumano.
¿Qué
significaban
exactamente
estas
palabras?
John
sólo
lo
sabía
a
medias.
Pero
su
magia
era
poderosa,
y
las
palabras
seguían
resonando
en
su
cerebro,
y en
cierta
manera
era
como
si
hasta
entonces
no
hubiese
odiado
realmente
a
Popé;
como
si
no
le
hubiese
odiado
realmente
porque
nunca
había
sido
capaz
de
expresar
cuánto
le
odiaba.
Pero
ahora
John
tenía
estas
palabras,
estas
palabras
que
eran
como
tambores,
como
cantos,
como
fórmulas
mágicas.
Un
día,
cuando
John
volvió
a
casa,
después
de
sus
juegos,
encontró
abierta
la
puerta
del
cuarto
interior
y
los
vio
yaciendo
los
dos
en
la
cama,
dormidos:
la
blanca
Linda,
y
Popé,
casi
negro
a su
lado,
con
un
brazo
bajo
los
hombros
de
ella
y el
otro
encima
de
su
pecho,
con
una
de
sus
trenzas
negras
sobre
la
blanca
garganta
de
Linda,
como
una
serpiente
que
quisiera
estrangularla.
En
el
suelo,
junto
a la
cama,
había
la
calabaza
de
Popé
y
una
taza.
Linda
roncaba.
John
tuvo
la
sensación
de
que
su
corazón
había
desaparecido,
dejando
un
hueco
en
su
lugar.
Sí,
se
sentía
vacío.
Vacío,
y
frío,
y un
tanto
mareado,
y
como
deslumbrado.
Se
apoyó
en
la
pared
para
rehacerse
un
poco.
Villano
sin
remordimientos,
traidor,
cobarde...
Como
tambores,
como
los
hombres
cuando
cantan
al
maíz,
como
fórmulas
mágicas,
las
palabras
se
repetían
una
y
otra
vez
en
su
mente.
John
pasó
del
frío
inicial
a un
súbito
calor.
Las
mejillas,
inyectadas
en
sangre,
le
ardían,
la
habitación
vacilaba
y se
ensombrecía
ante
sus
ojos.
Rechinó
los
dientes.
Lo
mataré,
lo
mataré,
lo
mataré...,
empezó
a
decir.
Y,
de
pronto,
surgieron
otras
palabras:
Cuando
duerma,
borracho,
o
esté
enfurecido,
o
goce
del
placer
incestuoso
de
la
cama...
La
magia
estaba
de
su
parte,
la
magia
lo
explicaba
todo
y
daba
órdenes.
John
volvió
al
cuarto
exterior.
Cuando
duerma,
borracho...
El
cuchillo
de
cortar
la
carne
estaba
en
el
suelo,
junto
al
hogar.
John
lo
cogió
y,
de
puntillas,
se
acercó
de
nuevo
al
umbral.
Cuando
duerma,
borracho;
cuando
duerma,
borracho...
Cruzó
corriendo
la
estancia
y
clavó
el
cuchillo
– ¡oh,
la
sangre!
dos
veces,
mientras
Popé
despertaba
de
su
sueño;
levantó
la
mano
para
volver
a
clavar
el
cuchillo,
pero
alguien
le
cogió
la
muñeca
y
– ¡oh,
oh!
–
se
la
retorció.
John
no
podía
moverse,
estaba
cogido,
y
veía
los
ojillos
negros
de
Popé,
muy
cerca
de
él,
mirándole
fijamente.
John
desvió
la
mirada.
En
el
hombro
izquierdo
de
Popé
aparecían
dos
cortes.
¡Oh,
mira,
sangre!
–
gritaba
Linda.
–
¡Sangre!
Nunca
había
podido
soportar
la
vista
de
la
sangre.
Popé
levantó
la
otra
mano...
para
pegarme,
pensó
John.
Se
puso
rígido
para
aguantar
el
golpe.
Pero
la
mano
lo
cogió
por
debajo
del
mentón
y le
obligó
a
levantar
la
cabeza
y a
mirar
a
Popé
a
los
ojos.
Durante
largo
rato,
horas
y
más
horas.
Y de
pronto
–
no
pudo
evitarlo
–
John
empezó
a
llorar.
Y
Popé
se
echó
a
reír.
Anda,
ve
–
dijo,
en
su
lengua
india.
–
Ve,
mi
valiente
Thaiyuta.
Y
John
corrió
al
otro
cuarto,
a
ocultar
sus
lágrimas.
–
Ya
tienes
quince
años
–
dijo
el
viejo
Mitsima,
en
su
lengua
india.
–
Te
enseñaré
a
modelar
la
arcilla.
En
cuclillas,
junto
al
río,
trabajaron
juntos.
–
Ante
todo
–
dijo
Mitsima,
cogiendo
un
terrón
de
arcilla
húmeda
entre
sus
manos
– ,
haremos
una
luna
pequeña.
El
anciano
aplastó
el
terrón
dándole
forma
de
disco,
y
después
levantó
sus
bordes;
la
luna
se
convirtió
en
un
bol.
Lenta,
torpemente,
John
imitó
los
delicados
gestos
del
anciano.
–
Una
luna,
una
taza,
y
ahora
una
serpiente.
Mitsima
cogió
otro
terrón
de
arcilla
Y
formó
con
él
un
largo
cilindro
flexible,
lo
dobló
hasta
darle
la
forma
de
un
círculo
perfecto
y lo
colocó
encima
del
borde
del
bol.
–
Después
otra
serpiente,
y
otra,
y
otra.
Circulo
tras
círculo,
Mitsima
levantó
los
costados
de
la
jarra;
era
estrecha
en
la
parte
inferior,
se
hinchaba
hacia
el
centro
y
volvía
a
estrecharse
en
la
parte
del
cuello.
Mitsima
modelaba,
daba
palmaditas,
acariciaba
y
rascaba
la
arcilla;
y al
fin
salió
de
sus
manos
el
típico
jarro
de
agua
de
Malpaís,
si
bien
era
de
color
blanco
cremoso
en
lugar
de
negro,
y
blando
todavía.
La
contrahecha
imitación
del
jarro
de
Mitsima,
obra
de
John,
estaba
a su
lado.
Mirando
los
dos
jarros,
John
no
pudo
reprimir
una
carcajada.
–
Pero
el
próximo
será
mejor
–
dijo.
Y
empezó
a
humedecer
otro
terrón
de
arcilla.
Modelar,
dar
forma,
sentir
cómo
sus
dedos
adquirían
habilidad
y
fuerza
le
proporcionaba
un
placer
extraordinario.
–
Vitamina
A,
Vitamina
B,
Vitamina
C
–
canturreaba,
mientras
trabajaba.
–
La
grasa
está
en
el
hígado,
y el
bacalao
en
el
mar...
Y
también
Mitsima
cantaba:
una
canción
sobre
la
matanza
de
un
oso.
Trabajaron
todo
el
día;
y el
día
entero
estuvo
lleno
de
una
felicidad
intensa,
absorbente.
–
El
próximo
invierno
–
dijo
el
viejo
Mitsima
–
te
enseñaré
a
construir
un
arco.
John
esperó
largo
rato
delante
de
la
casa;
y al
fin
terminaron
las
ceremonias
que
se
celebraban
en
el
interior.
La
puerta
se
abrió
y
ellos
salieron.
Primero
Kothlu,
con
la
mano
derecha
extendida,
fuertemente
cerrado
el
puño,
como
si
guardara
una
joya
preciosa.
Le
seguía
Kiakimé,
también
con
la
mano
derecha
extendida,
pero
cerrado
el
puño.
Caminaban
en
silencio,
y en
silencio,
detrás
de
ellos,
seguían
los
hermanos,
las
hermanas,
los
primos
y la
gente
mayor.
Salieron
del
pueblo,
cruzando
la
altiplanicie.
Al
llegar
al
borde
del
acantilado
se
detuvieron,
cara
al
sol
matutino.
Kothlu
abrió
el
puño.
Viose
en
la
palma
de
su
mano
una
pulgarada
de
blanca
harina
de
maíz;
Kothlu
le
echó
un
poco
de
su
aliento,
pronunció
unas
palabras
misteriosas
y
arrojó
la
harina,
un
puñado
de
polvo
blanco,
en
dirección
al
sol.
Kiakimé
hizo
lo
mismo.
Después
el
padre
de
Kiakimé
avanzó
un
paso,
y
levantando
un
bastón
litúrgico
adornado
con
plumas,
pronunció
una
larga
oración
y
acabó
arrojando
el
bastón
en
la
misma
dirección
que
había
seguido
la
harina
de
maíz.
–
Se
acabó
–
dijo
el
viejo
Mitsima
en
voz
alta.
–
Están
casados.
–
Bueno
–
dijo
Linda,
cuando
se
volvieron
– ;
yo
sólo
digo
que
no
veo
la
necesidad
de
armar
tanto
alboroto
por
una
insignificancia
como
ésta.
En
los
países
civilizados,
cuando
un
muchacho
desea
a
una
chica,
se
limita
a...
Pero,
¿adónde
vas,
John?
John
no
le
hizo
caso
y
echó
a
correr,
lejos,
muy
lejos,
donde
pudiera
estar
solo.
Se
acabó.
Las
palabras
del
viejo
Mitsima
seguían
resonando
en
su
mente.
Se
acabó,
se
acabó...
En
silencio,
y
desde
lejos,
pero
violenta,
desesperadamente,
sin
esperanza
alguna
John
había
amado
a
Kiakimé.
Y
ahora,
todo
había
acabado.
John
tenía
dieciséis
años.
Cuando
la
luna
fuese
llena,
en
la
Kiva
de
los
Antílopes
se
revelarían
muchos
secretos,
se
ejecutarían
muchos
ritmos
ocultos.
Los
muchachos
bajarían
a la
Kiva
y
saldrían
de
ella
convertidos
en
hombres.
Todos
estaban
un
poco
asustados
y al
mismo
tiempo
impacientes.
Al
fin
llegó
el
día.
El
sol
fue
al
ocaso
y
apareció
la
luna.
John
fue
con
los
demás.
Ante
la
entrada
de
la
Kiva
esperaban
unos
hombres
morenos;
la
escalera
de
mano
descendía
hacia
las
profundidades
iluminadas
con
una
luz
rojiza.
Ya
los
primeros
habían
empezado
a
bajar.
De
pronto,
uno
de
los
hombres
avanzó,
lo
agarró
por
un
brazo
y lo
sacó
de
la
fila.
John
logró
escapar
de
sus
manos
y
volver
a
ocupar
su
lugar
entre
los
otros.
Esta
vez
el
hombre
lo
agarró
por
los
cabellos
y le
golpeó.
–
¡Tú
no,
albino!
–
¡El
hijo
de
perra,
no!
–
gritó
otro
hombre.
Los
muchachos
rieron.
–
¡Fuera!
John
todavía
no
se
decidía
a
separarse
del
grupo.
–
¡Fuera!
–
volvieron
a
gritar
los
hombres.
Uno
de
ellos
se
agachó,
cogió
una
piedra
y se
la
arrojó.
–
¡Fuera,
fuera,
fuera!
Cayó
sobre
él
un
chaparrón
de
guijarros.
Sangrando,
John
huyó
hacia
las
tinieblas.
De
la
Kiva
iluminada
de
rojo
llegaba
hasta
él
el
rumor
de
unos
cantos.
El
último
muchacho
había
bajado
ya
la
escalera.
John
se
había
quedado
solo.
Solo,
fuera
del
pueblo,
en
la
desierta
llanura
de
la
altiplanicie.
A la
luz
de
la
luna,
las
rocas
eran
como
huesos
blanqueados.
Abajo,
en
el
valle,
los
coyotes
aullaban
a la
luna.
Los
arañazos
le
escocían
y
los
cortes
todavía
le
sangraban;
pero
no
sollozaba
por
el
dolor,
sino
porque
estaba
solo,
porque
lo
habían
arrojado,
solo,
a
aquel
mundo
esquelético
de
rocas
y
luz
de
luna.
–
Solo,
siempre
solo
–
decía
el
joven.
Las
palabras
despertaron
un
eco
quejumbroso
en
la
mente
de
Bernard.
Solo,
solo...
–
También
yo
estoy
solo
–
dijo,
cediendo
a un
impulso
de
confianza.
–
Terriblemente
solo.
–
¿Tú?
–
John
parecía
sorprendido.
–
Yo
creía
que
en
el
Otro
Lugar...
Linda
siempre
dice
que
allá
nadie
está
solo.
Bernard
se
sonrojó,
turbado.
–
Verás
–
dijo,
tartamudeando
y
sin
mirarle
– ,
yo
soy
bastante
diferente
de
los
demás,
supongo.
Si
por
azar
uno
es
decantado
diferente...
–
Sí,
esto
es
–
asintió
el
joven.
–
Si
uno
es
diferente,
se
ve
condenado
a la
soledad.
Los
demás
le
tratan
brutalmente.
¿Sabes
que
a mí
me
han
mantenido
alejado
de
todo?
Cuando
los
otros
muchachos
fueron
enviados
a
pasar
la
noche
en
las
montañas,
donde
deben
soñar
cuál
es
su
respectivo
animal
sagrado,
a mí
no
me
dejaron
ir
con
los
otros;
ni
me
revelaron
ninguno
de
sus
secretos.
Pero
yo
lo
hice
todo
por
mí
mismo
–
agregó.
–
Pasé
cinco
días
sin
comer
absolutamente
nada
y
una
noche
me
marché
solo
a
aquellas
montañas.
Bernard
sonrió
con
condescendencia.
–
¿Y
soñaste
algo?
–
preguntó.
El
otro
asintió
con
la
cabeza.
–
Pero
no
debo
decirte
lo
que
soñé.
–
Guardó
silencio
un
momento,
y
después,
en
voz
baja,
prosiguió
– :
Una
vez
hice
algo
que
ninguno
de
los
demás
ha
hecho:
un
mediodía
de
verano,
permanecí
apoyado
en
una
roca,
con
los
brazos
abiertos,
como
Jesús
en
la
cruz.
–
Pero
¿por
qué
lo
hiciste?
–
Quería
saber
qué
sensación
producía
ser
crucificado.
Colgar
allá,
al
sol...
–
Pero
¿por
qué?
–
¿Por
qué?
Pues...
–
vaciló.
–
Porque
sentía
que
debía
hacerlo.
Si
Jesús
pudo
soportarlo...
Además,
si
uno
ha
hecho
algo
malo...
Por
otra
parte,
yo
no
era
feliz;
y
ésta
era
otra
razón.
–
A
primera
vista,
parece
una
forma
muy
curiosa
de
poner
remedio
a la
infelicidad
–
dijo
Bernard.
Pero,
pensándolo
mejor,
llegó
a la
conclusión
de
que,
a
fin
de
cuentas,
algo
había
en
ello.
Quizá
fuese
mejor
que
tomar
soma...
–
Al
cabo
de
un
rato
me
desmayé
–
dijo
el
joven.
–
Caí
boca
abajo.
¿No
ves
la
señal
del
corte
que
me
hice?
Se
levantó
el
mechón
de
pelo
rubio
que
le
cubría
la
frente,
dejando
al
descubierto
una
cicatriz
pálida
que
aparecía
en
su
sien
derecha.
Bernard
miró
y se
apresuró
a
cambiar
de
tema.
–
¿Te
gustaría
ir a
Londres
con
nosotros?
–
preguntó,
iniciando
así
el
primer
paso
de
una
campaña
cuya
estrategia
había
empezado
a
elaborar
en
secreto
desde
el
momento
en
que,
en
el
interior
de
la
casucha,
había
comprendido
quién
debía
ser
el
padre
de
aquel
joven
salvaje.
¿Te
gustaría?
El
rostro
del
muchacho
se
iluminó.
–
¿Lo
dices
en
serio?
–
Claro;
es
decir,
suponiendo
que
consiguiera
el
permiso.
–
¿Y
Linda
también?
–
Bueno...
Bernard
vaciló.
¡Aquella
odiosa
criatura!
No,
era
imposible.
A
menos
que...
De
pronto,
se
le
ocurrió
a
Bernard
que
la
misma
repulsión
que
Linda
inspiraba
podía
constituir
un
buen
triunfo.
–
Pues,
¡claro
que
sí!
–
exclamó,
esforzándose
por
compensar
su
vacilación
con
un
exceso
de
cordialidad.
–
¡Pensar
que
pudiera
realizarse
el
sueño
de
toda
mi
vida!
¿Recuerdas
lo
que
dice
Miranda?
–
¿Quién
es
Miranda?
Pero,
evidentemente,
el
joven
no
había
oído
la
pregunta.
–
¡Oh,
maravilla!
–
decía.
Sus
ojos
brillaban
y su
rostro
ardía.
–
¡Cuántas
y
cuán
divinas
criaturas
hay
aquí!
¡Cuán
bella
humanidad!
Su
sonrojo
se
intensificó
súbitamente;
John
pensaba
en
Lenina,
en
aquel
ángel
vestido
de
viscosa
color
verde
botella,
reluciente
de
juventud
y de
crema
cutánea,
llenita
y
sonriente.
Su
voz
vaciló:
– ¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo!
–
empezó;
pero
de
pronto
se
interrumpió;
la
sangre
había
abandonado
sus
mejillas;
estaba
blanco
como
el
papel.
–
¿Estás
casado
con
ella?
–
preguntó.
–
¿Si
estoy
qué?
–
Casado.
¿Comprendes?
Para
siempre.
Los
indios,
en
su
lengua
lo
dicen
así:
Para
siempre.
Un
lazo
que
no
puede
romperse.
–
¡Oh,
no,
por
Ford!
Bernard
no
pudo
por
menos
de
reír.
John
rió
también,
pero
por
otra
razón.
Rió
de
pura
alegría.
–
¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo!
–
repitió.
– ¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo
que
alberga
tales
criaturas!
¡Vayamos
allá!
– A
veces
hablas
de
una
manera
muy
rara
–
dijo
Bernard,
mirando
al
joven
con
asombro
y
perplejidad.
–
Por
otra
parte,
¿no
sería
más
prudente
que
esperaras
a
ver
ese
nuevo
mundo?
CAPITULO
IX
Tras
aquel
día
de
absurdo
y
horror,
Lenina
consideró
que
se
había
ganado
el
derecho
a
unas
vacaciones
completas
y
absolutas.
En
cuanto
volvieron
a la
hospedería,
se
administró
seis
tabletas
de
medio
gramo
de
soma,
se
echó
en
la
cama,
y al
cabo
de
diez
minutos
se
había
embarcado
hacia
la
eternidad
lunar.
Por
lo
menos
tardaría
dieciocho
horas
en
volver
a la
realidad.
Entretanto,
Bernard
yacía
meditabundo
y
con
los
ojos
abiertos
en
la
oscuridad.
No
se
durmió
hasta
mucho
después
de
la
medianoche.
Pero
su
insomnio
no
había
sido
estéril.
Tenía
un
plan.
Puntualmente,
a la
mañana
siguiente,
a
las
diez,
el
ochavón
del
uniforme
verde
se
apeó
del
helicóptero.
Bernard
le
esperaba
entre
las
pitas.
–
Miss
Crowne
está
de
vacaciones
de
soma
–
explicó.
–
No
estará
de
vuelta
antes
de
las
cinco.
Por
tanto,
tenemos
siete
horas
para
nosotros.
Podían
volar
a
Santa
Fe,
realizar
su
proyecto
y
estar
de
vuelta
en
Malpaís
mucho
antes
de
que
Lenina
despertara.
–
¿Estará
segura
aquí?
–
preguntó.
–
Segura
como
un
helicóptero
–
le
tranquilizó
el
ochavón.
Subieron
al
aparato
y
despegaron
inmediatamente.
A
las
diez
y
treinta
y
cuatro
aterrizaron
en
la
azotea
de
la
Oficina
de
Correos
de
Santa
Fe;
a
las
diez
y
treinta
y
siete
Bernard
había
logrado
comunicación
con
el
Despacho
del
Interventor
Mundial,
en
Whitehall;
a
las
diez
y
treinta
y
nueve
hablaba
con
el
cuarto
secretario
particular;
a
las
diez
y
cuarenta
y
cuatro
repetía
su
historia
al
primer
secretario,
y a
las
diez
y
cuarenta
y
siete
y
medio,
la
voz
grave,
resonante,
del
propio
Mustafá
Mond
sonó
en
sus
oídos.
–
He
osado
pensar
–
tartamudeó
Bernard
–
que
su
Fordería
podía
juzgar
el
asunto
de
suficiente
interés
científico...
–
En
efecto,
juzgo
el
asunto
de
suficiente
interés
científico
–
dijo
la
voz
profunda.
–
Tráigase
a
esos
dos
individuos
a
Londres
con
usted.
–
Su
Fordería
no
ignora
que
necesitaré
un
permiso
especial...
–
En
este
momento
–
dijo
Mustafá
Mond
–
se
están
dando
las
órdenes
necesarias
al
Guardián
de
la
Reserva.
Vaya
usted
inmediatamente
al
Despacho
del
Guardián.
Buenos
días,
Mr.
Marx.
Siguió
un
silencio.
Bernard
colgó
el
receptor
y
subió
corriendo
a la
azotea.
El
joven
se
hallaba
ante
la
hospedería.
–
¡Bernard!
–
llamó.
–
¡Bernard!
No
hubo
respuesta.
Caminando
silenciosamente
sobre
sus
mocasines
de
piel
de
ciervo,
subió
corriendo
la
escalera
e
intentó
abrir
la
puerta.
Pero
estaba
cerrada.
¡Se
había
marchado!
Aquello
era
lo
más
terrible
que
le
había
ocurrido
en
su
vida.
La
muchacha
le
había
invitado
a ir
a
verles,
y
ahora
se
habían
marchado.
John
se
sentó
en
un
peldaño
y
lloró.
Media
hora
después
se
le
ocurrió
echar
una
ojeada
por
la
ventana.
Lo
primero
que
vio
fue
una
maleta
verde
con
las
iniciales
L.C.
pintadas
en
la
tapa.
El
júbilo
se
levantó
en
su
interior
como
una
hoguera.
Cogió
una
piedra.
El
cristal
roto
cayó
estrepitosamente
al
suelo.
Un
momento
después,
John
se
hallaba
dentro
del
cuarto.
Abrió
la
maleta
verde;
e
inmediatamente
se
encontró
respirando
el
perfume
de
Lenina,
llenándose
los
pulmones
con
su
ser
esencial.
El
corazón
le
latía
desbocadamente;
por
un
momento,
estuvo
a
punto
de
desmayarse.
Después,
agachándose
sobre
la
preciosa
caja,
la
tocó,
la
levantó
a la
luz,
la
examinó.
Las
cremalleras
del
otro
par
de
pantalones
cortos
de
Lenina,
de
pana
de
viscosa,
de
momento
le
plantearon
un
problema
que,
una
vez
resuelto,
le
resultó
una
delicia.
¡Zis!,
y
después
¡zas!,
¡zis!,
y
después
¡zas!
Estaba
entusiasmado.
Sus
zapatillas
verdes
eran
lo
más
hermoso
que
había
visto
en
toda
su
vida.
Desplegó
un
par
de
pantaloncillos
interiores,
se
ruborizó
y
volvió
a
guardarlos
inmediatamente;
pero
besó
un
pañuelo
de
acetato
perfumado
y se
puso
una
bufanda
al
cuello.
Abriendo
una
caja,
levantó
una
nube
de
polvos
perfumados.
Las
manos
le
quedaron
enharinadas.
Se
las
limpió
en
el
pecho,
en
los
hombros,
en
los
brazos
desnudos.
¡Delicioso
perfume!
Cerró
los
ojos
y
restregó
la
mejilla
contra
su
brazo
empolvado.
Tacto
de
fina
piel
contra
su
rostro,
perfume
en
su
nariz
de
polvos
delicados...
su
presencia
real.
–
¡Lenina!
–
susurró.
–
¡Lenina!
Un
ruido
lo
sobresaltó;
se
volvió
con
expresión
culpable.
Guardó
apresuradamente
en
la
maleta
todo
lo
que
había
sacado
de
ella,
y
cerró
la
tapa;
volvió
a
escuchar,
mirando
con
los
ojos
muy
abiertos.
Ni
una
sola
señal
de
vida;
ni
un
sonido.
Y,
sin
embargo,
estaba
seguro
de
haber
oído
algo,
algo
así
como
un
suspiro,
o
como
el
crujir
de
una
madera.
Se
acercó
de
puntillas
a la
puerta,
y,
abriéndola
con
cautela,
se
encontró
ante
un
vasto
descansillo.
Al
otro
lado
de
la
meseta
había
otra
puerta,
entornada.
Se
acercó
a
ella,
la
empujó,
y
asomó
la
cabeza.
Allá,
en
una
cama
baja,
con
el
cobertor
bajado,
vestida
con
un
breve
pijama
de
una
sola
pieza,
yacía
Lenina,
profundamente
dormida
y
tan
hermosa
entre
sus
rizos,
tan
conmovedoramente
infantil
con
sus
rosados
dedos
de
los
pies
y su
grave
cara
sumida
en
el
sueño,
tan
confiada
en
la
indefensión
de
sus
manos
suaves
y
sus
miembros
relajados,
que
las
lágrimas
acudieron
a
los
ojos
de
John.
Con
una
infinidad
de
precauciones
completamente
innecesarias
–
por
cuanto
sólo
un
disparo
de
pistola
hubiera
podido
obligar
a
Lenina
a
volver
de
sus
vacaciones
de
soma
antes
de
la
hora
fijada
– ,
John
entró
en
el
cuarto,
se
arrodilló
en
el
suelo,
al
lado
de
la
cama,
miró,
juntó
las
manos,
y
sus
labios
se
movieron.
–
Sus
ojos
–
murmuró.
Sus
ojos,
sus
cabellos,
su
mejilla,
su
andar,
su
voz;
los
manejas
en
tu
discurso;
¡oh,
esa
mano
a
cuyo
lado
son
los
blancos
tinta
cuyos
propios
reproches
escribe;
ante
cuyo
suave
tacto
parece
áspero
el
plumón
de
los
cisnes...!
Una
mosca
revoloteaba
cerca
de
ella;
John
la
ahuyentó.
–
Moscas
–
recordó.
En
el
milagro
blanco
de
la
mano
de
mi
querida
Julieta
pueden
detenerse
y
robar
gracia
inmortal
de
sus
labios,
que,
en
su
pura
modestia
de
vestal,
se
sonrojan
creyendo
pecaminosos
sus
propios
besos.
Muy
lentamente,
con
el
gesto
vacilante
de
quien
se
dispone
a
acariciar
un
ave
asustadiza
y
posiblemente
peligrosa,
John
avanzó
una
mano.
Ésta
permaneció
suspendida,
temblorosa,
a
dos
centímetros
de
aquellos
dedos
inmóviles,
al
mismo
borde
del
contacto.
¿Se
atrevería?
¿Se
atrevería
a
profanar
con
su
indignísima
mano
aquella...?
No,
no
se
atrevió.
El
ave
era
demasiado
peligrosa.
La
mano
retrocedió,
y
cayó,
lacia.
¡Cuán
hermosa
era
Lenina!
¡Cuán
bella!
Luego,
de
pronto,
John
se
encontró
pensando
que
le
bastaría
coger
el
tirador
de
la
cremallera,
a la
altura
del
cuello,
y
tirar
de
él
hacia
abajo,
de
un
solo
golpe...
Cerró
los
ojos
y
movió
con
fuerza
la
cabeza,
como
un
perro
que
se
sacude
las
orejas
al
salir
del
agua.
¡Detestable
pensamiento!
John
se
sintió
avergonzado
de
sí
mismo.
Pura
modestia
de
vestal...
Oyóse
un
zumbido
en
el
aire.
¿Otra
mosca
que
pretendía
robar
gracias
inmortales?
¿Una
avispa,
acaso?
John
miró
a su
alrededor,
y no
vio
nada.
El
zumbido
fue
en
aumento,
y
pronto
resultó
evidente
que
se
oía
en
el
exterior.
¡El
helicóptero!
Presa
de
pánico,
John
saltó
sobre
sus
pies
y
corrió
al
otro
cuarto,
saltó
por
la
ventana
abierta
y
corriendo
por
el
sendero
que
discurría
entre
las
altas
pitas
llegó
a
tiempo
de
recibir
a
Bernard
Marx
en
el
momento
en
que
éste
bajaba
del
helicóptero.
CAPITULO
X
Las
manecillas
de
los
cuatro
mil
relojes
eléctricos
de
las
cuatro
mil
salas
del
Centro
de
Blomsbury
señalaban
las
dos
y
veintisiete
minutos.
La
industriosa
colmena,
como
el
director
se
complacía
en
llamarlo,
se
hallaba
en
plena
fiebre
de
trabajo.
Todo
el
mundo
estaba
atareado,
todo
se
movía
ordenadamente.
Bajo
los
microscopios,
agitando
furiosamente
sus
largas
colas,
los
espermatozoos
penetraban
de
cabeza
dentro
de
los
óvulos,
y
fertilizados,
los
óvulos
crecían,
se
dividían,
o
bien,
bokanovskificados,
echaban
brotes
y
constituían
poblaciones
enteras
de
embriones.
Desde
la
Sala
de
Predestinación
Social
las
cintas
sin
fin
bajaban
al
sótano,
y
allá,
en
la
penumbra
escarlata,
calientes,
cociéndose
sobre
su
almohada
de
peritoneo
y
ahítos
de
sucedáneo
de
la
sangre
y de
hormonas,
los
fetos
crecían,
o
bien,
envenenados,
languidecían
hasta
convertirse
en
futuros
Epsilones.
Con
un
débil
zumbido
los
estantes
móviles
reptaban
imperceptiblemente,
semana
tras
semana,
hacia
donde,
en
la
Sala
de
Decantación,
los
niños
recién
desenfrascados
exhalaban
su
primer
gemido
de
horror
y
sorpresa.
Las
dínamos
jadeaban
en
el
subsótano,
y
los
ascensores
subían
y
bajaban.
En
los
once
pisos
de
las
Guarderías
era
la
hora
de
comer.
Mil
ochocientos
niños,
cuidadosamente
etiquetados,
extraían,
simultáneamente,
de
mil
ochocientos
biberones,
su
medio
litro
de
secreción
externa
pasteurizada.
Más
arriba,
en
las
diez
plantas
sucesivas
destinadas
a
dormitorios,
los
niños
y
niñas
que
todavía
eran
lo
bastante
pequeños
para
necesitar
una
siesta,
se
hallaban
tan
atareados
como
todo
el
mundo,
aunque
ellos
no
lo
sabían,
escuchando
inconscientemente
las
lecciones
hipnopédicas
de
higiene
y
sociabilidad,
de
conciencia
de
clases
y de
vida
erótica.
Y
más
arriba
aún,
había
las
salas
de
juego,
donde,
por
ser
un
día
lluvioso,
novecientos
niños
un
poco
mayores
se
divertían
jugando
con
ladrillos,
modelando
con
ladrillos,
modelando
con
arcilla,
o
dedicándose
a
jugar
al
escondite
o a
los
corrientes
juegos
eróticos.
¡Zummm...!
La
colmena
zumbaba,
atareada,
alegremente.
¡Alegres
eran
las
canciones
que
tarareaban
las
muchachas
inclinadas
sobre
los
tubos
de
ensayo!
Los
predestinadores
silboteaban
mientras
trabajaban,
y en
la
Sala
de
Decantación
se
contaban
chistes
estupendos
por
encima
de
los
frascos
vacíos.
Pero
el
rostro
del
director,
cuando
entró
en
la
Sala
de
Fecundación
con
Henry
Foster,
aparecía
grave,
severo,
petrificado.
–
Un
escarmiento
público
–
decía.
– Y
en
esta
sala,
porque
en
ella
hay
más
trabajadores
de
casta
alta
que
en
ninguna
otra
de
las
del
Centro.
Le
he
dicho
que
viniera
a
verme
aquí
a
las
dos
y
media.
–
Cumple
su
tarea
admirablemente
–
dijo
Henry,
con
hipócrita
generosidad.
–
Lo
sé.
Razón
de
más
para
mostrarme
severo
con
él.
Su
eminencia
intelectual
entraña
las
correspondientes
responsabilidades
morales.
cuanto
mayores
son
los
talentos
de
un
hombre
más
grande
es
su
poder
de
corromper
a
los
demás.
Y es
mejor
que
sufra
uno
solo
a
que
se
corrompan
muchos.
Considere
el
caso
desapasionadamente,
Mr.
Foster,
y
verá
que
no
existe
ofensa
tan
odiosa
como
la
heterodoxia
en
el
comportamiento.
El
asesino
sólo
mata
al
individuo,
y,
al
fin
y al
cabo,
¿qué
es
un
individuo?
–
Con
un
amplio
ademán
señaló
las
hileras
de
microscopios,
los
tubos
de
ensayo,
las
incubadoras.
–
Podemos
fabricar
otro
nuevo
con
la
mayor
facilidad;
tantos
como
queramos.
La
heterodoxia
amenaza
algo
mucho
más
importante
que
la
vida
de
un
individuo;
amenaza
a la
propia
Sociedad.
Sí,
a la
propia
Sociedad
–
repitió.
–
Pero,
aquí
viene.
Bernard
había
entrado
en
la
sala
y se
acercaba
a
ellos
pasando
por
entre
las
hileras
de
fecundadores.
Su
expresión
jactanciosa,
de
confianza
en
sí
mismo,
apenas
lograba
disimular
su
nerviosismo.
La
voz
con
que
dijo:
Buenos
días,
director
sonó
demasiado
fuerte,
absurdamente
alta;
y
cuando,
para
corregir
su
error,
dijo:
Me
pidió
usted
que
acudiera
aquí
para
hablarme,
lo
hizo
con
voz
ridículamente
débil.
–
Sí,
Mr.
Marx
–
dijo
el
director
enfáticamente.
–
Le
pedí
que
acudiera
a
verme
aquí.
Tengo
entendido
que
regresó
usted
de
sus
vacaciones
anoche.
–
Sí
–
contestó
Bernard.
–
Ssssí
–
repitió
el
director,
acentuando
la
s,
en
un
silbido
como
de
serpiente.
Luego,
levantando
súbitamente
la
voz,
trompeteó
– :
Señoras
y
caballeros,
señoras
y
caballeros.
El
tarareo
de
las
muchachas
sobre
sus
tubos
de
ensayo
y el
silboteo
abstraído
de
los
microscopistas
cesaron
súbitamente.
Se
hizo
un
silencio
profundo;
todos
volvieron
las
miradas
hacia
el
grupo
central.
–
Señoras
y
caballeros
–
repitió
el
director
– ,
discúlpenme
si
interrumpo
sus
tareas.
Un
doloroso
deber
me
obliga
a
ello.
La
seguridad
y la
estabilidad
de
la
Sociedad
se
hallan
en
peligro.
Sí,
en
peligro,
señoras
y
caballeros.
Este
hombre
– y
señaló
acusadoramente
a
Bernard
– ,
este
hombre
que
se
encuentra
ante
ustedes,
este
Alfa
–
Más
a
quien
tanto
le
fue
dado,
y de
quien,
en
consecuencia,
tanto
cabía
esperar,
este
colega
de
ustedes,
o
mejor,
acaso
este
que
fue
colega
de
ustedes,
ha
traicionado
burdamente
la
confianza
que
pusimos
en
él.
Con
sus
opiniones
heréticas
sobre
el
deporte
y el
soma,
con
la
escandalosa
heterodoxia
de
su
vida
sexual,
con
su
negativa
a
obedecer
las
enseñanzas
de
Nuestro
Ford
y a
comportarse
fuera
de
las
horas
de
trabajo
como
un
bebé
en
su
frasco
– y
al
llegar
a
este
punto
el
director
hizo
la
señal
de
la
T
–
se
ha
revelado
como
un
enemigo
de
la
Sociedad,
un
elemento
subversivo,
señoras
y
caballeros.
Contra
el
Orden
y la
Estabilidad,
un
conspirador
contra
la
misma
Civilización.
Por
esta
razón
me
propongo
despedirle,
despedirle
con
ignominia
del
cargo
que
hasta
ahora
ha
venido
ejerciendo
en
este
Centro;
y me
propongo
asimismo
solicitar
su
transferencia
a un
Subcentro
del
orden
más
bajo,
y,
para
que
su
castigo
sirva
a
los
mejores
intereses
de
la
sociedad,
tan
alejado
como
sea
posible
de
cualquier
Centro
importante
de
población.
En
Islandia
tendrá
pocas
oportunidades
de
corromper
a
otros
con
su
ejemplo
antifordiano
–
el
director
hizo
una
pausa;
después,
cruzando
los
brazos,
se
volvió
solemnemente
hacia
Bernard.
–
Marx
–
dijo
– ,
¿puede
usted
alegar
alguna
razón
por
la
cual
yo
no
deba
ejecutar
el
castigo
que
le
he
impuesto?
–
Sí,
puedo
–
contestó
Bernard,
en
voz
alta.
–
Diga
cuál
es,
entonces
–
dijo
el
director,
un
tanto
asombrado,
pero
sin
perder
la
dignidad
majestuosa
de
su
actitud.
–
No
sólo
la
diré,
sino
que
la
exhibiré.
Pero
está
en
el
pasillo.
Un
momento.
–
Bernard
se
acercó
rápidamente
a la
puerta
y la
abrió
bruscamente.
–
Entre
–
ordenó.
Y la
razón
alegada
entró
y se
hizo
visible.
Se
produjo
un
sobresalto,
una
suspensión
del
aliento
de
todos
los
presentes
y,
después,
un
murmullo
de
asombro
y de
horror;
una
chica
joven
chilló;
estaba
de
pie
encima
de
una
silla
para
ver
mejor,
y,
al
vacilar,
derramó
dos
tubos
de
ensayo
llenos
de
espermatozoos.
Abotagado,
hinchado,
entre
aquellos
cuerpos
juveniles
y
firmes
y
aquellos
rostros
correctos,
un
monstruo
de
mediana
edad,
extraño
y
terrorífico,
Linda,
entró
en
la
sala,
sonriendo
picaronamente
con
su
sonrisa
rota
y
descolorida,
y
moviendo
sus
enormes
caderas
en
lo
que
pretendía
ser
una
ondulación
voluptuosa.
Bernard
andaba
a su
lado.
–
Aquí
está
–
dijo
Bernard,
señalando
al
director.
–
¿Cree
que
no
lo
habría
reconocido?
–
preguntó
Linda,
irritada;
después,
volviéndose
hacia
el
director,
agregó
– :
Claro
que
te
reconocí,
Tomakín;
te
hubiese
reconocido
en
cualquier
sitio,
entre
un
millar
de
personas.
Pero
tal
vez
tú
me
habrás
olvidado.
¿No
te
acuerdas?
¿No,
Tomakín?
Soy
tu
Linda.
–
Linda
lo
miraba
con
la
cabeza
ladeada,
sonriendo
todavía,
pero
con
una
sonrisa
que
progresivamente,
ante
la
expresión
de
disgusto
petrificado
del
director,
fue
perdiendo
confianza
hasta
desaparecer
del
todo
– .
¿No
te
acuerdas
de
mí,
Tomakín?
–
repitió
Linda,
con
voz
temblorosa.
Sus
ojos
aparecían
ansiosos,
agónicos.
El
rostro
abotagado
se
deformó
en
una
mueca
de
intenso
dolor
– .
¡Tomakín!
Linda
le
tendió
los
brazos.
Algunos
empezaron
a
reír
por
lo
bajo.
–
¿Qué
significa
–
empezó
el
director
–
esta
monstruosa...?
–
¡Tomakín!
Linda
corrió
hacia
delante,
arrastrando
tras
de
sí
su
manta,
arrojó
los
brazos
al
cuello
del
director
y
ocultó
el
rostro
en
su
pecho.
Levantóse
una
incontenible
oleada
de
carcajadas.
–
¿...
esta
monstruosa
broma
de
mal
gusto?
–
gritó
el
director.
Con
el
rostro
encendido,
intentó
desasirse
del
abrazo
de
la
mujer,
que
se
aferraba
a él
desesperadamente.
–
¡Pero
si
soy
Linda,
soy
Linda!
–
las
risas
ahogaron
su
voz.
–
¡Me
hiciste
un
crío!
–
chilló
Linda,
por
encima
del
rugir
de
las
carcajadas.
Hubo
un
siseo
súbito,
de
asombro;
los
ojos
vagaban
incómodamente,
sin
saber
adónde
mirar.
El
director
palideció
súbitamente,
dejó
de
luchar,
y,
todavía
con
las
manos
en
las
muñecas
de
Linda,
se
quedó
mirándola
a la
cara,
horrorizado.
–
Sí,
un
crío...
y yo
fui
su
madre.
Linda
lanzó
aquella
obscenidad
como
un
reto
en
el
silencio
ultrajado;
después,
separándose
bruscamente
de
él,
abochornada,
se
cubrió
la
cara
con
las
manos,
sollozando.
–
No
fue
mía
la
culpa,
Tomakín.
Porque
yo
siempre
hice
mis
ejercicios,
¿no
es
verdad?
¿No
es
verdad?
Siempre...
No
comprendo
cómo...
¡Si
tú
supieras
cuán
horrible
fue,
Tomakín...!
A
pesar
de
todo,
el
niño
fue
un
consuelo
para
mí.
–
Y,
volviéndose
hacia
la
puerta,
llamó
– :
¡John!
John
entró
inmediatamente,
hizo
una
breve
pausa
en
el
umbral,
miró
a su
alrededor,
y
después,
corriendo
silenciosamente
sobre
sus
mocasines
de
piel
de
ciervo,
cayó
de
rodillas
a
los
pies
del
director
y
dijo
en
voz
muy
clara:
–
¡Padre!
Esta
palabra
(porque
la
voz
padre,
que
no
implicaba
relación
directa
con
el
desvío
moral
que
extrañaba
el
hecho
de
alumbrar
un
hijo,
no
era
tan
obscena
como
grosera;
era
una
incorrección
más
escatológica
que
pornográfica),
la
cómica
suciedad
de
esta
palabra
alivió
la
tensión,
que
había
llegado
a
hacerse
insoportable.
Las
carcajadas
estallaron,
estruendosas,
casi
histéricas,
encadenadas,
como
si
no
debieran
cesar
nunca.
¡Padre!
¡Y
era
el
director!
¡Padre!
¡Oh,
Ford!
Era
algo
estupendo.
Las
risas
se
sucedían,
los
rostros
parecían
a
punto
de
desintegrarse,
y
hasta
los
ojos
se
cubrían
de
lágrimas.
Otros
seis
tubos
de
ensayo
llenos
de
espermatozoos
fueron
derribados.
¡Padre!
Pálido,
con
los
ojos
fuera
de
sus
órbitas,
el
director
miraba
a su
alrededor
en
una
agonía
de
humillación
enloquecedora.
¡Padre!
Las
carcajadas,
que
habían
dado
muestras
de
desfallecer,
estallaron
más
fuertes
que
nunca.
El
director
se
tapó
los
oídos
con
ambas
manos
y
abandonó
corriendo
la
sala.
CAPITULO
XI
Después
de
la
escena
que
había
tenido
lugar
en
la
Sala
de
Fecundación,
todos
los
londinenses
de
castas
superiores
se
morían
por
aquella
deliciosa
criatura
que
había
caído
de
rodillas
ante
el
director
de
Incubación
y
Condicionamiento
–
o,
mejor
dicho,
ante
el
exdirector,
porque
el
pobre
hombre
había
dimitido
inmediatamente
y no
había
vuelto
a
poner
los
pies
en
el
Centro
– y
le
había
llamado
(¡el
chiste
era
casi
demasiado
bueno
para
ser
cierto!)
padre.
Linda,
por
el
contrario,
no
tenía
el
menor
éxito;
nadie
tenía
el
menor
deseo
de
ver
a
Linda.
Decir
que
una
era
madre
era
algo
peor
que
un
chiste:
era
una
obscenidad.
Además,
Linda
no
era
una
salvaje
auténtica;
había
sido
incubada
en
un
frasco
y
condicionada
como
todo
el
mundo,
de
modo
que
no
podía
tener
ideas
completamente
extravagantes.
Finalmente
– y
ésta
era
la
razón
más
poderosa
por
la
cual
la
gente
no
deseaba
ver
a la
pobre
Linda
– ,
había
la
cuestión
de
su
aspecto.
Era
gorda;
había
perdido
su
juventud;
tenía
los
dientes
estropeados
y el
rostro
abotagado.
¡Y
aquel
rostro!
¡Oh,
Ford!
No
se
la
podía
mirar
sin
sentir
mareos,
auténticos
mareos.
Por
eso
las
personas
distinguidas
estaban
completamente
decididas
a no
ver
a
Linda.
Y
Linda,
por
su
parte,
no
tenía
el
menor
deseo
de
verlas.
El
retorno
a la
civilización
fue,
para
ella,
el
retorno
al
soma,
la
posibilidad
de
yacer
en
cama
y
tomarse
vacaciones
tras
vacaciones,
sin
tener
que
volver
de
ellas
con
jaqueca
o
vómitos,
sin
tener
que
sentirse
como
se
sentía
siempre
después
de
tomar
peyotl,
como
si
hubiese
hecho
algo
tan
vergonzosamente
antisocial
que
nunca
más
había
de
poder
llevar
ya
la
cabeza
alta.
El
soma
no
gastaba
tales
jugarretas.
Las
vacaciones
que
proporcionaba
eran
perfectas,
y si
la
mañana
siguiente
resultaba
desagradable,
sólo
era
por
comparación
con
el
gozo
de
la
víspera.
La
solución
era
fácil:
perpetuar
aquellas
vacaciones.
Glotonamente,
Linda
exigía
cada
vez
dosis
más
elevadas
y
más
frecuentes.
Al
principio,
el
doctor
Shaw
ponía
objeciones;
después
le
concedió
todo
el
soma
que
quisiera.
Linda
llegaba
a
tomar
hasta
veinte
gramos
diarios.
–
Lo
cual
acabará
con
ella
en
un
mes
o
dos
–
confió
el
doctor
a
Bernard.
–
El
día
menos
pensado
el
centro
respiratorio
se
paralizará.
Dejará
de
respirar.
Morirá.
Y no
me
parece
mal.
Si
pudiéramos
rejuvenecerla,
la
cosa
sería
distinta.
Pero
no
podemos.
Cosa
sorprendente,
en
opinión
de
todos
(porque
cuando
estaba
bajo
la
influencia
del
soma,
Linda
dejaba
de
ser
un
estorbo),
John
puso
objeciones.
–
Pero
¿no
le
acorta
usted
la
vida
dándole
tanto
soma?
–
En
cierto
sentido,
sí
–
reconoció
el
doctor
Shaw.
–
Pero,
según
como
lo
mire,
se
la
alargamos.
El
joven
lo
miró
sin
comprenderle.
–
El
soma
puede
hacernos
perder
algunos
años
de
vida
temporal
–
explicó
el
doctor
– .
Pero
piense
en
la
duración
inmensa,
enorme,
de
la
vida
que
nos
concede
fuera
del
tiempo.
Cada
una
de
vuestras
vacaciones
de
soma
es
un
poco
lo
que
nuestros
antepasados
llamaban
eternidad.
John
empezaba
a
comprender.
–
La
eternidad
estaba
en
nuestros
labios
y
nuestros
ojos
–
murmuró.
–
¿Cómo?
–
Nada.
–
Desde
luego
–
prosiguió
el
doctor
Shaw
– ,
no
podemos
permitir
que
la
gente
se
nos
marche
a la
eternidad
a
cada
momento
si
tiene
algún
trabajo
serio
que
hacer.
Pero
como
Linda
no
tiene
ningún
trabajo
serio...
–
Sin
embargo
–
insistió
John
– ,
no
me
parece
justo.
El
doctor
se
encogió
de
hombros.
–
Bueno,
si
usted
prefiere
que
esté
chillando
como
una
loca
todo
el
tiempo...
Al
fin,
John
se
vio
obligado
a
ceder.
Linda
consiguió
el
soma
que
deseaba.
A
partir
de
entonces
permaneció
en
su
cuartito
de
la
planta
treinta
y
siete
de
la
casa
de
apartamentos
de
Bernard,
en
cama,
con
la
radio
y la
televisión
constantemente
en
marcha,
el
grifo
de
pachulí
goteando,
y
las
tabletas
de
soma
al
alcance
de
la
mano;
allá
permaneció,
y,
sin
embargo,
no
estaba
allá,
en
absoluto;
estaba
siempre
fuera,
infinitamente
lejos,
de
vacaciones;
de
vacaciones
en
algún
otro
mundo,
donde
la
música
de
la
radio
era
un
laberinto
de
colores
sonoros,
un
laberinto
deslizante,
palpitante,
que
conducía
(a
través
de
unos
recodos
inevitables,
hermosos)
a un
centro
brillante
de
convicción
absoluta;
un
mundo
en
el
cual
las
imágenes
danzantes
de
la
televisión
eran
los
actores
de
un
sensorama
cantado,
indescriptiblemente
delicioso;
donde
el
pachulí
que
goteaba
era
algo
más
que
un
perfume:
era
el
sol,
era
un
millón
de
saxofones,
era
Popé
haciendo
el
amor,
y
mucho
más
aún,
incomparablemente
más,
y
sin
fin...
–
No,
no
podemos
rejuvenecer.
Pero
me
alegro
mucho
de
haber
tenido
esta
oportunidad
de
ver
un
caso
de
senilidad
del
ser
humano
–
concluyó
el
doctor
Shaw
– .
Gracias
por
haberme
llamado.
Y
estrechó
calurosamente
la
mano
de
Bernard.
Por
consiguiente,
era
John
a
quien
todos
buscaban.
Y
como
a
John
sólo
cabía
verle
a
través
de
Bernard,
su
guardián
oficial,
Bernard
se
vio
tratado
por
primera
vez
en
su
vida
no
sólo
normalmente,
sino
como
una
persona
de
importancia
sobresaliente.
Ya
no
se
hablaba
de
alcohol
en
su
sucedáneo
de
la
sangre,
ni
se
lanzaban
pullas
a
propósito
de
su
aspecto
físico.
–
Bernard
me
ha
invitado
a ir
a
ver
al
Salvaje
el
próximo
miércoles
–
anunció
Fanny
triunfalmente.
–
Lo
celebro
–
dijo
Lenina.
– Y
ahora,
reconoce
que
estabas
equivocada
en
cuanto
a
Bernard.
¿No
lo
encuentras
simpatiquísimo?
Fanny
asintió
con
la
cabeza.
–
Y
debo
confesar
–
agregó
–
que
me
llevé
una
sorpresa
muy
agradable.
El
Envasador
Jefe,
el
director
de
Predestinación,
tres
Delegados
Auxiliares
de
Fecundación,
el
Profesor
de
Sensoramas
del
Colegio
de
Ingeniería
Emocional,
el
Deán
de
la
Cantoría
Comunal
de
Westminster,
el
Supervisor
de
Bokanovskificación...
La
lista
de
personajes
que
frecuentaba
a
Bernard
era
interminable.
–
Y la
semana
pasada
fui
con
seis
chicas
–
confió
Bernard
a
Helmholtz
Watson.
–
Una
el
lunes,
dos
el
martes,
otras
dos
el
viernes
y
una
el
sábado.
Y si
hubiese
tenido
tiempo
o
ganas,
había
al
menos
una
docena
más
de
ellas
que
sólo
estaban
deseando...
Helmholtz
escuchaba
sus
jactancias
en
un
silencio
tan
sombrío
y
desaprobador,
que
Bernard
se
sintió
ofendido.
–
Me
envidias
–
dijo.
Helmholtz
denegó
con
la
cabeza.
–
No,
pero
estoy
muy
triste;
esto
es
todo
–
contestó.
Bernard
se
marchó
irritado,
y se
dijo
que
no
volvería
a
dirigir
la
palabra
a
Helmholtz.
Pasaron
los
días.
El
éxito
se
le
subió
a
Bernard
a la
cabeza
y le
reconcilió
casi
completamente
(como
lo
hubiese
conseguido
cualquier
otro
intoxicante)
con
un
mundo
que,
hasta
entonces,
había
juzgado
poco
satisfactorio.
Desde
el
momento
en
que
le
reconocía
a él
como
un
ser
importante,
el
orden
de
cosas
era
bueno.
Pero,
aun
reconciliado
con
él
por
el
éxito.
Bernard
se
negaba
a
renunciar
al
privilegio
de
criticar
este
orden.
Porque
el
hecho
de
ejercer
la
crítica
aumentaba
la
sensación
de
su
propia
importancia,
le
hacía
sentirse
más
grande.
Además,
creía
de
verdad
que
había
cosas
criticables.
(Al
mismo
tiempo,
gozaba
de
veras
de
su
éxito
y
del
hecho
de
poder
conseguir
todas
las
chicas
que
deseaba.)
En
presencia
de
quienes,
con
vistas
al
Salvaje,
le
hacían
la
corte,
Bernard
hacía
una
asquerosa
exhibición
de
heterodoxia.
Todos
le
escuchaban
cortésmente.
Pero,
a
sus
espaldas,
la
gente
movía
la
cabeza.
Este
joven
acabará
mal,
decían,
y
formulaban
esta
profecía
confiadamente
porque
se
proponían
poner
todo
de
su
parte
para
que
se
cumpliera.
La
próxima
vez
no
encontrará
otro
Salvaje
que
lo
salve
por
los
pelos,
decían.
Pero,
por
el
momento,
había
el
primer
Salvaje;
valía
la
pena
mostrarse
corteses
con
Bernard.
–
Más
liviano
que
el
aire
–
dijo
Bernard,
señalando
hacia
arriba.
Como
una
perla
en
el
cielo,
alto,
muy
alto
por
encima
de
ellos,
el
globo
cautivo
del
Departamento
Meteorológico
brillaba,
rosado,
a la
luz
del
sol.
...es
preciso
mostrar
a
dicho
Salvaje
la
vida
civilizada
en
todos
sus
aspectos,
decían
las
instrucciones
de
Bernard.
En
aquel
momento
le
estaba
enseñando
una
vista
panorámica
de
la
misma,
desde
la
plataforma
de
la
Torre
de
Charing
– T.
El
Jefe
de
la
Estación
y el
Meteorólogo
Residente
actuaban
en
calidad
de
guías.
Pero
Bernard
llevaba
casi
todo
el
peso
de
la
conversación.
Embriagado,
se
comportaba
exactamente
igual
que
si
hubiese
sido,
como
mínimo,
un
Interventor
Mundial
en
visita.
Más
liviano
que
el
aire.
El
Cohete
Verde
de
Bombay
cayó
del
cielo.
Los
pasajeros
se
apearon.
Ocho
mellizos
dravídicos
idénticos,
vestidos
de
color
caqui,
asomaron
por
las
ocho
portillas
de
la
cabina:
los
camareros.
–
Mil
doscientos
cincuenta
kilómetros
por
hora
–
dijo
solemnemente
el
Jefe
de
la
Estación.
–
¿Qué
le
parece,
Mr.
Salvaje?
John
lo
encontró
magnífico.
–
Sin
embargo
–
dijo
–
Ariel
podía
poner
un
cinturón
a la
tierra
en
cuarenta
minutos.
El
Salvaje
–
escribió
Bernard
en
su
informe
a
Mustafá
Mond
–
muestra,
sorprendentemente,
escaso
asombro
o
terror
ante
los
inventos
de
la
civilización.
Ello
se
debe
en
parte,
sin
duda,
al
hecho
de
que
había
oído
hablar
de
ellos
a
esa
mujer
llamada
Linda,
su
m...
Mustafá
frunció
el
ceño.
¿Creerá
ese
imbécil
que
soy
demasiado
ñoño
para
no
poder
ver
escrita
la
palabra
entera?
En
parte
porque
su
interés
se
halla
concentrado
en
lo
que
él
llama
«el
alma»,
que
insiste
en
considerar
como
algo
enteramente
independiente
del
ambiente
físico;
por
consiguiente,
cuando
intenté
señalarle
que...
El
Interventor
se
saltó
las
frases
siguientes,
y
cuando
se
disponía
a
volver
la
hoja
en
busca
de
algo
más
interesante
y
concreto,
sus
miradas
fueron
atraídas
por
una
serie
de
frases
completamente
extraordinarias.
...aunque
debo
reconocer
–
leyó
–
que
estoy
de
acuerdo
con
el
Salvaje
en
juzgar
el
infantilismo
civilizado
demasiado
fácil
o,
como
dice
él,
no
lo
bastante
costoso;
y
quisiera
aprovechar
esta
oportunidad
para
llamar
la
atención
de
Su
Fordería
hacia...
La
ira
de
Mustafá
Mond
cedió
el
paso
casi
inmediatamente
al
buen
humor.
La
idea
de
que
aquel
individuo
pretendiera
solemnemente
darle
lecciones
a
él
– a
él
–
sobre
el
orden
social,
era
realmente
demasiado
grotesca.
El
pobre
tipo
debía
de
haberse
vuelto
loco.
Tengo
que
darle
una
buena
lección,
se
dijo;
después
echó
la
cabeza
hacia
atrás
y
soltó
una
fuerte
carcajada.
Por
el
momento,
en
todo
caso,
la
lección
podía
esperar.
Se
trataba
de
una
pequeña
fábrica
de
alumbrado
para
helicópteros,
filial
de
la
Sociedad
de
Equipos
Eléctricos.
Les
recibieron
en
la
misma
azotea
(porque
los
efectos
de
la
circular
de
recomendación
del
Interventor
eran
mágicos)
el
Jefe
Técnico
y el
Director
de
Elementos
Humanos
bajaron
a la
fábrica.
–
Cada
proceso
de
fabricación
–
explicó
el
director
de
Elementos
Humanos
–
es
confiado,
dentro
de
lo
posible,
a
miembros
de
un
mismo
Grupo
de
Bokanovsky.
Y,
en
efecto,
ochenta
y
tres
Deltas
braquicéfalos,
negros
y
casi
desprovistos
de
nariz,
se
hallaban
trabajando
en
el
estampado
en
frío.
Los
cincuenta
y
seis
tornos
y
mandriles
de
cuatro
brocas
eran
manejados
por
cincuenta
y
seis
Gammas
aguileños,
color
de
jengibre.
En
la
fundición
trabajaban
ciento
siete
Epsilones
senegaleses
especialmente
condicionados
para
soportar
el
calor.
Treinta
y
tres
Deltas
hembras,
de
cabeza
alargada,
rubias,
de
pelvis
estrecha,
y
todas
ellas
de
un
metro
sesenta
y
nueve
centímetros
de
estatura,
con
diferencias
máximas
de
veinte
milímetros,
cortaban
tornillos.
En
la
sala
de
montajes
las
dínamos
eran
acopladas
por
dos
grupos
de
enanos
Gamma
–
Más.
Los
dos
bancos
de
trabajo,
alargados,
estaban
situados
uno
frente
al
otro;
entre
ambos
reptaba
la
cinta
sin
fin
con
su
carga
de
piezas
sueltas;
cuarenta
y
siete
cabezas
rubias
se
alineaban
frente
a
cuarenta
y
siete
cabezas
morenas.
Cuarenta
y
siete
machos
frente
a
cuarenta
y
siete
narigudos;
cuarenta
y
siete
mentones
escurridos
frente
a
cuarenta
y
siete
mentones
salientes.
Los
aparatos,
una
vez
acoplados,
eran
inspeccionados
por
dieciocho
muchachas
idénticas,
de
pelo
castaño
rizado,
vestidas
del
color
verde
de
los
Gammas,
embalados
en
canastas
por
cuarenta
y
cuatro
Delta
–
Menos
pernicortos
y
zurdos,
y
cargados
en
los
camiones
y
carros
por
sesenta
y
tres
Epsilones
semienanos,
de
ojos
azules,
pelirrojos
y
pecosos.
–
¡Oh
maravilloso
nuevo
mundo...!
Por
una
especie
de
chanza
de
su
memoria,
el
Salvaje
se
encontró
repitiendo
las
palabras
de
Miranda:
–
¡Oh
maravilloso
nuevo
mundo
que
alberga
a
tales
seres!
– Y
le
aseguro
–
concluyó
el
director
de
Elementos
Humanos,
cuando
salían
de
los
talleres
que
apenas
tenemos
problema
alguno
con
nuestros
obreros.
Siempre
encontramos...
Pero
el
Salvaje,
súbitamente,
se
había
separado
de
sus
acompañantes
y,
oculto
tras
un
macizo
de
laureles,
estaba
sufriendo
violentas
arcadas,
como
si
la
tierra
firme
hubiese
sido
un
helicóptero
con
una
bolsa
de
aire.
En
Eton,
aterrizaron
en
la
azotea
de
la
Escuela
Superior.
Al
otro
lado
del
Patio
de
la
Escuela,
los
cincuenta
y
dos
pisos
de
la
Torre
de
Lupton
destellaban
al
sol.
La
Universidad
a la
izquierda
y la
Cantoría
Comunal
de
la
Escuela
a la
derecha,
levantaban
su
venerable
cúmulo
de
cemento
armado
y
vita
–
cristal.
En
el
centro
del
espacio
cuadrangular
se
erguía
la
antigua
estatua
de
acero
cromado
de
Nuestro
Ford.
El
doctor
Gaffney,
el
Preboste,
y
Miss
Keate,
la
Maestra
Jefe,
les
recibieron
al
bajar
del
aparato.
–
¿Tienen
aquí
muchos
mellizos?
–
preguntó
el
Salvaje,
con
aprensión,
en
cuanto
empezaron
la
vuelta
de
inspección.
–
¡Oh,
no!
–
contestó
el
Preboste.
–
Eton
está
reservado
exclusivamente
para
los
muchachos
y
muchachas
de
las
clases
más
altas.
Un
óvulo,
un
adulto.
Desde
luego,
ello
hace
más
difícil
la
instrucción.
Pero
como
los
alumnos
están
destinados
a
tomar
sobre
sí
graves
responsabilidades
y a
enfrentarse
con
contingencias
inesperadas,
no
hay
más
remedio.
Y
suspiró.
Bernard,
entretanto,
iniciaba
la
conquista
de
Miss
Keate.
–
Si
está
usted
libre
algún
lunes,
miércoles
o
viernes
por
la
noche
–
le
decía
– ,
puede
venir
a mi
casa.
–
Y,
señalando
con
el
pulgar
al
Salvaje,
añadió
– :
Es
un
tipo
curioso,
¿sabe
usted?
Estrafalario.
Miss
Keate
sonrió
(y
su
sonrisa
le
pareció
a
Bernard
realmente
encantadora).
–
Gracias
–
dijo.
–
Me
encantará
asistir
a
una
de
sus
fiestas.
El
Preboste
abrió
la
puerta.
Cinco
minutos
en
el
aula
de
los
Alfa
–
Doble
Más
dejaron
a
John
un
tanto
confuso.
–
¿Qué
es
la
relatividad
elemental?
–
susurró
a
Bernard.
Bernard
intentó
explicárselo,
pero,
cambiando
de
opinión,
sugirió
que
pasaran
a
otra
aula.
Tras
de
una
puerta
del
corredor
que
conducía
al
aula
de
Geografía
de
los
Beta
–
Menos,
una
voz
de
soprano,
muy
sonora,
decía:
–
Uno,
dos,
tres,
cuatro.
– Y
después,
con
irritación
fatigada
– :
Como
antes.
–
Ejercicios
malthusianos
–
explicó
la
Maestra
Jefe.
–
La
mayoría
de
nuestras
muchachas
son
hermafroditas,
desde
luego.
Yo
lo
soy
también.
–
Sonrió
a
Bernard.
–
Pero
tenemos
a
unas
ochocientas
alumnas
no
esterilizadas
que
necesitan
ejercicios
constantes.
En
el
aula
de
Geografía
de
los
Beta
–
Menos,
John
se
enteró
de
que
una
Reserva
para
Salvajes
es
un
lugar
que,
debido
a
sus
condiciones
climáticas
o
geológicas
desfavorables,
o
por
su
pobreza
en
recursos
naturales,
no
ha
merecido
la
pena
civilizar.
Un
breve
chasquido,
y de
pronto
el
aula
quedó
a
oscuras;
en
la
pantalla
situada
encima
de
la
cabeza
del
profesor,
aparecieron
los
Penitentes
de
Acoma
postrándose
ante
Nuestra
Señora,
gimiendo
como
John
les
había
oído
gemir,
confesando
sus
pecados
ante
Jesús
crucificado
o
ante
la
imagen
del
águila
de
Pukong.
Los
jóvenes
etonianos
reían
estruendosamente.
Sin
dejar
de
gemir,
los
Penitentes
se
levantaron,
se
desnudaron
hasta
la
cintura,
y
con
látigos
de
nudos,
empezaron
a
azotarse.
Las
carcajadas,
más
sonoras
todavía,
llegaron
a
ahogar
los
gemidos
de
los
Penitentes.
–
Pero
¿por
qué
se
ríen?
–
preguntó
el
Salvaje,
dolido
y
asombrado
a un
tiempo.
–
¿Por
qué?
–
El
Preboste
volvió
hacia
él
el
rostro,
en
el
que
todavía
retozaba
una
ancha
sonrisa.
–
¿Por
qué?
Pues...
porque
resulta
extraordinariamente
gracioso.
En
la
penumbra
cinematográfica,
Bernard
aventuró
un
gesto
que,
en
el
pasado,
ni
siquiera
en
las
más
absolutas
tinieblas
hubiese
osado
intentar.
Fortalecido
por
su
nueva
sensación
de
importancia,
pasó
un
brazo
por
la
cintura
de
la
Maestra
Jefe.
La
cintura
cedió
a su
abrazo,
doblándose
como
un
junco.
Bernard
se
disponía
a
esbozar
un
beso
o
dos,
o
quizás
un
pellizco,
cuando
se
hizo
de
nuevo
la
luz.
–
Tal
vez
será
mejor
que
sigamos
–
dijo
Miss
Keatte.
Y se
dirigió
hacia
la
puerta.
Un
momento
más
tarde,
el
Preboste
dijo:
–
Ésta
es
la
sala
de
Control
Hipnopédico.
Cientos
de
aparatos
de
música
sintética,
uno
para
cada
dormitorio,
aparecían
alineados
en
estantes
colocados
en
tres
de
los
lados
de
la
sala;
en
la
cuarta
pared
se
hallaban
los
agujeros
donde
debían
colocarse
los
rollos
de
pista
sonora
en
los
que
se
imprimían
las
diversas
lecciones
hipnopédicas.
–
Basta
colocar
el
rollo
aquí
–
explicó
Bernard,
interrumpiendo
al
doctor
Gaffney
– ,
pulsar
este
botón...
–
No,
este
otro
–
le
corrigió
el
Preboste,
irritado.
–
O
este
otro,
da
igual.
El
rollo
se
va
desenrollando.
Las
células
de
selenio
transforman
los
impulsos
luminosos
en
ondas
sonoras,
y...
–
Y ya
está
–
concluyó
el
doctor
Gaffney.
–
¿Leen
a
Shakespeare?
–
preguntó
el
Salvaje
mientras
se
dirigían
hacia
los
laboratorios
Bioquímicos,
al
pasar
por
delante
de
la
Biblioteca
de
la
Escuela.
–
Claro
que
no
–
dijo
la
Maestra
Jefe,
sonrojándose.
–
Nuestra
Biblioteca
–
explicó
el
doctor
Gaffney
–
contiene
sólo
libros
de
referencia.
Si
nuestros
jóvenes
necesitan
distracción
pueden
ir
al
sensorama.
Por
principio,
no
los
animamos
a
dedicarse
a
diversiones
solitarias.
Cinco
autocares
llenos
de
muchachos
y
muchachas
que
cantaban
o
permanecían
silenciosamente
abrazados
pasaron
por
su
lado,
por
la
pista
vitrificada.
–
Vuelven
del
Crematorio
de
Slough
–
explicó
el
doctor
Gaffney,
mientras
Bernard,
en
susurros,
se
citaba
con
la
Maestra
Jefe
para
aquella
misma
noche.
–
El
condicionamiento
ante
la
muerte
empieza
a
los
dieciocho
meses.
Todo
crío
pasa
dos
mañanas
cada
semana
en
un
Hospital
de
Moribundos.
En
estos
hospitales
encuentran
los
mejores
juguetes,
y se
les
obsequia
con
helado
de
chocolate
los
días
que
hay
defunción.
Así
aprenden
a
aceptar
la
muerte
como
algo
completamente
corriente.
–
Como
cualquier
otro
proceso
fisiológico
–
exclamó
la
Maestra
Jefe,
profesionalmente.
Ya
estaba
decidido:
a
las
ocho
en
el
Savoy.
De
vuelta
a
Londres,
se
detuvieron
en
la
fábrica
de
la
Sociedad
de
Televisión
de
Brentford.
–
¿Te
importa
esperarme
aquí
mientras
voy
a
telefonear?
–
preguntó
Bernard.
El
Salvaje
esperó,
sin
dejar
de
mirar
a su
alrededor.
En
aquel
momento
cesaba
en
su
trabajo
el
Turno
Diurno
Principal.
Una
muchedumbre
de
obreros
de
casta
inferior
formaban
cola
ante
la
estación
del
monorraíl:
setecientos
u
ochocientos
Gammas,
Deltas
y
Epsilones,
hombres
y
mujeres,
entre
los
cuales
sólo
había
una
docena
de
rostros
y de
estaturas
diferentes.
A
cada
uno
de
ellos,
junto
con
el
billete,
el
cobrador
le
entregaba
una
cajita
de
píldoras.
El
largo
ciempiés
humano
avanzaba
lentamente.
Recordando
«El
mercader
de
Venecia»,
el
Salvaje
preguntó
a
Bernard,
cuando
éste
se
le
reunió:
–
¿Qué
hay
en
esas
cajitas?
–
La
ración
diaria
de
soma
–
contesto
Bernard,
un
tanto
confusamente,
porque
en
aquel
momento
masticaba
una
pastilla
de
goma
de
mascar
de
las
que
le
había
regalado
Benito
Hoover.
–
Se
las
dan
cuando
han
terminado
su
trabajo
cotidiano.
Cuatro
tabletas
de
medio
gramo.
Y
seis
los
sábados.
Cogió
afectuosamente
del
brazo
a
John,
y
así,
juntos,
se
dirigieron
hacia
el
helicóptero.
Lenina
entró
canturreando
en
el
Vestuario.
–
Pareces
encantada
de
la
vida
–
dijo
Fanny.
–
Lo
estoy
–
contestó
Lenina.
¡Zas!.
–
Bernard
me
llamó
hace
media
hora.
–
¡Zas!
¡Zas!
Se
quitó
los
pantalones
cortos.
–
Tiene
un
compromiso
inesperado.
–
¡Zas!.
–
Me
ha
preguntado
si
esta
noche
quiero
llevar
al
Salvaje
al
sensorama.
Debo
darme
prisa.
Y se
dirigió
corriendo
hacia
el
baño.
Es
una
chica
con
suerte,
se
dijo
Fanny,
viéndola
alejarse.
El
Segundo
Secretario
del
Interventor
Mundial
Residente
la
había
invitado
a
cenar
y a
desayunar.
Lenina
había
pasado
un
fin
de
semana
con
el
Ford
Juez
Supremo,
y
otro
con
el
Archiduque
Comunal
de
Canterbury.
El
Presidente
de
la
Sociedad
de
Secreciones
Internas
y
Externas
la
llamaba
constantemente
por
teléfono,
y
Lenina
había
ido
a
Deauville
con
el
Gobernador
–
Diputado
del
Banco
de
Europa.
–
Es
maravilloso,
desde
luego.
Y,
sin
embargo,
en
cierto
modo
–
había
confesado
Lenina
a
Fanny
–
tengo
la
sensación
de
conseguir
todo
esto
haciendo
trampa.
Porque,
naturalmente,
lo
primero
que
quieren
saber
todos
es
qué
tal
resulta
hacer
el
amor
con
un
Salvaje.
Y
tengo
que
decirles
que
no
lo
sé.
–
Lenina
movió
la
cabeza.
–
La
mayoría
de
ellos
no
me
creen,
desde
luego.
Pero
es
la
pura
verdad.
Ojalá
no
lo
fuera
–
agregó,
tristemente;
y
suspiró.
–
Es
guapísimo,
¿no
te
parece?
–
Pero
¿es
que
no
le
gustas?
–
preguntó
Fanny.
–
A
veces
creo
que
sí,
y
otras
creo
que
no.
Siempre
procura
evitarme;
sale
de
su
estancia
cuando
yo
entro
en
ella;
no
quiere
tocarme;
ni
siquiera
mirarme.
Pero
a
veces
me
vuelvo
súbitamente,
y lo
pillo
mirándome;
y
entonces...,
bueno,
ya
sabes
cómo
te
miran
los
hombres
cuando
les
gustas.
Sí,
Fanny
lo
sabía.
–
No
llego
a
entenderlo
–
dijo
Lenina.
No
lo
entendía,
y
ello
no
sólo
la
turbaba,
sino
que
la
trastornaba
profundamente.
–
Porque,
¿sabes,
Fanny?,
me
gusta
mucho.
Le
gustaba
cada
vez
más.
Bueno,
hoy
se
me
ofrece
una
excelente
ocasión,
pensaba,
mientras
se
perfumaba,
después
del
baño.
Unas
gotas
más
de
perfume;
un
poco
más.
Una
ocasión
excelente.
Su
buen
humor
se
vertió
en
una
canción:
Abrázame
hasta
embriagarme
de
amor,
bésame
hasta
dejarme
en
coma;
abrázame,
amor,
arrímate
a
mí;
el
amor
es
tan
bueno
como
el
soma.
Arrellanados
en
sus
butacas
neumáticas,
Lenina
y el
Salvaje,
olían
y
escuchaban.
Hasta
que
llegó
el
momento
de
ver
y
palpar
también.
Las
luces
se
apagaron;
y en
las
tinieblas
surgieron
unas
letras
llameantes,
sólidas,
que
parecían
flotar
en
el
aire.
Tres
semanas
en
helicóptero.
Un
film
sensible,
supercantado,
hablado
sintéticamente,
en
color
y
estereoscópico,
con
acompañamiento
sincronizado
de
órgano
de
perfumes.
–
Agarra
esos
pomos
metálicos
de
los
brazos
de
tu
butaca
–
susurró
Lenina.
–
De
lo
contrario
no
notarás
los
efectos
táctiles.
El
salvaje
obedeció
sus
instrucciones.
Entretanto,
las
letras
llameantes
habían
desaparecido;
siguieron
diez
segundos
de
oscuridad
total;
después,
súbitamente,
cegadoras
e
incomparablemente
más
reales
de
lo
que
hubiesen
podido
parecer
de
haber
sido
de
carne
y
hueso,
más
reales
que
la
misma
realidad,
aparecieron
las
imágenes
estereoscópicas,
abrazadas,
de
un
negro
gigantesco
y
una
hembra
Beta
–
Más
rubia
y
braquicéfala.
El
Salvaje
se
sobresaltó.
¡Aquella
sensación
en
sus
propios
labios!
Se
llevó
una
mano
a la
boca;
las
cosquillas
cesaron;
volvió
a
poner
la
mano
izquierda
en
el
pomo
metálico
y
volvió
a
sentirlas.
Entretanto,
el
órgano
de
perfumes,
exhalaba
almizcle
puro.
Agónica,
una
superpaloma
zureaba
en
la
pista
sonora:
¡Oh...,
oooh...!
Y,
vibrando
a
sólo
treinta
y
dos
veces
por
segundo,
una
voz
más
grave
que
el
bajo
africano
contestaba:
¡Ah...,
aaah!
¡Oh,
oooh!
¡Ah...,
aaah!,
los
labios
estereoscópicos
se
unieron
nuevamente,
y
una
vez
más
las
zonas
erógenas
faciales
de
los
seis
mil
espectadores
del
Alhambra
se
estremecieron
con
un
placer
galvánico
casi
intolerable.
¡Ohhh...!
El
argumento
de
la
cinta
era
sumamente
sencillo.
Pocos
minutos
después
de
los
primeros
Ooooh
y
Aaaah
(tras
el
canto
de
un
dúo
y
una
escena
de
amor
en
la
famosa
piel
de
oso,
cada
uno
de
cuyos
pelos
–
el
Predestinador
Ayudante
tenía
toda
la
razón
–
podía
palparse
separadamente),
el
negro
sufría
un
accidente
de
helicóptero
y
caía
de
cabeza.
¡Plas!
¡Qué
golpe
en
la
frente!
Un
coro
de
ayes
se
levantó
del
público.
El
golpe
hizo
añicos
todo
el
condicionamiento
del
negro,
quien
sentía
a
partir
de
aquel
momento
una
pasión
exclusiva
y
demente
por
la
rubia
Beta.
La
muchacha
protestaba.
Él
insistía.
Había
luchas,
persecuciones,
un
ataque
a un
rival,
y,
finalmente,
un
rapto
sensacional.
La
Beta
rubia
era
arrebatada
por
los
aires
y
debía
pasar
tres
semanas
suspendida
en
el
cielo,
en
un
tête
– à
–
tête
completamente
antisocial
con
el
negro
loco.
Finalmente,
tras
un
sinfín
de
aventuras
y de
acrobacias
aéreas,
tres
guapos
jóvenes
Alfas
lograban
rescatarla.
El
negro
era
enviado
a un
Centro
de
Recondicionamiento
de
Adultos,
y la
cinta
terminaba
feliz
y
decentemente
cuando
la
Beta
rubia
se
convertía
en
la
amante
de
sus
tres
salvadores.
Después
la
alfombra
de
piel
de
oso
hacía
su
aparición
final
y,
entre
el
estridor
de
los
saxofones,
el
último
beso
estereoscópico
se
desvanecía
en
la
oscuridad
y la
última
titilación
eléctrica
moría
en
los
labios
como
una
mosca
moribunda
que
se
estremece
una
y
otra
vez,
cada
vez
más
débilmente,
hasta
que
al
fin
se
inmoviliza
definitivamente.
Pero,
en
Lenina,
la
mosca
no
murió
del
todo.
Aun
después
de
encendidas
las
luces,
mientras
se
dirigían
con
la
muchedumbre,
arrastrando
los
pies,
hacia
los
ascensores,
su
fantasma
seguía
cosquilleándole
en
los
labios,
seguía
trazando
surcos
estremecidos
de
ansiedad
y
placer
en
su
piel.
Sus
mejillas
estaban
arreboladas,
sus
ojos
brillaban,
y
respiraban
afanosamente.
Lenina
cogió
el
brazo
del
Salvaje
y lo
apretó
contra
su
costado.
El
Salvaje
la
miró
un
momento,
pálido,
dolorido,
lleno
de
deseo
y al
mismo
tiempo
avergonzado
de
su
propio
deseo.
Él
no
era
digno,
no...
Los
ojos
de
Lenina
y
los
del
Salvaje
coincidieron
un
instante.
¡Qué
tesoros
prometían
los
de
ella!
El
Salvaje
se
apresuró
a
desviar
los
suyos,
y
soltó
el
brazo
que
ella
le
sujetaba.
–
Creo
que
no
deberías
ver
cosas
como
ésas
–
dijo
al
fin
el
muchacho,
apresurándose
a
atribuir
a
las
circunstancias
ambientales
todo
reproche
por
cualquier
pasado
o
futuro
fallo
en
la
perfección
de
Lenina.
–
¿Cosas
como
qué,
John?
–
Como
esa
horrible
película.
–
¿Horrible?
–
Lenina
estaba
sinceramente
asombrada.
–
Yo
la
he
encontrado
estupenda.
–
Era
abyecto
–
dijo
el
Salvaje,
indignado
– ,
innoble...
–
No
te
entiendo
–
contestó
Lenina.
¿Por
qué
era
tan
raro?
¿Por
qué
se
empeñaba
en
estropearlo
todo?
En
el
taxicóptero,
el
Salvaje
apenas
la
miró.
Atado
por
unos
poderosos
votos
que
jamás
habían
sido
pronunciados,
obedeciendo
a
leyes
que
habían
prescrito
desde
hacía
muchísimo
tiempo,
permanecía
sentado,
en
silencio,
con
el
rostro
vuelto
hacia
otra
parte.
De
vez
en
cuando,
como
si
un
dedo
pulsara
una
cuerda
tensa,
a
punto
de
romperse,
todo
su
cuerpo
se
estremecía
en
un
súbito
sobresalto
nervioso.
El
taxicóptero
aterrizó
en
la
azotea
de
la
casa
de
Lenina.
Al
fin
–
pensó
ésta,
llena
de
exultación,
al
apearse.
–
Al
fin.
A
pesar
de
que
hasta
aquel
momento
el
Salvaje
se
había
comportado
de
manera
muy
extraña.
De
pie
bajo
un
farol,
Lenina
se
miró
en
el
espejo
de
mano.
Al
fin.
Sí,
la
nariz
le
brillaba
un
poco.
Sacudió
los
polvos
de
su
borla.
Mientras
el
Salvaje
pagaba
el
taxi
tendría
tiempo
de
arreglarse.
Lenina
se
empolvó
la
nariz,
pensando:
Es
guapísimo.
No
tiene
por
qué
ser
tímido
como
Bernard...
Y
sin
embargo...
Cualquier
otro
ya
lo
hubiese
hecho
hace
tiempo.
Pero
ahora,
al
fin...
El
fragmento
de
su
rostro
que
se
reflejaba
en
el
espejito
redondo
le
sonrió.
–
Buenas
noches
–
dijo
una
voz
ahogada
detrás
de
ella.
Lenina
se
volvió
en
redondo.
El
Salvaje
se
hallaba
de
pie
en
la
puerta
del
taxi,
mirándola
fijamente;
era
evidente
que
no
había
cesado
de
mirarla
todo
el
rato,
mientras
ella
se
empolvaba,
esperando
–
pero,
¿a
qué?
– ,
o
vacilando,
esforzándose
por
decidirse,
y
pensando
todo
el
rato,
pensando...
Lenina
no
podía
imaginar
qué
clase
de
extraños
pensamientos.
–
Buenas
noches,
Lenina
–
repitió
el
Salvaje.
–
Pero,
John...
Creí
que
ibas
a...
Quiero
decir
que,
¿no
vas
a...?
El
Salvaje
cerró
la
puerta
y se
inclinó
para
decir
algo
al
piloto.
El
taxicóptero
despegó.
Mirando
hacia
abajo
por
la
ventanilla
practicada
en
el
suelo,
del
aparato,
el
Salvaje
vio
la
cara
de
Lenina,
levantada
hacia
arriba,
pálida
a la
luz
azulada
de
los
faroles.
Con
la
boca
abierta,
lo
llamaba.
Su
figura,
achaparrada
por
la
perspectiva,
se
perdió
en
la
distancia;
el
cuadro
de
la
azotea,
cada
vez
más
pequeño,
parecía
hundirse
en
un
océano
de
tinieblas.
Cinco
minutos
después,
el
Salvaje
estaba
en
su
habitación.
Sacó
de
su
escondrijo
el
libro
roído
por
los
ratones,
volvió
con
cuidado
religioso
sus
páginas
manchadas
y
arrugadas,
y
empezó
a
leer
Otelo.
Recordaba
que
Otelo,
como
el
protagonista
de
Tres
semanas
en
helicóptero,
era
un
negro.
CAPITULO
XII
Bernard
tuvo
que
gritar
a
través
de
la
puerta
cerrada;
el
Salvaje
se
negaba
a
abrirle.
–
¡Pero
si
están
todos
aquí,
esperándote!
–
Que
esperen
–
dijo
la
voz,
ahogada
por
la
puerta.
–
Sabes
de
sobra,
John
–
¡cuán
difícil
resulta
ser
persuasivo
cuando
hay
que
chillar
a
voz
en
grito!
– ,
que
los
invité,
que
los
invité
precisamente
para
que
te
conocieran.
–
Antes
debiste
preguntarme
a mí
si
deseaba
conocerles
a
ellos.
–
Hasta
ahora
siempre
viniste,
John.
–
Precisamente
por
esto
no
quiero
volver.
–
Hazlo
sólo
por
complacerme
–
imploró
Bernard.
–
No.
–
¿Lo
dices
en
serio?
–
Sí.
Desesperado,
Bernard
baló:
–
Pero,
¿qué
voy
a
hacer?
–
¡Vete
al
infierno!
–
gruñó
la
voz
exasperada
desde
dentro
de
la
habitación.
–
Pero,
¡si
esta
noche
ha
venido
el
Archichantre
Comunal
de
Canterbury!
Bernard
casi
lloraba.
–
¡Ai
yaa
tákwa!
–
Sólo
en
lengua
zuñí
podía
expresar
adecuadamente
el
Salvaje
lo
que
pensaba
del
Archichantre
de
Canterbury.
– Háni
–
agregó,
como
pensándolo
mejor;
y
después,
con
ferocidad
burlona,
agregó
– :
Sons
éso
tse
– ná.
Y
escupió
en
el
suelo
como
hubiese
podido
hacerlo
el
mismo
Popé.
Al
fin
Bernard
tuvo
que
retirarse,
abrumado,
a
sus
habitaciones
y
comunicar
a la
impaciente
asamblea
que
el
Salvaje
no
aparecería
aquella
noche.
La
noticia
fue
recibida
con
indignación.
Los
hombres
estaban
furiosos
por
el
hecho
de
haber
sido
inducidos
a
tratar
con
cortesía
a
aquel
tipo
insignificante,
de
mala
fama
y
opiniones
heréticas.
Cuanto
más
elevada
era
su
posición,
más
profundo
era
su
resentimiento.
–
¡Jugarme
a mí
esta
mala
pasada!
–
repetía
el
Archichantre
una
y
otra
vez.
–
¡A
mí!
En
cuanto
a
las
mujeres,
tenían
la
sensación
de
haber
sido
seducidas
con
engaños
por
aquel
hombrecillo
raquítico,
en
cuyo
frasco
alguien
había
echado
alcohol
por
error,
por
aquel
ser
cuyo
físico
era
el
propio
de
un
Gama
–
Menos.
Era
un
ultraje,
y lo
decían
asimismo,
y
cada
vez
con
voz
más
fuerte.
Sólo
Lenina
no
dijo
nada.
Pálida,
con
sus
ojos
azules
nublados
por
una
insólita
melancolía,
permanecía
sentada
en
un
rincón,
aislada
de
cuantos
la
rodeaban
por
una
emoción
que
ellos
no
compartían.
Había
ido
a la
fiesta
llena
de
un
extraño
sentimiento
de
ansiosa
exultación.
Dentro
de
pocos
minutos
–
se
había
dicho,
al
entrar
en
la
estancia
–
lo
veré,
le
hablaré,
le
diré
(porque
estaba
completamente
decidida)
que
me
gusta,
más
que
nadie
en
el
mundo.
Y
entonces
tal
vez
él
dirá...
¿Qué
diría
el
Salvaje?
La
sangre
había
afluido
a
las
mejillas
de
Lenina.
¿Por
qué
se
comportó
de
manera
tan
extraña
la
otra
noche,
después
del
sensorama?
¡Qué
raro
estuvo!
Y,
sin
embargo,
estoy
completamente
cierta
de
que
le
gusto.
Estoy
segura...
En
aquel
momento
Bernard
había
soltado
la
noticia:
el
Salvaje
no
asistiría
a la
fiesta.
Lenina
experimentó
súbitamente
todas
las
sensaciones
que
se
observan
al
principio
de
un
tratamiento
con
sucedáneo
de
Pasión
Violenta:
un
sentimiento
de
horrible
vaciedad,
de
aprensión,
casi
de
náuseas.
Le
pareció
que
el
corazón
dejaba
de
latirle.
–
Realmente
es
un
poco
fuerte
–
decía
la
Maestra
Jefe
de
Eton
al
director
de
Crematorios
y
Recuperación
del
Fósforo.
–
Cuando
pienso
que
he
llegado
a...
–
Sí
–
decía
la
voz
de
Fanny
Crowne
– ,
lo
del
alcohol
es
absolutamente
cierto.
Conozco
a un
tipo
que
conocía
a
uno
que
en
aquella
época
trabajaba
en
el
Almacén
de
Embriones.
Éste
se
lo
dijo
a mi
amigo,
y mi
amigo
me
lo
dijo
a
mí...
–
Una
pena,
una
pena
–
decía
Henry
Foster,
compadeciendo
al
Archichantre
Comunal
– .
Puede
que
le
interese
a
usted
saber
que
nuestro
ex –
director
estaba
a
punto
de
trasladarle
a
Islandia.
Atravesado
por
todo
lo
que
se
decía
en
su
presencia,
el
hinchado
globo
de
la
autoconfianza
de
Bernard
perdía
por
mil
heridas.
Pálido,
derrengado,
abyecto
y
desolado,
Bernard
se
agitaba
entre
sus
invitados,
tartamudeando
excusas
incoherentes,
asegurándoles
que
la
próxima
vez
el
Salvaje
asistiría,
invitándoles
a
sentarse
y a
tomar
un
bocadillo
de
carotina,
una
rodaja
de
pâtè
de
vitamina
A, o
una
copa
de
sucedáneo
de
champaña.
Los
invitados
comían,
sí,
pero
le
ignoraban;
bebían
y lo
trataban
bruscamente
o
hablaban
de
él
entre
sí,
en
voz
alta
y
ofensivamente,
como
si
no
se
hallara
presente.
–
Y
ahora,
amigos
–
dijo
el
Archichantre
de
Canterbury,
con
su
hermosa
y
sonora
voz,
la
voz
en
que
conducía
los
oficios
de
las
celebraciones
del
Día
de
Ford
– ,
ahora,
amigos,
creo
que
ha
llegado
el
momento...
Se
levantó,
dejó
la
copa,
se
sacudió
del
chaleco
de
viscosa
púrpura
las
migajas
de
una
colación
considerable,
y se
dirigió
hacia
la
puerta.
Bernard
se
lanzó
hacia
delante
para
detenerle.
–
¿De
verdad
debe
marcharse,
Archichantre...?
Es
muy
temprano
todavía.
Yo
esperaba
que...
¡Oh,
sí,
cuántas
cosas
había
esperado
desde
el
momento
que
Lenina
le
había
dicho
confidencialmente
que
el
Archichantre
Comunal
aceptaría
una
invitación
si
se
la
enviaba!
¡Es
simpatiquísimo!
Y
había
enseñado
a
Bernard
la
pequeña
cremallera
de
oro,
con
el
tirador
en
forma
de
T,
que
el
Archichantre
le
había
regalado
en
recuerdo
del
fin
de
semana
que
Lenina
había
pasado
en
la
Cantoría
Diocesana.
Asistirán
el
Archichantre
Comunal
de
Canterbury
y
Mr.
Salvaje.
Bernard
había
proclamado
su
triunfo
en
todas
las
invitaciones
enviadas.
Pero
el
Salvaje
había
elegido
aquella
noche,
precisamente
aquella
noche,
para
encerrarse
en
su
cuarto
y
gritar:
Háni,
y
hasta
(menos
mal
que
Bernard
no
entendía
el
zuñí)
¡Sons
éso
tse
–
ná!
Lo
que
había
de
ser
el
momento
cumbre
de
toda
la
carrera
de
Bernard
se
había
convertido
en
el
momento
de
su
máxima
humillación.
–
Había
confiado
tanto
en
que...
–
repetía
Bernard,
tartamudeando
y
alzando
los
ojos
hacia
el
gran
dignatario
con
expresión
implorante
y
dolorida.
–
Mi
joven
amigo
–
dijo
el
Archichantre
Comunal
en
un
tono
de
alta
y
solemne
severidad;
se
hizo
un
silencio
general.
–
Antes
de
que
sea
demasiado
tarde.
Un
buen
consejo.
–
Su
voz
se
hizo
sepulcral.
–
Enmiéndese,
mi
joven
amigo,
enmiéndese.
Hizo
la
señal
de
la T
sobre
su
cabeza
y se
volvió.
–
Lenina,
querida
–
dijo
en
otro
tono.
–
Ven
conmigo.
Arriba,
en
su
cuarto,
el
Salvaje
leía
Romeo
y
Julieta.
Lenina
y el
Archichantre
Comunal
se
apearon
en
la
azotea
de
la
Cantoría.
–
Date
prisa,
mi
joven
amiga...,
quiero
decir,
Lenina
–
la
llamó
el
Archichantre,
impaciente,
desde
la
puerta
del
ascensor.
Lenina,
que
se
había
demorado
un
momento
para
mirar
la
luna,
bajó
los
ojos
y
cruzó
rápidamente
la
azotea
para
reunirse
con
él.
«Una
nueva
Teoría
de
Biología».
Éste
era
el
título
del
estudio
que
Mustafá
Mond
acababa
de
leer.
Permaneció
sentado
algún
tiempo,
meditando,
con
el
ceño
fruncido,
y
después
cogió
la
pluma
y
escribió
en
la
portadilla:
«El
tratamiento
matemático
que
hace
el
autor
del
concepto
de
finalidad
es
nuevo
y
altamente
ingenioso,
pero
herético
y,
con
respecto
al
presente
orden
social,
peligroso
y
potencialmente
subversivo.
Prohibida
su
publicación».
Subrayó
estas
últimas
palabras.
«Debe
someterse
a
vigilancia
al
autor.
Es
posible
que
se
imponga
su
traslado
a la
Estación
Biológica
Marítima
de
Santa
Elena».
Una
verdadera
lástima,
pensó
mientras
firmaba.
Era
un
trabajo
excelente.
Pero
en
cuanto
se
empezaba
a
admitir
explicaciones
finalistas...
bueno,
nadie
sabía
dónde
podía
llegarse.
Con
los
ojos
cerrados
y
extasiado
el
rostro,
John
recitaba
suavemente
al
vacío:
¡Ella
enseña
a
las
antorchas
a
arder
con
fulgor!
Y
parece
pender
sobre
la
mejilla
de
la
noche
como
una
rica
joya
en
la
oreja
de
un
etíope;
belleza
excesiva
para
ser
usada;
demasiada
para
la
tierra.
La T
de
oro
pendía,
refulgente,
sobre
el
pecho
de
Lenina.
El
Archichantre
Comunal,
juguetonamente,
la
cogió,
y
tiró
de
ella
lentamente.
Rompiendo
un
largo
silencio,
Lenina
dijo
de
pronto:
–
Creo
que
será
mejor
que
tome
un
par
de
gramos
de
soma.
A
aquellas
horas,
Bernard
dormía
profundamente,
sonriendo
al
paraíso
particular
de
su
sueños.
Sonriendo,
sonriendo.
Pero,
inexorablemente,
cada
treinta
segundos,
la
manecilla
del
reloj
eléctrico
situado
encima
de
su
cama
saltaba
hacia
delante,
con
un
chasquido
casi
imperceptible.
Clic,
clic,
clic,
clic...
Y
llegó
la
mañana,
Bernard
estaba
de
vuelta,
entre
las
miserias
del
espacio
y
del
tiempo.
Cuando
se
dirigió
en
taxi
a su
trabajo
en
el
Centro
de
Condicionamiento,
se
hallaba
de
muy
mal
humor.
La
embriaguez
del
éxito
se
había
evaporado;
volvía
a
ser
él
mismo,
el
de
antes;
y
por
contraste
con
el
hinchado
balón
de
las
últimas
semanas,
su
antiguo
yo
parecía
muchísimo
más
pesado
que
la
atmósfera
que
lo
rodeaba.
El
Salvaje,
inesperadamente,
se
mostró
muy
comprensivo
con
aquel
Bernard
deshinchado.
–
Te
pareces
más
al
Bernard
que
conocí
en
Malpaís
–
dijo,
cuando
Bernard,
en
tono
quejumbroso,
le
hubo
confiado
su
fracaso.
–
¿Recuerdas
la
primera
vez
que
hablamos?
Fuera
de
la
casucha.
Ahora
eres
como
entonces.
–
Porque
vuelvo
a
ser
desdichado;
he
aquí
el
porqué.
–
Bueno,
pues
yo
preferiría
ser
desdichado
antes
que
gozar
de
esa
felicidad
falsa,
embustera,
que
tenéis
aquí.
–
¡Hombre,
me
gusta
eso!
–
dijo
Bernard
con
amargura.
–
¡Cuando
tú
tienes
la
culpa
de
todo!
Al
negarte
a
asistir
a mi
fiesta
lograste
que
todos
se
revolvieran
contra
mí.
Bernard
sabía
que
lo
que
decía
era
absurdo
e
injusto;
admitía
en
su
interior,
y
hasta
en
voz
alta,
la
verdad
de
todo
lo
que
el
Salvaje
le
decía
acerca
del
poco
valor
de
unos
amigos
que,
ante
tan
leve
provocación,
podían
trocarse
en
feroces
enemigos.
Pero,
a
pesar
de
saber
todo
esto
y de
reconocerlo,
a
pesar
del
hecho
de
que
el
consuelo
y el
apoyo
de
su
amigo
eran
ahora
su
único
sostén,
Bernard
siguió
alimentando,
simultáneamente
con
su
sincero
pesar,
un
secreto
agravio
contra
el
Salvaje,
y no
cesó
de
meditar
un
plan
de
pequeñas
venganzas
a
desarrollar
contra
el
mismo.
Alimentar
un
agravio
contra
el
Archichantre
comunal
hubiese
sido
inútil;
y no
había
posibilidad
alguna
de
vengarse
del
Envasador
Jefe
o
del
Presidente
Ayudante.
Como
víctima,
el
Salvaje
poseía,
para
Bernard,
una
gran
cualidad
por
encima
de
los
demás:
era
vulnerable,
era
accesible.
Una
de
las
principales
funciones
de
nuestros
amigos
estriba
en
sufrir
(en
formas
más
suaves
y
simbólicas)
los
castigos
que
querríamos
infligir,
y no
podemos,
a
nuestros
enemigos.
El
otro
amigo
–
víctima
de
Bernard
era
Helmholtz.
Cuando,
derrotado,
Bernard
acudió
a él
e
imploró
de
nuevo
su
amistad,
que
en
sus
días
de
prosperidad
había
juzgado
inútil
conservar,
Helmholtz
se
la
concedió.
En
su
primera
entrevista
después
de
la
reconciliación,
Bernard
le
soltó
toda
la
historia
de
sus
desdichas
y
aceptó
sus
consuelos.
Pocos
días
después
se
enteró,
con
sorpresa
y no
sin
cierto
bochorno,
de
que
él
no
era
el
único
en
hallarse
en
apuros.
También
Helmholtz
había
entrado
en
conflicto
con
la
Autoridad.
–
Fue
por
unos
versos
–
le
explicó
Helmholtz.
–
Yo
daba
mi
curso
habitual
de
Ingeniería
Emocional
Superior
para
alumnos
de
tercer
año.
Doce
lecciones,
la
séptima
de
las
cuales
trata
de
los
versos.
Sobre
el
uso
de
versos
rimados
en
Propaganda
Moral,
para
ser
exactos.
Siempre
ilustro
mis
clases
con
numerosos
ejemplos
técnicos.
Esta
vez
se
me
ocurrió
ofrecerles
como
ejemplo
algo
que
acababa
de
escribir.
Puro
desatino,
desde
luego;
pero
no
pude
resistir
la
tentación.
–
Se
echó
a
reír.
–
Sentía
curiosidad
por
ver
cuáles
serían
las
reacciones.
Además
–
agregó,
con
más
gravedad
– ,
quería
hacer
un
poco
de
propaganda;
intentaba
inducirles
a
sentir
lo
mismo
que
yo
sentí
al
escribir
aquellos
versos.
¡Ford!
–
Volvió
a
reír.
–
¡El
escándalo
que
se
armó!
El
Principal
me
llamó
y me
amenazó
con
expulsarme
inmediatamente.
Soy
un
hombre
marcado.
–
Pero,
¿qué
decían
tus
versos?
–
preguntó
Bernard.
–
Eran
sobre
la
soledad.
–
Bernard
arqueó
las
cejas.
–
Si
quieres,
te
los
recito.
– Y
Helmholtz
empezó:
El
comité
de
ayer,
bastones,
pero
un
tambor
roto,
medianoche
en
la
City,
flautas
en
el
vacío
labios
cerrados,
caras
dormidas,
todas
las
máquinas
paradas,
mudos
los
lugares
donde
se
apiñaba
la
gente...
Todos
los
silencios
se
regocijan,
lloran
(en
voz
alta
o
baja)
hablan,
pero
ignoro
con
la
voz
de
quién.
La
ausencia
de
los
brazos.
los
senos
y
los
labios
y
los
traseros
de
Susan
y de
Egeria
forman
lentamente
una
presencia.
¿Cuál?
Y,
pregunto,
¿de
qué
esencia
tan
absurda
que
algo
que
no
es
puebla,
sin
embargo,
la
noche
desierta
más
sólidamente
que
es
otra
con
la
cual
copulamos
y
que
tan
escuálida
nos
parece?
–
Bueno
–
prosiguió
Helmholtz
– ,
les
puse
estos
versos
como
ejemplo,
y
ellos
me
denunciaron
al
Principal.
–
No
me
sorprende
–
dijo
Bernard.
–
Van
en
contra
de
todas
las
enseñanzas
hipnopédicas.
Recuerda
que
han
recibido
al
menos
doscientas
cincuenta
mil
advertencias
contra
la
soledad.
–
Lo
sé.
Pero
pensé
que
me
gustaría
ver
qué
efecto
producía.
–
Bueno,
pues
ya
lo
has
visto.
Bernard
pensó
que,
a
pesar
de
todos
sus
problemas,
Helmoltz
parecía
intensamente
feliz.
Helmholtz
y el
Salvaje
hicieron
buenas
migas
inmediatamente.
Y
con
tal
cordialidad
que
Bernard
sintió
el
mordisco
de
los
celos.
En
todas
aquellas
semanas
no
había
logrado
intimar
con
el
Salvaje
tanto
como
lo
logró
Helmholtz
inmediatamente.
Mirándoles,
oyéndoles
hablar,
más
de
una
vez
deseó
no
haberles
presentado.
Sus
celos
le
avergonzaban
y
hacía
esfuerzos
y
tomaba
soma
para
librarse
de
ellos.
Pero
sus
esfuerzos
resultaban
inútiles;
y
las
vacaciones
de
soma
tenían
sus
intervalos
inevitables.
El
odioso
sentimiento
volvía
a él
una
y
otra
vez.
En
su
tercera
entrevista
con
el
Salvaje,
Helmholtz
le
recitó
sus
versos
sobre
la
Soledad.
–
¿Qué
te
parecen?
–
le
preguntó
luego.
El
Salvaje
movió
la
cabeza.
–
Escucha
esto
–
dijo
por
toda
respuesta.
Y
abriendo
el
cajón
cerrado
con
llave
donde
guardaba
su
roído
librote,
lo
abrió
y
leyó:
Que
el
pájaro
de
voz
más
sonora
pasado
en
el
solitario
árbol
de
Arabia
sea
el
triste
heraldo
y
trompeta...
Helmholtz
lo
escuchaba
con
creciente
excitación.
Al
oír
lo
del
solitario
árbol
de
Arabia
se
sobresaltó;
tras
lo
de
estridente
heraldo
sonrió
con
súbito
placer;
ante
el
verso
toda
ave
de
ala
tiránica
sus
mejillas
se
arrebolaron;
pero
al
oír
lo
de
música
mortuoria
palideció
y
tembló
con
una
emoción
que
jamás
había
sentido
hasta
entonces.
El
Salvaje
siguió
leyendo.
La
propiedad
se
asustó
al
ver
que
el
yo
no
era
ya
el
mismo;
dos
nombres
para
una
sola
naturaleza,
que
ni
dos
ni
una
podía
llamarse.
La
razón,
en
sí
misma
confundida,
veía
unirse
la
división...
–
¡Orgía
–
Porfía!
–
gritó
Bernard,
interrumpiendo
la
lectura
con
una
risa
estruendosa,
desagradable.
–
Parece
exactamente
un
himno
del
Servicio
de
Solidaridad.
Así
se
vengaba
de
sus
dos
amigos
por
el
hecho
de
apreciarse
más
entre
sí
de
lo
que
le
apreciaban
a
él.
Sin
embargo,
por
extraño
que
pueda
parecer,
la
siguiente
interrupción,
la
más
desafortunada
de
todas,
procedió
del
propio
Helmholtz.
El
Salvaje
leía
Romeo
y
Julieta
en
voz
alta,
con
pasión
intensa
y
estremecida
(porque
no
cesaba
de
verse
a sí
mismo
como
Romeo
y a
Lenina
en
el
lugar
de
Julieta).
Helmholtz
había
escuchado
con
interés
y
asombro
la
escena
del
primer
encuentro
de
los
dos
amantes.
La
escena
del
huerto
le
había
hechizado
con
su
poesía;
pero
los
sentimientos
expresados
habían
provocado
sus
sonrisas.
Se
le
antojaba
sumamente
ridículo
ponerse
de
aquella
manera
por
el
solo
hecho
de
desear
a
una
chica.
Pero,
en
conjunto,
¡cuán
soberbia
pieza
de
ingeniería
emocional!
–
Ese
viejo
escritor
–
dijo
–
hace
aparecer
a
nuestros
mejores
técnicos
en
propaganda
como
unos
solemnes
mentecatos.
El
Salvaje
sonrió
con
expresión
triunfal
y
reanudó
la
lectura.
Todo
marchó
pasablemente
bien
hasta
que,
en
la
última
escena
del
tercer
acto,
los
padres
Capuleto
empezaban
a
aconsejar
a
Julieta
que
se
casara
con
Paris.
Helmholtz
habíase
mostrado
inquieto
durante
toda
la
escena;
pero
cuando,
patéticamente
interpretada
por
el
Salvaje,
Julieta
exclamaba:
¿Es
que
no
hay
compasión
en
lo
alto
de
las
nubes
que
lea
en
el
fondo
de
mi
dolor?
¡Oh,
dulce
madre
mía,
no
me
rechaces!
Aplaza
esta
boda
por
un
mes,
por
una
semana,
o,
si
no
quieres,
prepara
el
lecho
de
bodas
en
el
triste
mausoleo
donde
yace
Tibaldo...
Cuando
Julieta
dijo
esto,
Helmoltz
soltó
una
explosión
de
risa
irreprimible.
¡Una
madre
y un
padre
(grotesca
obscenidad)
obligando
a su
hija
a
unirse
con
quien
ella
no
quería!
¿Y
por
qué
aquella
imbécil
no
les
decía
que
ya
estaba
unida
con
otro
a
quien,
por
el
momento
al
menos
prefería?
En
su
indecente
absurdo,
la
situación
resultaba
irresistiblemente
cómica.
Helmholtz,
con
un
esfuerzo
heroico,
había
logrado
hasta
entonces
dominar
la
presión
ascendente
de
su
hilaridad;
pero
la
expresión
dulce
madre
(pronunciada
en
el
tembloroso
tono
de
angustia
del
Salvaje)
y la
referencia
al
Tibaldo
muerto,
pero
evidentemente
no
incinerado
y
desperdiciando
su
fósforo
en
un
triste
mausoleo,
fueron
demasiado
para
él.
Rió
y
siguió
riendo
hasta
que
las
lágrimas
rodaron
por
sus
mejillas,
rió
interminablemente
mientras
el
Salvaje,
pálido
y
ultrajado,
le
miraba
por
encima
del
libro
hasta
que,
viendo
que
las
carcajadas
proseguían,
lo
cerró
indignado,
se
levantó,
y
con
el
gesto
de
quien
aparta
una
perla
de
la
presencia
de
un
cerdo,
lo
encerró
con
llave
en
su
cajón.
–
Y
sin
embargo
–
dijo
Helmholtz
cuando,
habiendo
recobrado
el
aliento
suficiente
para
presentar
excusas,
logró
que
el
Salvaje
escuchara
sus
explicaciones
– ,
sé
perfectamente
que
uno
necesita
situaciones
ridículas
y
locas
como
ésta;
no
se
puede
escribir
realmente
bien
acerca
de
nada
más.
¿Por
qué
ese
viejo
escritor
resulta
un
técnico
en
propaganda
tan
maravilloso?
Porque
tenía
tantísimas
cosas
locas,
extremadas,
acerca
de
las
cuales
excitarse.
Uno
debe
poder
sentirse
herido
y
trastornado;
de
lo
contrario,
no
puede
pensar
frases
realmente
buenas,
penetrantes
como
los
rayos
X.
Pero...,
¡padres
y
madres!
–
Movió
la
cabeza.
–
No
podías
esperar
que
pusiera
cara
sería
ante
los
padres
y
las
madres.
¿Y
quién
va a
apasionarse
por
si
un
muchacho
consigue
a
una
chica
o no
la
consigue?
El
Salvaje
dio
un
respingo,
pero
Helmholtz,
que
miraba
pensativamente
el
suelo,
no
se
dio
cuenta.
–
No
–
concluyó
– ,
no
me
sirve.
Necesitamos
otra
clase
de
locura
y de
violencia.
Pero,
¿qué?
¿Qué?
¿Dónde
puedo
encontrarla?
–
permaneció
silencioso
un
momento
y
después,
moviendo
la
cabeza,
dijo,
por
fin
– :
No
lo
sé;
no
lo
sé.
CAPITULO
XIII
Henry
Foster
apareció
a
través
de
la
luz
crepuscular
del
Almacén
de
Embriones.
–
¿Quieres
ir
al
sensorama
esta
noche?
Lenina
denegó
con
la
cabeza,
sin
decir
nada.
–
¿Sales
con
otro?
A
Henry
le
interesaba
siempre
saber
cómo
se
emparejaban
sus
amigos.
–
¿Con
Benito,
acaso?
–
preguntó.
Lenina
volvió
a
denegar
con
la
cabeza.
Henry
observó
la
expresión
fatigada
de
aquellos
ojos
purpúreos,
la
palidez
de
la
piel
bajo
el
brillo
de
lupus,
y la
tristeza
que
se
revelaba
en
las
comisuras
de
aquellos
labios
escarlata,
que
se
esforzaban
por
sonreír.
–
¿No
estarás
enferma?
–
preguntó,
un
tanto
preocupado,
temiendo
que
Lenina
sufriera
alguna
de
las
escasas
enfermedades
infecciosas
que
aún
subsistían.
Por
tercera
vez
Lenina
negó
con
la
cabeza.
–
De
todos
modos,
deberías
ir a
ver
al
médico
–
dijo
Henry.
–
Una
visita
al
doctor
libra
de
todo
dolor
–
agregó,
cordialmente,
acompañando
el
dicho
hipnopédico
con
una
palmada
en
el
hombro.
–
Tal
vez
necesites
un
Sucedáneo
de
Embarazo
–
sugirió.
– O
un
fuerte
tratamiento
extra
de
S.P.V.
Ya
sabes
que
a
veces
la
potencia
del
sucedáneo
de
Pasión
Violenta
no
está
a la
altura
de...
–
¡Oh,
por
el
amor
de
Ford!
–
dijo
Lenina,
rompiendo
su
testarudo
silencio.
–
¡Cállate
de
una
vez!
Y
volviéndole
la
espalda
ocupóse
de
nuevo
en
sus
embriones.
¿Conque
un
tratamiento
de
S.P.V.?
Lenina
se
hubiese
echado
a
reír,
de
no
haber
sido
porque
estaba
a
punto
de
llorar.
¡Como
si
no
tuviera
bastante
con
su
propia
P.V.!
Mientras
llenaba
una
jeringuilla
suspiró
prohibidamente.
John...
–
murmuró
para
sí
– ,
John...
Después
se
preguntó:
¡Ford!
¿Le
habré
dado
a
éste
la
inyección
contra
la
enfermedad
del
sueño?
¿O
no
se
la
he
dado
todavía?
No
podía
recordarlo.
Al
fin
decidió
no
correr
el
riesgo
de
administrar
una
segunda
dosis,
y
pasó
al
frasco
siguiente
de
la
hilera.
Veintidós
años,
ocho
meses
y
cuatro
días
más
tarde,
un
joven
y
prometedor
administrador
Alfa
–
Menos,
en
Muanza
–
Muanza,
moriría
de
tripanosomiasis,
el
primer
caso
en
más
de
medio
siglo.
Suspirando,
Lenina
siguió
con
su
tarea.
Una
hora
después,
en
el
Vestuario,
Fanny
protestaba
enérgicamente:
–
Es
absurdo
que
te
abandones
a
este
estado.
Sencillamente
absurdo
–
repitió.
– Y
todo,
¿por
qué?
¡Por
un
hombre,
por
un
solo
hombre!
–
Pero
es
el
único
que
quiero.
–
Como
si
no
hubiese
millones
de
otros
hombres
en
el
mundo.
–
Pero
yo
no
los
quiero.
–
¿Cómo
lo
sabes
si
no
lo
has
intentado?
–
Lo
he
intentado.
–
Pero,
¿con
cuántos?
–
preguntó
Fanny,
encogiéndose
despectivamente
de
hombros
– .
¿Con
uno?
¿Con
dos?
–
Con
docenas
de
ellos.
Y
fue
inútil
–
dijo
Lenina,
moviendo
la
cabeza.
–
Pues
debes
perseverar
–
le
aconsejó
Fanny,
sentenciosamente.
Pero
era
evidente
que
su
confianza
en
sus
propias
prescripciones
había
sido
un
tanto
socavada.
–
Sin
perseverancia
no
se
consigue
nada.
–
Pero
entretanto...
–
No
pienses
en
él.
–
No
puedo
evitarlo.
–
Pues
toma
un
poco
de
soma.
–
Ya
lo
tomo.
–
Pues
sigue
haciéndolo.
–
Pero
en
los
intervalos
sigo
queriéndole.
Siempre
le
querré.
–
Bueno,
pues
si
es
así
–
dijo
Fanny
con
decisión
– ,
¿por
qué
no
vas
y te
haces
con
él?
Tanto
si
quiere
como
si
no.
–
¡Si
supieras
cuán
terriblemente
raro
estuvo!
–
Razón
de
más
para
adoptar
una
línea
de
conducta
firme.
–
Es
muy
fácil
decirlo.
–
No
te
quedes
pensando
tonterías.
Actúa.
–
La
voz
de
Fanny
sonaba
como
una
trompeta;
parecía
una
conferenciante
de
la
A.M.F.
dando
una
charla
nocturna
a un
grupo
de
Beta
–
Menos
adolescente.
–
Sí,
actúa,
inmediatamente.
Hazlo
ahora
mismo.
–
Me
daría
vergüenza
–
dijo
Lenina.
–
Basta
que
tomes
medio
gramo
de
soma
antes
de
hacerlo.
Y
ahora
voy
a
darme
un
baño.
El
timbre
sonó,
y el
Salvaje,
que
esperaba
con
impaciencia
que
Helmholtz
fuese
a
verle
aquella
tarde
(porque,
habiendo
decidido
por
fin
hablarle
a
Helmholtz
de
Lenina,
no
podía
aplazar
ni
un
momento
más
sus
confidencias),
saltó
sobre
sus
pies
y
corrió
hacia
la
puerta.
–
Presentía
que
eras
tú,
Helmholtz
–
gritó,
al
tiempo
que
abría.
En
el
umbral,
con
un
vestido
de
marinera
blanco,
de
satén
al
acetato,
y un
gorrito
redondo,
blanco
también,
ladeado
picaronamente
hacia
la
izquierda,
se
hallaba
Lenina.
–
¡Oh!
–
exclamó
el
Salvaje,
como
si
alguien
acabara
de
asestarle
un
fuerte
porrazo.
Medio
gramo
había
bastado
para
que
Lenina
olvidara
sus
temores
y su
turbación.
–
Hola,
John
–
dijo,
sonriendo.
Y
entró
en
el
cuarto.
Maquinalmente,
John
cerró
la
puerta
y la
siguió.
Lenina
se
sentó.
Sobrevino
un
largo
silencio.
–
Tengo
la
impresión
de
que
no
te
alegras
mucho
de
verme,
John
–
dijo
Lenina
al
fin.
–
¿Que
no
me
alegro?
El
Salvaje
la
miró
con
expresión
de
reproche;
después,
súbitamente,
cayó
de
rodillas
ante
ella
y,
cogiendo
la
mano
de
Lenina,
la
besó
reverentemente.
–
¿Que
no
me
alegro?
¡Oh,
si
tú
supieras!
–
susurró;
y
arriesgándose
a
levantar
los
ojos
hasta
su
rostro,
prosiguió
– :
Admirada
Lenina,
ciertamente
la
cumbre
de
lo
admirable,
digna
de
lo
mejor
que
hay
en
el
mundo.
Lenina
le
sonrió
con
almibarada
ternura.
–
¡Oh,
tú,
tan
perfecta
–
Lenina
se
inclinaba
hacia
él
con
los
labios
entreabiertos
– ,
tan
perfecta
y
sin
par
fuiste
creada
–
Lenina
se
acercaba
más
y
más
a
él
–
con
lo
mejor
de
cada
una
de
las
criaturas!
–
Más
cerca
todavía.
Pero
el
Salvaje
se
levantó
bruscamente.
–
Por
eso
–
dijo,
hablando
sin
mirarla
– ,
quisiera
hacer
algo
primero...
–
Quiero
decir,
demostrarte
que
soy
digno
de
ti.
Ya
sé
que
no
puedo
serlo,
en
realidad.
Pero,
al
menos,
demostrarte
que
no
soy
completamente
indigno.
Quisiera
hacer
algo.
–
Pero,
¿por
qué
consideras
necesarios...?
–
empezó
Lenina.
Mas
no
acabó
la
frase.
En
su
voz
había
sonado
cierto
matiz
de
irritación.
Cuando
una
mujer
se
ha
inclinado
hacia
delante,
acercándose
más
y
más,
con
los
labios
entreabiertos,
para
encontrarse
de
pronto,
porque
un
zoquete
se
pone
de
pie,
inclinada
sobre
la
nada...
bueno,
tiene
todos
los
motivos
para
sentirse
molesta,
aun
con
medio
gramo
de
soma
en
la
sangre.
–
En
Malpaís
–
murmuraba
incoherentemente
el
Salvaje
– ,
había
que
llevar
a la
novia
la
piel
de
un
león
de
las
montañas...
Quiero
decir
cuando
uno
desea
casarse.
O de
un
lobo.
–
En
Inglaterra
no
hay
leones
–
dijo
Lenina
en
tono
casi
ofensivo.
–
Y
aunque
los
hubiera
–
agregó
el
Salvaje
con
súbito
resentimiento
y
despecho
– ,
supongo
que
los
matarían
desde
los
helicópteros
o
con
gas
venenoso.
Y
esto
no
es
lo
que
yo
quiero,
Lenina.
–
Se
cuadró,
se
aventuró
a
mirarla
y
descubrió
en
el
rostro
de
ella
una
expresión
de
incomprensión
irritada.
Turbado,
siguió,
cada
vez
con
menos
coherencia
– .
Haré
algo.
Lo
que
tú
quieras.
Hay
deportes
que
son
penosos,
ya
lo
sabes.
Pero
el
placer
que
proporcionan
compensa
sobradamente.
Esto
es
lo
que
me
pasa.
Barrería
los
suelos
por
ti,
si
lo
descaras.
–
¡Pero,
si
aquí
tenemos
aspiradoras!
–
dijo
Lenina,
asombrada.
–
No
es
necesario.
–
Ya,
ya
sé
que
no
es
necesario.
Pero
se
puede
ejecutar
ciertas
bajezas
con
nobleza.
Me
gustaría
soportar
algo
con
nobleza.
¿Me
entiendes?
–
Pero
si
hay
aspiradoras...
–
No,
no
es
esto.
– ...y
semienanos
Epsilones
que
las
manejan
–
prosiguió
Lenina
– ,
¿por
qué...?
–
¿Por
qué?
Pues...
¡por
ti!
¡Por
ti!
Sólo
para
demostrarte
que
yo...
–
¿Y
qué
tienen
que
ver
las
aspiradoras
con
los
leones...?
–
Para
demostrarte
cuánto...
– ...o
con
el
hecho
de
que
los
leones
se
alegren
de
verme?
Lenina
se
exasperaba
progresivamente.
– ...para
demostrarte
cuánto
te
quiero,
Lenina
–
estalló
John,
casi
desesperadamente.
Como
símbolo
de
la
marea
ascendente
de
exaltación
interior,
la
sangre
subió
a
las
mejillas
de
Lenina.
–
¿Lo
dices
de
veras,
John?
–
Pero
no
quería
decirlo
–
exclamó
el
Salvaje,
uniendo
con
fuerza
las
manos
en
una
especie
de
agonía.
–
No
quería
decirlo
hasta
que...
Escucha,
Lenina;
en
Malpaís
la
gente
se
casa.
–
¿Se
qué?
De
nuevo
la
irritación
se
había
deslizado
en
el
tono
de
su
voz.
¿Con
qué
le
salía
ahora?
–
Se
unen
para
siempre.
Prometen
vivir
juntos
para
siempre.
–
¡Qué
horrible
idea!
Lenina
se
sentía
sinceramente
disgustada.
–
Sobreviviendo
a la
belleza
exterior,
con
un
alma
que
se
renueva
más
rápidamente
de
lo
que
la
sangre
decae...
–
¿Cómo?
–
También
así
lo
dice
Shakespeare.
Si
rompes
su
nudo
virginal
antes
de
que
todas
las
ceremonias
santificadoras
puedan
con
pleno
y
solemne
rito...
–
¡Por
el
amor
de
Ford,
John,
no
digas
cosas
raras!
No
entiendo
una
palabra
de
lo
que
dices.
Primero
me
hablas
de
aspiradoras;
ahora
de
nudos.
Me
volverás
loca.
–
Lenina
saltó
sobre
sus
pies,
y,
como
temiendo
que
John
huyera
de
ella
físicamente,
como
le
huía
mentalmente,
lo
cogió
por
la
muñeca.
–
Contéstame
a
esta
pregunta:
¿me
quieres
realmente?
¿Sí
o
no?
Se
hizo
un
breve
silencio;
después,
en
voz
muy
baja,
John
dijo:
–
Te
quiero
más
que
a
nada
en
el
mundo.
–
Entonces,
¿por
qué
demonios
no
me
lo
decías
–
exclamó
Lenina;
y,
su
exasperación
era
tan
intensa
que
clavó
las
uñas
en
la
muñeca
de
John
en
lugar
de
divagar
acerca
de
nudos,
aspiradoras
y
leones
y de
hacerme
desdichada
durante
semanas
enteras?
Le
soltó
la
mano
y lo
apartó
de
sí
violentamente.
–
Si
no
te
quisiera
tanto
–
dijo
– ,
estaría
furiosa
contigo.
Y,
de
pronto,
le
rodeó
el
cuello
con
los
brazos;
John
sintió
sus
labios
suaves
contra
los
suyos.
Tan
deliciosamente
suaves,
cálidos
y
eléctricos
que
inevitablemente
recordó
los
besos
de
Tres
semanas
en
helicóptero.
¡Oooh!
¡Oooh!,
la
estereoscópica
rubia,
y ¡Aaah!,
¡aaah!,
el
negro
super
–
real.
Horror,
horror,
horror...
John
intentó
zafarse
del
abrazo,
pero
Lenina
lo
estrechó
con
más
fuerza.
–
¿Por
qué
no
me
lo
decías?
–
susurró,
apartando
la
cara
para
poder
verle.
Sus
ojos
aparecían
llenos
de
tiernos
reproches.
Ni
la
mazmorra
más
lóbrega,
ni
el
lugar
más
adecuado
–
tronaba
poéticamente
la
voz
de
la
conciencia
– ,
ni
la
más
poderosa
sugestión
de
nuestro
deseo.
¡Jamás,
jamás!,
decidió
John.
–
¡Tontuelo!
–
decía
Lenina.
–
¡Con
lo
que
yo
te
deseaba!
Y si
tú
me
deseabas
también,
¿por
qué
no...?
–
Pero,
Lenina...
–
empezó
a
protestar
John.
Y
como
inmediatamente
Lenina
deshizo
su
abrazo
y se
apartó
de
él,
John
pensó
por
un
momento
que
había
comprendido
su
muda
alusión.
Pero
cuando
Lenina
se
desabrochó
la
cartuchera
de
charol
blanco
y la
colgó
cuidadosamente
del
respaldo
de
una
silla,
John
empezó
a
sospechar
que
se
había
equivocado.
–
¡Lenina!
–
repitió,
con
aprensión.
Lenina
se
llevó
una
mano
al
cuello
y
dio
un
fuerte
tirón
hacia
abajo.
La
blanca
blusa
de
marino
se
abrió
por
la
costura;
la
sospecha
se
transformó
en
certidumbre.
–
Lenina,
¿qué
haces?
¡Zas,
zas!
La
respuesta
de
Lenina
fue
muda.
Emergió
de
sus
pantalones
acampanados.
Su
ropa
interior,
de
una
sola
pieza,
era
como
una
leve
cáscara
rosada.
La T
de
oro
del
Archichantre
Comunal
brillaba
en
su
pecho.
Por
esos
senos
que
a
través
de
las
rejas
de
la
ventana
penetran
en
los
ojos
de
los
hombres...
Las
palabras
cantarinas,
tonantes,
mágicas,
la
hacían
aparecer
doblemente
peligrosa,
doblemente
seductora.
¡Suaves,
suaves,
pero
cuán
penetrantes!
Horadando
la
razón,
abriendo
túneles
en
las
más
firmes
decisiones...
Los
juramentos
más
poderosos
son
como
paja
ante
el
fuego
de
la
sangre.
Abstente,
o de
lo
contrario...
¡Zas!
La
rosada
redondez
se
abrió
en
dos,
como
una
manzana
limpiamente
partida.
Unos
brazos
que
se
agitaban,
el
pie
derecho
que
se
levanta;
después
el
izquierdo,
y la
sutil
prenda
queda
en
el
suelo,
sin
vida
y
como
deshinchada.
Con
los
zapatos
y
las
medias
puestas
y el
gorrito
ladeado
en
la
cabeza,
Lenina
se
acercó
a
él:
–
¡Amor
mío,
si
lo
hubieses
dicho
antes!
Lenina
abrió
los
brazos.
Pero
en
lugar
de
decir
también:
¡Amor
mío!
y de
abrir
los
brazos,
el
Salvaje
retrocedió
horrorizado,
rechazándola
con
las
manos
abiertas,
agitándolas
como
para
ahuyentar
a un
animal
intruso
y
peligroso.
Cuatro
pasos
hacia
atrás,
y se
encontró
acorralado
contra
la
pared.
–
¡Cariño!
–
dijo
Lenina;
y,
apoyando
las
manos
en
sus
hombros,
se
arrimó
a
él
– .
Rodéame
con
tus
brazos
–
le
ordenó.
–
Abrázame
hasta
drogarme,
amor
mío.
–
También
ella
tenía
poesía
a su
disposición,
conocía
palabras
que
cantaban,
que
eran
como
fórmulas
mágicas
y
batir
de
tambores.
–
Bésame.
–
Lenina
cerró
los
ojos,
y
dejó
que
su
voz
se
convirtiera
en
un
murmullo
soñoliento.
–
Bésame
hasta
que
caiga
en
coma.
Abrázame,
amor
mío...
El
Salvaje
la
cogió
por
las
muñecas,
le
arrancó
las
manos
de
sus
hombros
y la
apartó
de
sí a
la
distancia
de
un
brazo.
–
¡Uy,
me
haces
daño,
me...
oh!
Lenina
calló
súbitamente.
El
terror
le
había
hecho
olvidar
el
dolor.
Al
abrir
los
ojos,
había
visto
el
rostro
de
John;
no,
no
el
suyo,
sino
el
de
un
feroz
desconocido,
pálido,
contraído,
retorcido
por
un
furor
demente.
–
Pero,
¿qué
te
pasa,
John?
–
susurró
Lenina.
El
Salvaje
no
contestó.
Se
limitó
a
seguir
mirándola
a la
cara
con
sus
ojos
de
loco.
Las
manos
que
sujetaban
las
muñecas
de
Lenina
temblaban.
John
respiraba
afanosamente,
de
manera
irregular.
Débil,
casi
imperceptiblemente,
pero
aterrador,
Lenina
oyó
de
pronto
su
crujir
de
dientes.
–
¿Qué
te
pasa?
–
dijo
casi
en
un
chillido.
Y,
como
si
su
grito
lo
hubiese
despertado,
John
la
cogió
por
los
hombros
y
empezó
a
sacudirla.
–
¡Ramera!
–
gritó.
–
¡Ramera!
¡Impúdica
buscona!
–
¡Oh,
no,
no...!
–
protestó
Lenina,
con
voz
grotescamente
entrecortado
por
las
sacudidas.
–
¡Ramera!
–
¡Por
favooor!
–
¡Maldita
ramera!
–
Un
graamo
es
meejor...
–
empezó
Lenina.
El
Salvaje
la
arrojó
lejos
de
sí
con
tal
fuerza
que
Lenina
vaciló
y
cayó.
–
Vete
–
gritó
John,
de
pie
a su
lado,
amenazadoramente.
–
Fuera
de
aquí,
si
no
quieres
que
te
mate.
Y
cerró
los
puños.
Lenina
levantó
un
brazo
para
protegerse
la
cara.
–
No,
por
favor,
no,
John...
–
¡De
prisa!
¡Rápido!
Con
un
brazo
levantado
todavía
y
siguiendo
todos
los
movimientos
de
John
con
ojos
de
terror,
Lenina
se
puso
en
pie,
y
semiagachada
y
protegiéndose
la
cabeza
echó
a
correr
hacia
el
cuarto
de
baño.
El
ruido
de
la
prodigiosa
palmada
con
que
John
aceleró
su
marcha
sonó
como
un
disparo
de
pistola.
–
¡Oh!
–
exclamó
Lenina,
pegando
un
salto
hacia
delante.
Encerrada
con
llave
en
el
cuarto
de
baño,
y a
salvo,
Lenina
pudo
hacer
inventario
de
sus
contusiones.
De
pie,
y de
espaldas
al
espejo,
volvió
la
cabeza.
Mirando
por
encima
del
hombro
pudo
ver
la
huella
de
una
mano
abierta
que
destacaba
muy
clara,
en
tono
escarlata,
sobre
su
piel
nacarada.
Se
frotó
cuidadosamente
la
parte
dolorida.
Fuera,
en
el
otro
cuarto,
el
Salvaje
medía
la
estancia
a
grandes
pasos,
de
un
lado
para
otro,
al
compás
de
los
tambores
y la
música
de
las
palabras
mágicas.
El
reyezuelo
se
lanza
a
ella,
y la
dorada
mosquita
se
comporta
impúdicamente
ante
mis
ojos.
Enloquecedoramente,
las
palabras
resonaban
en
sus
oídos.
Ni
el
vaso
ni
el
sucio
caballo
se
lanzan
a
ello
con
apetito
más
desordenado.
De
cintura
para
abajo
son
centauros,
aunque
sean
mujeres
de
cintura
para
arriba.
Hasta
el
ceñidor,
son
herederas
de
los
dioses.
Más
abajo,
todo
es
de
los
diablos.
Todo:
infierno,
tinieblas,
abismo
sulfuroso,
ardiente,
hirviente,
corrompido,
consumido;
¡uf!
Dame
una
onza
de
algalia,
buen
boticario,
para
endulzar
mi
imaginación.
–
¡John!
–
osó
decir
una
vocecilla
que
quería
congraciarse
al
Salvaje,
desde
el
baño
– .
¡John!
¡Oh,
tú,
cizaña,
que
eres
tan
bella
y
hueles
tan
bien
que
los
sentidos
se
perecen
por
ti!
¿Para
escribir
en
él
«ramera»
fue
hecho
tan
bello
libro?
El
cielo
se
tapa
la
nariz
ante
ella...
Pero
el
perfume
de
Lenina
todavía
flotaba
a su
alrededor,
y la
chaqueta
de
John
aparecía
blanca
de
los
polvos
que
habían
perfumado
su
aterciopelado
cuerpo.
Impúdica
zorra,
impúdica
zorra,
impúdica
zorra.
El
ritmo
inexorable
seguía
martilleando
por
su
cuenta.
Impúdica...
–
John,
¿no
podrías
darme
mis
ropas?
El
Salvaje
recogió
del
suelo
los
pantalones
acampanados,
la
blusa
y la
prenda
interior.
–
¡Abre!
–
ordenó,
pegando
un
puntapié
a la
puerta.
–
No,
no
quiero.
La
voz
sonaba
asustada
y
desconfiada.
–
Bueno,
pues,
¿cómo
podré
darte
la
ropa?
–
Pásala
por
el
ventilador
que
está
en
lo
alto
de
la
puerta.
John
así
lo
hizo,
y
después
reanudó
su
impaciente
paseo
por
la
estancia.
Impúdica
zorra,
impúdica
zorra...
El
demonio
de
la
Lujuria,
con
su
redondo
trasero
y su
dedo
de
patata...
–
John.
El
Salvaje
no
contestaba.
Redondo
trasero
y
dedo
de
patata.
–
John...
–
¿Qué
pasa?
–
preguntó
John,
ceñudo.
–
¿Te...
te
importaría
darme
mi
cartuchera
malthusiana?
Lenina
permaneció
sentada
escuchando
el
rumor
de
los
pasos
en
el
cuarto
contiguo
y
preguntándose
cuánto
tiempo
podría
seguir
John
andando
de
un
lado
para
otro,
si
tendría
que
esperar
a
que
saliera
de
su
piso,
o
si,
dejándole
un
tiempo
razonable
para
que
se
calmara
un
tanto
su
locura,
podría
abrir
la
puerta
del
lavabo
y
salir
a
toda
prisa.
Sus
inquietas
especulaciones
fueron
interrumpidas
por
el
sonido
del
teléfono
en
el
cuarto
contiguo.
El
paseo
de
John
se
interrumpió
bruscamente.
Lenina
oyó
la
voz
del
Salvaje
dialogando
con
el
silencio.
–
Diga...
– .....
–
Sí...
– .....
–
Si
no
me
usurpo
el
título
a mí
mismo,
yo
soy...
– .....
–
Sí,
¿no
me
oyó?
Mr.
Salvaje
al
habla...
–.....
–
¿Cómo?
¿Quién
está
enfermo?
Claro
que
me
interesa...
– .....
–
Pero,
¿es
grave?
¿Está
mala
de
verdad?
Iré
inmediatamente...
– .....
–
¿Que
ya
no
está
en
sus
habitaciones?
¿Adónde
la
han
llevado.
– .....
–
¡Oh,
Dios
mío:
¡Déme
la
dirección!
– .....
–
Park
Lane,
tres,
¿no
es
eso?
¿Tres?
Gracias.
Lenina
oyó
el
ruido
del
receptor
al
ser
colgado,
y
unos
pasos
apresurados.
Una
puerta
se
cerró
de
golpe.
Siguió
un
silencio.
¿Se
habría
marchado
John?
Con
infinitas
precauciones,
Lenina
abrió
la
puerta
medio
centímetro
y
miró
por
la
rendija;
la
visión
del
cuarto
vacío
la
tranquilizó
un
tanto;
abrió
un
poco
más
y
asomó
la
cabeza;
finalmente,
entró
de
puntillas
en
el
cuarto;
se
quedó
escuchando
atentamente,
con
el
corazón
desbocado;
después
echó
a
correr
hacia
la
puerta
de
salida,
la
abrió,
se
deslizó
al
pasillo,
la
volvió
a
cerrar
de
golpe,
y
siguió
corriendo.
Y
hasta
que
se
encontró
en
el
ascensor,
bajando
ya,
no
empezó
a
sentirse
a
salvo.
CAPITULO
XI
El
Hospital
de
Moribundos,
de
Park
Lane,
era
una
torre
de
sesenta
plantas,
recubierto
de
azulejos
color
de
prímula.
Cuando
el
Salvaje
se
apeó
del
taxicóptero,
un
convoy
de
vehículos
fúnebres
aéreos,
pintados
de
alegres
colores,
despegó
de
la
azotea
y
voló
en
dirección
a
poniente,
rumbo
al
Crematorio
de
Slough,
cruzando
el
parque.
Ante
la
puerta
del
ascensor,
el
portero
principal
le
dio
la
información
requerida,
y
John
bajó
a la
sala
81
(la
Sala
de
la
senilidad
galopante,
como
le
explicó
el
portero),
situada
en
el
piso
séptimo.
Era
una
vasta
sala
pintada
de
amarillo
y
brillantemente
iluminada
por
el
sol,
que
contenía
una
veintena
de
camas,
todas
ellas
ocupadas.
Linda
agonizaba
en
buena
compañía;
en
buena
compañía
y
con
todos
los
adelantos
modernos.
El
aire
se
hallaba
constantemente
agitado
por
alegres
melodías
sintéticas.
A
los
pies
de
la
cama,
de
cara
a su
moribundo
ocupante,
había
un
aparato
de
televisión.
La
televisión
funcionaba,
como
un
grifo
abierto,
desde
la
mañana
a la
noche.
Cada
cuarto
de
hora,
por
un
procedimiento
automático
se
variaba
el
perfume
de
la
sala.
–
Procuramos
–
explicó
la
enfermera
que
había
recibido
al
Salvaje
en
la
puerta
– ,
procuramos
crear
una
atmósfera
tan
agradable
como
sea
posible,
algo
así
como
un
intercambio
entre
un
hotel
de
primera
clase
y
una
sala
de
sensorama,
¿comprende
lo
que
quiero
decir?
–
¿Dónde
está
Linda?
–
preguntó
el
Salvaje,
haciendo
caso
omiso
de
tan
corteses
explicaciones.
La
enfermera
se
mostró
ofendida.
–
Lleva
usted
mucha
prisa
–
dijo.
–
¿Cabe
alguna
esperanza?
–
preguntó
John.
–
¿De
que
no
muera,
quiere
decir?
John
afirmó.
–
No,
claro
que
no.
Cuando
envían
a
alguien
aquí,
no
hay...
–
Sorprendida
ante
la
expresión
de
dolor
y la
palidez
del
rostro
del
muchacho,
la
enfermera
se
interrumpió
– .
Bueno,
¿qué
le
pasa?
–
preguntó.
No
estaba
acostumbrada
a
aquellas
reacciones
en
sus
visitantes,
que,
por
cierto,
eran
muy
escasos,
como
es
lógico.
–
No
se
encontrará
mal,
¿verdad?
John
denegó
con
la
cabeza.
–
Es
mi
madre
–
dijo,
con
voz
apenas
audible.
La
enfermera
le
miró
con
ojos
aterrorizados,
llena
de
sobresalto,
e
inmediatamente
desvió
la
mirada,
sonrojada
como
una
ascua.
–
Acompáñeme
a
donde
está
Linda
–
dijo
el
Salvaje,
haciendo
un
esfuerzo
por
hablar
en
tono
normal.
Sin
perder
su
sonrojo,
la
enfermera
lo
llevó
hacia
el
otro
extremo
de
la
sala.
Rostros
todavía
lozanos
y
sonrosados
(porque
la
sensibilidad
era
un
proceso
tan
rápido
que
no
tenía
tiempo
de
marchitar
las
mejillas,
y
sólo
afectaba
al
corazón
y el
cerebro)
se
volvían
a
su
paso.
Su
avance
era
seguido
por
los
ojos
impávidos,
sin
expresión,
de
unos
seres
sumidos
en
la
segunda
infancia.
El
Salvaje,
al
mirar
a
aquellos
agonizantes,
se
estremeció.
Linda
yacía
en
la
última
cama
de
la
larga
hilera,
contigua
a la
pared.
Recostada
sobre
unas
almohadas,
contemplaba
las
semifinales
del
Campeonato
de
tenis
Riemann
Sudamericano,
que
se
jugaba
en
silenciosa
y
reducida
reproducción
en
la
pantalla
del
aparato
de
televisión
instalado
a
los
pies
de
su
cama.
Las
pequeñas
figuras
corrían
de
un
lado
a
otro
del
pequeño
rectángulo
del
cristal
iluminado,
sin
hacer
ruido,
como
peces
en
un
acuario:
habitantes
mudos,
pero
agitados,
de
otro
mundo.
Linda
contemplaba
el
espectáculo
sonriendo
vagamente,
sin
comprender.
Su
rostro
pálido
y
abotagado,
mostraba
una
expresión
de
estupidizada
felicidad.
De
vez
en
cuando
sus
párpados
se
cerraban,
y
parecía
adormilarse
por
unos
segundos.
Después,
con
un
ligero
sobresalto,
se
despertaba
de
nuevo,
y
volvía
al
acuario
de
los
Campeonatos
de
Tenis,
a la
versión
que
ofrecía
la
Super
–
Voz
–
Wurlitzeriana
de
Abrázame
hasta
drogarme,
amor
mío,
al
cálido
aliento
de
verbena
que
brotaba
el
ventilador
colocado
por
encima
de
su
cabeza.
Despertaba
a
todo
esto,
o,
mejor,
a un
sueño
del
cual
formaba
parte
todo
esto,
transformado
y
embellecido
por
el
soma
que
circulaba
por
su
sangre,
y
sonreía
con
su
sonrisa
quebrada
y
descolorida
de
dicha
infantil.
–
Bueno,
tengo
que
irme
–
dijo
la
enfermera.
–
Está
a
punto
de
llegar
el
grupo
de
niños.
Además,
debo
atender
al
número
3.
–
Y
señaló
hacia
un
punto
de
la
sala.
–
Morirá
de
un
momento
a
otro.
Bueno,
está
usted
en
su
casa.
Y se
alejó
rápidamente.
El
Salvaje
tomó
asiento
al
lado
de
la
cama.
–
Linda
–
murmuró,
cogiéndole
una
mano.
Al
oír
su
nombre,
la
anciana
se
volvió.
En
sus
ojos
brilló
el
conocimiento.
Apretó
la
mano
de
su
hijo,
sonrió
y
movió
los
labios;
después,
súbitamente,
la
cabeza
le
cayó
hacia
delante.
Se
había
dormido.
John
permaneció
a su
lado,
mirándola,
buscando
a
través
de
aquella
piel
envejecida
–
y
encontrándola
– ,
aquella
cara
joven,
radiante,
que
se
asomaba
sobre
su
niñez,
en
Malpaís,
recordando
(y
John
cerró
los
ojos)
su
voz,
sus
movimientos,
todos
los
acontecimientos
de
su
vida
en
común.
Arre,
estreptococos,
a
Banbury
–
T...
¡Qué
bien
cantaba
su
madre!
Y
aquellos
versos
infantiles,
¡cuán
mágicos
y
misteriosos
se
le
antojaban!
Vitamina
A,
vitamina
B,
vitamina
C,
la
grasa
está
en
el
hígado
y el
bacalao
en
el
mar.
Recordando
aquellas
palabras
y la
voz
de
Linda
al
pronunciarlas,
las
lágrimas
acudían
a
los
ojos
de
John.
Después,
las
lecciones
de
lectura:
El
crío
está
en
el
frasco;
el
gato
duerme.
Y
las
Instrucciones
Elementales
para
Obreros
Beta
en
el
Almacén
de
Embriones.
Y
las
largas
veladas
cabe
al
fuego,
o,
en
verano,
en
la
azotea
de
la
casita,
cuando
ella
le
contaba
aquellas
historias
sobre
el
Otro
Lugar,
fuera
de
la
Reserva:
aquel
hermosísimo
Otro
Lugar
cuyo
recuerdo,
como
el
de
un
cielo,
de
un
paraíso
de
bondad
y de
belleza,
John
conservaba
todavía
intacto,
inmune
al
contacto
de
la
realidad
de
aquel
Londres
real,
de
aquellos
hombres
y
mujeres
civilizados
de
carne
y
hueso.
El
súbito
sonido
de
unas
voces
agudas
le
indujo
a
abrir
los
ojos,
y,
después
de
secarse
rápidamente
las
lágrimas,
miró
a su
alrededor.
Vio
entrar
en
la
sala
lo
que
parecía
un
río
interminable
de
mellizos
idénticos
de
ocho
años
de
edad.
Iban
acercándose,
mellizo
tras
mellizo,
como
en
una
pesadilla.
Sus
rostros,
su
rostro
repetido
–
porque
entre
todos
sólo
tenían
uno
–
miraba
con
expresión
de
perro
falderillo,
todo
orificio
de
nariz
y
ojos
saltones
y
descoloridos.
El
uniforme
de
los
niños
era
caqui.
Todos
iban
con
la
boca
abierta.
Entraron
chillando
y
charlando
por
los
codos.
En
un
momento
la
sala
quedó
llena
de
ellos.
Hormigueaban
entre
las
camas,
trepaban
por
ellas,
pasaban
por
debajo
de
las
mismas,
a
gatas,
miraban
la
televisión
o
hacían
muecas
a
los
pacientes.
Linda
los
asombró
y
casi
los
asustó.
Un
grupo
de
chiquillos
se
formó
a
los
pies
de
su
cama,
mirando
con
la
curiosidad
estúpida
y
atemorizada
de
animales
súbitamente
enfrentados
con
lo
desconocido.
–
¡Oh,
mirad,
mirad!
–
Hablaban
en
voz
muy
alta,
asustados.
–
¿Qué
le
pasa?
¿Por
qué
está
tan
gorda?
Nunca
hasta
entonces
habían
visto
una
cara
como
la
de
Linda;
nunca
habían
visto
más
que
caras
juveniles
y de
piel
tersa,
y
cuerpos
esbeltos
y
erguidos.
Todos
aquellos
sexagenarios
moribundos
tenían
el
aspecto
de
jovencitas.
A
los
cuarenta
y
cuatro
años,
Linda
parecía,
por
contraste,
un
monstruo
de
sensibilidad
fláccida
y
deformada.
–
¡Es
horrible!
–
susurraban
los
pequeños
espectadores.
–
¡Mirad
qué
dientes!
De
pronto
de
debajo
de
la
cama
surgió
un
mellizo
de
cara
de
torta,
entre
la
silla
de
John
y la
pared,
y
empezó
a
mirar
de
cerca
la
cara
de
Linda,
sumida
en
el
sueño.
–
¡Vaya...!
–
empezó.
Pero
su
frase
acabó
prematuramente
en
un
chillido.
El
Salvaje
lo
había
agarrado
por
el
cuello,
lo
había
levantado
por
encima
de
la
silla,
y
con
un
buen
sopapo
en
las
orejas
lo
había
despedido
lejos,
aullando.
Sus
gritos
atrajeron
a la
enfermera
jefe,
que
acudió
corriendo.
–
¿Qué
le
ha
hecho
usted?
–
preguntó,
enfurecida.
–
No
permitiré
que
pegue
a
los
niños.
–
Pues
entonces
apártelos
de
esta
cama.
–
La
voz
del
Salvaje
temblaba
de
indignación
–.
¿Qué
vienen
a
hacer
esos
mocosos
aquí?
¡Es
vergonzoso!
–
¿Vergonzoso?
¿Qué
quiere
decir?
Así
les
condicionamos
ante
la
muerte.
Y le
advierto
–
prosiguió
amenazadoramente
–
que
si
vuelve
usted
a
poner
obstáculos
a su
acondicionamiento,
lo
haré
echar
por
los
porteros.
El
Salvaje
se
levantó
y
avanzó
dos
pasos
hacia
ella.
Sus
movimientos
y la
expresión
de
su
rostro
eran
tan
amenazadores
que
la
enfermera,
presa
de
terror,
retrocedió.
Haciendo
un
gran
esfuerzo,
John
se
dominó,
y,
sin
decir
palabra,
se
volvió
en
redondo
y
sentóse
de
nuevo
junto
a la
cama.
Más
tranquila,
pero
con
una
dignidad
todavía
un
tanto
insegura,
la
enfermera
dijo:
–
Ya
le
he
advertido;
de
modo
que
ande
con
cuidado.
Sin
embargo,
alejó
de
la
cama
a
los
excesivamente
curiosos
mellizos
y
los
hizo
unirse
al
juego
del
ratón
y el
gato
que
una
de
sus
colegas
había
organizado
al
otro
extrerno
de
la
sala.
La
Super
–
Voz
–
Wurlitzeriana
había
aumentado
de
volumen
hasta
llegar
a un
crescendo
sollozante,
y de
pronto
la
verbena
fue
sustituida
en
el
sistema
de
olores
canalizados
por
un
intenso
perfume
de
pachulí.
Linda
se
estremeció,
despertó,
miró
unos
instantes,
con
expresión
asombrada,
a
los
semifinalistas,
levantó
el
rostro
para
olfatear
una
o
dos
veces
el
nuevo
perfume
que
llenaba
el
aire
y de
pronto
sonrió,
con
una
sonrisa
de
éxtasis
infantil.
–
¡Popé!
–
murmuró;
y
cerró
los
ojos.
–
¡Oh,
cuánto
me
gusta,
cuánto
me
gusta...!
Suspiró
y se
recostó
de
nuevo
en
las
almohadas.
–
Pero,
¡Linda!
–
imploró
el
Salvaje
–
¿No
me
conoces?
John
sintió
una
leve
presión
de
la
mano
en
respuesta
a la
suya.
Las
lágrimas
asomaron
a
sus
ojos.
Se
inclinó
y la
besó.
Los
labios
de
Linda
se
movieron.
–
¡Popé!
–
susurró
de
nuevo.
Y
John
sintió
como
si
le
hubiese
arrojado
a la
cara
una
paleta
de
basura.
La
ira
hirvió
súbitamente
en
él.
Frustrado
por
segunda
vez,
la
pasión
de
su
dolor
había
encontrado
otra
salida,
se
había
transformado
en
una
pasión
de
furor
agónico.
–
¡Soy
John!
–
gritó.
–
¡Soy
John!
Y en
la
furia
dolorida
llegó
a
cogerla
por
los
hombros
y a
sacudirla.
Lentamente
los
ojos
de
Linda
se
abrieron,
y le
vio,
le
vio.
–
¡John!
Pero
situó
aquel
rostro
real,
aquellas
manos
reales
y
violentas
en
un
mundo
imaginario,
entre
los
equivalentes
íntimos
y
privados
del
pachulí
y la
Super
–
Wurlitzer,
entre
los
recuerdos
transfigurados
y
las
sensaciones
extrañamente
traspuestas
que
constituían
el
universo
de
su
sueño.
Sabía
que
era
John,
su
hijo,
pero
le
veía
como
un
intruso
en
el
Malpaís
paradisíaco
donde
ella
pasaba
sus
vacaciones
de
soma
con
Popé.
John
estaba
enojado
porque
ella
quería
a
Popé,
la
sacudía
de
aquella
manera
porque
Popé
estaba
en
la
cama,
con
ella,
como
si
en
ello
hubiese
algo
malo,
como
si
no
hiciera
lo
mismo
todo
el
mundo
civilizado.
–
Todo
el
mundo
pertenece
a...
La
voz
de
Linda
murió
súbitamente,
convirtiéndose
en
un
ronquido
casi
inaudible,
la
boca
se
le
abrió,
y
Linda
hizo
un
esfuerzo
desesperado
para
llenar
de
aire
sus
pulmones.
Pero
era
como
si
hubiese
olvidado
la
técnica
de
la
respiración.
Intentó
gritar
y no
brotó
sonido
alguno
de
sus
labios;
sólo
el
terror
impreso
en
sus
ojos
abiertos
revelaba
el
grado
de
su
sufrimiento.
Se
llevó
las
manos
a la
garganta,
y
después
clavó
las
uñas
en
el
aire,
aquel
aire
que
ya
no
podía
respirar,
aquel
aire
que,
para
ella,
había
cesado
de
existir.
El
Salvaje
se
hallaba
de
pie
y se
inclinó
hacia
ella.
–
¿Qué
te
pasa,
Linda?
¿Qué
tienes?
Su
voz
tenía
un
tono
de
imploración,
como
si
John
pudiera
ser
tranquilizado.
La
mirada
que
Linda
le
lanzó
aparecía
cargada
de
un
terror
indecible;
de
terror
y,
así
se
lo
pareció
a
él,
de
reproche.
Linda
intentó
incorporarse
en
la
cama,
pero
cayó
sobre
las
almohadas.
Su
rostro
se
deformó
horriblemente
y
sus
labios
cobraron
un
intenso
color
azul.
El
Salvaje
se
volvió
y
corrió
al
otro
extremo
de
la
sala.
–
¡De
prisa!
¡De
prisa!
–
gritó.
–
¡De
prisa!
De
pie
en
el
centro
del
ruedo
de
mellizos
que
jugaban
al
ratón
y al
gato,
la
enfermera
jefe
se
volvió.
El
primer
impulso
de
asombro
cedió
lugar
inmediatamente
a la
desaprobación.
–
¡No
grite!
¡Piense
en
esos
niños!
–
dijo,
frunciendo
el
ceño.
–
Podría
descondicionarles...
Pero
¿qué
hace?
John
había
roto
el
círculo
para
penetrar
en
él.
–
¡Cuidado!
–
gritó
la
enfermera.
Un
niño
rompió
a
llorar.
–
¡De
prisa!
¡Corra!
–
John
cogió
a la
enfermera
por
un
brazo,
arrastrándola
consigo
–.
¡Corra!
Ha
ocurrido
algo.
La
he
matado.
Cuando
llegaron
al
otro
extremo
de
la
sala,
Linda
ya
había
muerto.
El
Salvaje
permaneció
un
momento
en
un
silencio
helado,
después
cayó
de
hinojos
junto
a la
cama
y,
cubriéndose
la
cara
con
las
manos,
sollozó
irreprimiblemente.
La
enfermera
permanecía
de
pie,
indecisa,
mirando,
ora
a la
figura
arrodillada
junto
a la
cama
(¡escandalosa
exhibición!),
ora
a
los
mellizos
(pobrecillos)
que
habían
cesado
en
su
juego
y
miraban
boquiabiertos
y
con
los
ojos
desorbitados
aquella
escena
repugnante
que
tenía
lugar
en
torno
de
la
cama
número
20.
¿Debía
hablar
a
aquel
hombre?
¿Debía
intentar
inculcarle
el
sentido
de
la
decencia?
¿Debía
recordarle
dónde
se
encontraba
y el
daño
que
podía
causar
a
aquellos
pobres
inocentes?
¡Destruir
su
condicionamiento
ante
la
muerte
con
aquella
explosión
asquerosa
de
dolor,
como
si
la
muerte
fuese
algo
horrible,
como
si
alguien
pudiera
llegar
a
importar
tanto!
Ello
podía
inculcar
a
aquellos
chiquillos
ideas
desastrosas
sobre
la
muerte,
podía
trastornarles
e
inducirles
a
reaccionar
en
forma
enteramente
errónea,
horriblemente
antisocial.
La
enfermera,
avanzando
un
paso,
tocó
a
John
en
el
hombro.
–
¿No
puede
comportarse?
–
le
dijo
en
voz
baja
airada.
Pero,
mirando
a su
alrededor,
vio
que
media
docena
de
mellizos
se
habían
levantado
ya y
se
acercaban
a
ellos.
La
enfermera
salió
apresuradamente
al
paso
de
sus
alumnos
en
peligro.
–
Vamos,
¿quién
quiere
una
barrita
de
chocolate?
–
preguntó
en
voz
alta
y
alegre.
–
¡Yo!
–
gritó
a
coro
todo
el
grupo
Bokanovsky.
La
cama
número
20
había
sido
olvidada.
¡Oh,
Dios
mío,
Dios
mío,
Dios
mío...!,
repetía
el
Salvaje
para
sí,
una
y
otra
vez.
En
el
caos
del
dolor
y
remordimiento
que
llenaban
su
mente,
eran
las
únicas
palabras
que
lograba
articular.
–
¡Dios
mío!
–
susurró
en
voz
alta.
–
¡Dios...
–
Pero
¿qué
dice?
–
preguntó,
muy
cerca,
una
voz
clara
y
aguda,
entre
los
murmullos
de
la
Super
–
Wulitzer.
El
Salvaje
se
sobresaltó
violentamente
y,
descubriendo
su
rostro,
miró
a su
alrededor.
Cinco
mellizos
caqui,
cada
uno
con
una
larga
barrita
de
chocolate
en
la
mano
derecha,
sus
cinco
rostros
idénticos
embadurnados
de
chocolate,
formaban
círculo
a su
alrededor,
mirándole
con
ojos
saltones
y
perrunos.
Las
miradas
de
los
cinco
mellizos
coincidieron
con
la
de
John,
y
los
cinco
sonrieron
simultáneamente.
Uno
de
ellos
señaló
la
cama
con
su
barrita
de
chocolate.
–
¿Está
muerta?
–
preguntó.
El
Salvaje
los
miró
un
momento
en
silencio.
Después,
en
silencio,
se
levantó,
y en
silencio
se
dirigió
lentamente
hacia
la
puerta.
–
¿Está
muerta?
–
repitió
el
mellizo
curioso,
trotando
a su
lado.
El
Salvaje
lo
miró,
y,
sin
decir
palabra,
lo
apartó
de
sí
de
un
empujón.
El
mellizo
cayó
al
suelo
e
inmediatamente
empezó
a
chillar.
El
Salvaje
ni
siquiera
se
volvió.
CAPITULO
XV
El
personal
del
Hospital
de
Moribundos
de
Park
Lane
estaba
constituido
por
ciento
sesenta
y
dos
Deltas
divididos
en
dos
Grupos
Bokanovsky
de
ochenta
y
cuatro
hembras
pelirrojas
y
setenta
y
dos
mellizos
varones,
dolicocéfalos
y
morenos.
A
las
seis
de
la
tarde,
cuando
terminaban
su
jornada
de
trabajo,
los
dos
grupos
se
reunían
en
el
vestíbulo
del
hospital
y el
delegado
subadministrador
les
distribuía
su
ración
de
soma.
Al
salir
del
ascensor,
el
Salvaje
se
encontró
en
medio
de
ellos.
Pero
su
mente
estaba
ausente;
se
hallaba
con
la
muerte,
con
su
dolor,
con
su
remordimiento;
maquinalmente,
sin
tener
conciencia
de
lo
que
hacía,
empezó
a
abrirse
paso
a
codazos
entre
la
muchedumbre.
–
¡Eh!
¿A
quién
empujas?
–
¿Adónde
te
figuras
que
vas?
Aguda,
grave,
de
una
multitud
de
gargantas
separadas
sólo
dos
voces
chillaban
o
gruñían.
Repetidos
indefinidamente,
como
por
una
serie
de
espejos,
dos
rostros,
uno
de
ellos
como
una
luna
barbilampiña,
pecosa
y
aureolada
de
rojo,
y el
otro
alargado,
como
una
máscara
de
pico
de
ave,
con
barba
de
dos
días,
se
volvían
enojados
a su
paso.
Sus
palabras
y
los
codazos
que
recibía
en
las
costillas
lograron
devolver
a
John
la
conciencia
del
lugar
donde
se
encontraba.
Volvió
a
despertar
a la
realidad
externa,
miró
a su
alrededor,
y
reconoció
lo
que
veía;
lo
reconoció
con
una
sensación
profunda
de
horror
y de
asco,
como
el
repetido
delirio
de
sus
días
y
sus
noches,
la
pesadilla
de
aquellas
semejanzas
perfectas,
inidentificables,
que
pululaban
por
doquier.
Mellizos,
mellizos...
Como
gusanos,
habían
formado
un
enjambre
profanador
sobre
el
misterio
de
la
muerte
de
Linda.
–
¡Reparto
de
soma!
–
gritó
una
voz.
–
Con
orden,
por
favor.
Venga,
de
prisa.
Se
había
abierto
una
puerta,
y
alguien
instalaba
una
mesa
y
una
silla
en
el
vestíbulo.
La
voz
procedía
de
un
dinámico
joven
Alfa,
que
había
entrado
llevando
en
brazos
una
pequeña
arca
de
hierro,
negra.
Un
murmullo
de
satisfacción
brotó
de
labios
de
la
multitud
de
mellizos
que
esperaban.
Inmediatamente
olvidaron
al
Salvaje.
Su
atención
se
hallaba
ahora
enteramente
concentrada
en
la
caja
negra
que
el
joven,
tras
haberla
colocado
encima
de
la
mesa,
la
estaba
abriendo.
Levantó
la
tapa.
–
¡Oooh...!
–
exclamaron
los
ciento
sesenta
y
dos
Deltas
simultáneamente,
como
si
presenciaran
un
castillo
de
fuegos
artificiales.
El
joven
sacó
de
la
caja
negra
un
puñado
de
cajitas
de
hojalata.
–
Y
ahora
–
dijo
el
joven,
perentoriamente
– ,
acérquense,
por
favor.
Uno
por
uno,
y
sin
empujar.
Uno
por
uno,
y
sin
empujar,
los
mellizos
se
acercaron
a la
mesa.
Primero
dos
varones,
después
una
hembra,
después
otro
varón,
después
tres
hembras,
después...
El
Salvaje
seguía
mirando.
¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo!
¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo!
En
su
mente,
la
rítmicas
palabras
parecían
cambiar
de
tono.
Se
habían
mofado
de
él a
través
de
su
dolor
y su
remordimiento,
con
un
horrible
matiz
de
cínica
irrisión.
Riendo
como
malos
espíritus,
las
palabras
habían
insistido
en
la
abyección
y la
nauseabunda
fealdad
de
aquella
pesadilla.
Y
ahora,
de
pronto,
sonaban
como
un
clarín
convocando
a
las
armas.
¡Oh,
maravilloso
nuevo
mundo!
–
¡No
empujen!
–
grito
el
delegado
del
subadministrador,
enfurecido.
Cerró
de
golpe
la
tapa
de
la
caja
negra
–
Dejaré
de
repartir
soma
si
no
se
portan
bien.
Los
Deltas
rezongaron,
se
dieron
con
el
codo
unos
a
otros,
y al
fin
permanecieron
inmóviles
y en
silencio.
La
amenaza
había
sido
eficaz.
A
aquellos
seres,
la
sola
idea
de
verse
privados
del
soma
se
les
antojaba
horrible.
–
¡Eso
ya
está
mejor!
–
dijo
el
joven.
Y
volvió
a
abrir
la
caja.
Linda
había
sido
una
esclava;
Linda
había
muerto;
otros
debían
vivir
en
libertad
y el
mundo
debía
recobrar
su
belleza.
Como
una
reparación,
como
un
deber
que
cumplir.
De
pronto,
el
Salvaje
vio
luminosamente
claro
lo
que
debía
hacer;
fue
como
si
hubiesen
abierto
de
pronto
un
postigo
o
corrido
una
cortina.
–
Vamos
–
dijo
el
delegado
del
subadministrador.
Otra
mujer
caqui
dio
un
paso
al
frente.
–
¡Basta!
–
gritó
el
Salvaje,
con
sonora
y
potente
voz.
–
¡Basta!
Se
abrió
paso
a
codazos
hasta
la
mesa;
los
Deltas
lo
miraban
asombrados.
–
¡Ford!
–
dijo
el
delegado
del
subadministrador,
en
voz
baja.
–
¡Es
el
Salvaje!
Lo
sobrecogió
el
temor.
–
Oídme,
por
favor
–
gritó
el
Salvaje,
con
entusiasmo.
–
Prestadme
oído...
–
Nunca
había
hablado
en
público
hasta
entonces,
y le
resultaba
difícil
expresar
lo
que
quería
decir.
–
No
toméis
esta
sustancia
horrible.
Es
veneno,
veneno.
–
Bueno,
Mr.
Salvaje
–
dijo
el
delegado
del
subadministrador,
sonriendo
amistosamente.
–
¿Le
importaría
que...?
–
Es
un
veneno
tanto
para
el
cuerpo
como
para
el
alma.
–
Está
bien,
pero
tenga
la
bondad
de
permitirme
que
siga
con
el
reparto.
Sea
buen
muchacho.
–
¡Jamás!
–
gritó
el
Salvaje.
–
Pero,
oiga,
amigo...
–
Tire
inmediatamente
ese
horrible
veneno.
Las
palabras
tire
inmediatamente
ese
veneno
se
abrieron
paso
a
través
de
las
capas
de
incomprensión
de
los
Deltas
hasta
alcanzar
su
conciencia.
Un
murmullo
de
enojo
brotó
de
la
multitud.
–
He
venido
a
traeros
la
paz
–
dijo
el
Salvaje,
volviéndose
hacia
los
mellizos.
–
He
venido...
El
delegado
del
subadministrador
no
oyó
más;
se
había
deslizado
fuera
del
vestíbulo
y
buscaba
un
número
de
la
guía
telefónica.
–
No
está
en
sus
habitaciones
–
resumió
Bernard.
–
Ni
en
las
mías,
ni
en
las
tuyas.
Ni
en
el
Aphroditcum;
ni
en
el
Centro,
ni
en
la
Universidad.
¿Adónde
puede
haber
ido?
Helmholtz
se
encogió
de
hombros.
Habían
vuelto
de
su
trabajo
confiando
que
encontrarían
al
Salvaje
esperándoles
en
alguno
de
sus
habituales
lugares
de
reunión;
y no
había
ni
rastro
del
muchacho.
Lo
cual
era
un
fastidio,
puesto
que
tenían
el
proyecto
de
llegarse
hasta
Biarritz
en
el
deporticóptero
de
cuatro
plazas
de
Helmholtz.
Si
el
Salvaje
no
aparecía
pronto,
llegarían
tarde
a la
cena.
–
Le
concederemos
cinco
minutos
más
–
dijo
Helmholtz.
– Y
si
entonces
no
aparece...
El
timbre
del
teléfono
lo
interrumpió.
Descolgó
el
receptor.
–
Diga.
Después,
tras
unos
momentos
de
escucha,
soltó
un
taco:
–
¡Ford
en
su
carromato!
Voy
en
seguida.
–
¿Qué
ocurre?
–
preguntó
Bernard.
–
Era
un
tipo
del
Hospital
de
Lane
Park,
al
que
conozco
–
dijo
Helmholtz.
–
Dice
que
el
Salvaje
está
allá.
Al
parecer,
se
ha
vuelto
loco.
En
todo
caso,
es
urgente.
¿Me
acompañas?
Juntos
corrieron
por
el
pasillo
hacia
el
ascensor.
–
¿Cómo
puede
gustaros
ser
esclavos?
–
decía
el
Salvaje
en
el
momento
en
que
sus
dos
amigos
entraron
en
el
Hospital.
–
¿Cómo
puede
gustaros
ser
niños?
Sí,
niños.
Berreando
y
haciendo
pucheros
y
vomitando
–
agregó,
insultando,
llevado
por
la
exasperación
ante
su
bestial
estupidez,
a
quienes
se
proponía
salvar.
Los
Deltas
le
miraban
con
resentimiento.
–
¡Sí,
vomitando!
–
gritó
claramente.
El
dolor
y el
remordimiento
parecían
reabsorbidos
en
un
intenso
odio
todopoderoso
contra
aquellos
monstruos
infrahumanos.
–
¿No
deseáis
ser
libres
y
ser
hombres?
¿Acaso
no
entendéis
siquiera
lo
que
son
la
humanidad
y la
libertad?
–
El
furor
le
prestaba
elocuencia;
las
palabras
acudían
fácilmente
a
sus
labios
–.
¿No
lo
entendéis?
–
repitió;
pero
nadie
contestó
a su
pregunta.
–
Bien,
pues
entonces
–
prosiguió,
sonriendo
–
yo
os
lo
enseñaré;
y os
liberaré
tanto
si
queréis
como
si
no.
Y
abriendo
de
par
en
par
la
ventana
que
daba
al
patio
interior
del
Hospital
empezó
a
arrojar
a
puñados
las
cajitas
de
tabletas
de
soma.
Por
un
momento,
la
multitud
caqui
permaneció
silenciosa,
petrificada,
ante
el
espectáculo
de
aquel
sacrilegio
imperdonable,
con
asombro
y
horror.
–
Está
loco
–
susurró
Bernard,
con
los
ojos
fuera
de
las
órbitas.
–
Lo
matarán.
Lo...
Súbitamente
se
levantó
un
clamor
de
la
multitud,
y
una
ola
en
movimiento
avanzó
amenazadoramente
hacia
el
Salvaje.
–
¡Ford
le
ayude!
–
dijo
Bernard,
y
apartó
los
ojos.
–
Ford
ayuda
a
quien
se
ayuda.
Y,
soltando
una
carcajada,
una
auténtica
carcajada
de
exaltación,
Helmholtz
Watson
se
abrió
paso
entre
la
multitud.
–
¡Libres,
libres!
–
gritaba
el
Salvaje.
Y
con
una
mano
seguía
arrojando
soma
por
la
ventana,
mientras
con
la
otra
pegaba
puñetazos
a
las
caras
gemelas
de
sus
atacantes.
–
¡Libres!
Y
vio
a
Helmholtz
a su
lado
–
¡el
bueno
de
Helmholtz!
– ,
pegando
puñetazos
también.
–
¡Hombres
al
fin!
Y,
en
el
intervalo,
el
Salvaje
seguía
arrojando
puñados
de
cajitas
de
tabletas
por
la
ventana
abierta.
–
¡Sí,
hombres,
hombres!
Hasta
que
no
quedó
veneno.
Entonces
levantó
en
alto
la
caja
y la
mostró,
vacía,
a la
multitud.
–
¡Sois
libres!
Aullando,
los
Deltas
cargaron
con
furor
redoblado.
Vacilando,
Bernard
se
dijo:
Están
perdidos,
y
llevado
por
un
súbito
impulso,
corrió
hacia
delante
para
ayudarles;
luego
lo
pensó
mejor
y se
detuvo;
después,
avergonzado,
avanzó
otro
paso;
de
nuevo
cambió
de
parecer
y se
detuvo,
en
una
agonía
de
indecisión
humillante.
Estaba
pensando
que
sus
amigos
podían
morir
asesinados
si
él
no
los
ayudaba,
pero
que
también
él
podía
morir
si
los
ayudaba,
cuando
(¡alabado
sea
Ford!)
hizo
irrupción
la
policía
con
las
máscaras
puestas,
que
les
prestaban
el
aspecto
estrafalario
de
unos
cerdos
de
ojos
saltones.
Bernard
corrió
a su
encuentro,
agitando
los
brazos;
aquello
era
actuar,
hacer
algo.
Gritó
¡Socorro!
varias
veces,
cada
vez
más
fuerte,
como
para
hacerse
la
ilusión
de
que
ayudaba
en
algo:
–
¡Socorro,
socorro,
socorro!
Los
policías
lo
apartaron
de
su
paso
y se
lanzaron
a su
tarea.
Tres
agentes,
que
llevaban
sendos
aparatos
pulverizadores
en
la
espalda,
empezaron
a
esparcir
vapores
de
soma
por
los
aires.
Otros
dos
se
afanaron
en
torno
del
Aparato
de
Música
Sintética
portátil.
Otros
cuatro,
armados
con
sendas
pistolas
de
agua
cargadas
con
un
poderoso
anestésico,
se
habían
abierto
paso
entre
la
multitud,
y
derribaban
metódicamente,
a
jeringazos,
a
los
luchadores
más
encarnizados.
–
¡Rápido,
rápido!
–
chillaba
Bernard.
–
¡Les
matarán
si
no
se
dan
prisa!
Les...
¡Oh!
Irritado
por
sus
chillidos,
uno
de
los
policías
le
lanzó
un
disparo
de
su
pistola
de
agua.
Bernard
permaneció
unos
segundos
tambaleándose
sobre
unas
piernas
que
parecían
haber
perdido
los
huesos,
los
tendones
y
los
músculos
para
convertirse
en
simples
columnas
de
gelatina
y al
fin
agua
pura,
y se
desplomó
en
el
suelo
como
un
fardo.
Súbitamente,
del
aparato
de
Música
Sintética
surgió
una
Voz
que
empezó
a
hablar.
La
Voz
de
la
Razón,
la
Voz
de
los
Buenos
Sentimientos.
El
rollo
de
pista
sonora
soltaba
su
Discurso
Sintético
Anti
–
Algazaras
número
2
(segundo
grado).
Desde
lo
más
profundo
de
un
corazón
no
existente,
la
Voz
clamaba:
¡Amigos
míos,
amigos
míos!,
tan
patéticamente,
con
tal
entonación
de
tierno
reproche
que,
detrás
de
sus
máscaras
antigás,
hasta,
a
los
policías
se
les
llenaron
de
lágrimas
los
ojos.
–
¿Qué
significa
eso?
–
proseguía
la
Voz.
–
¿Por
qué
no
sois
felices
y no
sois
buenos
los
unos
para
con
los
otros,
todos
juntos?
Felices
y
buenos
–
repetía
la
Voz.
–
En
paz,
en
paz.
–
Tembló,
descendió
hasta
convertirse
en
un
susurro
y
expiró
momentáneamente.
– ¡Oh,
cuánto
deseo
veros
felices!
–
empezó
de
nuevo,
con
ardor.
–
¡Cómo
deseo
que
seáis
buenos!
Por
favor,
sed
buenos
y...
Dos
minutos
después,
la
Voz
y el
vapor
de
soma
habían
producido
su
efecto.
Con
los
ojos
anegados
en
lágrimas,
los
Deltas
se
besaban
y
abrazaban
mutuamente,
media
docena
de
mellizos
en
un
solo
abrazo.
Hasta
Helmholtz
y el
Salvaje
estaban
a
punto
de
llorar.
De
la
Administración
llegó
una
nueva
carga
de
cajitas
de
soma;
a
toda
prisa
se
procedió
a
repartirlas,
y al
son
de
las
bendiciones
cariñosas,
abaritonadas,
de
la
Voz,
los
mellizos
se
dispersaron,
berreando,
como
si
el
corazón
fuera
a
hacérseles
pedazos.
–
Adiós,
adiós,
mis
queridísimos
amigos.
¡Ford
os
salve!
Adiós,
adiós,
mis
queridísimos...
Cuando
el
último
Delta
hubo
salido,
el
policía
desconectó
el
aparato,
y la
Voz
angélica
enmudeció.
–
¿Me
seguirán
ustedes
sin
ofrecer
resistencia?
–
preguntó
el
sargento.
–
¿O
tendré
que
anestesiarles?
Y
levantó
amenazadoramente
su
pistola
de
agua.
–
No
ofreceremos
resistencia
–
contestó
el
Salvaje,
secándose
alternativamente
la
sangre
que
brotaba
de
un
corte
que
tenía
en
los
labios,
de
un
arañazo
en
el
cuello
y de
un
mordisco
en
la
mano
izquierda.
Sin
retirar
el
pañuelo
de
la
nariz,
que
sangraba
en
abundancia,
Helmholtz
asintió
con
la
cabeza.
Bernard
acababa
de
despertar,
y,
tras
comprobar
que
había
recobrado
el
movimiento
de
las
piernas,
eligió
aquel
momento
para
intentar
escabullirse
sin
llamar
la
atención.
–
¡Eh,
usted!
–
gritó
el
sargento.
Y un
policía,
con
su
máscara
porcina,
cruzó
corriendo
la
sala
y
puso
una
mano
en
el
hombro
del
joven.
Bernard
se
volvió,
procurando
asumir
una
expresión
de
inocencia
indignada.
¿Que
él
escapaba?
Ni
siquiera
lo
había
soñado.
–
Aunque
no
acierto
a
imaginar
qué
puede
desear
de
mí
–
dijo
al
sargento.
–
Usted
es
amigo
de
los
prisioneros,
¿no
es
cierto?
–
Bueno...
–
dijo
Bernard;
y
vaciló.
No,
no
podía
negarlo.
–
¿Por
qué
no
había
de
serlo?
–
preguntó.
–
Pues
sígame
–
dijo
el
sargento.
Y
abrió
la
marcha
hacia
la
puerta
y
hacia
el
coche
celular
que
esperaba
ante
la
misma.
CAPITULO
XVI
Los
hicieron
entrar
en
el
despacho
del
Interventor.
–
Su
Fordería
bajará
en
seguida
–
dijo
el
mayordomo
Gamma.
Y
los
dejó
solos.
Helmoltz
se
echó
a
reír.
–
Esto
parece
más
una
recepción
social
que
un
juicio
–
dijo.
Y se
dejó
caer
en
el
más
confortable
de
los
sillones
neumáticos.
–
Ánimo,
Bernard
–
agregó,
al
advertir
el
rostro
preocupado
de
su
amigo.
Pero
Bernard
no
quería
animarse;
sin
contestar,
sin
mirar
siquiera
a
Helmholtz,
se
sentó
en
la
silla
más
incómoda
de
la
estancia,
elegida
cuidadosamente
con
la
oscura
esperanza
de
aplacar
así
las
iras
de
los
altos
poderes.
Entretanto,
el
Salvaje
no
cesaba
de
agitarse;
iba
de
un
lado
para
otro
del
despacho,
curioseándolo
todo,
sin
demasiado
interés:
los
libros
de
los
estantes,
los
rollos
de
cinta
sonora
y
las
bobinas
de
las
máquinas
de
leer
colocadas
en
sus
orificios
numerados.
Encima
de
la
mesa,
junto
a la
ventana,
había
un
grueso
volumen
encuadernado
en
sucedáneo
de
piel
negra,
en
cuya
tapa
aparecía
una
T
muy
grande
estampada
en
oro.
John
lo
cogió
y lo
abrió.
Mi
vida
y mi
obra,
por
Nuestro
Ford.
El
libro
había
sido
publicado
en
Detroit
por
la
Sociedad
para
la
Propagación
del
Conocimiento
Fordiano.
Distraídamente,
lo
ojeó,
leyendo
una
frase
acá
y un
párrafo
acullá,
y
apenas
había
llegado
a la
conclusión
de
que
el
libro
no
le
interesaba
cuando
la
puerta
se
abrió,
y el
interventor
Mundial
Residente
para
la
Europa
Occidental
entró
en
la
estancia,
con
paso
vivo.
Mustafá
Mond
estrechó
la
mano
a
los
tres
hombres;
pero
se
dirigió
al
Salvaje:
–
De
modo
que
nuestra
civilización
no
le
gusta
mucho,
Mr.
Salvaje
–
dijo.
El
Salvaje
lo
miró.
Previamente,
había
tomado
la
decisión
de
mentir,
de
bravuconear
o de
guardar
un
silencio
obstinado.
Pero,
tranquilizado
por
la
expresión
comprensiva
y de
buen
humor
del
Interventor,
decidió
decir
la
verdad,
honradamente:
–
No.
Y
movió
la
cabeza.
Bernard
se
sobresaltó
y lo
miró,
horrorizado.
¿Qué
pensaría
el
Interventor?
Ser
etiquetado
como
amigo
de
un
hombre
que
decía
que
no
le
gustaba
la
civilización
y
que
lo
decía
abiertamente
y
nada
menos
que
al
propio
Interventor,
era
algo
terrible.
–
Pero,
John...
–
empezó.
Una
mirada
de
Mustafá
Mond
lo
redujo
a un
silencio
abyecto.
–
Desde
luego
–
prosiguió
el
Salvaje
– ,
admito
que
hay
algunas
cosas
excelentes.
Toda
esta
música
en
el
aire,
por
ejemplo...
–
A
veces
un
millar
de
instrumentos
sonoros
zumban
en
mis
oídos;
otros
veces
son
voces...
El
rostro
del
Salvaje
se
iluminó
con
súbito
placer.
–
¿También
usted
lo
ha
leído?
–
preguntó.
–
Yo
creía
que
aquí,
en
Inglaterra,
nadie
conocía
este
libro.
–
Casi
nadie.
Yo
soy
uno
de
los
poquísimos.
Está
prohibido,
¿comprende?
Pero
como
yo
soy
quien
hace
las
leyes,
también
puedo
quebrantarlas.
Con
impunidad,
Mr.
Marx
–
agregó,
volviéndose
hacia
Bernard
– ,
cosa
que
me
temo
usted
no
pueda
hacer.
Bernard
se
hundió
todavía
más
en
su
desdicha.
–
Pero,
¿por
qué
está
prohibido?
–
preguntó
el
Salvaje.
En
la
excitación
que
le
producía
el
hecho
de
conocer
a un
hombre
que
había
leído
a
Shakespeare,
había
olvidado
momentáneamente
todo
lo
demás.
El
Interventor
se
encogió
de
hombros.
–
Porque
es
antiguo;
ésta
es
la
razón
principal.
Aquí
las
cosas
antiguas
no
nos
son
útiles.
–
¿Aunque
sean
bellas?
–
Especialmente
cuando
son
bellas.
La
belleza
ejerce
una
atracción,
y
nosotros
no
queremos
que
la
gente
se
sienta
atraída
por
cosas
antiguas.
Queremos
que
les
gusten
las
nuevas.
–
¡Pero
si
las
nuevas
son
horribles,
estúpidas!
¡Esas
películas
en
las
que
sólo
salen
helicópteros
y el
público
siente
cómo
los
actores
se
besan!
–
John
hizo
una
mueca
–.
¡Cabrones
y
monos!
Sólo
en
estas
palabras
de
Otelo
encontraba
el
vehículo
adecuado
para
expresar
su
desprecio
y su
odio.
–
En
todo
caso,
animales
inofensivos
–
murmuró
el
Interventor,
a
modo
de
paréntesis.
–
¿Por
qué,
en
lugar
de
esto,
no
les
permite
leer
Otelo?
–
Ya
se
lo
he
dicho:
es
antiguo.
Además,
no
lo
entenderían.
Sí,
esto
era
cierto.
John
recordó
cómo
se
había
reído
Helmholtz
ante
la
lectura
de
Romeo
y
Julieta.
–
Bueno,
pues
entonces
–
dijo
tras
una
pausa
– ,
algo
nuevo
que
sea
por
el
estilo
de
Otelo
y
que
ellos
puedan
comprender.
–
Esto
es
lo
que
todos
hemos
estado
deseando
escribir
–
dijo
Helmholtz,
rompiendo
su
prolongado
silencio.
–
Y
esto
es
lo
que
ustedes
nunca
escribirán
–
dijo
el
Interventor.
–
Porque
si
fuese
algo
parecido
a
Otelo,
nadie
lo
entendería,
por
más
nuevo
que
fuese.
Y si
fuese
nuevo,
no
podría
parecerse
a
Otelo.
–
¿Por
qué
no?
–
Sí,
¿por
qué
no?
–
repitió
Helmholtz.
También
él
olvidaba
las
desagradables
realidades
de
la
situación.
Lívido
de
ansiedad
y de
miedo,
sólo
Bernard
las
recordaba;
pero
los
demás
le
ignoraban.
–
¿Por
qué
no?
–
Porque
nuestro
mundo
no
es
el
mundo
de
Otelo.
No
se
pueden
fabricar
coches
sin
acero;
y no
se
pueden
crear
tragedias
sin
inestabilidad
social.
Actualmente
el
mundo
es
estable.
La
gente
es
feliz;
tiene
lo
que
desea,
y
nunca
desea
lo
que
no
puede
obtener.
Está
a
gusto;
está
a
salvo;
nunca
está
enferma;
no
teme
la
muerte;
ignora
la
pasión
y la
vejez;
no
hay
padres
ni
madres
que
estorben;
no
hay
esposas,
ni
hijos,
ni
amores
excesivamente
fuertes.
Nuestros
hombres
están
condicionados
de
modo
que
apenas
pueden
obrar
de
otro
modo
que
como
deben
obrar.
Y si
algo
marcha
mal,
siempre
queda
el
soma.
El
soma
que
usted
arroja
por
la
ventana
en
nombre
de
la
libertad,
Mr.
Salvaje.
¡La
libertad!
–
El
Interventor
soltó
una
carcajada.
–
¡Suponer
que
los
Deltas
pueden
saber
lo
que
es
la
libertad!
¡Y
que
puedan
entender
Otelo!
Pero,
¡muchacho!
El
Salvaje
guardó
silencio
un
momento.
–
Sin
embargo
–
insistió
obstinadamente
– ,
Otelo
es
bueno,
Otelo
es
mejor
que
esos
filmes
del
sensorama.
–
Claro
que
sí
–
convino
el
Interventor.
–
Pero
éste
es
el
precio
que
debemos
pagar
por
la
estabilidad.
Hay
que
elegir
entre
la
felicidad
y lo
que
la
gente
llamaba
arte
puro.
Nosotros
hemos
sacrificado
el
arte
puro.
Y en
su
lugar
hemos
puesto
el
sensorama
y el
órgano
de
perfumes.
–
Pero
no
tienen
ningún
mensaje.
–
El
mensaje
de
lo
que
son;
el
mensaje
de
una
gran
cantidad
de
sensaciones
agradables
para
el
público.
–
Los
argumentos
han
sido
escritos
por
algún
idiota.
El
Interventor
se
echó
a
reír.
–
No
es
usted
muy
amable
con
su
amigo
Mr.
Watson,
uno
de
nuestros
más
distinguidos
ingenieros
de
emociones.
–
Tiene
toda
la
razón
–
dijo
Helmholtz,
sombríamente.
–
Porque
todo
esto
son
idioteces.
Escribir
cuando
no
se
tiene
nada
que
decir...
–
Exacto.
Pero
ello
exige
un
ingenio
enorme.
Usted
logra
fabricar
coches
con
un
mínimo
de
acero,
obras
de
arte
a
base
de
poco
más
que
puras
sensaciones.
El
Salvaje
movió
la
cabeza.
–
A
mí
todo
esto
me
parece
horrendo.
–
Claro
que
lo
es.
La
felicidad
real
siempre
aparece
escuálida
por
comparación
con
las
compensaciones
que
ofrece
la
desdicha.
Y,
naturalmente,
la
estabilidad
no
es,
ni
con
mucho,
tan
espectacular
como
la
inestabilidad.
Y
estar
satisfecho
de
todo
no
posee
el
hechizo
de
una
buena
lucha
contra
la
desventura,
ni
el
pintoresquismo
del
combate
contra
la
tentación
o
contra
una
pasión
fatal
o
una
duda.
La
felicidad
nunca
tiene
grandeza.
–
Supongo
que
no
–
dijo
el
Salvaje,
después
de
un
silencio.
–
Pero
¿es
preciso
llegar
a
cosas
tan
horribles
como
esos
mellizos?
¡Son
horribles!
–
Pero
muy
útiles.
Ya
veo
que
no
le
gustan
nuestros
Grupos
de
Bokanovski;
pero
le
aseguro
que
son
los
cimientos
sobre
los
cuales
descansa
todo
lo
demás.
Son
el
giróscopo
que
estabiliza
el
avión
cohete
del
Estado
en
su
incontenible
carrera.
–
Más
de
una
vez
me
he
preguntado
–
dijo
el
Salvaje
–
por
qué
producen
seres
como
éstos,
siendo
así
que
pueden
fabricarlos
a su
gusto
en
esos
espantosos
frascos.
¿Por
qué,
si
se
puede
conseguir,
no
se
limitan
a
fabricar
Alfas
–
Doble
–
Más?
Mustafá
Mond
se
echó
a
reír.
–
Porque
no
queremos
que
nos
rebanen
el
pescuezo
–
contestó.
–
Nosotros
creemos
en
la
felicidad
y la
estabilidad.
Una
sociedad
de
Alfas
no
podría
menos
de
ser
inestable
y
desdichada.
Imagine
una
fábrica
cuyo
personal
estuviese
constituido
íntegramente
por
Alfas,
es
decir,
por
seres
individuales
no
relacionados
de
modo
que
sean
capaces,
dentro
de
ciertos
límites,
de
elegir
y
asumir
responsabilidad.
¡Imagíneselo!
–
repitió.
El
Salvaje
intentó
imaginarlo,
pero
no
pudo
conseguirlo.
–
Es
un
absurdo.
Un
hombre
decantado
como
Alfa,
condicionado
como
Alfa,
se
volvería
loco
si
tuviera
que
hacer
el
trabajo
de
un
semienano
Epsilon;
o se
volvería
loco
o
empezaría
a
destrozarlo
todo.
Los
Alfas
pueden
ser
socializados
totalmente,
pero
sólo
a
condición
de
que
se
les
confíe
un
trabajo
propio
de
los
Alfas.
Sólo
de
un
Epsilon
puede
esperarse
que
haga
sacrificios
Epsilon,
por
la
sencilla
razón
de
que
para
él
no
son
sacrificios;
se
hallan
en
la
línea
de
menor
resistencia.
Su
condicionamiento
ha
tendido
unos
raíles
por
los
cuales
debe
correr.
No
puede
evitarlo;
está
condenado
a
ello
de
antemano.
Aún
después
de
su
decantación
permanece
dentro
de
un
frasco:
un
frasco
invisible,
de
fijaciones
infantiles
y
embrionarias.
Claro
que
todos
nosotros
–
prosiguió
el
Interventor,
meditabundo
–
vivimos
en
el
interior
de
un
frasco.
Mas
para
los
Alfas,
los
frascos,
relativamente
hablando,
son
enormes.
Nosotros
sufriríamos
horriblemente
si
fuésemos
confinados
en
un
espacio
más
estrecho.
No
se
puede
verter
sucedáneo
de
champaña
de
las
clases
altas
en
los
frascos
de
las
castas
bajas.
Ello
es
evidente,
ya
en
teoría.
Pero,
además,
fue
comprobado
en
la
práctica.
El
resultado
del
experimento
de
Chipre
fue
concluyente.
–
¿En
qué
consistió?
–
preguntó
el
Salvaje.
Mustafá
Mond
sonrió.
–
Bueno,
si
usted
quiere,
puede
llamarlo
un
experimento
de
reenvasado.
Se
inició
en
el
año
73
d.F.
Los
Interventores
limpiaron
la
isla
de
Chipre
de
todos
sus
habitantes
anteriores
y la
colonizaron
de
nuevo
con
una
hornada
especialmente
preparada
de
veintidós
mil
Alfas.
Se
les
otorgó
toda
clase
de
utillaje
agrícola
e
industrial
y se
les
dejó
que
se
las
arreglaran
por
sí
mismos.
El
resultado
cumplió
exactamente
todas
las
previsiones
teóricas.
La
tierra
no
fue
trabajada
como
se
debía;
había
huelgas
en
las
fábricas,
las
leyes
no
se
cumplían,
las
órdenes
no
se
obedecían;
las
personas
destinadas
a
trabajos
inferiores
intrigaban
constantemente
por
conseguir
altos
empleos,
y
las
que
ocupaban
estos
cargos
intrigaban
a su
vez
para
mantenerse
en
ellos
a
toda
costa.
Al
cabo
de
seis
años
se
enzarzaron
en
una
auténtica
guerra
civil.
Cuando
ya
habían
muerto
diecinueve
mil
de
los
veintidós
mil
habitantes,
los
supervivientes,
unánimemente,
pidieron
a
los
Interventores
Mundiales
que
volvieran
a
asumir
el
gobierno
de
la
isla,
cosa
que
éstos
hicieron.
Y
así
acabó
la
única
sociedad
de
Alfas
que
ha
existido
en
el
mundo.
El
Salvaje
suspiró
profundamente.
–
La
población
óptima
–
dijo
Mustafá
Mond
–
es
la
que
se
parece
a
los
icebergs:
ocho
novenas
partes
por
debajo
de
la
línea
de
flotación,
y
una
novena
parte
por
encima.
–
¿Y
son
felices
los
que
se
encuentran
por
debajo
de
la
línea
de
flotación?
–
Más
felices
que
los
que
se
encuentran
por
encima
de
ella.
Más
felices
que
sus
dos
amigos,
por
ejemplo.
Y
señalo
a
Helmholtz
y a
Bernard.
–
¿A
pesar
de
su
horrible
trabajo?
–
¿Horrible?
A
ellos
no
se
lo
parece.
Al
contrario,
les
gusta.
Es
ligero,
sencillo,
infantil.
Siete
horas
y
media
de
trabajo
suave,
que
no
agota,
y
después
la
ración
de
soma,
los
juegos,
la
copulación
sin
restricciones
y el
sensorama.
¿Qué
más
pueden
pedir?
Sí,
ciertamente
–
agregó
– ,
pueden
pedir
menos
horas
de
trabajo.
Y,
desde
luego,
podríamos
concedérselo.
Técnicamente,
sería
muy
fácil
reducir
la
jornada
de
los
trabajadores
de
castas
inferiores
a
tres
o
cuatro
horas.
Pero
¿serían
más
felices
así?
No,
no
lo
serían.
El
experimento
se
llevó
a
cabo
hace
más
de
siglo
y
medio.
En
toda
Irlanda
se
implantó
la
jornada
de
cuatro
horas.
¿Cuál
fue
el
resultado?
Inquietud
y un
gran
aumento
en
el
consumo
de
soma;
nada
más.
Aquellas
tres
horas
y
media
extras
de
ocio
no
resultaron,
ni
mucho
menos,
una
fuente
de
felicidad;
la
gente
se
sentía
inducida
a
tomarse
vacaciones
para
librarse
de
ellas.
La
Oficina
de
Inventos
está
atestada
de
planes
para
implantar
métodos
de
reducción
y
ahorro
de
trabajo.
Miles
de
ellos.
– Mustafá
hizo
un
amplio
ademán.
–
¿Por
qué
no
los
ponemos
en
obra?
Por
el
bien
de
los
trabajadores;
sería
una
crueldad
atormentarles
con
más
horas
de
asueto.
Lo
mismo
ocurre
con
la
agricultura.
Si
quisiéramos,
podríamos
producir
sintéticamente
todos
los
comestibles.
Pero
no
queremos.
Preferimos
mantener
a un
tercio
de
la
población
a
base
de
lo
que
producen
los
campos.
Por
su
propio
bien,
porque
ocupa
más
tiempo
extraer
productos
comestibles
del
campo
que
de
una
fábrica.
Además,
debemos
pensar
en
nuestra
estabilidad.
No
deseamos
cambios.
Todo
cambio
constituye
una
amenaza
para
la
estabilidad.
Ésta
es
otra
razón
por
la
cual
somos
tan
remisos
en
aplicar
nuevos
inventos.
Todo
descubrimiento
de
las
ciencias
puras
es
potencialmente
subversivo;
incluso
hasta
a la
ciencia
debemos
tratar
a
veces
como
un
enemigo.
Sí,
hasta
a la
ciencia.
–
¿Cómo?
–
dijo
Helmholtz,
asombrado.
–
¡Pero
si
constantemente
decimos
que
la
ciencia
lo
es
todo!
¡Si
es
un
axioma
hipnopédico!
–
Tres
veces
por
semana
entre
los
trece
años
y
los
diecisiete
–
dijo
Bernard.
–
Y
toda
la
propaganda
en
favor
de
la
ciencia
que
hacemos
en
la
Escuela...
–
Sí,
pero
¿qué
clase
de
ciencia?
–
preguntó
Mustafá
Mond,
con
sarcasmo.
–
Ustedes
no
tienen
una
formación
científica,
y,
por
consiguiente,
no
pueden
juzgar.
Yo,
en
mis
tiempos,
fui
un
físico
muy
bueno.
Demasiado
bueno:
lo
bastante
para
comprender
que
toda
nuestra
ciencia
no
es
más
que
un
libro
de
cocina,
con
una
teoría
ortodoxa
sobre
el
arte
de
cocinar
que
nadie
puede
poner
en
duda,
y
una
lista
de
recetas
a la
cual
no
debe
añadirse
ni
una
sola
sin
un
permiso
especial
del
jefe
de
cocina.
Yo
soy
actualmente
el
jefe
de
cocina.
Pero
antes
fui
un
joven
e
inquisitivo
pinche
de
cocina.
Y
empecé
a
hacer
algunos
guisados
por
mi
propia
cuenta.
Cocina
heterodoxa,
cocina
ilícita.
En
realidad,
un
poco
de
auténtica
ciencia.
Mustafá
Mond
guardó
silencio.
–
¿Y
qué
pasó?
–
preguntó
Helmholtz
Watson.
El
Interventor
suspiró.
–
Casi
me
ocurrió
lo
que
va a
ocurrirles
a
ustedes,
jovencitos.
Poco
faltó
para
que
me
enviaran
a
una
isla.
Estas
palabras
galvanizaron
a
Bernard,
quien
entró
súbitamente
en
violenta
actividad.
–
¿Que
van
a
enviarme
a mí
a
una
isla?
Saltó
de
su
asiento,
cruzó
el
despacho
a
toda
prisa
y se
detuvo,
gesticulando,
ante
el
Interventor.
–
Usted
no
puede
desterrarme
a
mí.
Yo
no
he
hecho
nada.
Fueron
los
otros.
Juro
que
fueron
los
otros.
Y
señaló
acusadoramente
a
Helmholtz
y al
Salvaje.
–
¡Por
favor,
no
me
envíe
a
Islandia!
Prometo
que
haré
todo
lo
que
quieran.
Déme
otra
oportunidad.
–
Empezó
a
llorar.
–
Le
digo
que
la
culpa
es
de
ellos
–
sollozó.
–
¡A
Islandia,
no!
Por
favor,
Su
Fordería,
por
favor...
Y en
un
paroxismo
de
abyección
cayó
de
rodillas
ante
el
Interventor.
Mustafá
Mond
intentó
obligarle
a
levantarse;
pero
Bernard
insistía
en
su
actitud
rastrera;
el
flujo
de
sus
palabras
manaba,
inagotable.
Al
fin,
el
Interventor
tuvo
que
llamar
a su
cuarto
secretario.
–
Trae
tres
hombres
–
ordenó
– ,
y
que
lleven
a
Mr.
Marx
a un
dormitorio.
Que
le
administren
una
buena
vaporización
de
soma
y
luego
lo
acuesten
y le
dejen
solo.
El
cuarto
secretario
salió
y
volvió
con
tres
criados
mellizos,
de
uniforme
verde.
Gritando
y
sollozando
todavía,
Bernard
fue
sacado
del
despacho.
–
Cualquiera
diría
que
van
a
degollarle
–
dijo
el
Interventor,
cuando
la
puerta
se
hubo
cerrado.
–
En
realidad,
si
tuviera
un
poco
de
sentido
común,
comprendería
que
este
castigo
es
más
bien
una
recompensa.
Le
enviarán
a
una
isla.
Es
decir,
le
enviarán
a un
lugar
donde
conocerá
al
grupo
de
hombres
y
mujeres
más
interesantes
que
cabe
encontrar
en
el
mundo.
Todos
ellos
personas
que,
por
una
razón
u
otra,
han
adquirido
excesiva
conciencia
de
su
propia
individualidad
para
poder
vivir
en
comunidad.
Todas
las
personas
que
no
se
conforman
con
la
ortodoxia,
que
tienen
ideas
propias.
En
una
palabra,
personas
que
son
alguien.
Casi
le
envidio,
Mr.
Watson.
Helmholtz
se
echó
a
reír.
–
Entonces,
¿por
qué
no
está
también
usted
en
una
isla?
–
Porque,
a
fin
de
cuentas,
preferí
esto
–
contestó
el
Interventor.
–
Me
dieron
a
elegir
o me
enviaban
a
una
isla,
donde
hubiese
podido
seguir
con
mi
ciencia
pura,
o me
incorporaban
al
Consejo
del
Interventor,
con
la
perspectiva
de
llegar
en
su
día
a
ocupar
el
cargo
de
tal.
Me
decidí
por
esto
último,
y
abandoné
la
ciencia.
–
Tras
un
breve
silencio
agregó
– :
De
vez
en
cuando
echo
mucho
de
menos
la
ciencia.
La
felicidad
es
un
patrón
muy
duro,
especialmente
la
felicidad
de
los
demás.
Un
patrón
mucho
más
severo,
si
uno
no
ha
sido
condicionado
para
aceptarla,
que
la
verdad.
–
Suspiró,
recayó
en
el
silencio
y
después
prosiguió,
en
tono
más
vivaz
– :
Bueno,
el
deber
es
el
deber.
No
cabe
prestar
oído
a
las
propias
preferencias.
Me
interesa
la
verdad.
Amo
la
ciencia.
Pero
la
verdad
es
una
amenaza,
y la
ciencia
un
peligro
público.
Tan
peligroso
como
benéfico
ha
sido.
Nos
ha
proporcionado
el
equilibrio
más
estable
de
la
historia.
El
equilibrio
de
China
fue
ridículamente
inseguro
en
comparación
con
el
nuestro;
ni
siquiera
el
de
los
antiguos
matriarcados
fue
tan
firme
como
el
nuestro.
Gracias,
repito,
a la
ciencia.
Pero
no
podemos
permitir
que
la
ciencia
destruya
su
propia
obra.
Por
esto
limitamos
tan
escrupulosamente
el
alcance
de
sus
investigaciones;
por
esto
estuve
a
punto
de
ser
enviado
a
una
isla.
Sólo
le
permitimos
tratar
de
los
problemas
más
inmediatos
del
momento.
Todas
las
demás
investigaciones
son
condenadas
a
morir
en
ciernes.
Es
curioso
–
prosiguió
tras
breve
pausa
–
leer
lo
que
la
gente
que
vivía
en
los
tiempos
de
Nuestro
Ford
escribía
acerca
del
progreso
científico.
Al
parecer,
creían
que
se
podía
permitir
que
siguiera
desarrollándose
indefinidamente,
sin
tener
en
cuenta
nada
más.
El
conocimiento
era
el
bien
supremo,
la
verdad
el
máximo
valor;
todo
lo
demás
era
secundario
y
subordinado.
Cierto
que
las
ideas
ya
empezaban
a
cambiar
aun
entonces.
Nuestro
Ford
mismo
hizo
mucho
por
trasladar
el
énfasis
de
la
verdad
y la
belleza
a la
comodidad
y la
felicidad.
La
producción
en
masa
exigía
este
cambio
fundamental
de
ideas.
La
felicidad
universal
mantiene
en
marcha
constante
las
ruedas,
los
engranajes;
la
verdad
y la
belleza,
no.
Y,
desde
luego,
siempre
que
las
masas
alcanzaban
el
poder
político,
lo
que
importaba
era
más
la
felicidad
que
la
verdad
y la
belleza.
A
pesar
de
todo,
todavía
se
permitía
la
investigación
científica
sin
restricciones.
La
gente
seguía
hablando
de
la
verdad
y la
belleza
como
si
fueran
los
bienes
supremos.
Hasta
que
llegó
la
Guerra
de
los
Nueve
Años.
Esto
les
hizo
cambiar
de
estribillo.
¿De
qué
sirven
la
verdad,
la
belleza
o el
conocimiento
cuando
las
bombas
de
ántrax
llueven
del
cielo?
Después
de
la
Guerra
de
los
Nueve
Años
se
empezó
a
poner
coto
a la
ciencia.
A la
sazón,
la
gente
ya
estaba
dispuesta
hasta
a
que
pusieran
coto
y
regularan
sus
apetitos.
Cualquier
cosa
con
tal
de
tener
paz.
Y
desde
entonces
no
ha
cesado
el
control.
La
verdad
ha
salido
perjudicada,
desde
luego.
Pero
no
la
felicidad.
Las
cosas
hay
que
pagarlas.
La
felicidad
tenía
su
precio.
Y
usted
tendrá
que
pagarlo,
Mr.
Watson;
tendrá
que
pagar
porque
le
interesaba
demasiado
la
belleza.
A mí
me
interesaba
demasiado
la
verdad;
y
tuve
que
pagar
también.
–
Pero
usted
no
fue
a
una
isla
–
dijo
el
Salvaje,
rompiendo
un
largo
silencio.
–
Así
es
como
pagué
yo.
Eligiendo
servir
a la
felicidad.
La
de
los
demás,
no
la
mía.
Es
una
suerte
–
agregó
tras
una
pausa
–
que
haya
tantas
islas
en
el
mundo.
No
sé
cómo
nos
las
arreglaríamos
sin
ellas.
Supongo
que
los
llevaríamos
a la
cámara
letal.
A
propósito,
Mr.
Watson,
¿le
gustaría
un
clima
tropical?
¿Las
Marquesas,
por
ejemplo?
¿O
Samoa?
¿Acaso
algo
más
tónico?
Helmholtz
se
levantó
de
su
sillón
neumático.
–
Me
gustaría
un
clima
pésimo
–
contestó.
–
Creo
que
se
debe
de
escribir
mejor
si
el
clima
es
malo.
Si
hay
mucho
viento
y
tormentas,
por
ejemplo...
El
Interventor
asintió
con
la
cabeza.
–
Me
gusta
su
espíritu,
Mr.
Watson.
Me
gusta
muchísimo,
de
verdad.
Tanto
como
lo
desapruebo
oficialmente.
–
Sonrió.
–
¿Qué
le
parecen
las
islas
Falkland?
–
Sí,
creo
que
me
servirán
–
contestó
Helmholtz.
– Y
ahora,
si
no
le
importa,
iré
a
ver
qué
tal
sigue
el
pobre
Bernard.
CAPITULO
XVII
–
Arte,
ciencia...
Creo
que
han
pagado
ustedes
un
precio
muy
elevado
por
su
felicidad
–
dijo
el
Salvaje,
cuando
quedaron
a
solas.
–
¿Algo
más,
acaso?
–
Pues...
la
religión,
desde
luego
–
contestó
el
Interventor.
–
Antes
de
la
Guerra
de
los
Nueve
Años
había
una
cosa
llamada...
Dios.
Perdón,
se
me
olvidaba:
usted
está
perfectamente
informado
acerca
de
Dios,
supongo.
–
Bueno...
El
Salvaje
vaciló.
Le
hubiese
gustado
decir
algo
de
la
soledad,
de
la
noche,
de
la
altiplanicie
extendiéndose,
pálida,
bajo
la
luna,
del
precipicio,
de
la
zambullida
en
la
oscuridad,
de
la
muerte.
Le
hubiese
gustado
hablar
de
todo
ello;
pero
no
existían
palabras
adecuadas.
Ni
siquiera
en
Shakespeare.
El
Interventor,
entretanto,
hablase
dirigido
al
otro
extremo
de
la
estancia,
y
abría
una
enorme
caja
de
caudales
empotrada
en
la
pared,
entre
los
estantes
de
libros.
La
pesada
puerta
se
abrió.
Buscando
en
la
penumbra
de
su
interior,
el
Interventor
dijo:
–
Es
un
tema
que
siempre
me
ha
interesado
mucho.
–
Sacó
de
la
caja
un
grueso
volumen
negro.
–
Supongo
que
usted
no
ha
leído
esto,
por
ejemplo.
El
Salvaje
cogió
el
libro.
–
La
Sagrada
Biblia,
con
el
Antiguo
y el
Nuevo
Testamento
–
leyó
en
voz
alta.
–
Ni
esto.
Era
un
libro
pequeño,
sin
tapas.
–
La
Imitación
de
Cristo.
–
Ni
esto.
Y le
ofreció
otro
volumen.
–
Las
Variedades
de
la
experiencia
Religiosa,
de
William
James.
–
Y
aún
tengo
muchos
más
–
prosiguió
Mustafá
Mond,
volviendo
a
sentarse.
–
Toda
una
colección
de
antiguos
libros
pornográficos.
Dios
en
el
arca
y
Ford
en
los
estantes.
Y
señaló,
riendo,
su
biblioteca
oficial,
los
estantes
llenos
de
libros,
las
hileras
de
carretes
y
rollos
de
cintas
sonoras.
–
Pero
si
usted
conoce
a
Dios,
¿por
qué
no
se
lo
dice
a
los
demás?
–
preguntó
el
Salvaje,
indignado.
–
¿Por
qué
no
les
da a
leer
estos
libros
que
tratan
de
Dios?
–
Por
la
misma
razón
por
la
que
no
les
dejo
leer
Otelo:
son
antiguos;
tratan
del
Dios
de
hace
cientos
de
años.
No
del
Dios
de
ahora.
–
Pero
Dios
no
cambia.
–
Los
hombres,
sí.
–
Y
ello,
¿produce
alguna
diferencia?
–
Una
diferencia
fundamental
–
dijo
Mustafá
Mond.
Volvió
a
levantarse
y se
acercó
al
arca.
–
Existió
un
hombre
que
se
llamaba
cardenal
Newman
–
dijo.
–
Un
cardenal
–
explicó
a
modo
de
paréntesis
–
era
una
especie
de
Archichantre
Comunal.
–
Yo,
Pandulfo,
cardenal
de
la
bella
Milán.
He
leído
acerca
de
ellos
en
Shakespeare.
–
Desde
luego.
Bien,
como
le
decía,
existió
un
hombre
que
se
llamaba
cardenal
Newman.
¡Ah,
aquí
está
el
libro!
–
Lo
sacó
del
arca.
– Y
puesto
que
me
viene
a
mano,
sacaré
también
este
otro.
Es
de
un
hombre
que
se
llamó
Maine
de
Biran.
Fue
un
filósofo,
suponiendo
que
usted
sepa
qué
era
un
filósofo.
–
Un
hombre
que
sueña
en
menos
cosas
de
las
que
hay
en
los
cielos
y en
la
tierra
–
dijo
el
Salvaje
inmediatamente.
–
Exacto.
Después,
leeré
una
de
las
cosas
en
que
este
filósofo
soñó.
De
momento,
escuche
lo
que
decía
ese
antiguo
Archichantre
Comunal.
–
Abrió
el
libro
por
el
punto
marcado
con
un
trozo
de
papel
y
empezó
a
leer.
–
No
somos
más
nuestros
de
lo
que
es
nuestro
lo
que
poseemos.
No
nos
hicimos
a
nosotros
mismos,
no
podemos
ser
superiores
de
nosotros
mismos.
No
somos
nuestros
propios
dueños.
Somos
propiedad
de
Dios.
¿No
consiste
nuestra
felicidad
en
ver
así
las
cosas?
¿Existe
alguna
felicidad
o
algún
consuelo
en
creer
que
somos
nuestros?
Es
posible
que
los
jóvenes
y
los
prósperos
piensen
así.
Es
posible
que
éstos
piensen
que
es
una
gran
cosa
hacerlo
según
su
voluntad,
como
ellos
suponen,
no
depender
de
nadie,
no
tener
que
pensar
en
nada
invisible,
ahorrarse
el
fastidio
de
tener
que
reconocer
continuamente,
de
tener
que
rezar
continuamente,
de
tener
que
referir
continuamente
todo
lo
que
hacen
a la
voluntad
de
otro.
Pero
a
medida
que
pase
el
tiempo,
éstos,
como
todos
los
hombres,
descubrirán
que
la
independencia
no
fue
hecha
para
el
hombre
que
es
un
estado
antinatural,
que
puede
sostenerse
por
un
momento,
pero
no
puede
llevarnos
a
salvo
hasta
el
fin...
– Mustafá
Mond
hizo
una
pausa,
dejó
el
primer
libro
y,
cogiendo
el
otro,
volvió
unas
páginas
del
mismo.
–
Vea
esto,
por
ejemplo
–
dijo;
y
con
su
voz
profunda
empezó
a
leer
de
nuevo.
–
Un
hombre
envejece;
siente
en
sí
mismo
esa
sensación
radical
de
debilidad,
de
fatiga,
de
malestar,
que
acompaña
a la
edad
avanzada;
y,
sintiendo
esto,
imagina
que,
simplemente,
está
enfermo,
engaña
sus
temores
con
la
idea
de
que
su
desagradable
estado
obedece
a
alguna
causa
particular,
de
la
cual,
como
de
una
enfermedad,
espera
rehacerse.
¡Vaya
imaginaciones!
Esta
enfermedad
es
la
vejez;
y es
una
enfermedad
terrible.
Dicen
que
el
temor
a la
muerte
y a
lo
que
sigue
a la
muerte
es
lo
que
induce
a
los
hombres
a
entregarse
a la
religión
cuando
envejecen.
Pero
mi
propia
experiencia
me
ha
convencido
de
que,
aparte
tales
terrores
e
imaginaciones,
el
sentimiento
religioso
tiende
a
desarrollarse
a
medida
que
la
imaginación
y
los
sentidos
se
excitan
menos
y
son
menos
excitables,
nuestra
razón
halla
menos
obstáculos
en
su
labor,
se
ve
menos
ofuscada
por
las
lágrimas;
los
deseos
y
las
distracciones
en
que
solía
absorberse;
por
lo
cual
Dios
emerge
como
desde
detrás
de
una
nube;
nuestra
alma
siente,
ve,
se
vuelve
hacia
el
manantial
de
toda
luz;
se
vuelve,
natural
e
inevitablemente,
hacia
ella;
porque
ahora
que
todo
lo
que
daba
al
mundo
de
las
sensaciones
su
vida
y su
encanto
ha
empezado
a
alejarse
de
nosotros,
ahora
que
la
existencia
fenoménica
ha
dejado
de
apoyarse
en
impresiones
interiores
o
exteriores,
sentimos
la
necesidad
de
apoyarnos
en
algo
permanente,
en
algo
que
nunca
pueda
fallarnos,
en
una
realidad,
en
una
verdad
absoluta
e
imperecedera.
Sí,
inevitablemente
nos
volvemos
hacia
Dios;
porque
este
sentimiento
religioso
es
por
naturaleza
tan
puro,
tan
delicioso
para
el
alma
que
lo
experimenta,
que
nos
compensa
de
todas
las
demás
pérdidas.
– Mustafá
Mond
cerró
el
libro
y se
arrellanó
en
su
asiento.
–
Una
de
tantas
cosas
del
cielo
y de
la
tierra
en
las
que
esos
filósofos
no
soñaron
fue
esto
–
e
hizo
un
amplio
ademán
con
la
mano
– :
nosotros,
el
mundo
moderno.
Sólo
podéis
ser
independientes
de
Dios
mientras
conservéis
la
juventud
y la
prosperidad;
la
independencia
no
os
llevará
a
salvo
hasta
el
final.
Bien,
el
caso
es
que
actualmente
podemos
conservar
y
conservarnos
la
juventud
y la
prosperidad
hasta
el
final.
¿Qué
se
sigue
de
ello?
Evidentemente,
que
podemos
ser
independientes
de
Dios.
El
sentimiento
religioso
nos
compensa
de
todas
las
demás
pérdidas.
Pero
es
que
nosotros
no
sufrimos
pérdida
alguna
que
debamos
compensar;
por
tanto,
el
sentimiento
religioso
resulta
superfluo.
¿Por
qué
deberíamos
correr
en
busca
de
un
sucedáneo
para
los
deseos
juveniles,
si
los
deseos
juveniles
nunca
cejan?
¿Para
qué
un
sucedáneo
para
las
diversiones,
si
seguimos
gozando
de
las
viejas
tonterías
hasta
el
último
momento?
¿Qué
necesidad
tenemos
de
reposo
cuando
nuestras
mentes
y
nuestros
cuerpos
siguen
deleitándose
en
la
actividad?
¿Qué
consuelo
necesitamos,
puesto
que
tenemos
soma?
¿Para
qué
buscar
algo
inamovible,
si
ya
tenemos
el
orden
social?
–
Entonces,
¿usted
cree
que
Dios
no
existe?
–
preguntó
el
Salvaje.
–
No,
yo
creo
que
probablemente
existe
un
dios.
–
Entonces,
¿por
qué...?
Mustafá
Mond
le
interrumpió.
–
Pero
un
Dios
que
se
manifiesta
de
manera
diferente
a
hombres
diferentes.
En
los
tiempos
premodernos
se
manifestó
como
el
ser
descrito
en
estos
libros.
Actualmente...
–
¿Cómo
se
manifiesta
actualmente?
–
preguntó
el
Salvaje.
–
Bueno,
se
manifiesta
como
una
ausencia;
como
si
no
existiera
en
absoluto.
–
Esto
es
culpa
de
ustedes.
–
Llámelo
culpa
de
la
civilización.
Dios
no
es
compatible
con
el
maquinismo,
la
medicina
científica
y la
felicidad
universal.
Es
preciso
elegir.
Nuestra
civilización
ha
elegido
el
maquinismo,
la
medicina
y la
felicidad.
Por
esto
tengo
que
guardar
estos
libros
encerrados
en
el
arca
de
seguridad.
Resultan
indecentes.
La
gente
quedaría
asqueada
si...
El
Salvaje
le
interrumpió.
–
Pero,
¿no
es
natural
sentir
que
hay
un
Dios?
–
Pero
la
gente
ahora
nunca
está
sola
–
dijo
Mustafá
Mond.
–
La
inducimos
a
odiar
la
soledad;
disponemos
sus
vidas
de
modo
que
casi
les
es
imposible
estar
solos
alguna
vez.
El
Salvaje
asintió
sombríamente.
En
Malpaís
había
sufrido
porque
lo
habían
aislado
de
las
actividades
comunales
del
pueblo;
en
el
Londres
civilizado
sufría
porque
nunca
lograba
escapar
a
las
actividades
comunales,
nunca
podía
estar
completamente
solo.
–
¿Recuerda
aquel
fragmento
de
El
Rey
Lear?
–
dijo
el
Salvaje,
al
fin
– :
Los
dioses
son
justos,
y
convierten
nuestros
vicios
de
placer
en
instrumentos
con
que
castigarnos;
el
lugar
abyecto
y
sombrío
donde
te
concibió
le
costó
los
ojos,
y
Edmundo
contesta,
recuérdelo,
cuando
está
herido,
agonizante:
Has
dicho
la
verdad;
es
cierto.
La
rueda
ha
dado
la
vuelta
entera;
aquí
estoy.
¿Qué
me
dice
de
esto?
¿No
parece
que
exista
un
Dios
que
dispone
las
cosas,
que
castiga,
que
premia?
–
¿Sí?
–
preguntó
el
Interventor
a su
vez.
–
Puede
usted
permitirse
todos
los
pecados
agradables
que
quiera
con
una
neutra
sin
correr
el
riesgo
de
que
le
saque
los
ojos
la
amante
de
su
hija.
La
rueda
ha
dado
una
vuelta
entera;
aquí
estoy.
Pero,
¿dónde
estaría
Edmundo
actualmente?
Estaría
sentado
en
una
butaca
neumática,
ciñendo
con
un
brazo
la
cintura
de
una
chica,
mascando
un
chicle
de
hormonas
sexuales
y
contemplando
el
sensorama.
Los
dioses
son
justos.
Sin
duda.
Pero
su
código
legal
es
dictado,
en
última
instancia,
por
las
personas
que
organizan
la
sociedad.
La
Providencia
recibe
órdenes
de
los
hombres.
–
¿Está
seguro
de
ello?
–
preguntó
el
Salvaje.
–
¿Está
completamente
seguro
de
que
Edmundo,
en
su
butaca
neumática,
no
ha
sido
castigado
tan
duramente
como
el
herido
que
se
desangra
hasta
morir?
Los
dioses
son
justos.
¿Acaso
no
han
empleado
estos
vicios
de
placer
como
instrumento
para
degradarle?
–
¿Degradarle
de
qué
posición?
En
su
calidad
de
ciudadano
feliz,
trabajador
y
consumidor
de
bienes,
es
perfecto.
Desde
luego,
si
usted
elige
como
punto
de
referencia
otro
distinto
del
nuestro,
tal
vez
pueda
decir
que
ha
sido
degradado.
Pero
debe
usted
seguir
fiel
a un
mismo
juego
de
postulados.
No
puede
jugar
al
Golf
Electromagnético
siguiendo
el
reglamento
de
Pelota
Centrífuga.
–
Pero
el
valor
no
reside
en
la
voluntad
particular
–
dijo
el
Salvaje.
–
Conservar
su
estima
y su
dignidad
en
cuanto
que
es
tan
precioso
en
sí
mismo
como
a
los
ojos
del
tasador.
–
Vamos,
vamos
–
protestó
Mustafá
Mond.
–
¿No
le
parece
que
esto
es
ya
ir
demasiado
lejos?
–
Si
ustedes
se
permitieran
pensar
en
Dios,
no
se
permitirían
a sí
mismo
dejarse
degradar
por
los
vicios
agradables.
Tendrían
una
razón
para
soportar
las
cosas
con
paciencia,
y
para
realizar
muchas
cosas
valor.
He
podido
verlo
así
en
los
indios.
–
No
lo
dudo
–
dijo
Mustafá
Mond.
–
Pero
nosotros
no
somos
indios.
Un
hombre
civilizado
no
tiene
ninguna
necesidad
de
soportar
nada
que
sea
seriamente
desagradable.
En
cuanto
a
realizar
cosas,
Ford
no
quiere
que
tal
idea
penetre
en
la
mente
del
hombre
civilizado.
Si
los
hombres
empezaran
a
obrar
por
su
cuenta,
todo
el
orden
social
sería
trastornado.
–
¿Y
en
qué
queda,
entonces,
la
autonegación?
Si
ustedes
tuvieran
un
Dios,
tendrían
una
razón
para
la
autonegación.
–
Pero
la
civilización
industrial
sólo
es
posible
cuando
no
existe
autonegación.
Es
precisa
la
autosatisfacción
hasta
los
límites
impuestos
por
la
higiene
y la
economía.
De
otro
modo
las
ruedas
dejarían
de
girar.
–
¡Tendrían
ustedes
una
razón
para
la
castidad!
–
dijo
el
Salvaje,
sonrojándose
ligeramente
al
pronunciar
estas
palabras.
–
Pero
la
castidad
entraña
la
pasión,
la
castidad
entraña
la
neurastenia.
Y la
pasión
y la
neurastenia
entrañan
la
inestabilidad.
Y la
inestabilidad,
a su
vez,
el
fin
de
la
civilización.
Una
civilización
no
puede
ser
duradera
sin
gran
cantidad
de
vicios
agradables.
–
Pero
Dios
es
la
razón
que
justifica
todo
lo
que
es
noble,
bello
y
heroico.
Si
ustedes
tuvieran
un
Dios...
–
Mi
joven
y
querido
amigo
–
dijo
Mustafá
Mond
– ,
la
civilización
no
tiene
ninguna
necesidad
de
nobleza
ni
de
heroísmo.
Ambas
cosas
son
síntomas
de
ineficacia
política.
En
una
sociedad
debidamente
organizada
como
la
nuestra,
nadie
tiene
la
menor
oportunidad
de
comportarse
noble
y
heroicamente.
Las
condiciones
deben
hacerse
del
todo
inestables
antes
de
que
surja
tal
oportunidad.
Donde
hay
guerras,
donde
hay
una
dualidad
de
lealtades,
donde
hay
tentaciones
que
resistir,
objetos
de
amor
por
los
cuales
luchar
o
que
defender,
allá,
es
evidente,
la
nobleza
y el
heroísmo
tienen
algún
sentido.
Pero
actualmente
no
hay
guerras.
Se
toman
todas
las
precauciones
posibles
para
evitar
que
cualquiera
pueda
amar
demasiado
a
otra
persona.
»No
existe
la
posibilidad
de
elegir
entre
dos
lealtades
o
fidelidades;
todos
están
condicionados
de
modo
que
no
pueden
hacer
otra
cosa
más
que
lo
que
deben
hacer.
Y lo
que
uno
debe
hacer
resulta
tan
agradable,
se
permite
el
libre
juego
de
tantos
impulsos
naturales,
que
realmente
no
existen
tentaciones
que
uno
deba
resistir.
Y si
alguna
vez,
por
algún
desafortunado
azar,
ocurriera
algo
desagradable,
bueno,
siempre
hay
el
soma,
que
puede
ofrecernos
unas
vacaciones
de
la
realidad.
Y
siempre
hay
el
soma
para
calmar
nuestra
ira,
para
reconciliarnos
con
nuestros
enemigos,
para
hacernos
pacientes
y
sufridos.
En
el
pasado,
tales
cosas
sólo
podían
conseguirse
haciendo
un
gran
esfuerzo
y al
cabo
de
muchos
años
de
duro
entrenamiento
moral.
Ahora,
usted
se
zampa
dos
o
tres
tabletas
de
medio
gramo,
y
listo.
Actualmente,
cualquiera
puede
ser
virtuoso.
Uno
puede
llevar
al
menos
la
mitad
de
su
moralidad
en
el
bolsillo,
dentro
de
un
frasco.
El
cristianismo
sin
lágrimas:
esto
es
el
soma.
–
Pero
las
lágrimas
son
necesarias.
¿No
recuerda
lo
que
dice
Otelo?
Si
después
de
cada
tormenta
vienen
tales
calmas,
ojalá
los
vientos
soplen
hasta
despertar
a la
muerte.
Hay
una
historia,
que
uno
de
los
ancianos
indios
solía
contarnos,
acerca
de
la
Doncella
de
Mátsaki.
Los
jóvenes
que
aspiraban
a
casarse
con
ella
tenían
que
pasarse
una
mañana
cavando
en
su
huerto.
Parecía
fácil;
pero
en
aquel
huerto
había
moscas
y
mosquitos
mágicos.
La
mayoría
de
los
jóvenes,
simplemente,
no
podían
resistir
las
picaduras
y el
escozor.
Pero
el
que
logró
soportar
la
prueba,
se
casó
con
la
muchacha.
–
Muy
hermoso.
Pero
en
los
países
civilizados
–
dijo
el
Interventor
–
se
puede
conseguir
a
las
muchachas
sin
tener
que
cavar
para
ellas;
y no
hay
moscas
ni
mosquitos
que
le
piquen
a
uno.
Hace
siglos
que
nos
libramos
de
ellos.
El
Salvaje
asintió,
ceñudo.
–
Se
libraron
de
ellos.
Sí,
muy
propio
de
ustedes.
Librarse
de
todo
lo
desagradable
en
lugar
de
aprender
a
soportarlo.
Si
es
más
noble
soportar
en
el
alma
las
pedradas
o
las
flechas
de
la
mala
fortuna,
o
bien
alzarse
en
armas
contra
un
piélago
de
pesares
y
acabar
con
ellos
enfrentándose
a
los
mismos...
Pero
ustedes
no
hacen
ni
una
cosa
ni
otra.
Ni
soportan
ni
resisten.
Se
limitan
a
abolir
las
pedradas
y
las
flechas.
Es
demasiado
fácil.
El
Salvaje
enmudeció
súbitamente,
pensando
en
su
madre.
En
su
habitación
del
piso
treinta
y
siete,
Linda
había
flotado
en
un
mar
de
luces
cantarinas
y
caricias
perfumadas,
había
flotado
lejos,
fuera
del
espacio,
fuera
del
tiempo,
fuera
de
la
prisión
de
sus
recuerdos,
de
sus
hábitos,
de
su
cuerpo
envejecido
y
abotagado.
Y
Tomakin,
ex
director
de
Incubadoras
y
Condicionamiento,
Tomakin
seguía
todavía
de
vacaciones,
de
vacaciones
de
la
humillación
y el
dolor,
en
un
mundo
donde
no
pudiera
ver
aquel
rostro
horrible
ni
sentir
aquellos
brazos
húmedos
y
fofos
alrededor
de
su
cuello,
en
un
mundo
hermoso...
–
Lo
que
ustedes
necesitan
–
prosiguió
el
Salvaje
–
es
algo
con
lágrimas,
para
variar.
Aquí
nada
cuesta
lo
bastante.
Atreverse
a
exponer
lo
que
es
mortal
e
inseguro
al
azar,
la
muerte
y el
peligro,
aunque
sólo
sea
por
una
cáscara
de
huevo...
¿No
hay
algo
en
esto?
–
preguntó
el
Salvaje,
mirando
a
Mustafá
Mond.
–
Dejando
aparte
a
Dios,
aunque,
desde
luego,
Dios
sería
una
razón
para
obrar
así.
¿No
tiene
su
hechizo
el
vivir
peligrosamente?
–
Ya
lo
creo
–
contestó
el
Interventor.
–
De
vez
en
cuando
hay
que
estimular
las
glándulas
suprarrenales
de
hombres
y
mujeres.
–
¿Cómo?
–
preguntó
el
Salvaje,
sin
comprender.
–
Es
una
de
las
condiciones
para
la
salud
perfecta.
Por
esto
hemos
impuesto
como
obligatorios
los
tratamientos
de
S.P.V.
–
¿S.P.V.?
–
Sucedáneo
de
Pasión
Violenta.
Regularmente
una
vez
al
mes.
Inundamos
el
organismo
con
adrenalina.
Es
un
equivalente
fisiológico
completo
del
temor
y la
ira.
Todos
los
efectos
tónicos
que
produce
asesinar
a
Desdémona
o
ser
asesinado
por
Otelo,
sin
ninguno
de
sus
inconvenientes.
–
Es
que
a mí
me
gustan
los
inconvenientes.
–
A
nosotros,
no
–
dijo
el
Interventor.
–
Preferimos
hacer
las
cosas
con
comodidad.
–
Pues
yo
no
quiero
comodidad.
Yo
quiero
a
Dios,
quiero
poesía,
quiero
peligro
real,
quiero
libertad,
quiero
bondad,
quiero
pecado.
–
En
suma
–
dijo
Mustafá
Mond
– ,
usted
reclama
el
derecho
a
ser
desgraciado.
–
Muy
bien,
de
acuerdo
–
dijo
el
Salvaje,
en
tono
de
reto.
–
Reclamo
el
derecho
a
ser
desgraciado.
–
Esto,
sin
hablar
del
derecho
a
envejecer,
a
volverse
feo
e
impotente,
el
derecho
a
tener
sífilis
y
cáncer,
el
derecho
a
pasar
hambre,
el
derecho
a
ser
piojoso,
el
derecho
a
vivir
en
el
temor
constante
de
lo
que
pueda
ocurrir
mañana;
el
derecho
a
pillar
un
tifus;
el
derecho
a
ser
atormentado.
Siguió
un
largo
silencio.
–
Reclamo
todos
estos
derechos
–
concluyó
el
Salvaje.
Mustafá
Mond
se
encogió
de
hombros.
–
Están
a su
disposición
–
dijo.
CAPITULO
XVIII
La
puerta
estaba
entreabierta.
Entraron.
–
¡John!
Del
cuarto
de
baño
llegó
un
ruido
desagradable
y
característico.
–
¿Ocurre
algo?
–
preguntó
Helmholtz.
No
hubo
respuesta.
El
desagradable
sonido
se
repitió,
dos
veces;
siguió
un
silencio.
Después,
con
un
chasquido,
la
puerta
del
cuarto
de
baño
se
abrió
y
apareció,
muy
pálido,
el
Salvaje.
–
¡Oye!
–
exclamó
Helmholtz,
solícito.
–
Tú
no
te
encuentras
bien,
John.
–
¿Te
sentó
mal
algo
que
comiste?
–
preguntó
Bernard.
El
Salvaje
asintió.
–
Sí.
Comí
civilización.
–
¿Cómo?
–
Y
me
sentó
mal;
me
enfermó.
Y
después
–
agregó
en
un
tono
de
voz
más
bajo
– ,
comí
mi
propia
maldad.
–
Pero,
¿qué
te
pasa
exactamente...?
Ahora
mismo
estabas...
–
Ya
estoy
purificado
–
dijo
el
Salvaje.
–
Tomé
un
poco
de
mostaza
con
agua
caliente.
Los
otros
dos
le
miraron
asombrados.
–
¿Quieres
sugerir
que...
que
lo
has
hecho
a
propósito?
–
preguntó
Bernard.
–
Así
es
como
se
purifican
los
indios.
John
se
sentó,
y,
suspirando,
se
pasó
una
mano
por
la
frente.
–
Descansaré
unos
minutos
–
dijo.
–
Estoy
muy
cansado.
–
Claro,
no
me
extraña
–
dijo
Helmholtz.
Y,
tras
una
pausa,
agregó
en
otro
tono
– :
Hemos
venido
a
despedirnos.
Nos
marchamos
mañana
por
la
mañana.
–
Sí,
salimos
mañana
–
dijo
Bernard,
en
cuyo
rostro
el
Salvaje
observó
una
nueva
expresión
de
resignación
decidida.
–
Y,
a
propósito,
John
–
prosiguió,
inclinándose
hacia
delante
y
apoyando
una
mano
en
la
rodilla
del
Salvaje
– ,
quería
decirte
cuánto
siento
lo
que
ocurrió
ayer.
–
Se
sonrojó.
–
Estoy
avergonzado
–
siguió
a
pesar
de
la
inseguridad
de
su
voz
– ,
realmente
avergonzado...
El
Salvaje
le
obligó
a
callar
y,
cogiéndole
la
mano,
se
la
estrechó
con
afecto.
–
Helmholtz
se
ha
portado
maravillosamente
conmigo
–
siguió
Bernard,
después
de
un
silencio.
–
De
no
haber
sido
por
él,
yo
no
hubiese
podido...
–
Vamos,
vamos
–
protestó
Helmholtz.
–
Esta
mañana
fui
a
ver
al
Interventor
–
dijo
el
Salvaje
al
fin.
–
¿Para
qué?
–
Para
pedirle
que
me
enviara
a
las
islas
con
vosotros.
–
¿Y
qué
dijo?
–
preguntó
Hehnholtz.
El
Salvaje
movió
la
cabeza.
–
No
quiso.
–
¿Por
qué
no?
–
Dijo
que
quería
proseguir
el
experimento.
Pero
que
me
aspen
–
agregó
el
Salvaje
con
súbito
furor
– ,
que
me
aspen
si
sigo
siendo
objeto
de
experimentación.
No
quiero,
ni
por
todos
los
Interventores
del
mundo
entero.
Me
marcharé
mañana,
también.
–
Pero
¿a
dónde?
–
preguntaron
a
coro
sus
dos
amigos.
El
Salvaje
se
encogió
de
hombros.
–
A
cualquier
sitio.
No
me
importa.
Con
tal
de
poder
estar
solo.
Desde
Guildford,
la
línea
descendente
seguía
el
valle
de
Wey
hasta
Godalming
y
después,
pasando
por
encima
de
Mildford
y
Witley,
seguía
hacia
Haslemere
y
Portsmouth
a
través
de
Petersfield.
Casi
paralela
a la
misma,
la
línea
ascendente
pasaba
por
encima
de
Worplesdon,
Tongham,
Puttenham,
Elstead
y
Grayshott.
Entre
Hog's
Back
y
Hindhead
había
puntos
en
que
la
distancia
entre
ambas
líneas
no
era
superior
a
los
cinco
o
seis
kilómetros.
La
distancia
no
era
suficiente
para
los
pilotos
poco
cuidadosos,
sobre
todo
de
noche
y
cuando
habían
tomado
medio
gramo
de
más.
Se
habían
producido
accidentes.
Y
graves.
En
consecuencia,
habían
decidido
desplazar
la
línea
ascendente
unos
pocos
kilómetros
hacia
el
Oeste.
Entre
Grayshott
y
Tongham,
cuatro
faros
de
aviación
abandonados
señalaban
el
curso
de
la
antigua
ruta
Portsmouth
–
Londres.
El
Salvaje
había
elegido
como
ermita
el
viejo
faro
situado
en
la
cima
de
la
colina
entre
Puttenham
y
Elstead.
El
edificio
era
de
cemento
armado
y se
hallaba
en
excelentes
condiciones;
casi
demasiado
cómodo,
había
pensado
el
Salvaje
cuando
había
explorado
el
lugar
por
primera
vez,
casi
demasiado
lujoso
y
civilizado.
Tranquilizó
su
conciencia
prometiéndose
compensar
tales
inconvenientes
con
una
autodisciplina
más
dura,
con
purificaciones
más
completas
y
totales.
Pasó
su
primera
noche
en
el
eremitorio
sin
conciliar
el
sueño,
a
propósito.
Permaneció
horas
enteras
rezando,
ora
al
Cielo
al
que
el
culpable
Claudio
había
pedido
perdón,
ora
a
Awonawilona,
en
zuñí,
ora
a
Jesús
y
Poukong,
ora
a su
propio
animal
guardián,
el
águila.
De
vez
en
cuando
abría
los
brazos
en
cruz,
y
los
mantenía
así
largo
rato,
soportando
un
dolor
que
gradualmente
aumentaba
hasta
convertirse
en
una
agonía
trémula
y
atormentadora;
los
mantenía
así,
en
crucifixión
voluntaria,
mientras
con
los
dientes
apretados,
y el
rostro
empapado
en
sudor,
repetía:
¡Oh,
perdóname!
¡Hazme
puro!
¡Ayúdame
a
ser
bueno!,
una
y
otra
vez,
hasta
que
estaba
a
punto
de
desmayarse
de
dolor.
Cuando
llegó
la
mañana,
el
Salvaje
sintió
que
se
había
ganado
el
derecho
a
habitar
el
faro;
sí,
a
pesar
de
que
todavía
había
cristales
en
la
mayoría
de
las
ventanas,
y a
pesar
de
que
la
vista,
desde
la
plataforma,
era
preciosa.
Porque
la
misma
razón
por
la
cual
había
elegido
el
faro
se
había
trocado
casi
inmediatamente
en
una
razón
para
marcharse
a
otra
parte.
John
había
decidido
vivir
allá
porque
la
vista
era
tan
hermosa,
porque,
desde
su
punto
de
observación
tan
ventajoso,
le
parecía
contemplar
la
encarnación
de
un
ser
divino.
Pero
¿quién
era
él
para
gozarse
con
la
visión
cotidiana
constante,
de
la
belleza?
¿Quién
era
él
para
vivir
en
la
visible
presencia
de
Dios?
Él
merecía
vivir
en
una
sucia
pocilga,
en
un
sombrío
agujero
bajo
tierra.
Con
los
miembros
rígidos
y
doloridos
todavía
por
la
pasada
noche
de
sufrimiento,
y
fortalecido
interiormente
por
esta
misma
razón,
el
Salvaje
subió
a la
plataforma
de
su
torre
y
contempló
el
brillante
mundo
del
amanecer
en
el
que
volvía
a
habitar
por
derecho
propio,
recién
reconquistado.
En
el
valle
que
separaba
Hog's
Back
de
la
colina
arenosa
en
la
cima
de
la
cual
se
levantaba
el
faro,
se
hallaba
Puttenham,
un
modesto
edificio
de
nueve
pisos,
con
silos,
una
granja
avícola,
y
una
pequeña
fábrica
de
Vitamina
D.
Al
otro
lado
del
faro,
al
Sur,
el
terreno
descendía
en
largas
pendientes
cubiertas
de
brazales
en
dirección
a un
rosario
de
lagunas.
Más
allá
de
estas
lagunas,
por
encima
de
los
bosques,
se
levantaba
la
torre
de
catorce
pisos
de
Elstead.
Borrosas,
en
el
brumoso
aire
inglés,
Hindhead
y
Selborne
atraían
las
miradas
hacia
la
azulada
y
romántica
distancia.
Pero
no
sólo
lo
que
se
veía
a
distancia
había
atraído
al
Salvaje
a su
faro;
lo
que
lo
rodeaba
de
cerca
resultaba
igualmente
seductor.
Los
bosques,
las
extensiones
abiertas
de
brezos
y
amarilla
aliaga,
los
grupos
de
pinos
silvestres,
las
lagunas
y
albercas
relucientes,
con
sus
abedules
y
sauces
llorones,
sus
lirios
de
agua
y
sus
alfombras
de
juntos,
poseían
una
intensa
belleza
y,
para
unos
ojos
acostumbrados
a la
aridez
del
desierto
americano,
resultaban
asombrosos.
Y,
además,
¡la
soledad!
El
Salvaje
pasaba
días
enteros
sin
ver
a un
solo
hombre.
El
faro
se
hallaba
sólo
a un
cuarto
de
hora
de
vuelo
de
la
Torre
de
Charing
– T;
pero
las
colinas
de
Malpaís
apenas
eran
más
deshabitadas
que
aquel
brezal
de
Surrey.
Las
multitudes
que
diariamente
salían
de
Londres,
lo
hacían
sólo
para
jugar
al
Golf
Electromagnético
o al
tenis.
La
mayor
parte
del
dinero
que,
a su
llegada,
John
había
recibido
para
sus
gastos
personales,
había
sido
empleado
en
la
adquisición
del
equipo
necesario.
Antes
de
salir
de
Londres
el
Salvaje
se
había
comprado
cuatro
mantas
de
lana
de
viscosa,
cuerdas,
alambre,
clavos,
cola,
unas
pocas
herramientas,
cerillas
(aunque
pensaba
construirse
en
su
día
un
parahuso
para
hacer
fuego),
algo
de
batería
de
cocina,
dos
docenas
de
paquetes
de
semilla
y
diez
kilos
de
harina
de
trigo.
–
No,
no
quiero
almidón
sintético
ni
sucedáneo
de
harina
de
desperdicios
de
algodón
–
había
insistido.
–
Aunque
sean
muy
nutritivos.
En
cuanto
a
las
galletas
panglandulares
y el
sucedáneo
vitaminizado
de
buey,
no
había
podido
resistir
a
las
dotes
persuasivas
del
tendero.
Ahora,
mirando
las
latas
que
tenía
en
su
poder,
se
reprochaba
amargamente
su
debilidad.
¡Odiosos
productos
de
la
civilización!
Decidió
que
jamás
los
comería,
aunque
se
muriera
de
hambre.
Les
daré
una
lección,
pensó
vengativamente.
Y de
paso
se
la
daría
a sí
mismo.
John
contó
su
dinero.
Esperaba
que
lo
poco
que
le
quedaba
le
bastaría
para
pasar
el
invierno.
Cuando
llegara
la
primavera,
su
huerto
produciría
lo
suficiente
para
permitirle
vivir
con
independencia
del
mundo
exterior.
Entretanto,
siempre
quedaba
el
recurso
de
la
caza.
Había
visto
muchos
conejos,
y en
las
lagunas
había
aves
acuáticas.
Inmediatamente
se
puso
a
construir
un
arco
y
las
correspondientes
flechas.
Cerca
del
faro
crecían
fresnos,
y
para
las
varas
de
las
flechas
no
faltaban
avellanos
llenos
de
serpollos
rectos
y
hermosos.
Empezó
por
batir
un
fresno
joven,
cortó
un
trozo
de
tronco
liso,
sin
ramas,
de
casi
dos
metros
de
longitud,
lo
despojó
de
la
corteza,
y,
capa
por
capa,
fue
quitándole
la
madera
blanca,
tal
como
le
había
enseñado
a
hacer
el
viejo
Mitsima,
hasta
que
obtuvo
una
vara
de
su
misma
altura,
rígida
y
gruesa
en
el
centro,
ágil
y
flexible
en
los
ahusados
extremos.
Aquel
trabajo
le
produjo
un
placer
muy
intenso.
Tras
aquellas
semanas
de
ocio
en
Londres,
durante
las
cuales,
cuando
deseaba
algo,
le
bastaba
pulsar
un
botón
o
girar
una
manija,
fue
para
él
una
delicia
hacer
algo
que
exigía
habilidad
y
paciencia.
Casi
había
terminado
de
dar
forma
al
arco
cuando
se
dio
cuenta,
con
un
sobresalto,
de
que
estaba
cantando.
¡Cantando!
Fue
como
si,
tropezando
consigo
mismo
desde
fuera,
se
hubiese
descubierto
de
pronto
en
flagrante
delito.
Se
sonrojó,
abochornado.
Al
fin
y al
cabo,
no
había
ido
allá
para
cantar
y
divertirse,
sino
para
escapar
al
contagio
de
la
vida
civilizada,
para
purificarse
y
mejorarse,
para
enmendarse
de
una
manera
activa.
Comprendió,
decepcionado,
que,
absorto
en
la
confección
de
su
arco,
había
olvidado
lo
que
se
había
jurado
a sí
mismo
recordar
siempre:
la
pobre
Linda,
su
propia
asesina
violencia
para
con
ella,
los
odiosos
mellizos
que
pululaban
como
gusanos
alrededor
de
su
lecho
de
muerte,
profanando
con
su
sola
presencia,
no
sólo
el
dolor
y el
remordimiento
del
propio
John,
sino
a
los
mismos
dioses.
Había
jurado
recordar,
había
jurado
reparar
incesantemente.
Y
allá
estaba,
trabajando
en
su
arco,
y
cantando,
así,
tal
como
suena,
cantando...
Entró
en
el
faro,
abrió
el
bote
de
mostaza
y
puso
a
hervir
agua
en
el
fuego.
Media
hora
después,
tres
campesinos
Delta
–
Menos
de
uno
de
los
Grupos
de
Bakonovsky
de
Puttenham
se
dirigían
en
camión
hacia
Elstead,
y,
desde
lo
alto
de
la
colina,
quedaron
asombrados
al
ver
a un
joven
de
pie
en
el
exterior
del
faro
abandonado,
desnudo
hasta
la
cintura
y
azotándose
a sí
mismo
con
un
látigo
de
cuerdas
de
nudos.
La
espalda
del
joven
aparecía
cruzada
horizontalmente
por
rayas
escarlata,
y
entre
surco
y
surco
discurrían
hilillos
de
sangre.
El
conductor
del
camión
detuvo
el
vehículo
a un
lado
de
la
carretera,
y,
junto
con
sus
dos
compañeros,
se
quedó
mirando
boquiabierto
aquel
espectáculo
extraordinario.
Uno,
dos,
tres...
Contaron
los
azotes.
Después
del
octavo
latigazo,
el
joven
interrumpió
su
castigo,
corrió
hasta
el
borde
del
bosque
y
allá
vomitó
violentamente.
Luego
volvió
a
coger
el
látigo
y
siguió
azotándose:
nueve,
diez,
once,
doce...
–
¡Ford!
–
murmuró
el
conductor.
Y
los
mellizos
fueron
de
la
misma
opinión.
–
¡Reford!
–
dijeron.
Tres
días
más
tarde,
como
los
búhos
a la
vista
de
una
carroña,
llegaron
los
periodistas.
Secado
y
endurecido
al
fuego
lento
de
leña
verde,
el
arco
ya
estaba
listo.
El
Salvaje
trabajaba
afanosamente
en
sus
flechas.
Había
cortado
y
secado
treinta
varas
de
avellano,
y
las
había
guarnecido
en
la
punta
con
aguzados
clavos
firmemente
sujetos.
Una
noche
había
efectuado
una
incursión
a la
granja
avícola
de
Puttenham
y
ahora
tenía
plumas
suficientes
para
equipar
a
todo
un
ejército.
Estaba
empeñado
en
la
tarea
de
acoplar
las
plumas
a
las
flechas
cuando
el
primer
periodista
lo
encontró.
Silenciosamente,
calzado
con
sus
zapatos
neumáticos,
el
hombre
se
le
acercó
por
detrás.
–
Buenos
días,
Mr.
Salvaje
–
dijo.
–
Soy
el
enviado
de
El
Radio
Horario.
Como
mordido
por
una
serpiente,
el
Salvaje
saltó
sobre
sus
pies,
desparramando
en
todas
direcciones
las
plumas,
el
bote
de
cola
y el
pincel.
–
Perdón
–
dijo
el
periodista,
sinceramente
compungido.
–
No
tenía
intención...
–
se
tocó
el
sombrero,
el
sombrero
de
copa
de
aluminio
en
el
que
llevaba
el
receptor
y el
transmisor
telegráfico.
–
Perdone
que
no
me
descubra
–
dijo.
–
Este
sombrero
es
un
poco
pesado.
Bien,
como
le
decía,
me
envía
El
Radio...
–
¿Qué
quiere?
–
preguntó
el
Salvaje,
ceñudo.
–
Bueno,
como
es
natural,
a
nuestros
lectores
les
interesaría
muchísimo...
–
Ladeó
la
cabeza
y su
sonrisa
adquirió
un
matiz,
casi,
de
coquetería.
–
Sólo
unas
pocas
palabras
de
usted,
Mr.
Salvaje.
Y
rápidamente,
con
una
serie
de
ademanes
rituales,
desenrolló
dos
cables
conectados
a la
batería
que
llevaba
en
torno
de
la
cintura;
los
enchufó
simultáneamente
a
ambos
lados
de
su
sombrero
de
aluminio;
tocó
un
resorte
de
la
cúspide
del
mismo
y
una
antena
se
disparó
en
el
aire;
tocó
otro
resorte
del
borde
del
ala,
y,
como
un
muñeco
de
muelles,
saltó
un
pequeño
micrófono
que
se
quedó
colgando
estremeciéndose,
a
unos
quince
centímetros
de
su
nariz;
bajóse
hasta
las
orejas
un
par
de
auriculares,
pulsó
un
botón
situado
en
el
lado
izquierdo
del
sombrero,
que
produjo
un
débil
zumbido,
hizo
girar
otro
botón
de
la
derecha,
y el
zumbido
fue
interrumpido
por
una
serie
de
silbidos
y
chasquidos
estetoscópicos.
–
Al
habla
–
dijo,
por
el
micrófono
– ,
al
habla,
al
habla...
Súbitamente
sonó
un
timbre
en
el
interior
de
su
sombrero.
–
¿Eres
tú,
Edzel?
Primo
Mellon
al
habla.
Sí,
lo
he
pescado.
Ahora
Mr.
Salvaje
cogerá
el
micrófono
y
pronunciará
unas
palabras.
Por
favor,
Mr.
Salvaje.
–
Miró
a
John
y le
dirigió
otra
de
sus
melifluas
sonrisas.
–
Diga
solamente
a
nuestros
lectores
por
qué
ha
venido
aquí.
Qué
le
indujo
a
marcharse
de
Londres
(¡al
habla,
Edzel!)
tan
precipitadamente.
Y
dígales
también
algo,
naturalmente,
del
látigo.
–
El
Salvaje
tuvo
un
sobresalto.
¿Cómo
se
habían
enterado
de
lo
del
látigo?
–
Todos
estamos
deseosos
de
saber
algo
de
ese
látigo.
Díganos
también
algo
acerca
de
la
Civilización.
Ya
sabe.
Lo
que
yo
opino
de
la
muchacha
civilizada.
Sólo
unas
palabras...
El
Salvaje
obedeció
con
desconcertante
exactitud.
Sólo
pronunció
cinco
palabras,
ni
una
sola
más;
cinco
palabras,
las
mismas
que
habían
dicho
a
Bernard
a
propósito
del
Archichantre
Comunal
de
Canterbury.
–
Háni,
sons
éso
tse
–
ná!
Y
agarrando
al
periodista
por
los
hombros,
le
hizo
dar
media
vuelta
(el
joven
se
reveló
apetitosamente
provisto
de
materia
carnosa
en
el
trasero),
tomó
puntería
y,
con
toda
la
fuerza
y la
precisión
de
un
campeón
de
fútbol,
soltó
un
puntapié
prodigioso.
Ocho
minutos
más
tarde,
una
nueva
edición
de
El
Radio
Horario
aparecía
en
las
calles
de
Londres.
Un
periodista
de
El
Radio
Horario
recibe
de
Mr.
Salvaje
un
puntapié
en
el
coxis,
decía
el
titular
de
la
primera
página.
Sensación
en
Surrey.
Y
sensación
en
Londres,
también,
pensó
el
periodista
a su
vuelta,
cuando
leyó
estas
palabras.
Y,
lo
que
era
peor,
una
sensación
muy
dolorosa.
Tuvo
que
tomar
asiento
con
mucha
cautela,
a la
hora
de
almorzar.
Sin
dejarse
amedrentar
por
la
contusión
preventiva
en
el
coxis
de
su
colega,
otros
cuatro
periodistas,
enviados
por
el
Times
de
Nueva
York,
El
Continuo
de
Cuatro
dimensiones
de
Francfort,
El
Monitor
Científico
Fordiano
y El
Espejo
Delta
visitaron
aquella
tarde
el
faro
y
fueron
recibidos
con
progresiva
violencia.
Desde
una
distancia
prudencial,
y
frotándose
todavía
las
doloridas
nalgas,
el
periodista
de
El
Monitor
Científico
Fordiano
gritó:
–
¡Pedazo
de
tonto!
¿Por
qué
no
toma
un
poco
de
soma?
–
¡Fuera
de
aquí!
–
contestó
el
Salvaje.
El
otro
se
alejó
unos
pasas,
y se
volvió.
–
El
mal
se
convierte
en
algo
irreal
con
un
par
de
gramos.
–
¡Kohakwa
iyathtokyai!
–
El
dolor
es
una
ilusión.
–
¿Ah,
sí?
–
dijo
el
Salvaje.
Y
agarrando
una
gruesa
vara
avanzó
un
paso.
El
enviado
de
El
Monitor
Científico
Fordiano
echó
a
correr
hacia
su
helicóptero.
A
partir
de
aquel
momento
el
Salvaje
gozó
de
paz
por
un
tiempo.
Llegaron
unos
cuantos
helicópteros
que
volaron
por
encima
de
la
torre,
inquisitivamente.
John
disparó
una
flecha
contra
el
que
más
se
había
acercado.
La
flecha
traspasó
el
suelo
de
aluminio
de
la
cabina;
se
oyó
un
agudo
gemido,
y el
aparato
ascendió
como
un
cohete
con
toda
la
rapidez
que
el
motor
logró
imprimirle.
Los
demás,
desde
aquel
momento,
mantuvieron
respetuosamente
las
distancias.
Sin
hacer
caso
de
su
molesto
zumbido
(el
Salvaje
se
veía
a sí
mismo
como
uno
de
los
pretendientes
de
la
Doncella
de
Mátsaki,
tenaz
y
resistente
entre
los
alados
insectos),
el
Salvaje
trabajaba
en
su
futuro
huerto.
Al
cabo
de
un
tiempo
los
insectos,
por
lo
visto,
se
cansaron,
y se
alejaron
volando;
durante
unas
horas,
el
cielo,
sobre
su
cabeza,
permaneció
desierto,
y,
excepto
por
las
alondras,
silencioso.
Hacía
un
calor
asfixiante,
y
había
aires
de
tormenta.
John
se
había
pasado
la
mañana
cavando
y
ahora
descansaba
tendido
en
el
suelo.
De
pronto,
el
recuerdo
de
Lenina
se
transformó
en
una
presencia
real,
desnuda
y
tangible,
que
le
decía:
¡Cariño!
y
¡Abrázame!,
con
sólo
las
medias
y
los
zapatos
puestos,
perfumada...
¡Impúdica
zorra!
Pero...
¡oh,
oh...!
Sus
brazos
en
torno
de
su
cuello,
los
senos
erguidos,
sus
labios...
La
eternidad
estaba
en
nuestros
labios
y en
nuestros
ojos.
Lenina...
¡No,
no,
no,
no!
El
Salvaje
saltó
sobre
sus
pies,
y,
desnudo
como
iba,
salió
corriendo
de
la
casa.
Junto
al
límite
donde
empezaban
los
brezales
crecían
unas
matas
de
enebro
espinoso.
John
se
arrojó
a
las
matas,
y
estrechó,
en
lugar
del
sedoso
cuerpo
de
sus
deseos,
una
brazada
de
espinas
verdes.
Agudas,
con
un
millar
de
puntas,
lo
pincharon
cruelmente.
John
se
esforzó
por
pensar
en
la
pobre
Linda,
sin
palabra
ni
aliento,
estrujándose
las
manos,
y en
el
terror
indecible
que
aparecía
en
sus
ojos.
La
pobre
Linda,
que
había
jurado
no
olvidar.
Pero
la
presencia
de
Lenina
seguía
acosándole.
Lenina,
a
quien
había
jurado
olvidar.
Aun
en
medio
de
las
heridas
y
los
pinchazos
de
las
agujas
de
los
enebros,
su
carne
recalcitrante
seguía
consciente
de
ella,
inevitablemente
real.
Cariño,
cariño...
si
también
tú
me
deseabas,
¿por
qué
no
lo
decías?
El
látigo
estaba
colgado
de
un
clavo,
detrás
de
la
puerta,
siempre
a
mano
ante
la
posible
llegada
de
periodistas.
En
un
acceso
de
furor,
el
Salvaje
volvió
corriendo
a la
casa,
lo
cogió
y lo
levantó
en
el
aire.
Las
cuerdas
de
nudos
mordieron
su
carne.
–
¡Zorra!
¡Zorra!
–
gritaba,
a
cada
latigazo,
como
si
fuese
a
Lenina
(¡y
con
qué
frecuencia,
aun
sin
saberlo,
deseaba
que
lo
fuera!),
blanca,
cálida,
perfumada,
infame,
a
quien
así
azotaba.
–
¡Zorra!
–
Y
después,
con
voz
de
desesperación
– :
¡Oh,
Linda,
perdóname!
¡Perdóname,
Dios
mío!
Soy
malo.
Soy
pérfido.
Soy...
¡No,
no,
zorra,
zorra!
Desde
su
escondrijo
cuidadosamente
construido
en
el
bosque,
a
trescientos
metros
de
distancia,
Darwin
Bonaparte,
el
fotógrafo
de
caza
mayor
más
experto
de
la
Sociedad
Productora
de
Films
para
los
sensoramas,
había
observado
todos
los
movimientos
del
Salvaje.
La
paciencia
y la
habilidad
habían
obtenido
su
recompensa.
Darwin
Bonaparte
se
había
pasado
tres
días
sentado
en
el
interior
del
tronco
de
un
roble
artificial,
tres
noches
reptando
sobre
el
vientre
a
través
de
los
brezos,
ocultando
micrófonos
en
las
matas
de
aliaga,
enterrando
cables
en
la
blanda
arena
gris.
Setenta
y
dos
horas
de
suprema
incomodidad.
Pero
ahora
había
llegado
el
gran
momento,
el
más
grande
desde
que
había
tomado
las
espeluznantes
vistas
estereoscópicas
de
la
boda
de
unos
gorilas.
Espléndido
–
se
dijo,
cuando
el
Salvaje
empezó
su
número.
–
¡Espléndido!
Mantuvo
sus
cámaras
telescópicas
cuidadosamente
enfocadas,
como
pegadas
con
cola
a su
móvil
objetivo;
les
aplicó
un
telescopio
más
potente
para
captar
un
primer
plano
del
rostro
frenético
y
contorsionado
(¡admirable!);
filmó
unos
instantes
a
cámara
lenta
(un
efecto
cómico
exquisito,
se
prometió
a sí
mismo),
y,
entretanto,
escuchó
con
deleite
los
golpes,
los
gruñidos
y
las
palabras
furiosas
que
iban
grabándose
en
la
pista
sonora
del
film;
probó
el
efecto
de
una
ligera
amplificación
(así,
decididamente,
resultaba
mejor);
le
encantó
oír,
en
un
breve
momento
de
pausa,
el
agudo
canto
de
una
alondra;
deseó
que
el
Salvaje
se
volviera
para
poder
tomar
un
buen
primer
plano
de
la
sangre
en
su
espalda...
y
casi
inmediatamente
(¡vaya
suerte!)
el
complaciente
muchacho
se
volvió,
y el
fotógrafo
pudo
tomar
a la
perfección
la
vista
que
deseaba.
¡Bueno,
ha
sido
estupendo!
–
se
dijo,
cuando
todo
hubo
acabado.
–
¡De
primera
calidad!
Se
secó
el
rostro
empapado
en
sudor.
Cuando
en
los
estudios
le
hubiesen
añadido
los
efectos
táctiles,
resultaría
una
película
perfecta.
Casi
tan
buena,
pensó
Darwin
Bonaparte,
como
La
vida
amorosa
del
cachalote.
¡Lo
cual,
por
Ford,
no
era
poco
decir!
Doce
días
más
tarde,
El
Salvaje
de
Surrey
se
había
estrenado
ya y
podía
verse,
oírse
y
palparse
en
todos
los
palacios
de
sensorama
de
primera
categoría
de
la
Europa
occidental.
El
efecto
del
film
de
Darwin
Bonaparte
fue
inmediato
y
enorme.
La
tarde
que
siguió
a la
noche
del
estreno,
la
rústica
soledad
de
John
fue
interrumpida
bruscamente
por
la
llegada
de
un
vasto
enjambre
de
helicópteros.
John
estaba
cavando
en
su
huerto;
y
cavando
también
en
su
propia
mente,
revolviendo
la
sustancia
de
sus
pensamientos.
La
muerte...
e
hincaba
su
azada
una
y
otra
vez...
Y
todos
nuestros
ayeres
han
iluminado
para
los
necios
el
camino
hacia
la
polvorienta
muerte.
Un
trueno
convincente
rugía
a
través
de
estas
palabras.
John
levantó
una
palada
de
tierra.
¿Por
qué
había
muerto
Linda?
¿Por
qué
la
había
dejado
perder
progresivamente
su
condición
humana,
y al
fin...?
El
Salvaje
sintió
un
escalofrío...
Y al
fin
se
había
convertido
en...
una
buena
carroña
para
besar...
Apoyó
el
pie
en
el
borde
de
la
pala
y la
hincó
profundamente
en
el
suelo.
Somos
para
los
dioses
como
moscas
en
manos
de
chiquillos
caprichosos;
nos
matan
como
en
un
juego.
Otro
trueno;
palabras
que
por
sí
mismas
se
proclamaban
verdaderas;
más
verdaderas,
en
cierto
modo,
que
la
misma
verdad.
Y,
sin
embargo,
el
mismo
Gloucester
los
había
llamado
dioses
eternamente
amables.
Además,
el
mejor
de
los
descansos
es
el
sueño;
y tú
a
menudo
lo
buscas;
sin
embargo,
temes
torpemente
la
muerte,
que
es
la
misma
cosa.
Lo
que
había
sido
un
zumbido
por
encima
de
su
cabeza
convirtióse
en
un
rugido;
y,
de
pronto,
John
se
encontró
a la
sombra.
Algo
se
había
interpuesto
entre
el
sol
y
él.
Sobresaltado,
levantó
los
ojos
de
su
tarea
y de
sus
pensamientos;
levantó
los
ojos
como
deslumbrado,
con
la
mente
vagando
todavía
por
aquel
otro
mundo
de
palabras
más
verdaderas
que
la
misma
verdad,
concentrada
todavía
en
las
inmensidades
de
la
muerte
y la
divinidad;
levantó
los
ojos
y
vio,
encima
de
él,
muy
cerca,
el
enjambre
de
aparatos
voladores.
Llegaron
como
una
plaga
de
langostas,
permanecieron
suspendidos
en
el
aire
y,
al
fin,
se
posaron
sobre
los
brezales,
a su
alrededor.
De
los
vientres
de
aquellas
langostas
gigantescas
surgían
hombres
con
pantalones
blancos
de
franela
de
viscosa,
y
mujeres
(porque
hacía
calor)
en
pijama
de
shantung
de
acetato,
o
pantalones
cortos
de
velvetón
y
blusas
sin
mangas,
muy
escotadas...
Una
pareja
de
cada
aparato.
En
pocos
minutos
había
docenas
de
ellos,
de
pie,
formando
un
espacioso
círculo
alrededor
del
faro
mirando,
riendo,
disparando
sus
cámaras
fotográficas,
arrojándole
(como
a un
mono)
cacahuetes,
paquetes
de
goma
de
mascar
de
hormona
sexual,
galletitas
panglandulares.
Y
constantemente
–
porque
ahora
la
corriente
de
tráfico
fluía
incesante
por
encima
de
Hog's
Back
–
su
número
iba
en
aumento.
Como
en
una
pesadilla,
las
docenas
se
convirtieron
en
veintenas,
y
las
veintenas
en
centenares.
El
Salvaje
se
había
retirado
buscando
cobijo,
y
ahora,
en
la
actitud
de
un
animal
acorralado,
permanecía
de
pie,
de
espaldas
al
muro
del
faro,
mirando
aquellas
caras
con
expresión
de
mudo
horror
como
un
hombre
que
hubiese
perdido
el
juicio.
El
impacto
en
su
mejilla
de
un
paquete
de
chicle
bien
dirigido
lo
sacó
de
su
estupor
para
devolverle
a la
realidad.
Un
dolor
agudo,
y
despertó
del
todo,
en
una
explosión
de
ira.
–
¡Fuera!
–
gritó.
El
mono
había
hablado;
estallaron
risas.
–
¡Viva
el
buen
Salvaje!
¡Viva!
¡Viva!
Y
entre
aquella
babel
de
gritos,
John
oyó:
–
¡El
látigo,
el
látigo,
el
látigo!
Obedeciendo
a la
sugestión
de
la
palabra,
John
descolgó
el
atajo
de
cuerdas
de
nudos
de
su
clavo,
detrás
de
la
puerta,
y lo
agitó,
como
amenazando
a
sus
verdugos.
Brotó
un
clamor
de
irónico
entusiasmo.
John
avanzó
amenazadoramente
hacia
ellos.
Una
mujer
chilló
asustada.
La
línea
de
mirones
osciló
en
el
punto
amenazado
más
inmediatamente,
pero
recobró
la
rigidez
y
aguantó
firme.
La
conciencia
de
contar
con
la
superioridad
numérica
prestaba
a
aquellos
mirones
un
valor
que
el
Salvaje
no
se
había
supuesto.
–
¿Por
qué
no
me
dejáis
en
paz?
En
su
ira
había
un
leve
matiz
quejumbroso.
–
¿Quieres
unas
almendras
saladas
al
magnesio?
–
dijo
el
hombre
que,
caso
de
que
el
Salvaje
siguiera
avanzando,
había
de
ser
el
primero
en
ser
atacado.
Y
agitó
una
bolsita.
–
Son
estupendas,
¿sabes?
–
agregó,
con
una
sonrisa
propiciatoria
y
algo
nerviosa.
– Y
las
sales
de
magnesio
te
mantendrán
joven.
–
¿Qué
queréis
de
mí?
–
preguntó,
volviéndose
de
un
rostro
sonriente
a
otro.
–
¿Qué
queréis
de
mí?
–
¡El
látigo!
–
contestó
un
centenar
de
voces,
confusamente.
–
Haz
el
número
del
látigo.
Queremos
ver
el
número
del
látigo.
Entonces
un
grupo
situado
a un
extremo
de
la
línea
empezó
a
gritar
al
unísono
y
rítmicamente:
–
¡El
lá–ti–go!
¡El
lá–ti–go!
¡El
lá–ti–go!
¡El
lá–ti–go!
¡El
lá–ti–go!
Gritaban
todos
a la
vez;
y,
embriagados
por
el
ruido,
por
la
unanimidad,
por
la
sensación
de
comunión
rítmica,
daban
la
impresión
de
que
hubiesen
podido
seguir
gritando
así
durante
horas
enteras,
casi
indefinidamente.
Pero
a la
vigésimo
quinta
repetición
se
produjo
una
súbita
interrupción.
Otro
helicóptero
procedente
de
la
dirección
de
Hog's
Back,
permaneció
unos
segundos
inmóvil
sobre
la
multitud
y
luego
aterrizó
a
pocos
metros
de
donde
se
encontraba
de
pie
el
Salvaje,
en
el
espacio
abierto
entre
la
hilera
de
mirones
y el
faro.
El
rugido
de
las
hélices
ahogó
momentáneamente
el
griterío;
después,
cuando
el
aparato
tocó
tierra
y
los
motores
enmudecieron,
los
gritos
de:
¡El
látigo!
¡El
látigo!
se
reanudaron,
fuertes,
insistentes,
monótonos.
La
puerta
del
helicóptero
se
abrió,
y de
él
se
apearon
un
joven
rubio,
de
rostro
atezado,
y
después
una
muchacha
que
llevaba
pantalones
cortos
de
pana
verde,
blusa
blanca
y
gorrito
de
jockey.
Al
ver
a la
muchacha,
el
Salvaje
se
sobresaltó,
retrocedió,
y su
rostro
se
cubrió
de
súbita
palidez.
La
muchacha
se
quedó
mirándole,
sonriéndole
con
una
sonrisa
incierta,
implorante,
casi
abyecta.
Pasaron
unos
segundos.
Los
labios
de
la
muchacha
se
movieron;
debía
de
decir
algo;
pero
el
sonido
de
su
voz
era
ahogado
por
los
gritos
rítmicos
de
los
curiosos,
que
seguían
vociferando
su
estribillo.
–
¡El
lá–ti–go!
¡El
lá–ti–go!
La
muchacha
se
llevó
ambas
manos
al
costado
izquierdo,
y en
su
rostro
de
muñeca,
aterciopelado
como
un
melocotón,
apareció
una
extraña
expresión
de
dolor
y
ansiedad.
Sus
ojos
azules
parecieron
aumentar
de
tamaño
y
brillar
más
intensamente;
y,
de
pronto,
dos
lágrimas
rodaron
por
sus
mejillas.
Volvió
a
hablar,
inaudiblemente;
después,
con
un
gesto
rápido
y
apasionado,
tendió
los
brazos
hacia
el
Salvaje
y
avanzó
un
paso.
–
¡El
lá–ti–go!
¡El
Látigo!
Y,
de
pronto,
los
curiosos
consiguieron
lo
que
tanto
deseaban.
–
¡Ramera!
El
Salvaje
había
corrido
al
encuentro
de
la
muchacha
como
un
loco.
¡Zorra!,
había
gritado,
como
un
loco,
y
empezó
a
azotarla
con
su
látigo
de
cuerdas
de
nudos.
Aterrorizada,
la
joven
se
había
vuelto,
disponiéndose
a
huir,
pero
había
tropezado
y
caído
al
suelo.
–
¡Henry,
Henry!
–
gritó.
Pero
su
atezado
compañero
se
había
ocultado
detrás
del
helicóptero,
poniéndose
a
salvo.
Con
un
rugido
de
excitación
y
delicia,
la
línea
se
quebró
y se
produjo
una
carrera
convergente
hacia
el
centro
magnético
de
atracción.
El
dolor
es
un
horror
que
fascina.
–
¡Quema,
lujuria,
quema!
–
¡Oh,
la
carne!
El
Salvaje
rechinó
los
dientes.
Esta
vez
el
látigo
cayó
sobre
sus
propios
hombros.
–
¡Mátala!
¡Mátala!
Arrastrados
por
la
fascinación
del
horror
que
produce
el
espectáculo
del
dolor,
e
impelidos
íntimamente
por
el
hábito
de
cooperación,
por
el
deseo
de
unanimidad
y
comunión
que
su
condicionamiento
había
hecho
arraigar
en
ellos,
los
curiosos
empezaron
a
imitar
el
frenesí
de
los
gestos
del
Salvaje,
golpeándose
unos
a
otros
cada
vez
que
éste
azotaba
su
propia
carne
rebelde
o
aquella
regordeta
encarnación
de
la
torpeza
carnal
que
se
retorcía
sobre
la
maleza,
a
sus
pies.
–
¡Mátala,
mátala,
mátala!
–
seguía
gritando
el
Salvaje.
Después,
de
pronto,
alguien
empezó
a
cantar:
Orgía–Porfía,
y al
cabo
de
un
instante
todos
repetían
el
estribillo
y,
cantando,
habían
empezado
a
bailar.
Orgía–Porfía,
vueltas
y
más
vueltas,
pegándose
unos
a
otros
al
compás
de
seis
por
ocho.
Orgía–Porfía...
Era
más
de
medianoche
cuando
el
último
helicóptero
despegó.
Obnubilado
por
el
soma,
y
agotado
por
el
prolongado
frenesí
de
sensualidad,
el
Salvaje
yacía
durmiendo
sobre
los
brezos.
El
sol
estaba
muy
alto
cuando
despertó.
Permaneció
echado
un
momento,
parpadeando
a la
luz,
como
un
mochuelo,
sin
comprender;
después,
de
pronto,
lo
recordó
todo.
Se
cubrió
los
ojos
con
una
mano.
Aquella
tarde
el
enjambre
de
helicópteros
que
llegó
zumbando
a
través
de
Hog's
Back
formaba
una
densa
nube
de
diez
kilómetros
de
longitud.
–
¡Salvaje!
–
llamaron
los
primeros
en
llegar.
–
¡Mr.
Salvaje!
No
hubo
respuesta.
La
puerta
del
faro
estaba
abierta.
La
empujaron
y
penetraron
en
la
penumbra
del
interior.
A
través
de
un
arco
que
se
abría
en
el
otro
extremo
de
la
estancia
podían
ver
el
arranque
de
la
escalera
que
conducía
a
las
plantas
superiores.
Exactamente
bajo
la
clave
del
arco
se
balanceaban
unos
pies.
–
¡Mr.
Salvaje!
–
Lentamente,
muy
lentamente,
como
dos
agujas
de
brújula,
los
pies
giraban
hacia
la
derecha:
Norte,
Nordeste,
Este,
Sudeste,
Sur,
Sudsudoeste;
después
se
detuvieron,
y,
al
cabo
de
pocos
segundos,
giraron,
con
idéntica
calma,
hacia
la
izquierda:
Sudsudoeste,
Sur,
Sudeste,
Este... |