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DIVULGACIÓN CULTURAL

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MÚSICA
 
Myriam Toker
Rigoletto un monstruo de dos padres
 

En el presente trabajo se presentará al personaje Rigoletto de la ópera homónima de Giuseppe Verdi como eje central del análisis de su función dramática como personaje teatral y musical. 

En Materiales de trabajo y puntos de partida se divide la información preliminar en dos grandes ejes:

1-Los autores y sus obras. Vidas y censuras paralelas

Se trata de dar a conocer la reflexión que parte del análisis de partitura y obra de teatro a la luz de sus procesos de producción y su coyuntura histórica y documentación al respecto.

2- El argumento defiende al argumento: de qué se trata Rigoletto

Se presentan materiales de lectura relativos a esta ópera y a su original teatral, y un resumen de este último tomado de Víctor Hugo.

En el cuerpo del trabajo propiamente dicho, “Rigoletto, un monstruo de dos padres” (Cómo el personaje romántico de Destino atraviesa el Melodrama), se establecen varias aproximaciones al personaje: su delimitación dramática en la obra de Verdi, su comportamiento como personaje de Destino, su tratamiento musical y las consecuencias dramáticas y expresivas, la función de la deformidad en el teatro Romántico y su multiplicidad significativa en Hugo y Verdi, la travesía de monstruo a hombre de Rigoletto, su ubicuidad en el contexto dramático romántico, y reflexiones acerca de la maldición como línea que une en sus extremos a dos padres.  

Materiales de trabajo y puntos de partida

1-Los autores y sus obras. Vidas y censuras paralelas

“Rigoletto”: ópera en tres actos; música compuesta por Giuseppe Verdi (1813 -1901) con libreto de Francesco Maria Piave (basado en la obra teatral "Le Roi s'amuse" de Víctor Hugo). Estrenada en el teatro  La Fenice de Venecia el 11 de marzo de 1851.

Para adentrarse en el estudio del personaje Rigoletto que da título a la ópera de Giuseppe Verdi, es menester no sólo conocer la ópera y haber leído el libreto (1). También resulta esencial la lectura de “El Rey se Divierte” de Víctor Hugo (2) y especialmente de su Prefacio. Consideramos que Rigoletto tiene varias fuentes, y dos paternidades artísticas e históricas. Si de Víctor Hugo puede obtenerse el texto de la obra de teatro y el develador Prefacio, de su historia personal  pueden obtenerse otras perspectivas de marco para la comprensión de su “Le Roi s’amuse”. Ésta es una entre tantas armas de su política artística o de su arte político, y una entre tantas de su estudio sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, valores que son su bastidor y en el que estudia lo monstruoso una y otra vez, desde su “El hombre que reía”, su “Nuestra Señora de París”, y la sociedad monstruosa de “Los Miserables”, entre otros.

Así Verdi toma un tema ya maduro de manos de otro autor y lo hace su causa. No su tema, no su inspiración, sino su causa. Y veremos cómo, frente a idénticos obstáculos, este segundo alumbramiento del Triboulet de Hugo devenido Rigoletto, emerge fortalecido por el pasaje de texto, espacio y medio: la música opera como metalenguaje, no roba sino que hace presente al sentido, lo aparece. No evoca, materializa. 

Quien se tome el trabajo de compararlas, verá la honestidad verdiana a la hora de trabajar con una obra ya estrenada en teatro. Hugo había manifestado cierta disconformidad con el anterior trabajo de Verdi en “Ernani”, pero le convencía que el músico italiano tomara su “Le Roi s’amuse” porque creía que se trataría de una ópera bufa.

No obstante, la obra de Verdi parece haber coronado las intenciones dramáticas y políticas de Víctor Hugo, otorgándoles con su música un dramatismo que lejos de transformarla en una obra diferente, confiere a cada personaje una materialidad sólo comparable a lo escultórico.

Hay entre ambos autores un prodigioso paralelo, en principio, de estilo. Ambos autores de romanticismo político, ambos herederos del llamado teatro de melodrama.

Víctor Hugo hereda un teatro en ciernes de cambio en una sociedad convulsionada. No duda en hacer de su obra un instrumento político para educar al pueblo y propiciar no sólo un viraje artístico sino social y político. Enconados seguidores de un rancio teatro francés clásico  lo atacan y conspiran contra sus obras. Sus prefacios, más que nutrirse de la necesidad de preparar al lector para la obra, se anticipan a la crítica y son verdaderos libelos en contra de la servidumbre artística a un poder corrupto.  Su obra manifiesta en el arte un combate que librara políticamente la burguesía revolucionaria contra la aristocracia. 

Víctor Hugo usa la escena y el papel como campo de batalla y no siempre gana. “Le Roi s’amuse”, basada en la vida del Rey Francisco I de Francia (1494-1547, amigo y mecenas de Leonardo Da Vinci, a quien compró su Gioconda para decorar un baño) es censurada al otro día de su estreno. Él mismo, luego de una actuación política directa y comprometida, pasa casi dos décadas en el exilio.

El autor francés piensa y deja constancia en obra de arte, ensayos y discursos, que el arte, la sociedad y la política son un todo.  El signo de su tiempo, marcado por la frase  «Libertad en el arte y en la política» da lugar a que Hugo haga de su arte militancia, y de su militancia una responsabilidad personal y directa.

La elección del drama histórico le da la posibilidad de lograr una exitosa empatía con el imaginario social. Su obra no es de revisión histórica, es más una dinámica que toma la anécdota histórica para producir catarsis. Abandona el drama burgués para internar a su público en otra coyuntura en la que éste es obrante, pensante, parte integral. Y la estructura del melodrama es dinámica a su deseo como creador.

Sus prefacios son aleccionadores y dan luz acerca de la preocupación de Víctor Hugo por preparar una nueva clase de espectador, educado y crítico, abierto a una nueva poética que le quite su cómodo aburguesamiento y lo invite a secundar un teatro de creación de conciencia. Hugo convoca al compromiso artístico y político de los sectores sociales,  baste citar el valioso prefacio a “Le Roi s’amuse”: “«(...)hombres de arte, abandonemos nuestro trabajo tranquilo y solitario y vayamos a confundirnos (...) con el público irreverente y burlón que (...) ve pasar entre silbidos a pobres diablos políticos (...)».

El valor y la actualidad de cada palabra de este prefacio, que defiende la libertad de expresión y representación y desenmascara los vericuetos de la censura, es material imprescindible para la comprensión de su obra toda, y especialmente de “Le roi s’amuse”.

De Verdi, baste con decir que si no fue el protagonista del Risorgimento italiano, del llamado a la unidad italiana, por lo menos su obra y su nombre fueron una de las fuerzas convocantes esenciales. El coro de los Esclavos Hebreos “Va, Pensiero” de la ópera Nabucco fue el himno de los italianos contra la opresión monárquica extranjera. Con los Borbones aún controlando Nápoles, en toda Italia se leía un graffiti de los nacionalistas: “VIVA VERDI”, no sólo como reconocimiento del apoyo del autor a la causa, sino como acróstico: VIVA Vittorio Emmanuele Re D'Italia”. Aquél fue el Verdi en su época y en su coyuntura. Pero el maestro de la ópera italiana es, en perspectiva, más que eso. 

El pensador Isaíah Berlin le dice a su amigo Stephen Spender (3) en 1935: “Wagner  era uno de esos artistas incapaces de sentir emoción directamente. Tenía que preguntarse: ‘¿Qué es la pasión erótica?’,  ‘¿Qué son los celos?’, para después dedicarse a construir una paráfrasis musical de emociones que no podía sentir de primera mano. Mientras que Verdi llega al corazón directamente, porque él mismo sentía las emociones y no le hacía falta parafrasear”.

Verdi mismo, en carta a su amigo Piave, declara: “Estoy abierto a todos los géneros, menos al género aburrido”. Y en otra carta, el 21 de abril de 1848, le dice: “La hora de la liberación ha llegado, persuádete. Es el pueblo que la desea. ¡Y cuando el pueblo quiere, no hay poder absoluto que pueda oponerle resistencia! Podrán hacer, podrán bregar todo lo que quieran, los que pretenden ser necesarios por la fuerza, pero no lograrán despojar al pueblo de sus derechos. Sí, sí, en pocos años más, acaso en unos meses, Italia será libre, una, republicana”.

Isaíah Berlin (4) tomó como  prototipo de autor ingenuo a Verdi, en contraposición con el paradigma de autor sentimental que para él sería Wagner, siguiendo la línea de “ingenuos y sentimentales” planteada por Friedrich Schiller. Dijo: “Las ideas políticas de Verdi ayudan a entender el espíritu de algunas de sus óperas. Uno debe entender el concepto central de una obra de arte, no sólo disfrutarla. Veamos el ejemplo de ‘Rigoletto’. Tiene dos ideas centrales : la relación entre padre e hija, y el disgusto con los príncipes renacentistas arbitrarios y crueles. Así que las dos ideas son republicanismo y humanismo. Si no se entiende esto, entonces la ópera es simplemente una sucesión de sonidos musicales.(…) Verdi es ‘ingenuo’ en el sentido de Schiller, es decir, un artista que crea naturalmente, que no está angustiado por el trágico desorden de la vida, que no busca la salvación en el arte, que no está atormentado. Verdi fue un genio maravilloso que creó en forma natural como Homero, Shakespeare y tal vez Goethe”. (5)

 La experiencia de escuchar música es un arte y un oficio, no sólo un esparcimiento. Isaíah Berlin, además de académico y pensador, hizo de su activa escucha musical un legado de educación del espectador.

 El medio siglo de supremacía simbólica en el sentimiento nacional italiano de Verdi no es lo que le da hoy su vigencia, porque no todos nosotros conocemos el marco histórico en el que su obra vio la vida. Porque como dice Juan Antonio González Fuentes acerca del Verdi histórico y de la vigencia de su arte: (6) "…su música no requiere que nosotros lo sepamos, como sucedería si se tratase de un artista sentimental. Cualquiera que conozca las pasiones humanas primarias: el amor paternal y el horror hacia la humillación de los hombres por otros hombres en una sociedad deshumanizada, comprenderá Rigoletto; la percepción de un hombre destruido por los celos es suficiente para entender a Otello... El arte de Verdi (…) es objetivo, directo y en armonía con las convenciones que lo gobiernan. Brota de una íntegra unidad interna, un sentido de pertenencia a su propio tiempo, su sociedad, su ambiente, que excluye la nostalgie de l'infini, la concepción del arte como terapia, que se encuentra en el corazón de lo que Schiller llama sentimentalisch (7), que utiliza la música como una forma más o menos mesiánica de renacimiento del espíritu”.

La convención del melodrama y la coyuntura política obligan a Verdi a tomar la materia misma de la vida y forzarla en su expresión de modo directo, casi despiadado. Como legado de esta fusión exaltada tenemos hoy al cine. Verdi amaba las fórmulas efectivas, y dejó escrita la receta: “Lo que se requiere por encima de todo es musicalidad: fuego, espíritu, vigor, entusiasmo”.

“¡Pasión! “¡Pasión!” le pedía a su libretista, Francesco Maria Piave. Verdi logra imponer no la ópera como drama, sino el drama como ópera, y de allí su insistencia con autores como Víctor Hugo , Friedrich Schiller (Don Carlo, I Masnadieri, Luisa Miller, su adaptación de “Don Alvaro o la fuerza del sino”, de Ángel de Saavedra Rivas para La Forza del Destino ) o William Shakespeare (Rey Lear, Macbeth, Falstaff, tomado de sus “Comadres de Windsor” y “Enrique IV”, y  Otello), Lord Byron (I due Foscari, Il Corsaro).

Al igual que Víctor Hugo, las ideas políticas de Verdi ayudan a entender la esencia de algunas de sus óperas, porque él ya transita un arte en el que el espectador debe entender el concepto central de la obra, no sólo disfrutarla. Y en su Rigoletto no hace sino plasmar la oposición de ideas republicanismo – humanismo.

Así fue que su Rigoletto, encontraría, tres meses antes del estreno –momento en el que aún llevaba el título “La Maledizione”-, un veto del libreto por parte de la censura, transmitido en un comunicado que decía: “El gobernador militar de Venecia, señor Gorzowski, deplora que el poeta Piave y el célebre músico Verdi no hayan sabido escoger otro campo para hacer brotar sus talentos, que el de la repugnante inmoralidad y obscena trivialidad del argumento del libreto titulado La Maledizione. Su Excelencia ha dispuesto pues, vetar absolutamente la representación y desea que yo advierta a esta Presidencia de abstenerse de cualquier ulterior insistencia al respecto...”

Leyendo atentamente el prefacio a “Le Roi s’amuse” de Víctor Hugo, se conoce que la censura francesa se valió de la misma artimaña a la hora de prohibir la obra: acusación de inmoralidad. Cabe señalar que Víctor Hugo documentó seriamente su obra. Como todo autor teatral, si su trabajo es histórico no es crónica sino metáfora. Como curiosidad, queremos señalar que fue el mismo Francisco I quien escribió en el muro de su palacio el graffiti que rezaba "La mujer es cambiante" y que, con el mismo olfato de Hugo, tomará luego Verdi para componer una de las más memorables arias de ópera de su producción: “La donna é mobile”.

Así el Rigoletto trasladó la acción original de la corte de Francia a una corte menor de Italia, y el Rey pasó a ser Duque. Los nombres originales debieron ser cambiados, y Triboulet pasó a ser Rigoletto, Blanca se hizo Gilda, y una nueva onomástica italiana se impuso aplacando los temores de las autoridades venecianas. Se cambian dos escenas para que el personaje noble no quede tan expuesto en su indecencia: la escena del rapto y violación de Blanca y la del Rey entrando a la taberna –ya  no entra por propia voluntad, sino por motivos casuales.

Verdi, Piave y el secretario del teatro La Fenice, Guglielmo Brenna, firman un acta de acuerdo con los censores peticionantes, y ninguno de los cambios logró atenuar el mensaje original de Víctor Hugo, agigantado por el genial uso de la estructura melodramática verdiana.

2- El argumento defiende al argumento: de qué se trata Rigoletto.

No encontramos mejor exposición de los núcleos y procesos narrados en “Rigoletto” y en los cambios forzados impuestos a Verdi por la censura, que la síntesis planteada por el propio Víctor Hugo en su prefacio a “Le Roi s’amuse”. (8) Luego del texto transcripto, se detallan los personajes y la situación temporoespacial en la obra de Verdi.

“…¿Que la obra es inmoral? Vamos a verlo. Veamos primero si es inmoral en el fondo.  Triboulet es deforme, está enfermo, es bufón de palacio, y esta triple miseria que le envuelve le convierte en malvado.  Triboulet odia al Rey porque es Rey, a los señores porque son señores y a los hombres porque no han nacido con una joroba en la espalda como él. Su único pasatiempo consiste en trabajar para que choquen los señores contra el Rey, y que perezca el más débil víctima del más fuerte. Deprava al Rey, lo corrompe,  le embrutece y le empuja hacia la tiranía, hacia la ignorancia y hacia el vicio; le introduce en medio de las familias de los nobles, señalándole con el dedo la esposa que puede seducir, la hermana que puede robar, la hija que puede perder. El Rey, en manos de Triboulet, no es más que un polichinela todopoderoso, que amarga todas las existencias que el bufón se empeña en deshonrar. Un día, en medio de una fiesta, cuando Triboulet induce al Rey a robar a la mujer de M. de Cossé, llega hasta el monarca Saint-Vallier  y le reprocha en alta voz la deshonra de Diana de Poitiers: Triboulet insulta y escarnece a este padre a quien el Rey ha robado la hija. De aquí arranca todo el asunto del drama. Su verdadero asunto es la maldición de Saint-Vallier. Triboulet es hombre, es padre y tiene una hija que ama con todo su corazón. Todo el interés del drama estriba en que Triboulet tiene una hija, que oculta a todo el mundo en un barrio desierto y en una casa solitaria. Cuanto más hace que corra por la ciudad el contagio del escándalo y del vicio, tanto más aislada y oculta tiene a su hija, a la que educa en la inocencia, en la fe y en el pudor. Le inquieta el temor de que se pervierta, porque él, que es perverso, sabe lo que sufre el que no es bueno. Pues bien, la maldición del anciano alcanzará a Triboulet en la única cosa que ama en el mundo, en su hija, y éste se verá castigado por la Providencia del mismo modo que Saint-Vallier. Cuando verá a su hija deshonrada y rendida, tenderá al Rey un lazo para vengarla, pero también en este lazo caerá su hija. Triboulet tiene dos discípulos: el Rey y su hija: al Rey lo arrastra al vicio y a Blanca la encamina hacia la virtud. El uno pierde al otro: el bufón quiere robar para el Rey la esposa de M. de Cossé, y roba a su propia hija; quiere asesinar al Rey para vengarla y es su hija la que recibe la puñalada. El castigo no se detiene en la mitad del camino; la maldición del padre de Diana cae de lleno sobre el padre de Blanca. No nos toca a nosotros decidir si este enredo encierra interés dramático; pero es claro, es evidente, es indudable que entraña una idea moral. En el fondo de algunas ideas del autor se ve la fatalidad, pero en el fondo de ésta se ve la Providencia.”(…) “(El autor) no duda que triunfará y que se levantará el estado de sitio en la ciudad literaria lo mismo que en la ciudad política”

En la obra de Verdi los personajes y el espacio son los siguientes:

    * DUQUE de Mantua (tenor lírico)

    * RIGOLETTO, bufón del Duque (barítono dramático)

    * GILDA, hija de Rigoletto (soprano lírica o soprano ligera)

    * GIOVANNA, doncella de Gilda (mezzosoprano)

    * SPARAFUCILE, sicario (bajo)

    * MAGDALENA, hermana de Sparafucile (mezzosoprano o contralto)

    * CONDE MONTERONE, noble (barítono)

    * CONDE CEPRANO, noble (bajo)

    * MARULLO, cortesano (barítono)

    * BORSA (barítono)

    * Coro de cortesanos, sirvientes, comparsa.

La acción se desarrolla en la ciudad de Mantua (Italia), durante el siglo XVI.

Rigoletto, un monstruo de dos padres

(Cómo el personaje romántico de Destino atraviesa el Melodrama)

Rigoletto no es un personaje arquetípico, sino un carácter escondido en lo arquetípico, del que Verdi capta, esencialmente, esto. No hay bufonada en su representación musical, bien por el contrario. Pregúntese al cantante que ha tenido la responsabilidad de protagonizarlo: la dicotomía cuerpo deforme/voz no característica es una de las más difíciles de resolver. Rigoletto canta con voz de personaje de héroe romántico, no es caracterizado ni en su sonido vocal ni en la orquestación. De modo que, de entrada, tenemos a Verdi que maneja y conoce la dicotomía planteada por Hugo: este Rigoletto no es un arquetipo, éste es un hombre con sentimientos de hombre que necesitará de una paleta musical propia y única.

Mientras las paletas musicales de los personajes característicos son siempre evocativas y acuden a la fórmula de asociación (orquestaciones fácilmente reconocibles en su pintura hilarante), la de Rigoletto encierra la fórmula característica en un planteo orquestal dramático en el que el color hilarante resulta en un contraste patético inesperado. Recordemos a las tres Brujas de Dido y Eneas, de Henry Purcell, a la Bruja de Hänsel y Gretel de Engelbert Humperdinck como ejemplo de vocalidad característica.

Para su personaje de Rigoletto Verdi elige una tesitura vocal grave y conduce la línea vocal por exigencias únicas y novedosas en la cuerda del Barítono. Fuerza su zona aguda y lo obliga a una invasión al terreno de expresividad que había sido reinado del tenor hasta entonces, favoreciendo con ello el lirismo de los dúos con su hija. Impone a una cuerda recia y rígida las dinámicas de cuerdas más agudas, el uso de medias voces, el ligado, la emisión a veces clara y ligera que hasta entonces caracterizaba al héroe romántico. No le ahorra lo propio de su característica vocal, el patetismo, la grandiosidad. Pero agrega a una cuerda de barítono asociada por el oyente con la autoridad y a veces la impiedad regal, la sorpresiva obligación técnica de “enternecer” la voz –en la reflexión, en el amor, en el dolor, en el monólogo perplejo y arrepentido- confiriéndole a la parte cantada una dotación de “humanidad”, una característica mutante idéntica a la del personaje mismo de Hugo.

Así trata Verdi a este  personaje complejo, en el que la monstruosidad juega un papel lábil, difícil de asir. Un personaje que es más portal de aberraciones, que señala, reflexiona y ve. Pero que no siempre es “lo monstruoso”. Pues es su propia mirada –sin la cual lo monstruoso no existiera- la que da cuenta de la anormalidad no sólo propia, sino de su propio marco de pertenencia: los otros hombres, la corte, el rey, el mundo que se burla de él y del que él se burla. En este ir y venir es así un portal, un pivotante que, en tanto monstruo, si es mirado es inconsciente de sí, y en tanto testigo es un hombre que siente parálisis ante un monstruo mayor que él: el destino.

 Analizarlo siguiendo la pauta del personaje de destino devela varias de sus complejas aristas. Lo que hace de este bufón un carácter y un protagonista, alejándolo del arquetipo y diseñándolo con líneas propias, es que siendo bufón y haciendo reír, se hace también odiar y atrae para sí un destino trágico. Y más interesante aún es que, a pesar de sus costados malignos, logra lo que el héroe: la identificación del espectador y el duelo por su pesar.

Rigoletto, de profesión bufón de corte, es un jorobado resentido y malicioso. Instiga la maldad, el libertinaje y el crimen. Se ríe y hace profesión del reírse de los débiles, es intrigante y vengativo. Creeríamos que un hombre de tales características, que ni piedad de sí mismo tiene, que hace de su deformidad su primer motivo de burla, quedando así libre de vergüenza y accediendo impune al poder de escarnio sobre los demás, no tiene miedo. Su “In testa che avete, signor di Ceprano?” (¿Qué tiene en la cabeza, Señor de Ceprano?) del Acto Primero, proferido al noble Ceprano mientras la mujer de éste entra a un aposento con el Duque en plena fiesta, seguido de una brillantísima irrupción de la orquesta que remarca lo siniestro de la pregunta, da cuenta de la impunidad del personaje, de su descaro.

No obstante sí tiene miedo. Su permanente reflexión “Quel vecchio maledivami!” (Ese viejo me  maldijo), dicha para sí en el Segundo Acto, repetida después del encuentro con el asesino Sparafucile unos instantes después, siempre para sí, es cantada o más bien susurrada sobre la nota “Do” (las siete sílabas sobre la nota “Do”) y es tema de apertura de la ópera, luego recurrente en la orquesta hasta el final. El miedo, pero no el miedo de todos sino el miedo de Rigoletto, canta detrás de cada escena. Porque Rigoletto sí tiene una debilidad: el amor por una hija que es, para su mundo infestado de maldad, la virginal pureza y la promesa de un posible paraíso. Este secreto tierno que guarda con la lengua venenosa, lo lleva a identificarse con un padre noble (Conde Monterone) que irrumpe en una escena festiva para reclamar por el honor de su hija, y  del que en principio Rigoletto parece reírse sin culpa ni piedad. En esta instancia se abusa de aquél padre que está despojado de lo único que siente como real: su progenie. 

Frente al dolor que se siente por una hija engañada y abusada, frente a esta muerte simbólica de la hija-ideal, sólo queda el hombre herido, impotente a pesar de su riqueza, el padre desnudo, que aborrece y maldice. Es esta acción desnuda y última la que hace que Rigoletto  se identifique con ese otro padre. En la comprensión del sentimiento de amor paternal sabe también que el dolor de aquél otro padre es cierto, tan cierto como el odio de Rigoletto por los nobles y cortesanos de vida disipada y cuerpo saludable.  Y por eso mismo ya no ve a un noble y rico caballero, ve a un hombre. Así, él mismo ya no es un deforme descastado, es un hombre.

Conferirle razón y verdad a ese otro padre tiene consecuencias, como las tienen las malas acciones del propio Rigoletto; identificarse - la acción de salir al encuentro del reflejo y reflejar- también las tiene. Rigoletto pierde opacidad y se debilita, porque el otro padre ha roto el espejo con una maldición. Y el personaje cobra valor, fuerza y verdad. Al poder salir de este encierro –no tener identificación en el mundo- se siente vulnerable, pero siente que tiene razón su odio. Éste que fue lo aberrante, éste que fue el monstruo de los otros, ahora encuentra un par en el orden natural, y ahora es el entorno lo monstruoso.

Así, este desalmado se impregna del alma de la maldición, que lo revisita hasta el final, como advertencia y como confirmación. Sólo porque sabe que el amor es real y cierto, y por tanto tiene que ser cierta la maldición, la cree. Porque ve a un noble volverse contra los nobles, diciendo lo único que no puede decirse en la corte -la verdad. El padre-noble hace una acción reivindicatoria y sacrificial. Se olvida de sí mismo, se relega y nombra a los criminales. Deja de fingir, no pretende. No divierte, al contrario, interrumpe el festejo con denuncia. Es en todo opuesto al protagonista, y sin embargo éste lo reconoce como par. 

El acto de la maldición de aquél padre-noble tiene una carga potente. Si el noble pierde su favor frente al Duque y a los cortesanos, el hombre, el padre, se ennoblece. Porque habla con la verdad. Y una vez más, si a esta renuncia del padre-noble que a los ojos del bufón cobra un valor insospechado, se suma el corolario de una maldición, por fuerza no puede Rigoletto  sino sentirla como justa, y cumplirla. Y esta maldición tiene más peso por cuanto no sólo se lanza contra el Duque y sus secuaces, sino que se profiere especialmente contra Rigoletto, y éste sabe que su anterior burla, su desdén y su inhumanidad provocaron este castigo, y por el bien de su hija desea este castigo.

El bufón está desquiciado y descastado. No tiene orgullo, valor ni riqueza. No tiene escrúpulos ni moral. Sólo tiene un bien, y el único modo de arrancarlo de él es exactamente el modo del que se valen sus enemigos: mancillar a la hija y sacarla del refugio del seno paterno. Extraerla por la fuerza, y con esto desencadenar una exacción afectiva y precipitar la tragedia. Provocar de hecho el pasaje de la hija a la adultez. Los cortesanos suponen que esa mujer escondida y secreta es una amante del bufón, y este malentendido aumenta el hecho dramático: sólo el espectador sabe que se perpetrará una ofensa contra una inocente. Para mayor efecto dramático, hacen al propio Rigoletto cómplice del rapto, haciéndole creer que irrumpen en la casa de otra mujer. Para esto se le pone una venda en los ojos. La burla es completa. En una de las escenas más difíciles de convenir con el espectador contemporáneo, Rigoletto no nota el hecho de haber sido cegado hasta que con sus manos toca la venda en los ojos. Los  cortesanos han querido vengarse de él, y para ello le quitan la mirada. No sólo la del padre que cela. Si es la mirada la contrapartida y condición de la aparición de lo monstruoso, es la ceguera necesaria para hacer al burlador burlado. El reconocimiento de la venda en los ojos y su estrategia en el drama pueden hoy no convencer al espectador, pero es el único acto posible por el que Rigoletto recupera una voz hacia el mundo que es diferente de sus ácidas intervenciones y su ritornello malintencionado. “Ah! La maledizione!” (¡Ah, la maldición!) alcanza a gritar una vez descubierto el juego, cerrando con esta nueva voz el Acto Segundo.  Ahora es la voz de un padre, un hombre, una víctima.

Es esta voz la que se contrapone a su ritornello “Lará, lara…”, un tema de disfraz, en el Acto Tercero, a la verdad de su “Cortigiani, vil razza dannata!” (¡Cortesanos, vil raza condenada!), tremenda escena en la que se mezcla la súplica, el desprecio, la impotencia y, una vez más, la sombra de la maldición sobre la nota “Do” diciendo: “Qual porta, assasini, assasini, m’aprite!” (Esa puerta, asesinos, abridme!), apelando enloquecido, ya con insultos, ya con ruegos, a que le abran la puerta en la que sabe encerrada y vejada a su hija. En el final del aria, rogando que le devuelvan a la hija pide piedad, y Verdi extrema la expresión llevando este final a la parte más aguda de la tesitura de Barítono. Como si parte de aquello que constituye lo monstruoso para el ser humano, lo que no se delimita en los cánones naturales, fuera también exigido de la vocalidad; un virtuosismo que, en ropas del bufón, es sinónimo de sobrepasar el límite de la naturalidad vocal.

En términos de teatro trágico, el momento llamado Hybris - el protagonista o carácter principal insiste en su comportamiento irracional, persevera en sus errores y desoye la razón o las advertencias hasta que se enfrenta con su destino- parece precipitarse en el bufón desde el comienzo del drama hasta el rapto de su hija. Y es sólo con la ayuda de las estructuras formales de la tragedia que puede comprenderse la intervención del destino como parte de las consecuencias de las acciones del protagonista, y lo que sucede luego de la maldición, que a su vez lo enloquece y lo empuja a cometer su Hamartia: por vengarse del Rey, mata a su hija. Es la función que, en palabras de Victor Hugo, cumple la Providencia.

El destino no sólo deja de ser objetivo, el destino es parte de la acción y se manifiesta en su capacidad aleccionadora con potencia ineludible. El destino, por tanto, no sólo interviene directamente como hacedor de la trama sino como elemento necesario para la construcción y comprensión del carácter principal. El destino mantiene intacta, fiel a su origen clásico, su categoría de Ley. Es el acto que castiga la infamia, la catástrofe que se cierne como alegoría. El elemento necesario para provocar ese momento llamado Hamartia: Rigoletto sufre las consecuencias de sus propios desatinos y por fin se nos muestra digno de compasión. Su trágico error nos mueve a compasión. Y como marco necesario de este proceso, se entiende que a las acciones nefastas desencadenantes de la acción del destino se suman los imponderables. Aquello que no está ya en el protagonista evitar o provocar, pero que una vez sucedido irreparablemente, será cargado a su culpa y a su responsabilidad. Así, es comprensible que Verdi necesitara para su Rigoletto una voz humana, real, paternal y no característica. Una voz, en suma, capaz de crear la identificación necesaria que soportara el pasaje del personaje hacia el sufrimiento redentor.

Así, se suceden frente a la impotencia de Rigoletto una escalada de actos trágicos. El primero y más impactante es la aparición de la hija no ya como su objeto de pureza ideal, sino como mujer. El descubrimiento de la mujer que porta esta joven de 15 años no se da a partir del hecho de su rapto y violación, sino a partir del hecho de que ella está enamorada del perpetrador, aún después de descubrir sus mentiras y su naturaleza despiadada. Esta joven mujer no aborrece a su victimario, lo ama. Rigoletto  no puede controlar el amor que ella siente, y el destino comienza a manifestarse en su pura naturaleza, contradictoria, irracional e incontrolable. A partir de aquí, todo lo que Rigoletto quiera hacer para corregir al destino, será fallido y fatal.

En una primera lectura, el amor de Gilda, la hija, por el Duque,  puede adjudicarse a su pureza y juventud. Pero ella también prefigura su destino desde temprano. Esta hija amó a su padre sin saber su nombre ni su trabajo. No veía en él a un ser deforme, sino a un padre venerado. Así, se enamora de un joven sin saber su nombre ni linaje, y descubriendo luego su identidad y naturaleza, lo sigue amando con la incondicionalidad y fidelidad con la que amó a su padre. La índole de este amor lleva luego a la joven a dar su vida para salvar la de su ser amado. No actúa como una joven de 15 años, sino como aquél noble padre que profiere la maldición y que para salvar la honra de su hija no duda en denunciar, exponiendo en ello su vida. El aria del Duque “La donna é mobile” (La mujer es cambiante), en el Acto Cuarto, funciona, a los ojos de Gilda que espía desde afuera de la taberna, como un segundo descubrimiento del ser amado. Las palabras, la vivacidad y picardía de la melodía mancillan otra vez a Gilda, que está “afuera”, en la oscuridad, con su padre, con quien queda expuesta a la tormenta, hasta el final.

Rigoletto  no puede extraer de su hija su propia historia: amar secretamente y ser amado sin condición. Curiosamente, es el mismo Duque quien anhela el amor de una mujer que no sepa su linaje, y que le asegurará la verdad de aquél amor y su valor como hombre. Así, Rigoletto  ha creado a un ser tan perfecto que será capaz de amar sin límites al peor enemigo de su padre. El Duque mata a Rigoletto cuando viola a la hija, y lo vuelve a matar cuando se descubre que la joven sigue amando a su victimario. En esta hija y su capacidad de amar, se ve con más fuerza la sujeción a un destino que se provoca y se cultiva, pero a la vez se siente como algo separado, diferente y ajeno, cuando se manifiesta.

En este recurso del descubrimiento por parte de Rigoletto de su hija como mujer, se da otra instancia. Como si él no hubiera comprendido el alcance de aquello que inculcó en su hija y por tanto el surgimiento en ella de una individualidad en el acto de amar, la redescubre dentro del saco en el que cree que está su enemigo muerto. Este redescubrimiento simboliza la separación completa, no sólo el reconocimiento sino su contrapartida, el extrañamiento, al ponderar –en el cuerpo sin vida- la individualidad de aquél ser que se creía propio, conocido y controlado, y comprobar su pertenencia a una naturaleza dual, con designio propio pero surgida de él mismo. Otra vez lo monstruoso invade su mundo exterior, esta vez la aberración extrema en la muerte de su hija. Por acto de amor se exilia de la vida, por tanto este amor inculcado en ella también fracasa en su función fertilizadora. Gilda es una interrupción de la monstruosidad para que irrumpa lo bello, y en Verdi se ve con desgarro: las palabras finales de Gilda “…perdonate, mio padre, addio, lassú in ciel pregheró per voi, preghe…” (… perdona, padre mío, adiós, allá en el cielo rezaré por ti, reza…) son interrumpidas por algo que la escena fuerza como no natural: la muerte. Gilda parece parte de un paraíso sin límites, y sólo un acto anormal puede interrumpir su infinitud.

Ella lo ha heredado por completo y en esto condensa la ambigüedad del sentido de destino. Es capaz de amar, es pura, humana y piadosa. Conservó, gracias al celo paterno, aquéllo por lo que valía la pena vivir, y por esto mismo es diferente de su padre, y se separa, crece, y puede perdonar.  En un acto extremo, se despoja de su vida a favor de otra vida. Ahora Rigoletto ve un cadáver, otra identidad, separada por completo de él y de la vida, y separada justamente por haber existido como ideal redentor. 

Sólo entonces se da en Rigoletto la verdadera catarsis: la tragedia ha tenido lugar antes de la muerte, la tragedia comenzó cuando él no reconoció en su hija los signos de un destino que ya comenzaba a dar sus muestras inexorables: lo que se da como consecuencia y lo que no se puede evitar. El destino se mostró primero en el incontrolable amor de Gilda por un ser repugnante. ¿Rigoletto o el Duque?

Así queda el carácter Rigoletto a merced de un sentimiento espantoso. La naturaleza parece oponerse a él con una fuerza que se nutrió de sus propias acciones. Está unido a un mundo que parece ajeno a él, y sin embargo lo conforma.

Rigoletto es un cuerpo deforme que todos detestan, y un alma despreciable que, no obstante, divierte a todos. Divierte, principalmente, al Duque. Este énfasis en cincelar un carácter por completo detestable agiganta el valor redentor de la hija. La valoración estética de la fealdad y su viraje a la valoración moral están en su apogeo en Rigoletto. Para usarlas como convención y para renegar de ellas como revolución. El aria de Gilda del Acto Segundo, “Caro nome che il mio cor…” (Nombre querido que mi corazón…) es la coronación musical del equilibrio, la pureza de línea de canto, y la belleza de melodía y sonido. Desaparecido el espejo de su pureza, el padre no tiene hacia dónde volver el rostro para reflejarse. Sólo queda en Rigoletto un cínico sobreviviente que todo lo desprecia y se desprecia a sí mismo. Un lamentable remedo de humanidad que no tiene siquiera el descanso de morir, bien por el contrario, es condenado a ver morir lo puro que podría haberlo salvado o haber mitigado su existencia.

Como valores de este auto desprecio hay dos figuras. La del Duque y la del asesino Sparafucile.

El Duque es el pináculo de todo aquello que Rigoletto desprecia. Así aparece un pliegue en él, que el Duque no tiene. Si él puede reconocer lo fétido de su amo, todavía tiene un resquicio de cordura y humanidad. Sin embargo, por su condición social y física, Rigoletto está sometido al poder del tirano. Ha fingido hasta no poder diferenciar en sus sentimientos más que el desprecio y el odio, y no obstante sigue haciendo reír. Sólo cuando se encuentra con el asesino reconoce que él también mata con su lengua. El asesino le ofrece sus servicios, y luego de aquél encuentro el bufón reconoce que ambos son idénticos, peligrosos, hermanados en el desprecio por la vida humana. Se reconoce degradado, y esta degradación también se la atribuye al Duque, por lo tanto al destino. Es un personaje atrapado por la historia y por el papel que tiene que desarrollar en esa historia. Criatura de un destino arbitrario. Un destino que corona a los monstruos morales y ensucia a los ángeles. Verdi incursiona en una magistral contraposición musical que materializa la refutación de la asociación deformidad-maldad, cuando al grito del final del Acto Segundo “Ah! La Maledizione!” (Ah, la maldición) de Rigoletto que ha descubierto el rapto de su hija, le contrapone sin solución de continuidad el “Ella mi fu rapita” (Ella me fue raptada) del Duque. El sufrimiento en la contradicción del Duque discípulo de maldad, como un eco del grito del padre. Él que la violará, él que cambiará inconscientemente su vida por ella, él sin saber secunda al padre en la queja y se revuelve al enterarse del rapto de Gilda. Con su bella voz y su porte de belleza, este hombre “todo natura”, esta forma humana cara al número de oro del equilibrio estético lanza con la flexibilidad preciosa del tenor lírico el mensaje más tremendo de la obra: la monstruosidad es moral.

En un sentido, si Rigoletto reconoce el bien y lo preserva desesperadamente en su hija, él tiene que tener una parte de aquél bien en sí mismo. ¿Qué lo confronta para reconocer que ya no le queda este bien, y temer por su hija? La maldición, que siente merecida por su insensible respuesta a otro padre desesperado. Cuando esta maldición se le incrusta, se da cuenta de que de su humanidad no queda nada. Y aumenta su odio. 

Rigoletto siente que no tiene nada blanco ni digno de encomio, sólo tiene a su hija. Por esta razón queda vivo. No merece morir, sólo merece sufrir.

En el acto final, como gesto último contra el destino, trata de deshacerse del cadáver de su enemigo arrojándolo al Sena. Escucha, a lo lejos, repetirse aquel “La donna é mobile” (La mujer es cambiante), en su esplendor áureo y fatídico. La voz corre libre y hermosa más arriba de la sombra en la que Rigoletto se precipita a abrir el saco para ver, entonces, de quién es ese cuerpo si no del Duque. La voz de tenor que ha sido tradicionalmente “buena y bella” en el melodrama, se fuerza en este prodigio verdiano y hasta el final desdice su asociación con el bien.  La contradicción estética encierra otra vez contradicción del destino: Rigoletto no puede deshacerse de su dominador. El Sena no será su secreto cómplice.

El río que corre, las aguas que todo lo tragan, limpian y ensucian a un tiempo, parecen personificar al destino mismo. Quiere tirar al Duque a su destino. Como si el destino fuera algo que sólo le toca vivir a los descastados, él quiere que su enemigo conozca la fuerza anonimizante e indiferenciadora de las aguas. Pero esto tampoco lo puede cumplir. Gilda muerta coarta dos veces el deseo del padre: que viva la pureza y que su enemigo conozca el destino.

Gilda muerta ocupando el lugar de su enemigo llama a otra identificación. Él ha dicho que se siente igual al asesino, y este asesino cumple con el destino de matar a Gilda. Así, él mismo mató a su hija, en una taberna infame una noche de lluvia. Él mismo la metió en un saco que luego cosió. Él pagó por esta muerte en dos tandas, según las condiciones del asesino profesional: una parte antes de que se perpetrara el homicidio, y la segunda cuando se le entregara el cuerpo envuelto en un saco. El bufón pide la gracia de que se le permita a él mismo deshacerse del cadáver. Y todo se cumple de acuerdo a estos dos momentos del pacto asesino. 

Estas dos tandas son importantes. Un antes y un después, un tiempo en el que pudo haberse arrepentido, pensando que una es todas las muertes. ¿Por qué no se arrepintió? Porque por primera vez sentía que estaba controlando su destino. Es en estas contradicciones en las que el vacío de sentido hace drama. Él toma el lugar de quien paga por una vida, y se empodera.

Para ver más que nunca su poder nuevo está Gilda muerta, que lo contradice para siempre y ya no lo refleja. Tiene ahora dos razones para su locura: su dinero ha pagado por un deseo no cumplido y en cambio se cumple fatalmente aquello por lo que no pagó. Como el noble que lo maldijo, está impotente a pesar de su poder. A diferencia de aquél, que arriesgó vida y posición para corregir lo incorregible –virginidad y honor perdidos de una hija -, Rigoletto se encuentra ahora con que su hija, vestida de varón, toma el lugar de la muerte: la hombría que él no supo darle como herencia.

En el saco que debía contener a su discípulo del odio se encuentra con su discípula del amor. Como un último mensaje, el cuerpo de Gilda envuelto en ropas de varón no refleja nada de su padre. Ella se ha hecho cargo de un lugar vacío. Rigoletto se encuentra ahora en un  angosto y unívoco caer al dolor como quien nace a la muerte. Ese encierro, esa perplejidad mortífera que sólo inspira dolor es la esencia misma de la tragedia. Sus últimas palabras han sido, otra vez, “Ah, la maledizione!”, otra vez en el extremo de su registro agudo, desde donde la orquesta desciende cromáticamente hacia la nota final, Re. Porque sobre la nota Re fue que Monterone profirió la maldición, y sobre la nota Re y hacia la nota Re se desliza el destino de este final. Re, una nota que está un tono más arriba del temeroso “Quel vecchio maledivami!” (Ese viejo me maldijo). Como si entre la toma de responsabilidad de aquél destino y la verdad objetiva hubiera, para Rigoletto, un tono de diferencia.

(1) http://www.terra.es/personal/ealmagro/rigoletto/rigoletto.htm

(2): Para su lectura on line: http://www.elaleph.com/libros.cfm?item=548862&style=biblioteca

(3)Stephen Spender, “Un mundo dentro de un mundo”. Muchnik, Barcelona, 1993.

(4)Isaíah Berlin, Against the Current: Essays in the History of Ideas, The "Naivete" of Verdi,  p.287, Edited by Henry Hardy, 2001.

(5)Conversations with Isaiah Berlin, Charles Scribner’s Sons, 1991, Pag. 115-118

(6)Juan Antonio González Fuentes, De las clasificaciones de Isaíah Berlin o a propósito de Verdi, Fundación Faes, 2002.

(7) Friedrich Schiller, Über naive und sentimentalische Dichtung (Sobre la poesía ingenua y sentimental). http://www.librosgratisweb.com/pdf/schiller-federico/poesia-ingenua-y-poesia-sentimental.pdf

(8) Víctor Hugo, extractos del Prefacio a “El Rey se Divierte”, 30 de noviembre de 1832.

 

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© Helios Buira

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