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DIVULGACIÓN CULTURAL

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CUENTOS
 
Mario Capasso

De los tiempos del General

Publicado con autorización del autor, a quien le agradezco enormemente.
 

Fue todo un contratiempo. Cuando sonó el despertador el cuerpo de Reinaldo se acomodó de nuevo entre las sábanas. Las horas insuficientes de esa madrugada lo encontraron más abatido que de costumbre, como si de pronto los años se le hubieran agolpado, todos juntos, y cuando a duras penas logró pensar “ya se cansará él también”, el despertador cesó. Recién habían pasado las cinco y el silencio era casi total en la pieza donde sólo llegaba el sonido apagado de alguna gota de alguna canilla que porfiaba cada tanto. Reinaldo se dio vuelta y en ese instante se le apareció la imagen del General en el balcón. La visión tan nítida le avergonzó la fatiga y lo obligó a incorporarse mientras los sudores se le amontonaban en los pliegues de la piel. Entró al baño, orinó y luego abrió la canilla y dejó correr el agua; después se lavó un poco la cara y frente al espejo se dijo que tenía cuerda para rato, que el tiempo parecía no pasar. Un rato después, ya en la cocina, mientras se calentaba el agua para el mate, prendió la radio. El mate siempre lo reanimaba y cuando le pareció que ya estaba bien, cargó el bolso y a trabajar se ha dicho. Entonces salió. Pero ya afuera el clima se presentó como un bochorno de calor, y hasta el bolso una carga despareja, y ahora encima debía soportar la aparición ese dolor en la cintura, cómo podía ser, de dónde había salido, si hasta ayer nomás andaba lo más bien. Un día de estos tendría que consultar al médico del sindicato, un jovencito macanudo, la otra vez lo había tratado bárbaro, un peronista verdadero, nada que ver con esos gorilas de mierda que andaban jodiendo por ahí, ¿cómo se llamaba ese muchacho?

Dos cuadras hasta el asfalto, cinco más hasta la estación que parecía inalcanzable esa mañana, y vamos viejo, no aflojés, no aflojés y caminá que el General manda laburar y Evita protege desde el cielo y todo está bien así, así, como deben ser las cosas, y no se hable más del asunto. Durante el trayecto se encontró con una vecina que barría la vereda y lo saludó y le preguntó “¿Adónde va tan temprano?”, y él respondió con un gesto que quería significar pues adónde sino a trabajar, acaso no veía el bolso o no conocía la consigna de los tiempos que corrían. La mujer quedó atrás, olvidada en pocos segundos por Reinaldo que avanzaba hacia la costumbre de estar parado horas en su puesto de soldado de Perón, las que fueran necesarias, y más, peleando cada día una batalla, y no sólo en la fábrica.

En la estación, al verlo acercarse, se le renovó el orgullo de sentirlo argentino. Ya los ingleses se habían batido en retirada ante la implacable orden del Macho y los trenes eran nuestros, como nuestro es el futuro, así había dicho el locutor del noticiero el otro día en el cine, cuando él había ido a ver una película, no se acordaba ahora cuál. Ya en el andén, escarbó en los bolsillos pero el abono no apareció, se lo habría olvidado en la mesita de luz, así que despacio se arrimó a la ventanilla, sacó un boleto y subió con lo justo en tanto imaginaba que viajaría rodeado de aquellos que cada mañana saludaba con un guiño de complicidad, qué muchachada tan leal y trabajadora, y qué mujeres, las mejores obreras del mundo. Sin embargo, caminó sin reconocer a nadie, recorrió un par de vagones y finalmente se sentó al lado de uno que no lo miró. En lugar de los compañeros apareció en el pasillo un viejo que parecía ufanarse de su condición de jubilado y reclamaba vaya uno a saber qué cosas. Ya le llegaría a él también la jubilación, aunque él no iba a andar por los trenes haciendo aspavientos, no molestaría a nadie, cuidaría el jardín y quizás tendría una quintita y allí plantaría algunas cosas, sí, eso haría al jubilarse. Ya en la segunda parada se cansó de buscar caras conocidas y comenzó a adormecerse, trató de resistir pero antes de la siguiente estación ya dormía y soñaba. Soñaba que en la fábrica los telares se morían de quietud y entre los hombres habitaba un silencio de angustia y en ese instante, a través de la agonía insoportable, cuando la tristeza se podía tocar con las manos, aparecía Ella que, como una reina metiéndose en el barro, bajaba por la escalera del galpón gris y primero los miraba y luego los arengaba no me aflojen compañeros, ustedes son la Patria y la oligarquía es la traición, así que vamos compañeros a demostrarles lo que somos capaces de hacer con nuestra fuerza. Ánimo descamisados, a yugarla. Por la Patria y por Perón. Y entonces los telares todos juntos se ponían en marcha, comenzaban con su ruido insistente y ya no se enredaba ningún ovillo y ninguna pieza se atrevía a fallar pues las máquinas eran nuevas otra vez y para siempre y todo era alegría y sudor, horas de doblarse sin rendirse y esperanza en cada gota derramada; si hasta el capataz brindaba con Ella, que sonreía y abría los brazos. Cómo abría los brazos, qué hermosa era, cómo brillaba su sonrisa. Y cuando Evita se aproximaba para abrazarlo y darle un beso quizá, Reinaldo despertó. El corazón le palpitaba con fuerza y en ese instante deseó tener cerca a los amigos para contarles que la había visto tan viva y hermosa como antes, como siempre. ¿Pero dónde estarían ahora los amigos? ¿Cuánto hacía que no los veía? En esa incertidumbre permaneció enredado mientras el tren avanzaba y las casas pasaban por la ventanilla, hasta que al fin llegó a destino.

Había previsto ser empujado por los otros al bajar en tropel y sin embargo no fueron tantos los que lo esquivaron y lo dejaron atrás mientras Reinaldo notaba el cuerpo renovadamente agobiado. “Este calor de mierda”, rezongó mientras apretaba el bolso e intentaba descubrir en el cielo alguna nube. Parado en el andén, daba la impresión de querer orientarse. El bar siempre abierto permanecía cerrado, un vaso de agua le hubiera venido bien, qué lástima. Tuvo ganas de sentarse un rato, vio un banco allí nomás, pero se le iba a hacer tarde. Entonces, lento, llegó a la barrera. Ahí aguardaba la parada de diarios donde a veces compraba “El Mundo”, aunque no esta vez que andaba con lo justo, esperaría a cobrar la quincena, ¿cuándo cobraría?, mañana o pasado mañana seguramente, en eso sus patrones eran de cumplir bastante, y si no cumplían ya sabían ellos lo que había que hacer, que para eso estaba el sindicato. En fin. Frente al puesto de diarios, el saludo habitual chocó contra la indiferencia del muchacho ya de espaldas. Uno de los titulares le llamó la atención y se acercó para leer: “DIOS EXISTE”. ¿Y eso? Qué raro. ¿Lo habría dicho el General? Tal vez había recibido un mensaje de la Señora, aunque el de la foto no era Perón, qué carajo iba a ser Perón ése con cara de rata, algún gorila debía ser, un cajetilla.

¿Y cuántas cuadras hasta la fábrica? Dos o tres, cuatro a lo sumo, pero las piernas se declaraban como un inconveniente esa mañana y el calor y la cintura hacían lo suyo y había tantos autos por esa avenida tan ancha, tantos autos. El semáforo no funcionaba y Reinaldo pensó que si el General lo supiera ya lo habría mandado arreglar, pero el General no lo sabía, no lo podía saber, tan preocupado con mantener bien a raya a los milicos de la contra y a los curas, ay los curas, esa manga de atorrantes, más les valdrá que no se metan con el General, que no jodan con la paciencia del pueblo, pensó, y entonces le costó cruzar entre los muchos autos y la avenida interminable, aunque despacito, como pidiendo permiso, se arrimó a la otra vereda, en medio de bocinazos y calor y cuerpo que pesaba y dolía.

Calculó que había llegado, sí, ahí nomás se veía el quiosco, aunque le pareció muy grande y a la chica que atendía no la reconoció y justo al lado, donde recordaba el almacén de Don Braulio, había un negocio con aparatos extraños y el frente de la fábrica era todo de vidrio y se veían montones de cosas adentro, montones de cosas que no eran telares ni nada que se les pareciera, no. Cosas de colores, demasiados colores pensó mientras retrocedía unos pasos y apoyaba el bolso en la vereda y sentía el cuerpo más flojo. ¿Habría llegado acaso demasiado temprano?, eso podía ser, si al menos alguien que no fuera mujer como esas que entraban pasara para preguntarle, las mujeres no entienden de estas cosas refunfuñaba y en medio del rezongo vio a uno que venía por la vereda de enfrente, empilchado como un bacán y hablando solo. “Un loco lindo”, supuso al mismo tiempo que se cruzaba y lo paraba y le preguntaba. “Loco de remate”, pudo comprobar por la respuesta y la actitud pues el hombre lo había palmeado y con una sonrisa le había dicho no abuelo, vuelva a su casa, la fábrica no está más, la fábrica ya fue. Algo así le dijo ese hombre. Reinaldo lo miró alejarse, el loco seguía hablando solo, se ponía una mano en la oreja y con el otro brazo hacía gestos al aire y así lo vio doblar en la esquina y desaparecer para siempre. “Pobre tipo”, lo compadeció a la distancia mientras se pasaba el pañuelo por la frente. “Como si la fábrica pudiera irse, adónde carajo se va a ir la fábrica”. Entonces guardó el pañuelo hecho un bollo en el bolsillo de la camisa, apoyó el bolso contra un árbol y se sentó a la sombra. Qué importaba que los demás lo miraran como a un bicho raro, después de todo sólo era cuestión de tiempo, la sirena comenzaría a sonar en cualquier momento y él estaría dispuesto, cruzaría el portón y ficharía la hora justa. Y ya no sufriría el calor ni el dolor de cintura, y aunque fuera él solo y aunque el mundo le cayera encima, pondría en marcha las máquinas, porque no hay otra vida posible y porque así lo pide el General y Evita desde arriba vigila y sonríe.


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© Helios Buira

San Cristóbal - Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2017

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