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Alberto Moravia
El anacronismo de Verdi
 

Ni noble no burgués, Giuseppe Verdi no tiene nada que aceptar o rechazar. Su genio no es de los que se someten o se rebelan"

Hay algo mezquino y provinciano acerca del siglo XIX italiano. Fue un siglo burgués, pero la burguesía italiana -a diferencia de la francesa o de la inglesa- no era, hablando con propiedad, una verdadera clase media. Sus líderes no le habían cortado la cabeza a ningún rey, generando una Reforma o adorado a la Diosa de la Razón. Lo que vemos, entonces y ahora, es una clase tímida, precavida y servil, inclinándose ante la nobleza y cayendo a los pies del clero. Es un hecho, por supuesto, que, bajo la inspiración de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, esta clase media italiana realizó un esfuerzo sobrehumano y concretó el Risogimento. Pero incluso el Risorgimento -mal liderado, caracterizado por contradicciones comprometedoras, una tempestad tardía en la historia de Europa- fue, básicamente, un acontecimiento menor. En cualquier otro país que no fuera Italia, el Risorgimento hubiese significado una intensa agitación; en Italia, este tumulto decimonónico no alcanza una escala mayor. Los hombres que hicieron posible el Risorgimento eran provincianos de clase media, y su nacionalismo y su liberalismo estaban combinados en una solución de bajo contenido alcohólico. Su intoxicación romántica es sólo una muestra de la rimbombante borrachera del fascismo y de la comomila pequeñoburguesa de la democracia cristiana.

Para confirmar esta afirmación, no hay más que mirar las ciudades italinas de provincia y su arquitectura. Junto a los palacios medievales de piedra y hierro, se elevan los enormes edificios del Renacimiento y las amplias residencias de los siglos XViii y XIX. Entre ellos, se amontonan las pequeñas casas neoclásicas de la clase media decimonónica: pequeñas, frías, estrechas, como si hubieran sido diseñadas por un maestro de dibujo local. En estas casas de la pequeñoburguesía del siglo pasado hay una atmósfera introvertida, aprensiva y taciturna. Uno siente que Italia trocó sus monumentales vicios y sus virtudes no convencionales por un deseo en el que todo, de la religión al arte, de la moral a la literatura, se reduce al nivel de una timorata sociedad parroquial.

En las ciudades italianas de provincia que aún no han sido atacadas por la prosperidad de la revolución industrial, algunos de sus ilustres palacios ahora decadentes, están a menudo habitados por familias de trabajadores y artesanos. Estos humildes inquilinos señalan la decadencia de las que alguna vez fueron casas espléndidasm ahora, inmersas en una inevitable agonía. Pero en esta decadencia, en esta muerte lenta, hay algo natural. Entre los humildes de hoy y los grandes señores del pasado hay una misteriosa pero innegable conexión.

En cambio, la distancia se hace insalvable cuando estos palacios son arreglados y restaurados, divididos en pequeños departamentos de lujo para presuntos estetas de la clase media en busca de "entornos" históricos. Entre ellos y los antiguos dueños de los palacios, la diferencia es total e irrevocable.

La presencia de Giuseppe Verdi en el siglo XIX italiano es un poco como la existencia de esos distinguidos pero decrépitos palacios en las ahora burguesas ciudades de nuestras provincias. En el empobrecido y mezquino Ottocento italiano, la personalidad de Verdi -sanguínea, apasionada, robusta, explosiva- parece increíble. En cuanto a esto, basta con comparar a Verdi con otros célebres italianos del siglo XIX, para darse cuenta de que no sólo es una excepción sino, también, un anacronismo. Tomemos por ejemplo a Manzoni y a Leopardi.

Ambos son descendientes directos de la clase gobernante italiana. Ambos son nobles de provincia, en situaciones típicas de la sociedad italiana de la época. En cambio Verdi, desciende de campesinos.

Manzoni y Leopardi son artistas de una estatura no inferior a Verdi y, sin embargo, qué diferencia. El temperamento artístico de Manzoni y Leopardi está teñido, en un sentido negativo, por la tímida sociedad provinciana a la que pertenecían. Manzoni acepta parcialmente la mezquindad de la sociedad. Leopardi se rebela contra ella. Pero tanto en la aceptación como en el rechazo, y a pesar de la grandeza de su arte, ambos llevan la marca de aquello que aceptan o rechazan: una marca de prudencia en el caso de Manzoni, de desesperación en el de Leopardi. Además, tanto Manzoni como Leopardi son artistas "modernos", totalmente cómodos dentro de la cultura de su tiempo. Y, por último, Manzoni y Leopardi son artistas de un gusto aristocrático, riguroso, impecable.

No hay nada de esto en Verdi. De origen ni noble ni burgués, no tiene nada que aceptar o rechazar. Su genio no es de los que se someten o se rebelan. El suyo es de los que se identifican con sus propias creaciones y se expresan a través de ellas. Abundante e impetuoso, el arte de Verdi no está disciplinado por la prudencia ni deformado por la rebelión. A lo sumo, está sostenido por una inteligencia artesanal instintiva y excepcional. Además, al contrario de Manzoni y Leopardi, Verdi es "vulgar".

Consideramos esta "vulgaridad" el más misterioso y problemático de los aspectos de la personalidad de Verdi. A primera vista, parece obvia, de poco interés. Hay cantidad de artistas que no son vulgares, pero también hay otros -para nada inferiores- que lo son. Stendhal, por ejemplo, nunca es vulgar. Balzac, un novelista igualmente grande, sí lo es. En todo caso, para Stendhal y Balzac tenemos una explicación aceptada: entre uno y otro se produjo una profunda revolución social y, por lo tanto, un cambio en el estilo. Eso no es válido para el caso de Verdi. Sin una revolución social comparable a la francesa, la sociedad italiana del siglo XIX está reflejada mejor en la desesperación de Leopardi y en la prudencia de Manzoni que en la rica y espontánea "vulgaridad" de Verdi.

La "vulgaridad" de Verdi, por otra parte, no tiene nada que ver con los románticos -con un Víctor Hugo, por ejemplo- Cualquier parecido entre los dos artistas es sólo superficial. Hugo fue un verdadero romántico europeo y desde él es fácil llegar a los decadentistas, a Baudelaire, a Rimbaud. En cambio, es imposible trazar una línea desde el aparente romanticismo verdiano hasta el decadentismo. Otra diferencia entre Verdi y Hugo, el último creía en la historia o, más concretamente, pensaba que el comportamiento humano podía cambiar de acuerdo con la historia, que estaba determinado históricamente. El resultado de esta creencia es que hoy, los dramas de Hugo -en los que los personajes son en primer lugar hombres de la Edad Media o del Renacimiento y sólo en segundo término seres humanos- son ilegibles e irrepresentables. Verdi no creía para nada en la historia, ni como reconstrucción, ni como evasión. Esta actitud, por sí sola, lo diferencia de los románticos. Sus personajes existen fuera de la historia, incluso en sus obras de época. El concepto verdiano de la historia es estático, humanístico, plutarquiano. De hecho, los personajes verdianos nos interesan hoy precisamente porque son primero seres humanos y sólo después, hombres de la Edad media o del Renacimiento.

¿En qué consiste, entonces, esta "vulgaridad" de Verdi? Volviendo a la metáfora nterior: es el ilustre, antiguo  y ahora decadente palacio habitado por trabajadores y artesanos. En otras palabras, es el concepto humanista de nuestro Renacimiento, traicionado por la clase dominante italiana después de la Contrareforma, pero conservado por la gente común. Esto explica la diferencia entre Verdi y otros italianos del Ottocento: Manzoni, Leopardi, Cavour, Mazzini. Explica también el parecido de Verdi con Garibaldi, que también era un hombre de otra época. Y explica, por fin, las analogías existentes entre Verdi y Shakespeare.

Detengámonos en estas analogías Nos ofrecen otra clave para la comprensión de la verdadera naturaleza de la "vulgaridad" de Verdi. Frecuentemente se ha comparado a Verdi con Shakespeare, y eso es sustancialmente correcto. En ambos encontramos la misma idea del hombre, el mismo prodigioso conocimiento del corazón humano, el mismo amor a la vida, la misma notable capacidad para dividirse en innumerables personajes distintos, multiplicando sus autobiografías en  miles de existencias hasta que sus propias vidas se hacen irreconocibles. Y sin embargo, esta conocida comparación debería ser enmendada con una importante aclaración: Shakespeare, nunca es vulgar. A diferencia de Verdi, el dramaturgo no es un plebeyo en quien los valores de una era desaparecida sobreviven como parte de la herencia popular. Shakespeare es un hombre de su tiempo y de la sociedad de su época, como Manzoni y como Leopardi. La belleza creada por Shakespeare no tiene nada de popular, rústica o naif; la suya, es una belleza aristocrática.

Pero, al igual que los de Shakespeare, los personajes de Verdi son renacentistas, no románticos. Reconocemos el humanismo renacentista en la totalidad de la imagen del hombre que Verdi nos ofrece. Bajo las abstracciones renacentistas hay siempre un respeto por el hombre completo, con sus defectos y virtudes -un respeto que nunca podríamos encontrar detrás del énfasis de los románticos, anticipatorio de las amputaciones y reediciones de los decadentistas. Verdi nos ofrece una idea plutarquiana -o, si se prefiere, shakespereana- del hombre, una idea que no proviene del decoro y el temor a Dios de la cultura burguesa de su tiempo, sino de la gente pobre del valle del Po. Incluso hoy, en su colorida y atractiva vitalidad, esos campesinos conservan un destello de la Italia anterior a la Contrareforma. Podemos imaginar que ese destello debió haber sido incluso mayor en la época de Verdi. Cualquiera que conozca esa región del valle del Po alrededor de Parma, podrá encontrar con facilidad un aura verdiana en los monumentos, en el paisaje, en la gente. Verdi es un pariente cercano de esos campesinos que sabían de memoria las octavas de Ariosto o de los gondoleros que podían recitar estrofas de Tasso. Con Verdi muere la gran Italia y lo que Italia dio al mundo, su mejor y más característico producto: el humanismo. Después de Verdi, Italia se convierte, una vez y para siempre, en pequeñoburguesa. 

Junto con la comparación entre Verdi y Shakespeare, viene a la mente otra analogía: la existente entre el Duque Valentino descrito por Maquiavelo en El príncipe y el Duque de Mantua presentado por Verdi en Rigoletto (aún cuando el libreto de la ópera está basado en un drama de carácter tan puramente romántico como el de Hugo) Si observamos detenidamente los dos personajes, uno literario y otro musical, podemos ver que los dos están cortados por el mismo patrón renacentista, y probablemente sean los dos personajes más fuertes, más completos y bellos jamás creados en Italia. Pero incluso aquí, al igual que en la comparación entre Verdi y Shakespeare, hay una diferencia esencial, y otra vez se encuentra en la "vulgaridad" de Verdi.

El Duque Valentino es un retrato de cuerpo entero pintado con un vigor incomparable. Es el hombre renacentista visto por un intelectual renacentista. En él no hay vulgaridad; todo lo referido a él indica la paradójica pero noble perversidad que tanto agradaría a Stendhal dos siglos más tarde.

El Duque de Mantua es el equivalente verdiano del Duque Valentino. Pero los grandes emprendimientos políticos de los Borgia son sustituidos en Rigoletto por las pequeñas intrigas de una humilde corte italiana: los grandes soldados de fortuna son ahora elegantes derrochadores; el héroe, un playboy de provincia. Y sin embargo, este degradado mundo está permeado por un aire renacentista, porque está visto con admiración, envidia y encantamiento por un campesino trasplantado a la ciudad, todavía ignorante de la moderna civilización europea, un artista cuyo punto de referencia continúa siendo el Renacimiento. En el Duque de Mantua, Verdi nos ha dejado su Duque Valentino. Si el compositor hubiese nacido en el Cinquecento, nos habría dado al verdadero Valentino, con su rapaz nobleza y su energía animal. Pero dos siglos después, un hombre del pueblo, Verdi, creó en su lugar un Casanova de provincia. Si escuchamos con cuidado, en todo caso, y analizamos la pasmosa vitalidad y sutileza del personaje, tenemos que admitir que este Casanova posee unas dimensiones, un vigor y una profundidad iguales a los del personaje creado por Maquiavelo.

De esta manera, Verdi es nuestro Shakespeare plebeyo, popular, "vulgar". Se atribuye a Stravinski haber dicho que daría muchos de sus trabajos a cambio de haber escrito las notas de "La donna è mobile". Si esto fuera cierto, confirmaría la comparación con Shakespeare, incluso con la importante aclaración referida a la vulgaridad. De hecho, en su inmediata ubicación, su evocativo vigor, esas notas son el equivalente del famoso soliloquio de Macbeth tras ser informado de la muerte de su Lady. En vano se buscarán cosas como estas entre los románticos del siglo XIX, que aspiraban a lograrlas, pero nunca lo consiguieron.

Por más renacentista que sea, Verdi es representado todavía y seguirá siéndolo por siempre, porque su conocimiento del ser humano se retrotrae a una época en la que, por última vez, el hombre se amó a sí mismo, nada más y nada menos, que a sí mismo. La "vulgaridad" no puede alterar el atractivo de este concepto, por muy pasado de moda que esté. Así, la recuperación del interés actual por Verdi está basada en un malentendido fundamental: el intento de descubrir y revalorar su modernidad. Verdi no es para nada moderno; era un anacronismo en el siglo pasado y lo es aún más ahora: Su intemporalidad es la intemporalidad de la poesía. Este hablar de un revival tiene una curiosa resonancia. Es como hablar de un "Shakespeare revival". En su lugar, Verdi debe ser considerado con la admiración y la comprensión debidos a los fenómenos de la cultura, no menos misteriosos o poderosos que los fenómenos de la naturaleza.

Traducción de Jesús Iglesias Noriega, tomado del Programa del teatro Colón, Temporada 1997.


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