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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
Nicolás Berdiaev
El sentido de la historia
 
Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 - Capítulo 4 - Capítulo 5 - Capítulo 6 - Capítulo 7 - Capítulo 8 -Capítulo 9 - Capítulo 10 - Apéndice
 
Capitulo 3
 
Experiencia de la filosofía del destino humano

LA HISTORIA CELESTE

Dios y el hombre


La historia y el destino celestes del hombre condicionan de antemano su destino y su historia terrestres. En el cielo tiene lugar un prólogo que establece la finalidad de la historia universal y la pone en marcha. ¿Qué es esta historia celeste? Es el verdadero fundamento metafísico de la historia. El cielo y la vida celeste en donde da comienzo el proceso histórico no son otra cosa que la vida espiritual más profunda, porque, en realidad, el cielo no es solamente algo que está por encima y lejos de nosotros como una esfera trascendente y casi inalcanzable, sino también la profundidad máxima de nuestra vida espiritual.

Cuando abandonamos la superficie y descendemos a esta profundidad, nos ponemos verdaderamente en contacto con la vida celeste. En esta profundidad yace una experiencia espiritual diferente de la realidad terrena y que es el estrato más amplio y profundo del ser. Este estrato profundo es justamente la fuente de la historia. La historia tiene su origen en la realidad espiritual interior, en la experiencia del espíritu humano, en la cual éste último no aparece ya como algo lejano y opuesto al espíritu divino, sino que, por el contrario, está en inmediato contacto con él, una experiencia, en suma, en la que se revela el drama de las relaciones recíprocas entre Dios y el hombre. En este sentido, la realidad celeste es la realidad profundísima en la que se plantea el tema de las relaciones entre Dios y el hombre, entre el hombre y la fuente primordial de la vida. Es justamente esta relación la que constituye la esfera profunda en la que es concebida la historia, en donde se halla escondido su germen, en la que queda fundamentalmente delineado el proceso histórico universal.

Si la historia no es solamente un fenómeno exterior, si posee un cierto sentido absoluto y un vínculo con la vida absoluta, si en ella hay algo verdaderamente ontológico, ella ha de nacer y devenir en el seno del Absoluto, es decir, en el seno del ser con quien se ponen en contacto la vida y la experiencia espirituales en su profundidad última. Esto significa que si consideramos de este modo el condicionamiento previo del proceso histórico por parte de la profundidad de la vida espiritual, esto es, por parte de lo que llamamos vida celeste, hemos de admitir que el movimiento de la historia ha comenzado en el seno del Absoluto, en el seno de la misma vida divina.

Considerada de un modo muy profundo y oculto, esta misma vida divina es historia; es un drama histórico, una representación sagrada. Sólo un monismo coherente y totalmente abstracto puede negar este carácter de drama y de representación sagrada que impulsan y llevan a su plenitud el destino histórico interior a la vida divina. Sólo el monismo abstracto concibe la Divinidad como absolutamente inmóvil, como totalmente contraria a cualquier proceso, a cualquier acción dramática, a toda tragedia íntima en la que se manifieste el conflicto entre fuerzas espirituales profundísimas. Tal monismo puramente abstracto atribuye todo movimiento o alteración al mundo imperfecto y múltiple, que es fenoménico, empírico, desprovisto de realidad auténtica, derivado, aparente, en el cual se sitúa la multiplicidad y se desarrollan trágicos conflictos que engendran el destino histórico. El monismo piensa que semejante mundo es puramente ilusorio y aparente y no tiene existencia real; el movimiento estaría ligado únicamente al mundo relativo y no se extendería al mundo absoluto, a la profundidad misma de la vida divina.

Este monismo coherente, que crea una separación entre la profundidad de la vida espiritual, entre la naturaleza de la Divinidad y el mundo múltiple, en movimiento, lleno de contradicciones e inmerso en el devenir de la historia, encierra en sí una ruina interior irreparable. Las propiedades del destino histórico de semejante mundo resultan absolutamente intransferibles a la profundidad de la verdadera vida divina y en modo alguno pueden vincularse a ella. Ninguna forma de monismo abstracto (que sea coherente consigo mismo) será capaz de explicar desde el interior el origen mismo del mundo múltiple. Si partimos de la idea de la vida absoluta de una Divinidad única e inmóvil, a la que no es aplicable ninguna forma de movimiento histórico y a la que no puede transferirse ningún principio de multiplicidad, ningún conflicto, ningún desgarramiento, resulta imposible explicar el origen y el principio del mundo, que ha sido creado múltiple y en el cual acontece el proceso histórico en que estamos inmersos, que nos engloba y cuyo destino compartimos en lo más profundo de nuestro ser.

Esto puede decirse tanto del monismo panteísta de tipo hindú, para el cual el mundo es un espectro, como del de Parménides o del de Platón, que fue incapaz de superar el dualismo entre lo uno-inmóvil y lo múltiple-semoviente; lo mismo puede decirse del de Plotino o del monismo abstracto propio del idealismo alemán. Para todos ellos, el origen del mundo múltiple a partir del Absoluto es un misterio incomprensible. En definitiva, todas estas corrientes de pensamiento están condenadas a caer en el acosmismo, se ven obligadas a admitir como único ser verdadero al ser de la Divinidad, absoluto e inmóvil, mientras que el mundo múltiple, que está en continuo movimiento y encierra en sí conflictos interiores, deviene irreal en el sentido ontológico del término.

Lo más interesante, lo que deberíamos considerar con atención es el hecho de que los seguidores del monismo abstracto, por una extraña ironía del pensamiento, caen en una especie de dualismo insuperable: introducen una clara separación entre la Divinidad una e inmóvil, absolutamente perfecta, de una parte, y el mundo y el hombre, de otra, el mundo del movimiento histórico, de los conflictos trágicos, el mundo múltiple, con todas las contradicciones que esta multiplicidad lleva consigo. La contraposición entre ambos planos y la imposibilidad de ponerlos en comunicación entre sí conduce lógicamente a una forma extrema e insuperable del dualismo, que sólo reconoce como realmente existente al Absoluto-inmóvil. Este tipo de monismo lleva, pues, a un dualismo extremado. Por el contrario, toda filosofía y toda forma de conciencia religiosa que admitan a la vez el momento monístico y el dualístico, superan la situación desesperada en que se halla el dualismo antes mencionado, echan un puente entre ambos mundos, comprenden el sentido y el destino de lo múltiple y consideran al mundo (que experimenta trágicamente su historia) y al hombre como ligados al destino del Absoluto mismo, al drama interior radicado y delineado en él y que se desarrolla en el seno de la misma vida divina absoluta.

¿Qué relación guarda con la conciencia cristiana la comprensión de la naturaleza de la vida divina en estas dos formas fundamentales que hemos tratado de definir? Es una cuestión compleja y debatida, pues, según las enseñanzas dogmáticas oficiales de la Iglesia y la filosofía eclesiástica imperante, puede parecer absolutamente inaceptable para la conciencia cristiana el admitir la posibilidad de un movimiento y de un proceso histórico al interior de la vida divina. En el pensamiento cristiano está muy difundida la teoría según la cual el principio del movimiento y del destino trágico no se extiende a la naturaleza de la Divinidad.

Ahora bien, estamos firmemente convencidos de que la enseñanza cristiana sobre la quietud inmóvil de Dios, sobre la inmovilidad del Absoluto, sobre el hecho de que la historia se limita al mundo creado, es una doctrina exotérica, exterior, que no se refiere a lo más íntimo, a la verdad esotérica más oculta. Se puede afirmar sin rodeos que esta enseñanza sobre la inmovilidad de la vida divina y este miedo a admitir la movilidad y la existencia de una tragedia interior en la vida divina están en evidente contradicción con el misterio fundamental del cristianismo, es decir, con el dogma de la Trinidad, con el misterio de Cristo como centro de esta vida divina, con el misterio del Gólgota. En realidad, el cristianismo, en lo más profundo de sí, entiende la esencia del ser, la verdadera realidad, como una representación sagrada, un drama interior, una tragedia, que es la tragedia de la Divinidad. El destino del Hijo de Dios crucificado, el misterio más profundo del cristianismo, no es otra cosa que el trágico drama de la pasión de la Divinidad, pues presupone un transferir el principio del movimiento, del trágico conflicto interior, a la naturaleza misma de la Divinidad. Si el mismo Cristo Hijo de Dios tiene un destino trágico, si el destino y el movimiento histórico existe también en él, esto supone admitir claramente que la vida divina experimenta asimismo la tragedia.

Para la conciencia cristiana, todo esto indica la posibilidad de transferir el principio del movimiento trágico a la naturaleza interior de la Divinidad. En efecto, negar el movimiento al interior de la Divinidad es propio del monismo puro, que niega la trinidad de Dios y la considera una introducción del principio de la multiplicidad en la vida divina. Por el contrario, el misterio del cristianismo radica precisamente en introducir el principio de la trinidad y el destino trágico de la pasión, que se despliega al interior del principio triádico.

De acuerdo con el cristianismo, la misma creación del mundo presupone esta concepción de la naturaleza del Absoluto. En efecto, para la conciencia cristiana, el mundo ha sido creado en función del Hijo. La creación del mundo por Dios Padre es la expresión más profunda del misterio de la relación entre el Padre y el Hijo. Para una conciencia cristiana profunda, el movimiento mismo, la posibilidad misma del proceso histórico, vienen condicionados por el hecho de que, en la profundidad de la vida divina, de la vida espiritual, se abre el misterio de Dios, se revela la sed íntima y apasionada de Dios, la nostalgia íntima por el Otro, por Otro que pueda ser para Dios objeto de amor sumo e ilimitado, la nostalgia y el amor de Dios por el Otro y el ansia ilimitada de ser correspondido por este Otro, de ser amado por El. Esta tragedia interior del amor de Dios y la esperanza de ser correspondido es el misterio íntimo de la vida divina, al cual va ligada la creación del mundo y del hombre.

En efecto, la creación del mundo y del hombre no fueron sino el movimiento íntimo, la historia interior, llena de dramatismo de la Divinidad, la historia del amor divino entre Dios y el Otro. En la concepción trinitaria de Dios, el Hijo, la segunda persona de la Trinidad divina, entendida como amor ilimitado, es el núcleo central de la tragedia divina, así como de la tragedia y del destino del mundo. Tenemos aquí la conjunción de dos destinos: el destino histórico de la vida divina y el de la vida mundana, humana. Esta concepción de la profundidad de la vida divina, de la vida espiritual, indispensable para poder comprender el origen de la historia y del verdadero destino del mundo y del hombre, está ligada al hecho de que la profundidad de la vida espiritual viene entendida de un modo dinámico, como movimiento creador y destino trágico.

¿Hay algún motivo para entender la profundidad de la vida y de la realidad espiritual como inmovilidad, quietud, oposición a todo destino histórico? A nuestro entender, ésta es una de las cuestiones fundamentales de la religión y de la filosofía, que traza una línea divisoria a lo largo de la historia de la autoconciencia humana: por una parte, tenemos la concepción dinámica de la realidad espiritual; por otra, la concepción estática de esta misma realidad como quietud.

Ya en la filosofía griega, en la que se hallan sustancialmente prefiguradas todas las corrientes filosóficas fundamentales que después han ido desarrollándose a lo largo de la historia, contemplamos en germen los paradigmas eternos de estas dos formas básicas del filosofar. Parménides y los Eleatas concebían la realidad espiritual más profunda, la realidad divina, la verdadera realidad ontológica, como lo uno y lo inmóvil; por el contrario, Heráclito, uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, concebía la realidad metafísica como un movimiento ígneo. A lo largo de la historia de la autoconciencia filosófica tiene lugar el conflicto y la lucha entre ambas formas del pensar, y hay que subrayar que en la filosofía ha prevalecido siempre la de Parménides, es decir, la doctrina de la inmovilidad y estaticidad del verdadero ser y de la irrealidad metafísica y existencial del mundo y de los destinos históricos. Este fermento, esta tradición filosófica, fue uno de los motivos que impidieron a la conciencia comprender la dinamicidad de la vida divina y la impulsaron a concebir esta última como inmóvil, como contraria a los destinos históricos. Pero esta tradición está en contraste radical con el sagrado drama cristiano, con el misterio cristiano fundamental de la pasión y del sufrimiento del Hijo de Dios, con su destino histórico.

La objeción filosófica que suele plantearse a propósito de la posibilidad del movimiento en el seno del Absoluto tiene por lo general un carácter puramente formal y racionalista. En sustancia, dice que si admitimos la posibilidad del movimiento, de la historia y del destino histórico al interior de la vida divina, ello nos conduciría a negar la perfección en Dios, pues todo movimiento, destino e historia presuponen insuficiencia e imperfección. No es posible admitir que en la vida divina exista cualquier deseo, cualquier necesidad todavía insatisfecha, pues ello denotaría una imperfección dentro del Absoluto.

Pero esta objeción formalista difícilmente puede causar impresión, y aparece infundada si la aplicamos al misterio más profundo de la vida divina. Niega el carácter antinómico de todo conocimiento de Dios y constituye una concepción chata y racionalista de la naturaleza del Absoluto, que degenera en un teísmo o en un monismo petrificados, para los cuales resulta incomprensible el origen del mundo y todo destino mundano. Con el mismo derecho se puede afirmar también lo contrario, es decir, que la ausencia de movimiento creador, de destino histórico creador en el seno del Absoluto significa insuficiencia o imperfección dentro de este mismo Absoluto. En efecto, el movimiento creador no es solamente algo que viene a colmar una insuficiencia, no dice tan sólo que existen exigencias insatisfechas, sino que también es signo de perfección del ser. Un ser privado de movimiento creador sería un ser mutilado: le faltaría uno de los momentos fundamentales, el del movimiento, la historia y el destino creadores. Por eso este tipo de objeción, muy corriente, por otra parte, en la filosofía dogmática cristiana oficial, lleva la impronta del pensamiento racionalista, tan limitado en sí mismo, y está en contradicción con la naturaleza misma de la Divinidad.

En efecto, si sólo podemos acercarnos al conocimiento de la vida absoluta admitiendo el carácter antinómico de esta última (ya que la contradicción es el signo fundamental de nuestro contacto con el misterio más profundo de la vida del espíritu), no podremos comprenderla utilizando los achatados criterios de la lógica formal. El verdadero camino para conocer el misterio de la realidad espiritual, para conocer la vida divina, en la cual está el germen de toda la historia del mundo y del hombre, no pasa a través de un filosofema abstracto construido según las reglas de la lógica formal, sino a través del mitologema concreto. Sería muy interesante detenerse un poco en el examen de estas dos vías de conocimiento.

Los misterios más profundos de la vida divina no pueden comprenderse mediante un filosofema abstracto. El filosofema más perfecto es el del monismo abstracto, pues el monismo de Spinoza, de los hindúes e incluso de Hegel (al cual se le plantean ciertas complicaciones, pues admite un proceso al interior del Absoluto) es el filosofema menos contradictorio y más perfecto sobre la vida divina. Pero este monismo contrasta radicalmente con la esencia de la conciencia cristiana. Para la filosofía monística, la dificultad esencial consiste en explicar el problema de la existencia del mundo, de su multiplicidad, de su origen, de su historia, de sus trágicos conflictos, de su destino, de sus contradicciones desgarradoras: para esto se halla totalmente incapacitado. Por este motivo, pensamos que sólo el mitologema concreto puede aproximarnos a los misterios de la vida divina y darnos la clave para resolver el misterio inherente a la vida del mundo y del hombre y a toda la complejidad del destino histórico.

La vida divina no puede ser comprendida por el pensamiento filosófico abstracto, construido según los principios de la lógica formal racionalista, sino a través del mito concreto de la vida divina como destino apasionado de Personas concretas, activas, de las hipóstasis de la Divinidad. Esto no es un filosofema, sino un mitologema. Lo conocieron los gnósticos, comprendieron el secreto de la vida divina como destino histórico mucho más que los filósofos, que operaron con filosofemas abstractos. Este mitologema otorga la posibilidad de entender la esencia de la historia celeste, las etapas de la vida divina, los eones o edades y períodos de la vida divina. El concepto mismo de eón divino está ligado a un destino concreto, y es esencialmente inaferrable e incomprensible para cualquier filosofema abstracto. Sólo el mitologema puede comprender la vida divina como historia celestial, como drama del amor y de la libertad que se desarrolla entre Dios y el Otro a quien El ama y por quien anhela ser correspondido. Sólo si admitimos el deseo de Dios queda resuelto el enigma de la historia celeste y queda abierto el camino para resolver el enigma del destino del mundo y del hombre. Sólo la libertad de Dios y la del hombre, el amor de Dios y el amor del hombre, en su profundísima y trágica correlación interior, constituyen el camino de la experiencia que nos permite alcanzar la fuente de todo destino, sólo así podremos lograr la solución del enigma.

En efecto, sólo si entendemos así la vida y el destino divinos en su profundísima afinidad interior con el destino y la vida interior del hombre, podremos comprender el misterio de la vida divina y llegar así a una metafísica de la historia. Este mitologema concreto es el único que puede volver interiormente accesible lo que es absolutamente incomprensible para el monismo panteísta construido de acuerdo con los principios de la lógica formal.

Para este último panteísmo resultan totalmente ininteligibles el origen del hombre y el sentido de su destino, pues no puede entender en modo alguno cómo en el seno de la vida divina, única e inmóvil, haya podido germinar el trágico movimiento característico del destino humano. Sólo si se concibe esta vida divina como íntimamente emparentada con la tragedia humana se puede comprender el sentido del nacimiento del hombre y el de su destino, es decir, el sentido de la correlación interior entre Dios y el mundo. Efectivamente, pues en el centro del mundo se sitúa el hombre y, por consiguiente, el destino del hombre determina el destino del mundo.

Esto nos permite comprender el significado del profundísimo misterio de la vida íntima de Dios y de la vida del mundo múltiple y semoviente. Se trata del misterio de las relaciones entre Dios y el hombre, del misterio del amor y de la libertad. Es justamente esta comprensión de las relaciones interiores entre Dios y el hombre como drama del amor y de la libertad la que pone de manifiesto y descubre la fuente de la historia. El destino histórico no es otra cosa que el destino del hombre, y, a su vez, el destino del hombre no es más que el destino de las relaciones más profundas entre el hombre y Dios. Estas relaciones íntimas se nos revelan tanto a través de la experiencia espiritual como de los destinos históricos exteriores; ambas cosas se clarifican mutuamente. Esto presupone una comprensión de la misma vida divina como drama entre Dios y el Otro, en el centro del cual se sitúa el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso el misterio de Cristo es también el misterio de las relaciones entre Dios y el hombre, la tragedia del amor y de la libertad. Es un mitologema. En nuestra opinión, el mito no es algo opuesto a lo real, sino que, por el contrario, nos muestra la realidad más profunda. Este mitologema constituye la verdadera clave que nos permite resolver el enigma de la metafísica de la historia.

Estamos hablando de ciertas cuestiones que podrían parecer muy alejadas de nuestro tema, la filosofía de la historia, y quizá muchos no perciban con claridad el nexo entre ambas cosas; pero en seguida resultará evidente por qué estos supuestos son absolutamente indispensables y necesarios para la filosofía de la historia y por qué es preciso detenerse en estas cuestiones previas sobre la metafísica del ser. Para explicar un poco más nuestra concepción según la cual la historia comienza en el seno del Absoluto, en donde se inicia el movimiento trágico de la historia (aquí está el verdadero supuesto de la filosofía cristiana esotérica de la historia), diremos algo sobre una doctrina muy profunda y original de la mística alemana, que ha ejercido asimismo una gran influencia sobre la filosofía alemana y que es esencial para descubrir y comprender la posibilidad del movimiento en el seno del Absoluto.

Nos referimos a la doctrina de Jakob Böhme (el más profundo de los místicos alemanes y uno de los más grandes de todos los tiempos) sobre la «naturaleza oscura de Dios». Esto tiene una relación profunda con lo que hemos dicho anteriormente y constituye una ilustración concreta en orden a comprender el supuesto fundamental de la metafísica de la historia. A nuestro modo de ver, éste es uno de los hallazgos más notables del espíritu germánico.

En efecto, el espíritu germánico hizo los más sorprendentes hallazgos a través de los antiguos místicos alemanes y después los desarrolló en el terreno filosófico, en el arte y en la cultura alemana en general. A nuestro entender, el fundamento primordial de esta cultura es la concepción del ser más profundo y primario como irracional y oscuro en su raíz (una oscuridad que no equivale al mal, pues la oscuridad de que hemos hablado es anterior a la distinción entre el bien y el mal). En las profundidades insondables del ser existe el Urgrund, el abismo, al cual no pueden aplicarse las categorías de bien y mal o de ser y no-ser, y que, en último extremo, es innombrable o inefable. Esta es la realidad más profunda, y es justamente la fuente que constituye la «naturaleza oscura de Dios», como enseña Böhme, y, después de él, Schelling.

En la naturaleza de Dios, en lo más profundo de sí mismo, hay un oscuro abismo originario, a partir de cuyas entrañas se realiza el proceso teogónico, el proceso del nacimiento de Dios. Este proceso tiene ya un carácter derivado con relación al abismo originario sin fondo, inefable, absoluto, irracional, inconmensurable. Existe una cierta fuente primordial, una fuente del ser, de la que brota el torrente eterno, y en este torrente eterno penetra desde toda la eternidad la luz divina y en él tiene lugar el acto del nacimiento de Dios.

Admitir este fundamento primario irracional y oscuro es uno de los caminos para descubrir y comprender el misterio de la posibilidad del movimiento en el seno de la vida divina. En efecto, la existencia de esta fuente primordial oscura, de esta naturaleza primitiva, significa la posibilidad de un destino trágico al interior de la vida de Dios. Si en la vida divina se desarrolla la tragedia de las pasiones, un cierto destino divino en cuyo centro está el sufrimiento de Dios mismo, del Hijo de Dios, si a través de este sufrimiento tiene lugar la redención, la liberación del mundo, esto sólo puede explicarse partiendo del hecho de que existe una fuente profunda de la que surge este movimiento y conflicto trágico, estas trágicas pasiones, y esta fuente se sitúa al interior de la misma vida divina.

Esto es lo que niega la chata concepción racionalista de Dios y toda doctrina «consoladora» y superficial, pues ambas sienten pánico ante la posibilidad de transferir a la vida divina el movimiento trágico, porque disertan sobre una Divinidad exenta de cualquier contradicción y conflicto interiores, es decir, la racionalizan hasta el fondo de acuerdo con los principios de una lógica puramente formal. Este es el mayor descubrimiento hecho por los místicos alemanes; y es en Böhme en donde aparece expresado con la máxima energía, aunque este autor no haya sido el primero en realizar tal hallazgo. Este descubrimiento determinó en gran medida el destino de toda la filosofía alemana, pues, en realidad, esta filosofía proclama que, en la base primordial del ser hay un cierto principio volitivo irracional y que todo el significado y toda la esencia del proceso histórico universal radican en una autoclarificación de este principio irracional oscuro a través de la cosmogonía y también de la teogonía.

De todo esto podemos sacar la consecuencia siguiente (que es también el supuesto de nuestra filosofía de la historia): el destino humano viene predeterminado por el destino celeste, en la vida celeste se desarrolla la tragedia de la clarificación y liberación a través de la Pasión divina, tragedia que condiciona la clarificación que tiene lugar a través de la historia del mundo.

Esta concepción del Absoluto, propia de la mística alemana y, en parte, de la filosofía alemana (sobre todo, de Schelling, y más todavía, de Baader), enlaza con una comprensión más profunda del cristianismo. Todo esto nos lleva a intentar explicar el sagrado drama primordial que se desarrolla en las entrañas del ser, antes de seguir desenvolviendo nuestra metafísica de la historia. ¿En qué consiste este drama? Es el drama de las relaciones recíprocas entre Dios y el hombre. ¿Cómo podemos concebir este drama primordial? Este drama, el misterio del cristianismo, es el misterio del nacimiento de Dios en el hombre y del hombre en Dios.

En realidad, en la base misma del cristianismo se encuentra el enigma del nacimiento de Dios en el hombre y del hombre en Dios. En los diferentes períodos del cristianismo se revelan los distintos aspectos de este misterio. En el destino histórico se manifiesta, sobre todo, el misterio del nacimiento de Dios en el hombre. Si el nacimiento de Dios en el hombre es el centro del destino del mundo, del destino humano, del destino terrenal de este mundo, no menos profundo es el misterio que, al mismo tiempo, tiene lugar en las entrañas de la vida divina, el misterio del nacimiento del hombre en Dios. Pues si existe un deseo humano de Dios y si la respuesta a este deseo es la revelación de Dios en el hombre y el nacimiento de Dios en el espíritu humano, existe asimismo un deseo divino del hombre y un nacimiento del hombre en Dios, y este nacimiento es la respuesta al deseo divino de ser amado en la libertad.

Así se realiza el misterio del proceso antropogónico, el movimiento de respuesta a Dios. Si hay un movimiento divino a través del cual nace Dios, hay también, por parte del hombre, un movimiento de respuesta, a través del cual nace el hombre, se revela el hombre; es, pues, un movimiento del hombre hacia Dios. Este es el sagrado drama primordial del espíritu, del ser, que es, al mismo tiempo, el drama central del cristianismo.

En la persona de Cristo, el Hijo de Dios, que es el punto central del cristianismo, se conjugan los dos misterios. En efecto, en la persona de Cristo, acontece el nacimiento de Dios en el hombre y el nacimiento del hombre en Dios, en este misterio se realizó el amor libre entre Dios y el hombre; en él no sólo se reveló totalmente Dios, sino también el hombre, por vez primera se reveló totalmente para Dios el hombre perfecto como respuesta al movimiento de Dios. Este proceso interior, oculto en la misma realidad divina, es una historia interior divina que se refleja también en toda la historia exterior de la humanidad. A nuestro entender, la historia no es solamente la revelación de Dios al hombre, sino también el movimiento de respuesta a través del cual el hombre se revela a Dios. Toda la complejidad del proceso histórico radica en la interacción íntima de estas dos revelaciones, pues la historia no es tan sólo el plan a través del cual Dios se revela al hombre, sino también la revelación mediante la cual el hombre responde a Dios; por eso es una tragedia tan compleja y terrible.

Si la historia fuese únicamente la revelación de Dios y la apercepción gradual de ésta, en modo alguno sería tan trágica. La tragedia, el drama de la historia, predeterminados al interior de la misma vida divina, derivan del hecho de que el misterio de la historia es el misterio de la libertad. El misterio de la libertad no sólo es un misterio porque a través de él acontece la revelación de Dios, sino también porque en él se realiza la revelación de retorno de la voluntad humana, la revelación del hombre esperada por Dios en el seno mismo de la vida divina. El mundo ha nacido porque Dios ha ansiado desde el principio la libertad; si él no la hubiese anhelado y esperado, no hubiese existido el proceso histórico universal y, en lugar de éste, tendríamos el Reino de Dios, inmóvil y perfecto desde el principio, armonía necesaria y preestablecida. El proceso histórico universal es una horrible tragedia, la historia es sangrienta y en el centro de ella está la crucifixión y la cruz de la que está colgado el mismo Hijo de Dios; en su centro está el sufrimiento de Dios, porque Dios quiso la libertad, porque el misterio y el drama primordial del mundo es el drama de la libertad en las relaciones entre Dios y el Otro, al que Dios ama y por quien quiere ser amado, y este amor sólo cobra sentido a través de la libertad.

Esta libertad originaria, racionalmente incomprensible, absolutamente irracional en su fuente primordial, absolutamente irreductible, es la solución del enigma de la tragedia de la historia universal. A través de ella acontece no sólo la revelación de Dios al hombre, sino también la revelación del hombre a Dios, porque la libertad es la fuente del movimiento, del proceso histórico, del conflicto interior, de la contradicción experimentada en lo más íntimo del ser. Por este motivo, el vínculo entre la libertad y la metafísica de la historia es indisoluble. En la raíz misma de la libertad se resuelve el enigma de la vida divina como destino trágico, y de la vida del hombre y del mundo como destino e historia. Si no existiese la libertad, tampoco habría historia.

La libertad es el fundamento metafísico primordial de la historia. Nosotros, el espíritu humano, sólo podemos comprender la revelación de la historia a través de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, perfecta unión de los dos, nacimiento de Dios en el hombre y del hombre en Dios, revelación de Dios al hombre y del hombre a Dios. El hombre absoluto — Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre — se sitúa en el centro de la historia celeste y terrenal, es el nexo espiritual interior entre estos dos destinos. Al margen de él es incomprensible el vínculo entre el mundo y Dios, entre lo múltiple y lo uno, entre la realidad mundana y humana y la realidad absoluta. La historia existe porque en su meollo mismo está Cristo. Cristo es el fundamente místico y metafísico más profundo y la fuente de la historia de su dramático destino. Hacia El van y de El vienen el movimiento pasional divino y el humano, que sin Cristo no existirían ni serían comprensibles.

La historia ha comenzado entre los hebreos porque ellos tuvieron el presentimiento místico en el que germinó el nexo entre la historia celeste y la terrena. A través de Cristo, lo metafísico y lo «histórico» dejan de estar separados, se reúnen y se identifican. Lo metafísico se hace «histórico» y lo «histórico» se hace metafísico, la historia celeste deviene historia terrena y esta última es concebida como un momento de aquélla. Entender el drama originario del ser como el drama del amor y de la libertad, como el anhelo de libertad por parte de Dios, es una consecuencia del hecho de que Dios ha anhelado al hombre, lo ha deseado, por utilizar términos y expresiones propios del mitologema y no del filosofema abstracto. El hecho de que Dios haya deseado al hombre significa el reconocimiento de la libertad de éste, lo único que puede garantizar una respuesta libre y auténtica.

Sobre esto se funda y a partir de esto se explica la historia universal, del destino histórico. Este será el hilo conductor de nuestras lecciones, cuando tratemos de cómo en las diferentes etapas de la historia universal se va desarrollando la tragedia del drama originario que se refleja en nuestra realidad múltiple, la tragedia de las relaciones entre Dios y el hombre, del amor libre, con todos los sufrimientos y contradicciones insolubles inherentes a este sagrado drama originario. En efecto, la libertad del amor no sólo determina la historia universal, sino también el desenlace de ésta no a través de la necesidad, sino de la libertad.

Esto confiere a la historia universal aquel carácter terrible y sangriento que puede hacernos dudar de la existencia de la divina Providencia e inducirnos a pensar que toda la historia del mundo no es más que una refutación de la misma. Este destino terrible, este triunfo del principio maligno sobre el principio del bien, parece inconciliable con la existencia de una Providencia. Ahora bien, si se concibe el ser mismo de Dios y el drama originario de la vida como el drama de la libertad del amor no sólo se revela infundada la objeción, sino que el mismo destino trágico, sufriente y atormentado de la historia universal aparece como una manifestación del antedicho drama del amor, una manifestación del hecho de que el destino del mundo está encerrado en el incomprensible misterio de la libertad, la cual ha engendrado todos los tormentos de la vida del mundo y del hombre, que hubieran podido ser evitados por la voluntad divina. Pero esto habría supuesto una contradicción para esta misma voluntad divina, que quiere que el destino humano se realice a través de la libertad. Por eso, en la historia universal, todas las desviaciones que intentaron crear la armonía, vencer al principio oscuro, liquidar la libertad díscola, sustituyéndola por una realización no libre del bien, pusieron de relieve una propiedad que sólo es secundaria y que se deriva del drama único y originario de la libertad divina. Se trata de intentos significativos, y la conciencia cristiana debe desenmascararlos como una tentación que acompaña siempre al destino del hombre.

El misterio central del cristianismo, que está en la base de la Iglesia cristiana, es el de la gracia, la cual no es otra cosa que la pacificación y superación del conflicto fatal entre la libertad y la necesidad. Es, a la vez, la superación de la libertad y de la necesidad «fatales». Aquí el término «fatal» es una imagen imperfecta y no adecuada a la esencia interior de estas realidades y que refleja la imperfección de nuestro lenguaje.

La libertad encierra en sí un principio irracional oscuro: éste no garantiza interiormente que la luz vaya a vencer a las tinieblas, que la tarea que nos ha sido asignada por Dios pueda ser cumplida, que el hombre responderá positivamente a la invitación que Dios le hace de amarle libremente. La libertad puede ser «fatal», puede acarrear la victoria de las tinieblas y la destrucción del ser. Este carácter fatal de la libertad lleva ya en sí el germen de la necesidad. Si la historia universal estuviese determinada únicamente por la libertad (no purificada) o sólo por una necesidad ilimitada y ligada a la libertad, por el fatum, el proceso histórico universal sería sin salida y no desembocaría en el amor libremente manifestado en el centro del mundo por Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Ni una libertad no iluminada por nada, ni la necesidad, pueden ofrecernos garantías o asegurar la solución del drama universal del amor vivido en la libertad. Es por esto por lo que existe la gracia, que supone la solución del conflicto entre la libertad y necesidad a través de una misteriosa conciliación de la libertad con el destino divino. La gracia no contradice a la libertad, sino que es una identificación interior con ella; la gracia vence a las tinieblas irracionales de la libertad y hace posible un amor verdaderamente libre. Por eso, el misterio fundamental del cristianismo está ligado a la gracia; es decir, a la superación del conflicto entre el carácter fatal de la libertad y el de la necesidad a través de un amor auténticamente libre. Es justamente mediante la gracia como se realizan las relaciones entre Dios y el hombre y se resuelve el drama divino. Por eso, en la historia universal, en el destino del mundo y del hombre, no sólo actúa la libertad humana, ni está presente únicamente la necesidad natural, sino también la gracia divina, sin la cual este destino no se realizaría, ni el drama podría tener salida alguna.

Este es uno de los momentos fundamentales de toda filosofía cristiana de la historia que tenga por objeto la manifestación del hombre en esta historia. En la historia tiene lugar una interacción sumamente compleja de tres principios: el de la libertad, el de la necesidad, y el principio propiamente realizador de la gracia. Las relaciones recíprocas entre estos tres principios determinan la enorme complejidad del destino histórico del hombre y ellos son las fuerzas metafísicas originarias que actúan en la historia. En el destino del humanismo, en el que centraremos nuestra atención, se revela claramente esta interacción de la gracia, libertad y necesidad.

Todo el proceso universal se desarrolla en función del Hombre, del Hombre con mayúscula, en su centro está el destino del Hombre, delineado de antemano por el drama divino originario. Sólo el mito del Hombre como centro de este destino universal y momento del destino divino resuelve el enigma fundamental de la metafísica de la historia y define por anticipado las fuerzas espirituales que en ella operan. Sólo el nexo entre el proceso teogónico, el cosmogónico y el antropogónico, nos permite explicar la historia como principio metafísico interior y espiritual y no antimetafísico y opuesto a la realidad espiritual interior; este nexo otorga a la totalidad una unidad interior que nos viene dada por nuestra experiencia espiritual. A nuestro modo de ver, la experiencia espiritual del hombre, si se profundiza verdaderamente en ella, pone al descubierto este vínculo entre lo metafísico y lo histórico, entre la realidad celeste (que es la realidad espiritual más profunda) y la terrena. Resuelve el enigma del destino del hombre, sumergido en el destino mismo de Dios, y da sentido al enigma de la historia, tanto en su dimensión mundana y humana, como en la celeste. Esto nos plantea problemas muy complicados y de muy diverso orden, a saber, los problemas relacionados con la naturaleza del tiempo, y nos suministra una serie de supuestos metafísicos para la comprensión de la historia, sin los cuales es imposible una verdadera metafísica de la historia.

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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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