Forman el presente
volumen las lecciones sobre psicología
del carácter, profesadas por el autor en
su cátedra de la Facultad de Filosofía y
Letras (curso 1910). En ese y el
siguiente año, con excepción de pocos
fragmentos complementarios, fueron
publicadas en "La Nación", de Buenos
Aires, y reunidas después en los
"Archivos de Psiquiatría y Criminología"
(1911). Reordenadas las partes y
corregida la forma, apareció el todo en
la Biblioteca "Renacimiento" (Madrid,
enero de 1913, diez mil ejemplares); con
ligeras correcciones se reimprimió la
segunda edición (abril de 1913), de
igual tiraje. La "Biblioteca Ariel" y la
"Colección Sarmiento" han reeditado la
Introducción en folleto ("La moral de
los idealistas", San José de Costa Rica,
1914, y Barcelona, 1917).
La presente edición es copia fiel de la
tercera completa, que ha sido objeto de
nuevas y mayores correcciones: en la
ordenación de los capítulos, en la
denominación de sus partes y en la
forma. Responden ellas al objeto de
aumentar su claridad, especialmente en
lo que constituye su doctrina moral,
tornándola más accesible a los jóvenes
comprensivos e ilustrados para quienes
fueron dichas las lecciones.
******
El autor de este libro se propuso
estigmatizar las funestas lacras morales
que se llaman rutina e hipocresía y
servilismo, deseando ser útil a los
jóvenes que, estando en edad propicia
para evitarlas, puedan formarse ideales
y ennoblecer su vida; tiene ya sobradas
muestras de que su esfuerzo no fue
estéril. Pero más que en la eficacia de
su palabra, ha creído en la de su
ejemplo; desde que pronunció en la
cátedra estas lecciones terminando su
"carrera" exterior a una edad en que
otros se preparan a comenzarla, -- ha
vivido conforme a sus corolarios,
renunciando a beneficiarse de
complicidades y costumbres que considera
nocivas. Se ha dicho, con rigurosa
verdad, que los más despreciables
sujetos son los predicadores de moral
que no ajustan su conducta a sus
palabras. Sabe el autor que muy pocos
moralistas podrían escribir esto mismo
sin que les temblara el pulso.
******
Aunque el lenguaje del libro suele
apartarse de la disciplina científica
del autor, ha sido, para éste, una
admonición permanente para vivir
conforme a los principios de la moral
estoica, que tiene por mejores. Mirando
la dignidad en la cima de las virtudes
humanas ha puesto creciente empeño en la
conquista de su personalidad interior,
por el trabajo y por el estudio, fuentes
de libertad y de optimismo. Como
escritor, prefiere un solo convencido a
cien admiradores literarios; sería feliz
si algún joven, por la lectura de estas
páginas, se propusiera ser, simplemente,
el más virtuoso de sus contemporáneos.
Enero, 1917
INTRODUCCIÓN
LA MORAL DE LOS IDEALISTAS.
I. La emoción del Ideal. - II. De un
idealismo fundado en la experiencia. -
III. Los temperamentos idealistas.
IV. El Idealismo romántico - V. El
Idealismo estoico. - VI. Símbolo.
I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL
Cuando pones la proa visionaria hacia
una estrella y tiendes el ala hacia tal
excelsitud inasible, afanoso de
perfección y rebelde a la mediocridad,
llevas en ti el resorte misterioso de un
Ideal. Es ascua sagrada, capaz de
templarte para grandes acciones.
Custódiala; si la dejas apagar no se
reenciende jamás. Y si ella muere en ti,
quedas inerte: fría bazofia humana. Sólo
vives por esa partícula de ensueño que
te sobrepone a lo real. Ella es el lis
de tu blasón, el penacho de tu
temperamento.
Innumerables signos la revelan: cuando
se te anuda la garganta al recordar la
cicuta impuesta a Sócrates, la cruz
izada para Cristo y la hoguera encendida
a Bruno; cuando te abstraes en lo
infinito leyendo un diálogo de Platón,
un ensayo de Montaigne o un discurso de
Helvecio; de esas pasiones en que
fuiste, alternativamente, el Romeo de
tal Julieta y el Werther de tal Carlota;
cuando tus sienes se hielan de emoción
al declamar una estrofa de Musset que
rima acorde con tu sentir; y cuando, en
suma, admiras la mente preclara de los
genios, la sublime virtud de los santos,
la magna gesta de los héroes,
inclinándote con igual veneración ante
los creadores de Verdad o de Belleza.
Todos no se extasían, como tú, ante un
crepúsculo, no sueñan frente a una
aurora o cimbran en una tempestad; ni
gustan de pasear con Dante, reír con
Moliére, temblar con Shakespeare, crujir
con Wagner; ni enmudecer ante el David,
la Cena o el Partenón. Es de pocos esa
inquietud de perseguir ávidamente alguna
quimera, venerando a filósofos, artistas
y pensadores que fundieron en síntesis
supremas sus visiones del ser y de la
eternidad, volando más allá de lo real.
Los seres de tu estirpe, cuya
imaginación se puebla de ideales y cuyo
sentimiento polariza hacia ellos la
personalidad entera, forman raza aparte
en la humanidad: son idealistas.
Definiendo su propia emoción, podría
decir quien se sintiera poeta: el Ideal
es un gesto del espíritu hacia alguna
perfección.
II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN
EXPERIENCIA
Los filósofos del porvenir, para
aproximarse a formas de expresión cada
vez menos inexactas, dejarán a los
poetas el hermoso privilegio del
lenguaje figurado; y los sistemas
futuros, desprendiéndose de añejos
residuos místicos y dialécticos, irán
poniendo la Experiencia como fundamento
de toda hipótesis legítima.
No es arriesgado pensar que en la ética
venidera florecerá un idealismo moral,
independiente de dogmas religiosos y de
apriorismos metafísicos: los ideales de
perfección, fundados en la experiencia
social y evolutivos como ella misma,
constituirán la íntima trabazón de una
doctrina de la perfectibilidad
indefinida, propicia a todas las
posibilidades de enaltecimiento humano.
Un ideal no es una fórmula muerta, sino
una hipótesis perfectible; para que
sirva, debe ser concebido así, actuante
en función de la vida social que
incesantemente deviene. La imaginación,
partiendo de la experiencia, anticipa
juicios acerca de futuros
perfeccionamientos: los ideales, entre
todas las creencias, representan el
resultado más alto de la función de
pensar.
La evolución humana es un esfuerzo
continuo del hombre para adaptarse a la
naturaleza, que evoluciona a su vez.
Para ello necesita conocer la realidad
ambiente y prever el sentido de las
propias adaptaciones: los caminos de su
perfección. Sus etapas refléjanse en la
mente humana como ideales. Un hombre, un
grupo o una raza son idealistas porque
circunstancias propicias determinan su
imaginación a concebir
perfeccionamientos posibles.
Los ideales son formaciones naturales.
Aparecen cuando la porque circunstancias
propicias determinan su imaginación
puede anticiparse a la experiencia. No
son entidades misteriosamente infundidas
en los hombres, ni nacen del azar. Se
forman como todos los fenómenos
accesibles a nuestra observación. Son
efectos de causas, accidentes en la
evolución universal investigada por las
ciencias y resumidas por las filosofías.
Y es fácil explicarlo, si se comprende.
Nuestro sistema solar es un punto en el
cosmos; en ese punto es un simple
detalle el planeta que habitamos; en ese
detalle la vida es un transitorio
equilibrio químico de la superficie;
entre las complicaciones de ese
equilibrio viviente la especie humana
data de un período brevísimo; en el
hombre se desarrolla la función de
pensar como un perfeccionamiento de la
adaptación al medio; uno de sus modos es
la imaginación que permite generalizar
los datos de la experiencia, anticipando
sus resultados posibles y abstrayendo de
ella idea les de perfección. Así la
filosofía del porvenir, en vez de
negarlos, permitirá afirmar su realidad
como aspectos legítimos de la función de
pensar y los reintegrará en la
concepción natural del universo. Un
ideal es un punto y un momento entre los
infinitos posibles que pueblan el
espacio y el tiempo.
Evolucionar es variar. En la evolución
humana el pensamiento varía
incesantemente. Toda variación es
adquirida por temperamentos
predispuestos; las variaciones útiles
tienden a conservarse. La experiencia
determina la formación natural de
conceptos genéricos, cada vez más
sintéticos; la imaginación abstrae de
éstos ciertos caracteres comunes,
elaborando ideas generales que pueden
ser hipótesis acerca del incesante
devenir: así se forman los ideales que,
para el hombre, son normativos de la
conducta en consonancia con sus
hipótesis. Ellos no son apriorísticos,
sino inducidos de una vasta experiencia;
sobre ella se empina la imaginación para
prever el sentido en que varía la
humanidad.
Todo ideal representa un nuevo estado de
equilibrio entre el pasado y el
porvenir.
Los ideales pueden no ser verdades; son
creencias. Su fuerza estriba en sus
elementos efectivos: influyen sobre
nuestra conducta en la medida en que lo
creemos. Por eso la representación
abstracta de las variaciones futuras
adquiere un valor moral: las más
provechosas a la especie son concebidas
como perfeccionamientos. Lo futuro se
identifica con lo perfecto. Y los
ideales, por ser visiones anticipadas de
lo venidero, influyen sobre la conducta
y con el instrumento natural de todo
progreso humano.
Mientras la instrucción se limita a
extender las nociones que la experiencia
actual considera más exactas, la
educación consiste en sugerir los
ideales que se presumen propicios a la
perfección.
El concepto de lo mejor es un resultado
natural de la evolución misma. La vida
tiende naturalmente a perfeccionarse.
Aristóteles enseñaba que la actividad es
un movimiento del ser hacia la propia
"entelequia": su estado de perfección.
Todo lo que existe persigue su
entelequia, y esa tendencia se refleja
en todas las otras funciones del
espíritu; la formación de ideales está
sometida a un determinismo, que, por ser
complejo, no es menos absoluto. No son
obra de una libertad que escapa a las
leyes de todo lo universal, ni productos
de una razón pura que nadie conoce. Son
creencias aproximativas acerca de la
perfección venidera. Lo futuro es lo
mejor de lo presente, puesto que
sobreviene en la selección natural: los
ideales son un "élan" hacia lo mejor, en
cuanto simples anticipaciones del
devenir.
A medida que la experiencia humana se
amplía, observando la realidad, los
ideales son modificados por la
imaginación, que es plástica y no reposa
jamás. Experiencia e imaginación siguen
vías paralelas, aunque va muy retardada
aquélla respecto de ésta. La hipótesis
vuela, el hecho camina; a veces el ala
rumbea mal, el pie pisa siempre en
firme; pero el vuelo puede rectificarse,
mientras el paso no puede volar nunca.
La imaginación es madre de toda
originalidad; deformando lo real hacia
su perfección, ella crea los ideales y
les da impulso con el ilusorio
sentimiento de la libertad: el libre
albedrío es un error útil para la
gestación de los ideales. Por eso tiene,
prácticamente, el valor de una realidad.
Demostrar que es una simple ilusión,
debida a la ignorancia de causas
innúmeras, no implica negar su eficacia.
Las ilusiones tienen tanto valor para
dirigir la conducta, como las verdades
más exactas; puede tener más que ellas,
si son intensamente pensadas o sentidas.
El deseo de ser libre nace del contraste
entre dos móviles irreductibles: la
tendencia a perseverar en el ser,
implicada en la herencia, y la tendencia
a aumentar el ser, implicada en la
variación. La una es principio de
estabilidad, la otra de progreso.
En todo ideal, sea cual fuere el orden a
cuyo perfeccionamiento tienda, hay un
principio de síntesis y de continuidad:
"es una idea fija o una emoción fija".
Como propulsores de la actividad humana,
se equivalen y se implican
recíprocamente, aunque en la primera
predomina el razonamiento y en la
segunda la pasión. "Ese principio de
unidad, centro de atracción y punto de
apoyo de todo trabajo de la imaginación
creadora, es decir, de una síntesis
subjetiva que tiende a objetivarse, es
el ideal" dijo Ribot. La imaginación
despoja a la realidad de todo lo malo y
la adorna con todo lo bueno, depurando
la experiencia, cristalizándola en los
moldes de perfección que concibe más
puros. Los ideales son, por ende,
reconstrucciones imaginativas de la
realidad que deviene. Son siempre
individuales. Un ideal colectivo es la
coincidencia de muchos individuos en un
mismo afán de perfección. No es que una
idea los acomune, sino que análoga
manera de sentir y de pensar convergen
hacia un "ideal" común a todos ellos.
Cada era, siglo o generación puede tener
su ideal; suele ser patrimonio de una
selecta minoría, cuyo esfuerzo consigue
imponerlo a las generaciones siguientes.
Cada ideal puede encarnarse en un genio;
al principio, mientras él lo define o lo
plasma, sólo es comprendido por el
pequeño núcleo de espíritus sensibles al
ritmo de la nueva creencia.
El concepto abstracto de una perfección
posible toma su fuerza de la Verdad que
los hombres le atribuyen: todo ideal es
una fe en la posibilidad misma de la
perfección. En su protesta involuntaria
contra lo malo se revela siempre una
indestructible esperanza de lo mejor; en
su agresión al pasado fermenta una sana
levadura de porvenir.
No es un fin, sino un camino. Es
relativo siempre, como toda creencia.
La intensidad con que tiende a
realizarse no depende de su verdad
efectiva sino de la que se le atribuye.
Aun cuando interpreta erróneamente la
perfección venidera, es ideal para quien
cree sinceramente en su verdad o su
excelsitud.
Reducir el idealismo a un dogma de
escuela metafísica equivale a castrarlo;
llamar idealismo a las fantasías de
mentes enfermizas o ignorantes, que
creen sublimizar así su incapacidad de
vivir y de ilustrarse, es una de tantas
ligerezas alentadas por los espíritus
palabristas. Los más vulgares
diccionarios filosóficos sospechan este
embrollo deliberado: Idealismo: palabra
muy vaga que no debe emplearse .sin
explicarla. Hay tantos idealismos como
ideales; y tantos ideales como
idealistas y tantos idealistas como
hombres aptos para concebir perfecciones
y capaces de vivir hacia ellas. Debe
rehusarse el monopolio de los ideales y
cuantos lo reclaman en nombre de
escuelas filosóficas, sistema de moral,
credos de religión, fanatismo de secta o
dogma de estética. El "idealismo" no es
privilegio de las doctrinas
espiritualistas que desearían oponerlo
al "materialismo", llamando así,
despectivamente, a todas las demás; ese
equívoco, tan explotado por los enemigos
de las Ciencias tenidas justamente como
hontanares de Verdad y de Libertad, se
duplica al sugerir que la materia es la
antítesis de la idea, después de
confundir al ideal con la idea y a ésta
con el espíritu, como entidad
trascendente y ajena al mundo real. Se
trata, visiblemente, de un juego de
palabras, secularmente repetido por sus
beneficiarios, que transportan a las
doctrinas filosóficas el sentido que
tienen los vocablos idealismo y
materialismo en el orden moral. El
anhelo de perfección en el conocimiento
de la Verdad puede animar con igual
ímpetu al filósofo monista y al
dualista, al teólogo y al ateo, al
estoico y al pragmatista.
El particular ideal de cada uno concurre
al ritmo total de la perfección posible,
antes que obstar al esfuerzo similar de
los demás. Y es más estrecha, aún, la
tendencia a confundir el idealismo, que
se refiere a los ideales, con las
tendencias metafísicos que así se
denominan porque consideran a las
"ideas" más reales que la realidad
misma, o presuponen que ellas son la
realidad única, forjada por nuestra
mente, como en el sistema hegeliano.
"Ideólogos" no puede ser sinónimo de
"idealistas", aunque el mal uso induzca
a creerlo. No podríamos restringirlo al
pretendido idealismo de ciertas escuelas
estéticas, porque todas las maneras del
naturalismo y del realismo pueden
constituir un ideal de arte, cuando sus
sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano,
Flaubert o Wagner; el esfuerzo
imaginativo de los que persiguen una
ideal armonía de ritmos, de colores, de
líneas o de sonidos, se equivale,
siempre que su obra transparente un modo
de belleza o una original personalidad.
No le confundiremos, en fin, con cierto
idealismo ético que tiende a monopolizar
el culto de la perfección en favor de
alguno de los fanatismos religiosos
predominantes en cada época, pues sobre
no existir un único e inevitable. Bien
ideal, difícilmente cabría en los
catecismos para mentes obtusas. El
esfuerzo individual hacia la virtud
puede ser tan magníficamente concebido y
realizado por el peripatético como por
el cirenaico, por el cristiano como por
el anarquista, por el filántropo como
por el epicúreo, pues todas las teorías
filosóficas son igualmente incompatibles
con la aspiración individual hacia el
perfeccionamiento humano. Todos ellos
pueden ser idealistas, si saben
iluminarse en su doctrina; y en todas
las doctrinas pueden cobijarse dignos y
buscavidas, virtuosos y sin vergüenza.
El anhelo y la posibilidad de la
perfección no es patrimonio de ningún.
credo: recuerda el agua de aquella
fuente, citada por Platón, que no podía
contenerse en ningún vaso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre
la legitimidad de los ideales, en cada
tiempo y lugar. En el curso de la vida
social se seleccionan naturalmente;
sobreviven los más adaptados, los que
mejor prevén el sentido de la evolución;
es decir, los coincidentes con el
perfeccionamiento efectivo. Mientras la
experiencia no da su fallo, todo ideal
es respetable, aunque parezca absurdo. Y
es útil por su fuerza de contraste; si
es falso muere solo, no daña. Todo
ideal, por ser una creencia, puede
contener una parte de error, o serlo
totalmente; es una visión remota y, por
lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo
único malo es carecer de ideales y
esclavizarse a las contingencias de la
vida práctica inmediata, renunciando a
la posibilidad de la perfección moral.
Cuando un filósofo enuncia ideales, para
el hombre o para la sociedad, su
comprensión inmediata es tanto más
difícil cuanto más se elevan sobre los
prejuicios y el palabrismo
convencionales en el ambiente que le
rodea; lo mismo ocurre con la verdad del
sabio y con el estilo del poeta. La
sanción ajena es fácil para lo que
concuerda con rutinas secularmente
practicadas; es difícil cuando la
imaginación no pone mayor originalidad
en el concepto o en la forma.
Ese desequilibrio entre la perfección
concebible y la realidad practicable,
estriba en la naturaleza misma de la
imaginación, rebelde al tiempo y al
espacio. De ese contraste legítimo no se
infiere que los ideales lógicos,
estéticos o morales deban ser
contradictorios entre sí, aunque sean
heterogéneos y marquen el paso a
desigual compás, según los tiempos: no
hay una Verdad amoral o fea, ni fue
nunca la Belleza absurda o nociva, ni
tuvo el Bien sus raíces en el error o la
desarmonía. De otro modo concebiríamos
perfecciones imperfectas. Los caminos de
perfección son convergentes. Las formas
infinitas del ideal son complementarias:
jamás contradictorias, aunque lo
parezca. Si el ideal de la ciencia es la
Verdad, de la moral el Bien y del arte
la Belleza, formas preeminentes de toda
excelsitud, no se concibe que puedan ser
antagonistas.
Los ideales están en perpetuo devenir,
como las formas de la realidad a que se
anticipan. La imaginación los construye
observando la naturaleza, como un
resultado de la experiencia; pero una
vez formados ya no están en ella, son
anticipaciones de ella, viven sobre ella
para señalar su futuro. Y cuando la
realidad evoluciona hacia un ideal antes
previsto, la imaginación se aparta
nuevamente de la realidad, aleja de ella
al ideal, proporcionalmente. La realidad
nunca puede igualar al ensueño en esa
perpetua persecución de la quimera. El
ideal es un límite: toda realidad es una
"dimensión variable" que puede
acercársele indefinidamente, sin
alcanzarlo nunca. Por mucho que lo
"variable" se acerque a su "límite", se
concibe que podría acercársele más; sólo
se confunden en el infinito. Todo ideal
es siempre relativo a una imperfecta
realidad presente.
No los hay absolutos. Afirmarlo
implicaría abjurar de su esencia misma,
negando la posibilidad infinita de la
perfección. Erraban los viejos
moralistas al creer que en el punto
donde estaba su espíritu en ese momento,
convergían todo el espacio y todo el
tiempo; para la ética moderna, libre de
esa grave falacia, la relatividad de los
ideales es un postulado fundamental.
Sólo poseen un carácter común: su
permanente transformación hacia
perfeccionamientos ilimitados. Es propia
de gentes primitivas toda moral
cimentada en supersticiones y
dogmatismos. Y es contraria a todo
idealismo, excluyente de todo ideal. En
cada momento y lugar la realidad varía;
con esa variación se desplaza el punto
de referencia de los ideales. Nacen y
mueren, convergen o se excluyen,
palidecen o se acentúan; son, también
ellos, vivientes como los cerebros en
que germinan o arraigan, en un proceso
sin fin. No habiendo un esquema final e
insuperable de perfección, tampoco lo
hay de los ideales humanos. Se forman
por cambio incesante; evolucionan
siempre; su palingenesia es eterna.
Esa evolución de los ideales no sigue un
ritmo uniforme en el curso de la vida
social o individual. Hay climas morales,
horas, momentos, en que toda una raza,
un pueblo, una clase, un partido, una
secta concibe un ideal y se esfuerza por
realizarlo. Y los hay en la evolución de
cada hombre, aisladamente considerado.
Hay también climas, horas y momentos en
que los ideales se murmuran apenas o se
callan: la realidad ofrece inmediatas
satisfacciones a los apetitos y la
tentación del hartazgo ahoga todo afán
de perfección.
Cada época tiene ciertos ideales que
presienten mejor el porvenir,
entrevistos por pocos, seguidos por el
pueblo o ahogados por su indiferencia,
ora predestinados a orientarlo como
polos magnéticos, ora a quedar latentes
hasta encontrar la gloria en momento y
clima propicio. Y otros ideales mueren,
porque son creencias falsas: ilusiones
que el hombre se forja acerca de si
mismo o quimeras verbales que los
ignorantes persiguen dando manotadas en
la sombra. Sin ideales sería
inexplicable la evolución humana. Los
hubo y los habrá siempre. Palpitan
detrás de todo esfuerzo magnífico
realizado por un hombre o por un pueblo.
Son faros sucesivos en la evolución
mental de los individuos y de las razas.
La imaginación los enciende sobrepasando
continuamente a la experiencia,
anticipándose a sus resultados. Ésa es
la ley del devenir humano: los
acontecimientos, yermos de suyo para la
mente humana, reciben vida y calor de
los ideales, sin cuya influencia
yacerían inertes y los siglos serían
mudos.
Los hechos son puntos de partida; los
ideales son faros luminosos que de
trecho en trecho alumbran la ruta. La
historia de la civilización muestra una
infinita inquietud de perfecciones, que
grandes hombres presienten, anuncian o
simbolizan. Frente a esos heraldos, en
cada momento de la peregrinación humana
se advierte una fuerza que obstruye
todos los senderos: la mediocridad, que
es una incapacidad de ideales.
Así concebido, conviene reintegrar el
idealismo en toda futura filosofía
científica. Acaso parezca extraño a los
que usan palabras sin definir su sentido
y a los que temen complicarse en las
logomaquias de los verbalistas. Definido
con claridad, separado de sus malezas
seculares, será siempre el privilegio de
cuantos hombres honran, por sus
virtudes, a la especie humana. Como
doctrina de la perfectibilidad, superior
a toda afirmación dogmática, el
idealismo ganará, ciertamente.
Tergiversado por los miopes y los
fanáticos, se rebaja. Yerran los que
miran al pasado, poniendo el rumbo hacia
prejuicios muertos y vistiendo al
idealismo con andrajos que son su
mortaja; los ideales viven de la Verdad,
que se va haciendo; ni puede ser vital
ninguno que lo contradiga en su punto
del tiempo. Es ceguera oponer la
imaginación de lo futuro a la
experiencia de lo presente, el Ideal a
la Verdad, como si conviniera apagar las
luces del camino para no desviarse de la
meta. Es falso; la imaginación y la
experiencia van de la mano. Solas, no
andan.
Al idealismo dogmático que los antiguos
metafísicos pusieron en las "ideas"
absolutas y apriorísticas, oponemos un
idealismo experimental que se refiere a
los "ideales" de perfección,
incesantemente renovados, plásticos,
evolutivos como la vida misma.
III. LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS
Ningún Dante podría elevar a Gil Blas,
Sancho y Tartufo hasta el rincón de su
paraíso donde moran Cyrano, Quijote y
Stockmann. Son dos mundos morales, dos
razas, dos temperamentos: Sombras y
Hombres.
Seres desiguales no pueden pensar de
igual manera. Siempre habrá evidente
contraste entre el servilismo y la
dignidad, la torpeza y el genio, la
hipocresía y la virtud. La imaginación
dará a unos el impulso original hacia lo
perfecto; la imitación organizará en
otros los hábitos colectivos. Siempre
habrá, por fuerza, idealistas y
mediocres.
El perfeccionamiento humano se efectúa
con ritmo diverso en las sociedades y en
los individuos. Los más poseen una
experiencia sumisa al pasado: rutinas,
prejuicios, domesticidades. Pocos
elegidos varían, avanzando sobre el
porvenir; al revés de Anteo, que tocando
el suelo cobraba alientos nuevos, los
toman clavando sus pupilas en las
constelaciones lejanas y de apariencia
inaccesible. Esos hombres, predispuestos
a emanciparse de su rebaño, buscando
alguna perfección más allá de lo actual,
son los "idealistas". La unidad del
género no depende del contenido
intrínseco de sus ideales sino de su
temperamento: se es idealista
persiguiendo las quimeras más
contradictorias, siempre que ellas
impliquen un sincero afán de
enaltecimiento. Cualquiera. Los
espíritus afiebrados por algún ideal son
adversarios de la mediocridad: soñadores
contra los utilitarios, entusiastas
contra los apáticos, generosos contra
los calculistas, indisciplinados contra
los dogmáticos. Son alguien o algo
contra los que no son nadie ni nada.
Todo idealista es un hombre cualitativo:
posee un sentido de las diferencias que
le permite distinguir entre lo malo que
observa, y lo mejor que imagina. Los
hombres sin ideales son cuantitativos;
pueden apreciar el más y el menos, pero
nunca distinguen lo mejor de lo peor.
Sin ideales sería inconcebible el
progreso. El culto del "hombre
práctico", limitado a las contingencias
del presente, importa un renunciar a
toda imperfección. El hábito organiza la
rutina y nada crea hacia el porvenir;
sólo de los imaginativos espera la
ciencia sus hipótesis, el arte su vuelo,
la moral sus ejemplos, la historia sus
páginas luminosas.
Son la parte viva y dinámica de la
humanidad; los prácticos no han hecho
más que aprovecharse de su esfuerzo,
vegetando en la sombra. Todo porvenir ha
sido una creación de los hombres capaces
de presentirlo, concretándolo en
infinita sucesión de ideales. Más ha
hecho la imaginación construyendo sin
tregua, que el cálculo destruyendo sin
descanso. La excesiva prudencia de los
mediocres ha paralizado siempre las
iniciativas más fecundas. Y no quiere
esto decir que la imaginación excluya la
experiencia: ésta es útil, pero sin
aquélla es estéril. Los idealistas
aspiran a conjugar en su mente la
inspiración y la sabiduría; por eso, con
frecuencia, viven trabados por su
espíritu crítico cuando los caldea una
emoción lírica y ésta les nubla la vista
cuando observan la realidad. Del
equilibrio entre la inspiración y la
sabiduría nace el genio. En las grandes
horas de una raza o de un hombre, la
inspiración es indispensable para crear;
esa chispa se enciende en la imaginación
y la experiencia la convierte en
hoguera. Todo idealismo es, por eso, un
afán de cultura intensa: cuenta entre
sus enemigos más audaces a la
ignorancia, madrastra de obstinadas
rutinas.
La humanidad no llega hasta donde
quieren los idealistas en cada
perfección particular; pero siempre
llega más allá de donde habría ido sin
su esfuerzo. Un objetivo que huye ante
ellos se convierte en estímulo para
perseguir nuevas quimeras. Lo poco que
pueden todos, depende de lo mucho que
algunos anhelan. La humanidad no
poseería sus bienes presentes si algunos
idealistas no los hubieran conquistado
viviendo con la obsesiva aspiración de
otros mejores.
En la evolución humana, los ideales se
mantienen en equilibrio inestable. Todo
mejoramiento real es precedido por
conatos y tanteos de pensadores audaces,
puestos en tensión hacia él, rebeldes al
pasado, aunque sin la intensidad
necesaria para violentarlo; esa lucha es
un reflujo perpetuo entre lo más
concebido y lo menos realizado. Por eso
los idealistas son forzosamente
inquietos, como todo lo que vive, como
la vida misma; contra la tendencia
apacible de los rutinarios, cuya
estabilidad parece inercia de muerte.
Esa inquietud se exacerba en los grandes
hombres, en los genios mismos si el
medio es hostil a sus quimeras, como es
frecuente. No agita a los hombres sin
ideales, informe argamasa de humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso
hacia lo mejor sólo puede esperarse de
ella: jamás de los enmohecidos y de los
seniles. Y sólo es juventud la sana e
iluminada, la que mira al frente y no a
la espalda; nunca los decrépitos de
pocos años, prematuramente domesticados
por las supersticiones del pasado: lo
que en ellos parece primavera es tibieza
otoñal, ilusión de aurora que es ya un
apagamiento de crepúsculo.
Sólo hay juventud en los que trabajan
con entusiasmo para el porvenir; por eso
en los caracteres excelentes puede
persistir sobre el apeñuscarse de los
años.
Nada cabe esperar de los hombres que
entran a la vida sin afiebrarse por
algún ideal; a los que nunca fueron
jóvenes, paréceles descarriado todo
ensueño. Y no se nace joven: hay que
adquirir la juventud.
Y sin un ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquivos o
rebeldes a los dogmatismos sociales que
los oprimen. Resisten la tiranía del
engranaje nivelador, aborrecen toda
coacción, sienten el peso de los honores
con que se intenta domesticarlos y
hacerlos cómplices de los intereses
creados, dóciles maleables, solidarios,
uniformes en la común mediocridad.
Las fuerzas conservadoras que componen
el subsuelo social pretenden amalgamar a
los individuos, decapitándolos; detestan
las diferencias, aborrecen las
excepciones, anatematizan al que se
aparta en busca de su propia
personalidad. El original, el
imaginativo, el creador no teme sus
odios: los desafía, aun sabiéndolos
terribles porque son irresponsables.
Por eso todo idealista es una viviente
afirmación del individualismo, aunque
persiga una quimera social; puede vivir
para los demás, nunca de los demás. Su
independencia es una reacción hostil a
todos los dogmáticos. Concibiéndose
incesantemente perfectibles, los
temperamentos idealistas quieren decir
en todos los momentos de su vida, como
Don Quijote: "yo sé quién soy". Viven
animados de ese afán afirmativo. En sus
ideales cifran su ventura suprema y su
perpetua desdicha. En ellos caldean la
pasión. que anima su fe; esta, al
estrellarse contra la realidad social,
puede parecer desprecio, aislamiento,
misantropía: la clásica "torre de
marfil" reprochada a cuantos se erizan
al contacto de los obtusos. Diríase que
de ellos dejó escrita una eterna imagen
Teresa de Ávila: "Gusanos de seda somos,
gusanillos que hilamos la seda de
nuestras vidas y en el capullito de la
seda nos encerramos para que el gusano
muera y del capullo salga volando la
mariposa".
Todo idealismo es exagerado, necesita
serlo. Y debe ser cálido su idioma, como
si desbordara la personalidad sobre lo
impersonal; el pensamiento sin calor es
muerto, frío, carece de estilo, no tiene
firma.
Jamás fueron tibios los genios, los
santos y los héroes. Para crear una
partícula de Verdad, de Virtud o de
Belleza, se requiere un esfuerzo
original y violento contra alguna rutina
o prejuicio; como para dar una lección
de dignidad hay que desgoznar algún
servilismo. Todo ideal es,
instintivamente, extremoso; debe serlo a
sabiendas, si es menester, pues pronto
se rebaja al refractarse en la
mediocridad de los más. Frente a los
hipócritas que mienten con viles
objetivos, la exageración de los
idealistas es, apenas, una verdad
apasionada. La pasión es su atributo
necesario, aun cuando parezca desviar de
la verdad; lleva a la hipérbole, al
error mismo; a la mentira nunca. Ningún
ideal es falso para quien lo profesa: lo
cree verdadero y coopera a su
advenimiento, con fe, con desinterés. El
sabio busca la Verdad por buscarla y
goza arrancando a la naturaleza secretos
para él inútiles o peligrosos. Y el
artista busca también la suya, porque la
Belleza es una verdad animada por la
imaginación, más que por la experiencia.
Y el moralista la persigue en el Bien,
que es una recta lealtad de la conducta
para consigo mismo y para con los demás.
Tener un ideal es servir a su propia
Verdad Siempre.
Algunos ideales se revelan como pasión
combativa y otros como pertinaz
obsesión; de igual manera distínguense
dos tipos de idealistas, según predomine
en ellos el corazón o el cerebro. El
idealismo sentimental es romántico: la
imaginación no es inhibida por la
crítica y los ideales viven de
sentimiento. En el idealismo
experimental los ritmos afectivos son
encarrilados por la experiencia y la
crítica coordina la imaginación: los
ideales tórnanse reflexivos y serenos.
Corresponde el uno a la juventud y el
otro a la madurez. El primero es
adolescente, crece, puja y lucha; el
segundo es adulto, se fija, resiste,
vence.
El idealista perfecto sería romántico a
los veinte años y estoico a los
cincuenta; es tan anormal el estoicismo
en la juventud como el romanticismo en
la edad madura. Lo que al principio
enciende su pasión, debe cristalizarse
después en suprema dignidad: ésa es la
lógica de su temperamento.
IV. EL IDEALISMO ROMÁNTICO
Los idealistas románticos son exagerados
porque son insaciables.
Sueñan lo más para realizar lo menos;
comprenden que todos los ideales
contienen una partícula de utopía y
pierden algo al realizarse: de razas o
de individuos, nunca se integran como se
piensan. En pocas cosas el hombre puede
llegar al Ideal que la imaginación
señala: su gloria está en marchar hacia
él, siempre inalcanzado e inalcanzable.
Después de iluminar su espíritu con
todos los resplandores de la cultura
humana, Goethe muere pidiendo más luz; y
Musset quiere amar incesantemente
después de haber amado, ofreciendo su
vida por una caricia y su genio por un
beso. Tonos los románticos parecen
preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no
es infinito el poder humano, como el
deseo?"
Tienen una curiosidad de mil ojos,
siempre atenta para no perder la más
imperceptible titilación del mundo que
la solicita. Su sensibilidad es aguda,
plural, caprichosa, artista, como si los
nervios hubieran centuplicado su
impresionabilidad. Su gesto sigue
prontamente el camino de las nativas
inclinaciones: entre diez partidos
adoptan aquel subrayado por el latir más
intenso de su corazón. Son dionisiacos.
Sus aspiraciones se traducen por
esfuerzos activos sobre el medio social
o por una hostilidad contra todo lo que
se opene a sus corazonadas y ensueños.
Construyen sus ideales sin conceder nada
a la realidad, rehusándose al contralor
de la experiencia, agrediéndola si ella
los contraría. Son ingenuos y sensibles,
fáciles de conmoverse, accesibles al
entusiasmo y a la ternura; con esa
ingenuidad sin doblez que los hombres
prácticos ignoran. Un minuto les basta
para decidir de toda una vida. Su idea
cristaliza en firmezas inequívocas
cuando la realidad los hiere con más
saña.
Todo romántico está por Don Quijote
contra Sancho, por Cyrano contra
Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas;
por cualquier ideal contra toda
mediocridad. Prefiere la flor al fruto,
presintiendo que éste no podría existir
jamás sin aquélla. Los temperamentos
acomodaticios saben que la vida guiada
por el interés brinda provechos
materiales; los románticos creen que la
suprema dignidad se incuba en el ensueño
y la pasión. Para ellos un beso de tal
mujer vale más que cien tesoros de
Golconda. Su elocuencia está en su
corazón: disponen de esas "razones que
la razón ignora", que decía Pascal. En
ellas estriba el encanto irresistible de
los Musset y los Byron: su estuosidad
apasionada nos estremece, ahoga como si
una garra apretara el cuello, sobresalta
las venas, humedece los párpados,
entrecorta el aliento. Sus heroínas y
sus protagonistas pueblan los insomnios
juveniles, como si los describieran con
una vara mágica entintada en el cáliz de
una poetisa griega: Safo, por caso, la
más lírica. Su estilo es de luz y de
color, siempre encendido, ardiente a
veces. Escriben como hablan los
temperamentos apasionados, con esa
elocuencia de las voces enronquecidas
por un deseo o por un exceso, esa "voce
calda" que enloquece a las mujeres finas
y hace un Don
Juan de cada amador romántico. Son ellos
los aristócratas del amor, con ellos
sueñan todas las Julietas e Isoldas. En
vano se confabulan en su contra las
embozadas hipocresías mundanas; los
espíritus zafios desearían inventar una
balanza para pesar la utilidad inmediata
de sus inclinaciones. Como no la poseen,
renuncian a seguirlas.
El hombre incapaz de alentar nobles
pasiones esquiva el amor como si fuera
un abismo; ignora que él acrisola todas
las virtudes y es el más eficaz de los
moralistas. Vive y muere sin haber
aprendido a amar. Caricaturiza a este
sentimiento guiándose por las
sugestiones de sórdidas conveniencias.
Los demás le eligen primero las queridas
y le imponen después la esposa. Poco le
importa la fidelidad de las primeras,
mientras le sirvan de adorno; nunca
exige inteligencia en la otra, si es un
escalón en su mundo. Musset le parece
poco serio y encuentra infernal a Byron;
habría quemado a Jorge Sand y la misma
Teresa de Avila resúltale un poco
exagerada. Se persigna si alguien
sospecha que Cristo pudo amar a la
pecadora de Magdala. Cree firmemente que
Werther, Joselyn, Mimí, Rolla y Manón
son símbolos del mal, creados por la
imaginación de artistas enfermos.
Aborrece la pasión honda y sentida,
detesta los romanticismos sentimentales.
Prefiere la compra tranquila a la
conquista comprometedora. Ignora las
supremas virtudes del amor, que es
ensueño, anhelo, peligro, toda la
imaginación convergiendo al
embellecimiento del instinto, y no
simple vértigo brutal de los sentidos.
En las eras de rebajamiento, cuando está
en su apogeo la mediocridad, los
idealistas se alinean contra los
dogmatismos sociales, sea cual fuere el
régimen dominante. Algunas veces, en
nombre del romanticismo político, agitan
un ideal democrático y humano. Su amor a
todos los que sufren es justo encono
contra los que oprimen su propia
individualidad. Diríase que llegan hasta
amar a las víctimas para protestar
contra el verdugo indigno; pero siempre
quedan fuera de toda hueste, sabiendo
que en ella puede incubarse una coyunda
para el porvenir.
En todo lo perfectible cabe un
romanticismo; su orientación varía con
los tiempos y con las inclinaciones. Hay
épocas en que más florece, como en las
horas de reacción que siguieron al
sacudimiento libertario de la revolución
francesa. Algunos románticos se creen
providenciales y su imaginación se
revela por un misticismo constructivo,
como en Fourier y Lamennais, precedidos
por Rousseau, que fue un Marx
calvinista, y seguidos por Marx, que fue
un Rousseau judío.
En otros, el lirismo tiende, como en
Byron y Ruskin, a convertirse en
religión estática. En Mazzini y Kossuth
toma color político. Habla en tono
profético y trascendente por boca de
Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa
con ironía los dogmatismos sociales y en
Vigny los desdeña amargamente. Se duele
en Musset y desespera en Amiel. Fustiga
a la mediocridad con Flaubert y Barbey
d'Aurevilly. Y en otros conviértese en
rebelión abierta contra todo lo que
amengua y domestica al individuo, como
en Émerson, Stirner, Guyau, lbsen o
Nietzsche.
V. EL IDEALISMO ESTOICO
Las rebeldías románticas son embotadas
por la experiencia: ella enfrena muchas
impetuosidades falaces y da a los
ideales más sólida firmeza. Las
lecciones de la realidad no matan al
idealista: lo educan.
Su afán de perfección tórnase más
centrípeto y digno, busca los caminos
propicios, aprende a salvar las
asechanzas que la mediocridad le tiende.
Cuando la fuerza de las cosas se
sobrepone a su personal inquietud y los
dogmatismos sociales cohiben sus
esfuerzos por enderezarlos, su idealismo
tórnase experimental. No puede doblar la
realidad a sus ideales, pero los
defiende de ella, procurando salvarlos
de toda mengua o envilecimiento. Lo que
antes se proyectaba hacia afuera,
polarizase en el propio esfuerzo, se
interioriza. "Una gran vida escribió
Vigny es un ideal de la juventud
realizado en la edad madura".
Es inherente a la primera ilusión de
imponer sus ensueños, rompiendo las
barreras que les opone la realidad;
cuando la experiencia advierte que la
mole no cae, el idealista
atrincherándose en virtudes intrínsecas,
custodiando sus ideales, realizándolos
en alguna medida, sin que la solidaridad
pueda conducirle nunca a torpes
complicidades.
El idealismo sentimental y romántico se
transforma en idealismo experimental y
estoico; la experiencia regula la
imaginación haciéndolo ponderado y
reflexivo. La serena armonía clásica
reemplaza a la pujanza impetuosa: el
Idealismo dionisiaco se convierte en
Idealismo apolíneo.
Es natural que así sea. Los
romanticismos no resisten a la
experiencia crítica: si duran hasta
pasados los límites de la juventud, su
ardor no equivale a su eficiencia. Fue
error de Cervantes la avanzada edad en
que Don Quijote emprende la persecución
de su quimera. Es más lógico Don Juan,
casándose a la misma altura en que
Cristo muere; los personajes que Mürger
creó en la vida bohemia, detiénense en
ese limbo de la madurez. No puede ser de
otra manera. La acumulación de los
contrastes acaba por coordinar la
imaginación, orientándola sin rebajarla.
Y si el idealista es una mente superior,
su ideal asume formas definitivas:
plasma la Verdad, la Belleza o la Virtud
en crisoles más perennes, tiende a
fijarse y durar en obras. El tiempo lo
consagra y su esfuerzo tórnase ejemplar.
La posteridad lo juzga clásico. Toda
clasicidad proviene de una selección
natural entre ideales que fueron en su
tiempo románticos y que han sobrevivido
a través de los siglos.
Pocos soñadores encuentran tal clima y
tal ocasión que les encumbren a la
genialidad. Los más resultan exóticos e
inoportunos; los sucesos cuyo
determinismo no pueden modificar,
esteriliza sus esfuerzos.
De ahí cierta aquiescencia a las cosas
que no dependen del propio mérito, la
tolerancia de toda indesvariable
fatalidad. Al sentir la coerción
exterior no se rebajan ni contaminan: se
apartan, se refugian en sí mismos para
encumbrarse en la orilla desde donde
miran el fangoso arroyo que corre
murmurando, sin que en su murmullo se
oiga un grito.
Son los jueces de su época: ven de dónde
viene y cómo corre el turbión
encenagado. Descubren a los omisos que
se dejan opacar por el limo, a los que
persiguen esos encumbramientos falaces
reñidos con el mérito y con la justicia.
El idealista estoico mantiénese hostil a
su medio, lo mismo que el romántico. Su
actitud es de abierta resistencia a la
mediocridad organizada, resignación
desdeñosa o renunciamiento altivo, sin
compromisos.
Impórtale poco agredir el mal que
consienten los otros; más le sirve estar
libre para realizar toda perfección que
sólo depende de su propio esfuerzo.
Adquiere una "sensibilidad
individualista" que no es egoísmo vulgar
ni desinterés por los ideales que agitan
a la sociedad en que vive. Son notorias
las diferencias entre el individualismo
doctrinario y el sentimiento
individualista; el uno es teoría y el
otro es actitud. En Spencer, la doctrina
individualista se acompaña de
sensibilidad social; en Bakunin, la
doctrina social coexiste con una
sensibilidad individualista.
Es cuestión de temperamento y no de
ideas; aquél es la base del carácter.
Todo individualismo, como actitud, es
una revuelta contra los dogmas y los
valores falsos respetados en las
mediocracias; revela energías anhelosas
de esparcirse, contenidas por mil
obstáculos opuestos por el espíritu
gregario. El temperamento individualista
llega a negar el principio de autoridad,
se substrae a los prejuicios, desacata
cualquiera imposición, desdeña las
jerarquías independientes del mérito.
Los partidos, sectas y facciones le son
indiferentes por igual, mientras no
descubre en ellos ideales consonantes
con los suyos propios.
Cree más en las virtudes firmes de los
hombres que en la mentira escrita de los
principios teóricos; mientras no se
reflejan en las costumbres las mejores
leyes de papel no modifican la tontería
de quienes las admiran ni el sufrimiento
de quienes las aguantan.
La ética del idealista estoico difiere
radicalmente de esos individualismos
sórdidos que reclutan las simpatías de
los egoístas. Dos morales esencialmente
distintas pueden nacer de la estimación
de sí mismo. El digno elige la elevada,
la de Zenón o la de Epicuro; el mediocre
opta siempre por la inferior y se
encuentra con Aristipo. Aquél se refugia
en sí para acrisolarse; éste se ausenta
de los demás para zambullirse en la
sombra. El individualismo es noble si un
ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal,
es una caída a más bajo nivel que la
mediocridad misma.
En la Cirenaica griega, cuatro siglos
antes del evo cristiano, Aristipo
anunció que la única regla de la vida
era el placer máximo, buscado por todos
los medios, como si la naturaleza
dictara al hombre el hartazgo de los
sentidos y la ausencia de ideal. La
sensualidad erigida en sistema, llevaba
al placer tumultuoso, sin seleccionarlo.
Llegaron los cirenaicos a despreciar la
vida misma; sus últimos pregoneros
encomiaron el suicidio. Tal ética,
practicada instintivamente por los
escépticos y los depravados de todos los
tiempos, no fue lealmente erigida en
sistema después de entonces. El placer
como simple sensualidad cuantitativa es
absurdo e imprevisor; no puede sustentar
una moral. Sería erigir a los sentidos
en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la
felicidad en perseguir un interés bien
ponderado? Un egoísmo prudente y
cualitativo, que elija y calcule,
reemplazaría a los apetitos ciegos. En
vez del placer basto tendríase el
deleite refinado, que prevé, coordina,
prepara, goza antes e infinitamente más,
pues la inteligencia gusta de
centuplicar los goces futuros con sabias
alquimias de preparación. Los epicúreos
se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo
refugiaba la dicha en los burdos goces
materiales; Epicuro la encumbra a la
mente, la idealiza por la imaginación.
Para aquél valen todos los placeres y se
buscan de cualquier manera, desatados
sin freno; para éste, deben ser elegidos
y dignificados por un sello de armonía.
La originaria moral de Epicuro es toda
refinamiento: su creador vivió una vida
honorable y pura. Su ley fue buscar la
dicha y huir del dolor, prefiriendo las
cosas que dejan un saldo a favor de la
primera. Esa aritmética de las emociones
no es incompatible con la dignidad, el
ingenio y la virtud, que son
perfecciones ideales; permite
cultivarlas, si en ellas puede
encontrarse una fuente de placer.
Es en otra moral helénica, sin embargo,
donde encuentra sus moldes perfectos el
idealismo experimental. Zenón dio ala
humanidad una suprema doctrina de virtud
heroica. La dignidad se identifica con
el ideal; no conoce la historia más
bellos ejemplos de conducta. Séneca,
digno de la corte del propio Nerón,
además de predicar con arte exqui sito
su doctrina, la aplicó con bello coraje
en la hora extrema. Solamente Sócrates
murió mejor que él, y ambos más
dignamente que Jesús. Son las tres
grandes muertes de la historia.
La dignidad estoica tuvo su apóstol en
Epicteto. Una convincente elocuencia de
sofista caldeaba su palabra de liberto.
Vivió como el más humilde, satisfecho
con lo que tenía. durmiendo en casa sin
puertas. entregado a meditar y educar,
hasta el decreto que proscribió de Roma
a los filósofos. Enseñó a distinguir, en
toda cosa, lo que depende y lo que no
depende de nosotros. Lo primero nadie
puede cohibirlo; lo demás está
subordinado a fuerzas extrañas. Colocar
el Ideal en lo que depende de nosotros y
ser indiferente a lo demás: he ahí una
fórmula para el idealismo i
experimental.
Es desdeñable todo lo que suele desear o
temer el egoísta. Si las resistencias en
el camino de la perfección dependen de
otros, conviene hacer de ellas caso
omiso, como si no existiesen, y redoblar
el esfuerzo enaltecedor. Ningún
contratiempo material desvía al
idealista. Si deseara influir de
inmediato sobre cosas que de él no
dependen, encontraría obstáculos en
todas partes; contra esa hostilidad de
su ambiente sólo puede rebelarse con la
imaginación, mirando cada vez más hacia
su interior. El que sirve a un ideal,
vive de él; nadie le forzará a soñar lo
que no quiere ni le impedirá ascender
hacia su sueño.
Esta moral no es una contemplación
pasiva; renuncia solamente a participar
del alma. Su asentimiento a lo
inevitable no es apatía ni inercia.
Apartarse no es morir; es, simplemente,
esperar la posible hora de hacer,
apresurándola con la predicación o con
el ejemplo. Si la hora llega, puede ser
afirmación sublime, como lo fue en Marco
Aurelio, nunca igualado en regir
destinos de pueblos: sólo él pudo
inspirar las páginas más hondas de Renán
y las más líricas de Paul de SaintVictor.
Delicado y penetrante, su estoicismo fue
más propicio para templar caracteres que
para consolar corazones. Con él alcanzó
el pensamiento antiguo su más tranquila
nobleza. Entre perversos e ingratos que
la circuían, enseñó a dar sus racimos,
como la viña, sin reclamar precio
alguno, preparándose para cargar otros
en la vendimia futura. Los idealistas
estoicos son hombres de su estirpe:
diríase que ignoran el bien que hacen a
sus propios enemigos. Cuando arrecia el
encanallamiento de los domesticados,
cuando más sofocante tórnase el clima de
las mediocracias, ellos crean un nuevo
ambiente moral sembrando ideales: una
nueva generación, aprendiendo a amarlos,
se ennoblece.
Frente a las burguesías afiebradas por
remontar el nivel del bienestar material
ignorando que su mayor miseria es la
falta de cultura, ellos concentran sus
esfuerzos para aquilatar el respeto de
las cosas del espíritu y el culto de
todas las originalidades descollantes.
Mientras la vulgaridad obstruye las vías
del genio, de la santidad y del
heroísmo, ellos concurren a
restituirlas, mediante la sugestión de
ideales, preparando el advenimiento de
esas horas fecundas que caracterizan la
resurrección de las razas: el clima del
genio.
Toda ética idealista transmuta los
valores y eleva el rango del mérito; las
virtudes y los vicios trocan sus
matices, en más o en menos, creando
equilibrios nuevos. Ésa es, en el fondo,
la obra de los moralistas: su
originalidad está en cambios de tono que
modifican las perspectivas de un cuadro
cuyo fondo es casi imperturbable. Frente
a la chatura común, que empuja a ser
vulgares, los caracteres dignos afirman
con vehemencia su ideal. Una mediocracia
sin ideales como un individuo o un grupo
es vil y escéptica, cobarde: contra ella
cultivan hondos anhelos de perfección.
Frente a la ciencia hecho oficio, la
Verdad como un culto; frente a la
honestidad de conveniencia, la Virtud
desinteresada; frente al arte lucrativo
de los funcionarios, la Armonía
inmarcesible de la línea, de la forma y
del color; frente a las complicidades de
la política mediocrática, las máximas
expansiones del Individuo dentro de cada
sociedad. Cuando los pueblos se
domestican y callan, los grandes
forjadores de ideales levantan su voz.
Una ciencia, un arte, un país, una raza,
estremecidos por su eco, pueden salir de
su cauce habitual. El Genio es un guión
que pone el destino entre dos párrafos
de la historia. Si aparece en los
orígenes, crea o funda; si en los
resurgimientos, transmuta o desorbita.
En ese instante remontan su vuelo todos
los espíritus superiores, templándose en
pensamientos altos y para obras
perennes.
VI. SÍMBOLO
En el vaivén eterno de las eras, el
porvenir es siempre de los visionarios.
La interminable contienda entre el
idealismo y la mediocridad tiene su
símbolo: no pudo Cellini clavarlo en más
digno sitio que la maravillosa plaza de
Florencia. Nunca mano de orfebre plasmó
un concepto más sublime. Perseo
exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo
cuerpo agitase en contorsiones de reptil
bajo sus pies alados. Cuando los
temperamentos idealistas se detienen
ante el prodigio de Benvenuto, anímase
el metal, revive su fisonomía, sus
labios parecen articular palabras
perceptibles.
Y dice a los jóvenes que toda brega por
un Ideal es santa, aunque sea ilusorio
el resultado; que es loable seguir su
temperamento y pensar con el corazón, si
ello contribuirá a crear una
personalidad firme; que todo germen de
romanticismo debe alentarse, para
enguirnaldar de aurora la única
primavera que no vuelve jamás.
Y a los maduros, cuyas primeras canas
salpican de otoño sus más vehementes
quimeras, instígalos a custodiar sus
ideales bajo el palio de la más severa
dignidad, frente a las tentaciones que
conspiran para encenagarlos en la
Estigia donde se abisman los mediocres.
Y en el gesto del bronce parece que el
Idealismo decapitara a la Mediocridad,
entregando su cabeza al juicio de los
siglos.
CAPÍTULO I
EL HOMBRE MEDIOCRE
Cacciarli i ciel per non esser men belli,
Né lo profondo Inferno li riceve...
DANTE, Inferno, Canto III.
I ¿"Áurea Mediocritas"? - II. Los
hombres sin personalidad. - III. En
torno del hombre mediocre. - IV.
Concepto social de la mediocridad. V. El
espíritu conservador - VI. Peligros
sociales de la mediocridad - VII. La
vulgaridad.
I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?
Hay cierta hora en que el pastor ingenuo
se asombra ante la naturaleza que le
envuelve. La penumbra se espesa, el
color de las cosas se uniforma en el
gris homogéneo de las siluetas, la
primera humedad crepuscular levanta de
todas las hierbas un vaho de perfume,
aquiétase el rebaño para echarse a
dormir, la remota campana tañe su aviso
vesperal.
La impalpable claridad lunar se
emblanquece al caer sobre las cosas;
algunas estrellas inquietan con su
titilación el firmamento y un lejano
rumor de arroyo brincante en las breñas
parece conversar de misteriosos temas.
Sentado en la piedra menos áspera que
encuentra al borde del camino, el pastor
contempla y enmudece, invitado en vano a
meditar por la convergencia del sitio y
de la hora. Su admiración primitiva es
simple estupor:. La poesía natural que
le rodea, al reflejarse en su
imaginación, no se convierte en poema.
Él es, apenas, un objeto en el cuadro,
una pincelada; un accidente en la
penumbra. Para él todas las cosas han
sido siempre así y seguirán siéndolo,
desde la tierra que pisa hasta el rebaño
que apacienta.
La inmensa masa de los hombres piensa
con la cabeza de ese ingenuo pastor; no
entendería el idioma de quien le
explicara algún misterio del universo o
de la vida, la evolución eterna de todo
lo conocido, la posibilidad de
perfeccionamiento humano en la continua
adaptación del hombre a la naturaleza.
Para concebir una perfección se requiere
cierto nivel ético y es indispensable
alguna educación intelectual. Sin ellos
pueden tenerse fanatismos y
supersticiones; ideales, jamás.
Los que viven debajo de ese nivel y no
adquieren esa educación permanecen
sujetos a dogmas que otros les imponen,
esclavos de fórmulas paralizadas por la
herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus
prejuicios parécenles eternamente
invariables; su obtusa imaginación no
concibe perfecciones pasadas ni
venideras; el estrecho horizonte de su
experiencia constituye el límite forzoso
de su mente No pueden formarse un ideal.
Encontraran en los ajeno: una chispa
capaz de encender sus pasiones; serán
sectarios pueden serlo. Y no advertirán
siquiera la ironía de cuanto les invitan
a arrebañarse en nombre de ideales que
pueden servir, no comprender. Todo
ensueño seguido por muchedumbres, sólo
es pensado por pocos visionarios que sor
sus amos.
La desigualdad humana no es un
descubrimiento moderno. Plutarco
escribió, ha siglos, que "los animales
de una misma especie difieren menos
entre si que unos hombres de otros"
(Obras morales, vol. 3).
Montaigne suscribió esa opinión: "Hay
más distancia entre tal y tal hombre,
que entre tal hombre y tal bestia: es
decir, que el más excelente animal está
más próximo del hombre menos
inteligente, que este último de otro
hombre grande y excelente" (Ensayos,
vol. I, cap. XLII).
No pretenden decir más los que siguen
afirmando la desigualdad humana: ella
será en el porvenir tan absoluta como en
tiempos de Plutarco o de Montaigne.
Hay hombres mentalmente inferiores al
término medio de su raza, de su tiempo y
de su clase social; también los hay
superiores. Entre unos y otros fluctúa
una gran masa imposible de caracterizar
por inferioridades o excelencias.
Los psicólogos no han querido ocuparse
de estos últimos; el arte los desdeña
por incoloros; la historia no sabe sus
nombres. Son poco interesantes; en vano
buscaríase en ellos la arista definida,
la pincelada firme, el rasgo
característico. De igual desdén les
cubren los moralistas; individualmente
no merecen el desprecio, que fustiga a
los perversos, ni la apología, reservada
a los virtuosos.
Su existencia es, sin embargo, natural y
necesaria. En todo lo que ofrece grados
hay mediocridad; en la escala de la
inteligencia humana ella representa el
claroscuro entre el talento y la
estulticia.
No diremos, por eso, que siempre es
loable. Horacio no dijo aurea
mediocritas en el sentido general y
absurdo que proclaman los incapaces de
sobresalir por su ingenio, por sus
virtudes o por sus obras.
Otro fue el parecer del poeta: poniendo
en la tranquilidad y en la independencia
el mayor bienestar del hombre, enalteció
los goces de un vivir sencillo que dista
por igual de la opulencia y la miseria,
llamando áurea a esa mediocridad
material. En cierto sentido epicúreo, su
sentencia es verdadera y confirma el
remoto proverbio árabe: "Un mediano
bienestar tranquilo es preferible a la
opulencia llena de preocupaciones".
Inferir de ello que la mediocridad
moral, intelectual y de carácter es
digna de respetuoso homenaje, implica
torcer la intención misma de Horacio: en
versos memorables (Ad Pis., 472)
menospreció a los poetas mediocres:
Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere
columnae.
Y es lícito extender su dicterio a
cuantos hombres lo son de espíritu.
¿Por qué subvertiríamos el sentido de
aurea mediocritas clásico?
¿Por qué suprimir desniveles entre los
hombres y las sombras, como si rebajando
un poco a los excelentes y puliendo un
poco a los bastos se atenuaran las
desigualdades creadas por la naturaleza?
No concebimos el perfeccionamiento
social como un producto de la
uniformidad de todos los individuos,
sino como la combinación armónica de
originalidades incesantemente
multiplicadas, Todos los enemigos de la
diferenciación vienen a serlo del
progreso; es natural, por ende, que
consideren la originalidad como un
defecto imperdonable.
Los que tal sentencian inclínanse a
confundir el sentido común con el buen
sentido, como si enmarañando la
significación de los vocablos quisieran
emparentar las ideas correspondientes.
Afirmemos que son antagonistas. El
sentido común es colectivo,
eminentemente retrógrado y dogmatista;
el buen sentido es individual, siempre
innovador y libertario. Por la
obsecuencia al uno o al otro se
reconocen la servidumbre y la
aristocracia naturales. De esa
insalvable heterogeneidad nace la
intolerancia de los rutinarios frente a
cualquier destello original; estrechan
sus filas para defenderse, como si
fueran crímenes las diferencias. Esos
desniveles son un postulado fundamental
de la psicología. Las costumbres y las
leyes pueden establecer derechos y
deberes comunes a todos los hombres;
pero éstos serán siempre tan desiguales
como las olas que erizan la superficie
de un océano.
II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD
Individualmente considerada, la
mediocridad podrá definirse como una
ausencia de características personales
que permitan distinguir al individuo en
su sociedad. Ésta ofrece a todos un
mismo fardo de rutinas, prejuicios y
domesticidades; basta reunir cien
hombres para que ellos coincidan en lo
impersonal: "Juntad mil genios en un
Concilio y tendréis el alma de un
mediocre". Esas palabras denuncian lo
que en cada hombre no pertenece a él
mismo y que, al sumarse muchos, se
revela por el bajo nivel de las
opiniones colectivas.
La personalidad individual comienza en
el punto preciso donde cada uno se
diferencia de los demás; en muchos
hombres ese punto es simplemente
imaginario. Por ese motivo, al
clasificar los caracteres humanos, se ha
comprendido la necesidad de separar a
los que carecen de rasgos
característicos: productos adventicios
del medio, de las circunstancias, de la
educación que se les suministra, de las
personas que los tutelan, de las cosas
que los rodean. "Indiferentes" ha
llamado Ribot a los que viven sin que se
advierta su existencia. La sociedad
piensa y quiere por ellos. No tienen
voz, sino eco. No hay líneas definidas
ni en su propia sombra, que es, apenas,
una penumbra.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos
de que alguien pueda reprocharles esa
osadía de existir en vano, como
contrabandistas de la vida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos
de misión trascendental sobre la tierra,
en cuya superficie vivimos tan
naturalmente como la rosa y el gusano,
nuestra vida no es digna de ser vivida
sino cuando la en noblece algún ideal:
los más altos placeres son inherentes a
proponerse una perfección y perseguirla.
Las existencias vegetativas no tienen
biografía: en la historia de su sociedad
sólo vive el que deja rastros en las
cosas o en los espíritus. La vida vale
por el uso que de ella hacemos, por las
obras que realizamos. No ha vivido más
el que cuenta más años, sino el que ha
sentido mejor un ideal; las canas
denuncian la vejez, pero no dicen cuánta
juventud la precedió. La medida social
del hombre está en la duración de sus
obras: la inmortalidad es el privilegio
de quienes las hacen sobrevivientes a
los siglos, y por ellas se mide.
El poder que se maneja, los favores que
se mendigan, el dinero que se amasa, las
dignidades que se consiguen, tienen
cierto valor efímero que puede
satisfacer los apetitos del que no lleva
en sí mismo, en sus virtudes
intrínsecas, las fuerzas morales que
embellecen y califican la vida; la
afirmación de la propia personalidad y
la cantidad de hombría puesta en la
dignificación de nuestro yo. Vivir es
aprender, para ignorar menos; es amar,
para vincularnos a una parte mayor de
humanidad; es admirar, para compartir
las excelencias de la naturaleza y de
los hombres; es un esfuerzo por
mejorarse, un incesante afán de
elevación hacia ideales definidos.
Muchos nacen; pocos viven. Los hombres
sin personalidad son innumerables y
vegetan moldeados por el medio, como
cera fundida en el cuño social. Su
moralidad de catecismo y su inteligencia
cuadriculada los constriñen a una
perpetua disciplina del pensar y de la
conducta; su existencia es negativa como
unidades sociales.
El hombre de fino carácter es capaz de
mostrar encrespamientos sublimes, como
el océano; en los temperamentos
domesticados todo parece quieta
superficie, como en las ciénagas. La
falta de personalidad hace, a éstos,
incapaces de iniciativa y de
resistencia. Desfilan inadvertidos, sin
aprender ni enseñar, diluyendo en tedio
su insipidez, vegetando en la sociedad
que ignora su existencia: ceros a la
izquierda que nada califican y para nada
cuentan. Su falta de robustez moral
háceles ceder a la más leve presión,
sufrir todas las influencias, altas y
bajas, grandes y pequeñas,
transitoriamente arrastrados a la altura
por el más leve céfiro o revolcados por
la ola menuda de un arroyuelo.
Barcos de amplio velamen, pero sin
timón, no saben adivinar su propia ruta:
ignoran si irán a varar en una playa
arenosa o a quedarse estrellados contra
un escollo.
Están en todas partes, aunque en vano
buscaríamos uno solo que se reconociera;
si lo halláramos sería un original, por
el simple hecho de enrolarse en la
mediocridad. ¿Quién no se atribuye
alguna virtud, cierto talento o un firme
carácter? Muchos cerebros torpes se
envanecen de su testarudez. confundiendo
la parálisis con la firmeza, que es don
de pocos elegidos; los bribones se
jactan de su bigardía y desvergüenza,
equivocándolas con el ingenio; los
serviles y los parapoco pavonéanse de
honestas, como si la incapacidad del mal
pudiera en caso alguno confundirse con
la virtud.
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena
opinión que todos los hombres tienen de
sí mismos, sería imposible discurrir de
los que se caracterizan por la ausencia
de personalidad. Todos creen tener una;
y muy suya. Ninguno advierte que la
sociedad le ha sometido a esa operación
aritmética que consiste en reducir
muchas cantidades a un denominador
común: la mediocridad.
Estudiemos, pues, a los enemigos de toda
perfección, ciegos a los astros. Existe
una vastísima bibliografía acerca de los
inferiores e insuficientes desde el
criminal y el delirante hasta el
retardado y el idiota; hay también una
rica literatura consagrada a estudiar el
genio y el talento, amén de que la
historia y el arte convergen a mantener
su culto.
Unos y otros son, empero, excepciones.
Lo habitual no es el genio ni el idiota,
no es el talento ni el imbécil. El
hombre que nos rodea a millares, el que
prospera y se reproduce en el silencio y
en la tiniebla, es el mediocre.
Toca al psicólogo disecar su mente con
firme escalpelo, como a los cadáveres el
profesor eternizado por Rembrandt en la
Lección de anatomía: sus ojos parecen
iluminarse al contemplar las entrañas
mismas de la naturaleza humana y sus
labios palpitan de elocuencia serena al
decir su verdad a cuantos le rodean.
¿Por qué no tendemos al hombre sin
ideales sobre nuestra mesa de autopsias,
hasta saber qué es, cómo es, qué hace,
qué piensa, para qué sirve?
Su etopeya constituirá un capítulo
básico de la psicología y de la moral.
III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE
Con diversas denominaciones, y desde
puntos de vista heterogéneos, se ha
intentado algunas veces definir al
hombre sin personalidad.
La filosofía, la estadística, la
antropología, la psicología. la estética
y la moral han contribuido a la
determinación de tipos más o menos
exactos; no se ha advertido, sin
embargo, el valor esencialmente social
de la mediocridad. El hombre mediocre
como, en general, la personalidad humana
sólo puede definirse en relación a la
sociedad en que vive, y por su función
social.
Si pudiéramos medir los valores
individuales, graduarían, se ellos en
escala continua, de lo bajo a lo alto.
Entre los tipos extremos y escasos,
observaríamos una masa abundante de
sujetos, más o menos equivalentes,
acumulados en los grados centrales de la
serie. Vana ilusión sería la de quien
pretendiera buscar allí el hipotético
arquetipo de la humanidad, el Hombre
normal que buscara ya Aristóteles;
siglos más tarde la peregrina ocurrencia
reapareció en el torbellinesco espíritu
de Pascal. Medianía, en efecto, no es
sinónimo de normalidad. El hombre normal
no existe; no puede existir. La
humanidad, como todas las especies
vivientes, evoluciona sin cesar; sus
cambios opéranse desigualmente en
numerosos agregados sociales, distintos
entre sí. El hombre normal en una
sociedad no lo es en otra; el de ha mil
años no lo sería hoy, ni en el porvenir.
Morel se equivocaba, por olvidar eso, al
concebirlo como un ejemplar de la
"edición princeps" de la Humanidad,
lanzada a la circulación por el Supremo
Hacedor. Partiendo de esa premisa
definía la degeneración, en todas sus
formas, como una divergencia patológica
del perfecto ejemplar originario. De eso
al culto por el hombre primitivo había
un paso; alejáronse, felizmente, de tal
prejuicio los antropólogos
contemporáneos. El hombre decimos ahora
es un animal que evoluciona en las más
recientes edades geológicas del planeta;
no fue perfecto en su origen, ni
consiste su perfección en volver a las
formas ancestrales, surgidas de la
animalidad simiesca. De no creerlo así,
renovaríamos las divertidísimas leyendas
del ángel caído, del árbol del bien y
del mal, de la tentadora serpiente, de
la manzana aceptada por Adán y del
paraíso perdido...
Quételet pretendió formular una doctrina
antropológica o social acerca del Hombre
medio: su ensayo es una inquisición
estadística complicada por inocentes
aplicaciones del abusado in medio stat
virtus.
No incurriremos en el yerro de admitir
que los hombres mediocres pueden
reconocerse por atributos físicos o
morales que representen un término medio
de los observados en la especie humana.
En ese sentido sería un producto
abstracto, sin corresponder a ningún
individuo de existencia real.
El concepto de la normalidad humana sólo
podría ser relativo a determinado
ambiente social; ¿serían normales los
que mejor "marcan el paso", los que se
alinean con más exactitud en las filas
de un con vencionalismo social? En este
sentido, hombre normal no sería sinónimo
de hombre equilibrado, sino de Hombre
domesticado; la pasividad no es un
equilibrio, no es complicada resultante
de energías, sino su ausencia. ¿Cómo
confundir a los grandes equilibrados, a
Leonardo y a Goethe, con los amorfos? El
equilibrio entre dos platillos cargados
no puede compararse con la quietud de
una balanza vacía. El hombre sin
personalidad no es un modelo, sino una
sombra; si hay peligros en la idolatría
de los héroes y los hombres
representativos, a la manera de
Carlyle o Émerson, más los hay en
repetir esas fábulas que permitirían
mirar como una aberración toda
excelencia del carácter, de la virtud y
del intelecto. Bovio ha señalado este
grave yerro, pintando al hombre medio
con rasgos psicológicos precisos: "Es
dócil, acomodaticio a todas las pequeñas
oportunidades, adaptabilísimo a todas
las temperaturas de un día variable,
avisado para los negocios, resistente a
las combinaciones de los astutos; pero
dislocado de su mediocre esfera y ungido
por una feliz combinación de intrigas,
él se derrumba siempre, en seguida,
precisamente porque es un equilibrista y
no lleva en sí las fuerzas del
equilibrio. Equilibrista no significa
equilibrado. Ése es el prejuicio más
grave, del hombre mediocre equilibrado y
del genio desequilibrado".
En sus más indulgentes comentaristas,
ese pretendido equilibrio se establece
entre cualidades poco dignas de
admiración, cuya resultante provoca más
lástima que envidia. Alguna vez recibió
Lombroso un telegrama decididamente
norteamericano. Era, en efecto, de un
gran diario, y solicitaba una extensa
respuesta telegráfica a la pregunta
presentada con la sugerente
recomendación de un cheque: "¿Cuál es el
hombre normal?" La respuesta
desconcertó, sin duda, a los lectores.
Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un
cuadro de caracteres negativos y
estériles: "Buen apetito, trabajador,
ordenado, egoísta, aferrado a sus
costumbres, misoneísta, paciente,
respetuoso de toda autoridad, animal
doméstico". O, en más breves palabras,
(ruges consumere natus, que dijo el
poeta latino.
Con ligeras variantes, esa definición
evoca la del Filisteo: "Producto de la
costumbre, desprovisto de fantasía,
ornado por todas las virtudes de la
mediocridad, llevando una vida honesta
gracias a la moderación de sus
exigencias, perezoso en sus concepciones
intelectuales, sobrellevando con
paciencia conmovedora todo el fardo de
prejuicios que heredó de sus
antepasados". En estas líneas refléjanse
las invectivas, ya clásicas, de Heine
contra la mentalidad que él creía
corriente entre sus compatriotas. Por su
parte, Schopenhauer, en sus Aforismos,
definió el perfecto filisteo como un ser
que se deja engañar por las apariencias
y toma en serio todos los dogmatismos
sociales: constantemente ocupado de
someterse a las farsas mundanas.
A esas definiciones del hombre medio
pueden aproximarse otras de carácter
intelectual o estético, no exentas de
interés, aunque unilaterales.
Para algunos, la mediocridad consistiría
en la ineptitud para ejercitar las más
altas cualidades del ingenio; para
otros, sería la inclinación a pensar a
ras de tierra. Mediocre correspondería a
Burgués, por contraposición a Artista.
Flaubert lo definió como "un hombre que
piensa bajamente". Juzgado con ese
criterio, le parece detestable.
Tal resulta en la magnífica silueta de
Hello, traspapelado prosista católico
que nos enseñó a admirar Rubén Darío.
Distingue al mediocre del imbécil; éste
ocupa un extremo del mundo y el genio
ocupa el otro; el mediocre está en el
centro. ¿Será, entonces, lo que en
filosofía, en política o en literatura,
se llama un ecléctico, un justo medio?
De ninguna manera, contesta. El que es
justomedio lo sabe, tiene la intención
de serlo; el hombre mediocre es
justomedio sin sospecharlo. Lo es por
naturaleza, no por opinión; por
carácter, no por accidente. En todo
minuto de su vida, y en cualquier estado
de ánimo, será siempre mediocre.
Su rasgo característico, absolutamente
inequívoco, es su deferencia por la
opinión de los demás. No habla nunca;
repite siempre.
Juzga a los hombres como los oye juzgar.
Reverenciará a su más cruel adversario,
si éste se encumbra; desdeñará a su
mejor amigo si nadie lo elogia. Su
criterio carece de iniciativas. Sus
admiraciones son prudentes.
Sus entusiasmos son oficiales. Esa
definición descriptiva análoga a las que
repitiera Barbey D'Aurevilly, posee muy
sugestiva elocuencia, aunque parte de
premisas estéticas para llegar a
conclusiones morales.
El "hombre normal" de Bovio y Lombroso,
corresponde al "filisteo" de Heine y de
Schopenhauer, aproximándose ambos al
"burgués" antiartístico de Flaubert y
Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es
reconocerlo, tales definiciones son
inseguras desde el punto de vista de la
psicología social; conviene buscar una
más exacta e inequívoca, abordando el
problema por otros caminos.
IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD
Ningún hombre es excepcional en todas
sus aptitudes; pero no podría afirmarse
que son mediocres, a carta cabal, los
que no descuellan en ninguna. Desfilan
ante nosotros como simples ejemplares de
historia natural, con tanto derecho como
los genios y los imbéciles.
Existen: hay que estudiarlos. El
moralista dirá, después, si la
mediocridad es buena o mala; al
psicólogo, por ahora, le es indiferente;
observa los caracteres en el medio
social en que viven, los describe, los
compara y los clasifica de igual manera
que otras naturalistas observan fósiles
en un lecho de río o mariposas en la
corola de una flor.
No obstante las infinitas diferencias
individuales, existen grupos de hombres
que pueden englobarse dentro de tipos
comunes; tales clasificaciones,
simplemente aproximativas, constituyen
la ciencia de los caracteres humanos, la
Etología, que reconoce en Teofrasto su
legítimo progenitor. Los antiguos
fundábanla sobre los temperamentos; los
modernos buscan sus bases en la
preponderancia de ciertas funciones
psicológicas. Esas clasificaciones,
admisibles desde algún punto de vista
especial, son insuficientes para el
nuestro.
Si observamos cualquier sociedad humana,
el valor de sus componentes resulta
siempre relativo al conjunto: el hombre
es un valor social.
Cada individuo es el producto de dos
factores: la herencia y la educación. La
primera tiende a proveerle de los
órganos y las funciones mentales que le
transmiten las generaciones precedentes;
la segunda es el resultado de las
múltiples influencias del medio social
en que el individuo está obligado a
vivir. Esta acción educativa es, por
consiguiente, una adaptación de las
tendencias hereditarias a la mentalidad
colectiva: una continua aclimatación del
individuo en la sociedad.
El niño desarróllase como un animal de
la especie humana, hasta que empieza a
distinguir las cosas inertes de los
seres vivos y a reconocer entre éstos a
sus semejantes. Los comienzos de su
educación son, entonces, dirigidos por
las personas que le rodean, tornándose
cada vez más decisiva la influencia del
medio; desde que ésta predomina,
evoluciona como un miembro de su
sociedad y sus hábitos se organizan
mediante la imitación. Más tarde, las
variaciones adquiridas en el curso de su
experiencia individual pueden hacer que
el hombre se caracterice como una
persona diferenciada dentro de la
sociedad en que vive.
La imitación desempeña un papel
amplísimo, casi exclusivo, en la
formación de la personalidad social; la
invención produce, en cambio, las
variaciones individuales. Aquélla es
conservadora y actúa creando hábitos;
ésta es evolutiva y se desarrolla
mediante la imaginación. La diversa
adaptación de cada individuo a su medio
depende del equilibrio entre lo que
imita y lo que inventa. Todos no pueden
inventar o imitar de la misma manera,
pues esas aptitudes se ejercitan sobre
la base de cierta capacidad congénita,
inicialmente desigual, recibida mediante
la herencia psicológica.
El predominio de la variación determina
la originalidad. Variar es ser alguien,
diferenciarse es tener un carácter
propio, un penacho, grande o pequeño:
emblema, al fin, de que no se vive como
simple reflejo de los demás. La función
capital del hombre mediocre es la
paciencia imitativa; la del hombre
superior es la imaginación creadora.
El mediocre aspira a. confundirse en los
que le rodean; el original tiende a
diferenciarse de ellos. Mientras el uno
se concreta a pensar con la cabeza de la
sociedad, el otro aspira a pensar con la
propia. En ello estriba la desconfianza
que suele rodear a los caracteres
originales: nada parece tan peligroso
como un hombre que aspira a pensar con
su cabeza.
Podemos recapitular. Considerando a cada
individuo con relación a su medio, tres
elementos concurren a formar su
personalidad: la herencia biológica, la
imitación social y la variación
individual.
Todos, al nacer, reciben como herencia
de la especie los elementos para
adquirir una personalidad específica.
El hombre inferior es un animal humano;
en su mentalidad enseñoréanse las
tendencias instintivas condensadas por
la herencia y que constituyen el "alma
de la especie". Su ineptitud para la
imitación le impide adaptarse al medio
social en que vive; su personalidad no
se desarrolla hasta el nivel corriente,
viviendo por debajo de la moral o de la
cultura dominantes, y en muchos casos
fuera de la legalidad. Esa insuficiente
adaptación determina su incapacidad para
pensar como los demás y compartir las
rutinas comunes.
Los más, mediante la educación
imitativa, copian de las personas que
los rodean una personalidad social
perfectamente adaptada.
El hombre mediocre es una sombra
proyectada por la sociedad; es por
esencia imitativo y está perfectamente
adaptado para vivir en rebaño,
reflejando las rutinas, prejuicios y
dogmatismos reconocidamente útiles para
la domesticidad. Así como el inferior
hereda el "alma de la especie", el
mediocre adquiere el "alma de la
sociedad". Su característica es imitar a
cuantos le rodean: pensar con cabeza
ajena y ser incapaz de formarse ideales
propios. Una minoría, además de imitar
la mentalidad social, adquiere
variaciones propias, una personalidad
individual, netamente diferenciada.
El hombre superior es un accidente
provechoso para la evolución humana. Es
original e imaginativo, desadaptándose
del medio social en la medida de su
propia variación. Ésta se sobrepone a
atributos hereditarios del "alma de la
especie" y a las adquisiciones
imitativas del "alma de la sociedad",
constituyendo las aristas singulares del
"alma individual", que le distinguen
dentro de la sociedad. Es precursor de
nuevas formas de perfección, piensa
mejor que el medio en que vive y puede
sobreponer ideales suyos a las rutinas
de los demás.
V. EL ESPIRITU CONSERVADOR
Todo lo que existe es necesario. Cada
hombre posee un valor de contraste, si
no lo tiene de afirmación; es un detalle
necesario en la infinita evolución del
protohombre al superhombre. Sin la
sombra ignoraríamos el valor de la luz.
La infamia nos induce a respetar la
virtud; la miel no sería dulce si el
acíbar no enseñara a paladear la
amargura; admiramos el vuelo del águila
porque conocemos el arrastramiento de la
oruga; encanta más el gorjeo del
ruiseñor cuando se ha escuchado el
silbido de la serpiente. El mediocre
representa un progreso, comparado con el
imbécil, aunque ocupa su rango si lo
comparamos con el genio: sus
idiosincrasias sociales son relativas al
medio y al momento en que actúa. De otra
manera, si fuera intrínsecamente inútil,
no existiría: la selección natural
habríale exterminado. Es necesario para
la sociedad, como las palabras lo son
para el estilo. Pero no bastaría, para
crearlo, alinear todos los vocablos que
yacen en el diccionario; el estilo
comienza donde aparece la originalidad
individual.
Todos los hombres de personalidad firme
y de mente creadora, sea cual fuere su
escuela filosófica o su credo literario,
son hostiles a la mediocridad. Toda
creación es un esfuerzo original; la
historia conserva el nombre de pocos
iniciadores y olvida a innúmeros
secuaces que los imitan. Los visionarios
de verdades nuevas, los apóstoles de
moral, los innovadores de belleza desde
Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert, la
miran como un obstáculo con que el
pasado obstruye el advenimiento de su
labor renovadora.
Ante la moral social, sin embargo, los
mediocres encuentran una justificación,
como todo lo que existe por necesidad.
El eterno contraste de las fuerzas que
pujan en las sociedades humanas, se
traduce por la lucha entre dos grandes
actitudes, que agitan la mentalidad
colectiva: el espíritu conservador o
rutinario y el espíritu original o de
rebeldía.
Bellas páginas le consagró Dorado. Cree
imposible dividir la humanidad en dos
categorías de hombres, los unos rebeldes
en todo y los otros en todo rutinarios;
si así fuera, no sabría decirse cuáles
interpre tan mejor la vida. No es
factible un vivir inmóvil de gentes
todas conservadoras, ni lo es un
inestable ajetreo de rebeldes e
insumisos, para quienes nada existente
sea bueno y ningún sendero digno de
seguirse.
Es verosímil que ambas fuerzas sean
igualmente imprescindibles.
Obligados a elegir, ¿daríamos
preferencia a una actitud conservadora?
La originalidad necesita un contrapeso
robusto que prevenga sus excesos; habría
ligereza en fustigar a los hombres
metódicos y de paso tardío, si ellos
constituyeran los tejidos sociales más
resistentes, soporte de los otros. Lo
mismo que en los organismos, los
distintos elementos sociales se sirven
mutuamente de sostén; en vez de mirarse
como enemigos debieran considerarse
cooperadores de una, obra única, pero
complicada. Si en el mundo no hubiera
más que rebeldes, no podría marchar;
tornárase imposible la rebeldía si
faltara contra quien rebelarse. Y, sin
los innovadores, ¿quién empujaría el
carro de la vida sobre el que van
aquéllos tan satisfechos? En vez de
combatirse, ambas partes debieran
entender que ninguna tendría motivo de
existir como la otra no existiese. El
conservador sagaz puede bendecir al
revolucionario, tanto como éste a él. He
aquí una nueva base para la tolerancia:
cada hombre necesita de su enemigo.
Si tuvieran igual razón de ser los
imitadores y los originales, como arguye
el pensador español, su justificación
estaría hecha. Ser mediocre no es una
culpa; siéndolo, su conducta es
legítima. ¿Aciertan los que sacan a su
vida el mayor jugo y procuran pasar lo
mejor posible sus cortos días sobre la
tierra, sin consagrar una hora a su
propio perfeccionamiento moral, sin
preocuparse de sus prójimos ni de las
generaciones posteriores? ¿Es pecado
obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los
que piensan en sí y viven para los
demás: los abnegados y los altruistas,
los que sacrifican sus goces y fuerzas
en beneficio ajeno, renunciando a sus
comodidades y aun a su vida, como suele
ocurrir? Por indefectible que sea pensar
en el mañana y dedicarle cierta parte de
nuestros esfuerzos, es imposible dejar
de vivir en el presente, pensando en él,
siquiera en parte. Antes que las
generaciones venideras están las
actuales; otrora fueron futuras y para
ellas trabajaron las pasadas.
Este razonamiento, aunque un tanto
sanchesco, sería respetable, si
colocáramos el problema en el terreno
abstracto del hombre extrasocial, es
decir, fuera de toda sanción presente y
futura. Evidentemente, cada hombre es
como es y no podría ser de otra manera;
haciendo abstracción de toda moralidad,
tendría tan poca culpa de su delito el
asesino como de su creación el genio. El
original y el rutinario, el holgazán y
el laborioso, el malo y el bueno, el
generoso y el avaro, todos lo son a
pesar suyo; no lo serían si el
equilibrio entre su temperamento y la
sociedad lo impidiesen.
¿Por qué, entonces, la humanidad admira
a los santos, a los genios y a los
héroes, a todos los que inventan,
enseñan o plasman, a los que piensan en
el porvenir, lo encarnan en un ideal o
forjan un imperio, a Sócrates y a
Cristo, a Aristóteles y a Bacon, a César
y a Washington?
Los aplaude, porque toda la sociedad
tiene, implícita, una moral, una tabla
propia de valores que aplica para juzgar
a cada uno de sus componentes, no ya
según las conveniencias individuales,
sino según su utilidad social. En cada
pueblo y en cada época la medida de lo
excelso está en los ideales de
perfección que se denominan genio,
heroísmo y santidad.
La imitación conservadora debe, pues,
ser juzgada por su función de
resistencia, destinada a contener el
impulso creador de los hombres
superiores y las tendencias destructivas
de los sujetos antisociales. En el
prolegómeno de su ensayo sobre el genio
y el talento, Nordau hace su elogio
irónico; para toda mente elevada el
filisteo es la bestia negra y en esa
hostilidad ve una evidente ingratitud.
Le parece útil; con un poco de
benevolencia llegaría a concederle esa
relativa belleza de las cosas
perfectamente adaptadas a su objeto. Es
el fondo de perspectiva en el paisaje
social. De su exigüidad estética depende
todo el relieve adquirido por las
figuras que ocupan el primer plano. Los
ideales de los hombres superiores
permanecerían en estado de quimeras si
no fueren recogidos y realizados por
filisteos, desprovistos de iniciativas
personales, que viven esperando con
encantadora ausencia de ideas propias
que el rutinario no cede fácilmente a
las instigaciones de los originales;
pero. su misma inercia es garantía de
que sólo recoge las ideas de probada
conveniencia para el bienestar social.
Su gran culpa consiste en que se le
encuentra sin necesidad de buscarlo; su
número es inmenso.
A pesar de todo, es necesario;
constituye el público de esta comedia
humana en que los hombres superiores
avanzan hasta las candilejas, buscando
su aplauso y su sanción. Nordau llega
hasta decir con fina ironía: "Cada vez
que algunos hombres de genio se
encuentren reunidos en torno de una mesa
de cervecería, su primer brindis, en
virtud del derecho y de la moral,
debiera ser para el filisteo".
Es tan exagerado ese criterio irónico
que proclama su conspicuidad, como el
criterio estético que lo relega a la más
baja esfera mental, confundiéndolo con
el hombre inferior. Individualmente
considerado a través del lente moral
estético, es una entidad negativa; pero
tomados los mediocres en su conjunto,
puede reconocérseles funciones de
lastre, indispensables para el
equilibrio de la sociedad.
Merecen esa justicia. ¿La continuidad de
la vida social sería posible sin esa
compacta masa de hombres puramente
imitativos, capaces de conservar los
hábitos rutinarios que la sociedad les
transfunde mediante la educación? El
mediocre no inventa nada, no crea, no
empuja, no rompe, no engendra; pero, en
cambio, custodia celosamente la armazón
de automatismos, prejuicios y dogmas
acumulados durante siglos, defendiendo
ese capital común contra la asechanza de
los inadaptables.
Su rencor a los creadores compénsase por
su resistencia a los destructores. Los
hombres sin ideales desempeñan en la
historia humana el mismo papel que la
herencia en la evolución biológica:
conservan y transmiten las variaciones
útiles para la continuidad del grupo
social. Constituyen una fuerza destinada
a contrastar el poder disolvente de los
inferiores y a contener las
anticipaciones atrevidas de los
visionarios. La cohesión del conjunto
los necesita, como un mosaico bizantino
al cemento que lo sostiene. Pero hay que
decirlo el cemento no es el mosaico.
Su acción sería nula sin el esfuerzo
fecundo de los originales, que inventan
lo imitado después por ellos. Sin los
mediocres no habría estabilidad en las
sociedades; pero sin los superiores no
puede conce birse el progreso, pues la
civilización sería inexplicable en una
raza constituida por hombres sin
iniciativa. Evolucionar es variar;
solamente se varía mediante la
invención. Los hombres imitativos
limítanse a atesorar las conquistas de
los originales; la utilidad del
rutinario está subordinada a la
existencia del idealista, como la
fortuna de los libreros estriba en el
ingenio de los escritores. El "alma
social" es una empresa anónima que
explota las creaciones de las mejores
"almas individuales", resumiendo las
experiencias adquiridas y enseñadas por
los innovadores.
Son la minoría, éstos; pero son
levaduras de mayorías venideras.
Las rutinas defendidas hoy por los
mediocres son simples glosas colectivas
de ideales, concebidos ayer por hombres
originales. El grueso del rebaño social
va ocupando, a paso de tortuga, las
posiciones atrevidamente conquistadas
mucho antes por sus centinelas perdidos
en la distancia; y éstos ya están muy
lejos cuando la masa cree asentar el
paso a su retaguardia. Lo que ayer fue
ideal contra una rutina, será mañana
rutina, a su vez, contra otro ideal.
Indefinidamente, porque la
perfectibilidad es indefinida.
Si los hábitos resumen la experiencia
pasada de pueblos y de hombres, dándoles
unidad, los ideales orientan su
experiencia venidera y marcan su
probable destino. Los idealistas y los
rutinarios son factores igualmente
indispensables, aunque los unos recelen
de los otros. Se complementan en la
evolución social, magüer se miren con
oblicuidad.
Si los primeros hacen más para el
porvenir, los segundos interpretan mejor
el pasado. La evolución de una sociedad,
espoleada por el afán de perfección y
contenida por tradiciones difícilmente
removibles, detendríase para siempre sin
el uno y sufriría sobresaltos bruscos
sin las otras
VI. PELIGROS SOCIALES DE LA MEDIOCRIDAD
La psicología de los hombres mediocres
caracterizase por un riesgo común: la
incapacidad de concebir una perfección,
de formarse un ideal.
Son rutinarios, honestos y mansos;
piensan con la cabeza de los demás,
comparten la ajena hipocresía moral y
ajustan su carácter a las domesticidades
convencionales.
Están fuera de su órbita el ingenio, la
virtud y la dignidad, privilegios de los
caracteres excelentes; sufren de ellos y
los desdeñan. Son ciegos para las
auroras; ignoran la quimera del artista,
el ensueño del sabio y la pasión del
apóstol. Condenados a vegetar, no
sospechan que existe el infinito más
allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a
mil prejuicios, tornándolos timoratos e
indecisos: nada aguijonea su curiosidad;
carecen de iniciativa y miran siempre al
pasado, como si tuvieran los ojos en la
nuca.
Son incapaces de virtud; no la conciben
o les exige demasiado esfuerzo.
Ningún afán de santidad alborota la
sangre en su corazón; a veces no
delinquen por cobardía ante el
remordimiento. No vibran a las tensiones
más altas de la energía; son fríos,
aunque ignoren la serenidad; apáticos
sin ser previsores; acomodaticios
siempre, nunca equilibrados. No saben
estremecerse de escalofrío bajo una
tierna caricia, ni abalanzarse de
indignación ante una ofensa. No viven su
vida para sí mismos, sino para el
fantasma que proyectan en la opinión de
sus similares. Carecen de línea; su
personalidad se borra como un trazo de
carbón bajo el esfumino, hasta
desaparecer. Trocan su honor por una
prebenda y echan llave a su dignidad por
evitarse un peligro; renunciarían a
vivir antes que gritar la verdad frente
al error de muchos. Su cerebro y su
corazón están entorpecidos por igual,
como los polos de un imán gastado.
Cuando se arrebañan son peligrosos. La
fuerza del número suple a la febledad
individual: acomúnanse por millares para
oprimir a cuantos desdeñan encadenar su
mente con los eslabones de la rutina.
Substraídos a la curiosidad del sabio
por la coraza de su insignificancia,
fortifícanse en la cohesión del total;
por eso la mediocridad es moralmente
peligrosa y su conjunto es nocivo en
ciertos momentos de la historia: cuando
reina el clima de la mediocridad. épocas
hay en que el equilibrio social se rompe
en su favor. El ambiente tórnase
refractario a todo afán de perfección;
los ideales se agostan y la dignidad se
ausenta; los hombres acomodaticios
tienen su primavera florida. Los estados
conviértense en mediocracias; la falta
de aspiraciones que mantengan alto el
nivel de moral y de cultura, ahonda la
ciénaga constantemente.
Aunque aislados no merezcan atención, en
conjunto constituyen un régimen,
representan un sistema especial de
intereses inconmovibles.
Subvierten la tabla de los valores
morales, falseando nombres, desvirtuando
conceptos: pensar es un desvarío, la
dignidad es irreverencia, es lirismo la
justicia, la sinceridad es tontera, la
admiración una imprudencia, la pasión
ingenuidad, la virtud una estupidez.
En la lucha de las conveniencias
presentes contra los ideales futuros, de
lo vulgar contra lo excelente, suele
verse mezclado el elogio de lo
subalterno con la difamación de lo
conspicuo, sabiendo que el uno y la otra
conmueven por igual a los espíritus
arrocinados. Los dogmatistas y los
serviles aguzan sus silogismos para
falsear los valores en la conciencia
social; viven en la mentira, comen de
ella, la siembran, la riegan, la podan,
la cosechan. Así crean un mundo de
valores ficticios que favorece la
culminación de los obtusos; así tejen su
sorda telaraña en torno de los genios,
los santos y los héroes, obstruyendo en
los pueblos la admiración de la gloria.
Cierran el corral cada vez que cimbra en
las cercanías el aletazo inequívoco de
un águila.
Ningún idealismo es respetado. Si un
filósofo estudia la verdad, tiene que
luchar contra los dogmatistas
momificados; si un santo persigue la
virtud se astilla contra los prejuicios
morales del hombre acomodaticio; si el
artista sueña nuevas formas, ritmos o
armonías, ciérranle el paso las
reglamentaciones oficiales de la
belleza; si el enamorado quiere amar
escuchando su corazón, se estrella
contra las hipocresías del
convencionalismo; si un juvenil impulso
de energía lleva a inventar, a crear, a
regenerar, la vejez conservadora atájale
el paso; si alguien, con gesto decisivo,
enseña la dignidad, la turba de los
serviles le ladra; al que toma el camino
de las cumbres, los envidiosos le
carcomen la reputación con saña
malévola; si el destino llama a un
genio, a un santo o a un héroe para
reconstituir una raza o un pueblo, las
mediocracias tácitamente regimentadas le
resisten para encumbrar sus propios
arquetipos. Todo idealismo encuentra en
esos climas su Tribunal del Santo
Oficio.
VII. LA VULGARIDAD
La vulgaridad es el aguafuerte de la
mediocridad. En la ostentación de lo
mediocre reside la psicología de lo
vulgar; basta insistir en los rasgos
suaves de la acuarela para tener el
aguafuerte.
Diríase que es una reviviscencia de
antiguos atavismos. Los hombres se
vulgarizan cuando reaparece en su
carácter lo que fue mediocridad en las
generaciones ancestrales: los vulgares
son mediocres de razas primitivas:
habrían sido perfectamente adaptados en
sociedades salvajes, pero carecen de la
domesticación que los confundiría con
sus contemporáneos. Si conserva una
dócil aclimatación en su rebaño, el
mediocre puede ser rutinario, honesto y
manso, sin ser decididamente vulgar. La
vulgaridad es una acentuación de los
estigmas comunes a todo ser gregario;
sólo florece cuando las sociedades se
desequilibran en desfavor del idealismo.
Es el renunciamiento al pudor de lo
innoble.
Ningún ajetreo original la conmueve.
Desdeña el verbo altivo y los
romanticismos comprometedores. Su mueca
es fofa, su palabra muda, su mirar
opaco. Ignora el perfume de la flor, la
inquietud de las estrellas, la gracia de
la sonrisa, el rumor de las alas. Es la
inviolable trinchera opuesta al
florecimiento del ingenio y del buen
gusto; es el altar donde oficia Panurgo
y cifra su ensueño Bertoldo en servirle
de monaguillo.
La vulgaridad es el blasón nobiliario de
los hombres ensoberbecidos de su
mediocridad; la custodian como al tesoro
el avaro. Ponen su mayor jactancia en
exhibirla, sin sospechar que es su
afrenta. Estalla inoportuna en la
palabra o en el gesto, rompe en un solo
segundo el encanto preparado en muchas
horas, aplasta bajo su zarpa toda
eclosión luminosa del espíritu.
Incolora, sorda, ciega, insensible, nos
rodea y nos acecha; deléitase en lo
grotesco, vive en lo turbio, se agita en
las tinieblas. Es a la mente lo que son
al cuerpo los defectos físicos, la
cojera o el estrabismo: es incapacidad
de pensar y de amar, incomprensión de lo
bello, desperdicio de la vida, toda la
sordidez. La conducta, en sí misma, no
es distinguida ni vulgar; la intención
ennoblece los actos, los eleva, los
idealiza y, en otros casos, determina su
vulgaridad.
Ciertos gestos, que en circunstancias
ordinarias serían sórdidos, pueden
resultar poéticos, épicos; cuando
Cambronne, invitado por el enemigo a
rendirse, responde su palabra memorable,
se eleva a un escenario homérico y es
sublime.
Los hombres vulgares querrían pedir a
Circe los brebajes con que transformó en
cerdos a los compañeros de Ulises, para
recetárselos a todos los que poseen un
ideal. Los hay en todas partes y siempre
que ocurre un recrudecimiento de la
mediocridad: entre la púrpura lo mismo
que entre la escoria, en la avenida y en
el suburbio, en los parlamentos y en las
cárceles, en las universidades y en los
pesebres. En ciertos momentos osan
llamar ideales a sus apetitos, como si
la urgencia de satisfacciones inmediatas
pudiera confundirse con el afán de
perfecciones infinitas. Los apetitos se
hartan; los ideales nunca. Repudian las
cosas líricas porque obligan a
pensamientos muy altos y a gestos
demasiado dignos. Son incapaces de
estoicismos: su frugalidad es un cálculo
para gozar más tiempo de los placeres,
reservando mayor perspectiva de goces
para la vejez impotente. Su generosidad
es siempre dinero dado a usura. Su
amistad es una complacencia servil o una
adulación provechosa. Cuando creen
practicar alguna virtud, degradan la
honestidad misma, afeándola con algo de
miserable o bajo que la macula. Admiran
el utilitarismo egoísta, inmediato,
menudo, al contado. Puestos a elegir,
nunca seguirán el camino que les indique
su propia inclinación, sino el que les
marcaría el cálculo de sus iguales.
Ignoran que toda grandeza de espíritu
exige la complicidad del corazón. Los
ideales irradian siempre un gran calor;
sus prejuicios, en cambio, son fríos,
porque son ajenos. Un pensamiento no
fecundado por la pasión es como los
soles de invierno; alumbran pero, bajo
sus rayos se puede morir helado. La
bajeza del propósito rebaja el mérito de
todo esfuerzo y aniquila las cosas
elevadas. Excluyendo el ideal queda
suprimida la posibilidad de lo sublime.
La vulgaridad es un cierzo que hiela
todo germen de poesía capaz de
embellecer la vida.
El hombre sin ideales hace del arte un
oficio, de la ciencia un comercio, de la
filosofía un instrumento, de la virtud
una empresa, de la caridad una fiesta,
del placer un sensualismo. La vulgaridad
transforma el amor de la vida en
pusilanimidad, la prudencia en cobardía,
el orgullo en vanidad, el respeto en
servilismo. Lleva a la ostentación. a la
avaricia, a la falsedad, a la avidez, a
la simulación; detrás del hombre
mediocre asoma el antepasado salvaje que
conspira en su interior acosado por el
hambre de atávicos instintos y sin otra
aspiración que el hartazgo.
En esas crisis, mientras la mediocridad
tórnase atrevida y militante, los
idealistas viven desorbitados, esperando
otro clima. Enseñan a purificar la
conducta en el filtro de un ideal;
imponen su respeto a los que no pueden
concebirlo. En el culto de los genios,
de los santos y de los héroes, tienen su
arma; despertándolo, señalando ejemplos
a las inteligencias y a los corazones,
puede amenguarse la omnipotencia de la
vulgaridad, porque en toda larva sueña,
acaso, una mariposa. Los hombres que
vivieron en perpetuo florecimiento de
virtud, revelan con su ejemplo que la
vida puede ser intensa y conservarse
digna; dirigirse a la cumbre, sin
encharcarse en lodazales tortuosos;
encresparse de pasión, tempestuosamente,
como el océano, sin que la vulgaridad
enturbie las aguas cristalinas de la
ola, sin que el rutilar de sus fuentes
sea opacado por el limo.
En la meditación de viaje, oyendo silbar
el viento entre las jarcias, la
humanidad nos pareció como un velero que
cruza el tiempo infinito, ignorando su
punto de partida y su destino remoto.
Sin velas, sería estéril la pujanza del
viento; sin viento, de nada servirían
las lonas más amplias. La mediocridad es
el complejo velamen de las sociedades,
las resistencias que éstas oponen al
viento para utilizar su pujanza; la
energía que infla las velas, y arrastra
el buque entero, y lo conduce, y lo
orienta, son los idealistas: siempre
resistidos por aquélla. Así
resistiéndolos, como las velas al
viento, los rutinarios aprovechan el
empuje de los creadores. El progreso
humano es la resultante de ese contraste
perpetuo entre masas inertes y energías
propulsoras.
CAPÍTULO II
LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
I. El hombre rutinario. - II. Los
estigmas de la mediocridad intelectual.
- III. La Maledicencia - IV. El sendero
de la Gloria.
I. EL HOMBRE RUTINARIO
La Rutina es un esqueleto fósil cuyas
piezas resisten a la carcoma de los
siglos. No es hija de la experiencia; es
su caricatura. La una es fecunda y
engendra verdades; estéril la otra y las
mata.
En su órbita giran los espíritus
mediocres. Evitan salir de ella y cruzar
espacios nuevos; repiten que es
preferible lo malo conocido a lo bueno
por conocer. Ocupados en disfrutar lo
existente, cobran horror a toda
innovación que turbe su tranquilidad y
les procure desasosiegos.
Las ciencias, el heroísmo, las
originalidades, los inventos, la virtud
misma, parécenles instrumentos del mal,
en cuanto desarticulan los resortes de
sus errores: como en los salvajes, en
los niños y en las clases incultas.
Acostumbrados a copiar escrupulosamente
los prejuicios del medio en que viven,
aceptan sin contralor las ideas
destiladas en el laboratorio social:
como esos enfermos de estómago
inservible que se alimentan con
substancias ya digeridas en lo frascos
de las farmacias.
Su impotencia para asimilar ideas nuevas
los constriñe a frecuentar las antiguas.
La Rutina, síntesis de todos los
renunciamientos, es el hábito de
renunciar a pensar. En los rutinarios
todo es menor esfuerzo; la acidia
aherrumbra su inteligencia. Cada hábito
es un riesgo, porque la familiaridad
aviene a las cosas detestables y a las
personas indignas. Los actos que al
principio provocaban pudor, acaban por
parecen naturales; el ojo percibe los
tonos violentos como simples matices, el
oído escucha las mentiras con igual
respeto que las verdades, el corazón
aprende a no agitarse por torpes
acciones.
Los prejuicios son creencias anteriores
a la observación; los juicios, exactos o
erróneos, son consecutivos a ella. Todos
los individuos poseen hábitos mentales;
los conocimientos adquiridos facilitan
los venideros y marcan su rumbo. En
cierta medida nadie puede
substraérseles.
No son exclusivos de los hombres
mediocres; pero en ellos representan
siempre una pasiva obsecuencia al error
ajeno. Los hábitos adquiridos por los
hombres originales son genuinamente
suyos, le son intrínsecos: constituyen
su criterio cuando piensan y su carácter
cuando actúan; son individuales e
inconfundibles. Difieren
substancialmente de la Rutina, que es
colectiva y siempre perniciosa,
extrínseca al individuo, común al
rebaño: consiste en contagiarse los
prejuicios que infestan la cabeza de los
demás. Aquéllos caracterizan a los
hombres; ésta empaña a las sombras. El
individuo se plasma los primeros; la
sociedad impone la segunda. La educación
oficial involucra ese peligro: intenta
borrar toda originalidad poniendo
iguales prejuicios en cerebros
distintos. La acechanza persiste en el
inevitable trato mundano con hombres
rutinarios. El contagio mental flota en
la atmósfera y acosa por todas partes;
nunca se ha visto un tonto originalizado
por contigüidad y es frecuente que un
ingenio se amodorre entre pazguatos.
Es más contagiosa la mediocridad que el
talento.
Los rutinarios razonan con la lógica de
los demás. Disciplinados por el deseo
ajeno, encalónanse en su casillero
social y se catalogan como reclutas en
las filas de un regimiento. Son dóciles
a la presión del conjunto, maleables
bajo el peso de la opinión pública que
los achata como un inflexible laminador.
Reducidos a vanas sombras, viven del
juicio ajeno; se ignoran a sí mismos,
limitándose a creerse como los creen los
demás. Los hombres excelentes, en
cambio, desdeñan la opinión ajena en la
justa proporción en que respetan la
propia, siempre más severa, o la de sus
iguales.
Son zafios, sin creerse por ello
desgraciados. Si no presumieran de
razonables, su absurdidad enternecería.
Oyéndoles hablar una hora parece que
ésta tuviese mil minutos. La ignorancia
es su verdugo, como lo fue otrora del
siervo y lo es aún del salvaje; ella los
hace instrumentos de todos los
fanatismos, dispuestos a la
domesticidad, incapaces de gestos
dignos. Enviarían en comisión a un lobo
y un cordero, sorprendiéndose
sinceramente si el lobo volviera solo.
Carecen de buen gusto y de aptitud para
adquirirlo. Si el humilde guía de museo
no los detiene con insistencia, pasan
indiferentes junto a una madona del
Angélico o un retrato de Rembrandt; a la
salida se asombran ante cualquier
escaparate donde haya oleografías de
toreros españoles o generales
americanos.
Ignoran que el hombre vale por su saber;
niegan que la cultura es la más honda
fuente de la virtud. No intentan
estudiar; sospechan, acaso, la
esterilidad de su esfuerzo, como esas
mulas que por la costumbre de marchar al
paso han perdido el uso del galope. Su
incapacidad de meditar acaba por
convencerles de que no hay problemas
difíciles y cualquier reflexión
paréceles un sarcasmo; prefieren confiar
en su ignorancia para adivinarlo todo.
Basta que un prejuicio sea inverosímil
para que lo acepten y lo difundan;
cuando creen equivocarse, podemos jurar
que han cometido la imprudencia de
pensar. La lectura les produce efectos
de envenenamiento. Sus pupilas se
deslizan frívolamente sobre centones
absurdos; gustan de los más
superficiales, de esos en que nada
podría aprender un espíritu claro,
aunque resultan bastante profundos para
empantanar al torpe. Tragan sin digerir,
hasta el empacho mental: ignoran que el
hombre no vive de lo que engulle, sino
de lo que asimila. El atascamiento puede
convertirlos en eruditos y la repetición
darles hábitos de rumiante. Pero, apiñar
datos no es aprender; tragar no es
digerir. La más intrépida paciencia no
hace de un rutinario un pensador; la
verdad hay que saberla amar y sentir.
Las nociones mal digeridas sólo sirven
para atorar el entendimiento.
Pueblan su memoria con máximas de
almanaque y las resucitan de tiempo en
tiempo, como si fueran sentencias. Su
cerebración precaria tartamudea
pensamientos adocenados, haciendo gala
de simplezas que son la espuma inocente
de su tontería. Incapaces de espolear su
propia cabeza, renuncian a cualquier
sacrificio, alegando la inseguridad del
resultado; no sospechan que "hay más
placer en marchar hacia la verdad que en
llegar a ella".
Sus creencias, amojonadas por los
fanatismos de todos los credos, abarcan
zonas circunscritas por supersticiones
pretéritas. Llaman ideales a sus
preocupaciones, sin advertir que son
simple rutina embotellada, parodias de
razón, opiniones sin juicio. Representan
el sentido común desbocado, sin el freno
del buen sentido.
Son prosaicos. No tienen afán de
perfección: la ausencia de ideales
impídeles poner en sus actos el grano de
sal que poetiza la vida.
Satúrales esa humana tontería que
obsesionaba a Flaubert
insoportablemente.
La ha descrito en muchos personajes,
tanta parte tiene en la vida real.
Homais y Gournisieu son sus prototipos;
es imposible juzgar si es más tonto el
racionalismo acometivo del boticario
librepensador o la casuística untuosa
del eclesiástico profesional. Por eso
los hizo felices, de acuerdo con su
doctrina: "Ser tonto, egoísta, y tener
una buena salud, he ahí las tres
condiciones para ser feliz. Pero si os
falta la primera todo está perdido".
Sancho Panza es la encarnación perfecta
de esa animalidad humana: resume en su
persona las más conspicuas proporciones
de tontería, egoísmo y salud. En hora
para él fatídica llega a maltratar a su
amo, en una escena que simboliza el
desbordamiento villano de la mediocridad
sobre el . idealismo. Horroriza pensar
que escritores españoles, creyendo
mitigar con ello los estragos de la
quijotería, hanse tornado apologistas
del grosero Panza. oponiendo su bastardo
sentido práctico a los quiméricos
ensueños del caballero; hubo quien lo
encontró cordial, fiel, crédulo, iluso,
en grado que¡ lo hiciera un símbolo
ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir
que el uno tiene ideales y el otro
apetitos, el uno dignidad y el otro
servilismo, el uno fe y el otro
credulidad, el uno delirios originales
de su cabeza y el otro absurdas
creencias imitadas de la ajena? A todos
respondió con honda emoción el autor de
la Vida de Don Quijote y Sancho, donde
el conflicto espiritual entre el señor y
el lacayo se resuelve en la evocación de
las palabras memorables pronunciadas por
el primero: "asno eres y asno has de ser
y en asno has de parar cuando se te
acabe el curso de la vida"; dicen los
biógrafos que Sancho lloró, hasta
convencerse de que para serlo faltábale
solamente la cola. El símbolo es
cristiano. La moraleja no lo es menor:
frente a cada forjador de ideales se
alinean impávidos mil Sanchos, como si
para contener el advenimiento de la
verdad hubieran de complotarse todas las
huestes de la estulticia.
El resol de la originalidad ciega al
hombre rutinario. Huye de los pensadores
alados, albino ante su luminosa
reverberación. Teme embriagarse con el
perfume de su estilo. Si estuviese en su
poder los proscribiría en masa,
restaurando la Inquisición o el Terror:
aspectos equivalentes de un mismo celo
dogmatista.
Todos los rutinarios son intolerantes;
su exigua cultura los condena a serlo.
Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no
permiten que sus opiniones sufran el
contralor de la experiencia. Llaman
hereje al que busca una verdad o
persigue un ideal; los negros queman a
Bruno y Servet, los rojos decapitan a
Lavoisier y Chenier. Ignoran la
sentencia de Shakespeare: "El hereje no
es el que arde en la hoguera, sino el
que la enciende". La tolerancia de los
ideales ajenos es virtud suprema en los
que piensan. Es difícil para los
semicultos; inaccesible. Exige *un
perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el
error, de lo.; demás; enseña a soportar
esa consecuencia legítima (le la
falibilidad de todo juicio humano. El
que se ha fatigado mucho para formar sus
creencias, sabe respetar las de los
demás. La tolerancia es el respeto en
los otros de una virtud propia; la
firmeza de las convicciones,
reflexivamente adquiridas, hace estimar
en los mismos adversarios un mérito cuyo
precio se conoce.
Los hombres rutinarios desconfían de su
imaginación, santiguándose cuando ésta
les atribula con heréticas tentaciones.
Reniegan de la verdad y de la virtud si
ellas demuestran el error de sus
prejuicios; muestran grave inquietud
cuando alguien se atreve a perturbarlos.
Astrónomos hubo que se negaron a mirar
el cielo a través del telescopio,
temiendo ver desbaratados sus errores
más firmes.
En toda nueva idea presienten un
peligro; si les dijeran que sus
prejuicios son ideas nuevas, llegarían a
creerlos peligrosos. Esa ilusión les
hace decir paparruchas con la solemne
prudencia de augures que temen
desorbitar al mundo con sus profecías.
Prefieren el silencio y la inercia; no
pensar es su única manera de no
equivocarse. Sus cerebros son casas de
hospedaje, pero sin dueño; los demás
piensan por ellos, que agradecen en lo
íntimo ese favor.
En todo lo que no hay prejuicios
definitivamente consolidados, los
rutinarios carecen de opinión. Sus ojos
no saben distinguir la luz de la sombra,
coro los palurdos no distinguen el oro
del dublé: confunden la, tolerancia con
la cobardía, la discreción con el
servilismo, la complacencia con la
indignidad, la simulación con el mérito.
Llaman insensatos a los que suscriben
mansamente los errores consagrados y
conciliadores a los que renuncian a
tener creencias propias: la originalidad
en el pensar les produce escalofríos.
Comulgan en todos los altares,
apelmazando creencias incompatibles y
llamando eclecticismo a sus
chafarrinadas; creen, por eso, descubrir
una agudeza particular en el arte de no
comprometerse con juicios decisivos. No
sospechan que la duda del hombre
superior fue siempre de otra especie,
antes ya de que lo explicara Descartes:
es afán de rectificar los propios
errores hasta aprender que toda creencia
es falible y que los ideales admiten
perfeccionamientos indefinidos. Los
rutinarios, en cambio, no se corrigen ni
se desconvencen nunca; sus prejuicios
son como los clavos: cuanto más se
golpean más se adentran. Se tedian con
los escritores que dejan rastro donde
ponen la mano, denunciando una
personalidad en cada frase, máxime si
intentan subordinar el estilo de las
ideas; prefieren las desteñidas
lucubraciones de los autores apampanados,
exentas de las aristas que dan relieve a
toda forma y cuyo mérito consiste en
transfigurar vulgaridades mediante
barrocos adjetivos. Si un ideal parpadea
en las páginas, si la verdad hace crujir
el pensamiento en las frases, los libros
parécenles material de hoguera; cuando
ellos pueden ser un punto luminoso en el
porvenir o hacia la perfección, los
rutinarios les desconfían.
La caja cerebral del hombre rutinario es
un alhajero vacío. No pueden razonar por
sí mismos, como si el seso les faltara.
Una antigua leyenda cuenta que cuando el
creador pobló el mundo de hombres,
comenzó por fabricar los cuerpos a guisa
de maniquíes. Antes de lan zarlos a la
circulación levantó sus calotas
craneanas y llenó las cavidades con
pastas divinas, amalgamando las
aptitudes y cualidades del espíritu,
buenas y malas. Fuera imprevisión al
calcular las cantidades, o desaliento al
ver los primeros ejemplares de su obra
maestra, quedaron muchos sin mezcla y
fueron enviados al mundo sin nada
dentro. Tal legendario origen explicaría
la existencia de hombres cuya cabeza
tiene una significación puramente
ornamental.
Viven de una vida que no es vivir.
Crecen y mueren como las plantas. No
necesitan ser curiosos ni observadores.
Son prudentes, por definición, de una
prudencia desesperante: si uno de ellos
pasara junto al campanario inclinado de
Pisa, se alejaría de él, temiendo ser
aplastado.
El hombre original, imprudente, se
detiene a contemplarlo; un genio va más
lejos; trepa al campanario, observa,
medita, ensaya, hasta descubrir las
leyes más altas de la física. Galileo.
Si la humanidad hubiera contado
solamente con los rutinarios, nuestros
conocimientos no excederían de los que
tuvo el ancestral hominidio. La cultura
es el fruto de la curiosidad, de esa
inquietud misteriosa que invita a mirar
el fondo de todos los abismos. El
ignorante no es curioso; nunca interroga
a la naturaleza. Observa Ardigó que las
personas vulgares pasan la vida entera
viendo la luna en su sitio, arriba, sin
preguntarse por qué está siempre allí,
sin caerse; más bien creerán que el
preguntárselo no es propio de un hombre
cuerdo.
Dirían que está allí porque es su sitio
y encontrarán extraño que se busque la
explicación de cosa tan natural. Sólo el
hombre de buen sentido, que cometa la
incorrección de oponerse al sentido
común, es decir, un original o un genio
que en esto se homologan, puede formular
la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna
está allí y no cae? Ese hombre que osa
desconfiar de la rutina es Newton, un
audaz a quien incumbe adivinar algún
parecido entre la pálida lámpara
suspendida en el cielo y la manzana que
cae del árbol mecido por la brisa.
Ningún rutinario habría descubierto que
una misma fuerza hace girar la luna
hacia arriba y caer la manzana hacia
abajo.
En esos hombres, inmunes a la pasión de
la verdad, supremo ideal a que
sacrifican su vida pensadores y
filósofos, no caben impulsos de
perfección. Sus inteligencias son como
las aguas muertas; se pueblan de
gérmenes nocivos y acaban por
descomponerse. El que no cultiva su
mente, va derecho a la disgregación de
su personalidad. No desbaratar la propia
ignorancia es perecer en vida. Las
tierras fértiles se enmalezan cuando no
son cultivadas; los espíritus rutinarios
se pueblan de prejuicios, que los
esclavizan.
II. LOS ESTIGMAS DE LA MEDIOCRIDAD
INTELECTUAL
En el verdadero hombre mediocre la
cabeza es un simple adorno del cuerpo.
Si nos oye decir que sirve para pensar,
cree que estamos locos. Diría que lo
estuvo Pascal si leyera sus palabras
decisivas: "Puedo concebir un hombre sin
manos, sin pies; llegaría hasta
concebirlo sin cabeza, si la experiencia
no me enseñara que por ella se piensa.
Es el pensamiento lo que caracteriza al
hombre; sin él no podemos concebirlo" (Pensées;
XXIII). Si de esto dedujéramos que quien
no piensa no existe, la conclusión le
desternillaría de risa. Nacido sin
esprit de finesse, desesperaríase en
vano por adquirirlo. Carece de
perspicacia adivinadora; está condenado
a no adentrarse en las cosas o en las
personas. Su tontería no presenta
soluciones de continuidad. Cuando la
envidia le corroe, puede atornasolarse
de agridulces perversidades; fuera de
tal caso, diríase que el armiño de su
candor no presenta una sola mancha de
ingenio.
El mediocre es solemne. En la pompa
grandílocua de las exterioridades busca
un disfraz para su íntima oquedad;
acompaña con fofa retórica los mínimos
actos y pronuncia palabras
insubstanciales, como si la Humanidad
entera quisiese oírlas. Las mediocracias
exigen de sus actores cierta seriedad
convencional, que da importancia en la
fantasmagoría colectiva. Los exitistas
lo saben; se adaptan a ser esas vacuas
personalidades de respeto, certeramente
acribilladas por Stirner y expuestas por
Nietzsche a la burla de todas las
posteridades. Nada hacen por dignificar
su yo verdadero, afanándose tan sólo por
inflar su fantasma social. Esclavos de
la sombra que sus apariencias han pro
yectado en la opinión de los demás,
acaban por preferirla a sí mismos.
Ese culto de la sombra oblígalos a vivir
en continua alarma; suponen que basta un
momento de distracción para comprometer
la obra pacientemente elaborada en
muchos años. Detestan la risa, temerosos
de que el gas pueda escaparse por la
comisura de los labios y el globo se
desinfle. Destituirían a un funcionario
del Estado si le sorprendieran leyendo a
Boccaccio, Quevedo o Rabelais; creen que
el buen humor compromete la
respetuosidad y estimula el hábito
anarquista de reír.
Constreñidos a vegetar en horizontes
estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo
ideal y todo lo agradable, en nombre de
lo inmediatamente provechoso. Su miopía
mental impídeles comprender el
equilibrio supremo entre la elegancia y
la fuerza, la belleza y la sabiduría.
"Donde creen descubrir las gracias del
cuerpo, la agilidad, la destreza, la
flexibilidad, rehúsan los dones del
alma: la profundidad, la reflexión, la
sabiduría. Borran de la historia que el
más sabio y el más virtuoso de los
hombres Sócrates bailaba". Esta aguda
advertencia de Montaigne, en los
Ensayos, mereció una corroboración de
Pascal en sus Pensamientos:
"Ordinariamente suele imaginarse a
Platón y Aristóteles con grandes togas y
como personajes graves y serios. Eran
buenos sujetos, que jaraneaban, como los
demás, en el seno de la amistad.
Escribieron sus leyes y sus retratos de
política para distraerse y divertirse;
ésa era la parte menos filosófica de su
vida. La más filosófica era vivir
sencilla y tranquilamente." El hombre
mediocre que renunciara a su solemnidad,
quedaría desorbitado; no podría vivir.
Son modestos, por principio. Pretenden
que todos lo sean, exigencia tanto más
fácil por cuanto en ellos sobra la
modestia, desde que están desprovistos
de méritos verdaderos. Consideran tan
nocivo al que afirma las propias
superioridades en voz alta como al que
ríe de sus convencionalismos suntuosos.
Llaman modestia a la prohibición de
reclamar los derechos naturales del
genio, de la santidad o del heroísmo.
Las únicas víctimas de esa falsa virtud
son los hombres excelentes, constreñidos
a no pestañear mientras los envidiosos
empañan su gloria. Para los tontos nada
más fácil que ser modestos: lo son por
necesidad irrevocable; los más inflados
lo fingen por cálculo, considerando que
esa actitud es el complemento necesario
de la solemnidad y deja sospechar la
existencia de méritos pudibundos. Heine
dijo: "Los charlatanes de la modestia
son los peores de todos". Y Goethe
sentenció: "Solamente los bribones son
modestos". Ello no obsta para que esa
reputación sea un tesoro en las
mediocracias. Se presume que el modesto
nunca pretenderá ser original, ni alzará
su palabra, ni tendrá opiniones
peligrosas, ni desaprobará a los que
gobiernan, ni blasfemará de los dogmas
sociales: el hombre que acepta esa
máscara hipócrita renuncia a vivir más
de lo que permiten sus cómplices. Hay,
es cierto, otra forma de modestia,
estimable como virtud legítima: es el
afán decoroso de no gravitar sobre los
que nos rodean, sin declinar por ello la
más leve partícula de nuestra dignidad.
Tal modestía es un simple respeto de sí
mismo y de los demás. Esos hombres son
raros; comparados con los falsos
modestos, son como los tréboles de
cuatro hojas. Fracasados hay que se
creen genios no comprendidos y se
resignan a ser modestos para complacer a
la mediocracia que puede transformarlos
en funcionarios; y son mediocres, lo
mismo que los otros, con más la
cataplasma de la modestia sobre las
úlceras de su mediocridad. En ellos,
como sentenció La Bruyére, "la falsa
modestia es el último refinamiento de la
vanidad". La mentira de Tartarín es
ridícula; pero la de Tartufo es
ignominiosa. Adoran el sentido común,
sin saber de seguro en qué consiste;
confúndenlo con el buen sentido, que es
su síntesis. Dudan cuando las demás
resuelven dudar y son eclécticos cuando
los otros lo son: llaman eclecticismo al
sistema de los que, no atreviéndose a
tener ninguna opinión, se apropian de
todo un poco y logran encender una vela
en el altar de cada santo. Temerosos de
pensar, como si fincasen en ello el
pecado mayor de los siete capitales,
pierden la aptitud para todo juicio; por
eso cuando un mediocre es juez, aunque
comprenda que su deber es hacer
justicia, se somete a la rutina y cumple
el triste oficio de no hacerla nunca y
embrollarla con frecuencia.
El temor de comprometerse les lleva a
simpatizar con un precavido
escepticismo. Bueno es desconfiar del
hipócrita que elogia todo y del
frasacado que todo lo encuentra
detestable; pero es cien veces me nos
estimable el hombre incapaz de un sí y
de un no, el que vacila para admirar lo
digno y execrar lo miserable. En el
primer capítulo de los Caracteres parece
referirse a ellos, La Bruyére, en un
párrafo copiado por Hello: "Pueden
llegar a sentir la belleza de un
manuscrito que se les lee, pero no osan
declarar en su favor hasta que hayan
visto su curso en el mundo y escuchado
la opinión de los presuntos competentes;
no arriesgan su voto, quieren ser
llevados por la multitud. Entonces dicen
que han sido los primeros en aprobar la
obra y cacarean que el público es de su
opinión". Temerosos de juzgar por sí
mismos, se consideran obligados a dudar
de los jóvenes; ello no les impide,
después de su triunfo, decir que fueron
sus descubridores. Entonces prodíganles
juramentos de esclavitud que llaman
palabras de estímulo: son el homenaje de
su pavor inconfesable. Su protección a
toda superioridad ya irresistible, es un
anticipo usuario sobre la gloria segura:
prefieren tenerla propicia a sentirla
hostil. Hacen mal por imprevisión o por
inconsciencia, como los niños que matan
gorriones a pedradas. Traicionan por
descuido. Comprometen por distracción.
Son incapaces de guardar un secreto;
confiárselo equivale a ocultar un tesoro
en caja de vidrio. Si la vanidad no les
tienta, suelen atravesar la penumbra sin
herir ni ser heridos, llevando a cuestas
cierto optimismo de Pangloss. A fuerza
de paciencia pueden adquirir alguna
habilidad parcial, como esos autómatas
perfeccionados que honran a la
juguetería moderna: podría concedérseles
una especie de viveza, quisicosa del ser
y del no ser, intermediaria entre una
estupidez complicada y una travesura
inocente. Juzgan las palabras sin
advertir que ellas se refieren a cosas;
se convencen de lo que ya tiene un sitio
marcado en su mollera y muéstranse
esquivos a lo que no encaja en su
espíritu. Son feligreses de la palabra;
no ascienden a la idea ni conciben el
ideal. Su mayor ingenio es siempre
verbal y sólo llegan al chascarrillo,
que es una prestidigitación de palabras;
tiemblan ante los que pueden jugar con
las ideas y producir esa gracia del
espíritu que es la paradoja. Mediante
ésta se descubren los puntos de vista
que permiten conciliar los contrarios y
se enseña que toda creencia es rela tiva
al que la cree pudiendo sus contrarias
ser creídas por otros al mismo tiempo.
La mediocridad intelectual hace al
hombre solemne, modesto, indeciso y
obtuso. Cuando no le envenenan la
vanidad y la envidia, diríase que duerme
sin soñar. Pasea su vida por las
llanuras; evita mirar desde las cumbres
que escalan los videntes y asomarse a
los precipicios que sondan los elegidos.
Vive entre los engranajes de la rutina.
III. LA MALEDICENCIA
Si se limitaran a vegetar, agobiados
como cariátides bajo el peso de sus
atributos, los hombres sin ideales
escaparían a la reprobación y a la
alabanza. Circunscritos a su órbita,
serían tan respetables como los demás
objetos que nos rodean. No hay culpa en
nacer sin dotes excepcionales; no podría
exigírseles que treparan las cuestas
riscosas por donde ascienden los
ingenios preclaros. Merecerían la
indulgencia de los espíritus
privilegiados, que no la rehúsan a los
imbéciles inofensivos. Estos últimos,
con ser más indigentes, pueden
justificarse ante un optimismo risueño:
zurdos en todo, rompen el tedio y hacen
parecer la vida menos larga, divirtiendo
a los ingeniosos y ayudándolos a andar
el camino. Son buenos compañeros y
depositan el., bazo durante la marcha:
habría que agradecerles los servicios
que prestan sin sospecharlo.
Los mediocres, lo mismo que los
imbéciles, serían acreedores a esa
amable tolerancia mientras se
mantuvieran a la capa; cuando renuncian
a imponer sus rutinas son sencillos
ejemplares del rebaño humano, siempre
dispuestos a ofrecer su lana a los
pastores. Desgraciadamente, suelen
olvidar su inferior jerarquía y
pretenden tocar la zampoña, con la
irrisoria pretensión de sus
desafinamientos.
Tórnanse entonces peligrosos y nocivos.
Detestan a los que no pueden igualar,
como si con sólo existir los ofendieran.
Sin alas para elevarse hasta ellos,
deciden rebajarlos: la exigüidad del
propio valimiento les induce a roer el
mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda
reputación que les humilla, sin
sospechar que nunca es más vil la con
ducta humana. Basta ese rasgo para
distinguir al doméstico del digno, al
ignorante del sabio, al hipócrita del
virtuoso, al villano del gentilhombre.
Los lacayos pueden hozar en la fama; los
hombres excelentes no saben envenenar la
vida ajena.
Ninguna escena alegórica posee más honda
elocuencia que el cuadro famoso de
Sandro Botticelli. La calumnia invita a
meditar con doloroso recogimiento; en
toda la Galería de los Oficios parecen
resonar las palabras que el artista no
lo dudamos quiso poner en labios de la
Verdad, para consuelo de la víctima: en
su encono está la medida de su mérito...
La Inocencia yace, en el centro del
cuadro, acoquinada bajo el infame gesto
de la Calumnia. La Envidia la precede;
el Engaño y la Hipocresía la acompañan.
Todas las pasiones viles y traidoras
suman su esfuerzo implacable para el
triunfo del mal. El Arrepentimiento mira
de través hacia el opuesto extremo,
donde está, como siempre sola y desnuda,
la Verdad; contrastando con el salvaje
ademán de sus enemigas, ella levanta su
índice al cielo en una tranquila
apelación a la justicia divina. Y
mientras la víctima junta sus manos y
las tiende hacia ella, en una súplica
infinita y conmovedora, el juez Midas
presta sus vastas orejas a la Ignorancia
y la Sospecha.
En esta apasionada reconstrucción de un
cuadro de Apeles, descrito por Luciano,
parece adquirir dramáticas firmezas el
suave pincel que desborda dulzuras en la
Virgen del granado y el San Sebastián,
invita al remordimiento con La
abandonada, santifica la vida y el amor
en la Alegría de la primavera y el
Nacimiento de Venus.
Los mediocres, más inclinados a la
hipocresía que al odio, prefieren la
maledicencia sorda a la calumnia
violenta. Sabiendo que ésta es criminal
y arriesgada, optan por la primera, cuya
infamia es subrepticia y sutil. La una
es audaz; la otra cobarde. El
calumniador desafía el castigo, se
expone; el maldiciente lo esquiva. El
uno se aparta de la mediocridad, es
antisocial, tiene el valor de ser
delincuente; el otro es cobarde y se
encubre con la complicidad de sus
iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en
los cenáculos, en los clubs, en las
academias, en las familias, en las
profesiones, acosando a todos los que
perfilan alguna originalidad. Hablan a
media voz, con recato, constantes en su
afán de taladrar la dicha ajena,
sombrando a puñados la semilla de todas
las yerbas venenosas. La maledicencia es
una serpiente que se insinúa en la
conversación de los envilecidos; sus
vértebras son nombres propios,
articuladas por los verbos más equívocos
del diccionario para arrastrar un cuerpo
cuyas escamas son calificativas
pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas
transparentes, con serenidad de Borgias;
las manos que la manejan parecen de
prestidigitadores, diestras en la manera
y amables en la forma. Una sonrisa, un
levantar de espaldas, un fruncir la
frente como subscribiendo a la
posibilidad del mal, bastan para macular
la probidad de un hombre o el honor de
una mujer. El maldiciente, cobarde entre
todos los envenenadores, está seguro de
la impunidad; por eso es despreciable.
No afirma, pero insinúa; llega hasta
desmentir imputaciones que nadie hace,
contando con la irresponsabilidad de
hacerlas en esa forma. Miente con
espontaneidad, como respira. Sabe
seleccionar lo que converge a la
detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que
no está seguro y calla con prudencia
todo el bien que sabe. No respeta las
virtudes íntimas ni los secretos del
hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña
que asoma como una irrupción en sus
labios irritados, hasta que por toda la
boca, hecha una pústula, el interlocutor
espera ver salir, en vez de lengua, un
estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El
que puede gritar cara a cara una
injuria, el que denuncia a voces un
vicio ajeno, el que acepta los riesgos
de sus decires, no es un maldiciente.
Para serlo es menester temblar ante la
idea del castigo posible y cubrirse con
las máscaras menos sospechosas. Los
peores son los que maldicen elogiando:
templan su aplauso con arremangadas
reservas, más graves que las peores
imputaciones. Tal bajeza en el pensar es
una insidiosa manera de practicar el
mal, de efectuar lo potencialmente. sin
el valor de la acción rectilínea.
Si estos basiliscos parlantes poseen
algún barniz de cultura, pretenden
encubrir su infamia con el pabellón de
la espiritualidad. Vana esperanza; están
condenados a perseguir la gracia y
tropezar con la perfidia. Su burla no es
sonrisa, es mueca. El ejercicio puede
tornarles fácil la malignidad zumbona,
pero ella no se confunde con la ironía
sagaz y justa. La ironía es la
perfección del ingenio, una convergencia
de intención y de sonrisa aguda en la
oportunidad y justa en la medida; es un
cronómetro, no anda mucho, sino con
precisión. Eso lo ignora el mediocre.
Lees más fácil ridiculizar una sublime
acción que imitarla.
En las sobremesas subalternas su
dicacidad urticante puede confundirse
con la gracia, mientras le ampara la
complicidad maldiciente; pero fáltale el
aticismo sano del que todo perdona en
fuerza de comprenderlo todo y esa
inteligencia cristalina que permite
descifrar la verdad en la entraña misma
de las cosas que el vaivén mundano
somete a nuestra experiencia. Esos
oficios tienen malignidades perversas
por su misma falta de hidalguía;
disfrazan de mesurada condolencia el
encono de su inferioridad humillada. Los
calumniadores minúsculos son más
terribles, como las fuerzas moleculares
que nadie ve y carcomen los metales más
nobles. Nada teme el maldiciente al
sembrar sus añagazas de esterquilinio;
sabe que tiene a su espalda un
innumerable jabardillo de cómplices,
regocijados cada vez que un espíritu
omiso los confabula contra una estrella.
El escritor mediocre es peor por su
estilo que por su moral. Rasguña
tímidamente a los que envidia; en sus
collonadas se nota la temperancia del
miedo, como si le erizaran los peligros
de la responsabilidad. Abunda entre los
malos escritores, aunque no todos los
mediocres consiguen serlo; muchos se
limitan a ser terriblemente aburridos,
acosándonos con volúmenes que podrían
terminar en el primer párrafo. Sus
páginas están embalumadas de lugares
comunes, como los ejercicios de las
guías políglotas. Describen dando
tropiezos contra la realidad; son
objetivos que operan y no retortas que
destilan; se desesperan pensando que la
calcomanía no figura entre las bellas
artes. Si acometen la literatura,
diríase que Vasco da Gama emprende el
descubrimiento de todos los lugares
comunes, sin vislumbrar el cabo de una
buena esperanza; si chapalean la
ciencia, su andar es de mula montañesa,
deteniéndose a rumiar el pienso pastado
medio siglo antes por sus predecesores.
Esos fieles de la rapsodia y de la
paráfrasis practican esa pudibunda
modestia que es su mentira convencional;
se admiran entre sí, como solidaridad de
logia, execrando cualquier soplo de
ciclón o revoloteo de águila. Palidecen
ante el orgullo desdeñoso de los hombres
cuyos ideales no sufren inflexiones;
fingen no comprender esa virtud de
santos y de sabios, supremo desprecio de
todas las mentiras por ellos veneradas.
El escritor mediocre, tímido y prudente,
resulta inofensivo. Solamente la envidia
puede encelarle; entonces prefiere
hacerse crítico.
El mediocre parlante es peor por su
moral que por su estilo; su lengua
centuplícase en copiosidades acicaladas
y las palabras ruedan sin la traba de la
ulterioridad. La maledicencia oral tiene
eficacias inmediatas, pavorosas. Está en
todas partes, agrede en cualquier
momento.
Cuando se reúnen espíritus pazguatos,
para turnarse en decir pavadas sin
interés para quien las oye, el terreno
es propicio para que el más alevoso
comience a maldecir de algún ilustre,
rebajándolo hasta su propio nivel. La
eficacia de la difamación arraiga en la
complacencia tácita de quienes la
escuchan, en la cobardía colectiva de
cuantos pueden escucharla sin
indignarse; moriría si ellos no le
hicieran una atmósfera vital. Ése es su
secreto. Semejante a la moneda falsa, es
circulada sin escrúpulos por muchos que
no tendrían el valor de acuñarla.
Las lenguas más acibaradas son las de
aquellos que tienen menos autoridad
moral, como enseña Moliere desde la
primera escena deTartufo: "Ceut de qui
la conduite offre le plus á vire., Sont
toujours sur autri les prentiers a
médire "
(Aquéllos en quienes la conducta se
presta más a risa, son siempre, los
primeros en hablar mal de los demás).
Diríase que empañan la reputación ajena
para disminuir el contraste con la
propia. Eso no excluye que existan
casquivanos cuya culpa es inconsciente ;
maldicen por ociosidad o por, diversión,
sin sospechar donde conduce el camino en
que se aventuran. Al contar una falta
ajena ponen cierto amor propio en ser
interesantes, aumentándola, adornándola,
pasando insensiblemente de la verdad a
la mentira, de la torpeza a la infamia,
de la maledicencia a la calumnia. ¿Para
qué evocar las palabras memorables de la
comedia de Beaunlarchais?
IV. EL SENDERO DE LA GLORIA
El hombre mediocre que se aventura en la
liza social tiene apetitos urgentes: el
éxito. No sospecha que existe otra cosa,
la gloria, ambicionada solamente por los
caracteres superiores. Aquél es un
triunfo efímero, al contado; ésta es
definitiva, inmarcesible en los siglos.
El uno se mendiga; la otra se conquista.
Es despreciable todo cortesano de la
mediocracia en que vive; triunfa
humillándose, reptando, a hurtadillas,
en la sombra, disfrazado, apuntalándose
en la complicidad de innumerables
similares. El hombre de mérito se
adelanta a su tiempo, la pupila puesta
en un ideal; se impone dominando,
iluminando, fustigando, en plena luz, a
cara descubierta, sin humillarse, ajeno
a todos los embozamientos del servilismo
y de la intriga.
La popularidad tiene peligros. Cuando la
multitud clava sus ojos por vez primera
en un hombre y le aplaude, la lucha
empieza: desgraciado quien se olvida de
sí mismo para pensar solamente en los
demás.
Hay que poner más lejos la intención y
la esperanza, resistiendo las
tentaciones del aplauso inmediato; la
gloria es más difícil, pero más digna.
La vanidad empuja al hombre vulgar a
perseguir un empleo expectable en la
administración del Estado, indignamente
si es necesario; sabe que su sombra lo
necesita. El hombre excelente se
reconoce porque es capaz de renunciar a
toda prebenda que tenga por precio una
partícula de su dignidad. El genio se
mueve en su órbita propia, sin esperar
sanciones ficticias de orden político,
académico o mundano; se revela por la
perennidad de su irradiación, como si
fuera su vida un perpetuo amanecer.
El que flota en la atmósfera como una
nube, sostenido por el viento de la
complicidad ajena, puede abocadar por la
adulación lo que otros deberían recibir
por sus aptitudes; pero quien obtiene
favores sin tener méritos, debe temblar:
fracasará después, cien veces, en cada
cambio de viento. Los nobles ingenios
sólo confían en sí mismos, luchan,
salvan los obstáculos, se imponen. Sus
caminos son propiamente suyos; mientras
el mediocre se entrega al error
colectivo que le arrastra, el superior
va contra él con energías inagotables,
hasta despejar su ruta.
Merecido o no, el éxito es el alcohol de
los que combaten. La primera vez
embriaga; el espíritu se aviene a él
insensiblemente; después se convierte en
imprescindible necesidad. El primero,
grande o pequeño, es perturbador. Se
siente una indecisión extraña, un
cosquilleo moral que deleita y molesta
al mismo tiempo, como la emoción del
adolescente que se encuentra a solas por
vez primera con una mujer amada: emoción
tierna y violenta, estimula e inhibe a
la vez, instiga y amilana.
Mirar de frente al éxito, equivale a
asomarse a un precipicio: se retrocede a
tiempo o se cae en él para siempre. Es
un abismo irresistible, como una boca
juvenil que invita al beso; pocos
retroceden. Inmerecido, es un castigo,
un filtro que envenena la vanidad y hace
infeliz para siempre; el hombre
superior, en cambio, acepta como simple
anticipación de la gloria ese pequeño
tributo de la mediocridad, vasalla de
sus méritos.
Se presenta bajo cien aspectos, tienta
de mil maneras. Nace por un accidente
inesperado, llega por senderos
invisibles. Basta el simple elogio de un
maestro estimado, el aplauso ocasional
de una multitud, la conquista fácil de
una hermosa mujer; todos se equivalen,
embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo,
tórnase imposible eludir el hábito de
esta embriaguez; lo único difícil es
iniciar la costumbre, como para todos
los vicios. Después no se puede vivir
sin el tósigo vivificador y esa ansiedad
atormenta la existencia del que no tiene
alas para ascender sin la ayuda de
cómplices y de pilotos. Para el hombre
acomodaticio hay una certidumbre
absoluta: sus éxitos son ilusorios y
fugaces, por humillante que le haya sido
obtenerlos. Ignorando que el árbol
espiritual tiene frutos, se preocupa por
cosechar la hojarasca; vive de lo
aleatorio, acechando las ocasiones
propicias. Los grandes cerebros
ascienden por la senda exclusiva del
mérito; o por ninguna. Saben que en las
mediocracias se suelen seguir otros
caminos; por eso no se sienten nunca
vencidos, ni sufren de un contraste más
de lo que gozan de un éxito; ambos son
obra de los demás.
La gloria depende de ellos mimos. El
éxito les parece un simple
reconocimiento de su derecho, un
impuesto de admiración que se les paga
en vida. Taine conoció en su juventud el
goce del maestro que ve concurrir a sus
lecciones un tropel de alumnos; Mozart
ha narrado las delicias del compositor
cuyas melodías vuelven a los labios del
transeúnte que silba para darse valor al
atravesar de noche una encrucijada
solitaria; Musset confiesa que fue una
de sus grandes voluptuosidades oír sus
versos recitados por mujeres bellas;
Castelar comentó la emoción del orador
que escucha el aplauso frenético
tributado por miles de hombres. El
fenómeno es común, sin ser nuevo. Julio
César, al historiar sus campañas,
trasunta la ebriedad salvaje del que
conquista pueblos y aniquila hordas; los
biógrafos de Beethoven narran su
impresión profunda cuando se volvió a
contemplar las ovaciones que su sordera
le impedía oír, al estrenar la Novena
sinfonía; Stendhal ha dicho, con su
ática gracia original, las fruiciones
del amador afortunado que ve
sucesivamente a sus pies, temblorosas de
fiebre y ansiedad, a cien mujeres.
El éxito es benéfico si es merecido;
exalta la personalidad, la estimula.
Tiene otra virtud: destierra la envidia,
ponzoña incurable en los espíritus
mediocres. Triunfar a tiempo,
merecidamente, es el más favorable rocío
para cualquier germen de superioridad
moral. El triunfo es un bálsamo de los
sentimientos, una lima eficaz contra las
asperezas del carácter. El éxito es el
mejor lubricante del corazón; el fracaso
es su más urticante corrosivo.
La popularidad o la fama suelen dar
transitoriamente la ilusión de la
gloria. Son sus formas espurias y
subalternas, extensas pero no profundas,
esplendorosas pero fugaces. Son más que
el simple éxito, accesible al común de
los mortales; pero son menos que la
gloria. exclusivamente reservada a los
hombres superiores. Son oropel, piedra
falsa, luz de artificio. Manifestaciones
directas del entusiasmo gregario y, por
eso mismo, inferiores: aplauso de
multitud, con algo de frenesí
inconsciente y comunicativo. La gloria
de los pensadores, filósofos y artistas.
que traducen su genialidad mediante la
palabra escrita, es lenta, pero estable;
sus admiradores están dispersos, ninguno
aplaude a solas. En el teatro y en la
asamblea la admiración es rápida y
barata, aunque ilusoria; los oyentes se
sugestionan recíprocamente, suman su
entusiasmo y tallan en ovaciones. Por
eso cualquier histrión de tres al cuarto
puede conocer el triunfo más cerca que
Aristóteles o Spinoza; la intensidad,
que es el (éxito, este en razón inversa
de la duración, que es la gloria. Tales
aspectos caricaturescos de la celebridad
dependen de una aptitud secundaria del
actor o de un estado accidental de la
mentalidad colectiva. Amenguada la
aptitud o transpuesta la circunstancia,
vuelven ala sombra y asisten en vida a
sus propios funerales.
Entonces pagan cara su notoriedad; vivir
en perpetua nostalgia es su martirio.
Los hijos del éxito pasajero deberían
morir al caer en la orfandad. Algún
poeta melancólico escribió que es
hermoso vivir de los recuerdos: frase
absurda. Ello equivale a agonizar. Es la
dicha del pintor maniatado por la
ceguera, del jugador que mira el tapete
y no puede arriesgar una sola ficha.
En la vida se es actor o público,
timonel o galeote. Es tan doloroso pasar
del timón al remo, como salir del
escenario para ocupar una butaca, aunque
ésta sea de primera fila. El que ha
conocido el aplauso no sabe resignarse a
la oscuridad; ésa es la parte más cruel
de toda preeminencia fundada en el
capricho ajeno o en aptitudes físicas
transitorias.
El público oscila con la moda; el físico
se gasta. La fama de un orador, de un
esgrimista o de un comediante, sólo dura
lo que una juventud; la voz, las
estocadas y los gestos se acaban alguna
vez, dejando lo que en el bello decir
dantesco representa el dolor sumo:
recordar en la miseria el tiempo feliz.
Para estos triunfadores accidentales, el
instante en que se disipa su error
debería ser el último de la vida. Volver
a la realidad es una suprema tristeza.
Preferible es que un Otelo excesivo mate
de veras sobre el tablado a una
Desdémona próxima a envejecer, o
desnucarse el acróbata en un salto
prodigioso, o rompérsele un aneurisma al
orador mientras habla a cien mil hombres
que aplauden, o ser apuñalado un Don
Juan por la amante más hermosa y
sensual. Ya que se mide la vida por sus
horas de dicha convendría despedirse de
ella sonriendo, mirándola de frente, con
dignidad, con la sensación de que se ha
merecido vivirla hasta el último
instante. Toda ilusión que se desvanece
deja tras de sí una sombra indisipable.
La fama y la celebridad no son la
gloria: nada más falaz que la sanción de
los contemporáneos y de las
muchedumbres.
Compartiendo las ruinas y las
debilidades de la mediocridad ambiente,
fácil es convertirse en arquetipos de la
masa y ser prohombres entre sus iguales,
pero quien así culmina, muere con ellos.
Los genios, los santos y los héroes
desdeñan toda sumisión al presente,
puesta la proa hacia un remoto ideal:
resultan prohombres en la historia.
La integridad moral y la excelencia de
carácter son virtudes estériles en los
ambientes rebajados, más asequibles a
los apetitos del doméstico que a las
altiveces del digno: en ellos se incuba
el éxito falaz.
La gloria nunca ciñe de laureles la sien
del que se ha complicado en las ruinas
de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a
veces, aunque siempre segura, suele
ornar las frentes de cuantos miraron el
porvenir y sirvieron a un ideal,
practicando aquel lema que fue la noble
divisa de Rousseau: vitam impendere
vero.
CAPÍTULO III
LOS VALORES MORALES:
La moral de Tartufo. II. El hombre
honesto. III. Los tránsfugas de la
honestidad. IV. Función social de la
virtud. V. La pequeña virtud y el
talento moral. VI. El genio moral: la
santidad.
I. LA MORAL DE TARTUFO
La hipocresía es el arte de amordazar la
dignidad; ella hace enmudecer los
escrúpulos en los hombres incapaces de
resistir la tentación del mal. Es falta
de virtud para renunciar a éste y de
coraje para asumir su responsabilidad.
Es el guano que fecundiza los
temperamentos vulgares, permitiéndoles
prosperar en la mentira: como esos
árboles cuyo ramaje es más frondoso
cuando crecen a inmediaciones de las
ciénagas.
Hiela, donde ella pasa, todo noble
germen de ideal: zarzagán del
entusiasmo. Los hombres rebajados por la
hipocresía viven sin ensueño, ocultando
sus intenciones, enmascarando sus
sentimientos, dando saltos como el
eslizón; tienen la certidumbre íntima,
aunque inconfesa, de que sus actos son
indignos, vergonzosos, nocivos,
arrufianados, irredimibles. Por eso es
insolvente su moral: implica siempre una
simulación.
Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no
sospechan el valor de las creencias
rectilíneas. Esquivan la responsabilidad
de sus acciones, son audaces en la
traición y tímidos en la lealtad.
Conspiran y agreden en la sombra,
escamotean vocablos ambiguos, alaban con
reticencias ponzoñosas y difaman con
afelpada suavidad. Nunca lucen un
galardón inconfundible: cierran todas
las rendijas de su espíritu por donde
podría asomar desnuda su personalidad,
sin el ropaje social de la mentira.
En su anhelo simulan las aptitudes y
cualidades que consideran ventajosas
para acrecentar la sombra que proyectan
en su escenario.
Así como los ingenios exiguos mimetizan
el talento intelectual, embalumándose de
refinados artilugios y defensas, los
sujetos de moralidad indecisa parodian
el talento moral, oropelando de virtud
su honestidad insípida. Ignoran el
veredicto del propio tribunal interior;
persiguen el salvoconducto otorgado por
los cómplices de sus prejuicios
convencionales.
El hipócrita suele aventajarse de su
virtud fingida, mucho más que el
verdadero virtuoso. Pululan hombres
respetados en fuerza de no
descubrírseles bajo el disfraz; bastaría
penetrar en la intimidad de sus
sentimientos, un solo minuto, para
advertir su doblez y trocar en desprecio
la estimación. El psicólogo reconoce al
hipócrita; rasgos hay que distinguen al
virtuoso del simulador, pues mientras
éste es un cómplice de los prejuicios
que fermentan en su medio, aquél posee
algún talento que le permite
sobreponerse a ellos.
Todo apetito numulario despierta su
acucia y le empuja a descubrirse. No
retrocede ante las arterías, es fácil a
los besamanos femeninos, sabre oliscar
el deseo de los amos, se da al mejor
oferente, prospera a fuerza de marañas.
Triunfa sobre los sinceros, toda vez que
el éxito estriba en aptitudes viles: el
hombre leal es con frecuencia su
víctima. Cada Sócrates encuentra su
Mélitos y cada Cristo su Judas.
La hipocresía tiene matices. Si el
mediocre moral se aviene a vegetar en la
penumbra, no cabe bajo el escalpelo del
psicólogo: su vicio es un simple reflejo
de mentiras que infestan la moral
colectiva. Su culpa comienza cuando
intenta agitarse dentro de su basta
condición, pretendiendo igualarse a los
virtuosos. Chapaleando en los muladares
de la intriga, su honestidad se mancilla
y se encanalla en pasiones innoblemente
desatadas. Tórnase capaz de todos los
rencores. Supone simplemente honesto,
como él, a todo santo o virtuoso; no
descansa en amenguar sus méritos.
Intenta igualar abajo, no pudiendo
hacerlo arriba.
Persigue a los caracteres superiores,
pretende confundir sus excelencias con
las propias mediocridades, desahoga
sordamente una envidia que no confiesa,
en la penumbra, ensalobrándose, babeando
sin morder, mintiendo sumisión y amor a
los mismos que detesta y carcome.
Su malsinidad está inquietada con
escrúpulos que le obligan a avergonzarse
en secreto; descubrirle es el más cruel
de los suplicios. Es su castigo.
El odio es loable si lo comparamos con
la hipocresía.
En ello se distinguen la subrepticia
medrosidad del hipócrita y la adamantina
lealtad del hombre digno. Alguna vez
éste se encrespa y pronuncia palabras
que son un estigma o un epitafio; su
rugido es la luz de un relámpago fugaz y
no deja escorias en su corazón, se
desahoga por un gesto violento, sin
envenenarle. Las naturalezas viriles
poseen un exceso de fuerza plástica cuya
función regeneradora cura prontamente
las hondas heridas y trae el perdón. La
juventud tiene entre sus preciosos
atributos la incapacidad de dramatizar
largo tiempo las pasiones malignas; el
hombre que ha perdido la aptitud de
borrar sus odios está ya viejo,
irreparablemente. Sus heridas son tan
imborrables como sus canas. Y como
éstas, puede teñirse el odio: la
hipocresía es la tintura de esas canas
morales.
Sin fe en creencia alguna, el hipócrita
profesa las más provechosas.
Atafagado por preceptos que entiende
mal, su moralidad parece un pelele
hueco; por eso, para conducirse,
necesita la muleta de alguna religión.
Prefiere las que afirman la existencia
del purgatorio y ofrecen redimir las
culpas por dinero. Esa aritmética de
ultratumba le permite disfrutar más
tranquilamente los beneficios de su
hipocresía; su religión es una actitud y
no un sentimiento. Por eso suele
exagerarla: es fanático. En los santos y
en los virtuosos, la religión y la moral
pueden correr parejas; en los
hipócritas, la conducta baila en compás
distinto del que marcan los
mandamientos.
Las mejores máximas teóricas pueden
convertirse en acciones abominables;
cuanto más se pudre la moral práctica,
tanto mayor es el esfuerzo por
rejuvenecerla con harapos de dogmatismo.
Por eso es declamatoria y suntuosa la
retórica de Tartufo, arquetipo del
género, cuya creación pone a Moliére
entre los más geniales psicólogos de
todos los tiempos. No olvidemos la
historia de ese oblicuo devoto a quien
el sincero Orgon recoge piadosamente y
que sugestiona a toda su familia.
Cleanto, un joven, se atreve a
desconfiar de él; Tartufo consigue que
Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo
y se hace legar sus bienes. Y no basta:
intenta seducir a la consorte de su
huésped. Para desenmascarar tanta
infamia, su esposa se resigna a celebrar
con Tartufo una entrevista, a la que
Orgon asiste oculto. El hipócrita,
creyéndose solo, expone los principios
de su casuística perversa; hay acciones
prohibidas por el cielo, pero es fácil
arreglar con él estas contabilidades;
según convenga pueden aflojarse las
ligaduras de la conciencia, rectificando
la maldad de los actos con la pureza de
las doctrinas. Y para retratarse de una
vez, agrega:
En fin, votre scrupule est facile á
détruire: Vous étes assurée ici d'un
plein secret, Et le anal n'est jamais
que dans l'éclat qu'on fait; Le scandale
du monde est ce que fait l'offenre, et
ce n'est pas pécher que pécher en
silence. (Finalmente, vuestro escrúpulo
es fácil de destruir: Estáis asegurada
aquí de un pleno secreto, y el mal no
está más que en el ruido que se hace. El
escándalo del mundo es lo que hace la
ofensa y no el pecar en silencio). Ésa
es la moral de la hipocresía jesuítica,
sintetizada en cinco versos, que son su
pentateuco.
La del hombre virtuoso es otra: está en
la intención y en el fin de las
acciones, en los hechos mejor que en las
palabras, en la conducta ejemplar y no
en la oratoria untuosa. Sócrates y
Cristo fueron virtuoso., contra la
religión de su tiempo; los dos murieron
a planos de fanatismos que estaban ya
divorciados de toda moral. La santidad
está siempre fuera de la hipocresía
colectiva. La exageración materialista
de las ceremonias suele coincidir con la
aniquilación de todos los idealismos en
las naciones y en las razas; la historia
la señala en la decadencia de las castas
gobernantes y dice que el loyolismo
apuntala siempre su degeneración moral.
En esas horas de crisis, la fe agoniza
en, el fanatismo decrépito y alienta
formidablemente en los ideales que
renacen frente a él, irrespetuosos,
demoledores, aunque predestinados con
frecuencia a caer en nuevos fanatismos y
a oponerse a ideales venideros.
El hipócrita está constreñido a guardar
las apariencias, con tanto afán como
pone el virtuoso en cuidar sus ideales.
Conoce de memoria los pasajes
pertinentes del Sartor Resartus; por
ellos admira a Carlyle, tanto como otros
por su culto a Los héroes. El respeto de
las formas hace que los hipócritas de
cada época y país adquieran rasgos
comunes; hay una "manera" peculiar que
trasunta el tartufismo en todos sus
adeptos, como hay "algo" que denuncia el
parentesco entre los afiliados a una
tendencia artística o escuela literaria.
Ese estigma común a los hipócritas, que
permite reconocerlos no obstante los
matices individuales impuestos por el
rango o la fortuna, es su profunda
animadversión a la verdad.
La hipocresía es más honda que la
mentira: ésta puede ser accidental,
aquélla es permanente. El hipócrita
transforma su vida entera en una mentira
metódicamente organizada. Hace lo
contrario de lo que dice, toda vez que
ello le reporte un beneficio inmediato;
vive traicionando con sus palabras, como
esos poetas que disfrazan con largas
crenchas la cortedad de su inspiración.
El hábito de la mentira paraliza los
labios del hipócrita cuando llega la
hora de pronunciar una verdad.
Así como la pereza es la clave de la
rutina y la avidez es móvil del
servilismo, la mentira es el prodigioso
instrumento de la hipocresía.
Nunca ha escuchado la Humanidad palabras
más nobles que algunas de Tartufo; pero
jamás un hombre ha producido acciones
más disconformes con ellas. Sea cual
fuere su rango social, en la privanza o
en la proscripción, en la opulencia o en
la miseria, el hipócrita está siempre
dispuesto a adular a los poderosos y a
engañar a los humildes, mintiendo a
entrambos. El que se acostumbra a
pronunciar palabras falsas, acaba por
faltar a la propia sin repugnancia,
perdiendo toda noción de lealtad consigo
mismo. Los hipócritas ignoran que la
verdad es la condición fundamental de la
virtud. Olvidan la sentencia
multisecular de Apolonio: "De siervos es
mentir, de libres decir verdad". Por eso
el hipócrita está predispuesto a
adquirir sentimientos serviles. Es el
laca yo de los que le rodean, el esclavo
de mil amos, de un millón de amos, de
todos los cómplices de su mediocridad.
El que miente es traidor: sus víctimas
le escuchan suponiendo que dice la
verdad. El mentiroso conspira contra la
quietud ajena, falta al respeto a todos,
siembra la inseguridad y la
desconfianza. Con mirar ojizaino
persigue a los sinceros, creyéndolos sus
enemigos naturales.
Aborrece la sinceridad. Dice que ella es
la fuente de escándalo y anarquía, como
si pudiera culparse a la escoba de que
exista la suciedad.
En el fondo sospecha que el hombre
sincero es fuerte e individualista.
fincando en ello su altivez
inquebrantable, pues su oposición a la
hipocresía es una actitud de resistencia
al mal que le acosa por todas partes. Se
defiende contra la domesticación v el
descenso común. Y dice su verdad como
puede, cuando puede, donde puede. Pero
la sabe decir. Muchos santos enseñaron a
morir por ella.
El disfraz sirve al débil; sólo se finge
lo que se cree no tener. Hablan más de
la nobleza los nietos de truhanes; la
virtud suele danzar en labios
desvergonzados; la altivez sirve de
estribillo a los envilecidos; la
caballerosidad es la ganzúa de los
estafadores; la temperancia figura en el
catecismo de los viciosos. Suponen que
de tanto oropel se adherirá alguna
partícula a su sombra. Y, en efecto,
ésta se va modificando en la constante
labor; la máscara es benéfica en las
mediocracias contemporáneas, magüer los
que la usen carezcan de autoridad moral
ante los hombres virtuosos. Éstos no
creen al hipócrita, descubierto una vez;
no le creen nunca. ni pueden dejar de
creerle cuando sospechan que miente:
quien es desleal con la verdad no tiene
por qué ser leal con la mentira.
El hábito de la ficción desmorona a los
caracteres hipócritas, vertiginosamente,
como si cada nueva mentira los empujara
hacia el precipicio; nada detiene a una
avalancha en la pendiente. Su vida se
polariza en esa abyecta honestidad por
cálculo que es simple sublimación del
vicio. El culto de las apariencias lleva
a desdeñar la realidad.
El hipócrita no aspira a ser virtuoso,
sino a parecerlo; no admira
intrínsecamente la virtud, quiere ser
contado entre los virtuosos por las
prebendas y honores que tal condición
puede reportarle. Faltándole la osadía
de practicar el mal, a que está
inclinado, conténtase con sugerir que
oculta sus virtudes por modestia; pero
jamás consigue usar con desenvoltura el
antifaz. Sus manejos asoman por alguna
parte, como las clásicas orejas bajo la
corona de Midas. La virtud y el mérito
son incompatibles con el tartufismo; la
observación induce a desconfiar de las
virtudes misteriosas. Ya enseñaba
Horacio que "la virtud oculta difiere
poco de la oscura holgazanería" (Od. IV,
9, 29). No teniendo valor para la verdad
es imposible tenerlo para la justicia.
En vano los hipócritas viven jactándose
de una gran ecuanimidad y procurando
prestigios catonianos: su prudente
cobardía les impide ser jueces toda vez
que puedan comprometerse con un fallo.
Prefieren tartajear sentencias
bilaterales y ambiguas, diciendo que hay
luz y sombra en todas las cosas; no lo
hacen, empero, por filosofía, sino por
incapacidad de responsabilizarse de sus
juicios. Dicen que éstos deben ser
relativos, aunque en lo íntimo de su
mollera creen infalibles sus opiniones.
No osan proclamar su propia suficiencia;
prefieren avanzar en la vida sin más
brújula que el éxito, ofreciendo el
flanco y bordejeando, esquivos a poner
la proa hacia el más leve obstáculo. Los
hombres rectos son objeto de su
acendrado rencor, pues con su rectitud
humillan a los oblicuos; pero éstos no
confiesan su cobardía y sonríen
servilmente a las miradas que los
torturan, aunque sienten el vejamen: se
contraen a estudiar los defectos de los
hombres virtuosos para filtrar pérfidos
venenos en el homenaje que a todas horas
están obligados a tributarles. Difaman
sordamente; traicionan siempre, como los
esclavos, como los híbridos que traen en
las venas sangre servil. Hay que temblar
cuando sonríen: vienen tanteando la
empuñadura de algún estilete oculto bajo
su capa.
El hipócrita entibia toda amistad con
sus dobleces: nadie puede confiar en su
ambigüedad recalcitrante. Día por día
afloja sus anastomosis con las personas
que le rodean; su sensibilidad escasa
impídele caldearse en la ternura ajena
y. su afectividad va palideciendo como
una planta que no recibe sol, agostado
el corazón en un invierno prematuro.
Sólo piensa en sí mismo, y ésa es su
pobreza suprema. Sus sentimientos se
marchitan en los invernáculos de la
mentira y de la vanidad. Mientras los
caracteres dignos crecen en un perpetuo
olvido de su ayer y piensan en cosas
nobles para su mañana, los hipócritas se
repliegan sobre si mismos, sin darse,
sin gastarse, retrayéndose,
atrofiándose.
Su falta de intimidades les impide toda
expansión, obsesionados por el temor de
que su conciencia moral asome a la
superficie.
Saben que bastaría una leve brisa para
descorrer su livianísimo velo de virtud.
No pudiendo confiar en nadie, viven
cégando las fuentes de su propio
corazón: no sienten la raza, la patria,
la clase, la familia, ni la amistad,
aunque saben mentirlas para explotarlas
mejor. Ajenos a todo y a todos, pierden
el sentimiento de la solidaridad social,
hasta caer en sórdidas caricaturas del
egoísmo. El hipócrita mide su
generosidad por las ventajas que de ella
obtiene; concibe la beneficencia como
una industria lucrativa para su
reputación. Antes de dar, investiga si
tendrá notoriedad su donativo; figura en
primera línea en todas las suscripciones
públicas, pero no abriría su mano en la
sombra. Invierte su dinero en un bazar
de caridad, como si comprara acciones de
una empresa; eso no le impide ejercer la
usura en privado o sacar provecho del
hambre ajena. Su indiferencia al mal del
prójimo puede arrastrarle a
complicidades indignas. Para satisfacer
alguno de sus apetitos no vacilará ante
grises intrigas, sin preocuparse de que
ellas tengan consecuencias imprevistas.
Una palabra del hipócrita basta para
enemistar a dos amigos o para distanciar
a dos amante. Sus armas son poderosas
por lo invisibles; con una sospecha
falsa puede envenenar una felicidad,
destruir una armonía, quebrar , una
concordancia. Su apego a la mentira le
hace acoger benévolamente cualquier
infamia, desenvolviéndola hasta lo
infinito, subterráneamente, sin ver el
rumbo ni medir cuán hondo, tan
irresponsable como esas alimañas que
cavan al azar sus madrigueras, cortando
las raíces de las flores más delicadas.
Indigno de la confianza ajena, el
hipócrita vive desconfiando de todos,
hasta caer en el supremo infortunio de
la susceptibilidad. Un terror ansioso le
acoquina frente a los hombres sinceros,
creyendo escuchar en cada palabra un
reproche merecido; no hay en ello
dignidad, sino remordimiento. En vano
pretendería engañarse a sí mismo,
confundiendo la susceptibilidad con la
delicadeza; aquélla nace del miedo y
ésta es hija del orgullo.
Difieren como la cobardía y la
prudencia, como el cinismo y la
sinceridad. La desconfianza del
hipócrita es una caricatura de la
delicadeza del orgulloso. Este
sentimiento puede tornar susceptible al
hombre de méritos excelente toda vez que
desdeña dignidades cuyo precio es el
servilismo y cuyo camino es la
adulación; el hombre digno exige
entonces respeto para ese valor moral
que no manifiesta por los modos vulgares
de la protesta estéril, pero ello le
aparta para siempre de los hipócritas
domesticados. Es raro el caso.
Frecuentísima es, en cambio, la
susceptibilidad del hipócrita, que teme
verse desenmascarado por los sinceros.
Sería extraño que conservara esa
delicadeza, única sobreviviente al
naufragio de las demás. El hábito de
fingir es incompatible con esos matices
del orgullo; la mentira es opaca a
cualquier resplandor de dignidad.
La conducta de los tartufos no puede
conservarse adamantina; los expedientes
equívocos se encadenan hasta ahogar los
últimos escrúpulos.
A fuerza de pedir a los demás sus
prejuicios, endeudándose moralmente con
la sociedad, pierden el temor de pedir
otros favores y bienes materiales,
olvidando que las deudas torpemente
acumuladas esclavizan al hombre. Cada
préstamo no devuelto es un nuevo eslabón
remachado a su cadena; se les hace
imposible vivir dignamente en una ciudad
donde hay calles que no pueden cruzar y
entre personas cuya mirada no sabrían
sostener. La mentira y la hipocresía
convergen a estos renunciamientos,
quitando al hombre su independencia. Las
deudas contraídas por vanidad o por
vicio obligan a fingir y engañar; el que
las acumula renuncia a toda dignidad.
Hay otras consecuencias del tartufismo.
El hombre dúctil a la intriga se priva
del cariño ingenuo. Suele tener
cómplices, pero no tiene amigos; la
hipocresía no ata por el corazón, sino
por el interés. Los hipócritas,
forzosamente utilitarios y oportunistas,
están siempre dispuestos a traicionar
sus principios en homenaje a un
beneficio inmediato; eso les veda la
amistad con espíritus superiores. El
gentil hombre tiene siempre un enemigo
en ellos, pues la reciprocidad de
sentimientos sólo es posible entre
iguales; no puede entregarse nunca a su
amistad, pues acecharán la ocasión para
afrentarlo con alguna infamia, vengando
su propia inferioridad. La Bruyére
escribió una máxima imperecedera: "En la
amistad desinteresada hay placeres que
no pueden alcanzar los que nacieron
mediocres"; éstos necesitan cómplices,
buscándolos entre los que conocen esos
secretos resortes descritos como una
simple solidaridad en el mal. Si el
hombre sincero se entrega, ellos
aguardan la hora propicia para
traicionarlo; por eso la amistad es
difícil para los grandes espíritus y
éstos no prodigan su intimidad cuando se
elevan demasiado sobre el nivel común.
Los hombres eminentes necesitan disponer
de infinita sensibilidad y tolerancia
para entregarse; cuando lo hacen, nada
pone límites a su ternura y devoción.
Entre nobles caracteres la amistad crece
despacio y prospera mejor cuando arraiga
en el reconocimiento de los méritos
recíprocos; entre hombres vulgares crece
inmotivadamente, pero permanece
raquítica, fundándose a menudo en la
complicidad del vicio o de la intriga.
Por eso la política puede crear
cómplices, pero nunca amigos; muchas
veces lleva a cambiar éstos por
aquéllos, olvidando que cambiarlos con
frecuencia equivale a no tenerlos.
Mientras en los hipócritas las
complicidades se extinguen con el
interés que las determina, en los
caracteres leales la amistad dura tanto
como los méritos que la inspiran.
Siendo desleal, el hipócrita es también
ingrato. Invierte las fórmulas del
reconocimiento: aspira a la divulgación
de los favores que hace, sin ser por
ello sensible a los que recibe.
Multiplica por mil lo que da y divide
por un millón lo que acepta. Ignora la
gratitud virtud de elegidos,
inquebrantable cadena remachada para
siempre en los corazones sensibles por
los que saben dar a tiempo y cerrando
los ojos.
A veces resulta ingrato sin saberlo, por
simple error de su contabilidad
sentimental. Para evitar la ingratitud
ajena sólo se le ocurre no hacer el
bien: cumple su decisión sin esfuerzo,
limitándose a practicar sus formas
ostensibles, en la proporción que puede
convenir a su sombra. Sus sentimientos
son otros: el hipócrita sabe que puede
seguir siendo honesto aunque practique
el mal con disimulo y con desenfado la
ingratitud.
La psicología de Tartufo sería
incompleta si olvidáramos que coloca en
lo más hermético de sus tabernáculos
todo lo que anuncia el florecer de
pasiones inherentes a la condición
humana. Frente al pudor instintivo,
casto por definición, los hipócritas han
organizado un pudor convencional,
impúdico y corrosivo. La capacidad de
amar, cuyas efervescencias santifican la
vida misma, eternizándola, les parece
inconfesable, como si el contacto de dos
bocas amantes fuera menos natural que el
beso del sol cuando enciende las corolas
de las flores.
Mantienen oculto y misterioso todo lo
concerniente al amor, como si el
convertirlo en delito no acicateara la
tentación de los castos; pero esa
pudibundez visible no les prohibe
ensayar invisiblemente las abyecciones
más torpes. Se escandalizan de la pasión
sin renunciar al vicio, limitándose a
disfrazarlo o encubrirlo. Encuentran que
el mal no está en las cosas mismas, sino
en las apariencias, formándose una moral
para sí y otra para los demás, como esas
casadas que presumen de honestas aunque
tengan tres amantes y repudian a la
doncella que ama a un solo hombre sin
tener marido.
No tiene límites esta escabrosa frontera
de la hipocresía. Celosos catones de las
costumbres, persiguen las más puras
exhibiciones de belleza artística.
Pondrían una hoja de parra en la mano de
la Venus Medicea, como otrora injuriaron
telas y estatuas para velar las más
divinas desnudeces de Grecia y del
Renacimiento. Confunden la castísima
armonía de la belleza plástica con la
intención obscena que los asalta al
contemplarla. No advierten que la
perversidad está siempre en ellos, nunca
en la obra de arte.
El pudor de los hipócritas es la peluca
de su calvicie moral.
II. EL HOMBRE HONESTO:
La mediocridad moral es impotencia para
la virtud la cobardía para el vicio. Si
hay mentes que parecen maniquíes
articulados con rutinas, abundan
corazones semejantes a mongolfieras
infladas de prejuicios. El hombre
honesto puede temer el crimen sin
admirar la santidad: es incapaz de
iniciativa para entrambos. La garra del
pasado ásele el corazón, estrujándole en
germen todo anhelo de perfeccionamiento
futuro. Sus prejuicios son los
documentos arqueológicos de la
psicología social: residuos de virtudes
crepusculares, supervivencias de morales
extinguidas.
Las mediocracias de todos los tiempos
son enemigas del hombre virtuoso:
prefieren al honesto y lo encumbran como
ejemplo. Hay en ello implícito un error,
o mentira, que conviene disipar.
Honestidad no es virtud, aunque tampoco
sea vicio. Se puede ser honesto sin
sentir un afán de perfección; sobra para
ello con no ostentar el mal, lo que no
basta para ser virtuoso. Entre el vicio,
que es una acra, y la virtud, que es una
excelencia, fluctúa la honestidad.
La virtud eleva sobre la moral
corriente: implica cierta aristocracia
del corazón, propia del talento moral;
el virtuoso se anticipa a alguna forma
de perfección futura y le sacrifica los
automatismos consolidados por el hábito.
El honesto, en cambio, es pasivo,
circunstancia que le asigna un nivel
moral superior al vicioso, aunque
permanece por debajo de quien practica
activamente alguna virtud y orienta su
vida hacia algún ideal.
Limitándose a respetar los prejuicios
que le asfixian, mide la moral con el
doble decímetro que usan sus iguales, a
cuyas fracciones resultan irreducibles
las tendencias inferiores de los
encanallados y las aspiraciones
conspicuas de los virtuosos.
Si no llegara a asimilar los prejuicios,
hasta saturarse de ellos, la sociedad le
castigaría como delincuente por su
conducta deshonesta: si pudiera
sobreponérseles, su talento moral
ahondaría surcos dignos de imitarse. La
mediocridad está en no dar escándalo ni
servir de ejemplo.
El hombre honesto puede practicar
acciones cuya indignidad sospecha, toda
vez que a ello se sienta constreñido por
la fuerza de los prejuicios, que son
obstáculos con que los hábitos
adquiridos estorban a las variaciones
nuevas. Los actos que ya son malos en el
juicio original de los virtuosos, pueden
seguir siendo buenos ante la opinión
colectiva.
El hombre superior practica la virtud
tal como la juzga, eludiendo los
prejuicios que acoyundan a la masa
honesta; el mediocre sigue llamando bien
a lo que ya ha dejado de serlo, por
incapacidad de entrever el bien del
porvenir. Sentir con el corazón de los
demás equivale a pensar con cabeza
ajena.
La virtud suele ser un gesto audaz, como
todo lo original; la honestidad es un
uniforme que se endosa resignadamente.
El mediocre teme a la opinión pública
con la misma obsecuencia con que el
zascandil teme al infierno; nunca tiene
la osadía de ponerse en contra de ella,
y menos cuando la apariencia del vicio
es un peligro ínsito en toda virtud no
comprendida. Renuncia a ella por los
sacrificios que implica.
Olvida que no hay perfección sin
esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de
frente los que osan clavar su pupila sin
temer la ceguera. Los corazones
menguados no cosechan rosas en su
huerto, por temor a las espinas; los
virtuosos saben que es necesario
exponerse a ellas para recoger las
flores mejor perfumadas.
El honesto es enemigo del santo, como el
rutinario lo es del genio; a éste le
llama "loco" y al otro lo juzga
"amoral". Y se explica: los mide con su
propia medida, en que ellos no caben. En
su diccionario, cordura y "moral" son
los nombres que él reserva a sus propias
cualidades.
Para su moral de sombras, el hipócrita
es honesto; el virtuoso y el santo, que
la exceden, parécenle "amorales", y con
esta calificación les endosa veladamente
cierta inmoralidad. Hombres de
pacotilla, diríanse hechos con retazos
de catecismos y con sobras de vergüenza:
el primer oferente los puede comprar a
bajo precio. A menudo mantiénense
honestos por conveniencia; algunas veces
por simplicidad, si el prurito de la
tentación no inquieta su tontería.
Enseñan que es necesario ser como los
demás; ignoran que sólo es virtuoso el
que anhela ser mejor. Cuando nos dicen
al oído que renunciemos al ensueño e
imitemos al rebaño, no tienen valor de
aconsejarnos derechamente la apostasía
del propio ideal para sentarnos a rumiar
la merienda común.
La sociedad predica: "no hagas mal y
serás honesto". El talento moral tiene
otras exigencias: "persigue una
perfección y serás virtuoso".
La honestidad está al alcance de todos;
la virtud es de pocos elegi dos. El
hombre honesto aguanta el yugo a que le
uncen sus cómplices; el hombre virtuoso
se eleva sobre ellos con un golpe de
ala.
La honestidad es una industria; la
virtud excluye el cálculo. No hay
diferencia entre el cobarde que moder a
sus acciones por miedo al castigo y el
codicioso que las activa por la
esperanza de una recompensa; ambos
llevan en partida doble sus cuentas
corrientes con los prejuicios sociales.
El que tiembla ante un peligro o
persigue una prebenda es indigno de
nombrar la virtud: por ésta se arriesgan
a la proscripción o la miseria. No
diremos por eso que el virtuoso es
infalible. Pero la virtud implica una
capacidad de rectificaciones
espontáneas, el reconocimiento leal de
los propios errores como una lección
para sí mismo y para los demás, la firme
rectitud de la conducta ulterior. El que
paga una culpa con muchos años de
virtud, es como si no hubiera pecado: se
purifica. En cambio, el mediocre no
reconoce sus yerros ni se avergüenza de
ellos, agravándolos con el impudor,
subrayándolos con la reincidencia,
duplicándolos con el aprovechamiento de
los resultados.
Predicar la honestidad sería excelente
si ella no fuera un renunciamiento a la
virtud, cuyo norte es la perfección
incesante. Su elogio empaña el culto de
la dignidad y es la prueba más segura
del descenso moral de un pueblo.
Encumbrando al intérlope se afrenta al
severo; por el tolerable se olvida al
ejemplar. Los espíritus acomodaticios
llegan a aborrecer la firmeza y la
lealtad a fuerza de medrar con el
servilismo y la hipocresía.
Admirar al hombre honesto es rebajarse;
adorarlo es envilecerse. Stendhal
reducía la honestidad a una simple forma
de miedo; conviene agregar que no es un
miedo al mal en sí mismo, sino a la
reprobación de los demás; por eso es
compatible con una total ausencia de
escrúpulos para todo acto que no tenga
sanción expresa o pueda permanecer
ignorado. " J'ai vu le fond de ce qu'on
appelle les honnétes gens: c'est hideux",
decía Talleyrand, preguntándose qué
sería de tales sujetos si el interés o
la pasión entraran en juego. Su temor
del vicio y su impotencia para la virtud
se equivalen. Son simples be neficiarios
de la mediocridad moral que les rodea.
No son asesinos, pero no son héroes; no
roban, pero no dan media capa al
desvalido; no son traidores, pero no son
leales; no asaltan en descubierto, pero
no defienden al asaltado; no violan
vírgenes, pero no redimen caídas; no
conspiran contra la sociedad, pero no
cooperan al común engrandecimiento.
Frente a la honestidad hipócrita propia
de mentes rutitinarias y de caracteres
domesticados, existe una heráldica moral
cuyos blasones son la virtud y la
santidad. Es la antítesis de la tímida
obsecuencia a los prejuicios que
paraliza el corazón de los temperamentos
vulgares y degenera en esa apoteosis de
la frialdad sentimental que caracteriza
la irrupción de todas las burguesías. La
virtud quiere fe, entusiasmo, pasión,
arrojo: de ellos vive. Los quiere en la
intención y en las obras.
No hay virtud cuando los actos
desmienten las palabras, ni cabe nobleza
donde la intención se arrastra. Por eso
la mediocridad moral es más nociva en
los hombres conspicuos y en las clases
privilegiadas. El sabio que traiciona su
verdad, el filósofo que vive fuera de su
moral y el noble que deshonra su cuna,
descienden a la más ignominiosa de las
villanías; son menos disculpables que,
cl truhán encenagado en el delito.
Los privilegios de la cultura y del
nacimiento imponen al que los disfruta
una lealtad ejemplar para consigo mismo.
La nobleza que no está en nuestro afán
de perfección es inútil que perdure en
ridículos abolengos y pergaminos; noble
es el que revela en sus actos un respeto
por su rango y no el que alega su
alcurnia para justificar actos innobles.
Por la virtud, nunca por la honestidad,
se miden los valores de la aristocracia
moral.
III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD
Mientras el hipócrita merodea en la
penumbra, el inválido moral se refugia
en la tiniebla. En el crepúsculo medra
el vicio, que la mediocridad ampara; en
la noche irrumpe el delito, reprimido
por leyes que la sociedad forja. Desde
la hipocresía consentida hasta el crimen
castigado, la transición es insensible;
la noche se incuba en el crepúsculo.
De la honestidad convencional se pasa a
la infamia gradualmente, por matices
leves y concesiones sutiles. En eso está
el peligro de la conducta acomodaticia y
vacilante.
Los tránsfugas de la moral son rebeldes
a la domesticación; desprecian la
prudente cobardía de Tartufo. Ignoran su
equilibrismo, no saben simular, agreden
los principios consagrados; y como la
sociedad no puede tolerarlos sin
comprometer su propia existencia, ellos
tienden sus guerrillas contra ese mismo
orden de cosas cuya custodia obsesiona a
los mediocres.
Comparado con el inválido moral, el
hombre honesto parece una alhaja. Esa
distinción es necesaria; hay que hacerla
en su favor, seguros de que él la
reputará honrosa. Si es incapaz de
ideal, también lo es de crimen
desembozado; sabe disfrazar sus
instintos, encubre el vicio, elude el
delito penado por las leyes. En los
otros, en cambio, toda perversidad brota
a flor de piel, como una erupción
pustulosa; son incapaces de sostenerse
en la hipocresía, como los idiotas lo
son de embalsarse en la rutina. Los
honestos se esfuerzan por merecer el
purgatorio; los delincuentes se han
decidido por el infierno embistiendo sin
escrúpulos ni remordimientos contra la
armazón de prejuicios y leyes que la
sociedad les opone.
Cada agregado humano cree que "la"
verdadera moral es "su moral", olvidando
que hay tantas como rebaños de hombres.
Se es infame, vicioso, honesto o
virtuoso, en el tiempo y en el espacio.
Cada "moral" es una medida oportuna y
convencional de los actos que
constituyen la conducta humana; no tiene
existencia esotérica, como no la tendría
la sociedad abstractamente considerada.
Sus cánones son relativos y se
transforman obedeciendo al enmarañado
determinismo de la evolución social. En
cada ambiente y en cada época existe un
criterio medio que sanciona como buenos
o malos, honestos o delictuosos,
permitidos o inadmisibles, los actos
individuales que son útiles o nocivos a
la vida colectiva. En cada momento
histórico ese criterio es la
subestructura de la moral, variable
siempre.
Los delincuentes son individuos
incapaces de adaptar su conducta a la
moralidad media de la sociedad en que
viven. Son inferiores; tienen el "alma
de la especie", pero no adquieren el
"alma social". Diver gen de la
mediocridad, pero en sentido opuesto a
los hombres excelentes, cuyas
variaciones originales determinan una
desadaptación evolutiva en el sentido de
la perfección.
Son innúmeros. Todas las formas
corrosivas de la degeneración desfilan
en ese calidoscopio, como si al conjuro
de un maléfico exorcismo se convirtieran
en pavorosa realidad los más sórdidos
ciclos de un infierno dantesco:
parásitos de la escoria social,
fronterizos de la infamia, comensales
del vicio y de la deshonra, tristes que
se mueven acicateados por sentimientos
anormales, espíritus que sobrellevan la
fatalidad de herencias enfermizas y
sufren la carcoma inexorable de las
miserias ambientes.
Irreductibles e indomesticables, aceptan
como un duelo permanente la vida en
sociedad. Pasan por nuestro lado
impertérritos y sombríos, llevando sobre
sus frentes fugitivas el estigma de su
destino involuntario y en los mudos
labios la mueca oblicua del que escruta
a sus semejantes con ojo enemigo.
Parecen ignorar que son las víctimas de
un complejo determinismo, superior a
todo freno ético; súmanse en ellos los
desequilibrios transfundidos por una
herencia malsana, las deformes
configuraciones morales plasmadas en el
medio social y las mil circunstancias
ineludibles que atraviésanse al azar en
su existencia.
La ciénaga en que chapalean su conducta
asfixia los gérmenes posibles de todo
sentido moral, desarticulando los
últimos prejuicios que los vinculan al
solidario consocio de los mediocres.
Viven adaptados a una moral aparte, con
panoramas de sombrías perspectivas,
esquivando los valores luminosos y
escurriéndose entre las penumbras más
densas; fermentan en el agitado
aturdimiento de la grandes ciudades
modernas, retoñan en todas las grietas
del edificio social y conspiran
sordamente contra su estabilidad, ajenos
a las normase de conducta
características del hombre mediocre,
eminentemente conservador y
disciplinado. La imaginación nos permite
alinear sus torvas siluetas sobre un
lejano horizonte donde la lobreguez
crepuscular vuelca sus tonos violentos
de oro y de púrpura, de incendio y de
hemorragia: desfile de macabra legión
que marcha atropelladamente hacia la
ignominia.
En esa pléyade anormal culminan los
fronterizos del delito, cuya virulencia
crece por su impunidad ante la ley.
Su débil sentido moral les impide
conservar intachable su conducta, sin
caer por ello en plena delincuencia: son
los imbéciles de la honestidad,
distintos del idiota moral que rueda a
la cárcel. No son delincuentes. pero son
incapaces de mantenerse honestos; pobres
espíritus de carácter claudicante y
voluntad relajada, no saben poner vallas
seguras a los factores ocasionales, a
las sugestiones del medio, a la
tentación del lucro fácil, al contagio
imitativo. Viven solicitados por
tendencias opuestas, oscilando entre el
bien y el mal, como el asno de Buridán.
Son caracteres conformados minuto por
minuto en el molde inestable de las
circunstancias. Ora son auxiliares a
medias por incapacidad de ejecutar un
plan completo de conducta antisocial,
ora tienen suficiente astucia y
previsión para llegar al borde mismo del
manicomio y de la cárcel, sin caer.
Estos sujetos de moralidad incompleta,
larvada, accidental o alternante,
representan las etapas de la transición
entre la honestidad y el delito. la zona
de interferencia entre el bien y el mal,
socialmente considerados. Carecen del
equilibrismo oportunista que salva del
naufragio a otros mediocres.
Un estigma irrevocable impídeles
conformar sus sentimientos a los
criterios morales de su sociedad. En
algunos es producto del temperamento
nativo; pululan en las cárceles y viven
como enemigos dentro de la sociedad que
los hospeda. En muchos la degeneración
moral es adquirida, fruto de la
educación; en ciertos casos deriva de la
lucha por la vida en un medio social
desfavorable a su esfuerzo; son
mediocres desorganizados, caídos en la
ciénaga por obra del azar, capaces de
comprender su desventura y avergonzarse
de ella, como la fiera que ha errado el
salto. En otros hay una inversión de los
valores éticos, una perturbación del
juicio que impide medir el bien y el mal
con el cartabón aceptado por la
sociedad: son invertidos morales; ,
ineptos para estimar la honestidad y el
vicio. Inestables hay, por fin. cuyo
carácter revela una ausencia de sólidos
cimientos que los aseguren contra el
oscilante vaivén de los apremios
materiales y la alternativa inquietante
de las tentaciones deshonestas. Esos
inválidos no sienten la coerción social;
su moralidad inferior bordejea en el
vicio hasta el momento de encallar en el
delito.
Estos inadaptables son moralmente
inferiores al hombre mediocre. Sus
matices son variados: actúan en la
sociedad como los insectos dañinos en la
naturaleza. El rebaño teme a esos
violadores de su hipocresía. Los
prudentes no les perdonan el impudor de
su infamia y organizan contra ellos una
compleja armazón defensiva de códigos,
jueces y prestigios; a través de siglos
y de siglos su esfuerzo ha sido
ineficaz. Constituyen una horda
extranjera y hostil dentro de su propio
terruño, audaz en la asechanza, embozada
en el procedimiento, infatigable en la
tramitación aleve de sus programas
trágicos. Algunos confían su vanidad al
filo de la cuchilla subrepticia, siempre
alerta para blandirla con fulgurante
presteza contra el corazón o la espalda;
otros deslizan furtivamente su ágil
garra sobre el oro o la lema que
estimulan su avidez con seducciones
irresistibles; éstos violentan, como
infantiles juguetes, los obstáculos con
que la prudencia del burgués custodia el
tesoro acumulado en interminables etapas
de ahorro y de sacrificio; aquéllos
denigran vírgenes inocentes para lucrar,
ofreciendo los encantos de su cuerpo
venusto a la insaciable lujuria de
sensuales y libertinos; muchos succionan
la entraña de la miseria, en
inverosímiles aritméticas de usura, como
tenias solitarias que nutren su
inextinguible voracidad en los jugos
icorosos del intestino social enfermo;
otros captan conciencias inexpertas para
explotar los riquísimos filones de la
ignorancia y el fanatismo.
Todos son equivalentes en el desempeño
de su parasitaria función antisocial,
idénticos en la inadaptación de sus
sentimientos más elementales. Converge
en ellos una inveterada promiscuación de
instintos y de perversiones que hace de
cada conciencia una pústula,
arrastrándolos a malvivir del vicio y
del delito.
Sea cual fuere, sin embargo, la
orientación de su inferioridad biológica
o social, encontramos una pincelada
común en todos los hombres que están
bajo el nivel de la mediocridad: la
ineptitud constante para adaptarse a las
condiciones que, en cada colectividad
humana, limitan la lucha por la vida.
Carecen de la aptitud que permite al
hombre mediocre imitar los prejuicios y
las hipocresías de la sociedad en que
vegeta.
IV. FUNCIÓN SOCIAL DE LA VIRTUD
La honestidad es una irritación; la
virtud es una originalidad. Solamente
los virtuosos poseen talento moral y es
obra suya cualquier ascenso hacia la
perfección; el rebaño se limita a seguir
sus huellas, incorporando a la
honestidad trivial lo que fue antes
virtud de pocos. Y siempre rebajándola.
Hemos distinguido al delincuente del
honesto. Insistimos en que su honestidad
no es la virtud; él se esfuerza por
confundirlas, sabiendo que la segunda le
es inaccesible. La virtud es otra cosa.
Es activa; excede infinitamente en
variedad, en derechez, en coraje, a las
prácticas rutinarias que libran de la
infamia o de la cárcel.
Ser honesto implica someterse a las
convenciones corrientes; ser virtuoso
significa a menudo ir contra ellas,
exponiéndose a pasar como enemigo de
toda moral el que lo es solamente de
ciertos prejuicios inferiores. Si el
sereno ateniense hubiera adulado a sus
conciudadanos, la historia helénica no
estaría manchada por su condena y el
sabio no habría bebido la cicuta; pero
no sería Sócrates. Su virtud consistió
en resistir los prejuicios de los demás.
Si pudiéramos vivir entre dignos y
santos, la opinión ajena podría
evitarnos tropiezos y caídas; pero es
cobardía, viviendo entre atartufados,
rebajarse al común nivel por miedo a
atraer sus iras. Hacer como todos puede
implicar avenirse a lo indigno; el
proceso moral tiene como condición
resistir al común descanso y adelantarse
a su tiempo, como cualquier otro
progreso.
Si existiera una moral eterna y no
tantas morales cuantos son los pueblos
podría tomarse en serio la leyenda
bíblica del árbol cargado de frutos del
bien y del mal. Sólo tendríamos dos
tipos de hombres: el bueno y el malo, el
honesto y el deshonesto, el normal y el
inferior, el moral y el inmoral. Pero no
es así. Los juicios del valor se
transforman: el bien de hoy puede haber
sido el mal de ayer, el mal de hoy puede
ser el bien de mañana. Y viceversa. No
es el hombre moralmente mediocre el
honesto quien determina las
transformaciones de la moral. Son los
virtuosos y los santos, inconfundibles
con él. Precursores, apóstoles,
mártires, inventan formas superiores del
bien, las enseñan, las predican, las
imponen. Toda moral futura es un
producto de esfuerzos individuales, obra
de caracteres excelentes que conciben y
practican perfecciones inaccesibles al
hombre común. En eso consiste el talento
moral, que forja la virtud, y el genio
moral, que implica la santidad. Sin
estos hombres originales no se
concebiría la transformación de las
costumbres: conservaríamos los
sentimientos y pasiones de los
primitivos seres humanos. Todo ascenso
moral es un esfuerzo del talento
virtuoso hacia la perfección futura;
nunca inerte condescendencia para con el
pasado, ni simple acomodación al
presente.
La evolución de las virtudes depende de
todos los factores morales e
intelectuales. El cerebro suele
anticiparse al corazón; pero nuestros
sentimientos influyen más intensamente
que nuestras ideas en la formación de
los criterios morales. El hecho es más
notorio en las sociedades que en los
individuos. Ha podido afirmarse que, si
resucitase un griego o un romano, su
cerebro permanecería atónito ante
nuestra cultura intelectual, pero su
corazón podría latir al unísono con
muchos corazones contemporáneos. Sus
ideas sobre el universo, el hombre y las
cosas contrastarían con las nuestras,
pero sus sentimientos ajustaríanse en
gran parte a las palpitaciones del
sentir moderno. En un sigo cambian las
ideas fundamentales de la ciencia y la
filoso fía: los sentimientos centrales
de la moral colectiva sólo sufren leves
oscilaciones, porque los atributos
biológicos de la especie humana varían
lentamente. Nos fuerzan a sonreír los
conocimientos infantiles de los
clásicos; pero sus sentimientos nos
conmueven, sus virtudes nos entusiasman,
sus héroes nos admiran y nos parecen
honrados por los mismos atributos que
hoy nos harían honrarlos. Entonces, como
ahora, los hombres ejemplares, aunque de
ideas opuestas, practicaban análogas
virtudes frente a los hipócritas de su
tiempo. El fondo varía poco; lo que se
transmuta incesantemente es la forma, el
juicio de valor que le confiere fuerza
ética.
Hay, sin embargo, un progreso moral
colectivo. Muchos dogmatismos, que antes
fueron virtudes, son juzgados más tarde
como prejuicios. En cada momento
histórico coexisten virtudes y
prejuicios; el talento moral practica
las primeras; la honestidad se aferra a
los segundos. Los grandes virtuosos,
cada uno a su modo, combaten por lo
mismo, en la forma que su cultura y su
temperamento les sugieren. Aunque por
distintos caminos. y partiendo de
premisas racionales antagónicas, todos
se proponen mejorar al hombre: son
igualmente enemigos de los vicios de su
tiempo. Los virtuosos no igualan a los
santos; la sociedad opone demasiados
obstáculos a sus esfuerzos. Pensar la
perfección no implica practicarla
totalmente; basta el firme propósito de
marchar hacia ella. Los que piensan como
profetas pueden verse obligados a
proceder como filisteos en muchos de sus
actos. La virtud es una tensión real
hacia lo que se concibe como perfección
ideal.
El progreso ético es lento, pero seguro.
La virtud arrastra y enseña; los
honestos se resignan a imitar alguna
parte de las excelencias que practican
los virtuosos. Cuando se afirma que
somos mejores que nuestros abuelos, sólo
quiere expresarse que lo somos ante
nuestra moral contemporánea. Fuera más
exacto decir que diferimos de ellos.
Sobre las necesidades perennes de la
especie, organízanse conceptos de
perfección que varían a través de los
tiempos; sobre las necesidades
transitorias de cada sociedad se elabora
el arquetipo de virtud más útil a su
progreso. Mientras el ideal absoluto
permanece indefinido y ofrece escasas
oscilaciones en el curso de siglos
enteros, el concepto concreto de las
virtudes se va plasmando en las
variaciones reales de la vida social;
los virtuosos ascienden por mil senderos
hacia cumbres que se alejan, sin cesar,
hacia el infinito.
Cada uno de los sentimientos útiles para
la vida humana engendra una virtud, una
norma de talento moral. Hay filósofos
que meditan durante largas noches
insomnes, sabios que sacrifican su vida
en los laboratorios, patriotas que
mueren por la libertad de sus
conciudadanos, altivos que renuncian
todo favor que tenga por precio su
dignidad, madres que sufren la miseria
custodiando el honor de sus hijos. El
hombre mediocre ignora esas virtudes; se
limita a cumplir las leyes por temor a
las penas que amenazan a quien las
viola, guardando la honra por no
arrastrar las consecuencias de perderla.
V. LA PEQUEÑA VIRTUD Y EL TALENTO MORAL
Así como hay una gama de intelectos,
cuyos tonos fundamentales son la
inferioridad, la mediocridad y el
talento aparte del idiotismo y el genio,
que ocupan sus extremos, hay también una
jerarquía moral representada por
términos equivalentes. En el fondo de
esas desigualdades hay una profunda
heterogeneidad de temperamentos. La
conformación a los catecismos ajenos
resulta fácil para los hombres débiles,
crédulos, timoratos, sin grandes deseos,
sin pasiones vehementes, sin necesidad
de independencia, sin irradiación de su
personalidad; es inconcebible, en
cambio, en las naturalezas idealistas y
fuertes, capaces de pasiones vivas,
bastante intelectuales para no dejarse
engañar por la mentira de los demás.
Aquéllos no sufren por la coacción moral
del rebaño, pues la hipocresía es su
clima propicio; éstos sufren, luchando
entre sus inclinaciones superiores y el
falseado concepto del deber que impone
la sociedad. Se ajustan a él los hombres
honestos, pero nunca se le esclaviza el
hombre moralmente superior. "Puede
acordársele dice Remy de Gourmont el
valor de una moda a la que uno se
resigna por no llamar la atención, pero
sin interesar el ser íntimo y sin
hacerle ningún sacrificio profundo".. En
esa disconformidad con la hipocresía
colectivamente organizada consiste la
virtud, que es individual, a la contra
de sus caricaturas colectivas: en la
caridad y en la beneficencia mundanas la
miseria de los corazones tristes
alimenta la vanidad de los cerebros
vacíos.
Los temperamentos capaces de virtud
difieren por su intensidad. El primer
germen de perfección moral se manifiesta
en una decidida preferencia por el bien:
haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La
bondad es el primer esfuerzo hacia la
virtud; el hombre bueno, esquivo a las
condescendencias permitidas por los
hipócritas, lleva en sí una partícula de
santidad. El "buenismo" es la moral de
los pequeños virtuosos; su prédica es
plausible, siempre que enseñe a evitar
la cobardía, que es su peligro. Algunos
excesos de bondad no podrían
distinguirse del envilecimiento; hay
falta de justicia en la moral del perdón
sistemático.
Está bien perdonar una vez y sería
inicuo no perdonar ninguna; pero el que
perdona dos veces se hace cómplice de
los malvados. No sabemos qué hubiera
hecho Cristo si le hubiesen abofeteado
la segunda mejilla que ofreció al que le
afrentaba la primera: los escolásticos
prefieren no discutir este problema.
Enseñemos a perdonar; pero enseñemos
también a no ofender.
Sería más eficiente. Enseñémoslo con el
ejemplo, no ofendiendo. Admitamos que la
primera vez se ofende por ignorancia;
pero creamos que la segunda suele ser
por villanía. El mal no se corrige con
la complacencia o la complicidad; es
nocivo como los venenos y debe
oponérsele antídotos eficaces: la
reprobación y el desprecio.
Mientras los hipócritas recetan la
austeridad, reservando la indulgencia
para sí mismos, los pequeños virtuosos
prefieren la práctica del bien a su
prédica; evitan los sermones y enaltecen
su propia conducta. Para el prójimo
encuentran una disculpa, en la debilidad
humana o en la tentación del medio: "tout
comprendre c'est tout pardonner"; sólo
son severos consigo mismos. Nunca
olvidan sus propias culpas y errores; y
si no justifican las ajenas, tampoco se
preocupan de atormentarlas con su odio,
pues saben que el tiempo las castiga
fatalmente, por esa gravitación que
abisma a los perversos como si fueran
globos desinflados.
Su corazón es sensible a las pulsaciones
de los demás, abriéndose a toda hora
para adulcir las penas de un
desventurado y previniendo sus
necesidades para ahorrarle la
humillación de pedir ayuda; hacen
siempre todo lo que pueden, poniendo en
ello tal afán que trasluce el deseo de
haber hecho más y mejor. Aprueban y
estimulan cualquier germen de cultura,
prodigando su aplauso a toda idea
original y compadeciendo a los
ignorantes sin reproches inoportunos: su
cor dialidad sincera con los espíritus
humildes no está corroída por la
urbanidad convencional.
Esas pequeñas virtudes son usuales, de
aplicación frecuente, cotidiana; sirven
para distinguir al bueno del mediocre y
difieren tanto de la honestidad como el
buen sentido difiere del sentido común.
Importan una elevación sobre la
mediocridad; los que saben practicarlas
merecen los elogios que tan pródigamente
se les tributan. Desde Platón y Plutarco
está hecha su apología; ello no impide
su asidua reiteración por escritores que
glosan en estilo menos decisivo la
socorrida frase de Hugo: "Il se fait
beaucoup de grandes actions dans les
petites luttes. Il y a des bravoures
opiniatres et ignorées qui se défendent
pied á pied dans l'ombre contre
l'envahissement fatal des nécessités.
Noble et mistérieux triomphe qu'aucun
regard ne voit, qu'aucune renommée ne
paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie,
le malheur, l'isolement, l'abandon, la
pauvreté, sont des champs de bataille
que ont leurs héros; héros obscurs plus
grands parfois que les héros ilustres"
("Se hacen muchas grandes acciones en
las pequeñas luchas, hay muchas
intrepideces obstinadas e ignoradas que
se defienden palmo a palmo en la sombra
contra la invasión fatal de las
necesidades. Noble y misterioso triunfo
que ninguna mirada ve, que ninguna fama
paga, que ninguna fanfarria saluda.
La vida, la desgracia, la soledad, el
abandono, la pobreza, son campos de
batalla que tienen sus héroes; héroes
oscuros algunas veces más grandes que
los ilustres)
No olvidemos, sin embargo, que esas
virtudes son pequeñas; es grave error
oponerlas a las grandes. Ellas revelan
una loable tendencia, pero no pueden
compararse con el asiduo celo de
perfección que convierte la bondad en
virtud. Para esto se requiere cierta
intelectualidad superior; las mentes
exiguas no pueden concebir un gesto
trascendente y noble, ni sabría
ejecutarlo un carácter amorfo. A los que
dicen: "no hay tonto malo", podría
respondérseles que la incapacidad de mal
no es bondad. Aún está por resolverse el
antiguo litigio que proponía elegir
entre un imbécil bueno y un inteligente
malo; pero está seguramente resuelto que
la imbecilidad no es una presunción de
virtud, ni la inteligencia lo es de
perversidad. Ello no impide que muchos
necios protesten contra el ingenio y la
ilustración, glosando la paradoja de
Rousseau, hasta inferir de ella que la
escuela puebla las cárceles y que los
hombres más buenos son los torpes e
ignorantes.
Mentira. Burda patraña esgrimida contra
la dignificación humana mediante la
instrucción pública, requisito básico
para el enaltecimiento moral. Sócrates
enseñó hace de esto algunos años que la
Ciencia y la Virtud se confunden en una
sola y misma resultante: la Sabiduría.
Para hacer el bien. basta verlo
claramente; no lo hacen los que no lo
ven; nadie sería malo sabiéndolo. El
hombre más inteligente y más ilustrado
puede ser el más bueno; "puede" serlo,
aunque no siempre lo sea. En cambio, el
torpe y el ignorante no pueden serlo
nunca, irremisiblemente.
La moralidad es tan importante como la
inteligencia en la composición global
del carácter. Los más grandes espíritus
son los que asocian las luces del
intelecto con las magnificencias del
corazón. La grandeza del alma es
bilateral. Son raros esos talentos
completos; son excepcionales esos
genios. Los hombres excelentes brillan
por esta o aquella aptitud, sin
resplandecer en todas; hay asimismo
talentos en algún género intelectual,
que no lo son en virtud alguna, y
hombres virtuosos que no asombran por
sus dotes intelectuales.
Ambas formas de talento, aunque
distintas y cada una multiforme, son
igualmente necesarias y merecen el mismo
homenaje. Pueden observarse aisladas;
suelen germinar al unísono en hombres
extraordinarios.
Aisladas valen menos. La virtud es
inconcebible en el imbécil y el ingenio
es infecundo en el desvergonzado. La
subordinación de la moralidad a la
inteligencia es un renunciamiento de
toda dignidad; el más ingenioso de los
hombres sería detestable cuando pusiera
su ingenio al servicio de la rutina, del
prejuicio o del servilismo; sus triunfos
serían su vergüenza, no su gloria. Por
eso dijo Cicerón, ha muchos siglos:
"Cuanto más fino y culto es un hombre,
tanto más repulsivo y sospechoso se
vuelve si pierde su reputación le
honesto". (De offic., II, 9). Verdad es
que el tiempo perdona algunas culpas a
los genios y a los héroes, capaces de
exceder con el bien que hacen el mal que
no dejaren de hacer; pero ellos son
excepciones raras y en vida habría que
medir los con el criterio de la
posteridad: la trascendente magnitud de
su obra.
Esas nociones suprimen algunos problemas
inocentes. como el de fallar si son
preferibles los que crean. inventan y
perfeccionan en las ciencias y en las
artes, o los que poseen un admirable
conjunto de energías morales que
impulsan a jugar el porvenir y la vida
en defensa de la dignidad y la justicia.
Entre los talentos intelectuales y los
talentos morales, estos últimos suelen
ser preferidos con razón,
conceptuándolos más necesarios. "El
talento superior es el talento moral",
ha escrito Smiles, glosando al
inagotable Mr. de la Palisse. De este
parangón está excluido a priori el
hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas
en el cerebro y prejuicios en el
corazón.
La apoteosis del tonto bueno encamínase,
evidentemente, a protestar, como lo
hacía Cicerón. contra los que pretenden
consentir al ingenio un absurdo derecho
a la inmoralidad. El sistema es
equívoco; igualmente injusto sería
desacreditar a los santos más ejemplares
fundándose en que existen simuladores de
la virtud.
Es capcioso oponer el ingenio y la
moral, como términos inconciliables.
¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario o
el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso
el deshonesto o el degenerado? La
humanidad debiera sonrojarse ante estas
preguntas. Sin embargo, ellas son
insinuadas por catequistas que adulan a
los tontos; buscando el éxito ante su
número infinito. El sofisma es sencillo.
De muchos grandes hombres se cuentan
anomalías morales o de carácter, que no
suelen contarse del mediocre o del
imbécil; luego, aquéllos son inmorales y
éstos son virtuosos.
Aunque las premisas fuesen exactas, la
conclusión sería ilegítima.
Si se concediera y es mentira que los
grandes ingenios son forzosamente
inmorales, no habría por qué otorgar a
los imbéciles el privilegio de la
virtud, reservado al talento moral.
Pero la premisa es falsa. Si se cuentan
desequilibrios de los genios y no de los
papanatas, no es porque éstos sean faros
de virtud, sino por una razón muy
sencilla: la historia solamente se ocupa
de los primeros ignorando a los
segundos. Por un poeta alcoholista hay
diez millones de lechuguinos que beben
como él; por un filósofo uxorcida hay
cien mil uxoricidas que no son
filósofos; por un sabio experimentador,
cruel con un perro o una rana, hay una
incontable cohorte de cazadores que le
aventajan en impiedad. ¿Y qué dirá la
historia? Hubo un poeta alcoholista, un
filósofo uxoricida y un sabio cruel; los
millones de anónimos no tienen
biografía. Moreau de Tours equivocó el
rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo
de la cuestión una simple polémica
literaria. No comulguemos con ruedas de
molino; la premisa es falsa. Los que
hemos visitado cien cárceles podemos
asegurar que había en ellas cincuenta
mil hombres de inteligencia inferior,
junto a cinco o veinte hombres de
talento. No hemos visto un solo hombre
de genio.
Volvamos al sano concepto socrático,
hermanando la virtud y el ingenio,
aliados antes que adversarios. Una
elevada inteligencia es siempre propicia
al talento moral y éste es la condición
misma de la virtud. Sólo hay una cosa
más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe
de ala que eleva hacia lo desconocido
hasta entonces, remontándonos a las
cimas eternas de esta aristocracia
moral: son los genios que enseñan
virtudes no practicadas hasta la hora de
sus profecías o que practican las
conocidas con intensidad extraordinaria.
Si un hombre encarrila en absoluto su
vida hacia un ideal, eludiendo o
constatando todas las contingencias
materiales que contra él conspiran, ese
hombre se eleva sobre el nivel mismo de
las más altas virtudes. Entra en la
santidad.
VI. EL GENIO MORAL: LA SANTIDAD
La santidad existe: los genios morales
son los santos de la humanidad.
La evolución de los sentimientos
colectivos, representados por los
conceptos de bien y de virtud, se opera
por intermedio de hombres
extraordinarios. En ellos se resume o
polariza alguna tendencia inmanente del
continuo devenir moral. Algunos legislan
y fundan religiones, como Manú,
Confucio, Moisés y Buda, en
civilizaciones primitivas, cuando los
Estados son teocracias; otros predican y
viven su moral, como Sócrates, Zenón o
Cristo, confiando la suerte de sus
nuevos valores a la eficacia del
ejemplo; los hay, en fin, que transmutan
racionalmente las doctrinas, como
Antistenes, Epicuro o Spinoza.
Sea cual fuere el juicio que a la
posteridad merezcan sus enseñanzas,
todos ellos son inventores, fuerzas
originales en la evolución del bien y
del mal, en la metamorfosis de las
virtudes. Son siempre hombres de
excepción, genios, los que la enseñan.
Los talentos morales perfeccionan o
practican de manera excelente esas
virtudes por ellos creadas; los
mediocres morales se concretan a
imitarlas tímidamente. Toda santidad es
excesiva, desbordante, obsesionadora,
obediente, incontrastable: es genio. Se
es santo por temperamento y no por
cálculo, por corazonadas firmes más que
por doctrinarismos racionales: así lo
fueron casi todos. La inflexible rigidez
del profeta o del apóstol, es simbólica;
sin ella no tendríamos la iluminada
firmeza del virtuoso ni la obediencia
disciplinada del honesto. Los santos no
son los factores prácticos de la vida
social, sino las masas que imitan
débilmente su fórmula. No fue Francisco
un instrumento eficaz de la
beneficencia, virtud cristiana que el
tiempo reemplazará por la solidaridad
social: sus efectos útiles son
producidos por innumerables individuos
que serían incapaces de practicarla por
iniciativa propia, pero que del exaltado
arquetipo reciben sugestiones,
tendencias y ejemplos, graduándolos,
difundiéndolos. El santo de Asís muere
de consunción, obsesionado por su
virtud. sin cuidarse de si mismo, y
entrega su vida a su ideal; los
mediocres que practican la beneficencia
por él practicada cumplen una
obligación, tibiamente, sin perturbar su
tranquilidad en holocausto a los demás.
La santidad crea o renueva. "La
extensión y el desarrollo de los
sentimientos sociales y morales dijo
Eibot se han producido lentamente y por
obra de ciertos hombres que merecen ser
llamados inventores en moral. Esta
expresión puede sonar extrañamente a
ciertos oídos de gente imbuida de la
hipótesis de un conocimiento del bien y
del mal innato, universal, distribuido a
todos los hombres y en todos los
tiempos. Si en cambio se admite una
moral que se va haciendo, es necesario
que ella sea la creación, el
descubrimiento de un individuo o de un
grupo. Todo el mundo admite inventores
en geometría, en música, en las artes
plásticas. o mecánicas; pero también ha
habido hombres que por sus disposiciones
naturales eran muy superiores a sus
contemporáneos y han sido promotores,
iniciadores. Es importante observar que
la concepción teórica de un ideal moral
más elevado, de una etapa a pasar, no
basta; se necesita una emoción poderosa
que haga obrar y, por contagio,
comunique a los otros su propio élan. El
avance es proporcional a lo que se
siente y no a lo que se piensa".
Por eso el genio moral es incompleto
mientras, no actúa; la simple visión de
ideales magníficos no implica la
santidad, que está en el ejemplo, más
bien que en la doctrina, siempre que
implique creación original. Los
titulados santos de ciertas religiones
rara vez son creadores son simples
virtuosos o alucinados, a quienes el
interés del culto y la política
eclesiástica han atribuido una santidad
nominal. En la historia del sentimiento
religioso sólo son genios los que fundan
o transmutan, pero de ninguna manera los
que organizan órdenes, establecen
reglas, repiten un credo, practican una
norma o difunden un catecismo.
El santoral católico es irrisorio. Junto
a pocas vidas que merecen la hagiografía
de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay
que no interesan al moralista ni al
psicólogo; numerosas tientan la
curiosidad de los alienistas y otras
sólo revelan el interesado homenaje de
los concilios al fanatismo localista de
ciertos rebaños industrioso.
Pongamos más alta la santidad: donde
señale una orientación inconfundible en
la historia de la moral. Cada hora de la
humanidad tiene un clima, una atmósfera
y una temperatura, que sin cesar varían.
Cada clima es propicio al florecimiento
de ciertas virtudes; cada atmósfera se
carga de creencias que señalan su
orientación intelectual; cada
temperatura marca los grados de fe con
que se acentúan determinados ideales y
aspiraciones. Una humanidad que
evoluciona no puede tener ideales
inmutables, sino incesantemente
perfectibles, cuyo poder de
transformación sea infinito como la
vida. Las virtudes del pasado no son las
virtudes del presente; los santos de
mañana no serán los mismos de ayer. Cada
momento de la historia requiere cierta
forma de santidad que sería estéril si
no fuera oportuna, pues las virtudes se
van plasmando en las variaciones de la
vida social.
En el amanecer de los pueblos, cuando
los hombres viven luchando a brazo
partido con la naturaleza avara, es
indispensable ser fuertes y valientes
para imponer la hegemonía o asegurar la
libertad del grupo; entonces la cualidad
suprema es la excelencia física y la
virtud del coraje se transforma en culto
de héroes, equiparados a los dioses.
La santidad está en el heroísmo.
En las grandes crisis de renovación
moral, cuando la apatía o la decadencia
amenazan disolver un pueblo o una raza,
la virtud excelente entre todas es la
integridad del carácter, que permite
vivir o morir por un ideal fecundo para
el común engrandecimiento. La santidad
está en el apostolado.
En las plenas civilizaciones más sirve a
la humanidad el que descubre una nueva
ley de la naturaleza, o enseña a dominar
alguna de sus fuerzas, que quien culmina
por su temperamento de héroe o de
apóstol.
Por eso el prestigio rodea a las
virtudes intelectuales: la santidad está
en la sabiduría. Los ideales éticos no
son exclusivos del sentimiento
religioso; no lo es la virtud; ni la
santidad. Sobre cada sentimiento pueden
ellos florecer. Cada época tiene sus
ideales y sus santos: héroes, apóstoles
o sabios. Las naciones llegadas a cierto
nivel de cultura santifican en sus
grandes pensadores a los portaluces y
heraldos de su grandeza espiritual. Si
el ejemplo supremo para los que combaten
lo dan los héroes y para los que creen
los apóstoles, para los que piensan lo
dan los filósofos.
En la moral de las sociedades que se
forman, culminan Alejandro, César o
Napoleón; y cuando se renuevan,
Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un
momento en que los santos se llaman
Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad
varía a compás del ideal.
Los espíritus cultos conciben la
santidad en los pensadores, tan luminosa
como en los héroes y en los apóstoles;
en las sociedades modernas el "santo" es
un anticipo visionario de teoría o
profeta de hechos que la posteridad
confirma, aplica o realiza. Se comprende
que, a sus horas, haya santidad en
servir a un ideal en los campos de
batalla o desafiando la hipocresía como
en los supremos protagonistas de una
Iíada o de un Evangelio; pero también es
santo, de otros ideales, el poeta, el
sabio o el filósofo que viven eternos en
su Divina comedia, en su Novum organum o
en su Origen de las especies. Si es
difícil mirar un instante la cara de la
muerte que amenaza paralizar nuestro
brazo, lo es más resistir toda una vida
los principios y rutinas que amenazan
asfixiar nuestra inteligencia.
Entre nieblas que alternativamente se
espesan y se disipan, la humanidad
asciende sin reposo hacia remotas
cumbres. Los más las ignoran; pocos
elegidos pueden verlas y poner allí su
ideal, aspirando aproximársele.
Orientadas por la exigua constelación de
visionarios, las generaciones remontan
desde la rutina hacia Verdades cada vez
menos inexactas y desde el prejuicio
hacia las Virtudes cada vez menos
imperfectas. Todos los caminos de la
santidad conducen hacia el punto
infinito que marca su imaginaria
convergencia.
CAPÍTULO IV
LOS CARACTERES MEDIOCRES
I. Hombres y sombras. - II. La
domesticación de los mediocres. - III.
La vanidad. - IV. La dignidad.
I. HOMBRES Y SOMBRAS
Desprovistos de alas y de penacho, los
caracteres mediocres son incapaces de
volar hasta una cumbre o de batirse
contra un rebaño. Su vida es perpetua
complicidad con la ajena. Son hueste
mercenaria del primer hombre firme que
sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el
mundo cuidando su sombra e ignorando su
personalidad. Nunca llegan a
individualizarse: ignoran el placer de
exclamar "yo soy", frente a los demás.
No existen solos. Su amorfa estructura
los obliga a borrarse en una raza, en un
pueblo, en un partido, en una secta, en
una bandería: siempre a embadurnarse de
otros. Apuntalan todas las doctrinas y
prejuicios, consolidados a través de
siglos. Así medran. Siguen el camino de
las menores resistencias, nadando a
favor de toda corriente y variando con
ella; en su rodar aguas abajo no hay
mérito: es simple incapacidad de nadar
aguas arriba. Crecen porque saben
adaptarse a la hipocresía social, como
las lombrices a la entraña.
Son refractarios a todo gesto digno; le
son hostiles. Conquistan honores y
alcanzan "dignidades", en plural; han
inventado el inconcebible plural del
honor y de la dignidad, por definición
singulares e inflexibles. Viven de los
demás y para los demás: sombras de una
grey, su existencia es el accesorio de
focos que la proyectan. Carecen de luz,
de arrojo, de fuego, de emoción. Todo
es, en ellos, prestado. Los caracteres
excelentes ascienden a la propia
dignidad nadando contra todas las
corrientes rebajadoras, cuyo reflujo
resisten con tesón.
Frente a los otros se les reconoce de
inmediato, nunca borrados por esa
brumazón moral en que aquéllos se
destiñen. Su personalidad es todo brillo
y arista:
Firmeza y luz, como cristal de roca,
breves palabras que sintetizan su
definición perfecta. No la dieron mejor
Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida
y servido un Ideal, perseverando en la
ruta, sintiéndose dueños de sus
acciones, templándose por grandes
esfuerzos: seguros en sus creencias,
leales a sus afectos. fieles a su
palabra. Nunca se obstinan en el error,
ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran
el impudor de la inconstancia y la
insolencia de la ingratitud. Pujan
contra los obstáculos y afrontan las
dificultades.
Son respetuosos en la victoria y se
dignifican en la derrota como si para
ellos la belleza estuviera en la lid y
no en su resultado. Siempre,
invariablemente, ponen la mirada alto y
lejos; tras lo actual fugitivo divisan
un Ideal más respetable cuanto más
distante. Estos optimates son contados;
cada uno vive por un millón. Poseen una
firme línea moral que les sirve de
esqueleto o armadura. Son alguien. Su
fisonomía es la propia y no puede ser de
nadie más; son inconfundibles, capaces
de imprimir su sello indeleble en mil
iniciativas fecundas. Las gentes
domesticadas los temen, como la llaga al
cauterio; sin advertirlo, empero, los
adoran con su desdén. Son los verdaderos
amos de la sociedad, los que agreden el
pasado y preparan el porvenir, los que
destruyen y plasman. Son los actores del
drama social, con energía inagotable.
Poseen el don de resistir a la rutina y
pueden librarse de su tiranía
niveladora. Por ellos la Humanidad vive
y progresa. Son siempre excesivos;
centuplican las cualidades que los demás
sólo poseen en germen. La hipertrofia de
una idea o de una pasión los hace
inadaptables d su medio, exagerando su
pujanza; mas, para la sociedad, realizan
una función armónica y vital. Sin ellos
se inmovilizaría el progreso humano,
estancándose como velero sorprendido en
alta mar por la bonanza. De ellos,
solamente de ellos, suelen ocuparse la
historia y el arte, interpretándolos
como arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia
cabeza y la sombra que refleja los
pensamientos ajenos, parecen pertenecer
a mundos distintos.
Hombres y sombras: difieren como el
cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma
preestablecida en su propia composición
química; cristaliza en ella o no, según
los casos; pero nunca tomará otra forma
que la propia. Al verlo sabemos que lo
es, inconfundiblemente. De igual manera
que el hombre superior es siempre uno,
en sí, aparte de los demás. Si el clima
le es propicio conviértese en núcleo de
energías sociales, proyectando sobre el
medio sus características propias, a la
manera del cristal que en una solución
saturada provoca nuevas cristalizaciones
semejantes a sí mismo, creando formas de
su propio sistema geométrico. La
arcilla, en cambio, carece de forma
propia y toma la que le imprimen las
circunstancias exteriores, los seres que
la presionan o las cosas que la rodean;
conserva el rastro de todos los surcos y
el hoyo de todos los dedos, como la
cera, como la masilla; será cúbica,
esférica o piramidal, según la modelen.
Así los caracteres mediocres: sensibles
a las coerciones del medio en que viven,
incapaces de servir una fe o una pasión.
Las creencias son el soporte del
carácter; el hombre que las posee firmes
y elevadas, lo tiene excelente. Las
sombras no creen. La personalidad está
en perpetua evolución y el carácter
individual es su delicado instrumento;
hay que templarlo sin descanso en las
fuentes de la cultura y del amor. Lo que
heredamos implica cierta fatalidad, que
la educación corrige y orienta. Los
hombres están predestinados a conservar
su línea propia entre las presiones
coercitivas de la sociedad; las sombras
no tienen resistencia, se adaptan a las
demás hasta desfigurarse,
domesticándose. El carácter se expresa
por actividades que constituyen la
conducta. Cada ser humano tiene el
correspondiente a sus creencias; si es
"firmeza y luz", como dijo el poeta, la
firmeza está en los sólidos cimientos,
de su cultura y la luz en su elevación
moral.
Los elementos intelectuales no bastan
para determinar su orientación; la
febledad del carácter depende tanto de
la consistencia moral como de aquellos,
o más. Sin algún ingenio, es imposible
ascender por los senderos de la virtud;
sin alguna virtud son inaccesibles los
del ingenio. En la acción van de
consuno. La fuerza de las creencias está
en no ser puramente racionales; pensamos
con el corazón y con la cabeza. Ellas no
implican un conocimiento exacto a de la
realidad; son simples juicios a su
respecto, susceptibles de ser corregidos
o reemplazados.
Son instrumentos actuales; cada creencia
es una opinión contingente y
provisional. Todo juicio implica una
afirmación. Toda negación es, en sí
mismo, afirmativa; negar es afirmar una
negación. La actitud es idéntica: se
cree lo que se afirma o se niega. Lo
contrario de la afirmación no es la
negación, es la duda. Para afirmar o
negar es indispensable creer. Ser
alguien es creer intensamente; pensar es
creer; amar es creer; odiar es creer;
vivir es creer. Las creencias son los
móviles de toda actividad humana. No
necesitan ser verdades: creemos con
anterioridad a todo razonamiento y cada
nueva noción es adquirida a través de
creencias ya preformadas.
La duda debiera ser más común,
escaseando los criterios de certidumbre
lógica; la primera actitud, sin embargo,
es una adhesión a lo que se presenta a
nuestra experiencia. La manera primitiva
de pensar las cosas consiste en creerlas
tales como las sentimos; los niños, los
salvajes, los ignorantes y los espíritus
débiles son accesibles a todos los
errores, juguetes frívolos de las
personas, las cosas y las
circunstancias. Cualquiera desvía los
bajeles sin gobierno. Esas creencias son
como los clavos que se meten de un solo
golpe; las convicciones firmes entran
como los tornillos, poco a poco, a
fuerza de observación y de estudio.
Cuesta más trabajo adquirirlas; pero
mientras los clavos ceden al primer
estrujón vigoroso, los tornillos
resisten y mantienen de pie la
personalidad. El ingenio y la cultura
corrigen las fáciles ilusiones
primitivas y las rutinas impuestas por
la sociedad al individuo: la amplitud
del saber permite a los hombres formarse
ideas propias. Vivir arrastrado por las
ajenas equivale a no vivir. Los
mediocres son obra de los demás y están
en todas partes: manera de no ser nadie
y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter.
Cuando falta, el hombre es amorfo o
inestable; vive zozobrando como frágil
barquichuelo en un océano. Esa unidad
debe ser efectiva en el tiempo; depende,
en gran parte, de la coordinación de las
creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas
y activas, sintetizadoras de la
personalidad. La historia natural del
pensamiento humano sólo estudia
creencias, no certidumbres. La especie,
las razas, las naciones, los partidos,
los f! grupos, son animados por
necesidades materiales que los
engendran, más o menos conformes a la
realidad, pero siempre determinantes de
su acción. Creer es la forma natural de
pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite a los
hombres obrar de acuerdo con el propio
pasado: es un hábito de independencia y
la condición del hombre libre, en el
sentido relativo que el determinismo
consiente.
Sus actos son ágil es y rectilíneos,
pueden preverse en cada circunstancia;
siguen sin vacilaciones un camino
trazado: todo concurre a que custodien
su dignidad y se formen un ideal.
Siempre están prontos para el esfuerzo y
lo realizan sin zozobra. Se sienten
libres cuando rectifican sus yerros y
más libres aún al manejar sus pasiones.
Quieren ser independientes de, todos,
sin que ello les impida ser tolerantes:
el precio de su libertad no lo ponen en
la sumisión de los demás.
Siempre hacen lo que quieren, pues sólo
quieren lo que está en sus fuerzas
realizar. Saben pulir la obra de sus
educadores y nunca creen terminada la
propia cultura. Diríase que ellos mismos
se han hecho como son, viéndoles
recalcar en todos los actos el propósito
de asumir su responsabilidad.
Las creencias del Hombre son hondas,
arraigadas en vasto saber; le sirven de
timón seguro para marchar por una ruta
que él conoce y no oculta a los demás;
cuando cambia de rumbo es porque sus
creencias de la Sombra son surcos arados
en el agua; cualquier ventisca las
desvía; su opinión es tornadiza como
veleta y sus cambios obedecen a
solicitaciones groseras de conveniencias
inmediatas. Los Hombres evolucionan
según varían sus creencias y pueden
cambiarlas mientras siguen aprendiendo;
las Sombras acomodan las propias a sus
apetitos y pretenden encubrir la
indignidad con el nombre de evolución.
Si dependiera de ellas, esta última
equivaldría a desequilibrio o
desvergüenza; muchas veces a traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es
el criterio para apreciar el carácter:
las obras. Lo dice el bíblico poema:
ludicaberis ex operibus vestris, seréis
juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos
hay que parecen hombres y sólo valen por
las posiciones alcanzadas en las piaras
mediocráticas! Vistos de cerca,
examinadas sus obras, son menos que
nada, valores negativos. Sombras.
II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES
Gil Blas de Santillana es una sombra: su
vida entera es un proceso continuo de
domesticación social. Si alguna línea
propia permitía diferenciarle de su
rebaño, todo el estercolero social se
vuelca sobre él para borrarla,
complicando su insegura unidad en una
cifra inmensa. El rebaño le ofrece
infinitas ventajas. No sorprende que él
la acepte a cambio de ciertos
renunciamientos compatibles con su
estructura moral. No le exige cosas
inverosímiles; bástale su
condescendencia pasiva, su alma de
siervo. Mientras los hombres resisten
las tentaciones, las sombras resbalan
por la pendiente; si alguna partícula de
originalidad les estorba, la eliminan
para confundirse mejor en los demás.
Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y
se suavizan, ariscas y se amansan,
calurosas y se entibian,
resplandecientes y se opacan, ardientes
y se apaciguan, viriles y se afeminan,
erguidas y se achatan. Mil sórdidos
lazos las acechan desde que toman
contacto con sus símiles: aprenden a
medir sus virtudes y a practicarlas con
parsimonia. Cada apartamiento les cuesta
un desengaño, cada desvío les vale una
desconfianza. Amoldan su corazón a los
prejuicios y su inteligencia a las
rutinas: la domesticación les facilita
la lucha por la vida.
La mediocridad teme al digno y adora al
lacayo. Gil Blas le encanta; simboliza
al hombre práctico que de toda situación
saca partido y en toda villanía tiene
provecho. Persigue a Stockmann, el
enemigo del pueblo, con todo afán como
pone en admirar a Gil Blas: le recoge en
la cueva de bandoleros y le encumbra
favorito en las cortes. Es un hombre de
corcho: flota. Ha sido salteador,
alcahuete, ratero, prestamista, asesino,
estafador, fementido, ingrato,
hipócrita, traidor, político; tan varios
encenagamientos no le impiden ascender y
otorgar sonrisas desde su comedero. Es
perfecto en su género. Su secreto es
simple: es un animal doméstico. Entra al
mundo como siervo y sigue siendo servil
hasta la muerte, en todas las
circunstancias y situaciones: nunca
tiene un gesto altivo, jamás acomete de
frente un obstáculo.
El buen lenguaje clásico llamaba
doméstico a todo hombre que servía. Y
era justo. El hábito de la servidumbre
trae consigo sentimientos de
domesticidad, en los cortesanos lo mismo
que en los pueblos.
Habría que copiar por entero el
elocuente Discurso sobre la servidumbre
voluntaria, escrito por La Boetie en su
adolescencia y cubierto de gloria por el
admirativo elogio de Montaigne. Desde él
miles de páginas fustigan la
subordinación a los dogmatismos
sociales. al acatamiento incondicional
de los prejuicios admitidos. el respeto
de las jerarquías adventicias. la
disciplina ciega a la imposición
colectiva, el homenaje decidido a todo
lo que representa el orden vigente. la
sumisión sistemática a la voluntad de
los poderosos: todo lo que; refuerza la
domesticación y tiene por consecuencia
inevitable el servilismo.
Los caracteres excelentes son
indomesticables: tienen su norte puesto
en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene;
su "luz" los guía. Las sombras, en
cambio, degeneran. Fácilmente se licua
la cera; jamás el cristal pierde su
arista. Los mediocres encharcan su
sombra cuando el medio los instiga; los
superiores se encumbran en la misma
proporción en que se rebaja su ambiente.
En la dicha y en la adversidad, amando y
depreciando, entre risas y entre
lágrimas, cada hombre firme tiene un
modo peculiar decomportarse, que es su
síntesis: su carácter. Las sombras no
tienen esa unidad de conducta que
permite prever el gesto en todas las
ocasiones.
Para Zenón, el estoico, el carácter es
fuente de la vida y manan de él todas
nuestras acciones. Es buen decir, pero
impreciso. En sus definiciones los
moralistas no concuerdan con los
psicólogos: aquéllos catonizan como
predicadores. c y éstos describen como
naturalistas. El carácter es una
síntesis: hay que insistir en ello. Es
un exponente de toda la personalidad y
no de algún elemento aislado. En los
mismos filósofos, que desarrollan sus
aptitudes de modo parcial, el carácter
parecería depender exclusivamente de
condiciones intelectuales; vano error,
pues su conducta es el trasunto de cien
otros factores. Pensar es vivir. Todo
ideal humano implica una asociación
sistemática de la moral y de la
voluntad, haciendo converger a su objeto
los más vehementes anhelos de
perfección. El investigador de una
verdad se sobrepone a la sociedad en que
vive: trabaja para ésta y piensa por
todos, anticipándose, contrariando sus
rutinas. Tiene una personalidad social,
adaptada para las funciones que no puede
ejercitar en una ermita; pero sus
sentimientos sociales no le imponen
complicidad en lo turbio. En su
anastomosis con los demás conserva
libres el corazón y el cerebro mediante
algo propio que nunca sedesorienta: el
que posee un carácter no se domestica.
Gil Blas medra entre los hombres desde
que la humanidad existe; han protestado
contra él los idealistas de todos los
tiempos. Los románticos, envueltos en
sublime desdén, han enfestado contra los
temperamentos serviles: Musset, por boca
de Lorenzaccio, estruja con palabras
irrelevantes la cobardía de los pueblos
avenidos a la servidumbre.
Y no le van en zaga los individualistas,
cuyo más alto vuelo lírico alcanzara
Nietzsche: sus más hermosas páginas son
un código de moral antimediocre, una
exaltación de cualidades inconciliables
con la disciplina social. El espíritu
gregario, por él acerbamente fustigado,
tiene ya directores elocuentísimos, que
exhiben las solidarias complicaciones
con que los medrosos resisten las
iniciativas de las audaces, agrupándose
en modos diversos según sus intereses de
clase, jerarquía o funciones. Donde hubo
esclavos y siervos se plasmaron
caracteres serviles. Vencido el hombre,
no lo mataban: lo hacían trabajar en
provecho propio. Sujeto al yugo.
tembloroso ante el látigo, el esclavo
doblábase bajo coyundas que grababan en
su carácter la domesticidad. Algunos
dice la historia fueron rebeldes o
alcanzaron dignidades: su rebeldía fue
siempre un gesto de animal hambriento y
su éxito fue el precio de complicidades
en vicios de sus amos. Llegados al
ejercicio de alguna autoridad,
tornáronse despóticos, desprovistos de
ideales que les detuvieran ante la
infamia, como si quisieran con sus
abusos olvidar la servidumbre sufrida
anteriormente. Gil Blas fue el más bajo
de los favoritos.
El tiempo y el ejercicio adaptan a la
vida servil El hábito de resignarse para
medrar crea resortes cada vez más
sólidos, automatismos que destiñen para
siempre todo rasgo individual. El
quitamotas Gil Blas se mancha de
estigmas que lo hacen inconfundible con
el hombre digno. Aunque emancipado,
sigue siendo lacayo y da rienda suelta a
bajos instintos.
La costumbre de obedecer engendra una
mentalidad doméstica.
El que nace de siervos la trae en la
sangre, según Aristóteles. Hereda
hábitos serviles y no encuentra ambiente
propicio para formarse un carácter. Las
vidas iniciadas en la servidumbre no
adquieren dignidad.
Los antiguos tenían mayor desprecio por
los hijos de los siervos, reputándolos
moralmente peores que los adultos
reducidos al yugo por deudas o en las
batallas; suponían que heredaban la
domesticidad de sus padres,
intensificándola en la ulterior
servidumbre. Eran despreciados por sus
amos. Esto se repite en cuantos países
tuvieron una raza esclava inferior. Es
legítimo. Con humillante desprecio suele
mirarse a los mulatos, descendientes de
antiguos esclavos, en todas las naciones
de raza blanca que han abolido la
esclavitud; su afán por disimular su
ascendencia servil demuestra que
reconocen la indignidad hereditaria
condensada en ellos. Ese menosprecio es
natural. Así como el antiguo esclavo
tornábase vanidoso e insolente si
trepaba a cualquier posición donde
pudiera mandar, los mulatos se
ensoberbecen en las inorgánicas
mediocracias sudamericanas, captando
funciones y honores con que hartan sus
apetitos acumulados en domesticidades
seculares.
La clase crea idénticas desigualdades
que la raza. Los siervos fueron tan
doméstico.; como lo; esclavos; la
revolución francesa dio libertad
política a sus descendientes, mas no
supo darles esa libertad moral que es el
resorte de la dignidad. El burgués
enriquecido merece el desprecio del
aristócrata más que el odio del
proletario, que es un aspirante a la
burguesía; no hay peor jefe que el
antiguo asistente ni peor amo que el
antiguo lacayo. Las aristocracias son
lógicas al desdeñar a los advenedizos:
los consideran descendientes de criados
enriquecidos y suponen que han heredado
su domesticidad al mismo tiempo que las
talegas.
Esas inclinaciones serviles, arraigadas
en el fondo mismo de la herencia étnica
o social, son bien vistas en las
mediocracias contemporáneas, que nivelan
políticamente al servil y al digno. Ha
variado el nombre pero la cosa subsiste:
la domesticidad es corriente en las
sociedades modernas.
Lleva muchas décadas la abolición legal
de la esclavitud o la servidumbre; los
países no se creerían civilizados si las
conservaran en su códigos. Eso no tuerce
las costumbres; el esclavo y el siervo
siguen existiendo; por temperamento o
por falta de carácter. No son propiedad
de sus amos, pero buscan la tutela
ajena, como van a la querencia los
animales extraviados. Su psicología
gregaria no se transmutó, declarando los
derechos del hombre; la libertad, la
igualdad y la fraternidad son ficciones
que los halagan, sin redimirlos. Hay
inclinaciones que sobreviven a todas las
leyes igualitarias y hacen amar el yugo
o el látigo. Las leyes no pueden dar
hombría a la sombra, carácter al amorfo,
dignidad al envilecido, iniciativa a los
imitadores, virtud al honesto,
intrepidez al manso, afán de libertad al
servil. Por eso, en plena democracia,
los caracteres mediocres buscan
naturalmente su bajo nivel: se
domestican.
En ciertos sujetos, sin carácter desde
el cáliz materno hasta la tumba, la
conducta no puede seguir normas
constantes. Son peligrosos porque su
ayer no dice nada sobre su mañana; obran
a merced de impulsos accidentales,
siempre aleatorios. Si poseen algunos
elementos válidos, ellos están
dispersos, incapaces de síntesis; la
menor sacudida pone a flote sus
atavismos de salvaje y de primitivo,
depositados en los surcos más profundos
de su personalidad. Sus imitaciones son
frágiles y poco arraigadas. Por eso son
antisociales, incapaces de elevarse a la
honesta condición de animales de rebaño.
A otros desgraciados, sin irreparables
lagunas del temperamento, la sociedad
les mezquina su educación. Las grandes
ciudades pululan de niños moralmente
desamparados, presas de la miseria, sin
hogar, sin escuela. Viven tanteando el
vicio y cosechando la corrupción, sin el
hábito de la honestidad y sin el ejemplo
luminoso de la virtud. Embotada su
inteligencia y coartadas sus mejores
inclinaciones, tienen la voluntad
errante, incapaz de sobreponerse a las
convergencias fatales que pugnan por
hundirlos. Y si pasan su infancia sin
rodar a la charca, tropiezan después con
nuevos obstáculos.
El trabajo, creando el hábito del
esfuerzo, sería la mejor escuela del
carácter; pero la sociedad enseña a
odiarlo, imponiéndole precozmente, como
una ignominia desagradable o un
envilecimiento infame, bajo la
esclavitud de yugos y de horarios,
ejecutado por hambre o por avaricia,
hasta que el hombre huye de él como de
un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea
una gimnasia espontánea de sus gustos y
de sus aptitudes. Así la sociedad
completa su obra; los que no naufragan
por la educación malsana escollan en el
trabajo embrutecedor. En la compleja
actividad moderna las voluntades
claudicantes son toleradas; sus
incongruencias quedan ocultas mientras
los actos se refieren a vulgares
automatismos de la vida diaria; pero
cuando una circunstancia nueva los
obliga a buscar una solución, la
personalidad se agita al azar y revela
sus vicios intrínsecos. Esos degenerados
son indomesticables.
Los otros, como Gil Blas, carecen de
contralor sobre su propia conducta y
olvidan que la más leve caída puede ser
el paso inicial hacia una degradación
completa. Ignoran que cada esfuerzo de
dignidad consolida nuestra firmeza:
cuanto más peligrosa es la verdad que
hoy decimos, tanto más fácil será mañana
pronunciar otras a voz en cuello.
En los mundos minados por la hipocresía
todo conspira contra las virtudes
civiles: los hombres se corrompen los
unos a los otros, se imitan en lo
intérlope, se estimulan en lo turbio, se
justifican recíprocamente.
Una atmósfera tibia entorpece al que
cede por primera vez a la tentación de
lo injusto; las consecuencias de la
primera falta pueden ir hasta lo
infinito. Los mediocres no saben
evitarla; en vano harían el propósito de
volver al buen sendero y enmendarse.
Para las sombras no hay rehabilitación;
prefieren excusar las desviaciones
leves, sin advertir que ellas preparan
las hondas. Todos los hombres conocen
esas pequeñas flaquezas, que de otro
modo fueran perfectos desde su origen;
pero mientras en los caracteres firmes
pasan como un roce que no deja rastro,
en los blandos aran un surco por donde
se facilita la recidiva. ésa es la vía
del envilecimiento. Los virtuosos la
ignoran; los honestos se dejan tentar.
Como a Gil Blas, sólo les cuesta la
primera caída; después siguen cayendo
como el agua en las cascadas, a
saltitos, de pequeñez en pequeñez, de
flaqueza en flaqueza, de curiosidad en
curiosidad. Los remordimientos de la
primera culpa ceden a la necesidad de
ocultarla con otras ante las cuales ya
no se amedrentan. Su carácter se disocia
y ellos se tuercen, andan a ciegas,
tropiezan, dan barquinazos, adoptan
expedientes, disfrazan sus intenciones,
acceden por senderos tortuosos, buscan
cómplices diestro para avanzar en la
tiniebla. Después de los primeros
tanteos se marchan de prisa, hasta que
las raíces mismas de su moral se
aniquilan. Así resbalan por la
pendiente, aumentando la cohorte de
lacayos y parásitos: centenares de Gil
Blas carcomen las bases de la sociedad
que ha pretendido modelarlos a su imagen
y semejanza.
Los hombres sin ideales son incapaces de
resistir las asechanzas de hartazgos
materiales sembrados en su camino Cuando
han cedido a la tentación quedan
cebados, como las fieras que conocen el
sabor de la sangre humana.
Por la circunstancia de pensar siempre
con la cabeza de la sociedad, el
doméstico es el puntal más seguro de
todos los prejuicios políticos,
religiosos, morales y sociales Gil Blas
está siempre con las manos
congestionadas por el aplauso a los
ungidos y con el arma afilada para
agredir al rebelde que anuncia una
herejía. El panurguismo y la
intolerancia son los colores de su
escarapela, cuyo respeto exige de todos.
Es incalculable la infinidad de gentes
domésticas que nos rodea.
Cada funcionario tiene un rebaño voraz,
sumiso a sus caprichos, como los
hambrientos al de quien los harta. Si
fuesen capaces de vergüenza, los
adulones vivirían más enrojecidos que
las amapolas; lejos de eso, pasean su
domesticidad y están orgullosos de ella,
exhibiéndola con donaire, como luce la
pantera las aterciopeladas manchas de su
piel. La domesticación realizase de cien
maneras, tentando sus apetitos. En los
límites de la influencia oficial los
medios de aclimatación se multiplican,
especialmente en los países apestados de
funcionarismo. Los pobres de carácter no
resisten; ceden a esa hipnotización. La
pérdida de su dignidad iníciase cuando
abren el ojo a la prebenda que estremece
su estómago o nubla su vanidad,
inclinándose ante las manos que hoy le
otorgan el favor y mañana le manejarán
la rienda. Aunque ya no hay servidumbre
legal, muchos sujetos, libres de la
domesticidad forzosa, se avienen a ella
voluntariamente, por vocación implícita
en su flaqueza.
Están mancillados desde la cuna; aun no
habiendo menester de beneficios, son
instintivamente serviles. Los hay en
todas las clases sociales. El precio de
su indignidad varía con el rango y se
traduce en formas tan diversas como las
personas que la ejercitan.
Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel
moral de los pueblos y de las razas; no
es tolerancia estimular el
abellacamiento. La cotización del mérito
decae. La mansedumbre silenciosa es
preferida a la dignidad altiva. La piel
se cubre de más afeites cuando es menos
sólida la columna vertebral; las buenas
maneras son más apreciadas que las
buenas acciones. Si el de Santillana se
enguanta para robar, merece la
admiración de todos; si Stockmann se
desnuda para salvar a un náufrago, lo
condenan por escándalo. En los pueblos
domesticados llega un momento en que la
virtud parece un ultraje a las
costumbres.
Las sombras viven con el anhelo de
castrar a los caracteres firmes y
decapitar a los pensadores alados, no
perdonándoles el lujo de ser viriles o
tener cerebro. La falta de virilidades
es elogiada como un refinamiento, lo
mismo que en los caballos de paseo. La
ignorancia parece una coquetería, como
la duda elegante que inquieta a ciertos
fanáticos sin ideales. Los méritos
conviértense en contrabando peligroso,
obligados a disculparse y ocultarse,
como si ofendieran por su sola
existencia. Cuando el hombre digno
empieza a despertar recelos, el
envilecimiento colectivo es grave;
cuando la dignidad parece absurda y es
cubierta de ridículo, la domesticación
de los mediocres ha llegado a sus
extremos.
III. LA VANIDAD
El hombre es. La sombra parece. El
hombre pone su honor en el mérito propio
y es juez supremo de sí mismo; asciende
a la dignidad.
La sombra pone el suyo en la estimación
ajena y renuncia a juzgarse; desciende a
la vanidad. Hay una moral del honor y
otra de su caricatura: ser o parecer.
Cuando un ideal de perfección impulsa a
ser mejores, ese culto de los propios
méritos consolida en los hombres la
dignidad; cuando el afán de parecer
arrastra a cualquier abajamiento, el
culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas
por su origen, como Abel y Caín. Y más
enemigas que ellos, irreconciliables.
Son formas diversas de amor propio.
Siguen caminos divergentes. La una
florece sobre el orgullo, celo
escrupuloso puesto en el respeto de sí
mismo; la otra nace de la soberbia,
apetito de culminación ante los dermis.
El orgullo es una arrogancia originaria
por nobles motivos y quiere aquilatar el
mérito; la soberbia es una desmedida
presunción y busca alargar la sombra.
Catecismos y diccionarios han colaborado
a la mediocrización moral, subvirtiendo
los términos que designan lo eximio y lo
vulgar. Donde los padres de la Iglesia
decían soberbia, como los antiguos,
fustigándola, tradujeron los zascandiles
orgullo, confundiendo sentimientos
distintos. De ahí el equivocar la
vanidad con la dignidad, que es su
antítesis, y el intento tasar a igual
precio los hombres y las sombras, con
desmedro de los primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor
propio como deseo de elogios y temor de
censuras: una exagerada sensibilidad a
la opinión ajena. En los caracteres
conformados a la rutina y a los
prejuicios corrientes, el deseo de
brillar en su medio y el juicio que
sugieren al pequeño grupo que los rodea,
son estímulos para la acción. La simple
circunstancia de vivir arrebañados
predispone a perseguir la aquiescencia
ajena; la estima propia es favorecida
por el contraste o la comparación con
los demás. Trátase hasta aquí de un
sentimiento normal.
Pero los caminos divergen. En los dignos
el propio juicio antepónese a la
aprobación ajena; en los mediocres se
postergan los méritos y se cultiva la
sombra. Los primeros viven para sí; los
segundos vegetan para los otros. Si el
hombre no viviera en sociedad, el amor
propio sería dignidad en todos; viviendo
en grupos, lo es solamente en los
caracteres firmes.
Ciertas preocupaciones, reinantes en las
mediocracias, exaltan a los domésticos.
El brillo de la gloria sobre las frentes
elegidas deslumbra a los ineptos, como
el hartazgo del rico encela al
miserable. El elogio del mérito es un
estímulo para su simulación.
Obsesionados por el éxito, e incapaces
de soñar la gloria, muchos impotentes se
envanecen de méritos ilusorios y
virtudes secretas que los demás no
reconocen; créense actores de la comedia
humana; entran en la vida construyéndose
un escenario, grande o pequeño, bajo o
culminante, sombrío o luminoso; viven
con perpetua preocupación del juicio
ajeno sobre su sombra. Consumen su
existencia sedientos de distinguirse en
su órbita, de preocupar a su mundo, de
cultivar la atención ajena por cualquier
medio y de cualquier manera. La
diferencia, si la hay, es puramente
cuantitativa entre la vanidad del
escolar que persigue diez puntos en los
exámenes, la del político que sueña
verse aclamado ministro o presidente, la
del novelista que aspira a ediciones de
cien mil ejemplares y la del asesino que
desea ver su retrato en los periódicos.
La exaltación del amor propio, peligrosa
en los espíritus vulgares, es útil al
hombre que sirve un Ideal. Éste le
cristaliza en dignidad; aquéllos le
degeneran en vanidad. El éxito envanece
al tonto, nunca al excelente. Esa
anticipación de la gloria hipertrofia la
personalidad en los hombres superiores:
es su condición natural. ¿El atleta no
tiene, acaso, bíceps excesivos hasta la
deformidad La función hace el órgano.
El "yo" es el órgano propio de la
originalidad: absoluta en el genio. Lo
que es absurdo en el mediocre, en el
hombre superior es un adorno: simple
exponente de fuerza. El músculo abultado
no es ridículo en el atleta; lo es, en
cambio, toda adiposidad excesiva, por
monstruosa e inútil, como la vanidad del
insignificante. Ciertos hombres de
genio, Sarmiento, pongamos por caso,
habrían sido incompletos sin su
megalomanía.
Su orgullo nunca excede a la vanidad de
los imbéciles. La aparente diferencia
guarda proporción con el mérito. A un
metro y a simple vista nadie ve la pata
de una hormiga, pero todos perciben la
garra de un león: lo propio ocurre con
el egotismo ruidoso de los hombres y la
desapercibida soberbia de las sombras.
No pueden confundirse. El vanidoso vive
comparándose con los que le rodean,
envidiando toda excelencia ajena y
carcomiendo toda reputación que no puede
igualar; el orgulloso no se compara con
los que juzga inferiores y pone su
mirada en tipos ideales de perfección
que están muy alto y encienden su
entusiasmo.
El orgullo, subsuelo indispensable de la
dignidad, imprime a los hombres cierto
bello gesto que las sombras censuran.
Para ello el babélico idioma de los
vulgares ha enmarañado la significación
del vocablo, acabando por ignorarse si
designa un vicio o una virtud. Todo es
relativo. Si hay méritos, el orgullo es
un derecho; si no los hay, se trata de
vanidad. El hombre que afirma un Ideal y
se perfecciona hacia él, desprecia, con
eso, la atmósfera inferior que le
asfixia; es un sentimiento natural,
cimentado por una desigualdad efectiva y
constante.
Para los mediocres, sería más grato que
no les enrostrara esa humillante
diferencia; pero olvidan que ellos son
sus enemigos, constriñendo su tronco
robusto como la hiedra a la encina, para
ahogarle en el número infinito. El digno
está obligado a burlarse de las mil
rutinas que el servil adora bajo el
nombre de principios; su conflicto es
perpetuo. La dignidad es un rompeolas
opuesto por el individuo a la marea que
le acosa. Es aislamiento de los
domésticos y desprecio de sus pastores,
casi siempre esclavos del propio rebaño.
IV. LA DIGNIDAD
El que aspira a parecer renuncia a ser.
En pocos hombres súmanse el ingenio y la
virtud en un total de dignidad: forman
una aristocracia natural, siempre exigua
frente al número infinito de espíritus
omisos.
Credo supremo de todo idealismo, la
dignidad es unívoca, intangible,
intransmutable. Es síntesis de todas las
virtudes que acercan al hombre y borran
la sombra: donde ella falta no existe el
sentimiento del honor.
Y así como los pueblos sin dignidad son
rebaños, los individuos sin ella son
esclavos.
Los temperamentos adamantinos firmeza y
luz apártanse de toda complicidad,
desafían la opinión ajena si con ello
han de salvar la propia, declinan todo
bien mundano que requiera una
abdicación, entregan su vida misma antes
que traicionar sus ideales. Van rectos,
solos, sin contaminarse en facciones,
convertidos en viviente protesta contra
todo abellacamiento o servilismo. Las
sombras vanidosas se mancornan para
disculparse en el número, rehuyendo las
íntimas sanciones de la conciencia;
domesticadas, son incapaces de gestos
viriles, fáltales coraje. La dignidad
implica valor moral. Los pusilámines son
importantes, como los aturdidos; los
unos reflexionan cuándo conviene obrar,
y los otros obran sin haber
reflexionado. La insuficiencia del
esfuerzo equivale a la desorientación
del impulso: el mérito de las acciones
se mide por el afán que cuestan y no por
sus resultados. Sin coraje no hay honor.
Todas sus formas implican dignidad y
virtud. Con su ayuda los sabios acometen
la exploración de lo ignoto, los
moralistas minan las sórdidas fuentes
del mal, los osados se arriesgan para
violar la altura y la extensión, los
justos se adiamantan en la fortuna
adversa, los firmes resisten la
tentación y los severos el vicio, los
mártires van a la hoguera por
desenmascarar una hipocresía, los santos
mueren por un Ideal. Para anhelar una
perfección es indispensable. "El coraje
sentenció Lamartine es la primera de las
elocuencias, es la elocuencia del
carácter". Noble decir. El que aspira a
ser águila debe mirar lejos y volar
alto; el que se resigna a arrastrarse
como un gusano renuncia al derecho de
protestar si lo aplastan. se paseaba
entre los hombres como si ellos fueran
árboles; y Banville escribió de Gautier:
"Era de aquellos que bajo todos los
regímenes, son necesaria e
invenciblemente libres: cumplía su obra
con desdeñosa altivez y con la firme
designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que
dormitan en el fondo de los caracteres
serviles; no sabe desarticular su
cerviz. Su respeto por el mérito le
obliga a descartar toda sombra que
carece de él, a agredirla sin amenaza,
castigarla si hiere. Cuando la
muchedumbre que obstruye sus anhelos es
anodina y no tiene adversarios que
fazferir, el digno se refugia en sí
mismo, se atrinchera en sus ideales y
calla, temiendo estorbar con sus
palabras a las sombras que lo escuchan.
Y mientras cambia el clima, como es
fatal en la alternativa de las
estaciones, espera anclado en su
orgullo, como si éste fuera el puerto
natural y más seguro para su dignidad.
Vive con la obsesión de no depender de
nadie; sabe que sin independencia
material el honor está expuesto a mil
mancillas, y para adquirirla soportará
los más rudos trabajos, cuyo fruto será
su libertad en el porvenir. Todo
parásito es un siervo; todo mendigo es
un doméstico.
El hambriento puede ser rebelde; pero
nunca un hombre libre. Enemiga poderosa
de la dignidad es la miseria; ella hace
trizas los caracteres vacilantes e
incuba las peores servidumbres. El que
no ha atravesado dignamente una pobreza
es un heroico ejemplar de carácter. El
pobre no puede vivir su vida, tantos son
los compromisos de la indigencia;
redimirse de ella es comenzar a vivir.
Todos los hombres altivos viven soñando
una modesta independencia material; la
miseria es mordaza que traba la lengua y
paraliza el corazón. Hay que escapar de
sus garras para elegirse el Ideal más
alto, el trabajo más agradable, la mujer
más santa, los amigos más leales, los
horizontes más risueños, el aislamiento
más tranquilo. La pobreza impone el
enrolamiento social; el individuo se
inscribe en un gremio, más o menos
jornalero, más o menos funcionario,
contrayendo deberes y sufriendo
presiones denigrantes que le empujan a
domesticarse. Enseñaban los estoicos los
secretos de la dignidad: contentarse con
lo que se tiene, restringiendo las
propias necesidades. Un hombre libre no
espera nada de otros, no necesita pedir.
La felicidad que da el dinero está en no
tener que preocuparse de él; por ignorar
ese precepto no es libre el avaro, ni es
feliz.
Los bienes que tenemos son la base de
nuestra independencia; los que deseamos
son la cadena remachada sobre nuestra
esclavitud. La fortuna aumenta la
libertad de los espíritus cultivados y
torna vergonzosa la ridiculez de los
palurdos. Suprema es la indignidad de
los que adulan teniendo fortuna; ésta
les redimiría todas las domesticidades,
si no fuesen esclavos de la vanidad.
Los únicos bienes intangibles son los
que acumulamos en el cerebro y en el
corazón; cuando ellos faltan ningún
tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su
dignidad: quieren poseerla inmaculada,
libre de remordimientos, sin flaquezas
que la envilezcan o la rebajen. A ella
sacrifican bienes; honores, éxitos: todo
lo que es propicio al crecimiento de la
sombra. Para conservar la estima propia
no vacilan en afrontar la opinión de los
mansos y embestir sus prejuicios; pasan
por indisciplinados y peligrosos entre
los que en vano intentan malear su
altivez. Son raros en las mediocracias,
cuya chatura moral los expone a la
misantropía; tienen cierto aire
desdeñoso y aristocrático que desagrada
a los vanidosos más culminantes, pues
los humilla y avergüenza. Inflexibles y
tenaces porque llevan en el corazón una
fe sin dudas, una convicción que no
trepida, una energía indómita que a nada
cede ni teme, suelen tener asperezas
urticantes para los hombres amorfos. En
algunos casos pueden ser altruistas, o
porque cristianos es la más alta
acepción del vocablo o porque
profundamente afectivos: presentan
entonces uno de los caracteres más
sublimes, más espléndidamente bellos y
que tanto honran a la naturaleza humana.
Son los santos del honor, los poetas de
la dignidad. Siendo héroes, perdonan las
cobardías de los demás; victoriosos
siempre ante sí mismos, compadecen a los
que en la batalla de la vida siembran,
hecha jirones, su propia dignidad. Si la
estadística pudiera decirnos el número
de hombres que poseen este carácter en
cada nación, esa cifra bastaría, por sí
sola, mejor que otra cualquiera, para
indicarnos el valor moral de un pueblo.
La dignidad, afán de autonomía, lleva a
reducir la dependencia de otros a la
medida de lo indispensable, siempre
enorme. La Bruyére, que vivió como
intruso en la domesticidad cortesana de
su siglo, supo medir el altísimo
precepto que encabeza el Manual de
Epicteto, a punto de apropiárselo
textualmente sin amenguar con ello su
propia gloria: "Se faire valoir par des
choses qui ne dependet point des autres,
mais de sois seul, ou renoncer a se
faire valoir" (2) . Esa máxima le parece
inestimable y de recursos infinitos en
la vida, útil para los virtuosos y los
que tienen ingenio, tesoro intrínseco de
los caracteres excelentes; es, en
cambio, proscrita donde reina la
mediocridad, "pues desterraría de las
Cortes las tretas, los cabildeos, los
malos oficios, la bajeza, la adulación y
la intriga". Las naciones no se
llenarían de serviles domesticados, sino
de varones excelentes que legarían a sus
hijos menos vanidades y más nobles
ejemplos. Amando los propios méritos más
que la prosperidad indecorosa, crecería
el amor a la virtud, el deseo de la
gloria, el culto por ideales de
perfección incesante: en la admiración
por los genios, los santos y los héroes.
Esa dignificación moral de los hombres
señalaría en la historia el ocaso de las
sombras.
(2) "Hacerse valer por cosas que no
dependen de los demás, sino de uno
mismo, o renunciar a hacerse valer".
CAPÍTULO V
LA ENVIDIA
I. La pasión de los mediocres. - II.
Psicología de los envidiosos. - III. Los
roedores de la gloria - IV. Una escena
dantesca: su castigo.
I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
La envidia es una adoración de los
hombres por las sombras, del mérito por
la mediocridad. Es el rubor de la
mejilla sonoramente abofeteada por la
gloria ajena. Es el grillete que
arrastran los fracasados. Es el acíbar
que paladean los impotentes. Es un
venenoso humor que mana de las heridas
abiertas por el desengaño de la
insignificancia propia. Por sus horcas
caudinas pasan, tarde o temprano, los
que viven esclavos de la vanidad:
desfilan lividos de angustia, torvos,
avergonzados de su propia tristura, sin
sospechar que su ladrido envuelve una
consagración inequívoca del mérito
ajeno. La inextinguible hostilidad de
los necios fue siempre el pedestal de un
monumento. Es la más innoble de las
torpes lacras que afean a los caracteres
vulgares. El que envidia se rebaja sin
saberlo, se confiesa subalterno; esta
pasión es el estigma psicológico de una
humillante inferioridad, sentida,
reconocida. No basta ser inferior para
envidiar, pues todo hombre lo es de
alguien en algún sentido; es necesario
sufrir del bien ajeno, de la dicha
ajena, de cualquiera culminación ajena.
En ese sufrimiento está el núcleo moral
de la envidia: muerde el corazón como un
ácido, lo carcome como una polilla, lo
corroe como la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la
aventaja. Plutarco decía y lo repite La
Rochefoucauld que existen almas
corrompidas hasta jactarse de vicios
infames; pero ninguna ha tenido el
coraje de confesarse envidiosa.
Reconocer la propia envidia implicaría,
a la vez, declararse inferior al
envidiado; trátase de pasión tan
abominable, y tan universalmente
detestada, que avergüenza al más
impúdico y se hace lo indecible por
ocultarla. Sorprende que los psicólogos
la olviden en sus estudios sobre las
pasiones, limitándose a mencionarla como
un caso particular de los celos. Fue
siempre tanta su difusión y su
virulencia, que ya la mitología
grecolatina le atribuye origen
sobrehumano, haciéndola nacer de las
tinieblas nocturnas. El mito le asigna
cara de vieja horriblemente flaca y
exangüe, cubierta de cabeza de víboras
en vez de cabellos. Su mirada es hosca y
los ojos hundidos; los dientes negros y
la lengua untada con tósigos fatales;
con una mano ase tres serpientes, y con
la otra una hidra o una tea; incuba en
su seno un monstruoso reptil que la
devora continuamente y le instila su
veneno; está agitada; no ríe; el sueño
nunca cierra los párpados sobre sus ojos
irritados. Todo suceso feliz le aflige o
atiza su congoja; destinada a sufrir, es
el verdugo implacable de sí misma.
Es pasión traidora y propicia alas
hipocresías. Es al odio como la ganzúa a
la espada; la emplean los que no pueden
competir con los envidiados. En los
ímpetus del odio puede palpitar el gesto
de la garra que en un desesperado
estremecimiento destroza y aniquila; en
la subrepticia reptación de la envidia
sólo se percibe el arrastramiento tímido
del que busca morder el talón.
Teofrasto creyó que la envidia se
confunde con el odio o nace de él,
opinión ya enunciada por Aristóteles, su
maestro. Plutarco abordó la cuestión,
preocupándose de establecer diferencias
entre las dos pasiones
(Obras morales, II). Dice que a primera
vista se confunden; parecen brotar de la
maldad, y cuando se asocian tórnanse más
fuertes, como las enfermedades que se
complican. Ambas sufren del bien y
gustan del mal ajeno; pero esta
semejanza no basta para confundirlas, si
atendemos a sus diferencias. Sólo se
odia lo que se cree malo o nocivo; en
cambio, toda prosperidad excita la
envidia, como cualquier resplandor
irrita los ojos enfermos. Se puede odiar
a las cosas y a los animales; sólo se
puede envidiar a los hombres. El odio
puede ser justo, motivado; la envidia es
siempre injusta, pues la prosperidad no
daña a nadie. Estas dos pasiones, como
plantas de una misma especie, se nutren
y fortifican por causas equivalentes: se
odia más a los más perversos y se
envidia más a los más meritorios. Por
eso Temístocles decía, en su juventud,
que aún no había realizado ningún acto
brillante, porque todavía nadie le
envidiaba. Así como las cantáridas
prosperan sobre los trigales más rubios
y los rosales más florecientes, la
envidia alcanza a los hombres más
famosos por su carácter y por su virtud.
El odio no es desarmado por la buena o
la mala fortuna; la envidia sí. Un sol
que ilumina perpendicularmente desde el
más alto punto del cielo reduce a nada o
muy poco la sombra de los objetos que
están debajo: así, observa Plutarco, el
brillo de la gloria achica la sombra de
la envidia y la hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible;
la envidia que calla y conspira es
repugnante. Algún libro admirable dice
que ella es como las caries de los
huesos; ese libro es la Biblia, casi de
seguro, o debiera serlo. Las palabras
más crueles que un insensato arroja a la
cara no ofenden la centésima para de las
que el envidioso va sembrando
constantemente a la espalda; éste ignora
las reacciones del odio y expresa su
inquina tartajeando, incapaz de
encresparse en ímpetus viriles: diríase
que su boca está amargada por una hiel
que no consigue arrojar ni tragar. Así
como el aceite apaga la cal y aviva él
fuego, el bien recibido contiene el odio
en los nobles espíritus y exaspera la
envidia en los indignos. El envidioso es
ingrato, como luminoso el sol, la nube
opaca y la nieve fría: lo es
naturalmente. El odio es rectilíneo y no
time la verdad: la envidia es torcida y
trabaja la mentira. Envidiando se sufre
más que odiando: como esos tormentos
enfermizos que tórnanse terroríficos de
noche, amplificados por el horror de las
tinieblas.
El odio puede hervir en los grandes
corazones; puede ser justo y santo; lo
es muchas veces, cuando quiere borrar la
tiranía, la infamia, la indignidad. La
envidia es de corazones pequeños. La
conciencia del propio mérito suprime
toda menguada villanía; el hombre que se
siente superior no puede envidiar, ni
envidia nunca el loco feliz que vive con
delirio de las grandezas. Su odio está
de pie y ataca de frente. César aniquiló
a Pompeyo, sin rastrerías; Donnatello
venció con su "Cristo" al de
Brunelleschi, sin abajamientos;
Nietzsche fulminó a Wagner, sin
envidiarlo. Así como la genialidad
presiente la gloria y da a sus
predestinados cierto ademán
apocalíptico, la certidumbre de un
oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles
a los mediocres. Por eso los hombres sin
méritos siguen siendo envidiosos a pesar
de los éxitos obtenidos por su sombra
mundana, como si un remordimiento
interior les gritara que los usurpan sin
merecerlos. Esa conciencia de su
mediocridad es un tormento; comprenden
que sólo pueden permanecer en la cumbre
impidiendo que otros lleguen hasta ellos
y los descubran. La envidia es una
defensa de las sombras contra los
hombres.
Con los distingos enunciados, los
clásicos aceptan el parentesco entre la
envidia y el odio, sin confundir ambas
pasiones. Conviene sutilizar el problema
distinguiendo otras que se le parecen:
la emulación y los celos.
La envidia, sin duda, arraiga como ellas
en una tendencia efectiva, pero posee
caracteres propios que permiten
diferenciarla. Se envidia lo que otros
ya tienen y se desearía tener, sintiendo
que el propio es un deseo sin esperanza;
se cela lo que ya se posee y se teme
perder; se emula en pos de algo que
otros también anhelan, teniendo la
posibilidad de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las fuentes más
notorias ilustrará la cuestión.
Envidiamos la mujer que el prójimo posee
y nosotros deseamos, cuando sentimos la
imposibilidad de disputársela. Celamos
la mujer que nos pertenece, cuando
juzgamos incierta su posesión y tememos
que otro pueda compartirla o
quitárnosla. Competimos sus favores en
noble emulación, cuando vemos la
posibilidad de conseguirlos en igualdad
de condiciones con otro que a ellos
aspira. La envidia nace, pues, del
sentimiento de inferioridad respecto de
su objeto; los celos derivan del
sentimiento de posesión comprometido; la
emulación surge del sentimiento de
potencia que acompaña a toda noble
afirmación de la personalidad. Por
deformación de la tendencia egoísta
algunos hombres están naturalmente
inclinados a envidiar a los que poseen
tal superioridad por ellos anhelada en
vano; la envidia es mayor cuando más
imposible se considera la adquisición
del bien codiciado. Es el reverso de la
emulación; ésta es una fuerza propulsora
y fecunda, siendo aquélla una rémora que
traba y esteriliza los esfuerzos del
envidioso. Bien lo comprendió Bartrina,
en su admirable quintilla:
La envidia y la emulación parientes
dicen que son; aunque en todo diferentes
al fin también son parientes el diamante
y el carbón. La emulación es siempre
noble: el odio mismo puede serlo algunas
veces. La envidia es una cobardía propia
de los débiles, un odio impotente, una
incapacidad manifiesta de competir o de
odiar.
El talento, la belleza, la energía,
quisieran verse reflejados en todas las
cosas e intensificados en proyecciones
innumerables: la estulticia, la fealdad
y la impotencia sufren tanto o más por
el bien ajeno que por la propia
desdicha. Por eso toda superioridad es
admirativa y toda subyacencia es
envidiosa. Admirar es sentirse creer en
la emulación con los más grandes.
Un ideal preserva de la envidia. El que
escucha ecos de voces proféticas al leer
los escritos de los grandes pensadores;
el que siente grabarse en su corazón,
con caracteres profundos como
cicatrices, su clamor visionario y
divino; el que se extasía contemplando
las supremas creaciones plásticas; el
que goza de íntimos escalofríos frente a
las obras maestras accesibles a sus
sentidos, y se entrega a la vida que
palpita en ellas, y se conmueve hasta
cuajársele de lágrimas los ojos, y el
corazón bullicioso se le arrebata en
fiebre de emoción; ése tiene un noble
espíritu y puede incubar el deseo de
crear tan grandes cosas como las que
sabe admirar. El que no se inmuta
leyendo a Dante, mirando a Leonardo,
oyendo a Beethoven, puede jurar que la
Naturaleza no ha encendido en su cerebro
la antorcha suprema, ni paseará jamás el
hombre mediocre.
La familia ofrece variedades infinitas,
por la combinación de otros estigmas con
el fundamental. El envidioso pasivo es
solemne y sentencioso; el activo es un
escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o
bilioso, nunca sabe reír de risa
inteligente y sana. Su mueca es falsa:
ríe a contrapelo.
¿Quién no los codea en su mundo
intelectual? El envidioso pasivo es de
cepa servil. Si intenta practicar el
bien, se equivoca hasta el asesinato:
diríase que es un miope cirujano
predestinado a herir los órganos vitales
y respetar la víscera cancerosa. No
retrocede ante ninguna bajeza cuando un
astro se levanta en su horizonte:
persigue al mérito hasta dentro de su
tumba. Es serio, por incapacidad de
reírse; le atormenta la alegría de los
satisfechos. Proclama la importancia de
la solemnidad y la practica; sabe que
sus congéneres aprueban tácitamente esa
hipocresía que escuda la irremediable
inferioridad: no vacila en sacrificarles
la vida de sus propios hijos,
empujándoles, si es necesario, en el
mismo borde de la tumba.
El envidioso activo posee una elocuencia
intrépida, disimulando con niágaras de
palabras su estiptiquez de ideas.
Pretende sondar los abismos del espíritu
ajeno, sin haber podido nunca desenredar
el propio. Parece tener mil lenguas,
como el clásico monstruo rabelesiano.
Por todas ella destila su insidiosidad
de viborezno en forma de elogio
reticente, pues la viscosidad urticante
de su falso loar es el máximum de su
valentía moral. Se multiplica hasta lo
infinito; tiene mil piernas y se insinúa
doquier; siembra la intriga entre sus
propios cómplices, y, llegado el caso,
los traiciona. Sabiéndose de antemano
repudiado por la gloria, se refugia en
esas academias donde los mediocres se
empampanan de vanidad si alguna
inexplicable paternidad complica la
quietud de su madurez estéril, podéis
jurar que su obra es fruto del esfuerzo
ajeno. Y es cobarde para ser completo;
se arrastra ante los que turban sus
noches con la aureola del ingenio
luminoso, besa la mano del que le conoce
y le desprecia, se humilla ante él. Se
sabe inferior; su vanidad sólo aspira a
desquitarse con las frágiles
compensaciones de la zangamanga a ras de
tierra.
A pesar de sus temperamentos
heterogéneos, el destino suele agrupar a
los envidiosos en camarillas o en
círculos, sirviéndoles de argamasa el
común sufrimiento por la dicha ajena.
Allí desahogan su pena íntima difamando
a los envidiados y vertiendo toda su
hiel como un homenaje a la superioridad
del talento que los humilla. Son capaces
de envidiar a los grandes muertos, como
si los detestaran personalmente. Hay
quien envidia a Sócrates y quién a
Napoleón, creyendo igualarse a ellos
rebajándolos; para eso endiosarán a un
Brunetiére o un Boulanger. Pero esos
placeres malignos poco amenguan su
desventura, que está en sufrir de toda
felicidad y en martirizarse de toda
gloria. Rubens lo presintió al pintar la
envidia, en un cuadro de la Galería
Medicea, sufriendo entre la pompa
luminosa de la inolvidable regencia. El
envidioso cree marchar al calvario
cuando observa que otros escalan la
cumbre. Muere en el tormento de envidiar
al que le ignora o desprecia, gusano que
se arrastra sobre el zócalo de la
estatua.
Todo rumor de alas parece estremecerlo,
como si fuera una burla a sus vuelos
gallináceos. Maldice la luz, sabiendo
que en sus propias tinieblas no
amanecerá un solo día de gloria. ¡Si
pudiera organizar una cacería de águilas
o decretar un apagamiento de astros!
Lo que es para otros causa de felicidad,
puede ser objeto de envidia. La
ineptitud para satisfacer un deseo o
hartar un apetito determina esta pasión
que hace sufrir del bien ajeno. El
criterio para valorar lo envidiado es
puramente subjetivo: cada hombre se cree
la medida de los demás, según el juicio
que tiene de sí mismo.
Se sufre la envidia apropiada a las
inferioridades que se sienten, sea cual
fuere su valor objetivo. El rico puede
sentir emulación o celos por la riqueza
ajena; pero envidiará el talento. La
mujer. bella tendrá celos de otra
hermosura; pero envidiará a las ricas.
Es posible sentirse superior en cien
cosas e inferior en una sola; éste es el
punto frágil por donde tienta su asalto
la envidia. El sujeto descollante
encuentra su cohorte de envidiosos en la
esfera de sus colegas más inmediatos,
entre los que desearían descollar de
idéntica manera. Es un accidente
inevitable de toda culminación, aunque
en algunas profesiones es más célebre;
los hombres de letras no se quedan
atrás, pero los cómicos y las rameras
tendrían el privilegio, si no existiesen
los médicos. La envidia medicorum es
memorable desde la Antigüedad: la
conoció Hipócrates. El arte la ha
descrito con frecuencia, para deleite de
los enfermos sobrevivientes a las
drogas. El motivo de la envidia se
confunde con el de la admiración, siendo
ambas, dos aspectos de un mismo
fenómeno. Sólo que la admiración nace en
el fuerte y la envidia en el subalterno.
Envidiar es una forma aberrante de
rendir homenaje a la superioridad. El
gemido que la insuficiencia arranca a la
vanidad es una forma especial de
alabanza.
Toda culminación es envidiada. En la
mujer la belleza. El talento y la
fortuna en el hombre. En ambos la fama y
la gloria, cualquiera que sea su forma.
La envidia femenina suele ser
afiligranada y perversa; la mujer da su
arañazo con uña afilada y lustrosa,
muerde con dientecillos orificados,
estruja con dedos pálidos y finos. Toda
maledicencia le parece escasa para
traducir su despecho; en ella debió
pensar Apeles cuando representó a la
Envidia guiando con mano felina a la
Calumnia.
La que ha nacido bella y la Belleza para
ser completa requiere, entre otros
dones, la gracia, la pasión y la
inteligencia tiene asegurado el culto de
la envidia. Sus más nobles
superioridades serán adoradas por las
envidiosas; en ellas clavarán sus
incisivos, como sobre una lima, sin
advertir que la pasión las convierte en
vestales. Mil lenguas viperinas le
quemarán el incienso de sus críticas;
las miradas oblicuas de las sufrientes
fusilarán su belleza por la espalda; las
almas tristes le elevarán sus plegarias
en forma de calumnias, torvas como el
remordimiento que las atosiga, pero no
las detiene.
Quien haya leído la séptima
metamorfosis, en el libro segundo de
Ovidio, no olvidará jamás que a
instancia de Minerva, fue Aglaura
transfigurada en roca, castigando así su
envidia de Hersea, la amada de Mercurio.
Allí está escrita la más perfecta
alegoría de la envidia devorando víboras
para alimentar sus furores, como no la
perfiló ningún otro poeta de la era
pagana.
El hombre vulgar envidia las fortunas y
las posiciones burocráticas.
Cree que ser adinerado y funcionario es
el supremo ideal de los demás, partiendo
de que lo es suyo. El dinero permite al
mediocre satisfacer sus vanidades más
inmediatas; el destino burocrático le
asigna un sitio en el escalafón del
Estado y le prepara ulteriores
jubilaciones.
De ahí que el proletario envidie al
burgués, sin renunciar a substituirlo;
por eso mismo la escala del presupuesto
es una jerarquía de envidias,
perfectamente graduadas por las cifras
de las prebendas.
El talento en todas sus formas
intelectuales y morales: como dignidad,
como carácter, como energía es el tesoro
más envidiado entre los hombres. Hay en
el doméstico un sórdido afán de
nivelarlo todo, un obtuso horror a la
individualización excesiva; perdona al
portador de cualquier sombra moral,
perdona la cobardía, el servilismo, la
mentira, la hipocresía, la esterilidad,
pero no perdona al que sale de las filas
dando un paso adelante. Basta que el
talento permita descollar en las
ciencias, en las artes o en el amor,
para que los mediocres se estremezcan de
envidia. Así se :forma en torno de cada
astro una neuulosa grande o pequeña,
camarilla de maldicientes o legión de
difamadores: los envidiosos necesitan
aunar esfuerzos contra su ídolo, de
igual manera que para afear una belleza
venusina aparecen por millares las
pústulas de la viruela.
La dicha de los fecundos martiriza a los
eunucos vertiendo en su corazón gotas de
hiel que los amargan por toda la
existencia; este dolor es la gloria
involuntaria de los otros, la sanción
más indestructible de su talento en la
acción o el pensar. Las palabras y las
muecas del envidioso se pierden en la
ciénaga donde se arrastra, como silbidos
de reptiles que saludan el vuelo sereno
del águila que pasa en la altura. Sin
oírlos.
III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA
Todo el que se siente capaz de crearse
un destino con su talento y con su
esfuerzo está inclinado a admirar el
esfuerzo y el talento en los demás; el
deseo de la propia gloria no puede
sentirse cohibido por el legítimo
encumbramiento ajeno. El que tiene
méritos, sabe lo que le cuestan y los
respeta; estima en los otros lo que
desearía se le estimara a él mismo. El
mediocre ignora esta admiración abierta:
muchas veces se resigna a aceptar el
triunfo que desborda las restricciones
de su envidia. Pero aceptar no es amar.
Resignarse no es admirar.
Los espíritus alicortos son malévolos;
los grandes ingenios son admirativos.
Éstos saben que los dones naturales no
se transmutan en talento o en genio sin
un esfuerzo, que es la medida de su
mérito. Saben que cada paso hacia la
gloria ha costado trabajos y vigilias,
meditaciones hondas, tanteos sin fin,
consagración tenaz, a ese pintor, a ese
poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y
comprenden que ellos han consumido acaso
su organismo, envejeciendo
prematuramente: y la biografía de los
grandes hombres les enseña que muchos
renunciaron al reposo o al pan,
sacrificando el uno y el otro a ganar
tiempo para meditar o a comprar un libro
para iluminar sus meditaciones. Esa
conciencia de lo que el mérito importa,
lo hace respetar. El envidioso, que lo
ignora, ve el resultado a que otros
llegan y él no, sin sospechar de cuántas
espinas está sembrado el camino de la
gloria.
Todo escritor mediocre es candidato a
criticastro. La incapacidad de crear le
empuja a destruir. Su falta de
inspiración le induce a rumiar el
talento ajeno, empañándolo con
especiosidades que denuncian su
irreparable ultimidad. Los altos
ingenios son ecuánimes para criticar a
sus iguales, como si reconocieran en
ellos una consanguinidad en línea
directa; en el émulo no ven nunca un
rival. Los grandes críticos son óptimos
autores que escriben sobre temas
propuestos por otros, como los
versificadores con pie forzado; . la
obra ajena es una ocasión para exhibir
las ideas propias. El verdadero crítico
enriquece las obras que estudia y en
todo lo que toca deja un rastro de su
personalidad.
Los criticastros son, de instinto,
enemigos de la obra: desean achicarla
por la simple razón de que ello; no la
han escrito. Ni sabrían escribirla
cuando el criticado les contestara:
hazla mejor. Tienen la manos trabadas
por la cinta métrica; su afán de medir a
los demás responde al sueño de
rebajarlos hasta su propia medida. Son,
por definición, prestamistas, parásitos,
viven de lo ajeno, pues se limitan a
barajar con mano aviesa lo mismo que han
aprendido en el libro que desacreditan.
Cuando un gran escritor es erudito se lo
reprochan como una falta de
originalidad; si no lo es, se apresuran
a culparlo de ignorancia.
Si emplea un razonamiento que usaron
otros, le llaman plagiario, aunque
señale las fuentes de su sabiduría; si
omite señalarlas, por harto vulgares, lo
acusan de improbidad. En todo encuentran
motivo para maldecir y envidiar,
revelando su interna angustia. Lo que
les hace sufrir, en suma, es que otros
sean admirados y ellos no.
El criticastro mediocre es incapaz de
enhilar tres ideas fuera del hilo que la
rutina le enhebra; su oronda ignorancia
le obliga a confundir el mármol con la
chiscarra y la voz con el falsete,
inclinándose a suponer que todo escritor
original es un heresiarca. Los palurdos
darían lo que no tienen por saber
escribir un poquito, como para
incorporarse a la crítica profesional.
Es el sueño de los que no pueden crear.
Permite una maledicencia medrosa y que
no compromete, hecha de mendacidad
prudente, restringiendo las
perversidades para que resulten más
agudas, sacando aquí una migaja y dando
allí un arañazo, velando todo lo que
puede ser objeto de admiración,
rebajando siempre con la oculta
esperanza de que puedan aparecer a un
mismo nivel los críticos y los
criticados. El escritor original sabe
que atormenta a los mediocres,
aguijoneándoles esa pasión que los
enferma ante el brillo ajeno; la
desesperación de los fracasados es el
laurel que mejor premia su luminosa
labor. A la gloria de un Homero llega
siempre apareada la ridiculez de un
Zoilo.
Fermentan en cada género de actividad
intelectual, como plagas pediculares de
la originalidad: no perdonan al que
incuba en su cerebro esa larva
sediciosa. Viven para mancillarlo,
sueñan su exterminio, conspiran con una
intemperancia de terroristas y esgrimen
sórdidas calumnias que harían sonrojar a
un paquidermo. Ven un peligro en cada
acto y una amenaza en cada gesto;
tiemblan pensando que existen hombres
capaces de subvertir rutinas y
prejuicios, de encender nuevos planetas
en el cielo, de arrancar su fuerza a los
rayos y a las cataratas, de infiltrar
nuevos ideales a las razas envejecidas,
de suprimir la distancia, de violar la
gravedad, de estremecer a los gobiernos.
Cuando se eleva un astro, ellos asoman
por todos los puntos cardinales para
entonar el coro involuntario de su
difamación. Aparecen por docenas, por
millares, como liliputienses en torno de
un gigante.
Los contrabajistas de arrabal oprobiarán
la gloria de los supremos sinfonistas.
Gacetilleros anodinos, consumarán
biografías sobre algún lejano pensador
que los ignora. Muchos que en vano han
intentado acertar una mancha de color,
dejarán caer su chorro de prosa como si
un robinete de pus se abriera sobre
telas que vivirán en los siglos.
Cualquier promiscuador de palabras
enfestará contra el que escriba
pensamientos duraderos. Las mujeres feas
demostrarán que la belleza es repulsiva
y las viejas sostendrán que la juventud
es insensata; vengarán su desgracia en
el amor diciendo que la castidad es
suprema entre todas las virtudes, cuando
ya en vano se harían viltroteras para
ofrecer la propia a los transeúntes. Y
los demás, todos en coro, repetirán que
el genio, la santidad y el heroísmo son
aberraciones, locuras, epilepsia,
degeneración negarán la excelencia del
ingenio, la virtud y la dignidad;
pondrán esos valores por debajo de su
propia penumbra, sin advertir que donde
el genio se resobra el mediocre no
llega. Si a éste le dieran a elegir
entre Shakespeare o Sarcey, no vacilaría
un minuto: murmuraría del primero con la
firma del segundo.
Los espíritus rutinarios son rebeldes a
la admiración: no reconocen el fuego de
los astros porque nunca han tenido en sí
una chispa. Jamás se entregan de buena
fe a los ideales o a las pasiones que le
toman del corazón; prefieren oponerles
mil razonamientos para privarse del
placer de admirarlos. Confundirán
siempre lo equívoco y lo erístalino,
rebajando todo ideal hasta las bajas
intenciones que supuran en sus cerebros.
Desmenuzarán todo lo bello, olvidando
que el trigo molido en harina no puede
ya germinar en áureas espigas. frente al
sol.
Es un gran signo de mediocridad dijo
Leibniz elogiar siempre moderadamente.
Pascal decía que los espíritus vulgares
no encuentran diferencias entre los
hombres: se descubren más tipos
originales a medida que se posee mayor
ingenio. El criticastro es parvificente;
admira un poco todas las cosas, pero
nada le merece una admiración decidida.
El que no admira lo mejor, no puede
mejorar. El que ve los defectos y no las
bellezas" las culpas y no los méritos,
las discordancias y no las armonías,
muere en un bajo nivel donde vegeta con
la ilusión de ser un crítico. Los que no
saben admirar no tienen porvenir, están
inhabilitados para ascender hacia una
perfección ideal. Es una cobardía
aplacar la admiración; hay que
cultivarla como un fuego sagrado,
evitando que la envidia la cubra con su
pátina ignominiosa.
La maledicencia escrita es inofensiva.
El tiempo es un sepulturero ecuánime:
entierra en una misma fosa a los
criticastros y a los malos autores.
Mientras los envidiosos murmuran, el
genio crece; a la larga aquéllos quedan
oprimidos y éste siente deseos de
compadecerlos, para impedir que sigan
muriendo a fuego lento.
El verdadero castigo de estos parásitos
está en la muda sonrisa de los
pensadores. El que critica a un alto
espíritu tiende la mano esperando una
limosna de celebridad; basta ignorarle y
dejarle con la mano tendida, negándole
la notoriedad que le conferiría la
réplica. El silencio del autor mata al
postulante; su indiferencia lo asfixia.
Algunas veces supone que le han tomado
en cuenta y que se advierte su
presencia: sueña que le han nombrado,
aludido, refutado, injuriado. Pero todo
es un simple sueño; debe resignarse a
envidiar desde la penumbra, de donde no
consigue que le saquen. El que tiene
conciencia de su mérito, no se presta a
inflar la vanidad del primer indigente
que le sale al paso pretendiendo
distraerle, obligándole a perder su
tiempo; elige sus adversarios entre sus
iguales, entre sus condignos. Los
hombres superiores pueden inmortalizar
con una palabra a sus lacayos o a sus
sicarios. Hay que evitar esa palabra; de
algunos criticastros sólo tenemos
noticias porque algún genio los honró
con su puntapié.
IV. UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO
El castigo de los envidiosos estaría en
cubrirlos de favores, para hacerles
sentir que su envidia es recibida como
un homenaje y no como un estiletazo. Es
más generoso, más humanitario. Los
bienes que el envidioso recibe
constituyen su más desesperante
humillación; si no es posible
agasajarle, es necesario ignorarle.
Ningún enfermo es responsable de su
dolencia, no podríamos prohibirle que
emitiera acentos quejumbrosos; la
envidia es una enfermedad y nada hay más
respetable que el derecho de lamentarse
cuando se padecen congestiones de la
vanidad. El envidioso es la única
víctima de su propio veneno; la envidia
le devora como el cáncer a la víscera;
le ahoga como la hiedra a la encina.
Por eso Poussin, en una tela admirable,
pintó a este monstruo mordiéndose los
brazos y sacudiendo la cabellera de
serpientes que le amenazan sin cesar.
Dante consideró a los envidiosos
indignos del infierno. En la sabia
distribución de penas y castigos los
recluyó en el purgatorio, lo que se
aviene a su condición mediocre. Yacen
acoquinados en un círculo de piedra
cenicienta, sentados junto a un paredón
lívido como sus caras llorosas,
cubiertos por cilicios, formando
panorama de cementerio viviente. El sol
les niega su luz; tienen los ojos
cosidos con alambres, porque nunca
pudieron ver el bien del prójimo. Habla
por ellos la noble Sapía, desterrada por
sus conciudadanos; fue tal su envidia
que sintió loco regocijo cuando ellos
fueron derrotados por los florentinos. Y
hablan otros, con voces trágicas,
mientras lejanos fragores de truenos
recuerdan la palabra que Caín pronunció
después de matar a Abel. Porque el
primer asesino de la leyenda bíblica
tenía que ser un envidioso.
Llevan todos el castigo en su culpa. El
espartano Antistenes, al saber que le
envidiaban, contestó con acierto: peor
para ellos, tendrán que sufrir el doble
tormento de sus males y de mis bienes.
Los únicos gananciosos son los
envidiados; es grato sentirse adorar de
rodillas.
La mayor satisfacción del hombre
excelente está en provocar la envidia,
estimulándola con los propios méritos,
acosándola cada día con mayores
virtudes, para tener la dicha de
escuchar sus plegarias. No ser envidiado
es una garantía inequívoca de
mediocridad.
CAPÍTULO VI
LA VEJEZ NIVELADORA
I. Las canas. - II. Etapas de
decadencia. - III. La bancarrota de los
Ingenios. - IV. Psicología de la vejez.
- V. La virtud de la Impotencia.
I. LAS CANAS
Encanecer es una cosa muy triste; las
canas son un mensaje de la Naturaleza
que nos advierte la proximidad. del
crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse
la primera ¿quién no lo hace? es como
quitar el badajo a la campana que toca
el Angeius, pretendiendo con ello
prolongar el día. Las canas visibles
corresponden a otras más graves que no
vemos: el cerebro y el corazón, todo el
espíritu y toda la ternura, encanecen al
mismo tiempo que la cabellera. El alma
de fuego bajo la ceniza de los años es
una metáfora literaria, desgraciadamente
incierta. La ceniza ahoga a la llama y
protege a la brasa. El ingenio es la
llama; la brasa es la mediocridad.
Las verdades generales no son
irrespetuosas; dejan entreabierta una
rendija por donde escapan las
excepciones particulares. ¿Por qué no
decir la conclusión desconsoladora? Ser
viejo es ser mediocre, con rara
excepción. La máxima desdicha de un
hombre superior es sobrevivirse a sí
mismo, nivelándose con los demás.
¡Cuántos se suicidarían si pudieran
advertir ese pasaje terrible del hombre
que piensa al hombre que vegeta, del que
empuja al que es arrastrado, del que ara
surcos nuevos al que se esclaviza en las
huellas de la rutina! Vejez y
mediocridad suelen ser desdichas
paralelas.
El "genio y figura hasta la sepultura",
es una excepción muy rara en los hombres
de ingenio excelentes, si son longevos:
suele confirmarse cuando mueren a
tiempo, anotes de que la fatal opacidad
crepus cular empañe los resplandores del
espíritu. En general, si mueren tarde.
una pausada neblina comienza a velar su
mente con los achaques de la vejez; si
la muerte se empeña en no venir, los
genios tórnanse extraños a sí mismos,
supervivencia que los lleva hasta no
comprender su propia obra. Les sucede
como a un astrónomo que perdiera su
telescopio y acabara por dudar de sus
anteriores descubrimientos, al verse
imposibilitado para confirmarlos a
simple vista.
La decadencia del hombre que envejece
está representada por una regresión
sistemática de la intelectualidad. Al
principio, la vejez mediocriza a todo
hombre superior; más tarde, la
decrepitud inferioriza al viejo ya
mediocre. Tal afirmación es un simple
corolario de verdades biológicas. La
personalidad humana es una formación
continua, no una entidad fija; se
organiza y se desorganiza, evoluciona e
involuciona, crece y se amengua, se
intensifica y se agota. Hay un momento
en que alcanza su máxima plenitud;
después de esa época es incapaz de
acrecentarse y pronto suelen advertirse
los síntomas iniciales del descenso, los
parpadeos de la llama interior que se
apaga. Cuando el cuerpo se niega a
servir todas nuestras intenciones y
deseos, o cuando éstos son medidos en
previsión de fracasos posibles, podemos
afirmar que ha comenzado la vejez.
Detenerse a meditar una intención noble,
es matarla; el hielo invade
traidoramente el corazón y la
personalidad más libre se amansa y
domestica. La rutina es el estigma
mental de la vejez; el ahorro es su
estigma social. El hombre envejece
cuando el cálculo utilitario reemplaza a
la alegría juvenil. Quien se pone a
mirar si lo que tiene le bastará para
todo su porvenir posible. ya no es
joven; cuando opina que es preferible
tener de más a tener de menos, está
viejo; cuando su afán de poseer excede
su posibilidad de vivir, ya está
moralmente decrépito. La avaricia es una
exaltación de los sentimientos egoístas
propios de la vejez. Muchos siglos antes
de estudiarla los psicólogos modernos,
el propio Cicerón escribió palabras
definitivas: "Nunca he oído decir que un
viejo haya olvidado el sitio en que
había ocultado su tesoro" (De Senectute,
c. 7.). Y debe ser verdad, si tal dijo
quien se propuso defender los fueros y
encantos de la vejez.
Las canas son avaras y la avaricia es un
árbol estéril: la humanidad perecería si
tuviese que alimentarse de sus frutos.
La moral burguesa del ahorro ha
envilecido a generaciones y pueblos
enteros; hay graves peligros en
predicarla, pues, como enseñó
Maquiavelo, "más daña a los pueblos la
avaricia de sus ciudadanos que la
rapacidad de sus enemigos". Esa pasión
de coleccionar bienes que no se
disfrutan se acrecienta con los años, al
revés de las otras. El que es
maniestrecho en la juventud llega hasta
asesinar por dinero en la vejez. La
avaricia seca el corazón, lo cierra a la
fe, al amor, a la esperanza, al ideal.
Si un avaro poseyera el sol, dejaría el
universo a oscuras para evitar que su
tesoro se gastase. Además de aferrarse a
lo que tiene, el avaro se desespera por
tener más, sin límite; es más miserable
cuanto más tiene: para soterrar talegas
que no disfruta, renuncia a la dignidad
o al bienestar; ese afán de perseguir lo
que no gozará nunca constituye la más
siniestra de las miserias.
La avaricia como pasión envilecedora,
iguala a la envidia. Es la pústula moral
de los corazones envejecidos.
II. ETAPAS DE DECADENCIA
La personalidad individual se constituye
por sobreposiciones sucesivas de la
experiencia. Se ha señalado una
"estratificación" del carácter; la
palabra es exacta y merece conservarse
para ulteriores desenvolvimientos. En
sus capas primitivas y fundamentales
yacen las inclinaciones recibidas
hereditariamente de los antepasados: la
"mentalidad de la especie". En las capas
medianas encuéntranse las sugestiones
educativas de la sociedad: la
"mentalidad social". En las capas
superiores florecen las variaciones y
perfeccionamientos recientes de cada
uno, los rasgos personales que no son
patrimonio colectivo: la "mentalidad
individual".
Así como en las formaciones geológicas
las sedimentaciones más profundas
contienen los fósiles más antiguos, las
primitivas bases de la personalidad
individual guardan celosamente el
capital común a la especie y a la
sociedad. Cuando los estratos
recientemente constituidos van
desapareciendo por obra de la vejez, el
psicólogo descubre, poco a poco, la
mentalidad del mediocre, del niño y del
salvaje, cuyas vulgaridades, simplezas y
atavismos reaparecen a medida que las
canas van reemplazando a los cabellos.
Inferior, mediocre o superior, todo
hombre adulto atraviesa un período
estacionario, durante el cual
perfecciona sus aptitudes adquiridas,
pero no adquiere otras nuevas. Más tarde
la inteligencia entra en su ocaso. Las
funciones del organismo empiezan a
decaer a cierta edad. Esas declinaciones
corresponden a inevitables procesos de
regresión orgánica. Las funciones
mentales, lo mismo que las otras, decaen
cuando comienzan a enmohecerse los
engranajes celulares de nuestros centros
nerviosos. Es evidente que el individuo
ignora su propio crepúsculo; ningún
viejo admite que su inteligencia haya
disminuido. El que esto escribe hoy,
creerá, probablemente, lo contrario
cuando tenga más de sesenta años. Pero
objetivamente considerado, el hecho es
indiscutible, aunque podrá haber
discrepancia para señalar límites
generales a la edad en que la vejez
desvencija nuestros resortes. Se
comprende que para esta función, como
para todas las demás del organismo, la
edad de envejecer difiere de individuo a
individuo; los sistemas orgánicos en que
se inicia la involución son distintos en
cada uno. Hay quien envejece antes por
sus órganos digestivos, circulatorios o
psíquicos; y hay quien conserva íntegras
algunas de sus funciones hasta más allá
de los límites comunes. La longevidad
mental es un accidente; no es la regla.
La vejez inequívoca es la que pone más
arrugas en el espíritu que en la frente.
La juventud no es simple cuestión de
estado civil y puede sobrevivir a alguna
cana: es un don de vida intensa,
expresiva y optimista. Muchos
adolescentes no lo tienen y algunos
viejos desbordan de él. Hay hombres que
nunca han sido jóvenes; en sus
corazones, pre maturamente agostados, no
encontraron calor las opiniones extremas
ni aliento las exageraciones románticas.
En ellos, la única precocidad es la
vejez. Hay, en cambio, espíritus de
excepción que guardan, algunas
originalidades hasta sus años últimos,
envejecidos tardíamente. Pero, en unos
antes y en otros después, despacio o de
prisa, el tiempo consuma su obra y
transforma nuestras ideas, sentimientos,
pasiones, energías.
El proceso de involución intelectual
sigue el mismo curso que el de su
organización, pero invertido. Primero
desaparece la "mentalidad individual",
más tarde la "mentalidad social", y, por
último, la "mentalidad de la especie".
La vejez comienza por hacer de todo
individuo un hombre mediocre. La mengua
mental puede, sin embargo, no detenerse
allí. Los engranajes celulares del
cerebro siguen enmoheciéndose, la
actividad de las asociaciones neuronales
se atenúa cada vez más y la obra
destructora de la decrepitud es más
profunda. Los achaques siguen
desmantelando sucesivamente las capas
del carácter, desapareciendo una tras
otra sus adquisiciones secundarias, las
que reflejan la experiencia social. El
anciano se inferioriza, es decir, vuelve
poco a poco a su primitiva mentalidad
infantil, conservando las adquisiciones
más antiguas de su personalidad, que
son, por ende, las mejor consolidadas.
Es notorio que la infancia y la senectud
se tocan; todos los idiomas consagran
esta observación en refranes harto
conocidos. Ello explica las profundas
transformaciones psíquicas de los
viejos: el cambio total de sus
sentimientos (especialmente los sociales
y altruistas), la pereza progresiva para
acometer empresas nuevas (con discreta
conservación de los hábitos consolidados
por antiguos automatismos) y la duda o
la apostasía de las ideas más personales
(para volver primero a las ideas comunes
en su medio y luego a las profesadas en
la infancia o por los antepasados).
La mejor prueba de ello que los
ignorantes suelen dictar contra la
ciencia la encontramos en los hombres de
más elevada mentalidad y de cultura
mejor disciplinada; es frecuente en
ellos, al entrar en la ancianidad, un
cambio radical de opiniones acerca de
los más altos problemas filosóficos, a
medida que decaen las aptitudes
originariamente definidas durante la
edad viril.
III. LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS
Este cuadro no es exagerado ni
esquemático. La marcha progresiva del
proceso impide advertir esa evolución en
las personas que nos rodean; es como si
una claridad se apagara tan de a poco
que pudiera llegarse a la oscuridad
absoluta sin advertir en momento alguno
la transición.
A la natural lentitud del fenómeno
agréganse las diferencias que él reviste
en cada individuo. Los que sólo habían
logrado adquirir un reflejo de la
mentalidad social, poco tienen que
perder en esta inevitable bancarrota: es
el emprobrecimiento de un pobre. Y
cuando, en plena senectud, su mentalidad
social se reduce a la mentalidad de la
especie, inferiorizándose, a nadie
sorprende ese pasaje de la pobreza a la
miseria.
En el hombre. superior, en el talento o
en el genio, se notan claramente esos
estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra
atención un antiguo millonario que
paseara a nuestro lado sus postreros
andrajos? El hombre superior deja de
serlo, se nivela. Sus ideas propias,
organizadas en el período del
perfeccionamiento, tienden a ser
reemplazadas por ideas comunes o
inferiores. El genio entiéndase bien
nunca es tardío, aunque pueda revelarse
tardíamente su fruto; las obras pensadas
en la juventud y escritas en la madurez,
pueden no mostrar decadencia, pero
siempre la revelan las obras pensadas en
la vejez misma. Leemos la segunda parte
del Fausto por respeto al autor de la
primera; no podemos salir de ello sin
recordar que "nunca segundas partes
fueron buenas", adagio inapelable si la
primera fue obra de juventud y la
segunda es fruto de la vejez. Se ha
señalado en Kant un ejemplo acabado de
esta metamorfosis psicológica. El joven
Kant, verdaderamente "crítico", había
llegado a la convicción de que los tres
grandes baluartes del misticis mo: Dios,
libertad e inmortalidad del alma, eran
insostenibles ante la razón pura; el
Kant envejecido, "dogmático", encontró,
en cambio, que esos tres fantasmas son
postulados de la "razón práctica", y,
por lo tanto, indispensables. Cuanto más
se predica la vuelta de Kant, en el
contemporáneo arreciar neokantista,
tanto más ruidosa e irreparable
preséntase la contradicción entre el
joven y el viejo Kant. El mismo Spencer,
monista como el que más, acabó por
entreabrir una puerta al dualismo con su
"incognoscible". Virchow creó en plena
juventud la patología celular, sin
sospechar que terminaría renegando sus
ideas de naturalista filósofo. Lo mismo
que él decayeron otros.
Para citar tan sólo a muertos de ayer,
hase visto a Lombroso caer en sus
últimos años en ingenuidades infantiles
explicables por su debilitamiento
mental, a punto de llorar conversando
con el alma de su madre en un trípode
espiritista. James, que en su juventud
fue portavoz de la psicología
evolucionista y biológica, acabó por
enmarañarse en especulaciones morales
que sólo él comprendió. Y, por fin,
Tolstóy, cuya juventud fue pródiga de
admirables novelas y escritos, que le
hicieron clasificar como escritor
anarquista, en los últimos años escribió
artículos adocenados que no firmaría un
gacetillero vulgar, para extinguirse en
una peregrinación mística que puso en
ridículo las horas últimas de su vida
física. La mental había terminado mucho
antes.
IV. PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ
La sensibilidad se atenúa en los viejos
y se embotan sus vías de comunicación
con el mundo que les rodea; los tejidos
se endurecen y tórnanse menos sensibles
al dolor físico. El viejo tiende a la
inercia, busca el menor esfuerzo; así
como la pereza es una vejez anticipada,
la vejez es una pereza que llega
fatalmente en cierta hora de la vida. Su
característica es una atrofia de los
elementos nobles del organismo, con
desarrollo de los inferiores; una parte
de los capilares se obstruye y amengua
el aflujo sanguíneo a los tejidos; el
peso y el volumen del sistema nervioso
central se reducen, como el de todos los
tejidos pro piamente vitales; la
musculatura fláccida impide mantener el
cuerpo erecto; los movimientos pierden
su agilidad y su precisión. En el
cerebro disminuyen las permutas
nutritivas, se alteran las
transformaciones químicas y el tejido
conjuntivo prolifera, haciendo degenerar
las células más nobles. Roto el
equilibrio de los órganos, no puede
subsistir el equilibrio de las
funciones: la disolución de la vida
intelectual y afectiva sigue ese curso
fatal perfectamente estudiado por Ribot
en el capítulo final de su psicología de
los sentimientos.
A medida que envejece, tórnase el hombre
infantil, tanto por su ineptitud
creadora como por su achicamiento moral.
Al período expansivo sucede el de
concentración; la incapacidad para el
asalto perfecciona la defensa. La
insensibilidad física se acompaña de
analgesia moral; en vez de participar
del dolor ajeno, el viejo acaba por no
sentir ni el propio; la ansiedad de
prolongar su vida parece advertirle que
una fuerte emoción puede gastar energía,
y se endurece contra el dolor como la
tortuga se retrae debajo de su caparazón
cuando presiente un peligro. Así llega a
sentir un odio oculto por todas las
fuerzas vivas que crecen y avanzan, un
sordo rencor contra todas las
primaveras.
La psicología de la vejez denuncia ideas
obsesivas absorbentes.
Todo viejo cree que los jóvenes le
desprecian y desean su muerte para
suplantarle. Traduce tal manía por
hostilidad a la juventud, considerándola
muy inferior a la de su tiempo, juicio
que extiende a las nuevas costumbres
cuando ya no puede adaptarse a ellas.
Aun en la cosas pequeñas exige la parte
más grande, contrariando toda
iniciativa, desdeñando las corazonadas y
escarneciendo los ideales, sin recordar
que en otro tiempo pensó, sintió e hizo
todo lo que ahora considera
comprometedor y detestable. ésa es la
verdadera psicología del hombre que
envejece. La edad atenúa o anula el
celo, el ardor, la aptitud para crear,
descubrir o simplemente saborear el
arte, para tener la curiosidad
despierta. Omito las rarísimas
excepciones que exigirían, cada una, un
examen particular.
Para la mayoría de los hombres, el
debilitamiento vital suprime de seguida
el gusto de esas cosas superfluas.
Señalemos, también, con la vejez, la
hostilidad decidida contra las
innovaciones: nuevas formas artísticas,
nuevos descubrimientos, nuevas maneras
de plantear o tratar problemas
científicos. El hecho es tan notorio,
que no exige pruebas.
Ordinariamente, en estética sobre todo,
cada generación reniega a la que le
sigue. La explicación común de ese
misoneísmo, es la existencia de hábitos
intelectuales ya organizados, que serían
conmovidos por un" contraste violento,
si aún existiera una capacidad de
emoción o de pasión. Esto último es lo
que falta en los viejos, por la modorra
de su vida afectiva. Agrega Ribot que a
esa disolución de los sentimientos
superiores sigue la de todos los
sentimientos altruistas y la de los
egoaltruistas, perdurando hasta el fin
los egoístas, cada vez más aislados y
predominantes en la personalidad del
viejo. Ellos mismos naufragan en la
ulterior senilidad.
Los diversos elementos del carácter
disuélvense en orden inverso al de su
.formación. Los que se han adquirido al
fin son menos activos, dejan surcos poco
persistentes, son adventicios,
incoordinados. Esto revélase en la
regresión de la memoria senil; los
fantasmas de las primeras impresiones
juveniles siguen rodando en la mente,
cuando ya han desaparecido los recuerdos
más cercanos, los del día anterior. La
falta de plasticidad hace que los nuevos
procesos psíquicos no dejen rastros, o
muy débiles, mientras los antiguos se
han grabado hondamente en materia más
sensible y sólo se borran con la
destrucción de los órganos.
Con el crecimiento de las neuronas en el
hombre joven, y su poder de crear nuevas
asociaciones, explicaría Cajal la
capacidad de adaptación del hombre y su
aptitud para cambiar sus sistemas
ideológicos; la detención de esas
funciones en los ancianos, o en los
adultos de cerebro atrofiado por la
falta de ilustración u otra causa,
permite comprender las convicciones
inmutables, la inadaptación al medio
moral y las aberraciones misoneístas. Se
concibe, igualmente, que la falta de
asociación de ideas, la torpeza
intelectual, la imbecilidad, la
demencia, puedan producirse cuando por
causas más o menos mórbidas la
articulación entre los neurones llega a
ser floja, es decir, cuando se debilitan
y se dejan de estar en contacto, o
cuando la memoria se desorganiza
parcialmente. Para formular esta
hipótesis, Cajal ha tenido dad. Se dirá
que la solución de esos problemas por
verdaderos muchachos fue una singular y
excepcional casualidad; fácil es
comprobar que ocurre lo mismo en todos
los dominios de la ciencia: la gran
mayoría de los trabajos que señalaron
horizontes nuevos fueron la obra de
jóvenes que acababan de transponer los
veinte años. No es éste el sitio para
buscar las causas y consecuencias de ese
hecho pero es útil recordarlo, pues
aunque señalado más de una vez, está muy
lejos de ser reconocido por los que se
dedican a educar la juventud. Los
trabajos de hombres jóvenes son de
carácter principalmente innovador; el
mecanismo de la instrucción pública no
debe ser obstáculo a ellos...,
permitiéndoles desde temprano
desarrollar libremente sus aptitudes en
los institutos superiores, en vez de
agotar prematuramente, como ocurre
ahora, un gran número de talentos
científicos originales". Y para que sus
conclusiones no parezcan improvisadas,
W. Ostwald las ha desenvuelto en su
último libro sobre los grandes hombres,
donde el problema del genio juvenil está
analizado con criterio experimental. Por
eso las academias suelen ser cementerios
donde se glorifica a los hombres que ya
han dejado de existir para su ciencia o
para su arte. Es natural que a ellas
lleguen los muertos o los agonizantes;
dar entrada a un joven significaría
enterrar a un vivo.
V. LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA
Será verdad lo que se afirma desde
Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y
Ostwald; pero los viejos no renunciarán
a sus protestas contra los jóvenes, ni
éstos acatarán en silencio la hegemonía
de las canas. Los viejos olvidan que
fueron jóvenes y éstos parecen ignorar
que serán viejos: el camino a recorrer
es siempre el mismo, de la originalidad
a la mediocridad, y de ésta a la
inferioridad mental.
¿Cómo sorprendernos, entonces, de que
los jóvenes revolucionarios terminen
siendo viejos conservadores? ¿Y qué de
extraño es la conversión religiosa de
los ateos llegados a la vejez? ¿Cómo
podría el hombre activo y emprendedor a
los treinta años, no ser apático y
prudente a los ochenta? ¿Cómo
asombrarnos de que la vejez nos haga
avaros, misántropos, regañones, cuando
nos va entorpeciendo paulatinamente los
sentidos y la inteligencia, como si una
mano misteriosa fuera cerrando una por
una todas las ventanas entreabiertas
frente a la realidad que nos rodea?
La ley es dura, pero es ley. Nacer y
morir son los términos inviolables de la
vida; ella nos dice con voz firme que lo
anormal no es nacer ni morir en la
plenitud de nuestras funciones. Nacemos
para crecer; envejecemos para morir.
Todo lo que la Naturaleza nos ofrece
para el crecimiento, nos lo substrae
preparando la muerte.
Sin embargo, los viejos protestan de que
no se les respete bastante, mientras los
jóvenes se desesperan por lo excesivo de
ese respeto.
La historia es de todos los tiempos.
Cicerón escribió su De Senectute con el
mismo espíritu que hoy Faguet escribe
ciertas páginas de su ensayo sobre La
Vieillese. Aquél se quejaba de que los
viejos eran poco respetados en el
imperio; éste se queja de que lo sean
menos en la democracia. Asombran las
palabras de Faguet cuando afirma que los
viejos no son escuchados, pretendiendo
ver en ello la negación de una
competencia más. Alega que en los
pueblos primitivos, como hoy entre los
salvajes, son los viejos los que
gobiernan: la gerontocracia se explica
allí, donde no hay más ciencia que la
experiencia y los viejos lo saben todo,
pues cualquier caso nuevo les resulta
conocido por haber visto muchos
similares. Dice Faguet que el libro
puesto en manos de los jóvenes, es el
enemigo de la experiencia que
monopolizan los viejos.
Y se desespera porque el viejo ha caído
en ridículo, aunque comete la
imprudencia de juzgarle con verdad: "convenons
de bonne gráce qu'il préte á cela; il
est entété, il est maniaque, il est
verbeux, il est conteur, il est ennuyeux,
il est grondeur, et son aspect est
désagréable" (Convengamos de buena fe
que se presta a eso: es obstinado, es
maniático, es verboso, es cuentista, es
fastidioso, es regañón, y su aspecto es
desagradable): ningún joven ha escrito
una silueta más sintética que esa,
incluida en su volumen sobre el culto de
la incompetencia. .Faguet opina que el
viejo está desterrado de las
mediocracias contemporáneas. Grave
error, que sólo prueba su vejez. Toda
sociedad en decadencia es propicia a la
mediocridad y enemiga de cualquier
excelencia individual; por eso a los
jóvenes originales se les cierra el
acceso al Gobierno hasta que hayan
perdido su arista propia, esperando que
la vejez los nivele, rebajándolos hasta
los modos de pensar y sentir que son
comunes a su grupo social. Por eso las
funciones directivas suelen ser
patrimonio de la edad madura; la
"opinión pública" de los pueblos, de las
clases o de los partidos, suele
encontrar en los hombres que fueron
superiores y empiezan ya a decaer, el
exponente natural de su mediocridad. En
la juventud, son considerados
peligrosos; sólo en las épocas
revolucionarias gobiernan los jóvenes;
la Revolución Francesa fue ejecutada por
ellos, lo mismo que la emancipación de
ambas Américas. El progreso es obra de
minorías ilustradas y atrevidas.
Mientras el individuo superior piensa
con su propia cabeza, no puede pensar
con la cabeza de las mayorías
conservadoras. No hay, pues, la falta de
respeto que, en sus vejeces respectivas,
señalaron Platón, Aristóteles y
Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar
que por el camino de la vejez se llega a
la mediocridad, es la aplicación simple
de una ley general que rige todos los
organismos vivos y los prepara a la
muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa
decadencia mental si estamos
acostumbrados a ver desteñirse las hojas
y deshojarse los árboles cuando el otoño
llega perseguido por el invierno?
Admiremos a los viejos por las
superioridades que hayan poseído en la
juventud. No incurramos en la simpleza
de esperar una vejez santa, heroica o
genial tras una juventud equívoca, mansa
y opaca; la vejez no pone flores donde
sólo había malezas, antes bien, siega
las excelencias con su hoz niveladora.
Los viejos representativos que ascienden
al gobierno y a las dignidades, después
de haber pasado sus mejores años en la
inercia o en orgías, en el tapete verde
o entre rameras, en la expectativa
apática o en la resignación humillada,
sin una palabra vil y sin un gesto
altivo, esquivando la lucha, temiendo a
los adversarios y renunciando los
peligros, no merecen la confianza de sus
contemporáneos ni tienen derecho a
catonizar. Sus palabras grandilocuentes
parecen pronunciadas en falsete y mueven
a risa. Los hombres de carácter elevado
no hacen a la vida la injuria de
malgastar su juventud, ni confían a la
incertidumbre de las canas la iniciación
de grandes empresas que sólo pueden
concebir las mentes frescas y realizar
los brazos viriles.
La experiencia viril complica la
tontería de los mediocres, pero puede
convertirlos en genios; la madurez
ablanda al perverso, lo torna inútil
para el mal. El diablo no sabe más por
viejo que por diablo. Si se arrepiente
no es por santidad; sino por impotencia.
CAPÍTULO VII
LA MEDIOCRACIA
I El clima de la mediocridad. - II. La
patria. - III. La política de las
piaras. - IV. Los arquetipos de la
mediocracia. - V. La aristocracia del
mérito.
I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD
En raros momentos la pasión caldea la
historia y los idealismos se exaltan:
cuando las naciones se constituyen y
cuando se renuevan.
Primero es secreta ansia de libertad,
lucha por la independencia más tarde,
luego crisis de consolidación
institucional, después vehemencia de
expansión o pujanza de energías. Los
genios pronuncian palabras definitivas;
plasman los estadistas sus planes
visionarios; ponen los héroes su corazón
en la balanza del destino. Es, empero,
fatal que los pueblos tengan largas
intercadencias de encebadamiento. La
historia no conoce un solo caso en que
altos ideales trabajen con ritmo
continuo la evolución de una raza. Hay
horas de palingenesia y las hay de
apatía, con vigilias y sueños, días y
noches, primaveras y otoños, en cuyo
alternarse infinito se divide la
continuidad del tiempo.
En ciertos períodos la nación se aduerme
dentro del país. El organismo vegeta; el
espíritu se amodorra. Los apetitos
acosan a los ideales, tornándose
dominadores y agresivos. No hay astros
en el horizonte ni oriflamas en los
campanarios. Ningún clamor de pueblo se
percibe; no resuena el eco de grandes
voces animadoras. Todos se apiñan en
torno de los manteles oficiales para
alcanzar alguna migaja de la merienda.
Es el clima de la mediocridad. Los
Estados tórnanse mediocres y se
arrastran. Conviénese en llamar
urbanidad a la hipocresía, distinción al
amaneramiento, cultura a la timidez,
tolerancia a la complicidad; la mentira
proporciona estas denominaciones
equívocas. Y los que así mienten son
enemigos de sí mismos y de la patria,
deshonrando en ella a sus padres y a sus
hijos, carcomiendo la dignidad común.
En esos paréntesis de alcornocamiento
aventúranse las mediocracias por
senderos innobles. La obsesión de
acumular tesoros materiales, o el torpe
afán de usufructuarlos en la holganza,
borra del espíritu colectivo todo rastro
de ensueño. Los países dejan de ser
patrias, cualquier ideal parece
sospechoso. Los filósofos, los sabios y
los artistas están de más; la pesadez de
la atmósfera estorba a sus alas, y dejan
de volar. Su presencia mortifica a los
traficantes, a todos los que trabajan
por lucro, a los esclavos del ahorro o
de la avaricia. Las cosas del espíritu
son despreciadas; no siéndole propicio
el clima, sus cultores son contados; no
llegan a inquietar a las mediocracias;
están proscritos dentro del país, que
mata a fuego lento sus ideales, sin
necesitar desterrarlos.
Cada hombre queda preso entre mil
sombras que lo rodean y lo paralizan.
Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo
que varía es su prestigio y su
influencia. En las épocas de exaltación
renovadora muéstranse humildes, son
tolerados; nadie los nota, no osan
inmiscuirse en nada.
Cuando se entibian los ideales y se
reemplaza lo cualitativo por lo
cuantitativo, se empieza a contar con
ellos. Apercíbense entonces de su
número, se mancornan en grupos, se
arrebañan en partidos. Crece su
influencia en la justa medida en que el
clima se atempera; el sabio es igualado
al analfabeto, el rebelde al lacayo, el
poeta al prestamista. La mediocridad se
condensa, conviértese en sistema, es
incontrastable.
Encúmbranse gañanes, pues no florecen
genios: las creaciones y las profecías
son imposibles si no están en el alma de
la época. La aspiración de lo mejor no
es privilegio de todas las generaciones.
Tras una que ha realizado un gran
esfuerzo, arrastrada o conmovida por un
genio, la siguiente descansa y se dedica
a vivir de glorias pasadas,
conmemorándose sin fe; las facciones
dispútanse los manejos administrativos,
compitiendo en manosear todos los
ensueños. La mengua de éstos se disfraza
con exceso de pompa y de palabras;
acállase cualquier protesta dando
participación en los festines; se
proclaman las mejores intenciones y se
practican bajezas abominables; se miente
el arte; se miente la justicia; se
miente el carácter. Todo se miente con
la anuencia de todos; cada hombre pone
precio a su complicidad, un precio
razonable que oscila entre un empleo y
una decoración.
Los gobernantes no crean tal estado de
cosas y de espíritus: lo representan.
Cuando las naciones dan en bajíos,
alguna facción se apodera del engranaje
constituido o reformado por hombres
geniales.
Florecen legisladores, pululan
archivistas, cuéntanse los funcionarios
por legiones: las leyes se multiplican,
sin reforzar por ello su eficacia.
Las ciencias conviértense en mecanismos
oficiales, en institutos y academias
donde jamás brota el genio y al talento
mismo se le impide que brille: su
presencia humillaría con la fuerza del
contraste. Las artes tórnanse industrias
patrocinadas por el Estado, reaccionario
en sus gustos y adverso a toda previsión
de nuevos ritmos o de nuevas formas; la
imaginación de artistas y poetas parece
aguzarse en descubrir las grietas del
presupuesto y filtrarse por ellas. En
tales épocas los astros no surgen.
Huelgan: la sociedad no los necesita;
bástale su cohorte de funcionarios. El
nivel de los gobernantes desciende hasta
marcar el cero; la mediocracia es una
confabulación de los ceros contra las
unidades. Cien políticos torpes juntos,
no valen un estadista genial.
Sumad diez ceros, cien, mil, todos los
de las matemáticas y no tendréis
cantidad alguna, siquiera negativa. Los
políticos sin ideal marcan el cero
absoluto en el termómetro de la
historia, conservándose limpios de
infamia y de virtud, equidistantes de
Nerón y de Marco Aurelio.
Una apatía conservadora caracteriza a
esos períodos; entibiase la ansiedad de
las cosas elevadas, prosperando a su
contra el afán de los suntuosos
formulismos. Los gobernantes que no
piensan parecen prudentes; los que nada
hacen titúlanse reposados; los que no
roban resultan ejemplares. El concepto
del mérito se torna negativo: las
sombras son preferibles a los hombres.
Se busca lo originariamente mediocre o
lo mediocrizado por la senilidad. En vez
de héroes, genios o santos, se reclama
discretos administradores. Pero el
estadista, el filósofo, el poeta, los
que realizan, predican y cantan alguna
parte de un ideal están ausentes. Nada
tienen que hacer.
La tiranía del clima es absoluta:
nivelarse o sucumbir. La regla conoce
pocas expresiones en la historia. Las
mediocracias negaron siempre las
virtudes, las bellezas, las grandezas,
dieron el veneno a Sócrates, el leño a
Cristo, el puñal a César, el destierro a
Dante, la cárcel a Galileo, el fuego a
Bruno; y mientras escarnecían a esos
hombres ejemplares, aplastándolos con su
saña o armando contra ellos algún brazo
enloquecido, ofrecían su servidumbre a
gobernantes imbéciles o ponían su hombro
para sostener las más torpes tiranías. A
un precio: que éstas garantizaran a las
clases hartas la tranquilidad necesaria
para usufructuar sus privilegios.
En esas épocas del lenocinio la
autoridad es fácil de ejercitar: las
cortes se pueblan de serviles, de
retóricos que parlotean pane lucrando,
de aspirantes a algún bajalato, de
pulchinelas en cuyas conciencias está
siempre colgando el albarán ignominioso.
Las mediocracias apuntálanse en los
apetitos de los que ansían vivir de
ellas y en el miedo de los que temen
perder la pitanza. La indignidad civil
es ley en esos climas.
Todo hombre declina su personalidad al
convertirse en funcionario: no lleva
visible la cadena al pie, como el
esclavo, pero la arrastra ocultamente,
amarrada en su intestino. Ciudadanos de
una patria son los capaces de vivir por
su esfuerzo, sin la cebada oficial.
Cuando todo se sacrifica a ésta,
sobreponiendo los apetitos a las
aspiraciones, el sentido moral se
degrada y la decadencia se aproxima. En
vano se busca remedios en la
glorificación del pasado. De ese
atafagamiento los pueblos no despiertan
loando lo que fue, sino sembrando el
porvenir.
II. LA PATRIA
Los países son expresiones geográficas y
los Estados son formas de equilibrio
político. Una patria es mucho más y es
otra cosa: sincronismo de espíritus y de
corazones, temple uniforme para el
esfuerzo y homogénea disposición para el
sacrificio, simultaneidad en la aspira
ción de la grandeza, en el pudor de la
humillación y en el deseo de la gloria.
Cuando falta esa comunidad de
esperanzas, no hay patria, no puede
haberla: hay que tener ensueños comunes,
anhelar juntos grandes cosas y sentirse
decididos a realizarlas, con la
seguridad de que al marchar todos en pos
de un ideal, ninguno se quedará en mitad
del camino contando sus talegas. La
patria está implícita en la solidaridad
sentimental de una raza y no en la
confabulación de los politiquistas que
medran a su sombra.
No basta acumular riquezas para crear
una patria: Cartago no lo fue. Era una
empresa. Las áureas minas, las
industrias afiebradas y las lluvias
generosas hacen de cualquier país un
rico emporio: se necesitan ideales de
cultura para que en él haya una patria.
Se rebaja el valor de este concepto
cuando se lo aplica a países que carecen
de unidad moral, más parecidos a
factorías de logreros autóctonos o
exóticos que a legiones de soñadores
cuyo ideal parezca un arco tendido hacia
un objetivo de dignificación común.
La patria tiene intermitencias: su
unidad moral desaparece en ciertas
épocas de rebajamiento, cuando se
eclipsa todo afán de cultura y se
enseñorean viles apetitos de mando y de
enriquecimiento. Y el remedio contra esa
crisis de chatura no está en el
fetichismo del pasado, sino en la
siembra del porvenir, concurriendo a
crear un nuevo ambiente moral propicio a
toda culminación de la virtud, del
ingenio y del carácter.
Cuando no hay patria no puede haber
sentimiento colectivo de la nacionalidad
inconfundible con la mentira patriótica
explotada en todos los países por los
mercaderes y los militaristas. Sólo es
posible en la medida que marca el ritmo
unísono de los corazones para un noble
perfeccionamiento y nunca para una
innoble agresividad que hiera el mismo
sentimiento de otras nacionalidades.
No hay manera más baja de amar a la
patria que odiando a las patrias de los
otros hombres, como si todas no fuesen
igualmente dignas de engendrar en sus
hijos iguales sentimientos. El
patriotismo debe ser emulación colectiva
para que la propia nación ascienda a las
virtudes de que dan ejemplo otras
mejores; nunca debe ser envidia
colectiva que haga sufrir de la ajena
superioridad y mueva a desear el
alejamiento de los otros hasta el propio
nivel. Cada Patria es un elemento de la
Humanidad; el anhelo de la dignificación
nacional debe ser un aspecto de nuestra
fe en la dignificación humana. Asciende
cada raza a su más alto nivel, como
Patria, y por el esfuerzo de todos
remontará el nivel de la especie, como
Humanidad.
Mientras un país no es patria, sus
habitantes no constituyen una nación. El
celo de la nacionalidad sólo existe en
los que se sienten acomunados para
perseguir el mismo ideal. Por eso es más
hondo y pujante en las mentes
conspicuas; las naciones más homogéneas
son las que cuentan hombres capaces de
sentirlo y servirlo. La exigua capacidad
de ideales impide a los espíritus bastos
ver en el patrimonio un alto ideal: los
tránsfugas de la moral, ajenos a la
sociedad en que viven, no pueden
concebirlo; los esclavos y los siervos
tienen, apenas, un país natal. Sólo el
hombre digno y libre puede tener una
patria.
Puede tenerla; no la tiene siempre, pues
tiempos hay en que sólo existe en la
imaginación de pocos: uno, diez, acaso
algún centenar de elegidos. Ella está
entonces en ese punto ideal donde
converge la aspiración de los mejores,
de cuantos la sienten sin medrar de
oficio a horcajadas de la política. En
esos pocos está la nacionalidad y vibra
en ellos; mantiénense ajenos a su afán
los millones de habitantes que comen y
lucran en el país.
El sentimiento enaltecedor nace en
muchos soñadores jóvenes, pero permanece
rudimentario o se distrae en la
apetencia común; en pocos elegidos llega
a ser dominante, anteponiéndose a
pequeñas tentaciones de piara o de
cofradía. Cuando los intereses venales
se sobreponen al ideal de los espíritus
cultos, que constituyen el alma de una
nación, el sentimiento nacional degenera
y se corrompe: la patria es explotada
como una industria. Cuando se vive
hartando groseros apetitos y nadie
piensa que en el canto de un poeta o la
reflexión de un filósofo puede estar una
partícula de la gloria común, la nación
se abisma. Los ciudadanos vuelven a la,
condición de habitantes. La patria a la
de país.
Eso ocurre periódicamente: como si la
nación necesitara parpadear en su mirada
hacia el porvenir. Todo se tuerce y
abaja, desapareciendo la molicie
individual en la común: diríase que en
la culpa colectiva se esfuma la
responsabilidad de cada uno. Cuando el
conjunto se dobla, como en el harquinazo
de un buque, parece, por relatividad,
que ninguna cosa se doblará. Sólo el que
se levanta y mira desde otro plano a los
que navegan, advierte su descenso, como
si frente a ellos fuese un punto
inmóvil: un faro en la costa.
Cuando las miserias morales asolan a un
país, culpa es de todos los que por
falta de cultura y de ideal no han
sabido amarlo como patria: de todos los
que vivieron de ella sin trabajar para
ella.
III. LA POLITICA DE LAS PIARAS
Causa honda de esa contaminación general
es, en nuestra época, la degeneración
del sistema parlamentario: todas las
formas adocenadas de parlamentarismo.
Antes presumíase que para gobernar se
requería cierta ciencia y arte de
aplicarla; ahora se ha convenido que Gil
Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros
inapelables de esa ciencia y de ese
arte.
La política se degrada, conviértese en
profesión. En los pueblos sin ideales,
los espíritus subalternos medran con
torpes intrigas de antecámara. En la
bajamar sube lo rahez y se acorchan los
traficantes.
Toda excelencia desaparece, eclipsada
por la domesticidad. Se instaura una
moral hostil a la firmeza y propicia al
relajamiento. El gobierno va a manos de
gentualla que abocada el presupuesto.
Abájanse los adarves y álzanse los
muladares. El lauredal se agosta y los
cardizales se multiplican.
Los palaciegos se frotan con los
malandrines. Progresan funámbulos y
volatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie
sueña, donde todos tragan.
Lo que antes era signo de infamia o
cobardía, tórnase título de astucia; lo
que otrora mataba, ahora vivifica, como
si hubiera una aclimatación al ridículo;
sombras envilecidas se levantan y
parecen hom quila: un hombre de negocios
está siempre con la mayoría. Apoya a
todos los Gobiernos.
Los serviles merodean por los Congresos
en virtud de la flexibilidad de sus
espinazos. Lacayos de un grande hombre,
o instrumentos ciegos de su piara, no
osan discutir la jefatura del uno o las
consignas de la otra. No se les pide
talento, elocuencia o probidad: basta
con la certeza de su panurguismo. Viven
de luz ajena, satélites sin color y sin
pensamientos, uncidos al carro de su
cacique, dispuestos siempre a batir
palmas cuando él habla y a ponerse de
pie llegada la hora de una votación.
En ciertas democracias novicias, que
parecen llamarse repúblicas por burla,
los Congresos hormiguean de mansos
protegidos de las oligarquías
dominantes. Medran piaras sumisas,
serviles, incondicionales, afeminadas:
las mayorías miran al porquero esperando
una guiñada o una seña. Si alguno se
aparta está perdido; los que se rebelan
están proscritos sin apelación.
Hay casos aislados de ingenio y de
carácter, soñadores de algún apostolado
o representantes de anhelos indomables;
si el tiempo no los domestica, ellos
sirven a los demás, justificándolos con
su presencia, aquilatándolos. Es de
ilusos creer que el mérito abre las
puertas de los Parlamentos envilecidos.
Los partidos o el Gobierno en su nombre
operan una selección entre sus miembros,
a expensas del mérito o en favor de la
intriga. Un soberano cuantitativo y sin
ideales prefiere candidatos que tengan
su misma complexión moral: por simpatía
y por conveniencia.
Las más abstrusas fórmulas de la química
orgánica parecen balbuceos infantiles
frente a las vueltacaras del Parlamento
mediocre. El desprecio de los hombres
probos no lo amedrenta jamás. Confía en
que el bajo nivel del representante
apruebe la insensatez del representado.
Por eso ciertos hombres inservibles se
adaptan maravillosamente a los
desiderata del sufragio universal; la
grey se prosterna ante los fetiches más
huecos y los rellena con su alambicada
tontería.
Los cómplices, grandes o pequeños,
aspiran a convertirse en funcionarios.
La burocracia es una convergencia de
voracidades en acecho. Desde que se
inventaron los Derechos del hombre todo
imbécil los sabe de memoria para
explotarlos, como si la igualdad ante la
ley implicara una equivalencia de
aptitudes. Ese afán de vivir a expensas
del Estado rebaja la dignidad. Cada
elector que cruza las calles, de prisa,
preocupado, a pie, en automóvil, de
blusa, enguantado, joven, maduro, a
cualquier hora, podéis asegurar que está
domesticándose, envileciéndose: busca
una recomendación o la lleva en su
faltriquera.
El funcionario crece en las modernas
burocracias. Otrora, cuando fue
necesario delegar parte de sus
funciones, los monarcas elegían a
hombres de mérito, experiencia y
fidelidad. Pertenecían casi todos a la
casta feudal; los grandes cargos la
vinculaban a la causa del señor.
Junto a ésa, formábanse pequeñas
burocracias locales. Creciendo las
instituciones de gobierno el
funcionarismo creció, llegando a ser una
clase, una rama nueva de las oligarquías
dominantes. Para impedir que fuese
altiva, la reglamentaron, quitándole
toda iniciativa y ahogándola en la
rutina. A su afán de mando se opuso una
sumisión exagerada. La pequeña
burocracia no varía; la grande, que es
su llave, cambia con la piara que
gobierna. Con el sistema parlamentario
se la esclavizó por partida doble: del
ejecutivo y del legislativo. Ese juego
de influencias bilaterales converge a
empequeñecer la dignidad de los
funcionarios.
El mérito queda excluido en absoluto;
basta la influencia. Con ella se
asciende por caminos equívocos. La
característica del zafio es creerse apto
para todo, como si la buena intención
salvara la incompetencia. Flaubert ha
contado en páginas eternas la historia
de dos mediocres que ensayan lo
ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen
bien, pero a nada renuncian. Ellos
pueblan las mediocracias; son
funcionarios de cualquier función,
creyéndose órganos valederos para las
más contradictorias fisiologías.
Consecuencias inmediatas del
funcionarismo son la servilidad y la
adulación. Existen desde que hubo
poderosos y favoritos.
Bajo cien formas se observa la primera,
implícita en la desigualdad humana:
donde hubo hombres diferentes algunos
fueron dignos y otros domésticos.
El excesivo comedimiento y la afectación
de agradar al amo engendran esas
carcomas del carácter. No son delitos
ante las leyes, ni vicios para la moral
de ciertas épocas: son compatibles con
la "honestidad". Pero no con la
"virtud".
La sensibilidad a los elogios es
legítima en sus orígenes. Ellos son una
medida indirecta del mérito; se fundan
en la estimación, el reconocimiento, la
amistad, la simpatía o el amor. El
elogio sincero y desinteresado no rebaja
a quien lo otorga ni ofende a quien lo
recibe, aun cuando es injusto; puede ser
un error, no es una indignidad. La
adulación lo es siempre: es desleal e
interesada. El deseo de la privanza
induce a complacer a los poderosos; la
conducta del adulón mira a eso y todo le
sacrifica su ánimo servil. Su
inteligencia sólo se aguza para oliscar
el deseo del amo. Subordina sus gustos a
los de su dueño, pensando y sintiendo
como él lo ordena: su personalidad no
está abolida, pero poco falta. Pertenece
a la raza de los "cobardes felices",
como los bautizó Leconte de Lisle. La
adulación es una injusticia. Engaña, Es
despreciable siempre el adulón, aun
cuando lo hace por una especie de
benevolencia vulgar o por el deseo de
agradar a cualquier precio. Racine, en
Fedra, lo creyó un castigo divino:
Détéstables flatteurs, présent le plus
funeste Que puisse aire aux rois la
cólere celeste (Detestables aduladores,
presente el más funesto que pueda hacer
a los reyes la cólera celeste). No sólo
se adula a reyes y poderosos; también se
adula al pueblo.
Hay miserables afanes de popularidad,
más denigrantes que el servilismo.
Para obtener el favor cuantitativo de
las turbas, puede mentírseles bajas
alabanzas disfrazadas de ideal; más
cobardes porque se dirigen a pleibes que
no saben descubrir el embuste. Halagar a
los ignorantes y merecer su aplauso,
hablándoles sin cesar de sus derechos,
jamás de sus deberes, es el postrer
renunciamiento ala propia dignidad. En
los climas mediocres, mientras las masas
siguen a los charlatanes, los
gobernantes prestan oídos a los
quitamotas. Los vanidosos viven
fascinados por la sirena que los arrulla
sin cesar, acariciando su sombra;
pierden todo criterio para juzgar sus
propios actos y los ajenos; la intriga
los aprisiona; la adulación de los
serviles los arrastra a cometer
ignominias, como esas mujeres que
alardean su hermosura y acaban por
prestarla a quienes las corrompen con
elogios desmedidos.
El verdadero mérito es desconcertado por
la adulación: tiene su orgullo y su
pudor, como la castidad. Los grandes
hombres dicen de sí, naturalmente,
elogios que en labios ajenos los harían
sonrojar; las grandes sombras gozan
oyendo las alabanzas que temen no
merecer. Las mediocracias fomentan ese
vicio de siervos. Todo el que piensa con
cabeza propia, o tiene un corazón
altivo, se aparta del tremedal donde
prosperan los envilecidos. "El hombre
excelente escribió La Bruyére no puede
adular; cree que su presencia importuna
en las cortes, como si su virtud o su
talento fuesen un reproche a los que
gobiernan". Y de su apartamiento se
aprovechan los que palidecen ante sus
méritos como si existiera una perfecta
compensación entre la ineptitud y el
rango, entre las domesticidades y los
avanzamientos. De tiempo en tiempo
alguno de los mejores se yergue entre
todos y dice la verdad, como sabe y como
puede, para que no se extinga ni se
subvierta, transmitiéndola al porvenir.
Es la virtud cívica: lo innoble es
calificado con justeza; a fuerza de
velar los nombres acabaría por perderse
en los espíritus la noción de las cosas
indignas. Los Tartufos, enemigos de toda
luz estelar y de toda palabra sonora,
persígnanse ante el herético que
devuelve sus nombres a las cosas. Si
dependiera de ellos la sociedad se
transformaría en una cueva de mudos,
cuyo silencio no interrumpiese ningún
clamor vehemente y cuya sombra no
rasgara el resplandor de ningún astro.
Todo idealista ha leído con lírica
emoción las tres historias admirables
que cuenta Vigny en su Stello
imperecedero. Tener un ideal es crimen
que vio perdonan las mediocracias. Muere
Gilbert, muere Chatterton, muere Andrés
Chenier. Los tres son asesinados por los
Gobiernos, con arma distinta según los
regímenes. El idealista es in molado en
los imperios absolutos lo mismo que en
las monarquías constitucionales y en las
repúblicas burguesas.
Quien vive para un ideal no puede servir
a ninguna mediocracia. Todo conspira en
ella para que el pensador, el filósofo y
el artista se desvíen de su ruta; y
¡guay! cuando se apartan de ésta la
pierden para siempre. Temen por eso la
politiquería, sabiendo que es el
Walhalla de los mediocres. En su red
pueden caer prisioneros.
Pero cuando reina otro clima y el
destino los lleva al poder, gobiernan
contra los serviles y los rutinarios;
rompen la monotonía de la historia. Sus
enemigos lo saben; nunca un genio ha
sido encumbrado por una mediocracia.
Llegan contra ella, a pesar suyo, a
desmantelarla, cuando se prepara un
porvenir.
IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA
Los prohombres de las mediocracias
equidistan del bárbaro legendario o
Sarmiento. El genio crea instituciones y
el bárbaro las viola: los mediocres las
respetan, impotentes para forjar o
destruir. Esquivos a la gloria y
rebeldes a la infamia, se les reconoce
por una circunstancia inequívoca: sus
cubicularios no osan llamarlos genios
por temor al ridículo y sus adversarios
no podrían sentarlos en cáncana de
imbéciles sin flagrante injusticia. Son
perfectos en su clima: sosláyanse en la
historia a merced de cien complicidades
y conjugan en su persona todos los
atributos del ambiente que los repuja.
Amerengados por equívocas jerarquías
militares, por opacos títulos
universitarios o por la almidonada
improvisación de alcurnias advenedizas,
acicalan en su espíritu las rutinas y
prejuicios que acorchan las creederas de
la mediocridad dominante. Son pasicortos
siempre; su marcha no puede en momento
alguno compararse al vuelo de un cóndor
ni a la reptación de una serpiente.
Todas las piaras inflan algún ejemplar
predestinado a posibles culminaciones.
Seleccionan el acabado prototipo entre
los que comparten sus pasiones o sus
voracidades, sus fanatismos o sus
vicios, sus prudencias o sus
hipocresías. No son privilegio de tal
casta o partido: su liviandad alcornocal
flota en todas las ciénagas políticas.
Piensan con la cabeza de algún rebaño y
sienten con su corazón. Productos de su
clima, son irresponsables: ayer de su
oquedad, hoy de su preeminencia, mañana
de su ocaso. Juguetes, siempre, de
ajenas voluntades.
Entre ellos eligen las repúblicas sus
presidentes, buscan los tiranos sus
favoritos, nombran los reyes sus
ministros, entresacan los parlamentarios
sus gabinetes. Bajo todos los regímenes:
en las monarquías absolutas y en las
repúblicas oligárquicas. Siempre que
desciende la temperatura espiritual de
una raza, de un pueblo o de una clase,
encuentran propicio clima los obtusos y
los seniles. Las mediocracias evitan las
cumbres de los abismos. Intranquilas
bajo el sol meridiano y timoratas en la
noche, buscan sus arquetipos en la
penumbra. Temen la originalidad y la
juventud; adoran a los que nunca podrán
volar o tienen ya las alas enmohecidas.
Adventicias jaurías de mediocres,
vinculadas por la traílla de comunes
apetitos, osan llamarse partidos. Rumian
un credo, fingen un ideal, atalajan
fantasmas consulares y reclutan una
hueste de lacayos.
Eso basta para disputar a codo limpio el
acaparamiento de las prebendas
gubernamentales. Cada grey elabora ; u
mentira, erigiéndola en dogma infalible.
Los tunantes suman esfuerzos para
enaltecer la prohombría de su fantasma:
llamase lirismo a su ineptitud, decoro a
su vanidad, ponderación a su pereza,
prudencia a su impotencia, distracción a
sus vicios, liberalidad a su briba,
sazón a su marchitez. La hora los
favorece: las sombras se alargan cuanto
más avanza el crepúsculo.
En cierto momento la ilusión ciega a
muchos, acallando toda veraz disidencia.
La irresponsabilidad colectiva borra la
cuota individual del yerro: nadie se
sonroja cuando todas las mejillas pueden
reclamar su parte en la vergüenza común.
De esas baraúndas salen a flote unos u
otros arquetipos, aunque no siempre los
menos inservibles.
Viven durante años en acecho; escúdanse
en rencores políticos o en prestigios
mundanos, echándolos como agraz en el
ojo de los inexpertos.
Mientras yacen aletargados por
irredimibles ineptitudes, simúlanse
proscritos por misteriosos méritos.
Claman contra los abusos del poder,
aspirando a cometerlos en beneficio
propio. En la mala racha, los facciosos
siguen oropelándose mutuamente, sin que
la resignación al ayuno disminuya la
magnitud de sus apetitos. Esperan su
turno, mansos bajo el torniquete. Se
repiten la máxima de De Maistre: "Savoir
attendre et le grand moyen de parvenir"
("Saber esperar es el gran medio para
llegar".).
La paciente expectativa converge a la
culminación de los menos inquietantes.
Rara vez un hombre superior los
apandilla con muñeca vigorosa,
convirtiéndolos en comparsa que medra a
su sombra; cuando les falta ese
denominador absoluto, desorbítanse como
asteroides de un sistema planetario cuyo
sol se extingue. Todos se confabulan
entonces en tácita transacción,
prestando su hombro a los que pueden
aguantar más alabanzas en justa
equivalencia de méritos antiguos El
grupo los infla con solidaridad de
logia; cada cómplice conviértese en una
hebra de la telaraña tendida para captar
el gobierno.
Compréndese la arrevesada selección de
las facciones oligárquicas y el pomposo
envanecimiento del mediocre que ellas
consagran.
Sus encomiastas, empeñados en
purificarlo de toda mancha pecaminosa,
intentan obstruir la verdad llamando
romanticismo a su reiterada
incompetencia para todas las empresas.
Otros llaman orgullo a su vanidad e
idealismo a su acidia; pero el tiempo
disipa el equívoco, devolviendo su
nombre a esos dos vicios arracimados en
un mismo tronco: el orgullo es
compatible con el idealismo, pero el
primero es la síntesis de la vanidad y
el segundo lo es de la acidia.
Repujados los prohombres de hojalatería,
sus cómplices acaban de azogarles con
demulcentes crisopeyas. Sus lacras
llegan a parecer coqueterías, como las
arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos
árbitros del orden y de la virtud,
declaran prescritas sus viejas pústulas;
incondicionalismo para con los regímenes
más turbios, intérlopes pasiones de
garito, ridículos infortunios de
donjuanismo epigramático. Los labios de
los adulones abrévanse en aquella agua
del, Leteo que borra la memoria del
pasado; no advierten que después de
chapalear una vida entera en el vicio,
todo puritanismo huele a bencina, como
los guantes que pasan por el limpiador.
Donde medran oligarquías bajo disfraces
democráticos prosperan esos pavorreales
apampanados, tensos por la vanidad: un
travieso los desinflaría si los pinchase
al pasar, descubriendo la nada absoluta
que retoza en su interior. Vacuo no
significa alígero.
Nunca fue la tontería cartabón de
santidad. Sin sangre de hienas, que han
menester los tiranos, tampoco tiénenla
de águilas, propia de iluminados; corre
en sus venas una linfa tontivana, propia
en estirpe de pavos y quintaesenciada en
el real, simbólica ave que suma
candorosamente la zoncería y la
fatuidad. Son termómetros morales de
cierta época: cuando la mediocracia
encuba pollipavos no tienen atmósfera
los aguiluchos. La resignada pasividad
explica ciertas culminaciones: el
porvenir de algunos arquetipos estriba
en ser admirados en contra de otros.
Huyen para agrandarse. Con muchos
lustros de andar a la birlonga no borran
sus culpas; en su paso descúbrese una
inveterada pusilanimidad que rehúye
escaramuzas con enemigos que les han
humillado hasta sangrar. No puede haber
virtud sin gallardía; no la demuestra
quien esquiva con temblorosos
alejamientos la batalla por tantos años
ofrecida a su dignidad. Ese
acoquinamiento no es, por cierto, el
clásico valor gauchesco de los coroneles
americanos; ni se parece al esto del
león agazapado para pegar mejor el
salto. Ellos vagamundean con el "don de
espera del batracio oportunista", de que
habla Ramos Mejía. El hombre digno puede
enmudecer cuando recibe una herida,
temiendo acaso que su desdén exceda a la
ofensa; pero llega su sentencia, y llega
en estilo nunca usado para adular ni
para pedir, más hiriente que cien
espadas. Cada verbo es una flecha cuyo
alcance finca en la elasticidad del
arco: la tensión moral de la dignidad. Y
el tiempo no borra una sílaba de lo que
así se habla.
Los arquetipos suelen interrumpir sus
humillados silencios con innocuas
pirotecnias verbales; de tarde en tarde
los cómplices pregonan alguna misteriosa
lucubración tartamudeada, o no, ante
asambleas que ciertamente no la
escucharon. Ellos no atinan a sostener
la reputación con que los exornan:
desertan el Parlamento el día mismo en
que los eligen, como si temieran ponerse
en descubierto y comprometer a los
empresarios de su fama.
Complétase la inflazón de estos
aerostatos confiándoles subalternas
diplomacias de festival, en cuya
aparatosidad suntuaria pavonean sus
huecas vanidades. Sus cómplices
adivínanles algún talento diplomático o
perspicacia internacionalista, hasta
complicarles en lustrosas canonjías
donde se apagan en tibias penumbras,
junto al resplandecer de sus
colaboradores más antiguos. Nunca
desalentadas, las oligarquías siguen
mimando a estos engendros, con la
esperanza de que acertarán un golpe en
el clavo después de afirmar cien en la
herradura. Ungidos emisarios ante una
nación hermana, su casuística de
sacristía envenena hondos afectos, como
si por arte de encantamiento germinaran
cizañas inextinguibles en los corazones
de los pueblos.
Archiveros y papelistas se confabulan
para encelar el fervor de los ingenuos y
captar la confianza de los rutinarios.
Plutarquillos bien rentados transforman
en miel su acíbar, quintaesenciando en
alabanzas sus vinagres más crónicos,
como si hipotecaran su ingenio
descontando prebendas futuras. Rellenan
con vanos artilugios la oquedad del
tonto, sin sospechar la insuficiencia de
la tramoya. Ni el pavo parece águila ni
corcel la nula: se les reconoce al
pasar, viendo su moco eréctil u oyendo
el chacoloteo de su herradura.
Su gravitación negativa seduce a los
caracteres domesticados: no piensan, no
roban, no oprimen, no sueñan, no
asesinan, no faltan a misa, ¿qué más?
Cuando las facciones forjan al Fénix, lo
encumbran como su símbolo perfecto.
Poseen cosméticos para sus fisonomías
arrugadas: la grandílocua rancidez de
programas a cuyo pie buscaríase de
inmediato la firma de Bertoldo, si los
vastos soponcios no traslucieran
prudentes reticencias de Tartufo. Es
preferible que estén cuajados de
vulgaridades y escritos en pésimo
estilo; gustan más a la clientela.
Un programa abstracto es perfecto:
parece idealista y no lastima las ideas
que cree tener cada cómplice. De cada
cien, noventa y nueve mienten lo mismo:
la grandeza del país, los sagrados
principios democráticos, los intereses
del pueblo, los derechos del ciudadano,
la moralidad administrativa. Todo ello,
si no es desvergüenza consuetudinaria,
resulta de una tontería enternecedora:
simula decir mucho y no significa nada.
El miedo a las ideas concretas ocúltase
bajo el antifaz de las vaguedades
cívicas.
No se avergüenzan de escalar el poder a
horcajadas sobre la ignominia.
Obtemperan a toda villanía que converja
a su objeto: cuando hablan de civismo su
aliento apesta al pantano originario. Su
moral encubre el vicio, por el simple
hecho de usufructuarlo. Empujados por
torcidos caminos, siguen sembrando en
los mismos surcos. Para aprovechar a los
indignos han tenido que humillárseles
mansamente; los honores que no se
conquistan hay que pagarlos con
abajamientos. "No puede ser virtuoso el
engendrado en un vientre impuro", dicen
las Escrituras; los que se encumbran
cerrando los ojos e implicándose en
mañas de estercolero, sufriendo los
manoseos de los majagranzas, mintiéndose
a sí mismos para hartar la acucia de
toda una vida, no pueden redimirse del
pecado original aunque, Faustos
insubordinados, pretendan escapar al
maleficio de sus Mefistófeles. El pueblo
los ignora; está separado de ellos por
el celo de las facciones. Para
prevenirse de achaques indiscretos
retráense de la circulación: como si de
cerca no resistieran al cateo elle los
curiosos. Mantiénense ajenos a todo
estremecimiento de raza. En ciertas
horas las turbas pueden ser sus
cómplices: el pueblo nunca. No podría
serlo; en las mediocracias desaparece.
Diríase que consiente porque no existe,
substituido por cohortes que medran.
Depositarios del alma de las naciones,
los pueblos son entidades espirituales
inconfundibles con los partidos. No
basta ser multitud para ser pueblo: no
lo sería la unanimidad de los servilos.
El pueblo encarna la conciencia misma de
los destinos futuros de una nación o de
una raza. Aparece en los países que un
ideal convierte en naciones y reside en
la convergencia moral de los que sienten
la patria más alta que las oligarquías y
las sectas. El pueblo antítesis de todos
los partidos no se cuenta por números.
Está donde un solo hombre no se complica
en el abellacamiento común; frente a las
huestes domesticadas o fanáticas ese
único hombre libre, él solo, es todo:
Pueblo y Nación y Raza y Humanidad.
Los arquetipos de la mediocracia pasan
por la historia con la pompa superficial
de fugitivas sombras chinescas. Jamás
llega a sus oídos un insulto o una loa,
nunca se les dice "héroes" o "tiranos";
en la fantasía popular despiertan un eco
uniforme, que en todas partes se repite:
"¡el pavo!", en una síntesis más
definitiva que una lápida. Su trinomio
psicológico es simple: vanidad,
impotencia y favoritismo.
Viven de aspavientos, que sólo atañen a
las formas. La austera sobriedad del
gesto es atributo de los hombres; la
suntuosidad de las apariencias es
galardón de las sombras. Después de
incubar sus ansias, temblorosos de
humildad ante sus cómplices, nublándose
de humos y empavésanse de defatuidades;
olvidan que envanecerse de un rango es
confesarse inferior a él. Acumulan
rumbosos artificios para alucinar las
imaginaciones domésticas; rodéanse de
lacayos, adoptan pleonásticas
nomenclaturas, centuplican los
expedientes, pavonéanse en trenes
lujoso:, navegan en complicados
bucentauros, sueñan con recepciones
allende los océanos. Ofrecen ambos
flancos a la risueña ironía ele los
burlones, poniendo en todo cierta
fastuosidad de segunda mano, que
recuerda las cortes y señorías de
opereta. Su énfasis melodramático
cuadraría a personajes de Hugo y haría
cosquillas al egotismo volteriano de
Stendhal.
En su adonismo contemplativo no cabe la
ambición, que es enérgico esfuerzo por
acrecentar en obras los propios méritos.
El ambicioso quiere ascender, hasta
donde sus propias alas puedan
levantarlo; el vanidoso cree encontrarse
ya en las supremas cumbres codiciadas
por los demás. La ambición es bella
entre todas las pasiones, mientras la
vanidad no la envilece; por eso es
respetable en los genios y ridícula en
los tontos.
Empavónanse de permanentes
altisonancias. Sospechan que existen
ideales y se fingen sus sostenedores;
incurren en los más conformes a la moral
de su mediocracia. Sospechan la verdad,
a veces, porque ella entra en todas
partes, más sutil que la adulación; pero
la mutilan, la atenúan, la corrompen,
con acomodaciones, con muletas, con
remiendos que disfrazan. En ciertos
casos, la verdad puede más que ellos;
salta a la vista a pesar suyo y es su
castigo. Se paramentan de buenas
intenciones cuando menos fuerzas van
teniendo para convertirlas en actos; la
innata pavada se trasunta en sus
parloteos puritanos.
Tórnase cómica la ineptitud en su
disfraz de idealismo; son deleznables
los vagos principios que aplican a
compás de oportunistas conveniencias.
El tiempo descubre a los que tienen la
moral en piezas, para mostrarla, aunque
de su paño jamás corten un traje para
cubrir su mediocridad.
Son tributarios del séptimo pecado
capital: en su impotencia hay pereza.
Renuncian la autoridad y conservan la
pompa; aquélla podría bruñir el mérito,
ésta adorna la vanidad. Gustan de
holgar; desisten de hacer lo muy poco
que podrían; evitan toda firme labor; se
apartan de cualquier combate,
declarándose espectadores. Pueden
practicar el mal por inercia y el bien
por equivocación; se entregan a los
acontecimientos por incapacidad de
orientarlos. "Les paresseux decía
Voltairene sont jamais que des gents
médiocres, en quelque genre que ce soit"
(Los perezosos no son más que gente
mediocre, de cualquier clase que sea).
Por detestables que sean los
gobernantes, nunca son peores que cuando
no gobiernan. El mal que hacen los
tiranos es un enemigo visible; la
inercia de los poltrones, en cambio,
implica un misterioso abandono de la
función por el órgano, la acefalía, la
muerte de la autoridad por una caquexia
inaccesible a los remedios. Gran
inconsciencia es gobernar pueblos cuando
la enfermedad o la vejez quitan al
hombre el gobierno de sí mismo. La falta
de inspiraciones intrínsecas tórnales
sensibles a la coacción de los
conspiradores, a la intriga de los
domésticos, a la adulación de los
palaciegos, a los apremios de los
cotahures, a las intimidaciones de los
gacetilleros, a las influencias de las
sacristías. Su conducta trasluce
febledad con cuantos les acechan; ni
basta para ocultarla su aparatoso
enfestar contra molinos de viento.
Cuando llegan al poder lo renuncian de
hecho, convencidos de su impotencia para
usarlo; se entregan al curso de la ría,
como los nadadores incipientes. Jinetes
de potros cuyo voltijeo ignoran, cierran
los ojos y abandonan las riendas: esa
ineptitud para asirlas con sus manos
inexpertas llámanla sumisión a la
democracia.
El favoritismo es su esclavitud frente a
cien intereses que los acosan; ignoran
el sentimiento de la justicia y el
respeto del mérito. El verdadero justo
resiste a la tentación de no serlo
cuando en ello tiene un beneficio; el
mediocre cede siempre. Profesa una
abstracta equidad en los casos que no
hieren el valimiento de sus cómplices;
pero se complica de hecho en todas sus
zirigañas. Nunca, absolutamente, puede
haber justicia en preferir el lacayo al
digno, el oblicuo al recto, el ignorante
al estudioso, el intrigante al
gentilhombre, el medroso al valiente.
Ésa es la corruptela moral de las
mediocracias: anteponer el valimiento al
mérito. En el favoritismo se empantanan
los que pisan firmes y avanzan los que
se arrastran blandos: como en los
tembladerales.
Cuando el mérito enrostra sus yerros a
los arquetipos, arguyen éstos
humildemente que no son infalibles; pero
está su vileza en subrayar la disculpa
con tentadores ofrecimientos,
acostumbrados a comerciar el honor. No
puede ser juez quien confunde el
diamante con la bazofia; cuando se
acepta la responsabilidad de gobernar,
"equivocarse es una culpa", como
sentenció Epicteto. En las mediocracias
se ignora que la dignidad nunca llega de
hinojos a los estrados de los que
mandan. Repiten con frecuencia el
legendario juicio de Midas. Pan osó
comparar su flauta de siete carrizos con
la lira de Apolo. Propuso una lid al
dios de la armonía y fue árbitro el
anciano rey frigio. Resonaron de Pan los
acordes rústicos y Apolo cantó a compás
de sus melopeas divinas. Decidieron
todos que la flauta era incomparable a
la lira, unánimes todos, menos el rey,
que reclamó la victoria para aquélla. De
pronto crecieron entre sus cabellos dos
milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y
Pan se refugió en la sombra. El juez,
confuso, quiso ocultarlas bajo su
corona. Las descubrió a un cubiculario;
corrió a un lejano valle, cavó un pozo y
contó allí su secreto. Pero la verdad no
se entierra: florecieron rosales que,
agitados por las brisas, repiten
eternamente que Midas tuvo orejas de
asno.
La historia castiga con tanta severidad
como la leyenda: una página de crónica
dura más que un rosal. Nadie pregunta si
los crucificadores de Cristo, los
ustores de Bruno y los burladores de
Colón fueron bribones o reblandecidos.
Su condena es la misma e ilevantable. La
justicia es el respeto del mérito. Un
Marco Aurelio sabe que en cada
generación hay diez o veinte espíritus
privilegiados, y su genio consiste en
fomentarlos todos; un Panza los excluye
de su ínsula, usando solamente a los que
se domestican, es decir, a los peores
como carácter y moralidad. Siempre son
injustos los que escuchan al servil sin
interrogar al digno. Nunca piden favor
los que merecen justicia. Ni lo aceptan.
Encuentran natural que los pravos
prefieran a sus similares; es exacto que
"la torpeza del burgués, mortificado por
la natural soberbia de la superioridad,
busca consagrar a su igual, cuyo acceso
le es fácil y en cuya psicología
encuentra los medios de ser satisfecho y
comprendido".
Hora llega en que las injusticias de los
gobernadores se pagan con foridables
intereses compuestos, irremisiblemente.
Hechas a uno solo, amenazan a todos los
mejores; dejarlas impunes significa
hacerse su cómplice. Pronto o tarde se
saldan sus trabacuentas, aunque sus
errores no se finiquiten jamás; los
arquetipos de las mediocracias aprenden
en carne propia que por un clavo se
pierde una herradura.
Como a Midas el divino Apolo, los dignes
castigan a los sin vergüenza con la
perennidad de su palabra; pueden
equivocarse, porque es humano; pero si
dicen la verdad ella dura en el tiempo.
Ésa es su espada; rara vez la sacan,
pues pronto se gasta un arma que se
desenvaina con frecuencia: si lo hacen,
va recta al corazón, como la del romance
famoso.
Y el rencor de los lacayos evidencia la
seguridad de la punta que toca al amo.
Para ser completos, son sensibles a
todos los fanatismos. Los más rezan con
los mismos labios que usan para mentir,
como Tartufo; inseguros de arrostrar en
la tierra la sanción de los dignos,
desearían postergarla para el cielo. Si
en su poder estuviera, cortarían la
lengua a los sofistas y las manos a los
escritores; cerrarían las bibliotecas
para que en ellas no conspirasen
ingenios originales. Prefieren la
adulación del ignorante al consejo
sabio. Subyacen a todos los dogmas. Si
coroneles, usan escapulario en vez de
espada; si políticos, consultan la
Monita para interpretar las Magnas
Cartas de las naciones. Bajo su imperio
la hipocresía más funesta que la
desvergüenza misma tórnase sistema.
En ese combate incesante, renovado en
tantos dramas ibsenianos, los amorfos
conviértense en columnas de la sociedad,
y el que desnuda una sombra parece un
sedicioso enemigo del pueblo. Todos los
avisados golpéanse el pecho para medrar.
Las huestes de sacristía crecen y
crecen, absorbiendo, minando,
ensanchándose: como un herpes moral que
se agranda en silencio hasta manchar
ignominiosamente la fisonomía de toda
una época.
Las mediocracias niegan a sus arquetipos
el derecho de elegir su oportunidad. Los
atalajan en el gobierno cuando su
organismo vacila y su cerebro se apaga:
quieren al inservible o al romo. Hombres
repudiados en la juventud, son
consagrados en la vejez: a esa edad en
que las buenas intenciones son un
cansancio de las malas costumbres.
Eligen a los que usaron esclavizarse de
su vientre, comiendo hasta hartarse y
bebiendo hasta aturdirse, devastando su
salud en noches blancas, rebajando su
dignidad en la insolvencia de los
tapetes verdes, tornándose impropios
para todo esfuerzo continuado y fecundo,
preparando esas decrepitudes en que el
riñón se fosiliza y el hígado se
almibara. Ésa es la mejor garantía para
el rebaño rutinario; su odio a la
originalidad lo impele hacia los hombres
que empiezan a momificarse en vida.
Mientras la vejez va borrando los
últimos rasgos personales de los
arquetipos, sus cómplices se confabulan
para ocultar su progresivo
reblandecimiento, eximiéndole de toda
faena y adminiculándole de ingenuas
ficciones. Poco a poco el carcamal luye
de sus residencias naturales y se aísla;
regatea las ocasiones de mostrarse en
plena luz, exhibiéndose en reducidas
vidrieras, donde los pavorreales pueden
lucir, desde lejos, los cien ojos de
Argos plantados en su cola. Inciertos ya
para pensar, necesitan más que nunca el
sahumerio de todos los incensarios: la
adulonería acaba por encubrirlos de
lubricantes. Las apologías se redoblan a
medida que ellos van desapareciendo,
minado el cerebro por vergonzosas
enfermedades contraídas en el trato
lupanario de las cortesanas.
El crepúsculo sobreviene implacable, a
fuego lento, gota a gota, como si el
destino quisiera desnudar su vaciedad,
pieza por pieza, demostrándola a los más
empecinados, a los que podrían dudar si
murieran de golpe, sin ese pausado
desteñimiento.
Son sombras al servicio de sus huestes
contiguas. Aunque no vivan para sí
tienen que vivir para ellas, mostrándose
ele lejos para atestiguar que existen, y
evitando hasta la ráfaga de aire que
podría doblarlos como a la hoja de un
catálogo abandonado a la intemperie.
Aunque desfallezcan no pueden abandonar
la carga; en vano el remordimiento
repetirá en sus oídos las clásicas
palabras de Propercio: "Es vergonzoso
cargarse la cabeza con un fardo que no
puede llevarse: pronto se doblan las
rodillas, esquivas al peso (III, IX, 5).
Los arquetipos" sienten su esclavitud;
pero deben morir en ella, custodiados
por los cómplices que alimentaron su
vanidad.
Las casas de gobierno pueden ser su
féretro; las facciones lo saben y se
disputan sus vices, que aguaitan en
acecho. Sus nombres quedan enumerados en
las cronologías; desaparecen de la
historia. Sus descendientes y
beneficiarios esfuérzanse en vano por
alargar su sombra y vivir de ella.
Basta que un hombre libre los denuncie
para que la posteridad los amortaje;
sobra una sola palabra si es virtuosa,
estoica, incorruptible, decidida a
sacrificarse sin mirar atrás con tal de
ser leal a su dignidad, sobra una sola
palabra para borrar las adulaciones de
los palaciegos, en vano acendrados en la
hora fúnebre. Algunos hartos comensales,
no pudiendo referirse a lo que fueron,
atrévense a elogiar lo que pudieron
ser...; creen que muere una esperanza
como si ésta fuera posible en organismos
minados por las carcomas de la juventud
y los almibaramientos de la vejez.
Es natural que muera con cada uno su
piara: túrnanse muchas en cada era de
penumbra. La mediocracia las tira como
viejos naipes cuyas cartas ya están
marcadas por los tahúres, entrando a
tallar con otros nuevos, ni mejores ni
peores. Los dignos, ajenos a la partida
cuyas trampas ignoran, se apartan de
todas las camarillas que medran a la
sombra de la patria; cultivan sus
ideales y encienden una chispa de ellos
como pueden., esperando otro clima moral
o preparándolo. Y no manchan sus labios
nombrando a los arquetipos: sería,
acaso, inmortalizarlos.
V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO
El progresivo advenimiento de la
democracia, permitiendo la igualdad de
los demás, ¿ha dificultado la
culminación de los mejores? Es
indiferente que se trate de monarquíaso
de repúblicas; el siglo XIX comenzó a
unificar la esencia de los regímenes
políticos, nivelando todos los sistemas,
aburguesándolos. Un pensador eminente
glosó esta verdad: la mediocracia no
tolera las excepciones ilustres. Si el
genio es un soliloquio magnífico, una
voz de la naturaleza en que habla toda
una nación o una raza, ¿no es un
privilegio excesivo se pregunta que uno
ahueque la voz en nombre de todos? La
democracia reniega de tales soberanos
que se encumbran sin plebiscitos y no
aducen derechos divinos. Lo que antes
fue Verbo en el genio, tórnase ahora
palabra y es distribuida entre todos,
que, juntos, creen razonar mejor que uno
solo. La civilización parece concurrir a
ese lento y progresivo destierro del
hombre extraordinario, ensanchando e
iluminando las medianías. Cuando los más
no sabían pensar, era justo que uno lo
hiciese por todos: facultad expuesta a
peligrosos excesos.
Pero el hombre providencial va siendo
innecesario a medida que los más piensan
y quieren. "En tanta difusión de la
soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes
epopeyas pensadas, realizadas o
escritas? ésa parece, transitoriamente,
la fórmula del nivelamiento, y podría
traducirse así: en la medida en que se
difunde el régimen democrático
restríngese la función de los hombres
superiores.
Sería una verdad inconcusa, definitiva,
si el devenir igualitario fuese una
orientación natural de la historia y si,
en caso de serlo, se efectuase con ritmo
permanente, sin tropiezos. Y no es así.
No lo ha sido nunca; ni lo será, según
parece. La naturaleza se opone a toda
nivelación, viendo en la igualdad la
muerte; las sociedades humanas, para su
progreso moral y estructural, necesitan
del genio más que del imbécil y del
talento más que de la mediocridad. La
historia no confirma la presunción
igualitaria: no suprime a Leonardo para
endiosar a
Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar
a Goethe. Unos y otros tienen su razón
de vivir, ni prospera el uno en el clima
del otro. El genio en su oportunidad, es
tan ¡reemplazable como el mediocre en la
propia; mil, cien mil mediocres no
harían entonces lo que un genio.
Cooperan a su obra los idealistas que
les preceden o siguen; nunca los
conservadores, que son sus enemigos
naturales, ni las masas rutinarias, que
pueden ser su instrumento, pero no su
guía.
Es irónico repetir que los Estados no
necesitan nunca el gobernante genial. El
culto del gobernante adocenado, pero
honesto, es propio de mercaderes que
temen al malo, sin concebir al superior.
¿Por qué la historia renegaría del
genio, del santo y del héroe? En las
horas solemnes los pueblos todo lo
esperan de los grandes hombres; en las
épocas decadentes bastan los vulgares.
Hay un clima que excluye al genio y
busca al fatuo; en la chatura
crepuscular, mientras las academias se
pueblan de miopes y de funcionarios,
gobiernan el Estado los charlatanes o
los pollipavos. Pero hay otro clima en
que ellos no sirven; entonces cuájase de
astros el horizonte. En la borrasca toma
el timón un Sarmiento y pilotea un
pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira
lejos un Ameghino y descubre fragmentos
de alguna Verdad en formación. Y todavía
varía en sus dominios; fórmase en su
rededor, como el halo en torno de los
astros, una particular atmósfera donde
su palabra resuena y su chispa ilumina:
es el clima del genio. Y uno solo piensa
y hace: marca un evo.
Al que dice "Igualdad o muerte", replica
la naturaleza "la igualdad es la
muerte". Aquel dilema es absurdo. Si
fuera posible una constante nivelación,
si hubieran sucumbido alguna vez todos
los, individuos diferenciales, los
originales, la humanidad no existiría.
No habría podido existir como término
culminante de la serie biológica.
Nuestra especie ha salido de las
precedentes como resultado de la
selección natural; sólo hay evolución
donde pueden seleccionarse las
variaciones de los individuos. Igualar
todos los hombres sería negar el
progreso de la especie humana. Negar la
civilización misma.
Queda el hecho actual y contingente: el
advenimiento progresivo del régimen
democrático, en las monarquías y en las
repúblicas, ¿ha favorecido su descenso
público durante el último siglo?
Prácticamente la democracia ha sido una
ficción, hasta ahora. Es una mentira de
algunos que pretenden representar a
todos. Aunque en ella creyeran por
momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie
más infiel que los poetas idealistas al
verbo de la equivalencia universal; los
más son abiertamente hostiles. Otra es
la posición del problema. Es sencilla.
Hasta ahora no ha existido una
democracia efectiva. Los regímenes que
adoptaron tal nombre fueron ficciones.
Las pretendidas democracias de todos los
tiempos han sido confabulaciones de
profesionales para aprovecharse de las
masas y excluir a los hombres eminentes.
Han sido siempre mediocracias. La
premisa de su mentira fue la existencia
de un "pueblo" capaz de asumir la
soberanía del Estado. No hay tal: las
masas de pobres e ignorantes no han
tenido, hasta hoy, aptitud para
gobernarse: cambiaron de pastores.
Los más grandes teóricos del ideal
democrático han sido de hecho
individualistas y partidarios de la
selección natural: perseguían la
aristocracia del mérito contra los
privilegios de las castas. La igualdad
es un equívoco o una paradoja, según los
casos. La democracia ha sido un
espejismo, como todas las abstracciones
que pueblan la fanta sía de los ilusos o
forman el capital de los mendaces. El
pueblo ha estado ausente de ella.
Las castas aristocráticas no son
mejores; en ellas hay, también, crisis
de mediocridad y tórnanse mediocracias,
Los demócratas persiguen la justicia
para todo y se equivocan buscándola en
la igualdad; los aristócratas buscan el
privilegio para los mejores y acaban por
reservarlo a los más ineptos. Aquéllos
borran el mérito en la nivelación; éstos
lo burlan atribuyéndolo a una clase.
Unos y otros son, de hecho, enemigos de
toda selección natural. Tanto da que el
pueblo sea domesticado por banderías de
blasonados o de advenedizos: en ambas
están igualmente proscritos la dignidad
y los ideales. Así como las tituladas
democracias no lo son, las pretendidas
aristocracias no pueden serlo. El mérito
estorba en las Cortes lo mismo que en
las Tabernas.
Toda aristocracia pudo ser selectiva en
su origen, suele serlo; es respetable el
que inicia con sus méritos una alcurnia
o un abolengo. Es evidente la
desigualdad humana en cada tiempo y
lugar; hay siempre hombres y sombras.
Los hombres que guían a las sombras son
la aristocracia natural de su tiempo y
su derecho es indiscutible. Es justo,
porque es natural. En cambio, es
ridículo el concepto de las
aristocracias tradicionales: conciben la
sociedad como un botín reservado a una
casta, que usufructúa sus beneficios sin
estar compuesta por los mejores hombres
de su tiempo. ¿Por qué los deudos,
familiares y lacayos de los que fueron
otrora los más aptos seguirán
participando de un poder que no han
contribuido a crear? ¿En nombre de la
herencia?
Si las aptitudes se heredan, ese
privilegio les resulta inútil y podrían
renunciarlo; si no se hereda, es injusto
y deben perderlo. Conviene que lo
pierdan. Toda nobleza hereditaria es la
antítesis de una aristocracia natural;
con el andar del tiempo resulta su más
vigoroso obstáculo.
El derecho divino que invocan los unos,
es mentira; lo mismo que los derechos,
del hombre, invocados por los otros.
Aristarcos y demagogos son igualmente
mediocres y obstan a la selección de las
aptitudes superiores, nivelando toda
originalidad, cohibiendo todo ideal.
Una concesión podría hacerse. Los países
sin castas aristocráticas son más
propicios a la mediocrización; en ellos
se constituyen oligarquías de
advenedizos, que tienen todos los
defectos y las presunciones de la
nobleza, sin poseer sus cualidades. En
su improvisación fáltales la mentalidad
del gran señor, compuesta por atributos
que fincan en una cultura de siglos:
hay, sin duda, gentes de calidad y
hombres que tienen clase, como los
caballos de carrera. Son más esquivos al
rebajamiento.
En sus prejuicios la dignidad puede
tener más parte que en los del
advenedizo. Es una diferencia que los
preserva de muchos envilecimientos.
¿Es preferible obedecer a castas que
tienen la rutina del mando o a pandillas
minadas por hábitos de servidumbre?
El privilegio tradicional de la sangre
irrita a los demócratas y el privilegio
numérico del voto repugna a los
aristócratas. La cuna dorada no da
aptitudes; tampoco las da la urna
electoral. La peor manera de combatir la
mentira democrática sería aceptar la
mentira aristocrática; en los dos casos
trátase de idénticas ineptitudes con
distinta escarapela.
Las masas inferiores que podrían ser el
"pueblo"y los hombres excelentes de cada
sociedad que son la "aristocracia
natural" suelen permanecer ajenos a su
estrategia.
Entre los demócratas embalumados de
igualdad caben audaces lacayos que
pretenden suplantar a sus amos con la
ayuda de turbas fanatizadas; entre los
aristócratas enmohecidos de tradición
caben vanidosos que ansían reducir a sus
sirvientes con la ayuda de los hombres
de mérito. La historia se repite
siempre: las masas y los idealistas son
víctimas propiciatorias en esas disputas
entre señores feudales y burgueses de
levita.
La degeneración mediocrática, que
caracteriza Faguet como un culto de la
incompetencia, no depende del régimen
político, sino del clima moral de las
épocas decadentes. Cura cuando
desaparecen sus causas; nunca por
reformas legislativas, que es absurdo
esperar de los propios beneficiarios. En
vano son ensayadas por los tontos o
simuladas por los bribones: las leyes no
crean un clima. El derecho efectivo es
una resultante concreta de la moral.
La apasionada protesta de los idealistas
puede ser un grito de alarma, lanzado en
la sombra; pero el ensueño de enaltecer
una democracia resulta ilusorio en las
épocas de domesticidad moral y de
hartazgo.
Las facciones prefieren escuchar el
falso idealismo de sus fetiches
envejecidos, como si en viejos odres
pudiera contenerse el vino nuevo.
Hay que esperar mejores tiempos, sin
pesimismos excesivos, con la certidumbre
de que la reacción llega inevitablemente
a cierta hora: los hombres superiores la
esperan custodiando su dignidad y
trabajando para su ideal. Cuando la
mediocridad agota los últimos recursos
de su incompetencia, naufraga. La
catástrofe devuelve su rango al mérito y
reclama la intervención del genio.
El mismo encallamiento mediocrático
contribuye a restaurar, de tiempo en
tiempo, las fuerzas vitales de cada
civilización. Hay una vis medicatrix
naturae que corrige el abellacamiento de
las naciones: la formación intermitente
de sucesivas aristocracias del mérito.
El privilegio desaparece y la dirección
moral de la sociedad vuelve a las manos
mejores. Se respeta su legitimidad, se
enaltecen esas raras cualidades
individuales que implican la orientación
original hacia ideales nuevos y
fecundos. Todo renacimiento se anuncia
por el respeto de las diferencias, por
su culto. La mediocridad calla,
impotente; su hostilidad tórnase feble,
aunque innúmera. Si tuviera voz
rebajaría el mérito mismo, otorgándolo a
ras, de tierra. De lo útil a todos, no
saben decidir los más; nunca fue el
rutinario juez del idealista, ni el
ignorante del sabio, ni el deshonesto
del virtuoso, ni el servil del digno.
Toda excelencia encuentra su juez en sí
misma. El mérito de cada uno se aquilata
en la opinión de sus iguales.
Hay aristocracia natural cuando el
esfuerzo de las mentes más aptas
convergen a guiar los comunes destinos
de la nación. No es prerrogativa de los
ingenios más agudos, como querrían
algunos, en cuyo oído resuena como un
eco esa "aristocracia intelectual", que
fue la quimera de Renán. En la
aristocracia del mérito corresponde
tanta parte a la virtud y al carácter
como a la misma inteligencia; de otro
modo sería incompleta y su esfuerzo
ineficaz.
Un régimen donde el mérito individual
fuese estimado por sobre todas las
cosas, sería perfecto. Excluiría
cualquier influencia numérica u
oligarquía. No habría intereses creados.
El voto anónimo tendría tan exiguo valor
como el blasón fortuito. Los hombres se
esforzarían por ser cada vez más
desiguales entre sí, prefiriendo
cualquier originalidad creadora a la más
tradicional de las rutinas.
Sería posible la selección natural y los
méritos de cada uno aprovecharían a la
sociedad entera. El agradecimiento de
los menos útiles estimularía a los
favorecidos por la naturaleza. Las
sombras respetarían a los hombres. El
privilegio se mediría por la eficacia de
las aptitudes y se perdería con ellas.
Transparente es, pues, el credo que en
política podría sugerirnos el idealismo
fundado en la experiencia.
Se opone a la democracia cuantitativa
que busca la justicia en la igualdad:
afirmando el privilegio en favor del
mérito.
Y a la aristocracia oligárquica, que
asienta el privilegio en los intereses
creados, se opone también: afirmando el
mérito como base natural del privilegio.
La aristocracia del mérito es el régimen
ideal, frente a las dos mediocracias que
ensombrecen la historia. Tiene su
fórmula absoluta: la justicia en la
desigualdad.
CAPÍTULO VIII
LOS FORJADORES DE IDEALES
I. El clima del genio. - II. Sarmiento.
- III. Ameghino. - IV. La moral del
genio.
I. EL CLIMA DEL GENIO
La desigualdad es la fuerza y la esencia
de toda selección. No hay dos lirios
iguales, ni dos águilas, ni dos orugas,
ni dos hombres: todo lo que vive es
incesantemente desigual. En cada
primavera florecen unos árboles antes
que otros, como si fueran preferidos por
la Naturaleza que sonríe al sol
fecundante; en ciertas etapas de la
historia humana, cuando se plasma un
pueblo, se crea un estilo ose formula
una doctrina, algunos hombres
excepcionales anticipan su visión a la
de todos, la concretan en un Ideal y la
expresan de tal manera que perdura en
los siglos. Heraldos, la humanidad los
escucha; profetas, los cree; capitanes,
los sigue; santos, los imita. Llenan una
era o señalan una ruta; sembrando algún
germen fecundo de nuevas verdades,
poniendo su firma en destinos de razas,
creando armonías, forjando bellezas. La
genialidad es una coincidencia. Surge
como chispa luminosa en el punto donde
se encuentran las más excelentes
aptitudes de un hombre y la necesidad
social de aplicarlas al desempeño de una
misión trascendental.
El hombre extraordinario sólo asciende a
la genialidad si encuentra clima
propicio: la semilla mejor necesita de
la tierra más fecunda. La función
reclama el órgano: el genio hace actual
lo que en su clima es potencial.
Ningún filósofo, estadista, sabio o
poeta alcanza la genialidad mientras en
su medio se siente exótico o inoportuno;
necesita condiciones favorables de
tiempo y de lugar para que su aptitud se
convierta en función y marque una época
en la historia. El ambiente constituye
el clima del genio y la oportunidad
marca su "hora". Sin ellos, ningún
cerebro excepcional puede elevarse a la
genialidad; pero el uno y la otra no
bastan para crearla.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada
siglo. Uno entre cien, encuentra tal
clima y tal hora que lo destina
fatalmente a la culminación: es como si
la buena semilla cayera en terreno
fértil y en vísperas de lluvias. Ése es
el secreto de su gloria: coincidir con
la oportunidad que necesita de él. Se
entreabre y crece, sintetizando un Ideal
implícito en el porvenir inminente o
remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.
La obra de genio no es fruto exclusivo
de la inspiración individual, ni puede
mirarse como un feliz accidente que
tuerce el curso de la historia;
convergen a ello las aptitudes
personales y circunstancias infinitas.
Cuando una raza, un arte, una ciencia o
un credo preparan su advenimiento o
pasan por una renovación fundamental, el
hombre extraordinario aparece,
personificando nuevas orientaciones de
los pueblos o de las ideas. Las anuncia
como artista o profeta, las desentraña
como inventor o filósofo, las emprende
como conquistador o estadista. Sus obras
le sobreviven y permiten reconocer su
huella, a través del tiempo. Es
rectilíneo e incontrastable: vuela y
vuela, superior a todos los obstáculos,
hasta alcanzar la genialidad. Llegando a
deshora ese hombre viviría inquieto,
luctuante, desorientado; sería siempre
intrínsecamente un ingenio, podría
llegar al talento si se acomodara a
alguna de sus vocaciones adventicias,
pero no sería un genio, mientras no le
correspondiera ese nombre por la obra
realizada. No podría serlo desde que le
falta la oportunidad en su ambiente.
Otorgar ese título a cuantos descuellan
por determinada aptitud, significa mirar
como idénticos a todos los que se elevan
sobre la medianía; es tan inexacto como
llamar idiotas a todos los hombres
inferiores.
El genio y el idiota son los términos
extremos de la escala infinita.
Por haberlo olvidado mueven a reír las
estadísticas y las conclusiones de
algunos antropólogos. Reservemos el
título a pocos elegidos. Son animadores
de una época, transfundiéndose algunas
veces en su gene ración y con más
frecuencia en las sucesivas, herederas
legítimas de sus ideas o de su impulso.
La adulación prodiga a manos llenas el
rango de genio a los poderosos;
imbéciles hay que se lo otorgan a sí
mismos. Hay, sin embargo, una medida
para apreciar la genialidad: si es
legítima, se reconoce por su obra, honda
en su raigambre y vasta en su floración.
Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo
define; si santo, lo enseña; si héroe,
lo ejecuta.
Pueden adivinarse en un hombre joven las
más conspicuas aptitudes para alcanzar
la genialidad; pero es difícil
pronosticar si las circunstancias
convergerán a que ellas se conviertan en
obras. Y, mientras no las vemos, toda
apreciación es caprichosa. Por eso, y
porque ciertas obras geniales no se
realizan en minutos, sino en años, un
hombre de genio puede pasar desconocido
en su tiempo y ser consagrado por la
posteridad. Los contemporáneos no suelen
marcar el paso a compás del genio; pero
si éste ha cumplido su destino, una
nueva generación estará habilitada para
comprenderlo.
En vida, muchos hombres de genio son
ignorados, proscritos, desestimados o
escarnecidos. En la lucha por el éxito
pueden triunfar los mediocres, pues se
adaptan mejor a las modas ideológicas
reinantes; para la gloria sólo cuentan
las obras inspiradas por un ideal y
consolidadas por el tiempo. que es donde
triunfan los genios. Su victoria no
depende del homenaje transitorio que
pueden otorgarle o negarle los demás,
sino de su propia capacidad. para
cumplir su misión. Duran a pesar de
todo, aunque Sócrates beba cicuta,
Cristo muera en la cruz o Bruno agonice
en la hoguera: fueron los órganos
vitales de funciones necesarias en la
historia de los pueblos o de las
doctrinas. Y el genio se conoce por la
remota eficacia de su esfuerzo o de su
ejemplo, más que por frágiles sanciones
de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula
por la vastedad de su horizonte y la
extensión de sus aplicaciones. En ello
se ha querido fundar cierta jerarquía de
los diversos órdenes del genio,
considerados como perfeccionamientos
extraordinarios del intelecto y de la
voluntad.
Ninguna clasificación es justa. Variando
el clima y la hora puede ocurrir la
aparición de uno u otro orden de
genialidad, de acuerdo con la función
social que la suscita; y, siendo la más
oportuna, es siempre la más fecunda.
Conviene renunciar a toda
estratificación jerárquica de los
genios, afirmando su diferencia y
admirándolos por igual: más allá de
cierto nivel todas las cumbres son
excelsas. Nadie, si no fueran ellos
mismos, podría creerse habilitado para
decretarles rangos y desniveles. Ellos
se despreocupan de estas pequeñeces; el
problema es insoluble por definición.
Ni jerarquía ni especies: la genialidad
no se clasifica. El hombre que la
alcanza es el abanderado de un ideal.
Siempre es definitivo: es un hito en la
evolución de su pueblo o de su arte. Las
historias adocenadas suelen ser crónicas
de capitanes y conquistadores; las otras
formas de genialidad entran en ellas
como simples accidentes. Y no es justo.
Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe
vivieron en sus siglos más altos que los
emperadores; por cada uno de ellos se
mide la grandeza de su tiempo. Marcan
fechas memorables, personificando
aspiraciones inmanentes de su clima
intelectual. El golpe de ala es tan
necesario para sentir o pensar un credo
como para predicarlo o ejecutarlo: todo
Ideal es una síntesis. Las grandes
transmutaciones históricas nacen como
videncias líricas de los genios
artísticos, se transfunden en la
doctrina de los pensadores y se realizan
por el esfuerzo de los estadistas; la
genialidad deviene función en los
pueblos y florece en circunstancias
irremovibles, fatalmente.
La exégesis del genio sería enigmática
si se limitara a estudiar la biología de
los hombres geniales. Ésta sólo revela
algunos resortes de su aptitud y no
siempre evidentes. Algunos pesquisan sus
antepasados, remontando si pueden en los
siglos, por muchas generaciones, hasta
apelmazar un puñado de locos y
degenerados, como si en la conjunción de
los siete pecados capitales pudiera
estallar la chispa que enciende el Ideal
de una época. Eso es convertir en
doctrina una superchería, dar visos de
ciencia a falaces sofismas. Ni, por
esto, veremos en ellos simples productos
del medio, olvidando sus singulares
atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal
hombre nace en tal clima y llega en tal
hora oportuna, su aptitud preexistente,
apropiada a entrambos, se desenvuelve
hasta la genialidad.
El genio es una fuerza que actúa en
función del medio. Probarlo es fácil.
Dos veces la muerte y la gloria se
dieron la mano sobre un cadáver
argentino. Fue la primera cuando
Sarmiento se apagó en el horizonte de la
cultura continental; fue la segunda al
cegarse en Ameghino las fuentes más
hondas de la ciencia nuestra. Pocas
tumbas, como las suyas, han visto
florecer y entrelazarse a un tiempo
mismo el ciprés y el laurel, como si en
el parpadeo crepuscular de sus vidas se
hubieran encendido lámparas votivas
consagradas a la glorificación eterna de
su genio.
Merecen tal nombre; cumplieron una
función social, realizando obra decisiva
y fecunda. Nadie podrá pensar en la
educación ni en la cultura de este
continente sin evocar el nombre de
Sarmiento, su apóstol y sembrador; ni
pudo mente alguna comparársele, entre
los que le sucedieron en el Gobierno y
en la enseñanza. En el desarrollo de las
doctrinas evolucionistas marcan un hito
las concepciones de Ameghino; será
imposible no advertir la huella de sus
pasos y quien lo olvide renunciará a
conocer muchos dominios de la ciencia
explorados por él.
Sarmiento fue el genio pragmático.
Ameghino fue el genio revelador.
II. SARMIENTO
Sus pensamientos fueron tajos de luz en
la penumbra de la barbarie americana,
entreabriendo la visión de cosas
futuras. Pensaba en tan alto estilo que
parecía tener, como Sócrates, algún
demonio familiar que alucinara su
inspiración. Cíclope en su faena, vivía
obsesionado por el afán de educar; esa
idea gravitaba en su espíritu como las
grandes moles incandescentes en el
equilibrio celeste, subordinando a su
influencia todas las masas menores de su
sistema cósmico.
Tenía la clarividencia del ideal y había
elegido sus medios: organizar
civilizando, elevar educando. Todas las
fuentes fueron escasas para saciar su
sed de aprender; todas las inquinas
fueron exiguas para cohibir si,
inquietud de enseñar. Erguido y viril
siempre, astabandera de sus propios
ideales, siguió las rutas por donde le
guiara el destino, previendo que la
gloria se incuba en auroras fecundadas
por los sueños de los que miran más
lejos. América le esperaba. Cuando urge
construir o transmutar, fórmase el clima
del genio; su hora suena como fatídica
invitación a llenar una página de luz.
El hombre extraordinario se revela
auroralmente, como si obedeciera a una
predestinación irrevocable.
Facundo es el clamor de la cultura
moderna contra el crepúsculo feudal.
Crear una doctrina justa vale ganar una
batalla para la verdad; más cuesta
presentir un ritmo de civilización que
acometer una conquista.
Un libro es más que una intención: es un
gesto. Todo ideal puede servirse con el
verbo profético. La palabra de Sarmiento
parece bajar de un Sinaí. Proscrito en
Chile, cl hombre extraordinario
encuadra, por entonces, su espíritu en
el doble marco de la cordillera muda y
del mar clamoroso.
Llegan hasta él gemidos de pueblos que
hinchan de angustia su corazón: parece
ensombrecer el ciclo taciturno de su
frente, inquietada por un relampagueo de
profecías. La pasión enciende las
dantescas hornallas en que forja sus
páginas y ellas retumban con sonoridad
plutoniana en todos los ámbitos de su
patria. Para medirse busca al más grande
enemigo, Rosas, que era también genial
en la barbarie de su medio y de su
tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos
en los apóstrofes de Facundo, asombroso
enquiridión que parece un reto de
águila, lanzado por sobre las cumbres
más conspicuas del planeta.
Su verbo es anatema: tan fuerte es el
grito que por momentos, la prosa se
enronquece. La vehemencia crea su
estilo, tan suyo que, siendo castizo, no
parece español. Sacude a todo un
continente con la sola fuerza de su
pluma, adiamantada por la santificación
del peligro y del destierro. Cuando un
ideal se plasma en un alto espíritu,
bastan gotas de tinta para fijarlo en
páginas decisivas; y ellas, como si en
cada línea llevasen una chispa de
incendio devastador, llegan al corazón
de miles de hombres, desorbitan sus
rutinas, encienden sus pasiones,
polarizan su aptitud hacia el ensueño
naciente. La prosa del visionario vive:
palpita, agrede, conmueve, derrumba,
aniquila. En sus frases diríase que se
vuelca el alma de la nación entera, como
un alud. Un libro, fruto de
imperceptibles vibraciones cerebrales
del genio, tórnase tan decisivo para la
civilización de una raza como la
irrupción tumultuosa de infinitos
ejércitos.
Y su verbo es sentencia: queda herida
mortalmente una era de barbarie,
simbolizada en un nombre propio. El
genio se encumbra así para hablar,
intérprete de la historia. Sus palabras
no admiten rectificación y escapan a la
crítica. Los poetas debieran pedir sus
ritmos a las mareas del Océano para loar
líricamente la perennidad del gesto
magnífico: ¡Facundo!
Dijo primero. Hizo después...
La política puso a prueba su firmeza:
gran hora fue aquella en que su Ideal se
convirtió en acción. Presidió la
República contra la intención de todos:
obra de un hado benéfico. Arriba vivió
batallando como abajo, siempre agresor y
agredido. Cumplía una función histórica.
Por eso, como el héroe del romance, su
trabajo fue la lucha, su descanso
pelear.
Se mantuvo ajeno y superior a todos los
partidos, incapaces de contenerlo. Todos
lo reclamaban y lo repudiaban
alternativamente: ninguno, grande o
pequeño, podía ser toda una generación,
todo un pueblo, toda una raza, y
Sarmiento sintetizaba una era en nuestra
latinidad americana. Su acercamiento a
las facciones, compuestas por amalgamas
de subalternos, tenía reservas y
reticencias, simples tanteos hacia un
fin claramente previsto, para cuya
consecución necesitó ensayar todos los
medios. Genio ejecutor, el mundo
parecíale pequeño para abarcarlo entre
sus brazos; sólo pudo ser el suyo el
lema inequívoco: Las cosas hay que
hacerlas; mal, pero hacerlas.
Ninguna empresa le pareció indigna de su
esfuerzo; en todas llevó como única
antorcha su Ideal. Habría preferido
morirse de sed antes de abrevarse en el
manantial de la rutina. Miguelangelesco
escultor de una nueva civilización, tuvo
siempre libres las manos para modelar
instituciones e ideas, libres de
cenáculos y de partidos, libres para
golpear tiranías, para aplaudir
virtudes, para sembrar verdades a
puñados. Entusiasta por la patria, cuya
grandeza supo mirar como la de una
propia hija, fue también despiadado con
sus vicios, cauterizándolos con la
benéfica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y
absoluta, no obstante las múltiples
contradicciones nacidas por el contraste
de su conducta con las oscilaciones
circunstanciales de su medio. Entre
alternativas extremas, Sarmiento
conservó la línea de su carácter hasta
la muerte. Su madurez siguió la
orientación de su juventud; llegó a los
ochenta años perfeccionando las
originalidades que había adquirido a los
treinta. Se equivocó innumerables veces,
tantas como sólo puede concebirse en un
hombre que vivió pensando siempre.
Cambió mil veces de opinión en los
detalles, porque nunca dejó de vivir;
pero jamás desvió la pupila de lo que
era esencial en su función. Su espíritu
salvaje y divino parpadeaba como un
faro, con alternativas perturbadoras.
Era un mundo que se oscurecía y se
alumbraba sin sosiego: incesante
sucesión de amaneceres y de crepúsculos
fundidos en el todo uniforme del tiempo.
En ciertas épocas pareció nacer de nuevo
con cada aurora; pero supo oscilar hasta
lo infinito sin dejar nunca de ser el
mismo.
Miró siempre hacia el porvenir, como si
el pasado hubiera muerto a su espalda;
el ayer no existía, para él, frente al
mañana. Los hombres y pueblos en
decadencia viven acordándose de dónde
vienen; los hombres geniales y los
pueblos fuertes sólo necesitan saber
dónde van. Vivió inventando doctrinas o
forjando instituciones, creando siempre,
en continuo derroche de imaginación
creadora. Nunca tuvo paciencias
resignadas, ni esa imitativa mansedumbre
del que se acomoda a las circunstancias
para vegetar tranquilamente. La
adaptación es mediocrizadora; rebaja al
individuo a los modos de pensar y sentir
que son comunes a la masa, borrando sus
rasgos propiamente personales. Pocos
hombres, al finalizar su vida, se libran
de ella; muchos suelen ceder cuando los
resortes del espíritu sienten la
herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una
excepción. Había nacido "así" y quiso
vivir como era, sin desteñirse en el
semitono de los demás.
A los setenta años tocóle ser abanderado
en la última guerra civil movida por el
espíritu colonial contra la afirmación
de los ideales argentinos: en La Escuela
Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se
cierra el ciclo del pensamiento
civilizador iniciado con Facundo. En
esas horas crueles, cuando los fanáticos
y los mercaderes le agredían para
desbaratar sus ideales de cultura laica
y científica, en vano habría intentado
Sarmiento rebelarse a su destino. Una
fatalidad incontrastable le había
elegido portavoz de su tiempo,
hostigándole a perseverar sin tregua
hasta el borde mismo de la tumba. En
pleno arreciar de la vejez siguió
pensando por sí mismo, siempre alerta
para abalanzarse contra los que
desplumaban el ala de sus grandes
ensueños: habría osado desmantelar la
tumba más gloriosa si hubiera entrevisto
la esperanza de que algo resucitaría de
entre las cenizas.
Había gestos de águila prisionera en los
desequilibrios de Sarmiento.
Fue "inactual" en su medio; el genio
importa siempre una anticipación. Su
originalidad pareció rayana en desvarío.
Hubo, ciertamente, en él un
desequilibrio: mas no era intrínseco en
su personalidad, sino extrínseco, entre
ella y su medio. Su inquietud no era
inconstancia, su labor no era agitación.
Su genio era una suprema cordura en todo
lo que a sus ideales tocaba; parecía lo
contrario por contraste con la niebla de
mediocridad que le circuía.
Tenía los descompaginamientos que la
vida moderna hace sufrir a todos los
caracteres militares; pero la revelación
más indudable de su genialidad está en
la eficacia de su obra, a pesar de los
aparentes desequilibrios.
Personificó la más grande lucha entre el
pasado y el porvenir del continente,
asumiendo con exceso la responsabilidad
de su destino. Nada le perdonaron los
enemigos del Ideal que él representaba;
todo le exigieron los partidarios. El
mayor equilibrio posible en el hombre
común es exiguo comparado con el que
necesita tener el genio: aquél soporta
un trabajo igual a uno y éste lo
emprende equivalente a mil. Para ello
necesita una rara firmeza y una absoluta
precisión. ejecutiva.
Donde los otros se apunan, los genios
trepan; cobran mayor pujanza cuando
arrecian las borrascas; parecen águilas
planeantes en su atmósfera natural.
La incomprensión de estos detalles ha
hecho que en todo tiempo se atribuyera a
insania la genialidad de tales hombres,
concretándose al fin la consabida
hipótesis de su parentesco con la
locura, cómoda de aplicar a cuantos se
elevan sobre los comunes procesos del
raciocinio rutinario y la actividad
doméstica. Pero se olvida que inadaptado
no quiere decir alienado; el genio no
podría consistir en adaptarse a la
mediocridad.
El culto de lo acomodaticio y lo
convencional, halagador para los sujetos
insignificantes, implica presentar a los
grandes creadores como predestinados a
la generación o al manicomio. Es falso
que el talento y el genio pueblen los
asilos; si enloquecen, por acaso, diez
hombres excelentes, encuéntrase a su
lado un millón de espíritus vulgares:
los alienistas estudiarán la biografía
de los diez e ignorarán la del millón.
Y para enriquecer sus catálogos de
genios enfermos incluirán en sus listas
a hombres ingeniosos, cuando no a
simples desequilibrados intelectuales
que son "imbéciles con la librea del
genio".
Los hombres como Sarmiento pueden
caldearse por la excesiva función que
desempeñan; los ignorantes confunden su
pasión con la locura. Pero juzgados en
la evolución de las razas y de los
grupos sociales, ellos culminan como
casos de perfeccionamiento activo, en
beneficio de la civilización y de la
especie. El devenir humano sólo
aprovecha de los originales. El
desenvolvimiento de una personalidad
genial importa una variación sobre los
caracteres adquiridos por el grupo; ella
incuba nuevas y distintas energías, que
son el comienzo de líneas de
divergencia, fuerzas de selección
natural. La desarmonía de un Sarmiento
es un progreso, sus discordancias son
rebeliones a las rutinas, a los
prejuicios, a las domesticidades.
Locura implica siempre disgregación,
desequilibrio, solución de continuidad;
con breve razonamiento, refutó Bovio el
celebrado sofisma.
El genio se abstrae; el alienado se
distrae. La abstracción ausenta de los
demás, la distracción ausenta de sí
mismo. Cada proceso ideativo es una
serie; en cada serie hay un término
medio y un proceso lógico; entre las
diversas series hay saltos y faltan los
términos medios. El genio, moviéndose
recto y rápido dentro de una misma
serie, abrevia los términos medios y
descubre la reacción lejana; el loco,
saltando de una serie a otra, privado de
términos medios, disparata en vez de
razonar. ésa es la aparente analogía
entre genio y locura; parece que en el
movimiento de ambos faltaran los
términos medios; pero, en rigor, el
genio vuela, el loco salta. El uno
sobrentiende muchos términos medios, el
otro no ve ninguno. En el genio, el
espíritu se ausenta de los demás; en la
locura, se ausenta de sí mismo. "La
sublime locura del genio es, pues,
relativa al vulgo; éste, frente al
genio, no es cuerdo ni loco: es
simplemente la mediocridad, es decir, la
media lógica, la media alma, el medio
carácter, la religiosidad convencional,
la moralidad acomodaticia, la
politiquería menuda, el idioma usual, la
nulidad de estilo".
La ingenuidad de los ignorantes tiene
parte decisiva en la confusión.
Ellos acogen con facilidad la insidia de
los envidiosos y proclaman locos a los
hombres mejores de su tiempo. Algunos se
libran de este marbete: son aquellos
cuya genialidad es discutible,
concediéndoseles apenas algún talento
especial en grado excelso. No así los
indiscutidos, que viven en brega
perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó
a envejecer, sus propios adversarios
aprendieron a tolerarlo, aunque sin el
gesto magnánimo de una admiración
agradecida. Le siguieron llamando "el
loco Sarmiento". ¡El loco Sarmiento!
Esas palabras enseñan más que cien
libros sobre la fragilidad del juicio
social. Cabe desconfiar de los
diagnósticos formuladas por los
contemporáneos sobre los hombres que no
se avienen a marcar el paso en las
filas; las medianías, sorprendidas por
resplandores inusitados, sólo atinan a
justificarse, frente a ellos,
recurriendo a epítetos despectivos.
Conviene confesar esa gran culpa: ningún
americano ilustre sufrió más burlas de
sus conciudadanos. No hay vocablo
injurioso que no haya sido empleado
contra él; era tan grande que no bastó
el diccionario entero para difamarle
ante la posteridad.
Las retortas de la envidia destilaron
las más exquisitas quintaesencias;
conoció todas las oblicuidades de los
astutos y todos los soslayos de los
impotentes. La caricatura le mordió
hasta sangrar, como a ningún otro: el
lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de
estilete y matices de ponzoña. Como las
serpientes que estrangulan a Laocoonte
en la obra maestra del Beldever, mil
tentáculos subalternos y anónimos
acosaron su titánica personalidad,
robustecida por la brega.
Los espíritus vulgares ceñían a
Sarmiento por todas partes, con la
fuerza del número, irresponsables ante
el porvenir. Y él marchaba sin contar
los enemigos, desbordante y hostil,
ebrio de batallar en una atmósfera
grávida de tempestades, sembrando a
todos los vientos, en todas las horas,
en todos los surco. Despreciaba el
motejo de los que no le comprendían; la
videncia del juicio póstumo era el único
lenitivo a las heridas que sus
contemporáneos le prodigaban. Su vida
fue un perpetuo florecimiento de
esperanzas en un matorral de espinas.
Para conservar intactos sus atributos,
el genio necesita períodos de
recogimiento; el contacto prolongado con
la mediocridad despunta. las ideas
originales y corroe los caracteres más
adamantinos. Por eso, con frecuencia,
toda superioridad es un destierro. Los
grandes pensadores tórnanse solitarios;
aparecen proscritos en su propio medio.
Se mezclan a él para combatir o
predicar, un tanto excéntricos cuando no
hostiles, sin entregarse nunca
totalmente a gobernantes ni a
multitudes.
Muchos ingenios eminentes arrollados por
la marea colectiva, pierden o atenúan su
originalidad, empañados por la sugestión
del medio; los prejuicios, más
arraigados en el individuo, subsisten y
prosperan; las ideas nuevas, por ser
adquisiciones personales de reciente
formación, se marchitan. Para defender
sus frondas más tiernas el genio busca
aislamientos parciales en sus
invernáculos propios. Si no quiere
nivelarse demasiado necesita, de tiempo
en tiempo, mirarse por dentro, sin que
esta defensa de su originalidad
equivalga a una misantropía. Lleva
consigo las palpitaciones de una época o
de una generación, que son su finalidad
y su fuerza: cuando se retira se
encumbra. Desde su cima formula con
firme claridad aquel sentimiento,
doctrina o esperanza que en todos se
incuba sordamente. En él adquieren
claridad meridiana los confusos rumores
que serpentean en la inconsciencia de
sus contempo ráneos. Tal, más que en
ningún otro genio de la historia, se
plasmó en Sarmiento el concepto de la
civilización de su raza, en la hora que
preludiaba el surgir de nacionalidades
nuevas entre el caos de la barbarie.
Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo
entre muchos, ora expatriado, ora
proscrito dentro de su país, europeo
entre argentinos y argentino en el
extranjero, provinciano entre porteños y
porteño entre provincianos. Dijo
Leonardo que es destino de los hombres
de genio estar ausentes en todas partes.
Viven más alto y fuera del torbellino
común, desconcertando a sus
contemporáneos. Son inquietos: la gloria
y el reposo nunca fueron compatibles.
Son apasionados: disipan los obstáculos
como los primeros rayos del sol licuan
la nieve caída en una noche primaveral.
En la adversidad no flaquean: redoblan
su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras
su Ideal, afligiendo a unos,
compadeciendo a otros, adelantándose a
todos, sin rendirse, tenaces como si
fuera lema suyo el viejo adagio: sólo
está vencido el que confiesa estarlo. En
eso finca su genialidad. ésa es la
locura divina que Erasmo elogió en
páginas imperecederas y que la
mediocridad enrostró al gran varón que
honra a todo un continente.
Sarmiento parecía agigantarse bajo el
filo de las hachas.
III. AMEGHINO
Su pupila supo ver en la noche, antes de
que amaneciera para todos.
Reveló y creó: fue su misión. Lo mismo
que Sarmiento, llegó Ameghino en su
clima y a su hora. Por singular
coincidencia ambos fueron maestros de
escuela, autodidactos, sin título
universitario, formados fuera de la urbe
metropolitana, en contacto inmediato con
la naturaleza, ajenos a todos los
alambicamientos exteriores de la mentira
mundana, con las manos libres, la cabeza
libre, el corazón libre, las alas
libres. Diríase que el genio florece
mejor en las regiones solitarias,
acariciado por las tormentas, que son su
atmósfera propia; se agosta en los
invernáculos del Estado, en sus
universidades domesticadas, en sus
laboratorios bien rentados, en sus
academias fósiles y en su funciona
miento jerárquico. Fáltale allí el aire
libre y la plena luz que sólo da la
naturaleza: el encebadamiento precoz
enmohece los resortes de la imaginación
creadora y despunta las mejores
originalidades. El genio nunca ha sido
una institución oficial.
La vasta obra de Ameghino, en nuestro
continente y en nuestra época, tiene los
caracteres de un fenómeno natural. ¿Por
qué un hombre, en Luján, da por juntar
huesos de fósiles y los baraja entre sus
dedos, como un naipe compuesto con
millares de siglos, y acaba por pedir a
esos mudos testigo.; la historia de la
tierra, de la vida, del hombre. como si
obrara por predestinación o por
fatalidad?
Tenía que ser un genio argentino, porque
ningún otro punto de la superficie
terrestre contiene una fauna fósil
comparable a la nuestra; tenía que ser
en nuestro siglo, porque le habría
faltado el asidero de las doctrinas
evolucionistas que sirven de fundamento;
no podía ser antes de ahora, porque el
clima intelectual del país no fue
propicio a ello hasta que lo fecundó el
apostolado de Sarmiento y tenía que ser
Ameghino, y ningún otro hombre de su
tiempo. ¿Cuál otro reunía en tal alto
grado su aptitud para la observación y
la hipótesis, su resistencia para el
enorme esfuerzo prolongado durante
tantos años, su desinterés por todas las
vanidades que hacen del hombre un
funcionamiento, pero matan al pensador?
Ninguna convergencia de rutinas detiene
al genio en su oportunidad.
Aunque son fuerzas todopoderosas, porque
obran continua y sordamente, el genio
las domina: antes o después, pero en
dominarlas radica la realización de su
obra. Las resistencias, que desalientan
al mediocre, son su estímulo; crece a la
sombra de la envidia ajena. La sociedad
puede conspirar contra él, acumulando en
su contra la detracción y el silencio.
Sigue su camino, lucha, sin caer, sin
extraviarse, dionisiacamente seguro. El
genio, por su definición, no fracasa
nunca.
El que ha creado no es genio, no llegó a
serlo, fue una ilusión disipada.
No quiere esto decir que viva del éxito,
sino que su marcha hacia la gloria es
fatal, a pesar de todos los contrastes.
El que se detiene prueba impotencia para
marchar. Algunas veces el hombre genial
vacila y se interroga ansiosamente sobre
su propio destino: cuando muerden su
talón los envidiosos o cuando le adulan
los hipócritas. Pero en dos
circunstancias se ilumina o se
desencadena: en la hora de la
inspiración y en la hora de la diatriba.
Cuando descubre una verdad parece que en
sus pupilas brillara una luz eterna;
cuando amonesta a los envilecidos
diríase que refulge en su frente la
soberanía de una generación.
Firme y serena voluntad necesitó
Ameghino para cumplir su función genial.
Sin saberlo y sin quererlo nadie crea
cosas que valgan o duren. La imaginación
no basta para dar vida a la obra: la
voluntad la engendra. En este sentido y
en ningún otro el desarrollo de la
aptitud nativa requiere "una larga
paciencia" para que el ingenio se
convierta en talento o se encumbre en
genialidad. Por eso los hombres
excepcionales tienen un valor moral y
son algo más que objetos de curiosidad:
merecen la admiración que se les
profesa. Si su aptitud es un don de la
naturaleza, desarrollarla implica un
esfuerzo ejemplar. Por más que sus
gérmenes sean instintivos e
inconscientes, las obras no se hacen
solas. El tiempo es aliado del genio; el
trabajo completa las iniciativas de la
inspiración. Los que han sentido el
esfuerzo de crear, saben lo que cuesta.
Determinado el Ideal, hay que
realizarlo: en la raza, en la ley, en el
mármol, en el libro. La magnitud de la
tarea explica por qué, habiendo tantos
ingenios, es tan escaso el número de
obras maestras. Si la imaginación
creadora es necesaria para concebirlas,
requiérese para ejecutarlas otra rara
virtud: la virtud tenaz que Newton
bautizó como simple paciencia, sin medir
los absurdos corolarios de su apotegma.
No diremos, pues, que la imaginación es
superflua y secundaria, atribuyendo el
genio a lo que fue virtud de bueyes en
el simbolismo mitológico. No. Sin
aptitudes extraordinarias, la paciencia
no produce un Ameghino. Un imbécil, en
cincuenta años de constancia, sólo
conseguirá fosilizar su imbecilidad. El
hombre de genio, en el tiempo que dura
un relámpago, define su Ideal; después,
toda su vida, marcha tras él,
persiguiendo la quimera entrevista.
Las aptitudes esenciales son nativas y
espontáneas; en Ameghino se revelaron
por una precocidad de "ingenio" anterior
a toda experiencia.
Eso no significa que todos los precoces
puedan llegar a la genialidad, ni
siquiera al talento. Muchos son
desequilibrados y suelen agotarse en
plena primavera; pocos perfeccionan sus
aptitudes hasta convertirlas en talento;
rara vez coinciden con la hora propicia
y ascienden a la genialidad. Sólo es
genio quien las convierte en obra
luminosa, con esa fecundidad superior
que implica alguna madurez; los más
bellos dones requieren ser cultivados,
como las tierras más fértiles necesitan
ararse. Estériles resultan los espíritus
brillantes que desdeñan todo esfuerzo,
tan absolutamente estériles como los
imbéciles laboriosos; no da cosecha el
campo fértil no trabajado, ni las da el
campo estéril por más que se are. ése es
el profundo sentido moral de la paradoja
que identifica el genio con la
paciencia, aunque sean inadmisibles sus
corolarios absurdos.
La misma significación originaria de la
palabra genio presupone algo como una
inspiración trascendental. Todo lo que
huele a cansancio, no siendo fatiga de
vuelo alígero, es la antítesis del
genio. Solamente puede acordarse el
supremo homenaje de este título a aquel
cuyas obras denuncian menos el esfuerzo
del amanuense que una especie de don
imprevisto y gratuito, algo que opera
sin que él lo sepa, por lo menos con una
fuerza y un resultado que exceden a sus
intenciones o fatigas. Para griegos y
latinos, "genio" quería decir "dominio";
era aquel espíritu que acompaña, guía o
inspira a cada hombre desde la cuna
hasta la tumba. Sócrates tuvo el más
famoso. Con la acepción que hoy se da,
universalmente, a la palabra "genio" los
antiguos no tuvieron ninguna; para
expresarla anteponían al sustantivo
"ingenio" un adjetivo que expresara su
grandeza o culminación.
No es lícito denominar genios a todos
los hombres superiores.
Hay tipos intermediarios. Los modernos
distinguen al hombre de genio del hombre
de talento, pero olvidan la aptitud
inicial de ambos: el ingenio, es decir,
una capacidad superior a la mediana.
Presenta una gradación infinita, y cada
uno de sus grados es susceptible de
educarse ilimitadamente. Permanece
estéril y desorganizado en los más, sin
implicar siquiera talento. Este último
es una perfección alcanzada por pocos,
una originalidad particular, una
síntesis de coordinación, culminante y
excelsa, sin ser por eso equivalente al
genio. Rara vez la máxima
intensificación del ingenio crea,
presagia, realiza o inventa; sólo
entonces adquiere significación social y
asciende a la genialidad, como en el
caso de Ameghino. La especie, con ser
exigua, representa infinitas variedades:
tantas, casi, como ejemplares.
Habría ligereza de método y de doctrina
en no distinguir entre las mentes
superiores, a punto de catalogar como
genios a muchos hombres de talento y aun
a ciertos ingenios desequilibrados, que
son su caricatura. Ensayó Nordau una
discreta diferenciación de tipos. Llama
genio al hombre que crea nuevas formas
de actividad no emprendidas antes por
otros o desarrolla de un modo
enteramente propio y personal
actividades ya conocidas; y talento al
que practica formas de actividad,
general o frecuentemente practicadas por
otros, mejor que la mayoría de los que
cultivan esas mismas aptitudes. Este
juicio diferencial es discreto, pues
toma en cuenta la obra realizada y la
aptitud del que la realiza. El hombre de
ingenio implica un desarrollo orgánico
primitivamente superior; el hombre de
talento adquiere por el ejercicio una
integral excelencia de ciertas
disposiciones que en su ambiente posee
la mayoría de los sujetos normales.
¿Entre la inteligencia y el talento sólo
hay una diferencia cuantitativa, que es
cualitativa entre el talento y el genio?
No es así, aunque parezca. El talento
implica, en algún sentido, cierta
aptitud inicial verdaderamente superior,
que la educación hace culminar en su
propio género. De entre esas mentes
preclaras, algunas llegarán a la
genialidad si lo determinan
circunstancias extrínsecas: su obra
revelará si tuvieron funciones decisivas
en la vida o en la cultura de su pueblo.
Genio y talento colaboran por igual al
progreso humano. Su labor se integra. Se
complementan como la hélice y el timón:
el talento trepana sin sosiego las olas
inquietas y el genio marca el rumbo
hacia imprevistos horizontes.
La obra de Ameghino es creadora: eso la
caracteriza. Una inmensa fauna
paleontológica permanecía en el misterio
antes de que él la revelara a la ciencia
moderna y formulase una teoría general
para explicar sus emigraciones en los
siglos remotos. Crear es inventar, como
lo expresó Voltaire. El genio revélase
por una aptitud inventiva o crea dora
aplicada a cosas vastas o difíciles. En
la vida social, en las ciencias, en las
artes, en las virtudes, en todo, se
manifiesta con anticipaciones audaces,
con una facilidad espontánea para salvar
los obstáculos entre las cosas y las
ideas, con una firme seguridad para no
desviarse de su camino. En ciertos caos
descubre lo nuevo; en otros acerca lo
remoto y percibe relaciones entre las
cosas distantes, según lo definió Ampére.
No consiste simplemente en inventar o
descubrir: las invenciones que se
producen por casualidad, sin ser
expresamente pensadas, no requieren
aptitudes geniales. El genio descubre lo
que escapa a la reflexión de siglos o
generaciones, induce leyes que expresan
una relación inesperada entre las cosas,
señala puntos que sirven de centro a mil
desarrollos y abre caminos en la
infinita exploración de la naturaleza.
¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo
divino, no es demonio, no es enfermedad?
Nunca. Es más sencillo y más excepcional
a la vez.
Más sencillo, porque depende de una
complicada estructura del cerebro y no
de entidades fantásticas; más
excepcional, porque el mundo pulula de
enfermos y rara vez se anuncia un
Ameghino. Cuanto mejor cerebrado está el
hombre, tanto más alta y significativa
es su función de pensar. Ignórase
todavía el mecanismo íntimo de los
procesos intelectuales superiores. Los
acompañan, sin duda, modificaciones de
las células nerviosas: cambios de
posición y permutas químicas muy
complicadas. Para comprenderlas deberían
conocerse las actividades moleculares y
sus variables relaciones, además de la
histología exacta y completa de los
centros cerebrales. Esto no basta: son
enigmas la naturaleza de la actividad
nerviosa, las transformaciones de
energía que determina en el momento que
nace, durante el tiempo que se propaga y
mientras se producen los fenómenos que
acompañan la complejísima función de
pensar. Los conocimientos científicos
distan de ese límite. Sin embargo,
mientras la química y la fisiología
permitan acercarse al fin, existe ya la
certidumbre de que ésa, y ninguna otra,
es la vía para explicar las aptitudes
supremas de un genio en función de su
medio.
Nacemos diferentes; hay una variadísima
escala desde el idiota hasta el genio.
Se nace en una zona de ese espectro, con
aptitudes subordinadas a la estructura y
la coordinación de las células que
intervienen en la elaboración del
pensamiento; la herencia concurre a dar
un sistema nervioso, agudo u obtuso,
según los casos. La educación puede
perfeccionar esas capacidades o
aptitudes cuando existen; no puede
crearlas cuando faltan: Salamanca no las
presta.
Cada uno tiene la sensibilidad propia de
su perfeccionamiento nervioso; los
sentidos son la base de la memoria, de
la asociación, de la imaginación; de
todo. Es el oído lo que hace el músico;
el ojo lleva la mano del pintor. El
poder concebir está subordinado al de
percibir: cada hombre tiene la memoria y
la imaginación que corresponde a sus
percepciones predominantes. La memoria
no hace al genio, aunque no le estorba;
pero ella, y el razonamiento a sus
datos, no crean nada superior a lo real
que percibimos. La fecundidad creadora
requiere el concurso de la imaginación,
elemento necesario para sobreponer a la
realidad algún Ideal. Cuando, pues, se
define el genio como "un grado exquisito
de sensibilidad nerviosa", se enuncia la
más importante de sus condiciones; pero
la definición es incompleta. La
sensibilidad es el complejo instrumento
puesto al servicio de las aptitudes
imaginativas, aunque éstas, en último
análisis, no han podido formarse sino
sobre datos de la misma sensibilidad.
En los genios estéticos es evidente la
superintendencia de la imaginación sobre
los sentidos: no lo es menos en los
genios especulativos como Ameghino, y en
los genios pragmáticos, como Sarmiento.
Gracias a ella se conciben los
problemas, se adivinan las soluciones,
se inventan las hipótesis, se plantean
las experiencias, se multiplican las
combinaciones. Hay imaginación en la
paleontología de Ameghino, como la hay
en la física de Ampére y en la
cosmología de Laplace; y la hay en la
visión civilizadora de Sarmiento, corno
en la política de César o en la de
Richelieu. Todo lo que lleva la marca
del genio es obra de la imaginación, ya
sea un capítulo del Quijote o un
pararrayos de Franklin; no digamos de
los sistemas filosóficos, tan
absolutamente imaginativos como las
creaciones artísticas. Más aún: muchos
son poemas, y su valor suele medirse por
la imaginación de sus creadores.
En toda la gestión de su doctrina, la
genialidad de Ameghino se traduce por
una absoluta unidad y continuidad del
esfuerzo, que es la antítesis de la
locura. También a él le, supusieron
loco, sobre todo en su juventud. Con
bonhomía risueña recordaba las burlas de
vecinos y niños de su escuela, cuando le
veían dirigirse, azada al hombro, hacia
las márgenes del Luján; para esas mentes
sencillas tenía que estar loco ese
maestro que pasaba días enteros cavando
la tierra y desenterrando huesos de
animales extraños, como si algún delirio
le transformara en sepulturero de edades
extinguidas. Cambiando de ambientes sin
asimilarse a ninguno, consiguió pasar
más desapercibido y atenuar su
reputación de inadaptado.
Basta leer su inmensa obra centenares de
monografías y volúmenes para comprender
que sólo presenta los desequilibrios
inherentes a su exuberancia. Sus
descubrimientos, grandes y útiles, nunca
fueron adivinados al acaso ni en la
inconsciencia, sino por , una vasta
elaboración; no fueron frutos de un
cerebro carcomido por la herencia o los
tóxicos, sino de engranajes
perfectamente entrenados; no
ocurrencias, sino cosechas de siembras
previas; jamás casualidades, sino
claramente previstos y anunciados.
El genio es una alta armonía; necesita
serlo. Es absurdo suponer caídos bajo el
nivel común a esos mismos que la
admiración de los siglos coloca por
encima de todos. Las obras geniales sólo
pueden ser realizadas por cerebros
mejores que los demás; el proceso de la
creación, aunque tenga fases
inconscientes, sería imposible sin una
clarividencia de su finalidad. Antes que
improvisarse en horas de ocio, opérase
tras largas meditaciones y es oportuno,
llegando a tiempo de servir como premisa
o punto de partida para nuevas doctrinas
y corolarios.
Nunca tal equilibrio de la obra genial
será más evidente que en la de Ameghino:
si hubiéramos de juzgar por ella, el
genio se nos presentaría como una
tendencia al sistemático equilibrio
entre las partes de un nuevo estilo
arquitectónico.
Esto no excluye que la degeneración y la
locura puedan coexistir con la
imaginación creadora, afectando
especiales dominios de la mente humana;
pero la capacidad para la síntesis más
vasta no necesita ser desequilibrio ni
enfermedad. Ningún genio lo fue por su
locura; algunos como Rousseau, lo fueron
a pesar de ella; muchos, como Nietzsche,
fueron por la enfermedad sumergidos en
la sombra. Ameghino, a la par de todos
los que piensan mucho e intensamente, se
contradijo muchas veces en los detalles,
aunque sin perder nunca el sentido de su
orientación global. Cuando las
circunstancias convengan a ello, el
genio especulativo nace recto desde su
origen, como un rayo de luz que nada
tuerce o apaga. Basta oírlo para
reconocerlo: todas sus palabras
concurren a explicar un mismo
pensamiento, a través de cien
contradicciones en los detalles y de mil
alternativas en la trayectoria; parecen
tanteos para cerciorarse mejor del
camino, sin romper la coherencia de la
obra total; esa armonía de la síntesis
que escapa a los espíritus subalternos.
Ameghino converge a un fin por todos los
senderos; nada le desvía. Mira alto y
lejos, va derechamente, sin las
prudencias que traban el paso a las
medianías, sin detenerse ante los mil
interrogantes que de todas partes la
acosan para distraerle de la Verdad que
le entreabre algún pliegue de sus velos.
La verdadera contradicción, la que
esteriliza el esfuerzo y el pensamiento,
reside en la deshilvanada heterogeneidad
que empalaga las obras de los mediocres.
Viven éstos con la pesadilla del juicio
ajeno y hablan con énfasis para que
muchos les escuchen aunque no les
entiendan; en su cerebro anidan todas
las ortodoxias, no atreviéndose a
bostezar sin metrónomo. Se contradicen
forzados por las circunstancias: los
rutinarios serían supremas lumbreras si
éstas se juzgaran por la simple
incongruencia. Para señalar el punto de
intersección entre dos teorías, dos
creencias, dos épocas o dos
generaciones, requiérese un supremo
equilibrio. En las pequeñas
contingencias de la vida ordinaria, el
hombre vulgar puede ser más astuto y
hábil; pero en las grandes horas de la
evolución intelectual y social todo debe
esperarse del genio. Y solamente de él.
Sería absurdo decir que la genialidad es
infalible, no existiendo verdades
imperfectibles; cien rectificaciones
Podrán hacerse en la obra de Ameghino, y
muy especialmente en sus hipótesis sobre
el sitio de origen de la especie humana.
Los genios pueden equivocarse. suelen
equivocarse, conviene que se equivoquen.
Sus creaciones falsas resultan
utilísimas por las correcciones que
provocan. las investigaciones que
estimulan, las pasiones que encienden,
las inercias que remueven.
Los hombres mediocres se equivocan de
vulgar manera; el genio, aun cuando se
desploma, enciende una chispa, y en su
fugaz alumbramiento se entrevé alguna
cosa o verdad no sospechada antes. No es
menos grande Platón por sus errores ni
lo son por ello Shakespeare o Kant. En
los genios que se equivocan hay una
viril firmeza que a todos impone
respeto. Mientras los contemporizadores
ambiguos no despiertan grandes
admiraciones, los hombres firmes obligan
el homenaje de sus propios adversarios.
Hay más valor moral en creer firmemente
una ilusión propia, que en aceptar
tibiamente una mentira ajena.
IV. LA MORAL DEL GENIO
El genio es excelente por su moral, o no
es genio. Pero su moralidad no puede
medirse con preceptos corrientes en los
catecismos; nadie mediría la altura del
Himalaya con cintas métricas de
bolsillo. La conducta del genio es
inflexible respecto de sus ideales. Si
busca la Verdad, todo lo sacrifica a
ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si
el Bien, va recto y seguro por sobre
todas las tentaciones. Y si es un genio
universal, poliédrico, lo verdadero, lo
bello y lo bueno se unifican en su ética
ejemplar, que es un culto simultáneo por
todas las excelencias, por todas las
idealidades. Como fue en Leonardo y en
Goethe. Por eso es raro. Excluye toda
inconsecuencia respecto del ideal: la
moralidad para consigo mismo es la
negación del genio. Por ella se
descubren los desequilibrados, los
exitistas y los simuladores. El genio
ignora las artes del escalamiento y las
industrias de la prosperidad material.
En la ciencia busca la verdad, tal como
la concibe; ese afán le basta para
vivir. Nunca tiene alma de funcionario.
Sobrelleva, sin vender sus libros a los
Gobiernos, sin vivir de favores ni de
prebendas, ignorando esa técnica de los
falsos genios oficiales que simulan el
mérito para medrar a la sombra del
Estado. Vive como es, buscando la Verdad
y decidido a no torcer un milésimo de
ella. El que pueda domesticar sus
convicciones no es, no puede ser, nunca,
absolutamente, un hombre genial. Ni lo
es tampoco el que concibe un bien y no
lo practica. Sin unidad moral no hay
genio. El que predica la verdad y
transige con la mentira, el que predica
la justicia y no es justo, el que
predica la piedad y es cruel, el que
predica la lealtad y traiciona, el que
predica el patriotismo y lo explota, el
que predica el carácter y es servil, el
que predica la dignidad y se arrastra,
todo el que usa dobleces, intrigas,
humillaciones, esos mil instrumentos
incompatibles con la visión de un ideal,
ése no es genio, está fuera de la
santidad: su voz se apaga sin eco, no
repercute en el tiempo, como si resonara
en el vacío.
El portador de un ideal va por caminos
rectos, sin reparar que sean ásperos y
abruptos. No transige nunca movido por
vil interés; repudia el mal cuando
concibe el bien; ignora la duplicidad;
ama en la Patria a todos sus
conciudadanos y siente vibrar en la
propia el alma de toda la Humanidad;
tiene sinceridades que dan escalofríos a
los hipócritas de su tiempo y dice la
verdad en tal personal estilo que sólo
puede ser palabra suya; tolera en los
demás errores sinceros, recordando los
propios; se encrespa ante las bajezas,
pronunciando palabras que tienen ritmos
de apocalipsis y eficacia de catapulta;
cree en sí mismo y en sus ideales, sin
pactar con los prejuicios y los dogmas
de cuántos le acosan con furor, de todos
los costados. Tal es la culminante
moralidad del genio. Cultiva en grado
sumo las más altas virtudes, sin
preocuparse de carpir en la selva
magnífica las malezas que concentran la
preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la
proporción que elevan su inteligencia;
pueden subordinar los pequeños
sentimientos a los grandes, los cercanos
a los remotos, los concretos a los
abstractos. Entonces los hombres de
miras estrechas los suponen
desamorizados, apáticos, escépticos. Y
se equivocan. Sienten, mejor que todos,
lo humano. El mediocre limita su
horizonte afectivo a sí mismo, a su
familia, a su camarilla, a su facción;
pero no sabe extenderlo hasta la Verdad
o la Humanidad, que sólo pueden
apasionar al genio. Muchos hombres
darían su vida por defender a su secta;
son raros los que se han inmolado
conscientemente por una doctrina o por
un ideal.
La fe es la fuerza del genio. Para
imantar a una era necesita amar su Ideal
y transformarlo en pasión; "Golpea tu
corazón, que en él está tu genio",
escribió Stuart Mill, antes que
Nietzsche. La intensa cultura no entibia
a los visionarios: su vida entera es una
fe en acción. Saben que los caminos más
escarpados llevan más alto. Nada
emprenden que no estén decididos a
concluir. Las resistencias son espolazos
que los incitan a perseverar; aunque
nubarrones de escepticismo ensombrezcan
su cielo, son, en definitiva, optimistas
y creyentes: cuando sonríen, fácilmente
se adivina el ascua crepitante bajo su
ironía. Mientras el hombre sin ideales
ríndese en la primera escaramuza, el
genio se apodera del obstáculo, lo
provoca, lo cultiva, como si en él
pusiera su orgullo y su gloria: con
igual vehemencia la llama acosa al
objeto que la obstruye, hasta
encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La fe es la antítesis del fanatismo. La
firmeza del genio es una suprema
dignidad del propio Ideal; la falta de
creencias sólidamente cimentadas
convierte al mediocre en fanático. La fe
se confirma en el choque con las
opiniones contrarias; el fanatismo teme
vacilar ante ellas e intenta ahogarlas.
Mientras agonizan sus viejas creencias,
Saúl persigue a los cristianos, con saña
proporcionada a su fanatismo; pero
cuando el nuevo credo se afirma en
Pablo, la fe le alienta, infinita:
enseña y no persigue, predica y no
amordaza. Muere él por su fe, pero no
mata; fanático, habría vivido para
matar. La fe es tolerante: respeta las
creencias propias en las ajenas. Es
simple confianza en un Ideal y en la
suficiencia de las propias fuerzas; los
hombres de genio se mantienen creyentes
y firmes en sus doctrinas, mejor que si
éstas fueran dogmas o mandamientos.
Permanecen libres de las supersticiones
vulgares y con frecuencia las combaten:
por eso los fanáticos les suponen
incrédulos, confundiendo su horror a la
común mentira con falta de entusiasmo
por el propio Ideal. Todas las
religiones reveladas pueden permanecer
ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada
hay más extraño a la fe que el
fanatismo. La fe es de visionarios y el
fanatismo de siervos. La fe es llama que
enciende y el fanatismo es ceniza que
apaga. La fe es una dignidad y el
fanatismo es un renunciamiento. La fe es
una afirmación individual de alguna
verdad propia y el fanatismo es una
conjura de huestes para ahogar la verdad
de los demás. Frente a la domesticación
del carácter que rebaja el nivel moral
de las sociedades contemporáneas, todo
homenaje a los hombres de genio que
impendieron su vida por la Libertad y
por la Ciencia, es un acto de fe en su
Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse
ejemplos morales que contribuyan al
perfeccionamiento de la Humanidad.
Cuando alguna generación siente un
hartazgo de chatura, de doblez, de
servilismo, tiene que buscar en los
genios de su raza los símbolos de
pensamiento y de acción que la templen
para nuevos esfuerzos. Todo hombre de
genio es la personificación suprema de
un Ideal.
Contra la mediocridad, que asedia a los
espíritus originales, conviene fomentar
su culto; robustece las alas nacientes.
Los más altos destinos se templan en la
fragua de la admiración. Poner la propia
fe en algún ensueño, apasionadamente,
con la irás honda emoción, es ascender
hacia las cumbres donde aletea la
gloria. Enseñando a admirar el genio, la
santidad y el heroísmo, prepáranse
climas propios a su advenimiento.
Los ídolos de cien fanatismos han muerto
en el curso de los siglos, y fuerza es
que mueran otros venideros,
implacablemente segados por el tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la
supersticiosa fantasmagoria de lo
divino: el ejemplo de las altas
virtudes. Los santos de la moral
idealista no hacen milagros: realizan
magnas obras, conciben supremas
bellezas, investigan profundas verdades.
Mientras existan corazones que alienten
un afán de perfección, serán conmovidos
por todo lo que revela fe en un Ideal:
por el canto de los poetas, por el gesto
de los héroes, por la virtud de los
santos, por la doctrina de los sabios,
por la filosofía de los pensadores.