Inicio - Presentación - Axiomas - Pinturas - Textos - Entrevistas


DIVULGACIÓN CULTURAL

Volver a Filosofía

FILOSOFÍA
 

Aristóteles

La Política

Libro 1 - Libro 2 - Libro 3 - Libro 4 - Libro 5 - Libro 6- Libro 7 - Libro 8

 
Libro Séptimo
De la organización del poder en la democracia y en la oligarquía
 

Capítulo I

De la organización del poder en la democracia


Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan en el Estado la asamblea deliberante, o sea el soberano, las magistraturas y los tribunales; hemos demostrado cómo la organización de estos elementos se modifica según los principios mismos de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la caída y estabilidad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las causas que producen la una y aseguran la otra. Pero como hemos reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobiernos, creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y especial de cada uno de ellos. Examinaremos, además, todas las combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas de que hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros, pueden alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, a la aristocracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinaciones compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los magistrados según el sistema oligárquico, la organización judicial puede ser aristocrática; o, también, organizados oligárquicamente los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría suponerse todavía algún otro modo de combinación, con tal que las partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un sistema único.

Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo puede consentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según los casos, las ventajas de los demás sistemas. Pero no basta saber cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, preferirse para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta cuestión. Hablemos, en primer lugar, de la democracia, y nuestras explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma política diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se llama oligarquía.

No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios democráticos, ni tampoco ninguna de las consecuencias que de ellos se desprenden; porque de su combinación nacen los matices de la democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi opinión son dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como ya he dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por un lado, los labradores; por otro, los artesanos; por aquel los mercaderes. La combinación del primero de estos elementos con el segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una democracia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a la segunda causa, hela aquí: las instituciones que se derivan del principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar de los mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excepción, ya se trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en torno de su principio general todos los especiales que de él dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he hecho observar al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados. Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas, los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya realización aspiran.

El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría creerse que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad.

Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las únicas combinaciones de que es susceptible son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo, las funciones militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana en todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo en cosas insignificantes. El senado es una institución muy democrática allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las asambleas; pero donde se da este salario el poder del senado queda reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda dicho en la parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero, previamente, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores; o, por lo menos, es preciso retribuir a los magistrados, jueces, senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por elección.

Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden directamente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del número, condición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.

Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso distribuir los ciudadanos de manera que la renta que posean mil de entre ellos sea igual a la que tengan otros quinientos distintos, y conceder entonces a la suma de los primeros tantos derechos como a los segundos? o, en otro caso, si se desecha esta especie de igualdad, ¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los mil de la otra un número igual de ciudadanos, los cuales tendrán el derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o es preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en cuenta otra cosa que el número? Al decir de los partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, que este individuo sea soberano, porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar. Para encontrar una igualdad que uno y otro partido puedan admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito este principio, pero le pongo una limitación. El Estado se compone de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay disentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más numerosos o de aquellos que tengan más renta. Supongamos que son diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los seis ricos. Pues bien, digo yo que debe prevalecer el dictamen de aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los ricos, sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los votos en la asamblea pública o en el tribunal. Entonces se deja que decida la suerte, o se apela a cualquier otro expediente del mismo género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de alcanzar la verdad en punto a igualdad y justicia, siempre será este recurso mucho menos trabajoso que el convencer a gentes que son bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes deseos. La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de esto.

Capítulo II

Organización del poder en la democracia (continuación)


De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es la que he puesto en primer lugar en las consideraciones que acabo de presentar; y es también la más antigua de todas. Digo que es la primera, atendiendo a la división que he indicado en las clases del pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los labradores; y así la democracia se establece sin dificultad dondequiera que la mayoría vive de la agricultura y de la cría de ganados. Como no es muy rica, trabaja incesantemente y no puede reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se dedica a los trabajos que le proporcionan el alimento, y no envidia otros bienes que éstos. Trabajar vale más que gobernar y mandar allí donde el gobierno y el mando no proporcionan grandes provechos; porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los honores. Prueba de ello es que antiguamente nuestros mayores soportaron la tiranía que sobre ellos pesaba, y hoy mismo se sufren sin murmurar las oligarquías existentes, con tal que cada cual pueda entregarse libremente al cuidado de sus intereses sin temor a las expoliaciones. Entonces se hace rápidamente fortuna, o por lo menos se evita la miseria. Muchas veces se ve que el simple derecho de elegir los magistrados y de intervenir en las cuentas basta para satisfacer la ambición de los que pueden tenerla, puesto que en más de una democracia, la mayoría, sin tomar parte en la elección de los jefes y dejando el ejercicio de este derecho a algunos electores tomados sucesivamente en la masa de ciudadanos, como se hace en Mantinea, la mayoría, digo, se muestra satisfecha porque es soberana respecto de las deliberaciones. Preciso es reconocer que esta es una especie de democracia y Mantinea era en otro tiempo un Estado realmente democrático. En esta especie de democracia, de que ya he hablado anteriormente, es un principio excelente y una aplicación bastante general el incluir entre los derechos concedidos a todos los ciudadanos la elección de los magistrados, el examen de cuentas y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones elevadas condiciones de elección y de riqueza, acomodando este último requisito a la importancia misma de los empleos, o también prescindiendo de esta condición de la renta respecto de todas las magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar cumplidamente el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte cuando se constituye conforme a estos principios. De esta manera, el poder pasa siempre a las manos de los más dignos, y el pueblo no recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes voluntariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta combinación basta también para satisfacer a los hombres distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente gobernarán con equidad, porque son responsables de su gestión ante ciudadanos de otra clase distinta de la suya. Siempre es bueno para el hombre que haya alguno que le tenga a raya y que no le permita dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia ilimitada de la voluntad individual no puede ser una barrera contra los vicios que cada uno de nosotros lleva en su seno. De aquí resulta necesariamente para los Estados la inmensa ventaja de que el poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen faltas graves, y que el pueblo no está degradado y envilecido. Esta es sin duda alguna la mejor de las democracias, ¿Y de dónde nace su perfección? De las costumbres mismas del pueblo por ella regido. Casi todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelentes para hacer que el pueblo fuera agricultor, o limitaban de una manera absoluta la posesión individual de las tierras, fijando cierta cantidad, de la que no se podía pasar; o fijaban el emplazamiento de las propiedades, tanto en los alrededores de la ciudad, como en los puntos más distantes del territorio. A veces hasta se añade a estas primeras precauciones la absoluta prohibición de vender los lotes primitivos. Se cita también como cosa parecida aquella ley que se atribuye a Oxilo y que prohibía prestar con la garantía de hipoteca constituida sobre bienes raíces. Si hoy se intentara reformar muchos abusos, se podría recurrir a la ley de los afiteos, que tendría excelente aplicación al caso que nos ocupa. Aunque la población de este Estado es muy numerosa y su territorio poco extenso, sin embargo, todos los ciudadanos sin excepción cultivan en ella un rincón de tierra. Se tiene cuidado de no someter al impuesto más que una parte de las propiedades; y las heredades son siempre bastante grandes para que la renta de los más pobres exceda de la cuota legal.

Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la democracia es el pueblo pastor que vive del producto de sus ganados. Este género de vida se aproxima mucho a la agrícola; y los pueblos pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de la guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de soportar las fatigas de campaña. En cuanto a las clases diferentes de éstas, y de que se componen casi todas las demás especies de democracias, son muy inferiores a las dos primeras; su existencia aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las ocupaciones habituales de los artesanos, de los mercaderes y de los mercenarios. Sin embargo, es preciso observar que, bullendo esta masa sin cesar en los mercados y calles de la ciudad, se reúne sin dificultad, si puede decirse así, en asamblea pública. Los labradores, por el contrario, diseminados como están por los campos, se encuentran raras veces y no sienten tanto la necesidad de reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal manera que los campos destinados al cultivo estén muy distantes de la ciudad, en este caso se puede establecer fácilmente una excelente democracia y hasta una república. La mayoría de los ciudadanos se vería entonces precisada a emigrar de la ciudad e iría a vivir al campo, y podría estatuirse que la turba de mercaderes no pudiera reunirse nunca en asamblea general sin que estuviera presente la población agrícola.

Tales son los principios en que debe descansar la institución de la primera y mejor de las democracias. Se puede, sin dificultad, deducir de aquí la organización de todas las demás, cuyas degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo hasta llegar a aquella que es preciso excluir siempre.

En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la universalidad de los ciudadanos toma parte en el gobierno, no es dado a todos los Estados sostenerla; y su existencia es muy precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a mantenerla. Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas que destruyen esta forma política y los demás Estados republicanos. Para establecer esta especie de democracia y transferir todo el poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran generalmente inscribir en la lista civil el mayor número de personas que les es posible; comprendiendo sin vacilar en el número de ciudadanos, no sólo a los que son dignos de este título, sino también a todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son sólo por un lado, quiero decir, por la línea paterna o por la materna. Todos estos elementos son buenos para formar un gobierno bajo la dirección de tales hombres. Estos son los medios que están por completo al alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan cuidado de no hacer uso de ellos sino hasta conseguir que las clases inferiores superen en número a las clases elevadas y a las clases medias; que se guarden bien de pasar de aquí, porque traspasando este límite se crea una multitud indisciplinada y se exaspera a las clases elevadas, que sufren muy difícilmente el imperio de la democracia. La revolución de Cirene no reconoció otras causas. No se nota el mal mientras es ligero; cuando se aumenta, entonces llama la atención de todos.

Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los medios de que se valió Clístenes en Atenas para fundar el poder popular, y que aplicaron igualmente los demócratas de Cirene. Es preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fratrias; es preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas religiosas poco frecuentes, pero públicas; es preciso, en fin, amalgamar cuanto sea posible las relaciones de unos ciudadanos con otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones anteriores. Todas las arterias de los tiranos pueden tener cabida en esta democracia; por ejemplo, la desobediencia permitida a los esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la licencia de las mujeres y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad de vivir como le acomode. Con esta condición, serán muchos los que quieran sostener un gobierno semejante, porque los hombres, en general, prefieren una vida sin orden ni disciplina a una vida ordenada y regular.

Capítulo III

Continuación de lo relativo a la organización del poder en la democracia


No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno democrático la única ni la mayor dificultad la de instituir o crear el gobierno; lo es mucho mayor el saber hacerlo duradero. Un gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la prosperidad y de la ruina de los Estados se pueden deducir de este examen garantías de estabilidad política, descartando con cuidado todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o tácitas que encierren todos los principios en que descansa la duración de los Estados. Es preciso, además, guardarse bien de tomar por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en el gobierno el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor duración posible. Hoy los demagogos, para complacer al pueblo, hacen que los tribunales acuerden confiscaciones enormes. Cuando se tiene amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los condenados por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público, sino que se consagren a los dioses. Este es el medio de corregir a los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los mismos soberanos del Estado.

Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en los Estados muy populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas públicas sin pagar a los que a ellas concurren. Además, las clases altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas propias; porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan tribunales corruptos. Pues bien, todas estas son causas de perdición en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene rentas es preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose para administrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia será mejor administrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las mismas, porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al sostenimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos, ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a las colonias a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, asimismo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder a los pobres el uso común de las propiedades, se ha granjeado este gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho que fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a la suerte, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener los cargos públicos, y de la elección para que éstos sean bien desempeñados. También se puede obtener el mismo resultado haciendo que los miembros de una misma magistratura sean designados los unos por la suerte y los otros por la elección.

Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el planteamiento de la democracia.

Capítulo IV

De la organización del poder en las oligarquías


Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que preceden, cuáles son los de la institución oligárquica. Para cada especie de oligarquía será preciso tomar lo opuesto a lo concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla. Esto es, sobre todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las oligarquías, la cual se aproxima mucho a la república propiamente dicha. El censo debe ser vario, más alto para unos, más bajo para otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de utilidad indispensable, más elevado para las magistraturas de primer orden. Desde el momento en que se posee la renta legal se deben obtener los empleos; y el número de individuos del pueblo que en virtud del censo hayan de entrar en el poder debe estar combinado de manera que la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea más fuerte que la que no los tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que lo más distinguido del pueblo sea admitido a participar del poder.

Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía que sucede a esta primera especie. En cuanto al matiz oligárquico que corresponde al último matiz de la democracia y que, como ella, es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta más prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente constituidos, las naves bien construidas y perfectamente tripuladas con marinos hábiles pueden cometer, sin riesgo de perecer, la más graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya deterioradas y puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden, por el contrario, soportar los menores errores. Lo mismo sucede con las constituciones políticas: cuanto más malas son, tantas más preocupaciones exigen.

En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso de su población. El derecho del número reemplaza entonces al derecho del mérito. La oligarquía, por el contrario, no puede vivir y prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi toda la masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos, mercenarios y comerciantes, y siendo necesarias para la guerra cuatro clases de gente armada: caballería, infantería pesada, infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado para la cría de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy poderosamente: porque la caballería, que es la base de la defensa nacional, exige siempre para su sostenimiento muchos recursos. Donde la infantería pesada es muy numerosa puede muy bien establecerse la segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada se compone generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el contrario, la infantería ligera y la gente de mar son elementos completamente democráticos. En los Estados en que estos dos elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en nuestros días, están en baja cuando se enciende la guerra civil. Para poner remedio a este mal, puede imitarse la conducta de los generales que en el combate procuran mezclar con la caballería y la infantería pesada una sección proporcionada de tropas menos pesadas. En las sediciones, los pobres muchas veces superan a los ricos, porque, armados más a la ligera, pueden combatir con ventaja contra la caballería y la infantería pesada. Por tanto, la oligarquía, que toma su infantería ligera de las últimas clases del pueblo, se crea ella misma un elemento adverso. Es preciso, por el contrario, aprovechándose de la diversidad de edades y sacando partido así de los de más edad como de los más jóvenes, hacer que los hijos de los oligarcas se ejerciten desde los primeros años en todas las maniobras de la infantería ligera, y dedicarlos desde que salen de la infancia a los más rudos trabajos, como si fueran verdaderos atletas.

La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos al pueblo, sea mediante el establecimiento del censo legal, como ya he dicho, sea como hace la constitución de Tebas, exigiendo que se haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de toda ocupación liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por su mérito pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno, ya estén fuera de él. En cuanto a las principales magistraturas, reservadas necesariamente a los que gozan de los derechos políticos, será preciso prescribir los gastos públicos que para obtenerlas deberán hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder alcanzar los empleos, y en medio de sus recelos perdonará sin dificultad a los que deben comprar tan caro el honor de desempeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer sacrificios magníficos y construir algunos monumentos públicos; entonces el pueblo, que tomará parte en los banquetes y las fiestas, y verá la ciudad espléndidamente dotada de templos y edificios, deseará el sostenimiento de la constitución; y esto será para los ricos un soberbio testimonio de los gastos que hubieren hecho. En la actualidad, los jefes de las oligarquías, lejos de obrar así, hacen precisamente todo lo contrario: buscan el provecho con el mismo ardor que los honores; y puede decirse con verdad que estas oligarquías no son más que democracias reducidas a algunos gobernantes.

Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias y las oligarquías.

Capítulo V

De las diversas magistraturas indispensables o útiles a la ciudad


Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el número de las diversas magistraturas, sus atribuciones y las condiciones necesarias para su desempeño. Anteriormente hemos dicho algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede existir sin ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no podría ser bien gobernado sin magistraturas que garanticen el buen orden y la tranquilidad. También es necesario, como ya he dicho, que los cargos sean pocos en los pequeños Estados y numerosos en los grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pueden acumularse y cuáles los que son incompatibles.

Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el primer objeto de vigilancia es el mercado público, que debe estar bajo la dirección de una autoridad que inspeccione los contratos que se celebren y su exacta observancia. En casi todas las ciudades sus miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus mutuas necesidades, siendo esta, quizá, la más importante garantía de bienestar que al parecer han deseado obtener los miembros de la ciudad al reunirse en sociedad. Otra cosa que viene después de ésta, y que tiene con ella estrecha relación, es la conservación de las propiedades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen interior de la ciudad, el sostenimiento y la reparación de los edificios deteriorados y de los caminos públicos, el reglamento relativo a los deslindes de cada propiedad, para prevenir las disputas, y además todas las materias análogas a éstas. Todas estas son funciones, como se dice ordinariamente, de policía urbana. Ahora bien, siendo muy variadas en los Estados muy poblados se pueden distribuir entre muchas manos. Así, hay arquitectos especiales para las murallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto. Hay otra magistratura análoga a aquélla y de igual modo necesaria, que tiene a su cargo las mismas obligaciones, pero con relación a los campos y al exterior de la ciudad. Los funcionarios que la desempeñan se llaman inspectores de los campos o conservadores de los bosques. Ya tenemos aquí tres órdenes de funciones indispensables. Una cuarta magistratura, que no lo es menos, es la que debe percibir las rentas públicas, custodiar el tesoro del Estado y repartir los caudales entre los diversos ramos de la administración pública. Estos funcionarios se llaman receptores o tesoreros. Otra clase de funcionarios está encargada del registro de los actos que tienen lugar entre los particulares, y de las sentencias dictadas por los tribunales, siendo estos mismos los que deben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces esta última magistratura se divide en otras muchas, pero sus atribuciones son siempre estas mismas que acabo de enumerar. Los que desempeñan estos cargos se llaman archiveros, escribanos, conservadores, o se designan con otro nombre semejante.

La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria y también la más delicada de todas, está encargada de la ejecución de las condenas judiciales, de la prosecución de los procesos y de la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo penosa es la animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran utilidad, no se encuentra quien la quiera servir o, por lo menos, quien quiera desempeñarla con toda la severidad que exigen las leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensable, porque sería inútil administrar justicia si las sentencias no se cumpliesen, y la sociedad civil sería tan imposible sin la ejecución de los fallos como lo sería sin la justicia que los dicta. Pero es bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistratura única. Es preciso repartirlas entre los miembros de los diversos tribunales y según la naturaleza de las acciones y de las reclamaciones judiciales. Además, las magistraturas que son extrañas al procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las causas en que figuran jóvenes, las ejecuciones deberán confiarse con preferencia a los magistrados jóvenes. En cuanto a los procedimientos que afectan a los magistrados públicos, debe procurarse que la magistratura que ejecuta sea distinta de la que ha condenado; que, por ejemplo, los inspectores de la ciudad ejecuten las providencias de los inspectores de los mercados, así como las providencias de los primeros deberán ejecutarse por otros magistrados. La ejecución será tanto más completa cuanto más débil sea la animadversión que excite contra los agentes encargados de la misma. Se duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas manos la condenación y la ejecución; y cuando se extiende a todas las cosas las funciones de juez y de ejecutor, dejándolas siempre en unas mismas manos, se provoca la execración general. Muchas veces se distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor, como sucede en Atenas con el tribunal de los Once. Esta separación de funciones es oportuna, y deben discurrirse medios a propósito para hacer menos odioso el destino de carcelero, el cual es tan necesario como todos los demás de que hemos hablado. Los hombres de bien se resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso confiarle a hombres corruptos, porque se debería más bien guardarlos a ellos que no encomendarles la guarda de los demás. Importa, por tanto, que la magistratura encargada de estas funciones no sea la única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la juventud y los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las diversas magistraturas deberán encargarse sucesivamente de estos penosos cuidados.

Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la ciudad.

En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables, pero que son de un orden más superior, porque exigen un mérito reconocido, y sólo la confianza es la que motiva su obtención. De esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad y a todos los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra, es preciso velar igualmente por la guarda de las puertas y de las murallas, y por su sostenimiento. También es preciso formar los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los diversos cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas estas atribuciones son más o menos numerosas según las localidades; así en las pequeñas ciudades un solo funcionario puede cuidar de todas estas cosas. Los magistrados que desempeñan estos empleos se llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Estado tiene caballería, infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de mar, cada grupo de éstos tiene precisamente funcionarios especiales, llamados jefes de la marinería, de la caballería, de las falanges; o también, siguiendo la subdivisión de estos primeros cargos, se les llama jefes de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de cualquier otro cuerpo que sea sólo una parte de los primeros. Todas estas funciones son ramas de la administración militar, que encierra todos los matices que acabamos de indicar. Manejando de continuo algunas magistraturas, y podría decirse quizá todas, los fondos públicos, es absolutamente preciso que el que recibe y depura las cuentas de los demás esté totalmente separado de éstos, y no tenga exclusivamente otro cuidado que aquél. Los funcionarios que desempeñan este cargo se llaman ya interventores, ya examinadores, identificadores o agentes del tesoro.

Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas, porque de ella dependen las más de las veces la fijación y la recaudación de los impuestos, está la magistratura que preside la asamblea general en los Estados en que el pueblo es soberano. Para convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios especiales. Se les llama ya comisarios preparadores, porque preparan las deliberaciones, ya senadores, sobre todo en los Estados en que el pueblo decide en última instancia.

Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas.

Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los precedentes, que es el relativo al culto de los dioses, el cual está a cargo de los pontífices e inspectores de las cosas sagradas, que cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de otros objetos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es única, y esto es lo más común en los Estados pequeños; otras se divide en muchos cargos, completamente distintos del sacerdocio, que están confiados a los ordenadores de las fiestas religiosas, a los inspectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas. Después viene otra magistratura totalmente distinta, a la cual está confiado el cuidado de todos los sacrificios públicos que la ley no encomienda a los pontífices, y cuya importancia sólo nace de su carácter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el nombre de arcontes, allá el de reyes, en otra parte el de pritaneos.

En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al Estado tienen por objeto el culto, la guerra, las contribuciones y gastos públicos, los mercados, la policía de la ciudad, los puertos y los campos, así como también los tribunales, las convenciones entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de los juicios, la custodia de los penados, el examen, comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y por último, las deliberaciones sobre los negocios generales del Estado.

En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia general no impide el buen orden, es donde principalmente se establecen magistraturas encargadas de velar por las mujeres y los jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumplimiento de las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de la vigilancia en los juegos solemnes, en las fiestas de Baco y en todos los de la misma naturaleza. Algunas de estas magistraturas son evidentemente contrarias a los principios de la democracia; por ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la imposibilidad de tener esclavos, los pobres se ven precisados a asociar a sus trabajos a sus mujeres e hijos; y de los tres sistemas de magistraturas, entre las que se distribuyen mediante la elección las funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes, comisarios, senadores, el primero es aristocrático; el segundo, oligárquico, y el tercero, democrático.

En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las funciones públicas.

Fin del Libro 7


Subir

© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

Mi correo: yo@heliosbuira.com

Este Sitio se aloja en REDCOMEL Un Servidor Argentino