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DIVULGACIÓN CULTURAL

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FILOSOFÍA
 
EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA
Nietzsche filósofo dionisiaco
 

Crítica del cristianismo

La posición de Nietzsche en oposición a toda dogmática del saber, del creer y del obrar es de índole religiosa; su contenido está saturado de una fe ilimitada en ciertas facultades o potestades humanas infalibles contra otras que considera degenerativas. El instinto es, como la fe ciega de Tertuliano, un camino de salvación, pero el instinto de la mente, no del cuerpo.

Tiene el virulento entusiasmo de los reformistas; la música y la poesía suplen el razonamiento erístico. Los cantos del Zarathustra son a la vez los Profetas y los Actos de los apóstoles. Ningún sistema de moral, de lógica, de política ni de metafísica puede oponerse a la necesidad de salvar el alma por la confesión de sus tribulaciones y dudas. Lleva ese deber de la confesión más allá que Kierkegaard, y ninguna monstruosidad le parece que deba callarse; la proclama como los pecadores de Dostoievsky, en público, buscando las palabras más duras y las acusaciones más mortíferas, en el estilo de Lutero. Para Nietzsche como para Erasmo, el pensador tiene los mismos deberes que el sacerdote, sólo que se aplican al intelecto: no se lo puede traicionar, y si predestinadamente ha de cumplir una tarea de devastación, de negación, ése es su sagrado destino. Erasmo y Voltaire a este respecto pueden ser vistos como moralistas supremos: no mancharon su pensamiento, y las cuestiones de moral ordinaria están fuera de esta moral suprema.

También Lutero se arredraba ante la perspectiva de su obra; luchaba contra los demonios a brazo partido. No es casual que haya puesto Nietzsche como epígrafe al V Libro de La Gaya Ciencia la célebre frase de Turena. Lutero acometía para destruir, desmantelar, aniquilar el poder temporal y pastoral de la Iglesia romana en que encontraba depositados los positivos dones de Satanás. La postura filosófica de Nietzsche es idéntica: la Iglesia aquí es el saber oficial. Académico, frío, dogmático: el Sistema. el Canon, la Universidad, la Academia, el Estado. Su filosofía dionisíaca es como la religión dionisíaca de Lutero. También éste proclamó la exaltación, el éxtasis, la música y el arrebato, como sagrada fuerza contra los preceptos y los silogismos tomistas. Da al hombre lo que es del hombre y lo impele en un santo furor, espada en mano. Su posición contra los filisteos de la cultura es la de Cristo contra los fariseos. Nietzsche defiende las aptitudes del hombre, de los superiores poderes del espíritu. Cultura es para él como mundo; una realidad cerrada.

No necesita hablar de Dios porque sabe, desde Eckart, que nombrarlo sólo ya es desfigurarlo y atribuirle un atributo cualquiera, reducirlo. Contra los Padres del cristianismo, Sócrates, de Fedón, Sófocles, de Antígona, el "piccolo santo" se levanta como Lutero contra el diablo mismo. Es la patrística grecolatina, la ingestión de Aristóte1es en lo dionisíaco de los evangelios, lo que le repugna.

Es un puritano en filosofía, que va directamente al texto de la naturaleza y del alma como a libros escritos en lengua musical, no matemática. Razona como un casuísta; penetra en sus análisis mentales como en la reconstrucción de un palimpsesto. Es un filólogo cuando razona, y el examen de Wagner es el método más riguroso empleado jamás en cuestiones de arte. Asimismo procede con la religión, la moral y la lógica. Crea el psicoanálisis, porque perfora las más recónditas capas del alma; penetra hasta el alma de los muertos, de la historia. Su método es ese de no omitir, no descuidar, no tener miedo. En cuestiones de pensamientos hay que tener cuidado de no pecar contra el espíritu. No hay perdón contra ese pecado teologal. Así como Lutero, descubrió la falsedad de toda la dogmática de la cultura. Cristianismo y cultura se basan en malentendidos, en una escala falseada de valores en el aprovechamiento del hombre, reducido a 1a impotencia y la ignorancia; en la creación de la subclase de los estólidos sapientes, El odio a la vida es precisamente lo que ese rozagante y hedónico Lutero encontraba en tanta perversión de los administradores del diablo. La alegría del cristianismo sin mancha, de los primitivos y de San Francisco, es la alegría franciscana de Nietzsche, en el seno maternal de la cultura depurada, sin culturalina, como en la moral limpia, sin moralina.

Son, pues, la filosofía de cátedra y la moral de iglesia los dos blancos contra los cuales asesta sus certeros y penetrantes tiros. Esto forma parte, más que de una concepción filosófica, de una necesidad de su conciencia, y en ella vemos prolongarse a lo largo de sus metamorfosis y crisis las hondas canalizaciones de su adolescencia, cuando se propuso, con voto solemne, defender la pureza del cristianismo y la inexpugnabilidad de sus convicciones.

Siempre fué Nietzsche un hombre religioso, de contextura religiosa, impulsado primero por una divinidad tremenda y luego por un deber intelectua1 que colinda con las exigencias de una ascesis. No cree ya en lo que antes, mas esto no lo releva de sus solemnes juramentos. La nueva creencia bien vale la misma santidad. "Pues el hecho de que el hombre siga viviendo, sumergido en la vida —escribe Pfänder—, y de esta suerte afirme realmente la vida en lo pequeño, contradice esa su radical indecisión con respecto a ella. Así el hombre crea en su interior un estado de impulcritud espiritual, cuando deja sin solución ese problema, que al fin y al cabo siente, y, sin embargo, continúa arrastrando voluntariamente su vida sobre el vacilante suelo de esa indecisión. Nietzsche odia con todo su corazón estas impurezas del espíritu" (Nietzsche)

Defendió siempre un ideal de pureza de espíritu que, en lugar de aplicarse a la conducta cotidiana de la vida, se aplicó a las faenas no menos responsables y rigurosas del pensar. Era un santo en el orden de las ideas, y la valentía con que puso en el centro de su concepción de la vida la necesidad de ser fiel a su conciencia, nos presenta un caso sin otras semejanzas que las de los místicos de la Reforma, el Renacimiento y el Humanismo: Lutero, Erasmo y Milton son sus hermanos consanguíneos. También fué Nietzsche como ellos, un filólogo conocedor de las lenguas madres de la cultura occidental, de los textos originarios de esa cultura, que leyó e interpretó con la fidelidad de la hermenéutica protestante. La Biblia está reemplazada por las analectas profanas, y ante el mundo occidental decadente y nihilista significaba lo mismo que la corrupcción pontificia para aquellos otros hermanos suyos. Cristianismo y moral eran entendidos en su plano de la cultura como antes la Iglesia y los Concilios, imágenes de un dogma cristalizado sobre la fe desaparecida y códigos de comportamiento petrificados sobre la sensibilidad viva del bien y del mal. En los ataques al cristianismo que siguen al ataque contra Strauss, el último de los teólogos que se aplicaron a la prueba de la mitología cristiana, obtiene sus mejores elementos de asedio en las ideas de Overbeck. "En realidad escribió más en honor del cristianismo que en su deshonor: mídase no la anchura sino la profundidad y adviértase bien en dónde late el corazón" (Heinrich Mann, Nietzsche).

Aun cuando en su espíritu independiente no lo declare, hay en su crítica del cristianismo la idea central de que para la Edad Moderna el cristianismo no es ya una religión sino uno de los objetos que integran el orbe de la cultura occidental. Efectivamente, sus críticas contra el cristianismo en su esencia misma no van contra el aspecto religioso del mismo sino contra el moral y el filosófico; son trabajos de psicología más que de apologética o crítica, y los argumentos que utiliza son de la misma especie con que ataca la civilización contemporánea, a la que acusa de nihilista y decadente. Cultura cristiana y cristianismo filosófico son para él idénticos; así, Wagner, el hombre, se identifica con el músico según el mismo procedimiento con que ya en El origen de la tragedia descargaba sobre Sócrates, el plebeyo, el geómetra de la moral y el optimista de la razón, todo lo que más bien a través de Aristóteles la Iglesia había incorporado a sus Dogmas como fundamentos racionalistas de la fe. En el cristianismo reniega del Fedón más que de los Evangelios. En este sentido ha podido decir Pfänder: "Pero acaso desenmascarando esa caricatura de cristianismo haya contribuído Nietzsche poderosamente al restablecimiento del verdadero cristianismo, y deteniendo la progresiva tiranía del Cristianismo degenerado.

Es una postura dogmática arbitraria de Nietzsche atribuir al cristianismo una función racionalizadora de la moral porque así se confunde la esencia del cristianismo evangélico con el programa político de la Iglesia católica militante.

Pero tiene muchísima razón en cuanto el cristianismo cristaliza, como la rama de Salzburgo, las sales de odio y resentimiento contra la vida, y convierte la tragedia dionisíaca del vivir en una prueba eliminatoria para un premio o un castigo ultraterrenos. Esa enorme inmoralidad encubierta bajo los atavíos de la moral más estricta es lo que desesperaba a Nietzsche, particularmente al percibir que las grandes masas humanas, envilecidas por toda clase de sofismas de poder, se convirtieron en instrumentos ciegos y entusiastas de su propia esclavitud. Otorgarles el poder, en el estado mental demoníaco en que Occidente las ha hundido, es privar al hombre de toda posibilidad de salvación. Pero reconocido finalmente tal status como irremisible, reconoce la civilización como un castigo de Dionisos, que cegaba con la ilusión criminal a sus perseguidores, y proc1ama el amor a "esa cosa terrible", como la llama, el amor a la némesis de la historia del hombre, su Amor Fati. Dentro de la forma de pensar de Nietzsche, ¿no podríamos decir que Dionisos se ha valido de un antidionisos, de una máscara de sí mismo, de Cristo, para perdemos? El Cristo político de la Iglesia católica, que ya no es el anarquista de Galilea sino el reclutador de esclavos para la industria de guerra, ¿no es un simulacro infernal del gozoso dios de la vida, del danzante, del corodidáscalos de los faunos, de Dionisos coronado de pámpanos? Éste es también, por cierto, un problema con cuernos, un problema nietzscheano.

Cristo se propone reformar el mundo social por el amor, crear una instancia celestial o de valores sobre la asertórica y conminatoria del interés terrenal, por la piedad, la bondad, la pureza de corazón —todas las virtudes negativas según Nietzsche— que nada tiene que ver con la reforma que preconizan la teología o la ética profesionales y doctorales. Nietzsche debió separar lo que significan las doctrinas y lo que hacen de ellas la ignorancia de los pueblos y la dirección política de la cultura. Es un problema que desde sus días se ha clarificado muchísimo.

El cristianismo tiene un fermento de desorden y por esto, y no por someter y amansar, fué perseguido por Roma hasta que encajó en los planes de dominio de la nueva Roma. Y esto es lo que ha hecho el comando supremo de los intereses capitalistas colonizadores desde fines del siglo pasado. Mediante esta capitulación con que otra vez los vencidos, dominan por el espíritu, el cristianismo se hace efectivamente un instrumento de dominio secular. Se dogmatiza, se racionaliza, se teologiza; pero ya no es el cristianismo sino la cristiandad, los súbditos de la Iglesia, los ejércitos de salvación a u1tranza, el santo imperio románico-germánico o de los trusts y consorcios internacionales, el poder terrenal, efectivamente. Lo que Nietzsche ataca en el concepto de cristianismo y de ecclesia, es lo que entendemos por Estado y por súbditos. Todos los defectos que inculpa al cristianismo debió transferírselos a la Iglesia, el Estado arquetípico, y todos los defectos que pertenecen a la Iglesia son comunes con el Estado político nacional, dondequiera existe como lo conocemos desde el siglo XVI.

Lo que combatió Nietzsche en el cristianismo y en la filosofía platónica es la escolástica. Está en la misma línea de Reuchlin, Melanchton y Erasmo. La política y los apologistas habían creado una filosofía del cristianismo que suplantaba al cristianismo evangélico. Así lo entendieron los reformistas. Ritschl y Overbeck pudieron insinuarle que Sócrates y Cristo, los dos blancos de sus tiros, estaban identificados y que Sócrates era visto como un Santo por la Iglesia y Cristo como un Maestro. En muchos sentidos Nietzsche es un ortodoxo, un continuador de la mística. Es evidente que Lutero no habría hecho a fines del siglo XIX otra labor que la de Nietzsche, concluído el juicio de acusación del siglo XVI y completado desde el terreno de los conocimientos positivos en el siglo XVIII. Bastaría cambiar los términos de los objetivos que se propusieron Lutero y Reuchlin para que comprendiéramos que otra vez Nietzsche renueva la exaltada empresa de purificar al hombre en sus ideales contrahechos y disolutos: del pecado de adorar falsas divinidades. Destruyendo al Dios y al Cristo de la herejía católica incorporaba a los ideales supremos de la vida las fuezas puras que durante la Edad Media encarnaron en ambos supuestos para el progreso del alma. La fe de Nietzsche en el hombre, aunque en la época inicial de su apostolado se documente en las ciencias naturales de su siglo, comprende el sentido de misión que por la Biblia se le asigna y que el Cristo recordó desde fuera de los preceptos de la Sinagoga como Lutero desde fuera de los de la Iglesia. El superhombre reconstruye el Paraíso en la tierra, y la evolución y el progreso suplantan 1ongitudinalmente en la historia el instantáneo proceso vertical de la purificación y el tránsito de la vida mundana a la mística, sólo que ahora se llama metafísica. Es verdad que nunca habla Nietzsche de nada que trascienda del mundo y del hombre, que éste forma un cosmos total, pero en el mundo y en el hombre introduce todos los conceptos trascendentales de la religión y quiere en definitiva, como Ulrico de Hutten o como Ignacio de Loyo1a, hacer del pensador un caballero.

Nietzsche percibe desde su juventud, que por la fe en falsos ídolos en su tiempo la cultura se agosta y que estaba en trance de ser aniquilada. Esta alarma se concreta más tarde en el convencimiento de que el cristianismo como filosofía del renunciamiento y como moral de la sofisticación de la vida, tenía casi la exclusiva responsabilidad. "Todo se pone al servicio de la barbarie que irrumpe", escribe; y sus meditaciones ulteriores desarrollan ese leitmotiv hasta alcanzar las formas extremas más increíbles. Las ancestrales fuerzas groseras son manejadas por inteligencias malvadas que ejercen una nueva tiranía militar sobre los bienes espirituales y materiales por igual. La cultura es reemplazada por el saber de cultura (Jaspers). La persona humana cuenta cada vez menos, y a la creación sucede la mecanización, a la conciencia el interés. Prima la cantidad, los grandes números, los rebaños y los ejércitos, las muchedumbres y las asociaciones de intereses comunes y generales. Desprovista de sentido, la vida se transforma en un texto para declamar, y el comediante tiene más personalidad efectiva que el personaje del drama y que él mismo. Se ha convertido en su propio histrión, el que se mima a sí propio. Y eso que ha muerto, o que está agonizando en el hombre occidental, es su voluntad de vivir, lo que antaño atribuyó a las potencias divinas. Los dioses mueren en los hombres. Y su grito final es: "Dios ha muerto".

La primera oposición de Dionisos-Apolo concrétase en otra: Dionisos-Jesús. Apolo era un perfeccionamiento técnico del élan dionisíaco, musical, desbordante, alegre. Jesús es una encarnación sombría, antinatural, exigente, del espíritu dionisíaco. Con posterioridad a la intuición de Nietzsche, la simbiosis Dionisos-Jesús ha sido estudiada a fondo por los cristólogos y mitólogos que han desintegrado del cristianismo los elementos culturales y rituales absorbidos de Grecia y del Cercano Oriente. Nietzsche persiste en las últimas meditaciones en su primitiva noción de Sócrates-Jesús. Dionisos tiene que defenderse a sí mismo en la filosofía socrática que agosta la frescura del mito con la sequedad del precepto, y más tarde tiene que defenderse de sí mismo en la ascética cristiana que termina la tarea interrumpida por la condena de Sócrates. Explica:

"Los dos tipos: Dionisos y el Crucificado. — Determinar si el hombre religioso típico es una forma de decadencia (los grandes innovadores son todos enfermos y epilépticos). ¿Pero no olvidamos uno de los tipos del hombre religioso, el tipo pagano? ¿El tipo pagano no es una forma del reconocimiento y de la afirmación de la vida? ¡El tipo de un espíritu bienvenido y desbordante en el arrebato! ¡El tipo de un espíritu que acoge las contradicciones y los problemas de la vida y que los resuelve! Ahí coloco yo al Dionisos de los griegos: la afirmación religiosa de la vida total, no renegada y retaceada (es típico que el acto sexual despierte ideas de profundidad, misterio, respeto).

"Dionisos contra el ‘crucificado’: he ahí la oposición. No hay diferencia en cuanto al martirio —pero aquí toma otro sentido—. La vida misma, con su carácter eternamente temible y su eterno retorno, necesita la angustia, la destrucción, la voluntad de destrucción... De otro modo, el sufrimiento, el ‘crucificado inocente’ sirve de argumento contra esta vida, de fórmula para condenarla. Se adivina: el problema es el de la significación que ha de darse al sufrimiento: un sentido cristiano o un sentido trágico... En el primer caso debe ser el camino que lleva a una existencia sagrada, en el último caso la existencia misma aparece bastante sagrada para justificar todavía un monstruo de sufrimiento. El hombre trágico dice ‘sí’ ante la faz del sufrimiento más duro: es bastante fuerte, bastante abundante, bastante divinizador para ello; el hombre cristiano dice ‘no’ aun ante la faz de la suerte más feliz de la tierra: es bastante débil, bastante pobre, bastante desheredado para sufrir la vida bajo todas las formas... El Dios en la cruz es una maldición a la vida, una indicación para librarse. Dionisos descuartizado en trozos es una proeza de vida, renacerá eternamente y regresará de la destrucción". (Voluntad de poderío).

En su transmutación de todos los valores tampoco hay mucho de distinto de la revaloración que al pensamiento y al sentimiento dieron, en dos direcciones divergentes, Erasmo y Lutero. El hombre nuevo, libre, consciente de sus responsabilidades, no difiere del que columbra Nietzsche en el porvenir. El uno representa ese rigor inflexible de la razón que no tolera las deducciones capciosas ni se conforma con el conocimiento aproximativo que quiere saber desde la raíz misma, desde la analogía gramatical, que analiza el significado de los actos con la penetración del sentido de las palabras en los textos paleográficos; y el segundo, que niega la autoridad de la razón, el veredicto de los conocimientos de carácter epistemológico o científico para probar la verdad en materia religiosa o de fe. El escepticismo de Nietzsche en la aptitud de la razón para decidir sobre la intuición en asuntos de competencia de la responsabilidad ética del alma, es luterana; y la certeza con que se entrega, sin temores, a las conclusiones más osadas del raciocinio para destruir las cristalizaciones del subconsciente, es erasmita. Cuando se ha querido colocarlo en la línea de los moralistas escépticos que arrancan de Montaigne y llegan a La Rochefoucauld a través de Pascal y Vauvenargues, se busca una filiación arbitraria. También cuando se lo considera en la línea del pragmatismo y del materialismo ateo se incurre en grosera asociación de apariencias.

Nietzsche es un adorador de la vida, como supremo don en todos los órdenes de la existencia, del ser. Asimismo, su negación de Sócrates es la negación de Aristóteles, y su negación de Aristóteles es la negación de la patrística y del dogma escolástico, apostólico romano. De ahí que su heterodoxia sólo sea cierta desde el punto de vista del pensamiento escolástico, que deja fuera toda la sensibilidad humana, que inclusive está viva en los Evangelios. Mas si su ardor lo conduce hasta la negación misma del cristianismo, es porque lo toma en sus proyecciones sociales y políticas, en la deformación del alma del hombre por su entrega sumisa y pasiva a la desesperada negación de los impulsos vitales, que es finalmente una degradación filosófica de la doctrina pura de Cristo. En fin, su destrucción de todo fundamento racional del cristianismo le restituye su primigenia fuerza, porque el cristianismo no se sostiene por lo que en él haya de racional, sino precisamente porque es un extraordinario complejo de malentendidos afines sustancialmente con la índole dle la sensibilidad y la mentalidad humanas. Jamás será destruido el cristianismo por la prueba de su absurdo, y en esto Tertuliano y Dostoievsky estaban en lo cierto.

De todos modos, lo que, Nietzsche hace contra el cristianismo filosófico es lo mismo que Lutero hizo contra el cristianismo pontificio; lo que hace contra los dogmas y mitologías del raciocinio lógico es lo que Erasmo había sentado ya en el Elogio de la locura. El escándalo y el espanto que Nietzsche ha sembrado en los espíritus apegados a las creencias religiosas, morales y científicas sólo afectan a los fanáticos; y ello mismo prueba como en el caso de Zwinglio y Lutero contra la Iglesia de Roma, que algo estaba podrido también en la fe del "homo faber" y del "homo sapiens" del siglo XIX, para quien los problemas de la filosofía eran tópicos de programa académico, no conceptos de la angustia.

Nietzsche es el primer pensador que se plantea la cultura como problema; la cultura como verdadera historia del hombre. Por lo tanto, crea un mundo nuevo de valores en que todas las actividades y manifestaciones de la inteligencia, la sensibilidad y la voluntad, quedan comprendidas dentro de ese orbe en condición de provincias contiguas. Aun la religión y la moral pierden su autonomía y más su importancia capital en el destino y el deber de la conducta del hombre, para ingresar como elementos de ese mundo nuevo. La visión histórica que colocaba al hombre en el mundo y lo contemplaba como constructor, agricultor, navegante, político, fabricante de herramientas, y por tanto de toda la civilización, creyente, por sus dos arquetipos del "homo faber" y del "homo sapiens", después de Nietzsche pueden ser consideradas como concepciones abstractas en que se ha basado la estructura social, política, económica y moral de las sociedades. Pero todas esas actividades juntas con la poesía y la música, las ciencias y las artes aplicadas, configuran un territorio que denominamos la cultura, y ése es el mundo que el hombre habita como poblador autóctono y único. El concepto lato de cultura que crean el Renacimiento y el Humanismo continuaban siendo, inclusive para Schopenhauer, accesorios de la historia del hombre; Nietzsche quiere que la cultura sea la biografía de la humanidad y que al encerrarse el hombre en ese mundo humano se desprenda del seno de la naturaleza en que viven los animales y las cosas, para crear un reino con un estilo y un destino. La vida del hombre pasa a un primer plano como objeto de valor absoluto, no en cuanto ser sometido a las mismas leyes e influencias que los demás seres, sino en cuanto creadora, tenedora e impulsora del objeto de la cultura, que es la superación del hombre por el hombre mismo (el superhombre).

Jamás, desde los filósofos presocráticos y los poetas trágicos, el concepto de vida tuvo tal importancia en Occidente. La filosofía que se inicia en la moral con Sócrates y en la epistemología con Aristóteles, prolongada por el cristianismo y por las ciencias físico-matemáticas hasta Giordano Bruno y Galileo, muy pronto considera al hombre como una entidad razonante. Se lo despoja de todo aquello que lo hacía copartícipe con los animales en el seno de la naturaleza, de su limitada o ilimitada condición de ser capaz de sentir los misterios de su existencia y de toda existencia, pero no de expresarlos ni de racionalizarlos. Habrá que esperar hasta Schopenhauer para que los instintos y el subconsciente ingresen de nuevo al sentido de la vida del hombre; y para que los problemas que la mente había planteado aislándolos de su contacto vital, reducidos a simples problemas de lógica, semejantes a los de las matemáticas, volvieran a estremecer el alma del pensador. La ubicación del hombre en el centro de ese mundo de la cultura, del hombre viviente, completo, racional y sentimental, lógico y absurdo, constructor de sistemas trabados entre sí con absoluta perfección de cálculos y con increíbles y monstruosas tendencias atávicas imposibles de justificar, es un acontecimiento inaudito, un trastorno semejante a una catástrofe, según las propias palabras de Nietzsche.

Nietzsche vuelve a pensar como un muy-antiguo, aunque con todos los recursos técnicos del pensamiento científico del siglo XIX, de manera que instituye una filosofía sin programa, pero con problemas, y plantea en términos claros el conflicto entre las leyes del mundo biológico y las leyes del mundo físico, entre ánima y materia, entre música y arquitectura. Si enseña a "filosofar a golpes de martillo", es porque el velo de la ilusión se ha ceñido al cuerpo de la razón como la túnica del centauro; si equipara el pensar a la danza más que al arte de tejer, es para prevenirnos de la catástrofe en que seríamos deshechos si renunciásemos a ver el mundo a través de otros lentes que los del telescopio y la cámara fotográfica. Su evocación desesperada de Dionisos, su invocación al dios, tiene por objeto limitar la validez de las adquisiciones ortopédicas del conocimiento a simple auxilio del hombre en la dramática búsqueda de respuestas, a evitar que se fijen imágenes rígidas de una realidad viva y cambiante, a no permitir que el hombre sea anestesiado por ninguna forma del saber como para olvidar su destino.

No solamente retrotrajo el acto de filosofar y los problemas de la filosofía hasta más allá de los primeros filósofos hindúes y helénicos, sino que, dotado de la más fina y clara inteligencia, de un nuevo sentido moral para el que los deberes de la verdad son superiores a todo dogma, plantea a la razón la pregunta terrible de la validez de todos los postulados y sistemas lógicos derivados de ellos, la pregunta de si la razón posee suficiente autoridad para establecer dogmas racionales. Y esta cuestión, planteada por los filósofos ingleses del siglo XVIII y llevada a un grado perfecto de exposición por Kant, se enriquece con sus sucesores, Schelling y Fichte hasta Schopenhauer; pero Nietzsche le da un impulso imprevisto hasta que, a través de Bergson y William James, invade inclusive el campo epistemológico de las ciencias exactas. No partía para ello de un escepticismo agnóstico, como ya la nueva Academia, los pirrónicos y los estoicos hasta Montaigne; estaba dominado por una fe ilimitada en el hombre, e intentaba fundamentar todo un sistema abierto, parabólico, del vivir y del pensar basado en el derecho de la vida a crear su mundo de valores.

Regresa todavía más atrás del lenguaje estético de Heráclito, Pitágoras y Empédocles —sus dioses— al muchísimo más profundo lenguaje de los poetas ditirámbicos, que ya Aristófanes en La ranas añora como para siempre perdido. Es la sabiduría de los silenos que vivían, sentían y razonaban en contacto pavoroso u orgiástico con la Naturaleza y las divinidades desconocidas de la vida. Sin duda merced a la aventura inaudita de Nietzsche estamos hoy mucho más cerca de la concepción trágica de Esquilo y de Eurípides, con respecto a la estructura de un cosmos espiritual, que de la concepción no menos ingenua pero ya sin "pathos" de Aristóteles. Contempla con ojos de la infancia de la historia "como una realidad plena de embriaguez que, a su vez, no se preocupa del individuo, y aún persigue el aniquilamiento del individuo mismo y su disolución liberadora por un sentimiento de identificación mística". Al silogismo que fríamente deduce de sus convencionales premisas un orden cerrado de explicaciones satisfactorias, opone Nietzsche la pasión, la ebriedad, el espanto y la alegría que recogieron los mitos y las leyendas. Considerada la cultura como un drama vivo del hombre histórico, Nietzsche le transfunde su "pathos" pánico o dionisíaco, y así la siente como parte inherente del destino del hombre, y no como elaboración académica de un capítulo de la historia de la civilización. (*)

(*) Fuente: en Ezequiel Martínez Estrada, en Nietzsche, filósofo dionisíaco, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2005, pp. 27-40.


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