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Esther Díaz
La epistemología feminista y socialista en la era de los cyborgs
 
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente.¨
Para leer más de sus textos, www.estherdiaz.com.ar 
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Resumen

Múltiples son las perspectivas desde las que se pueden construir teorías sobre la realidad. Múltiples los abordajes epistemológicos posibles. Existen miradas diferentes en filosofía de la ciencia a pesar de haber heredado una epistemología ceñida a formalidades lingüísticas. Pero actualmente esa herencia se está diversificando: hay una puesta en valor de las epistemologías críticas, así como un  florecimiento de nuevas teorías que se podrían abarcar bajo el rótulo de estudios sobre la tecnociencia. En ellos se disuelve la vieja antinomia “historia interna-historia externa” de la ciencia y se analiza críticamente la interacción entre el aparato de Estado constituido por la ciencia frente a las máquinas de guerra que movilizan la realidad. Existe una corriente de estudios epistemológicos de género que comenzó investigando la anomalía social en la práctica científica respecto de la escasa presencia de la mujer, la carga sexista de las categorizaciones, y las metáforas paternalista del discurso. La actualidad agrega nuevos motivos, nuevas también han de ser las consecuencias. Nos enfrentamos a cyborgs, organismos cibernéticos, híbridos de máquina y biología, seres poshumanos. Donna Haraway, pensadora del biopoder contemporáneo, se presenta a sí misma como “epistemóloga feministas y socialista” y pretende desarrollar una teoría irónica y blasfema. Analizo su postura desde una epistemología ampliada que considera que el género no pertenece más a las mujeres que  los hombres; es una relación. Incluso en el dispositivo tecnocientífico existen vinculaciones entre categorías construidas desde el poder, en función de la codificación del deseo y la construcción de género.

*               *               *

            Siglo XIX. En una remota región -montañosa y hostil- subsiste una cultura ligada a ritos y costumbres ancestrales. Allí la vida y la muerte se aceptan como lo que son: naturaleza ineluctable. Sus códigos respecto de las personas mayores son similares a las costumbres esquimales de aquel mismo período histórico: se asume la desaparición de los ancianos. La comunidad no tolera una agonía lenta, dolorosa y costosa. Las personas mayores -cuando se quedan sin dientes- saben que su tiempo ha llegado. Entonces, el hombre joven de la casa, carga sobre su cuerpo al anciano desdentado, que por lo general es uno de sus progenitores, y lo transporta hasta un valle tenebroso. El lugar está alejado de las viviendas, es un “moridero” a la intemperie. Allí pululan los cadáveres insepultos. Allí se recuesta al que ya no tiene armas para triturar los alimentos. El joven se despide honrando a los dioses y el anciano se entrega al reposo final que, faltando agua y  sobrando viento, no tardará en llegar.

Esta es una sinopsis de La balada de Narayama, de Shohei Imamura.

Hoy a los viejos ya no se los abandona en la soledad de un valle,  se los deposita en el aislamiento de un geriátrico. Es verdad que actualmente difícilmente se muere sin dientes, ya que la tecnología provee -a quienes pueden pagarlo- una “tercera dentición”. Sin embargo, no hemos dejado de descartar a los mayores, sencillamente lo hacemos de otra manera. Quizás lo que persiste es la soledad afectiva que se registra tanto en el valle de Narayama como en el geriátrico.

Pero el progreso no solamente descarta personas envejecidas (aunque paradójicamente se hace lo imposible para que cada vez vivamos más tiempo y parezcamos menos viejos), nuestro sistema también descarta teorías. Por ejemplo, en filosofía de la ciencia, las teorías hegemónicas han despachado al valle de Narayama a las teorías que disienten con la versión oficial en epistemología. Se pretende que esa disciplina debe acotarse a formalismos lingüístico-metodológicos. Esta pretensión resulta hoy tan arcaica como las prácticas narradas por Imamura.

1. Testigo modesto y exclusión

En sus inicios modernos la ciencia fue reducida a experimento, en la epistemología tradicional se la reduce a lenguaje o a conocimiento. En los tres casos se elude la complejidad social y cultural de la que emerge. Donna Haraway encara sus estudios sobre la tecnociencia atendiendo a la complejidad, antes que a reduccionismos. Se autodenomina “epistemóloga feminista y socialista”. Denuncia el patriarcado de la ciencia pretendiendo pensar más allá de la problemática de la mujer blanca ilustrada de clase media, a la que pertenece. Analiza el fenómeno tecnocientífico en relación con diferentes etnias y estratos sociales. Trabaja con materiales aportados por revistas científicas de primer nivel atravesadas por intereses de mercado. Y desarrolla una incisiva crítica a la maquinaria  experimental de la ciencia moderna, en tanto dispositivo de exclusión.

A partir de este bagaje, múltiples son las herramientas teóricas desde las que se realiza el análisis. Pues Haraway se acerca a la epistemología desde el arte, la biología, la comunicación, el antirracismo, las manifestaciones mediáticas, el humor, lo blasfemo, la ironía, la realidad y la ficción. Nos detenemos ante uno de sus análisis. Es sobre una pintura de Lynn Randolph, titulada “La mestiza cósmica”.[i] Representa de manera no convencional a una virgen de Guadalupe, que apoya uno de sus pies en EE.UU. y el otro en México. Esta Virgen es reverenciada como símbolo de rebelión contra las personas ricas y poderosas, evoca la unión de las razas y es mediadora entre lo humano y lo divino, entre lo natural y lo tecnológico.

La mestiza cósmica alude también a una científica de nuestra época y lleva en su cuerpo las marcas de una hibridación que se acentúa más y más según se profundiza la globalización. De una de sus manos se desprende una serpiente, símbolo de la naturaleza y de la otra un telescopio, símbolo tecnológico. Hay cierta ironía en esta imagen en la que se mezcla el neo-hippismo y la tecnociencia. El testimonio de la mestiza, en tanto científica, no se da en un aislado laboratorio alejado del mundanal ruido, como pretendía la ciencia moderna, sino sobre la superficie misma del planeta. Está parada sobre un globo terráqueo. La perimida “objetividad científica” justificada de manera trascendental propia de la modernidad le deja paso a esta testigo situada, hibridada y global. Proponer a una mujer mestiza, que evoca a una Virgen milagrosa, como modelo de solidez científica es una de las blasfemias de Haraway.

Quienes se dedican a los “estudios de la ciencia” denominan testigo modesto al testigo “imparcial” que el siglo XVII entronizó como paradigma del varón científico virtuoso.[ii] La moral represora impuesta por la naciente burguesía, a propios y ajenos, se erigió como paradigma ético del varón que adhiere a la forma de vida experimental. Su modelo había sido heredado del paternalismo en general y del cristianismo en particular. Se pretendía que el testigo fuera un elemento neutral de la razón científica, y que no estuviera comprometido con nada que no fuera la verdad en estado puro y “natural”. El testigo modesto es una refiguración materializada para que la imparcialidad –o modestia- sea visible: debe dejar hablar a los hechos mismos.  Robert Boyle estableció esta figura masculina para que testificara acerca de la eficacia de sus experimentos con la bomba de vacío.

Es  dilemático que el sujeto de la ciencia sea invisible y a la vez pueda atestiguar la objetividad de los experimentos. Es como si el observador imparcial se desmaterializara, desapareciera de la escena empírica, para que el experimento se manifieste en su prístina verdad. Aunque en realidad ese sujeto está presente en la experiencia. Pero es como si habitara una especie de cultura de la no cultura, ya que no debe contaminarse con las emociones, valoraciones, poderes, ni afectos de la comunidad, aunque pertenece a ella y es garante del conocimiento. Debe integrar la cultura en estado aséptico, donde los hechos contingentes se pueden establecer con la autoridad de una verdad necesaria.

El testigo modesto modesto:

-          no debía agregar nada de sí a su testimonio de lo experimental,

-          debía ser una especie de ventrílocuo de los objetos,

-          hablar por los hechos,

-          ser objetivo, garantizar claridad,

-          representar una especie de espejo del mundo,

-          certificar que los conocimientos se corroboren con los hechos,

-          pertenecer al género sexual masculino (se daba por obvio).

Las pocas mujeres que fueron aceptadas como observadoras de la bomba pertenecían a la nobleza, pero de todos modos no aparecen en los testimonios escritos. Se decidió que no era conveniente que participaran mujeres. En un momento dado el experimento comenzó a realizarse a altas horas de la noche para que ellas no insistieran. Como una de las pruebas consistía en poner animalitos vivos en el dispositivo para mostrar que la falta de oxígeno los mataba, se alegaba que la sensibilidad femenina era débil para presenciar esos fenómenos. Además la mujer, por ser “dependiente”, no es libre como lo requiere la ciencia.  No debería olvidarse que en ese tiempo comenzó la cacería de brujas.

Resulta paradigmático de la sensibilidad social de esa  época que Molière se burlara, desde sus exitosas obras de teatro, de las mujeres que pretenden acceder al conocimiento. Si bien el tema atraviesa el discurso machista en general, sus obras Las preciosas ridículas y Las mujeres sabias se ocupan específicamente de volver objeto de escarnio a las mujeres que intentan salirse de roles tradicionales  y desean educarse. En el final de las obras se las castiga con la soledad. En una época en que la mujer dependía de un buen matrimonio para subsistir, las mujeres cultas de Molière no eran requeridas por ningún hombre sencillamente porque eran ridículas.

Como contrapartida tenemos al varón culto, respetable y prestigioso. Robert Boyle construyó en sí mismo a ese sujeto idealizado por la forma de vida experimental. Creó una tecnología material, literaria y social que testimoniaba -se supone que  imparcialmente- acerca del rigor de la ciencia. La tecnología material es el artefacto llamado “bomba de vacío”, producido por Boyle como perfeccionamiento de bombas anteriores. Ese dispositivo mecánico distaba mucho de ser natural, pero la astucia de la nueva forma de vida consiguió que quienes observaban la máquina juzgaran que se percibía un fenómeno natural. Una especie de naturaleza de la no naturaleza.

La técnica literaria consistió en reforzar la ideología que rodeaba al experimento y difundirlo mediante una escritura pormenorizada, neutra, sobria y precisa. Boyle solidificó la solemnidad, la ascesis emocional y el extrañamiento en el discurso científico. Se supone que ello garantiza objetividad.

La tecnología social suscitada en torno a la bomba  se dispuso fijando las normas que regirían la comunidad científica, formada por varones blancos, nobles o burgueses, castos, recatados, medidos, veraces, moderados, en fin, modestos. Boyle era hijo de un conde y gozaba de solidez económica.                                                              

2. Construcción de objetividad

            Boyle pretende establecer los hechos con independencia de la política, la economía y la religión. He aquí la naciente “neutralidad científica”. Supone que la cultura y la sociedad no interfieren en la percepción de los puros hechos naturales. Extraña ironía, ya que la bomba de vacío constituía un complicadísimo dispositivo técnico-teatral accionado por sirvientes ocultos detrás de los elementos visibles del experimento. Boyle utilizaba valoraciones religiosas neutralizadas para determinar las características del testigo y detentaba poder sobre sus asistentes para que operaran desde el anonimato. Además, realizó el gesto fundador de la objetividad moderna al exhumar la idea clásica que separa al conocimiento experto de la mera opinión. Legitimó una forma de vida con valor trascendental, sin apelar a lo trascendente. Sus tres tecnologías: la bomba de vacío, los escritos sobre ella y las prácticas sociales que generó para mostrar su experimento funcionaban como “cosas dadas”, no como dispositivos construidos:

-          el experimento se “naturalizó” convirtiéndose en naturaleza de la no naturaleza,

-          separó a los agentes humanos del producto: los operadores debían ocultarse,

-          construyó una cultura de la no cultura, en  la que supuestamente el científico no se contamina con la sociedad.

La prueba acontecía en lo público, aunque se privatizaba porque no cualquiera podría testificar. Cincuenta era el número de asistentes permitido. Se excluía  a mujeres, etnias no blancas, estratos sociales bajos, es decir a quienes no revestían las características establecidas para ser un testigo imparcial. Según Thomas Hobbes –contemporáneo de las exhibiciones de Boyle- el estilo de vida experimental era reprobable por su condición de práctica privada. La comunidad científica, a pesar de constituirse desde el secreto (o el hermetismo) aspira a ser  validada públicamente.

El ideal a alcanza por los experimentadores británicos era un hombre cuyos relatos pudieran ser acreditados como espejos de la realidad. Ese sería un hombre modesto. Sus despojados informes sobre un experimento determinando patentizarían su modestia. Boyle era “dueño” de la fuerza de trabajo de sus servidores que, en consonancia con el poder disciplinario que se estaba instalando en todos los dispositivos sociales de la época, eran intercambiables, anónimos e invisibles. De ese modo los testigos modestos observaban lo que el científico –testigo por excelencia- había dispuesto que se pudiera observar y, en consecuencia, testimoniar. Además, los “imparciales” podían estar presentes de manera real (asistiendo) o virtual (leyendo). La escritura de Boyle se había desplegado según una manera desnuda de enunciar los experimentos. Ello permitía que se “hiciera salir los hechos” desde la narración. Esos hechos, a fuerza de repetirse -real o virtualmente- terminaban “naturalizándose”. Durante años se volvía a repetir el experimento y, como no siempre se obtenía éxito, los fracasos se desestimaban.

Crear ciencia es deshacer naturaleza.

Dice Galileo que para realizar experimentos lleva en una mano las hipótesis que inventó y en la otra un látigo para exigirle a la naturaleza que se avenga a sus hipótesis. Boyle mata pequeños animalitos para demostrar el vacío de su bomba. Algunos experimentadores actuales -financiados por laboratorios multinacionales- prueban drogas en seres carenciados y analfabetos, que a veces pierden su vida sirviendo de cobayos para la vida experimental y el mercado.

3. Construcción relacional de género

La ciencia moderna tomó ciertos modelos de exclusión justamente de la forma de vida cristiana. Esta religión -como casi todas- ha desarrollado un gran dispositivo de exclusión de la mujer. En la Inglaterra puritana, que inventó la vida experimental, el varón que opera como testigo imparcial debe ser casto y preferentemente célibe. La virtud se considerada viril por antonomasia. Si una mujer era digna de ser admirada, se decía que su temple era viril; en cambio si un varón manifestaba sensiblerías vergonzante, se decía que su actitud era mujeril. En esta distribución de roles queda claro que el género es una relación. No hay categoría prefigurada “naturalmente” por el solo hecho de portar una u otra genitalidad. Hay configuraciones históricas cambiantes. Pero quienes detentan el poder se esfuerzan por desarrollar prácticas y discursos que fijen las categorías que determinarán a cada género de la especie, según los intereses del momento. En el siglo XVII, la conformación de lo que significaba el ideal de varón y de mujer no era ajena a las prácticas discursivas y no discursivas generadas en torno a la bomba de vacío. O, dicho de otra manera, el género fue uno de los productos de la bomba.

Los caballeros siempre pujaron por vencerse mutuamente. En los tiempos medievales esas competencias se materializaban en la justa caballeresca. En la incipiente modernidad, los antagonismos de los varones destacados cambiaron el yelmo y la espada por el experimento. Una entidad cerrada en sí misma. Luminosa en la radiación de su verdad. Pero al deconstruir se muestra la forma en que las entidades se constituyen en la tecnociencia. Formas de vida, juegos de lenguaje y valoraciones interactúan creando nuevos objetos de conocimientos y, a la vez, nuevos sujetos. Quienes se establecieron en los lugares más densos del naciente poder científico proclamaban la excelencia de la especie humana, capaz de crear algo tan magnánimo como la ciencia, excluían no obstante a más del cincuenta por ciento de la especie.

En cuanto al modelo de la modestia para adjetivar al testigo científico imparcial, cabe aclarar que el varón debía poseer una modestia de la mente que le permitía ser objetivo en sus consideraciones experimentales. La mujer, en cambio -invisible para la ciencia- debía sostener una modestia del cuerpo tratando de pasar desapercibida. Pero aun la que cumplía con el ideal de modestia femenina, carecía de posibilidades de testimoniar sobre temas de conocimiento, ya que su modestia era física, no mental.

La continuidad del modelo varonil vigente entre los nobles medievales y los científicos modernos, reconoce su arquetipo en las virtudes del rey Arturo, que era modesto. Observaba una ética puntillosa. Era medido, moderado, solícito, equilibrado y reticente al mando. Como esta última característica (la reticencia al mando) se da de bruces con lo que en general buscan los caballeros, se toman recaudos para ocultar el poder. Desde Platón en adelante quienes levantan verdades niegan su relación con el poder. Aunque sabido es que no hay fragmento de verdad que no esté avalado por condición política. Con el paso del tiempo, el estilo masculino sencillo –impuesto por los nobles primero y por los científicos después- se convirtió en el estilo masculino nacional inglés.

La forma de vida experimental de raíz anglosajona fue un proceso colectivo en el que se destacaron, entre otros, Francis Bacon en sus comienzos, Robert Boyle en su paroxismo e Isaac Newton en su consolidación. La institución que alberga, alimenta y sustenta los ideales de los aladides de la tecnociencia es la Royal Society, que si bien no existía en vida de Bacon, cuenta con su aporte teórico-experimental como una de sus condiciones de posibilidad. Esa institución científica era un refugio exclusivamente masculino. Una especie de fusión y renovada continuación de la cultura clerical y caballeresca. Los científicos se identifican a sí mismos como “sacerdotes de la razón”. Su templo –la Sociedad Real- recién admitirá mujeres en 1945, casi tres siglos después de su creación. Sus informes exentos de sentimentalismos omitieron referirse a sus mecanismos de exclusión. 

4. Una objetividad comprometida con lo real. El punto de vista cyborg

            Se impone pensar en una nueva construcción de objetividad que tenga en cuenta los valores individuales y grupales; que no sea exclusivistas, ni clasista, racial o sexista, es decir, que sea solidaria. Serían intervenciones modestas, en un sentido nuevo. Porque la ciencia es el resultado de prácticas localizadas, no pretendidamente universales, en las que habría que buscar lo que Haraway denomina un punto de vista cyborg.

Un cyborg es un ser híbrido surgido de la genética y la electrónica. Biológico y maquínico al mismo tiempo. Ser vivo atravesado por tecnología. Criatura tecnocientífica y ficción. Artificio posorgánico y poshumano. Estamos asistiendo a una vuelta de tuerca de la evolución, nos estamos convirtiendo en cyborgs, ¿cuánta tecnología nos atraviesa? Medicamentos, implantes, transplantes, inseminación artificial, clones, prótesis externas e internas, en fin, técnica imbricada con lo que nos resta de natural.

            En el siglo XVII, mientras Boyle perfeccionaba su bomba de vacío, otros experimentadores construían autómatas mecánicos. Al mismo tiempo había rabinos que se empeñaban en conseguir su Golem. El imaginario reclamaba nuevas formas de vida. Animaciones, simulacros, homúnculos.  Finalmente en siglos posteriores se lograron robots electrónicos y, más tarde, digitales. Hoy todas esas realidades y esas fantasías se concretan en los cyborgs. Son productos de la tecnociencia que llevan a replantearse el rol del testigo modesto.

HombreHembra es un cyborg de  ciencia ficción de la década de 1970. Un ser humano, o poshumano, en el que confluyen diferentes identidades sexuales. Oncoratón es un cyborg real del campo narrativo de la biotecnología y la ingeniería genética. Esta hembra patentada es diseñada con cáncer de mama, nace para ser sacrificada en el altar de la investigación. Las propagandas de las principales revistas científicas promocionan la venta de esas criaturas híbridas en miles de dólares.

Para fijar nuevos testigos modestos, según Haraway, no habría que aspirar al  uso de la reflexión, como modelo de conocimiento científico, habría que proponer la difracción. La reflexión pretende reflejar la realidad de manera nítida. La difracción por el contrario se sabe difusora de perturbaciones, aunque conserva cierta semejanza con lo que, de alguna manera, replica. La difracción  es la dispersión de un rayo que al bordear un objeto se superpone a su sombra; como si repitiera imperfectamente una parte de ese objeto. El resultado es finito y “sucio”, no trascendental y “limpio” como pretendía  la objetividad científica neoclásica. Pero parece más cercano a las interpretaciones humanas sobre el estado de las cosas.

            Esa nueva objetividad de difracción debe saberse relacional, nada se da sin entorno, sin mundo, sin conectividades. La difracción sería como un mapa de la realidad. Un rizoma que dibujando vericuetos a partir de lo real nos alerta acerca de la complejidad implícita en cualquier particularidad localizada.

La localización es perspectiva, juego entre texto y contexto, frente y dorso, delantero y trasero. Sin universalidad, sin evidencia. La transparencia es tenida como una característica de la objetividad. Ahora bien, en nuestras sociedades biopolíticas hay personas que de tan transparentes son invisibles, en la medida en que no cuentan en las grandes tomas de decisiones. Los negros, las mujeres, los mestizos, los indocumentados o los pobres, entre otros segregados, no cotizan para ser testigos modestos de la ciencia tradicional.

Sin embargo, de estas y otras realidades debería estar impregnado el nuevo testigo modesto. No de una asepsia inexistente, sin mezcla, hibridación o campos de fuerzas encontradas. Hay gente que vive y muere en las luchas que generan las categorías opuestas impuestas por la tradición: sujeto-objeto; público-privado; hombre-mujer; pobre-rico; pasivo-activo; negro-blanco; heterosexual-homosexual, joven-viejo y así sucesivamente. La estabilidad pública para unos es sufrimiento privado para otros. El que compra un sofisticado medicamento de última generación no “ve” a los chicos africanos que murieron para testearlo.

5. ¿Si cambiamos los relatos?

            El siglo XX le legó más cambios al mundo que todas las épocas anteriores juntas. También le inoculó al planeta, como nunca antes, contaminación, desequilibrios, urbanización y tecnificación. Jamás el promedio de vida humana había alcanzado los estándares logrados a partir de ese siglo. Y, aunque siempre existieron apocalípticos discursos milenaristas, es posible que nunca como ahora se haya vivenciado los terribles peligros que amenazan el equilibrio universal.

            Vivimos una realidad sin seguridad, ni estabilidad, ni confianza en los recursos. Sin embargo, parece que la precariedad viene de lejos. Según ciertos textos talmúdicos, Dios hizo veintiséis tentativas  de construcción del mundo. En todas fracasó. Finalmente compuso la versión actual. Nuestro  hábitat  surge del magma caótico formado por los restos anteriores, pero no presenta ninguna señal de garantía. Está expuesto al riesgo, el fracaso y el retorno de la nada. “¡Ojalá este se mantenga!”, dijo el creador mirando de reojo la maravilla y el espanto de su obra. Es como haber subrayado desde el principio una historia marcada por la inseguridad radical.[iii]

            Creer en el desastre anticipado es parte de la confianza en la salvación. Los humanos, desde los primeros signos que han emitido en esta tierra, manifestaron una compulsión a la inmunización. Han buscado salvarse mediante formas profanas, religiosas, revolucionarias y, actualmente, tecnocientíficas. Como suele ocurrir en todos los procesos inmunitarios, lo mismo que envenena puede llegar a salvar. El principal peso social de la tecnociencia es la promesa de salvación.

Los teóricos de las calamidades de nuestro tiempo suelen ser agoreros respecto de la posibilidad de una salvación proveniente de la técnica. No obstante, Donna Haraway destaca el aspecto salvador que se le puede atribuir a la hipertecnología. Piensa, por ejemplo, que una sociedad de cyborgs llevada a sus últimas consecuencias podría albergar la esperanza de acabar con el sexismo. Pues si lo sujetos dejáramos de identificarnos a partir de un sexo determinado y se concretara la ficción del HombreHembra parecería que no habría condiciones de posibilidad para la exclusión. Considera que los seres patentados actuales están más cerca de ese mundo multisexual que del testigo modesto de la modernidad.  Y respecto del imaginario alentado por la ciencia señala que el proyecto Genoma Humano entraña un relato de salvación laica. Los genes serían la eucaristía de la biotecnología. El humano, que siempre buscó la eternidad, parece que por fin la atisba en el ADN.

            Obviamente que no hay ingenuidad en ese discurso. Haraway se refiriere a los sistemas de creencia y la tecnociencia es uno de los más contundente. Los sistemas de creencia se expresan a través de relatos. Mejor dicho, no hay camino fuera de los relatos. Pero los relatos cambian, o se puede intentar el cambio mediante una intervención “modesta”, diferente por supuesto a la del hombre blanco que la instituyó. Este punto de vista cyborg contemplaría también a los relegados.

Rescato aquí la imagen de la mestiza cósmica escoltada por signos naturales y tecnológicos. No basta con preguntarse por qué el paradigma del científico fue siempre un señor blanco y solemne, excluyendo otras posibilidades. Un sujeto científico puede ser, por ejemplo, una mestiza latina común y corriente. Para abrir el juego  hay que construir, como construyeron quienes inventaron la forma de vida experimental, pero con otro sentido. Habría que emitir relatos que involucren a los excluidos  y mostrara las calamidades producidas por una tecnociencia al servicio del mercado.

Una epistemología crítica -si pretende ser fecunda- se resiste a limitarse. Se pone al servicio de una teoría militante que se comprometa con cuestiones terrenales y concretas. Porque más allá de las formas lingüísticas o metodológicas vacías de contenido se pueden descubrir escandalosos manejos corporativistas.

He aquí una línea de fuga que podemos transitar quienes -por elección o por los reveses del destino- estamos embarcados en la producción de teoría sobre la conflictiva realidad tecnocientífica.


[ii] Cfr. Shapin, Steven, y Schaffer, Simon, El Leviatán y la bomba de vacío. Hobbes, Boyle y la vida experiemental, Quilmes, UNQUI, 2005.

[iii] Idea tomada de Prigogine, I., y Stengers, I., La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza, 1983, p.281.


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© Helios Buira

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