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Esther Díaz
Ludwig Wittgensyein, un pensador de la diferencia
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente.¨
Para leer más de sus textos, www.estherdiaz.com.ar 
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El Señor, cuyo oráculo está en Delfos,   ni dice
ni oculta, sino que indica.
Heráclito  

1. Pensar la diferencia

¿Cuál es el origen de la filosofía? Desde Aristóteles en adelante, esta pregunta se ha repetido y contestado con distintas modulaciones. Se suelen citar motivos  del orden de la razón, como la duda, y motivos del orden del sentimiento, como el asombro o la angustia existencial. Unos y otros, empero, parecen responder a una compulsión. La compulsión de explicar todo lo real desde algún elemento unificador. Ese elemento pretende ser abarcativo, atemporal y universal. Dios, Ser, Razón, Fundamento, Verdad. La filosofía, desde sus orígenes -y con muy pocas excepciones- descalificó las diferencias. Pretendió que la multiplicidad es copia o apariencia. Lo verdadero es el concepto abarcador que borra las diferencias, o las excluye, subsumiéndolas en unidades ideales.

Ahora bien, esa parece ser la razón de ser de la filosofía, ¿o acaso filosofía, como dice Deleuze, no es inventar conceptos? Y todo concepto, obviamente, es una abstracción, sin la cual el pensar no tendría lugar. No es pues la construcción de conceptos lo que debería ser cuestionado, sino las ilusiones que suelen acompañar a dichas construcciones. Las ilusiones surgen cuando se pretende explicar lo bajo por lo alto o lo múltiple por lo uno, olvidando que el concepto es metáfora. Metáfora o mentira útil; es decir, una figura poética para explicar la realidad o una herramienta eficaz para interactuar con ella.

La pasión por el concepto suele engendrar alucinaciones y percepciones erróneas. Spinoza y Nietzsche, antes que Wittgenstein, denunciaron ya este tipo de quimeras. Son ilusiones de la trascendencia. Se alucina que los conceptos realmente existen más allá de nuestra mente y, lo que suele traer consecuencias más graves, son verdaderos. La ilusión de la trascendencia es la condición de posibilidad de todas las demás ficciones filosóficas.

La quimera de la trascendencia engendra, a su vez, la ilusión de los universales. La ilusión de creer que la capacidad de enunciar notas comunes entre varios objetos, es algo más que esa capacidad. Se da un salto en el vacío, similar al salto lógico (o ilógico) de los inductivistas. Cuando, a partir de casos particulares pretenden inferir hipótesis generales. Como si los objetos o los hechos respondieran realmente a una entidad ideal simplificada. Una entidad que se sacudió el molesto polvo de las diferencias reales. Se cree que los universales explican. Pero, en realidad, son ellos quienes deberían ser explicados.

Una vez que se penetra en el túnel de las ilusiones, es difícil detenerse. La próxima es la ilusión de lo eterno. Se olvida que los conceptos son creados por seres humanos. Y a partir de ese olvido se los considera intemporales. Ese olvido, en su versión vulgar se expresa diciendo que la verdad existe independientemente de que alguien la conozca. Y en su versión culta alude a fundamentos universales, verdades absolutas o leyes necesarias.

Finalmente, se arriba a la más actual de las alucinaciones. La ilusión de la discursividad. Esto ocurre cuando se confunden los conceptos con las proposiciones. En tal caso, se cree que los conceptos, como si fueran  proposiciones, poseen valor de verdad. A continuación, quien ha creado los conceptos -o quien cree en ellos- los designa verdaderos. De este modo, lo que es una construcción discursiva, que tiene por finalidad el pensamiento de la realidad, invierte su función y pretende actuar como principio rector indiscutible de dicha realidad.

A pesar de estos riesgos, la filosofía fue -y sigue siendo- una interacción  discursiva  con la realidad. El dilema ha plantearse ha ser pues hasta qué punto el discurso filosófico es una herramienta para interactuar en el mundo o hasta qué punto se lo "infla"  de abstracciones que huyen de la realidad. De manera similar a un globo que se escapa de las manos de un niño y flota por  un cielo magnífico e inalcanzable.

Este último riesgo se elimina cuando el pensar filosófico se corre de la voluntad de verdad. Cuando busca acercarse a las cosas que considera  importantes  produciendo una deriva por los márgenes, más que una apropiación certera. Se podría objetar que esto iría en contra de la esencia de la filosofía, ya que ésta es búsqueda de la verdad. Sin embargo, el perpetuo desafío del filósofo es no dejarse seducir por ninguna certeza. No debería olvidarse que ni Platón  logró coherencia discursiva en materia de verdad. De lo contrario, ¿cómo se explicaría que el filósofo de la verdad dictamine que  hay que mentirle al pueblo?

Los conceptos universales presentados como valores eternos son los más esqueléticos, los conceptos menos interesantes que se pueden crear. También los más peligrosos. Porque en su versión reconfortante, sirven para tranquilizar, pero, en su versión perversa, para dominar. En el primer caso, preserva del "peligro" de las diferencias sacrificándolas en el altar de las identidades ideales. En el segundo,  impone una verdad excluyendo a quien no se adscribe a ella.

Una alternativa al pensamiento de la identidad es un pensar que recorre  superficies, que "vuela bajo", que más que volar camina entre los hechos. Los muestra.  Es el pensamiento de los bajos fondos de Nietzsche, el pensamiento de la inmanencia de Spinoza, el pensamiento de los juegos del lenguaje y las formas de vida de Wittgenstein. Si en el esfuerzo por acercarse a los hechos se abandonan las categorías abarcativas, comienzan entonces a surgir las diferencias, las singularidades, las perspectivas.

Sin embargo, una objeción se impone. No es posible determinar las diferencias sin alguna noción de identidad ¿Con qué criterio se puede afirmar que algo es diferente a otra cosa si no existe cierta igualdad como unidad de medida? ¿Cuál es el rasero que permite distinguir la diferencia? Para las cosas del mundo, ese criterio es la semejanza. Una cosa (o un hecho) es semejante a otra, pero no  idéntica. Sólo en ciencias formales se puede hablar, con propiedad, de identidad. No es necesario recordar que las ciencias formales tienen como objeto de estudio entes ideales.

Ahora bien, ¿qué significa que las cosas son semejantes?, que comparten un aire de familia, diría Wittgenstein. Hay entre ellas ciertos rasgos comunes, pero no son lo mismo. Captamos la diferencia, justamente, cuando se repiten cosas o hechos semejantes. Las Marilyn de Andy Warhol no son idénticas entre ellas. Aunque se trate de una imagen repetida. Esa repetición es precisamente la marca de la diferencia. La primera imagen de la izquierda no es la misma que la segunda, o la tercera y así sucesivamente. Cada una es otra, ocupa otro espacio, está en distinto lugar. A la vez, cada una es semejante a la otra y por eso la repetición forma una serie. Un pensador de la identidad abstrae las diversidades que existen entre cada individuo de la serie y produce una unión hipostática de las semejanzas. Un pensador de la diferencia, en cambio, no se enamora de las analogías, asume la otredad.

Las semejanzas, para Wittgenstein, no se estructuran como si fueran una esencia fija compartida  por  individuos o casos similares. Son parecidos que se manifiestan y se relacionan entre ellos. No obstante, pueden también devenir oposiciones, o incluso desaparecer. En definitiva, son semejanzas, pero -y precisamente por ello- son diferencias.

2. La no-teoría con vocación transformadora

Para Wittgenstein, el conocimiento de las cosas que realmente importan en la vida no se adquiere por medio del discurso filosófico tradicional. Pero de alguna manera tendremos que llegar a pensarlas. Para resolver este desafió, Wittgenstein se auto impone una tarea: marcar los límites del lenguaje y denunciar las impropiedades del mismo. La perplejidad ante la que nos enfrenta en el Tractatus Logico-Philosophicus es que el único lenguaje apropiado para referirse al mundo, es el de la ciencia. Sin embargo, ese lenguaje no puede decirnos absolutamente nada de lo que, para Wittgenstein, es realmente importante. Esto es, la ética, la estética y el sentido de la vida. Es decir, lo inefable.

Wittgenstein delimitó una isla -la del lenguaje lógico y científico- rodeada por la inmensidad del océano de lo realmente importante. A continuación, siendo coherente con su propuesta, tiró la escalera, dejó a los positivistas en su isla de ensueño  y se lanzó al océano con el viento a favor de las proposiciones del lenguaje cotidiano. Conocer algo, para Wittgenstein, no es ser capaz de definir su esencia, sino lograr una íntima relación con todos las particularidades de lo que se quiere conocer. Es decir, con todas sus diferencias. Estas surgen en el discurrir del lenguaje, a través de su despliegue. Porque el lenguaje es un complejo y fluctuante entramado de palabras y acciones enmarcadas en ámbitos institucionales. No se trata, por cierto, de quedarse en el análisis del lenguaje sin considerar las formas de vida (que es otra isla en la que suelen refugiarse alguno de sus seguidores).   Se trata de desglosar las relaciones entre la interacción entre los juegos del lenguaje y las formas de vida.

Nietzsche había dicho que mientras sigamos creyendo en la gramática, seguiremos creyendo en Dios. Wittgenstein, por su parte, dice que la desconfianza respecto de la gramática es el primer requisito para filosofar. En ambos casos, está implícita la crítica al lenguaje universalizado negador de diferencias o particularidades. Por debajo de los conceptos unificantes sólo se encuentran individualidades. Esto es, individuos que comparten rasgos comunes (semejanzas), pero también oposiciones (diferencias) irreconciliables. Por otra parte, no se trata de que la filosofía no haya considerado nunca las diferencias, sino de que se inclinó, en general, por las semejanzas, idealizándolas como identidad abstracta.

Wittgenstein, en el Tractatus concibe la realidad integrada por hechos individuales o atómicos, de los cuales las proposiciones atómicas son las imágenes. Por lo tanto, rescata las diferencias entre los hechos. Ya en ese tiempo era conciente, además, de la diferencia entre decir y mostrar. Más adelante habla de la "aberración inespacial e intemporal" refiriéndose al horror que la metafísica tuvo por todo lo que se resiste a ser categorizado. Horror a lo accidental y cambiante. Horror que hizo que se despreciara lo dado (en su multiplicidad) en beneficio de "fantasmagóricas esencias subyacentes" o de "cuestiones abstrusas".

La razón teórica habla de cuestiones abstrusas de manera verosímil. Por el contrario, Wittgenstein pretende escapar de la teoría, concibe un discurrir con vocación transformadora. En realidad, concibe la filosofía como actividad que describe y establece relaciones. Porque no es reemplazando una teoría por otra que se inaugura una nueva práctica filosófica, sino creando espacios que permitan una acción eficaz a partir del acercamiento a lo “realmente importante” que, tal como Wittgenstein lo concibe,  se podría subsumir en la ética.

La forma lógica no puede expresarse dentro del lenguaje, ya que es la forma misma del lenguaje. Por lo tanto, debe ser mostrada. Por su parte, la ética, la estética y el sentido de la vida tampoco pueden expresarse. Pero se manifiestan a sí mismas en la vida. Ahora bien, la obra de arte, para Wittgenstein, es el objeto visto bajo la apariencia de eternidad (lo dice con palabras de Spinoza, sub specie aeternitatio). Y una vida honesta en el mundo también es vista bajo esa apariencia. Además, al sentido último del mundo se accede cuando se logra una real comprensión de la relación mundo-lenguaje. Se puede concluir entonces que la ética, en cierto modo, se entreteje con la estética y con el sentido de la vida. Habría que agregar que la ética y la lógica no se refieren al mundo. Por el contrario, son la condición de posibilidad del mundo.

Esta ética, por su carácter inefable, no responde al paradigma de la ética logocéntrica de la tradición filosófica. Su ámbito es el océano que delimita la isla de las cosas sobre las que sí se puede hablar.

En el mundo, los estados de cosas se pueden describir, no nombrar. No hay metalenguaje. En el despliegue de la obra de Wittgenstein, cada vez más, el significado de las palabras remite a su uso social. El uso se establece por medio de reglas públicas que remiten  a grupos determinados, a instituciones. Es decir que no existen significados universales o absolutos. Por lo tanto, no es posible preguntarse por el significado de un término si no se lo ubica en un juego de lenguaje determinado en relación con una forma de vida así mismo determinada. Además, los extremos de esta relación interactúan entre sí.

Cada juego de lenguaje configura un campo significativo propio. Al no haber significados absolutos, los juegos de lenguaje no son mensurables entre sí. He aquí, probablemente, una de las fuentes de inspiración de Thomas Kuhn para la  noción de paradigmas científicos y su condición de inconmensurables entre sí. De más está señalar que también Kuhn es un pensador de la diferencia, si bien –a diferencia de Wittgenstein- se asume como epistemólogo.

El espacio instaurado por Wittgenstein invita a la práctica filosófica, mejor dicho, a las prácticas. Porque es en el ámbito de las diferentes prácticas que se desarrollan en la sociedad donde se inserta la acción y la vida adquiere sentido. Pero un sentido que no se logra de una vez y para siempre. Hay que actualizarlo constantemente (siguiendo una “lógica del sentido”, diría Deleuze). Tengo que reiniciar constantemente la tarea de comprensión de mi mundo que, sabido es, tiene los límites de mi lenguaje.

Esta actividad reiniciada y renovada por las prácticas y el lenguaje nos recuerda a Sherezada. Quien renovando cada noche su práctica narrativa, la convertía en vida. Quien interactuando con la práctica y el discurso de su esposo y potencial verdugo logró que el odio se  convirtiera en amor. Nada inmutable le ha sido dado al hombre. Este es uno de los sentidos que alienta entre las palabras de quien aun dictaminando que, en determinadas condiciones mejor es callarse, por suerte, no calló. Wittgenstein es de la estirpe de los pensadores del martillo. Arremete incluso contra sus propias palabras: “Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)”.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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