LETINO
Desde la ventana,
Campaci sólo pudo
distinguir el cuerpo
delgado de un
muchacho, como de
veinte años o menos,
que vagaba por la
calle siguiendo el
dibujo de las
piedras. No era
curioso que lo
mirara en ese
momento (Nora
acababa de decir que
el depósito del baño
perdía agua, y él se
había asomado a la
ventana, tratando de
no oírla), lo
verdaderamente
curioso era el
uniforme; algo que,
después de un
minuto, hacía
aparecer la imagen
del muchacho como
interpolada entre
los edificios, como
si hubiera sido el
fruto de un
equívoco. Tal vez la
inclinación de la
luz, el sol quebrado
por el monte o la
mole pedregosa del
palazzo Porti, a sus
espaldas. Campaci no
supo, pero había
algo vagamente
confuso en la
imagen, como si al
verla no se
comprendiera del
todo la realidad.
No obstante,
mientras Nora
acomodaba el
equipaje dando
vueltas por la
habitación, pensó
que era gratuito
otorgar sentido a
imágenes tan
fugaces, tan
alejadas de él, y
que por fin, después
de casi un mes de
haberse abarrotado
de ciudades
europeas, ruinas y
madonas
renacentistas, tenía
su habitación en el
Hotel Sannita y
podía mirar hacia
afuera, hacia los
grandes bancos y
columnas de la
plaza, como alguna
vez, en la infancia,
habría hecho su
propio padre.
Entonces ya no
importaba el
recuento de dólares,
liras, ni la
alarmante anemia de
la tarjeta de
crédito. Tampoco
importaba Nora, que
toda la semana (Campaci
lo supo por sus
ojos, porque al
mencionar el viaje
se le agrandaban los
enormes ojos grises)
había soportado la
idea convencida de
que era ridículo
desperdiciar los
únicos días libres
del tour en un
pueblito de montaña.
En la madrugada de
ese día, después de
recorrer cientos de
kilómetros de
montes, bosques,
rebaños de ovejas y
pastores, habían
cruzado el viejo
puente de madera
sobre el río Lete.
Cuando subían por la
primera calle, lo
había sorprendido la
manera violenta,
desnuda, en que
resumía la vida de
su padre: una valija
colorada, en una
dársena del puerto
de Buenos Aires,
veintiocho años y
tres heridas de
guerra
confundiéndose con
la multitud.
Después tuvo la
inexplicable
sensación de que
hasta en el aire del
pueblo perseveraba
una especie de acto
de reverencia, de
lealtad, como si
cada piedra hubiera
continuado el
viejísimo rito de
vasallaje con el
castillo ruinoso de
la cumbre. Y en vez
de sentir que
visitaba, sintió que
estaba de regreso.
En el
atropellamiento de
imágenes que
provocaba el micro,
confundiendo tiempos
y espacios, había
vuelto a las mañanas
de escarcha en Villa
crespo; a los
Particulares 30 que
siempre iba a
comprarle, previo
ensayo de vueltos en
el patio, al kiosco
de la calle
Lavalleja; o al
borde de una pileta
de loza, donde
tantas veces lo
había mirado en
pijama, con una
navaja en la mano y
la cra de jabón,
para preguntarle si
él también, de
grande, iba a
afeitarse.
Campaci se cansó de
esperar a su mujer.
Bajó solo hasta el
bar y se preocupó de
conseguir una mesa
frente a la ventana.
Reconocía el escudo
de bronce del Comune,
el antiguo edificio
de la cárcel y un
fragmento de la
plaza. Fugazmente,
notó la ausencia del
muchacho.
Nora tardó demasiado
en bajar de la
habitación. Tardó
exactamente tres
cafés y el trabajoso
trámite de comprar
un planito del
pueblo a un viejo
inescrutable.
Después fue lenta en
el almuerzo, y más
lenta aún para subir
a ese micro con el
que, por fin,
visitaron la
iglesia, el
cementerio del siglo
XI y el castillo
semiderrumbado.
Campaci se demoró en
los graneros
señoriales, en las
caballerizas, en las
celdas de una
pequeña capilla
donde estaban los
restos de toda una
familia noble.
Después se alejó del
grupo y de Nora para
observar el pueblo
desde un
promontorio. No
habría podido
explicar a nadie
aquello, pero él
había visto ese
paisaje allá, en una
piecita gris de
Villa Crespo, en
boca de su padre.
Había visto el azul
diáfano del lago,
los bosques de
abedules, la gran
cumbre del Matese
envuelta en brumas y
aquellos pequeños
tejados en declive,
amontonándose sobre
las piedras,
alrededor de un
modesto campanario
que llamaba a misa
hacía más de
cuatrocientos años.
Todo encintado por
el viboreo
cristalino,
restallante, de un
dulce riachuelo sin
memoria. Y así,
mirando el pueblo
como quien se mira
las venas, entró
nuevamente en los
recuerdos. Revivió
con los mismos ojos
aquellas viejas
historias de
campesinos, de
noches, de aullidos
de lobos en el
bosque, de tíos,
primos, abuelos,
todo lo que en Villa
Crespo se había ido
borrando después de
la muerte del padre,
transformándose en
un retrato sobre el
aparador de la
cocina, en una
escuela nocturna, en
clases de
contabilidad, en la
monótona obligación
de llevar siempre
unos pesos a la
casa.
El resto de la tarde
lo perdió dentro del
hotel. Volvió a
quedarse en el bar
(Nora había decidido
bañarse a toda
costa, aunque
hubiera poca agua),
bien ubicado frente
a las ventanas,
mirando
constantemente hacia
la calle. Entonces,
sin explicarse cómo
ni en qué momento,
se topó
inesperadamente con
el muchacho, puesto
de cuclillas junto a
una criatura, ante
un cordón desparejo
de flores. A Campaci
lo atrajo la figura
de esa nena, tan
agachada que la
bombacha blanca,
asomando debajo de
la pollerita, casi
le tocaba el suelo.
Tenía las manos
aparatosamente
entrelazadas, como
solamente puede
hacerlo una
criatura, y miraba
las flores con
asombro, delante de
los grandes
borceguíes del
muchacho. Al rato
apareció una mujer
vestida de luto, con
una mantilla oscura
sobre los hombros.
Alzó a la nena,
pareció decir algo
duro al muchacho y
se alejó por una
calle transversal.
Campaci pensó en la
mujer y en la
variación de otra
imagen, una que
había visto durante
años envuelta en los
malvones del patio,
en Villa Crespo.
“Cualquier mujer de
luto se le parece”,
pensó, porque esa
ropa anticuada, los
pobres zapatones, la
mantilla oscura,
habían sido el
patrimonio de un
millón de mujeres
como su abuela.
El muchacho se quedó
de pie, mirando la
figura cada vez más
lejana de la mujer.
Y Campaci volvió a
inundarse de ese
signo secreto,
equívoco, que
infundía la luz en
su uniforme. Signo
que terminó
diluyéndose con la
llegada de Nora, con
el pelo todavía
mojado de Nora
acercándose a su
mesa, diciendo que
la ducha apenas si
sudaba un goteo de
desesperación, que
tenía jabón hasta en
la hipófisis y que
no veía la hora de
estar en Madrid para
visitar a su tía
Consuelo.
Después, en el
comedor, los dos se
trenzaron con un
bodrio difícilmente
masticable, mezcla
de grasa de cerdo y
zapatería italiana,
que la cocina del
hotel había
bautizado “Assato
all’Argentina” en su
honor. El café se
sirvió en una
salita, y no menos
pueblerina. Campaci
se quedó con su taza
a medio camino de la
boca, mirando la
burda pintura que
decoraba una pared.
Y fue como algo
roto, como una
grieta entre los
ojos, recién
entonces
descubierta, ver
aquellas pinceladas
crudas formando un
desfiladero y un
prado hirviendo de
ejércitos antiguos,
tiendas de campaña y
estandartes.
— Las Horcas
Caudinas —dijo.
Nora levantó una
ceja, miró la pared
y siguió con su
café. Pero Campaci
acababa de recordar
algo. Recordaba a su
padre, la mano de su
padre envolviendo la
suya, y una lámina
en una librería de
Chacarita. Con
asombrosa nitidez
reprodujo la larga
fila de soldados
agachando la cabeza.
—¿Vos sabés quiénes
eran los samnitas
—preguntó.
Nora lo miraba,
elaborando su
escueto e infalible
mohín de
impaciencia.
—Hace diez años que
me lo venís
contando.
Pero había algo que
Campaci nunca había
contado, un episodio
que necesitó
enterrar desde muy
chico. Su padre lo
había llevado de
paseo por Chacarita
(Ya estaba enfermo;
podía notarse en el
paso, levemente
rígido, y en la
mirada). En la
librería le mostró
una página donde
había soldados
desarmados, que
pasaban debajo de
una horqueta
fabricada con
lanzas, ante una
multitud de
soberbios enemigos.
“Esos”, le había
dicho, “son los
samnitas, humillando
a los romanos que
les hacían la
guerra. Los samnitas
eran de mi pueblo, y
pelearon más de cien
años antes de que
les ganaran los
romanos”.
Campaci miró a su
mujer, el perfil un
poco fatigado de su
cara, emergiendo de
la maroma de pelo
oscuro, y siguió
para sí mismo el
resto de la
historia. Escuchó su
propia voz pidiendo
la lámina y
preguntando, al
rato: “Papá, ¿por
qué somos pobres?”
“Porque no tenemos
plata, hijo”. Su
padre sonreía. Y
Campaci volvió a
pensar, exactamente
como entonces, que
eso no explicaba el
ser pobres, lo
definía, pero no
decía por qué
aquella lámina con
las samnitas iría a
parar a otro chico o
a la basura y no a
él, que era hijo de
un samnita.
Su padre, la cara
gris de su padre,
recordó entonces que
una vez, a
principios de la
guerra, le había
regalado a un
argentino una
estampa con esa
escena. Era también
una acuarela, pero
del tamaño de una
postal. Y había
terminado su relato
con unas palabras
que a Campaci lo
pusieron peor: “Si
no se la hubiera
dado a él”, le dijo,
“ahora te la
quedabas vos”.
En el camino de
vuelta Campaci
preguntó si no
podían buscar a ese
hombre para que les
devolviera la
postal; si no
estaría su dirección
en la guía de
teléfonos; si no
podía decirle, por
lo menos, cómo
era. Imaginaba a su
padre más joven, el
brazo musculoso
blandiendo una
espada, la coraza de
bronce desafiando a
los romanos, y en
cada hombre, por las
calles de Villa
Crespo, había
tratado de ver al
argentino que tenía
su postal.
—Qué habrá pensado
mi viejo —dijo
después de un rato
—para irse de un
lugar así.
Nora no contestó, o
contestó a la manera
suya: una leve
inclinación de la
cabeza, la mirada
desde abajo, los
labios afanosamente
cerrados.
Campaci buscó en el
mapa la ubicación de
la casa de su padre.
Tardó bastante,
porque muchas de las
calles que había
oído mencionar
tenían otros nombres
y otras habían
dejado de existir
para siempre después
de algún bombardeo.
Pero además porque
él tenía una idea
más que imprecisa
del sitio. Al fin
hizo un circulito
sobre el mapa, lo
rellenó con una
pequeña cruz y dijo:
—Acá está: Corso
Marconi y Via dei
Poveretti.
Volvió a contar,
también por enésima
vez, el aspecto que
la casa de su padre
tenía en las
fotografías. El gran
techo gris a dos
aguas, las ventanas
del primer piso, los
gruesos arcos de los
almacenes, cavados
en la roca viva.
Nora dijo que
fuerana la cama, que
ahí le iba a mostrar
lo que era roca
viva. Campaci
decidió tomar otro
café y subir más
tarde. Cuando la
espalda de Nora
desapareció en el
piso, salió del
hotel como quien se
arranca un vendaje.
Había decidido algo
unas horas atrás,
pero todavía no se
daba cuenta. Sólo
percibía el aire
filoso de la noche,
el hondo derrame de
estrellas sobre las
piedras y la rara
quietud, como un
estancamiento, que
perpetuaban en todo
su enigma los viejos
edificios. No
encontraba la
esquina de la casa,
pero se dejaba
llevar por esa
estrecha red de
callecitas sin
veredas, casi
ahogadas bajo el
peso de tantos
aleros y balcones.
Emocionado, confuso,
subió y bajó
escalinatas que
morían en patios de
piedra, caminó por
pasillos para
desembocar en
pasadizos ciegos de
los que sólo guardó
la impresión de una
ventana iluminada,
una cariátide rota y
aquella luna
redonda,
repentinamente
pálida, incapaz de
ahogar a las
estrellas, que
bañaba apenas un
portal antiguo, una
inscripción en latín
o el aleteo inmóvil
de un águila sobre
su columna romana.
Al mismo tiempo, un
recuerdo demasiado
dormido iba subiendo
a su memoria. A
veces, fragmentado;
por momentos,
luminoso como una
revelación de Dios.
Campaci se sentía
vivo, se sentía solo
y vivo y enormemente
ansioso de gastar
esa vida mientras el
recuerdo de una
placita de Buenos
Aires terminaba de
armarse en su
memoria y le hablaba
de una tarde
invernal, un grupo
de hamacas
embarradas y un
viejo con un enorme
atado de globos.
Ahora podía
recordarlo: el día
más hondo de su
vida, cuando
acompañó a su padre
al hospital para que
lo revisaran,
después de la
operación. En
realidad no había
querido hamacarse,
ni tener un globo,
sino simplemente
estar sentado con él
en uno de los
bancos, porque había
escuchado algo en el
pasillo del
hospital, veinte
días antes, y creyó
que iba a morirse en
la operación.
Tampoco había podido
hablar; sólo tenerle
la mano, para que
pasara el tiempo,
todo el tiempo del
mundo. Su padre lo
había entendido.
Después de un largo
hueco de silencio,
le preguntó:
—¿Cómo te llamás?
—Alberto.
—¿Y el apellido?
—Campaci.
—¿Y qué quiere decir
“Campaci”?
El no sabía. Sólo
sabía que su padre
tenía una voz
extraña esa tarde.
Una voz muy baja, de
secreto, una voz
infinitamente dulce.
—El el dialecto de
mi pueblo, quiere
decir: “Vivid”.
“Vivan”.
Después había
hablado de Italia,
de un lago y unos
bosques y Campaci
creyó ver en la
tarde y en ese banco
los signos más
evidentes de algo
cercano a la
resurrección.
Al fin, seguro de
estar
irremediablemente
perdido, Campaci
desembocó en una
cuadra, algo así
como un enorme
mercado al aire
libre, donde había
una fuente y grandes
argollas de hierro,
que siglos atrás
habrían servido para
amarrar carros o
mulas. Al fondo, los
arcos en sombra de
un edificio y una
especie de tablado
monumental e
inexplicable, que
bien pudo haber sido
un teatro o un
patíbulo, rodeado de
gruesos bancos de
piedra.
En uno de los
bancos, Campaci
descubrió al
muchacho.
Era difícil ver en
la penumbra, pero
pudo componer la
imagen de su cuerpo
sentado, las manos
escondidas en los
bolsillos de un
enorme sobretodo,
una gorra o algo
parecido cubriéndole
parte de la cara y
la chispa de un
cigarrillo entre los
labios. Casi al
mismo tiempo, un
anacrónico cartel,
sobre un muro, que
decía: “Mateotti
vive”.
Campaci contuvo la
angustia. Solo,
perdido en las
calles de un pueblo
perdido, ante la
soledad de un
muchacho en cuya
estampa intuía algo
desplazado, al
margen de todo.
Ensayó un par de
veces su italiano
básico y caminó
hasta él. Dijo:
—Perdone, ¿podría
indicarme el camino
al hotel…
No alcanzó a decir
“Samnita”. El
muchacho se había
puesto de pie y
Campaci supo que
tenía que sentarse.
Miró la boina, el
distintivo del
Gruppo Folgore de
paracaidistas,el
sobretodo demasiado
grande para su
cuerpo. Otra vez el
cartel: “Mateotti
vive”, y la
expresión de esos
ojos, la nariz
aguileña, la forma
peculiar del labio
inferior, partido al
medio por una leve
cisura.
Era increíble.
Campaci recordó
fotografías y tantas
historias narrando
el hambre de los
sitios ocupados en
Albania, la
encandilada sed de
una marcha y
contramarcha por los
desiertos de África,
las heridas, los
hospitales, la
ocupación alemana de
su tierra. Y de
golpe tuvo la
revelación de que
había llegado a un
pueblo hecho de
tiempo, de un oscuro
y cíclico tiempo de
eternidad, dócil e
inmutable como el
alma de esa noche.
El muchacho dijo, en
un italiano límpido:
—¿Qué hotel busca,
señor?
A Campaci le tembló
la garganta.
Dijo: —Hotel Samnita
—y el muchacho
uniformado preguntó
si era extranjero.
El muchacho alzó las
cejas en un gesto de
admiración.
—Mi madre dice que
si no me hago matar,
me vaya a la
Argentina.
Campaci no tenía
clara la fecha.
Pensó: “1939, ’40 ó
’41, pero supo que
de todos modos iba a
ser inútil decir
algo, que todo
estaba dado, escrito
en esa calle. Y que
tal vez otra mirada
descifraba en las
piedras los
episodios de esa
vida casi anónima.
Pensó que ese
muchacho aún no
sabía de esquirlas
de granadas, de
obúses, ni de que
alguna vez iba a ser
capaz de ofrecerse
como rehén a cambio
del hermano, la
mañana en que
apareció muerto un
suboficial alemán.
El mundo de ese
muchacho era una
Europa peligrosa,
una España recién
salida de la guerra
civil, una Polonia y
una Checoslovaquia
cubiertas por la
svástica, e Italia
inyectada con el
virus ceniciento y
frenético de la Roma
imperial. Ra
increíble.
—Alberto —dijo, y le
tendió la mano. El
muchacho se la
estrechó.
—Campaci —respondió
—. Davide Campaci.
El sintió extraña la
mano del muchacho.
Era delgada, más
pequeña incluso que
la suya. Era la mano
de un chico. Y sin
embargo, el joven
que estaba delante
de él algún día le
tomaría su mano, y
la pequeña mano de
Campaci se vería
rodeada, envuelta,
cobijada en la gran
mano de ese
muchacho. Algún día
que ya había pasado.
—Mi madre no soporta
la idea de que me
envíen al frente
—dijo el muchacho—.
Hoy me pidió que no
los viera. No pude
despedirme de mi
hermana.
Campaci permaneció
el silencio, mirando
hacia todos lados
como para fijar las
imágenes en ese
instante. Recompuso
la escena de la
tarde: la mujer de
luto, las manitas
entrelazadas, tal
vez, de su tía
Claudia. Todo eso
era real: la mujer,
el saludo cálido del
joven. No había
falla ni quiebra
vivibles. Sólo esa
luna vieja, lenta y
pálida, cuya luz
pegaba en las
piedras e iluminaba
la fuente, en la que
descubrió una cabeza
de Medusa ahogada en
verdín.
Su padre había
muerto una noche
así, tres días
después de que
hablaran en la
plaza, con la cara,
con la mirada gris y
ausente, debajo de
un crucifijo de
latón.
—Mi padre murió en
Argentina —dijo—.
Nunca pudo volver a
Italia.
—Es triste —contestó
el muchacho. Miraba
hacia la cumbre. La
noche estaba tan
detenido que el humo
del cigarrillo los
rodeaba suavemente,
apenas barrido por
las respiraciones —.
Cuando vengo a este
sitio me olvido de
la guerra. Vuelvo al
pueblo de cuando era
chico, cuando
buscábamos huevos de
águilas en el monte
y nos bañábamos en
el lago.
Campaci volvió a ver
el cartel: “Mateotti
vive” y creyó
recordar. Recordó
esa misma voz
hablando de los
fascistas, de la
violencia, y de un
mártir del
Socialismo: Giacomo
Mateotti.
—¿Qué sitio es éste?
—preguntó.
—Lo llaman “Plaza
Samnita” —dijo el
muchacho—. En este
sitio, dicen, los
samnitas devolvieron
rehenes a los
romanos, al fin de
su tercera guerra.
Campaci recordó de
nuevo la pintura.
Los soldados con las
manos amarradas a la
espalda, pasando
debajo de las
lanzas. Eso había
sido en otro sitio,
en las Horcas
Caudinas, o en una
librería de
Chacarita, cuando
él, con muchos años
menos, le había
preguntado por qué
eran pobres.
—Fueron valerosos,
los samnitas —dijo
el muchacho—, pero
perdieron la guerra,
al final. Se quedó
pensativo unos
segundos y después
arrojó el cigarrillo
en la fuente.
Campaci miró la
cabeza de Medusa,
repleta de verdín y
de serpientes,
maltratada,
eternamente muerta
bajo el agua. Y de
pronto creyó ver
sombras a lo lejos.
Parecían marchar
contra los muros sin
un solo ruido, sin
alterar el frágil
abanico con que los
miraba el cielo.
—Mi hermano se hace
el enfermo —dijo el
muchacho—. Se orina
todo el tiempo los
pantalones, para que
no lo trasladen.
Campaci sonrió. Era
cierto, entonces.
—El miedo es
contagioso —agregó
después el
muchacho—. Anteayer
estuve a punto de
volarme un dedo del
pie, con tal de no
ir al frente —miró a
Campaci un poco
avergonzado—. Lo
peor es no saber
cómo será uno, cómo
será cuando… —hiz
una minúscula
sonrisa, donde había
algo de angustia—.
¿Usted cree que
ganaremos?
Campaci no contestó.
El muchacho se quedó
mirando el cartel
del muro.
—Italia está enferma
—dijo—. Aunque pase
la guerra, no sé si
podré volver a este
pueblo.
Campaci habría
querido describirle
aquella pensión
rasposa de la calle
Venezuela, donde le
contaron que su
padre, todavía
soltero, extendía la
camisa debajo del
colchón para se
planchara, y donde
se tumbaba a la
noche, después de
haber trabajado como
buey en una fábrica
de baterías.
—Es triste
desterrarse —dijo.
—¿Sabe por qué se
llama “Letino” el
pueblo? —el muchacho
se había apoyado en
el borde la fuente y
miraba el cadáver de
Medusa —. Este era
el límite de la
Magna Grecia. Para
este lado, cruzando
el río, desterraban
a los ciudadanos
caídos en desgracia.
Por eso lo llamaron
Lete, de Leteo, río
del olvido. Y al
pueblo que se formó
con esos
desterrados, con los
sin patria, lo
llamaron Letino.
Campaci pensó que,
en cierto modo, él
también era un
desterrado. Y
recordó algo, una
frase que había
escuchado de chico
en un pasillo de
hospital. Una frase
trunca, sobre la
acción del plomo en
el organismo de un
hombre.
“Saturnismo”, había
dicho un doctor.
Plomo en la sangre,
en los huesos, en
todos los tejidos.
Su padre había sido
maestro, maestrino
en Italia, antes de
la guerra, y obrero
en una fábrica de
baterías en Buenos
Aires. Y había
enfermado de eso, de
saturnismo.
Pero todo iba a
pasar así, sin una
leve variación, o ya
había pasado. Ahora
ese muchacho que
estaba frente a él
lo miraba como nunca
antes ni después lo
había hecho.
Esperaba una
palabra, esperaba de
él algún consejo.
—En el
adiestramiento
—siguió el
muchacho—, una vez
apareció un oficial
con cuatro
condecoraciones. Era
de infantería, y
famoso. El oficial
quería probar un
paracaídas. Le
aconsejaron que
subiera a la torre
de ejercicios,
primero. El tipo
subió, ofendido, y
cuando estaba
arriba, se congeló,
no pudo saltar.
Miraba la lona,abajo,
y decía: “No…No…”
Campaci no supo qué
decirle.
—El miedo —dijo el
muchacho —es que en
el frente me pase lo
mismo que a ese
hombre.
Campaci hundió un
dedo en el agua de
la fuente. Y se
extravió mirando la
onda, la luz lunar
sobre la onda,
moviendo el rostro
de Medusa.
—¿Qué le dirías a tu
hijo? —preguntó. El
muchacho lo miraba
—. Si te encontraras
ahora con el hijo
que vas a tener
algún día.
El muchacho
observaba la mano de
Campaci, que goteaba
lentamente. Después
buscó con los ojos
en la plaza, en los
bancos, en el
edificio.
—Que fuera un buen
samnita —contestó,
inseguro, sin saber
para quién lo había
dicho—. ¿Qué hora
tiene?
Campaci sintió de
golpe el corazón.
Eran cerca de las
cuatro. El muchacho
agitó una mano y se
puso de pie.
—Siga por esta calle
—dijo— hasta la Via
dei Condottieri. Ahí
doble a la derecha y
desemboca en la
plaza. Después va a
ver el hotel.
—¿Tenés que irte? —Campaci
tembló.
—A las cuatro y
cuarto pasan revista
en el cuartel —dijo
el muchacho.
Campaci sintió que
había vivido toda su
vida para ese
momento, para ese
instante tan puro e
inexplicable que
ahora estaba
acabando. Volvió la
cabeza y miró el
tablado, el
edificio, los bancos
de piedra. Algo
estaba cambiando en
la luz, algo
indefinible clavaba
los objetos en un
orden vagamente
burdo y desgastado.
—Podría volver a
verte —dijo—.
Invitarte a comer.
Era imposible;
incluso imbécil.
Campaci lo sentía,
pero la frase ya
estaba dicha y en
cualquier caso sólo
retenía la escena un
par de segundo,
antes de que el
tiempo la extraviara
en esas calles.
—Mañana me
transportan a
Albania —dijo el
muchacho.
Campaci sintió, como
un golpe, la
gravedad que había
en su voz. Y pensó
por primera vez,
lleno de angustia,
en tener un hijo.
Ese muchacho, su
padre, volvía a
lanzarse a la
guerra, a las
heridas, pero vivo,
en alguna zona
secreta del tiempo,
esperando el momento
de ver por primera
vez una ciudad de
Sudamérica, con una
valija colorada en
la mano, en medio de
la multitud.
No pudo despedirse.
Decidió volver sin
mirar más esas
calles ni esa noche
que estaba dejando
de ser n sueño. Pero
al tercer paso una
mano lo detuvo. Era
el muchacho. Campaci
vio la escena en un
segundo de extravío,
como al costado de
sí mismo. Vio al
muchacho uniformado
frente a él,
ofreciéndole un
pequeño rectángulo
de cartón.
—Tome —le dijo—. De
Letino: un recuerdo
del olvido.
Campaci volvió a ver
a los soldados
desarmados, pasando
debajo de las
lanzas, y se quedó
inmóvil, sin
reaccionar,
zambullido en el
vértigo de tantos
años recobrados,
detenido en esa otra
fracción de
eternidad en que el
cuerpo uniformado de
su padre,
alejándose, cruzaba
en diagonal la
plaza, dejaba atrás
el tablado, los
arcos del gran
edificio y acababa
confundiéndose con
las sombras de una
calle. Volvió al
hotel, casi de día.
Nora dormía boca
abajo, sepultada por
las cobijas.
Campaci tuvo el
impulso de acomodar
la postal en la mesa
de luz. Pero después
se paró frente a la
ventana, miró los
últimos restos de la
noche vagando sobre
la plaza y comenzó a
desabotonarse la
camisa en la
oscuridad. Despacio,
suavemente, con una
sola mano.
▲
UN PEZ EN LA INMENSA
NOCHE
En el piso, la boca
del hombre se
contrajo, tembló un
instante y luego se
calmó. Algo había
irrumpido desde la
garganta y la había
dejado inmóvil, con
una mueca crispada.
El único ojo abierto
del hombre veía un
escritorio borroso,
un cuadro vacío y un
estante. Todo
lejano, confuso,
como del otro lado
de un vidrio sucio.
En la penumbra de la
habitación sólo se
oía un burbujeo de
agua. El hombre
escuchaba también el
chasquido de su
lengua, que
intentaba despegar
un coágulo pegoteado
entre los dientes.
El ojo fue girando
con esfuerzo,
encontró la sombra
de la nariz, los
poros del piso como
cráteres, restos
extraños, varias
gotas de sangre y
algo negro y
cilíndrico que lo
apuntaba como un
dedo feroz. Con
insólito realismo,
aquello atravesó la
superficie de ese
vidrio sucio para
instalarse frente a
su pupila. El ojo
volvió a moverse,
esta vez hacia su
otro vértice.
Tropezó con algunas
pestañas pegoteadas,
trató de liberarlas,
no pudo, descubrió
la pata de una mesa
iluminada por un
resplandor difuso, y
se concentró en el
esfuerzo de subir
hasta la luz. Fue
alzándose, al
principio con
movimientos bruscos,
después suavemente,
a lo largo del filo
vertical de la pata.
Halló un travesaño
de madera, se elevó
temblando, hasta que
pudo recorrer por
fin una superficie
de vidrio. Era una
pecera con un foco
encendido en una
esquina. En su
interior, lentas
burbujas estallaban
al final de su
ascenso, expulsadas
por el aireador.
Más que pensar, el
hombre supo que la
luz debía estar
iluminándole parte
del cuerpo, pero
estaba maquinalmente
ocupado en la tarea
de respirar, y si
tenía algo de
conciencia se le
traducía en imágenes
confusas de la
infancia, voces que,
paradójicamente,
resucitaban en ese
instante, fragmentos
inconexos, un pecho
de mujer, una lengua
y, sobre todo, el
deseo no formulado,
pero vivo y
ardiente, de
encontrarse las
manos. El ojo se
agitó, buscándolas:
las imágenes que
encontró de su
cuerpo fueron
extrañas, como si
hubiera contemplado
un raro animal
extinguido, sobre
una mesa de
disección,
desenterrado de
hielos
prehistóricos. Cada
vez más irritado, el
ojo volvió a su
posición anterior y
recibió otra vez el
resplandor de la
pecera. Con una
calma cercana a la
inercia, el agua
apenas iluminada le
fue entrando en la
pupila. Vio la
mancha de las
piedras, la neblina
húmeda de la luz y
algo que cruzó
lentamente, de
derecha a izquierda,
envuelto en una
oscura y vaporosa
parsimonia: el
Carassius.
El ojo persiguió con
esfuerzo los
vaivenes de su
cuerpo y de esa cola
que, de acuerdo con
la posición,
estallaba por
momentos con un
brillo lúgubre. El
pez, solo en la
reducida inmensidad
de la pecera, nadaba
zigzagueando hacia
una esquina, se
topaba con el
vidrio, subía y
bajaba tratando
atolondradamente de
superarlo, pero
arriba, abajo, a los
costados, volvía a
chocar de lleno
contra él. Entonces
giraba, descendía
con esfuerzo hasta
el fondo de piedras,
daba un mordisco a
algo y, con el mismo
propósito
irrealizable,
iniciaba
empecinadamente su
camino hacia la otra
esquina del acuario.
El vidrio posterior
del acuario tenía
adosada por fuera
una fotografía del
templo de Abu-Simbel
que el hombre había
recortado días
atrás. En la
semipenumbra, la
figura
fantasmagórica del
pez, chocando contra
los colosos
milenarios, comenzó
a hundirse en el ojo
con una terca
continuidad, sin
ostentar la potencia
que la movía y
sobrenadando años
para raspar el fondo
de la propia vida
del hombre, un fondo
desgranado, hecho
partículas, como la
grava del acuario.
Entonces ciertas
voces comenzaron a
seguirlo: “…Harta…”
“…Tu redentorismo
wagneriano…”
“…Harta…” “…Los
poemas no saben
caminar…” Voces
clavadas en su
cerebro como
resortes que se
activaban con otros
sonidos, con
antiquísimos olores
y miedos, con manos
no del todo
reconocibles y con
esa pesadilla
persistente que
ahora era sin
tapujos una visión,
la visión de sí
mismo nadando en la
profundidad,
desnudo, buscando
atravesar unos
colosos con la misma
desesperación del
pez, en un tiempo
sin luz y sin
medida. Un pez en la
inmensa noche,
sumergido, preso, en
la nada de una
absoluta y perenne
desolación.
Una convulsión aguda
lo llevó al
agotamiento. La
imagen del pez
desapareció detrás
de una niebla
rojiza. La garganta
se le inundó de
golpe con algo
líquido que empezó a
fluir hacia adentro
y también hacia
afuera de la boca.
“Ya está”, pensó,
pero con la forma de
un oscuro
sentimiento. Sin
embargo, el ojo
trató de ver una vez
más del otro lado
del vidrio. Parecía
fuera del tiempo,
como si lo hubieran
metido dentro de una
campana o un frasco
de formol sobre que
a veces, y sin orden
cronológico,
aparecían las
extrañas imágenes de
su vida de la misma
manera en que los
objetos de la
habitación se
reflejaban sobre el
vidrio de la pecera.
Y, como el pez, el
hombre ya ignoraba
esas imágenes. Sólo
algunas, mientras su
debilidad crecía,
trataban de
aferrarse y de
herirle la memoria,
con una persistencia
caprichosa que lo
devolvía a una
escalera, a su
niñez, a unos
zapatos de mujer.
Desde allí había
otras resbalando,
secuencias
disgregadas que
asaltaban
inútilmente su
cerebro mientras el
ojo, como ajeno a
él, acompañaba
trabajosamente los
movimientos del pez
en la penumbra. Al
mismo tiempo todo
empezó a confundirse
con un rumor sordo
del otro lado de la
pared, algunos
golpes, sonidos
lejanos de la calle,
una sirena, la
palabra: “basta” y
una fotografía
desgarrada en un
canasto de papeles.
Ahí, en fragmentos,
el cuerpo moreno de
una muchacha,
arqueado en la
penumbra del amor
como un ave del
paraíso, desbordado,
húmedo, fragante. Y
palabras de esa
muchacha que habían
estallado en el alma
del hombre como
bengalas de fiesta,
y una noche de
abrumadora belleza,
los dos sentados en
la escalera de una
hostería, cuando aún
era tiempo de deseos
y en alguna zona del
cielo esperaban
descubrir el milagro
de una estrella
fugaz. Mientras
buscaba vanamente al
pez, se oyó
diciendo: “Salió
mal, muy mal”, y
tuvo la visión de la
muchacha
abrochándose un
abrigo. Después se
vio a sí mismo dando
un salto, algo entre
infantil y patético,
para llegar al
escritorio y
alejarse de él
llevando un estuche
de considerable
peso. Y allí, en el
centro de la
habitación,
diciendo: “Treinta y
dos años”, diciendo:
“es igual”, se
recordó enfrentando
al pez, al insensato
pez que nadaba en la
penumbra, mientras
su mano, al fin,
empuñaba el arma y
la llevaba a la
sien.
▲
LA HISTORIA SECRETA
DE PIFIO GAMBARDELLA
Antonio Gambardella
saludó a la última
persona, sintió, con
débil amargura, la
mano vacía después
del saludo, y
decidió cerrar.
Muerta, su madre
estaba muerta,
aunque ésa era una
palabra absurda para
definir lo que había
sucedido en los dos
últimos días: la
ambulancia de PAMI
en la puerta de su
casa, ahí en
Perdriel; esa gente
de blanco entrando y
saliendo; las
mejillas de la madre
inflándose,
desinflándose; la
dentadura postiza
caída en el suelo.
Gambardella habría
preferido no ver las
otras escenas, ni
escuchar esa frase:
"Por fin se le cortó
el cordón, al
hombre", que había
dicho la urraca del
chalet.
Necesitaba otro
café. Cuando llegaba
a la cocina escuchó
el primer ruido. En
realidad, no supo a
qué atribuirlo,
porque el ruido se
produjo en el
preciso instante en
que su mano hacía
chirriar la alacena,
y Gambardella pensó
que a lo mejor los
chicos de al lado,
que tal vez una
pelota. Sin embargo,
había sido el ruido
de una puerta.
Gambardella se
sintió demasiado
roto para verificar
esas hipótesis; el
resto de energía iba
a ser utilizado en
el titánico esfuerzo
de revolver el
Nescafé. "¿Y por qué
los sueldan ahora?",
pensó. Cuando
enterraron a su
padre -Gambardella
sólo tenía cinco
años-, la ceremonia
había sido solemne.
Para ser exactos,
había sido
ceremonia. Y además,
el robusto ataúd de
roble, cerrado en un
silencio absoluto,
recogido. "Así que
ahora los sueldan.
Con estaño"
La pava estaba
silbando con
insistencia.
Gambardella la miró
un rato, sin
reaccionar, y cuando
supo lo que tenía
que hacer, la manija
de la pava lo quemó.
-Siempre el mismo
botarate- dijo una
voz, atrás.
Gambardella habría
tardado más de un
año en darse vuelta,
si no hubiera
reconocido esa voz.
Estaba ahí,
encorvada y vieja
como una semana
antes, con las manos
en la cintura. Y lo
miraba.
-Si te vieras -dijo-
Si te vieras la
cara. Mirate,
mirátela, bobón.
¿Qué habré hecho yo
para merecer esta
condena? No, no me
lo digas. Yo sé lo
que hice. Por
supuesto, mocosa que
era. Me casé con ese
tarambana de tu
padre, eso hice. Y
el señor, después de
largar su babita
cada noche, durante
siete años, no tuvo
mejor idea que
morirse y dejarme
este regalito.
Gambardella dijo: -¡Mami!-,
con los ojos
empañados. La mujer
imitó su voz con
notable exactitud:
-¡Mami! ¡Mami! Hace
cincuenta años que
te escucho decir: ¡Mammiiiii!
Sin darse cuenta,
Gambardella volcó el
café. Vio a su madre
mirando hacia abajo
y recién entonces
descubrió el
charquito oscuro
sobre las baldosas.
Agachó la cabeza y
esperó la andanada.
Pero la mujer dijo,
con un tono
fatigado:
-Dale, nene. Agarrá
el trapo rejilla. Me
voy a lo de Cándida,
que goy la operan de
la vesícula.
Sin un segundo para
que Gambardella
comprendiera algo de
todo aquello, la
mujer cerró la
puerta y
desapareció.
Gambardella se quedó
de pie, con el trapo
rejilla en la mano.
Había estado a punto
de preguntarle a qué
hora volvía. Y
entonces se dijo:
"Está muerta. Estoy
solo", y se agachó
para limpiar el
piso.
Esa noche durmió
mal. Había sido
demasiado lo del
velorio. Por más
veces que se tapaba
(le había quedado el
temor de que, si
dormía destapado,
tendría pesadillas)
no podía alejar de
la memoria la cara
de su madre,
golpeada por la luz
violeta de las
lámáras matainsectos,
con un trozo de
algodón cubriéndole
la boca. El médico
de PAMI había dicho:
"insuficiencia
cardíaca" "Tricardia
al cardiático",
había dicho la
urraca del chalet. Y
después había dicho
lo otro, lo de "se
le cortó el cordón
al hombre".
La mañana siguiente
se le fue en
trámites. Debió
presentar el
certificado de
defunción en la
cochería, el carnet
de PAMI de su madre,
el suyo (Gambardella
se había jubilado de
ordenanza municipal,
por un problema de
várices) y el
certificado de
casamiento. Si
hubiera tenido
dinero para comer
afuera, no habría
vuelto a casa. Pero
de todos modos hacía
mucho tiempo que
apenas si almorzaba
un gran tazón de
leche con galletas
partidas.
Cuando abrió la
puerta de calle,
casi no tuvo tiempo,
ni firmeza, para
cerrar. La vieja
estaba ahí, sentada
en su silla de
mimbre. Había dejado
caer el último
tejido y se llevaba
constantemente el
pañuelito a los
ojos.
.Claro -dijo-.
Total, a quien puede
importarle un viejo.
Se va, no avisa, y
una que en cualquier
momento... -el
llanto no la dejaba
terminar-. Una no
molesta. Una ni
siquiera gasta nada.
¿Qué gasto? Yo me
hago mis trapos, me
arreglo una
enagüita. ¿Comer? Si
uno es un pajarito.
Un caldo, una patita
de pollo.
-Mamá -dijo
Gambardella,
confuso-. Tuve que
salir. La madre
agitó una mano.
-No si yo no digo
nada. Nada te digo.
Pero como vi que
tardabas, me empezó
acá -la mujer se
clavaba un puño en
el pecho- unas
palpitaciones, una
opresión que...
Gambardella la
observó angustiado.
-Vení viejita.
Acostate. -dijo- ¿Querés
que te haga un
caldo? La vieja
sollozaba.
-Dejá, dejá -decía-
Qué puede importar
un viejo... A
quién... Un perro...
Un perro nomás...
Gambardella tuvo
miedo. Un miedo
filoso, que se le
hundió en el
estómago. Sin darse
cuenta, había tocado
la mano de su madre.
Era una mano frágil,
nudosa y llena de
pecas. Y estaba
caliente.
-No ve -dijo ella-
Asco le da. Le da
asco una que lo
trajo al mundo.
-No viejita
-tartamudeó
Gambardella-, No...
es que...
-No, no, si yo sé
muy bien lo que
pasa. Una estará
vieja, estará
debilucha, enferma,
pero estúpida, lo
que se dice
estúpida, no es...
-rechazó la ayuda un
poco atolondrada de
su hijo con aire de
irreparable ofensa-
Ponele un poquito de
orégano, ¿querés?
Gambardella respiró
algo más aliviado.
Encendió la hornalla
y preparó con
dedicación casi
fanática el caldo de
verduras. Fue todo
un logro que no se
le volcara por el
camino. Cuando llegó
a la pieza, sólo
encontró la cama
vacía, desarreglada
desde el momento en
que los camilleros
se la llevaron. Y la
dentadura.
"Mamá", pensó, "me
estoy volviendo
loco, mamá".
Una hora más tarde
los vecinos lo
vieron en pijama,
siguiendo lentamente
la franja gris del
cordón de la vereda.
No reconocía las
casas, ni los
árboles, ni la
gente. La urraca del
chalet lo llevó de
nuevo adentro, le
preparó un guiso, le
recetó medio
Lexotanil y lo
obligó a que le
diera toda la ropa
sucia, la suya
solamente, y aquella
que necesitaba
zurcido o costura.
Gambardella la dejó
hacer, amodorrado
por el calmante. No
dijo ni una palabra
de lo que había
visto. Se limitó a
seleccionar las
camisetas, las
medias y un pantalón
descocido. No le dio
ningún calzoncillo.
-Lo que a usted le
hace falta Antonio
-le dijo la urraca-,
es una esposa. Qué
va a hacer acá solo,
en esta casa llena
de humedad.
Gambardella miró la
mancha negruzca que
brotaba de un caño,
en la pared.
-A esta
altura...-dijo.
La urraca no se daba
por vencida.
Gambardella se dio
cuenta de que no
recordaba el nombre
(¿Eugenia?
¿Clarisa?) Lo de
urraca había sido
ocurrencia de su
madre, porque decía
que era ladrona,
picuda y que tenía
el traste parado.
-¿Y no tuvo una
relación? -dijo la
urraca- Digo, un
conocimiento, alguna
muchacha. De su
casa, digo.
Gambardella se
sintió muy cansado
para hacer memoria.
Dejó que el recuerdo
brotara solo,
neblinoso y diluido
por el Lexotanil.
Había existido una,
tal vez. Cuánto
hacía. Su madre, eso
lo recordaba un poco
más claro, había
dicho "Mosca
muerta", y había
dicho también algo
terrible. Qué había
dicho.
-Porque, bueno, es
una lástima... Un
hombre joven,
todavía...
"Cacerola", había
dicho su madre.
Gambardella lo
recordaba. Recordaba
la lista de nombres
que, dijo, le habían
revuelto el
cucharón.
"Cacerola".
La mujer volvió al
ataque varias veces.
Gambardella
agradeció el
renovado batallón de
zoquetes, camisetas
y pantalones
arreglados. Sin
embargo, la tristeza
de los días
siguientes fue en
aumento. El no saber
dónde estaba, ni
para qué, durante
ratos cada vez más
largos, se hizo
frecuente. Dejó el
lexotanil, pero se
entretuvo esa semana
en una cola de
jubilados, en la
cola del banco,
porque vencía el
gas, y en un
supermercado donde
compró su leche, sus
galletas sin sal y
una cajita de caldos
Knorr.
Su madre no
aparecía. La casa
estaba en silencio,
pese a la tenacidad
con que Gambardella
esperaba. La urraca,
que había adoptado
el tono de quien
disimula una secreta
indignación, le
pidió unos batones
de su madre, para la
abuelita de la casa
del ligustro.
Gambardella dejó que
entraran y que
vaciaran el ropero.
Sin sorpresa, sólo
constastando, vio
que faltaba también
una carpeta de hilo
que su madre tenía
sobre la cómoda. "La
urraca", pensó. "La
ladrona".
Una noche oyó ruidos
en el patio. Se
envolvió en un
pulover y con el
alma a destajo abrió
la puerta que daba a
la parra. El
maullido aterrado de
un gato lo derribó
por completo. Pasó
los días siguientes
persiguiendo el
crujido de los
machimbres, el roce
del viento en las
celosías, algún
cubierto mal
acomodado,
titntineando contra
un plato. Pero nada.
Es que su madre no
lo quería, no lo
había querido nunca.
"Pifio", lo llamó
por mucho tiempo.
"Pifio Gambardella",
porque decía que era
fruto de un error.
Porque su padre -el
padre de Gambardella-
la había engañado,
prometiéndole
vestidos, y un
departamento en la
Capital, con
teléfono y mucama. Y
después la había
transformado en una
viuda, con un hijo
que nunca fue un
verdadero sostén.
Gambardella resistió
semanas. Siguió
acechando los
ruidos, siguió
levantándose de
noche. Soñó una y
mil veces con el
cuerpo amortajado,
viejo, de su madre,
abandonando la
tumba, y con los
empleados de la
cochería soldando el
cajón tantas veces
como había salido.
Un domingo a la
mañana, Gambardella
escuchó cantar.
La voz provenía del
baño. Se colaba por
la banderola
entreabierta y
llegaba hasta la
cama. Curiosamente
se dijo que cantaba
la vecina. No se
levantó. Trató de
asfixiar esa voz con
la almohada sobre la
cabeza- Diez
minutos, veinte, y
desapareció.
Gambardella se
levantó, entonces, y
se hizo el desayuno.
Cuando iba a
sentarse en la
cocina, la imagen lo
paralizó.
-Qué hizo mi Cuchu.
¿Un cafecito? Am, Am.
Eso acababa de
decirlo una mujer,
una mujer como de
treinta años,
envuelta en un
toallón, descalza,
con el pelo negro
chorreando aún sobre
sus hombros.
La mujer se le
acercó a los saltos,
en puntas de pie. Le
robó una galletita y
le dio un diminuto
beso en la nariz.
-Buen día, Cuchu
-dijo- ¿Dormiste
bien?
Gambardella no podía
reaccionar. Se había
quedado dentro de
esos ojos, los ojos
llameantes, por
momentos casi
verdes, de la mujer.
Eran los ojos
exigentes de su
madre.
-¿Qué pasó anoche,
salvaje? -le
preguntó ella.
Sonreía, su madre
sonreía-. Pito
parado. Torpedín.
Gambardella la vio
danzar a su
alrededor, quitarse
fugazmente el
toallón, mostrar con
descaro los pechos y
volver a taparse,
con aire de
Caperucita Roja.
-Quiero más, Cuchu
-decía. Gambardella
miró su café. Dijo:
-Vení, desayuná.
No le quedó garganta
para otra frase.
Puso una taza más,
sirvió café, leche,
y se olvidó de su
propio desayuno. La
mujer era voraz,
sensual hasta en los
mordiscos, era
habladora y vital y
soberanamente
hermosa. Era su
madre. Hablaba hasta
por los codos de
Irigoyen, se
interrumpía,
lamentaba no recibir
el diario para ver
los alquileres de la
Capital (tres
habitaciones y
teléfono, para
cuando quedara
embarazada) decía
que los ingleses
fueron, eran y
seguirán siendo los
mismos chanchos con
galera y polainas, y
que cuando le iban a
aumentar el sueldo,
ya que no le daban
un ascenso.
Confuso, Gambardella
dijo: "sí", dijo:
"no", dijo "pronto"
y evitó tocar
detalles de su padre
que no recordaba o
que nunca había
sabido. La mujer, su
madre, se limpiaba
los labios con una
servilleta (unos
labios carnosos,
enormes, que
brillaban con
algunas gotas de
jalea y Gambardella
miraba anonadado),
después decía:
-Hagamos fiaca,
Cuchu. ¿Querés?
Gambardella la miró
indeciso.
-Dale -siguió ella-
Voy al baño a
cepillarme el pelo.
Cinco minutos, nada
más. Si querés
esperame en la
camita. Tengo un
terremoto para vos.
Gambardella la vio
salir de la cocina.
La escuchó cantar en
el baño, a través de
la banderola,
mientras se
cepillaba el pelo.
Cantaba "La
Farolera", con un
tono perversamente
ingenuo.
Qué hacer. Estaba
atontado, triste,
lleno de unas
angustias que nunca
había reconocido
como entonces. Su
padre no había sido
tan feliz, después
de todo. La mujer,
la soberbia mujer
que era su madre lo
había querido, lo
había llamado "Cuchu",
lo había mimado y
ardido con su
cuerpo. El único
infeliz, al fin de
cuentas, era él,
Antonio, o Pifio,
Pifio gambardella.
Esa era la verdad.
Él, que
prácticamente no
había conocido a
nadie, que nunca se
había quemado en las
caricias, como su
padre, que siempre
había sentido una
especie de horror,
de pánico
irrefrenable, ante
la idea turbadora de
una mujer desnuda.
Gambardella recordó
a una muchacha.
Recordó con
angustiosa nitidez
una sonrisa de
muchacha, el nombre
"alba" y la curva
suave de su cadera,
debajo de un vestido
rosa. "Cacerola",
había dicho su madre
"Cacerola".
Gambardella se odió
durante un minuto
eterno, el tiempo
exacto que tardó en
recuperar con toda
su violencia un
incidente muy viejo,
el día más
desesperado de su
vida. Alba y su
vestido rosa, ahí,
en el comedorcito,
acomodando unas
flores que le había
llevado a su madre,
esas prímulas que su
madre había dejado
en la pileta del
baño.
En el comedorcito no
había té, ni masas,
ni licor. Había una
cacerola de aluminio
gigante, tiznada por
meses de guisos y
polentas. Una
cacerola con manijas
rotas, en cuyo
interior su madre
había tirado
infinidad de
papelitos escritos
con nombres y
apellidos. "Enzo
Rigone, dos veces".
"Perini, en el
zaguán". Méndez y
Fanjul, doblete". "Schuster,
el vidriero, por
atrás" Y Alba, el
rostro espantado de
Alba mirando los
papeles, diciendo:
"Qué es esto,
Antonio", mientras
su madre los
contemplaba
satisfecha desde el
corredor. "Decí
algo, Antonio, hacé
algo Antonio", decía
Alba, decía ese
vestido rosa, con
una cara envuelta en
lágrimas.
Gambardella había
dicho: "Mamá, por
qué, mamá" y su
madre sólo había
agregado dos
palabras, dos
palabritas, como dos
disparos secos:
"Mosca muerta". Alba
dijo: "Antonio, yo
me voy", y
Gambardella había
tratado de reparar
lo irreparable.
había tratado de que
no se fuera,
diciendo que se iba
a acostumbrar, que
ya la iba a querer.
Alba se fuer para
siempre, sin una
mirada, sin
detenerse más.
La taza mordió el
borde de la mesa,
titubeó un instante
y después se
estrelló con
estrépito contra las
baldosas.
Gambardella dejó de
recordar y prestó
atención a los
sonidos. Ya no
provenían del baño.
venían de la
habitación de su
mamá.
Era ella, la mujer.
Seguramente se había
quitado el toallón y
esperaba debajo de
las sábanas, con
esos grandes labios
encarnados. Por un
momento, los ojos de
Gambardella se
llenaron de luz.
Cruzó el pasillo. La
puerta estaba
cerrada. Del otro
lado, seguía
saliendo "La
Farolera", pero en
voz muy baja, como
una caricia.
Gambardela abrió de
golpe y entró.
▲
HERIDOS 629, CAÍDOS
382
La muchacha hizo
silencio y lo miró.
-No. No te van a
atar -repitió
después.
Él siguió un rayo
que atravesaba la
ventana e iba a
incendiarse en el
retrato del padre:
no se veía la cara.
Había una esfera
luminosa encima del
uniforme, una luz
helada y vacía, el
pasillo de un
hospital a
medianoche.
-¿Qué hice?
-preguntó. Ella
esquivó la mirada.
Él pensó que era
difícil de entender,
que había algo
podrido en su
sangre, algo
monstruoso, capaz de
surgir de repente,
como desde el fondo
de un pozo
envenenado. Y lo
espantó no recordar.
-¿A que hora van a
venir? -preguntó.
La muchacha se
miraba los zapatos.
Estaban sin lustre,
roídos, cansados,
pero los pies
parecían diminutos y
leves, como la
sombra de un
inocente.
-Ahora, en cualquier
momento -contestó.
Él recordó unas
sandalias y volvió a
sentir dolor en el
cuerpo. Afuera
también había voces.
Se preguntó qué
esperaban. Todo era
oscuro. Recordaba la
puerta abierta, la
gente que había
entrado en tropel,
los hombres que lo
inmovilizaron en la
pieza. Ninguno le
habló. Se limitaron
simplemente a
mirarlo y ahora, más
tranquilos, a
dejarle dar algunos
pasos. Después
apareció Elisa, con
su respiración llena
de esfuerzo. Dijo:
"Te van a llevar,
Marco", pero él no
pudo ubicar su voz.
Como si se hubiera
esfumado, como si a
través de ella o de
sus palabras lo
único visible
hubiera sido la
boina de su padre en
el retrato y la
camisa oscura, con
las alitas en el
cuello. La cara
seguía ausente; en
su lugar encontraba
un revoltijo de
miedo, un miedo muy
hondo y la confusión
de otro recuerdo:
alguien hinchado y
rígido, y unas
piernas de mujer y
un balanceo.
-No sé lo que hice
-susurró- Es la
verdad, Elisa. No
sé.
-Te tengo miedo,
Marco. Todos te
tenemos miedo.
Pensó que ya había
escuchado esas
palabras; antes,
mucho antes de haber
nacido. O que
alguien antiguo las
había escuchado por
el. Dijo:
-Desde el techo del
galpón yo veía la
ventana. Veía las
piernas flacas de un
hombre, con
portaligas, y la
mata de pelos en el
vientre, y también
veía a mamá
sacándose el camisón
por la cabeza. Un
gesto inmundo. El
hombre se tumbaba
boca arriba y mamá
lo cubría y lo
sacudía como si
hubiera querido
quebrarlo. Ella no
hablaba, no gritaba,
pero a él le salía
del torax un "ay"
agudo y taladrante.
Mientras papá, bajo
la parra, bajo la
manta, ignorándolo o
sabiéndolo,
murmuraba algo sobre
la guerra. En
italiano, murmuraba.
-Marco -dijo ella;
en sus ojos había un
dolor puro,
arrasado- Marco, eso
es mentira. No puede
ser verdad.
Él miró la
habitación. Por qué
estaba todo
revuelto. Por qué
había una silla, un
espejo, un cuadro
rotos.
-¿Qué fue lo que
hice? -preguntó.
Ella miró el
pasillo. Hacia la
puerta.
Marco recordó a una
mujer ahorcada.
Recordó sus pies
balanceándose, con
sandalias. Tenía un
grueso deshabillé y
los cabellos canosos
revueltos. ¿De dónde
la recordó?
-Hay una mujer,
Elisa. Hay una mujer
que se ahorcó en
alguna parte. No sé
dónde, no sé en qué
zona del tiempo, o
de mi cabeza, pero
es una mujer
desorbitada,
terrible, y cuelga
de su propio
cinturón.
Alguien se asomó.
Dijo:
-Elisa, te llama el
doctor.
Él tuvo miedo. La
recordó mordiéndose
el labio inferior,
cuando eran chicos y
volvían del colegio
por el camino de las
fábricas. Y recordó
su propia voz
diciendo: "No, mamá
no nos viene a
buscar" "Cuántos
años tiene ahora"
pensó.
Caminó hasta la
ventana que daba a
la calle. Había un
coche estacionado
frente a la puerta.
Había vecinos en la
vereda opuesta,
mirando hacia la
casa. Dijo: "Se hizo
de noche", y se
asustó de su voz.
Sobre la gente que
esperaba, sobre los
techos, la noche era
pura, inabarcable.
Entonces tuvo dos
recuerdos. Uno, con
la luna. Otro, con
el eterno dibujo de
los astros. Con la
luna recordó una
navidad, en el
barrio de calles de
tierra. Había salido
al porche de una
casa y de golpe se
vio de pie, solo,
bajo la luna. Era
redonda y llena de
manchas, como una
torta podrida. Y en
las manchas vio tres
enormes brujas
desgreñadas en torno
de un caldero, y
corrió y gritó y
sintió que desde ese
momento y para
siempre su vida
estaría acorralada
por la desgracia. Su
madre no estaba.
Buscó amparo en su
padre, pero el ya
era una piltrafa de
pijama, hundido en
los asientos del
jardín, y esa misma
luna le brillaba en
la piel.
Con la Cruz del Sur,
con el Puntero,
recordó los relatos
de enormes cielos
africanos, una
demacrada luz
nocturna, iluminando
pertrechos y arenas,
la lastimosa fila de
camellos a la
vanguardia, abriendo
el camino,
estallando con las
minas inglesas. Y
vio a su padre,
barbudo y salvaje,
recogiendo los
pedazos de camello,
la carne rota y
chamuscada, para
comer.
Detrás de él se
abrió la puerta.
Había mucha gente en
la casa, muchos
rostros que no
reconocía. Marco
pensó en toda esa
gente, al mirarlo,
intentaba grabarse
su cara a través de
la abertura. Y
pensó: "Van a
recordarme, pero yo
no". Elisa caminaba
a la derecha de un
hombre de saco y
corbata. El hombre
se detuvo cerca de
la puerta. Entonces
él recordó algo más.
Dijo:
-Yo conocí a alguien
que también usaba
una corbata. Y un
saco. Y lo despedían
en la puerta, y lo
esperaban en la
puerta. Doctor, yo
conocí a ese hombre
pero ya lo olvidé.
El hombre se quitó
los anteojos. Lo
miró con esfuerzo,
como tratando de
encontrarle el
rostro. Elisa le
susurró algo al
oído.
Marco recordó al
hombre con una
corbata impecable y
un saco y una mujer
del brazo, y de
golpe vio la iglesia
del barrio, de
noche, y a su padre
muriéndose en su
cama de hospital,
como un harapo de un
estandarte de algo,
de algo que lo llenó
de horror.
-Qué fue lo que
hice, doctor -le
dijo. El hombre se
le acercó.
-Déjeme ver esa mano
-le dijo.
Él se miró las dos.
Había algo en los
nudillos y en los
dedos. Había como
filamentos de sangre
marrón y seca, una
sangre muy antigua,
de muerto.
-No sé cómo no le
duele -dijo el
hombre, mirando a
Elisa- Tiene los
dedos rotos.
Elisa dijo algo pero
él no escuchó.
Confusamente
recordaba otra cosa.
El se miraba la mano
porque dolía y el
hombre con
portaligas gateaba
en el piso buscando
algo que había
rodado bajo el
aparador. Su madre
decía: ¡Maldito,
maldito!, y recordó
con asombro que se
había asombrado. La
dentadura postiza,
animal y perfecta,
transformándose en
la boca del hombre.
El doctor dijo:
-Si quiere, me quedo
hasta que vengan.
-No, doctor -dijo
Elisa- Gracias,
igual.
El hombre que se iba
era gordo, gordo y
bajo. El hombre de
la corbata de su
recuerdo era una
vara maciza, y lo
llevaba en brazos al
jardín del fondo, y
tenía una enorme
sonrisa que le
brotaba del pecho.
Entonces lo vio.
Mientras la puerta
se cerraba, el rayo
de luz, esa luz
mercúrica y vacía
volvió a pegar en el
retrato de su padre,
y vio eso escrito.
Elisa dijo:
-¡Marco!-, y fue
como si su labio
hubiera temblado
mientras él rompía
el cuadro y
arrancaba la
fotografía.
Abajo, en la esquina
derecha, había
algunas letras:
pequeñas, casi
ilegibles y muy
antiguas. Descifró:
"Filotrano,
Belvedere, Corinaldo",
fechas, manchas
incomprensibles,
palabras truncas.
Buscó a su
alrededor. Elisa no
estaba. Marco
reconocía la letra
de su padre. Había
un renglón que
decía: "Feriti: 629;
Caduti: 382" Su
padre había anotado
en la fotografía los
hechos de combate en
los que debió
luchar. Tal vez
detrás, o a un
costado de la
cámara, estuvieran
los heridos o la
hilera de los
muertos.
Algo le corría por
la cara. Era
aberrante que su
padre hubiera muerto
en un hospital,
empapado en su
propia orina.
Entonces fue a
buscar a Elisa para
decírselo, para que
ahora pudiera
entenderlo. Pero
ella acomodaba un
pijama sobre la
colcha.
Marco dijo: -Eso no
-señalando el
pijama- Decime lo
que hice, por Dios.
Ella dijo, con una
voz sorda y
consumida, que había
sido atroz.
El dijo:
-Me pedía algo en
sueños. Yo reclinaba
la cabeza y veía
este retrato, y
entonces él volvía a
mostrarse en el
patio, bajo la
parra, mientras yo
miraba la ventana
desde el techo del
galpón.
-Estás enfermo,
Marco -dijo ella.
Alguien apareció en
el umbral. Tenía un
objeto frente a la
cara. Se puso
delante de Marco y
lo encegueció con
una luz repentina.
El dijo:
-Una noche, yo
tendría siete años,
ella me olvidó en el
hospital. Se fue. Yo
quise quedarmemás
tiempo, porque papá
estaba muy mal, y
cuando salí al
pasillo sólo había
una luz helada,
muerta,
iluminando los
bancos y los
mosaicos. Y tuve
miedo. Y él habló
con fiebre de la
arena, toda la noche
de una arena que
quemaba, y del
lejano reverbero del
sol en las
pirámides, y de la
sed. Y yo juré que
nunca olvidaría.
Jamás.
Elisa se había
acurrucado en el
suelo, con la cabeza
entre las rodillas.
Marco podía verle la
nuca, tierna,
frágil. Era difícil
de entender. Para
qué vivían, ella,
él, la atadura de la
sangre. "Los
malditos, se dijo,
siempre están solos
en la tierra"
Y entonces oyó un
rumor en la calle.
Había algo alargado
junto al cordón. Y
luces. Y creció el
moscardoneo de la
gente.
Elisa, desde el
suelo, trató de
rozarle un brazo.
Cuando Marco los
vio, sintió las
piernas débiles. Una
de sus manos había
apretujado la foto.
Sólo recordaba
gritos, gritos, y
ruido de golpes, y
los pies con
sandalias
suspendidos en el
aire, pendulando
entre los muebles.
El primero de los
hombres miró el
cuadro roto en el
piso. Se acercó a
Marco y le quitó el
cartón que estrujaba
su mano.
Marco dijo:
-No quiero que me
aten.
Elisa, de espaldas a
la puerta, se miraba
los pies.
▲
ARIA PARA UN
DESTELLO
La mujer entornó la
puerta y encendió la
luz. Del otro lado,
la voz de su nuera
daba indicaciones a
la muchacha y le
preguntaba a la
mujer, en tono
deliberadamente
alto, qué pretendía
metiéndose en el
cuarto viejo cuando
faltaban minutos
para que Alfredo
viniero a buscarla.
La mujer respiró
aire mohoso de la
habitación;
reconoció, detràs
del polvo, la gran
luna del espejo.
Faltaba el juego de
dormitorio, pero ahí
seguían sus cuadros,
la doble cortina de
terciopelo y voile,
el pequeño
secretaire de
siempre.
- El vestido azul no
se lo pongo, mamá -
dijo la nuera desde
el pasillo -. En
todo caso se lo
lleva después.
La mujer no
contestó. Caminó
hasta la pared de
los estantes,
acarició una
campesina de
porcelana y abrió un
cajón del secretaire.
- Bien podría
elegirse usted la
ropa interior, ¿no?
-dijo la nuera.
La mujer sacó una
vieja carpeta con
discos de pasta y
fue a sentarse en
una silla de paño
descolorido.
"Elegirme la ropa,
para qué", pensó.
Con cada movimiento
de su mano aparecían
un angelito sobre un
gran disco en fondo
rojo, o un perrito
con las orejas
alertas al lado de
una victrola y
numerosas manchas
que alguna vez
habían indicado con
presición erudita
las partes de las
obras grabadas. En
uno de los sobres la
mujer descubrió una
fotografía. La
extrajo junto con el
disco y se la acercó
a los ojos. Opaco,
agrisado por el
tiempo, Beniamino
Gigli, miraba a lo
lejos, el pecho
robusto de tenor
contrastando con la
dulzura de los ojos.
Había algo ilegible,
una dedicatoria
manuscrita en una
esquina. La mujer
intentó descifrarla:
la distrajo el ruido
de un automóvil
estacionando frente
a la casa; después,
el afán de entender
lo que decía su
nuera. Alfredo y
ella estaban
discutiendo. Siempre
discutían. Pero el
tiempo había hecho
que Alfredo
terminara eligiendo
el silencio, que era
una forma de
derrota, y una
semana antes la
mujer y su hijo
habían salido en el
auto, con el
pretexto de un
paseo. Durante el
viaje, curiosamente,
la mujer había
tarareado la melodía
del disco que tenía
en la mano. Mientras
descubría un viejo
aparato y colocaba
la placa, reanudó el
trayecto por las
calles grises,
ausentes de
arboledas, la
inutilidad de un
semáforo en una
cortada, el paredón
de un colegio de
monjas. Cuando
accionaba el
arranque del
tocadiscos una
imagen se alzó por
encima de las otras
y terminó
desplazándolas. Era
ella con sus veinte
años, en un teatro
del centro, trepada
al escenario sobre
el que Beniamino
Gigli cantaba E
lucevan le stelle
con los ojos
asustados: una
multitud de
fanáticos, entre
ellos la mujer,
habían irrumpido
descontroladamente
desde la platea y
escuchaban a dos
metros de él.
A los veinte años la
mujer había
temblado. Con los
ojos fijos en el
escenario, la vida
le había parecido
incomprensible sin
esa aria de Tosca y
esa voz debajo de
las luces. Ahora, en
cambio, sólo
recordaba los ojos
brillosos del tenor
y la boca crispada,
vibrando en las
notas sostenidas.
Mientras la púa
chirriaba al
comienzo del disco,
la mujer se levantó
despacio, fue hasta
una pared, miró un
cuadro pequeño, de
papel de cuaderno,
con un dibujo en
lápiz coloreado y
una inscripción
deforme; soportó un
bombardeo de
carteras escolares,
miedos, doctores,
risas, y bruscamente
la visión
incomprensible de un
parque pulcro, con
bancos y con cedros
y jacaradaes y
trescientos viejos
silenciosos,
sentados a la
sombra, resignados a
una espera estéril,
a la lentitud y la
monotonía.
Luego escuchó los
primeros versos, la
atmósfera tensa por
debajo de los ruidos
de la púa, algo que
ya no alcanzaba a
distinguir si era
una flauta o un
clarinete, pero que
trataba inútilmente
de surgir, se alzaba
y volvía a
derrumbarse en una
agonía de tonos
subterráneos.
Entrando de perfil,
como rasgando la
cortina opaca de la
música, la voz
ascendía suavemente,
diferenciándose
apenas al principio,
yéndose luego con la
orquesta, trepando
explosivamente
encima de ella para
caer de nuevo en
algo parecido a un
espasmo, a una
convulsión.
A los veinte años la
mujer había
imaginado su propio
destino con la
grandilocuencia de
una ópera, como una
heroína debatiéndose
entre tiranos,
intrigas palaciegas
y amores imposibles.
Sin embargo su vida
se le había
consumido en un
abrir y cerrar de
ojos; había sido un
destello, algo tan
fugaz como el brillo
de un metal precioso
debajo de una luz
repentina. Ahora
sólo le quedaba el
gesto mínimo de
seguir con mucha
torpeza el compás de
la música, buscando,
entre colgajos de
recuerdos, un
sentido para su
infancia, para el
hombre que le habia
hecho arder la
sangre, para la
mirada luminosa de
Alfredo desde una
cuna.
Decían que su nuera
tenía miedo. Que la
última vez había
sido peor. Peor que
desorientarse, que
olvidarse de todo,
que no reconocer a
los nietos.
La voz de Alfredo
creció en el
pasillo. Hubo algo
así como un susurro
brusco, pasos, y la
muchacha preguntando
si llevaba los
bolsos hasta la
cochera. La mujer
alzó la mano cuando
sollozaba el tenor,
la dejó temblando en
los lamentos, la
crispó cuando
llegaba a la
cúspide. Era el
instante terrible
del drama. Con la
vida reducida a un
segundo, el
protagonista se
despedía de todo. La
mujer vio otra vez
el amplio parque,
los viejos en los
bancos, y la cara de
Alfredo asomada a
través de la puerta,
cuando Gigli
sollozaba L'ora è
fuggita, a punto de
derrumbarse hasta el
final.
-Ya está todo listo,
mamá.
La mujer se puso de
pie, con miedo.
Apagó el aparato,
encarpetó el disco y
la fotografía de
Gigli. Pero
repentinamente
irguió el cuerpo
como a los veinte
años, y sus
movimientos casi
olvidaron la
debilidad y la
decrepitud. Se
sentía radiante.
Finalmente le habían
permitido ir al
teatro y su novio la
estaba esperando en
el comedor con las
entradas en la mano.
"Oír a Gigli",
pensaba. "Ver a
Gigli".
-Yo también estoy
lista -dijo y, con
un movimiento
rápido, casi
infantil, rozó la
perilla y apagó la
luz.
AUNQUE VENGAN
Reinaldo Merlo
In memoriam.
-Tené un poco de
paciencia- dice
mamá. Yo sé que lo
dice convencida, que
ella le cree al
doctor. El problema
es que yo no le
creo: le tengo
miedo. Y no es que
no me porte bien,
porque ya no grito.
Pero él no dice
nada. Se me queda
mirando, nomás.
Apunta los anteojos
donde estoy y me
hace verme en esos
vidrios, y siento
que no quiere
curarme, para nada.
Siento que me quiere
castigar.
Pero el tío es
distinto. Él viene y
punto. Empieza a
transpirar, como
siempre, respirando
un poco agitado, y
me da el Billiken.
Pobre tío. Nunca le
dije que en
Diciembre cumplí los
diecisiete y ya no
leo el Billiken.
Pero el tío me lo
trae y se queda un
rato. Vamos al
jardín, prende un
pucho y lo apaga a
medio fumar. “Guardátelo”,
me dice. Yo miro
para todos lados
pero lo agarro lo
mismo. Lo agarro
aunque sé que el
doctor siempre se
entera. Él me debe
ver, desde allá
arriba, o le deben
contar que fumo. No
dice nada, pero
Gladys me dijo que
el fin de semana no
salí por el lío con
Osvaldo en la sala
de terapia. También
supieron lo de las
pastillas, por eso
Carson me las hace
tomar delante de él,
en la cocina. Bronca
que las paredes sean
tan altas, y yo tan
petiso. Aunque yo me
voy a ir, no sé
cómo, pero me voy a
ir. Le digo al tío
que la convenza, que
me saque de acá, que
me voy a portar
bien. El tío mira
una planta o pone en
hora el reloj, o
dobla la cabeza como
si hubiera escuchado
que lo llaman y me
hace una caricia.
Yo le digo que es
como estar preso.
Como condenado.
“Pero es por tu
bien, Marito”, me
dice mamá. Cómo se
nota que nos están
ellas acá, ni mamá,
ni Laura ni
Cristina.
Laura vino con Ofi,
la semana pasada. De
Ofi me acuerdo, pero
yo no quiero que me
vengan a visitar.
Después andan
comentando por ahí
que me vinieron a
ver a la clínica.
Además, nadie me
cree pero de muchas
cosas no me acuerdo.
Ofi me dijo que
Ang´lica me mandaba
saludos. Qué
prohiben venir. “Qué
Angélica”, le dije
yo. “Angélica, tu
novia” Ahora parece
que me acuerdo
porque me lo contó
todo. Dice que él
mismo fue el que me
hizo gancho. Y no
entienden. Me dijo
que tenía ojos
verdes, que estaba
en el primer año en
el Santa Teresita. Y
yo no me acuerdo y
me angustio más
porque lo que me
cuenta me gusta y me
gustaría conocerla.
Pero con qué cara la
miro después.
Mamá dice que no
tengo que pensar así
y yo de inmediato
pienso en el doctor.
Entonces me alegro
de no acordarme,
porque a veces me
hablan y se junta
todo. Me cuentan mil
cosas que yo no
recuerdo, que me
olvidé. Ahí me
agarran ganas de
irme. Entonces
empieza el sermón.
Te dicen;
“Paciencia”, “Es por
tu bien”, “Un
tiempito más”. Cómo
quieren que
entienda. Acá el día
no pasa nunca.
Porque encima sos el
más chico y entonces
todos te mandan. Y
el que debe mandar
eso es él, el
doctor. Pero nunca
dice nada y a veces
hasta se quiere
hacer el simpático.
Yo le pregunté
cuando me iba a dar
de alta. Y dijo un
montón de
estupideces. Me dijo
se me acordaba de lo
del galpón. “Qué
pasó en el galpón”,
me preguntó.
Yo le dije lo que me
dijo mamá, porque no
me acuerdo. Mamá me
lo dice cuando le
pido que me saque de
acá. Que casi los
mato a todos. Que
tuvieron que venir
los bomberos. Que
don José todavía
tiene el brazo con
quemaduras. Pero yo
no sé que pasó en el
galpón. Y si
insisto, entonces
agregan lo de Laura,
tanto que al final
la voy a terminar
odiando. Sunque
seamos mellizos.
Porque al fin de
cuentas el que está
acá soy yo y no
ella, y las peleas
las empezamos
siempre los dos.
Además ella salta
con eso de
“asesino”.
Yo la quiero, pero a
veces me da bronca.
Será porque me hace
sentir malo. Pero yo
no soy malo, yo
quiero hacer las
cosas bien. Cómo se
ve que a ella no le
gritaban asesino por
la calle mientras le
tiraban piedras.
Entonces vamos a ver
si no se iba a poner
nerviosa. Además en
casa son todos
nerviosos. Yo más
porque grito y tengo
más fuerza. Pero
desde que murió papá
en casa gritan
todos. Aunque yo, de
eso, casi no me
acuerdo. Lo único,
de los dientes.
Tenía los dientes de
adelante marcados en
el labio de abajo.
Morados. Cómo si se
hubiera mordido de
dolor. Y la cara
blanca en el cajón.
Pero de mi hermana
yo no sé. No me
pueden mentir. Me
acuerdo de que le
pegué, sí. “La
arrastraste de los
pelos por toda la
casa”, me dijo mi
mamá una vez. “Tenía
el cuerpo lleno de
moretones”. Pero del
galpón no me
acuerdo. Dicen que
la sacaron justo a
tiempo, que unos
segundos más y
quedaba ahí adentro
para siempre, que
fue una suerte que
la soga estuviera
vieja y que don José
viera el humo negro
del querosén. Y
dicen que ella no
gritaba, que no
decía nada, que
estuvo dod días
temblando y mirando
fijo a una pared. Y
por eso tengo que
quedarme encerrado
acá, con todos estos
locos que a lo mejor
te fajan porque les
agarró la locura de
golpe. Como Osvaldo.
Con Gigio es
distinto. Con Gigio
nos peleamos pero
por alicia. Mamá
tampoco me cree eso.
Nadie la quiere
entender. Gigio la
tiene asustada, pero
a ella le gusto yo.
Gigio tiene unos
brazos largos, como
de mono, y la
manosea.
Por él le dije a
mamá lo que me
hacían. Porque antes
de dormirme siento
lo mismo que vi que
le hacen a él. Lo
atan a la cama con
unas lonas. Él se
deja atar. Entonces
viene Gladys y le
pone la inyección.
Enseguida entra
Carson con esa
máquina. Y Gigio
empieza a echar
espuma por la boca y
se ema. Carson
maneja las perillas.
Y Gigio se retuerce
en la cama y se
transpira todo y
grita con una voz
que no es la suya.
Es como si le
inyectaran un perro,
un dobermann. Yo lo
vi una tarde:
gruñía y se retorcía
y tiraba los brazos
para zafarse.
Después se quedó
como muerto,
entonces los
enfermeros se
fueron. Se despertó
al otro día, meado
encima y babeando. Y
hubo que ayudarlo a
caminar. El pobre
lloraba mudo, sin
largar una palabra.
Gladys me dijo que a
mí no me hacen lo
mismo que a él. A mí
no me atan, bueno,
pero cuando me ponen
la inyección yo
siento eso raro. Es
como si viera lo que
me meten corriendo
por adentro. Cierro
los ojos y empiezo a
respirar muy fuerte,
y me parece como si
me entrara nafta en
la vena, pero
encendida. Aprieto
los dientes y jadeo
con un ruido raro, y
largo baba. Y
entonces me duermo.
Pero en realidad
debe ser como
morirse. Porque
después no me
acuerdo de nada.
El doctor me mira
con una sonrisita.
El se va a su casa,
y yo me quedo. Para
él no corre eso de
contar cuánto falta
hasta el domingo. El
“me dejarán salir o
no me dejarán
salir”. El se va y
punto. Y siempre que
viene le pregunto si
me va a dar permiso
el domingo, siempre.
Pero él me lo hace a
propósito. Me
pregunta si no tengo
miedo de que me
griten asesino. Yo
le digo que no, pero
sí. Y él me pide que
le cuente lo de
Gerardo. Otra vez.
Como en las
películas de
policías con
interrogatorios.
Siento lo mismo
porque yo no me
acuerdo de nada y
cuento solamente lo
que me dijeron mamá,
las chicas y
Guillermo. Es tan
largo que nunca sé
por dónde empezar.
Yo siempre pienso:
Sanataorio Anchorena,
porque es donde lo
operaron y donde
falleció papá. Y
digo eso de la
cancha y el palazo
que Gerardo me pegó
antes de salir
corriendo. Parece
una excusa pero yo
no sé ni siquiera
porque me pegó. Lo
dijo él también, que
yo no tenía la
culpa. Lo dijo antes
de morirse. El palo
le pegó en un riñón
y el otro no le
andaba. Después lo
operaron y eso ya es
otra historia. Tenía
una nube en un ojo,
Gerardo, y hablaba
con voz ronca, como
un mogólico. Mirá
que dejarle una gasa
adentro para que se
le pudra toda. Pero
yo me acuerdo
solamente de cuando
me fueron a buscar y
me llevaron a la
casa. Me sentaron en
el medio del garage,
en un banquito de
madera. Cristina me
acompañó, de eso sí
me acuerdo. Todo el
mundo daba vueltas.
El padre no decía
nada; la madre
tampoco. Pero el
abuelo me quería
pegar. Me gritaba:
“¡Mal parido!”, el
viejo, revoloteando
las manos cerca de
mi cara.
Y me acuerdo de otra
cosa, además. Cuando
le pegué. Hizo un
escándalo de locos,
estábamos todos
asustados. Entonces
una señora le
preguntó si quería
una coca.cola y el
dijo sí y paró de
quejarse. Y todos
sonrieron y eso me
tranquilizó. Y me
sentí orgulloso de
lo bien que le había
devuelto el palazo.
De eso me acuerdo.
Después cuando
Guillermo me vino a
buscar. Lo atendió
Cristina, que es la
más grande, porque
ni papá ni mamá
estaban. “Mea
sangre”, dijo
Guillermo. Y lo del
banquito. Nada más.
Si uno juega todo
parece lindo. Pero
yo no me puedo
olvidar de que lo
maté. “Fue el
destino”, dice mamá.
“La fatalidad. Vos
no tuviste nada que
ver”. Algunos pibes
me miran con
admiración, como si
yo fuera Billy the
Kid. Otros, los que
eran sus amigos, me
tiran piedras y me
gritan asesino.. Y
lo que yo no
entiendo es por qué
todo eso me tuvo que
pasar a mí.
Me dicen que no
estoy loco. Que
estoy muy nervioso,
nomás. Pero yo a
veces quiero
morirme. No en
broma, yo quiero
morirme en serio.
Reventar. Porque en
el fondo debo ser
malo de verdad. Y me
quiero morir sobre
todo después de las
pesadillas. Me dicen
que me levanto y
camino. Y que lloro
en cualquier lugar y
me mandan acostarme
y muevo la cabeza,
digo que sí todo
dormido y me
acuesto, pero sigo
llorando. No sé si
lo habré dicho
dormido, pero
despierto nunca dije
lo que sueño. Y
menos al doctor. Yo
sueño con la navaja
de afeitar del
abuelo. Sueño que me
levanto y voy hasta
la pieza de las
chicas. Todas
duermen: mamá,
Laura, Cristina. Y
mamá está desnuda.
Entonces yo sueño
que le afeito la
cabeza, bien al ras,
hasta que la dejo
pelada. Y es tan
horrible, pelada. Y
sueño que le corto
la cabeza y empiezo
a correr con esa
cabeza pelada
mojándome el piyama.
Y corro y corro
hasta que llego a
una especie de
llanura rocosa,
extraña, donde todo
parece quemado por
un incendio. Y sopla
un viento
insoportable,
levantando una
ceniza oscura. Hay
un río encajonado en
piedras altas, y
columnas como huesos
quebrados, restos de
estatuas negras, y
una escalinata roja
por la que subo
hasta una enorme
pirámide negra.
Entro en la
pirámide. Pero lo
cuento y no digo
nada. Yo en el sueño
veo todo: la piedra
tiene compuertas, de
pronto se
descascara, tiembla
como si se hubiera
encendido un
reactor, y todo se
hace oscuro,
estruendoso y
ahogado en
llamaradas. En el
interior de la
pirámide aparecen
comandos, como de
nave espacial, y
afuera sólo un
topetazo de negrura,
y la Tierra, que de
pronto se achica. Y
ahí, en el silencio,
me siento en paz,
creo que voy a verlo
a Dios. Pero la
cabeza habla. Sin
parar. Es un
lamento, y le salen
lágrimas con sangre.
Le pido que se
calle, que está por
venir Dios. Se lo
ruego llorando, pero
sigue sin parar.
Por eso quise que me
cambiaran de cama.
Porque yo estaba
allá, al lado del
ventanal, y de noche
veía las estrellas
entre las rejas y
entonces me acordaba
del sueño y me daba
miedo volver a
soñarlo. Porque a la
noche da miedo acá.
El pasillo, las
camas a oscuras. Y
uno escucha que hay
un montón que están
despiertos. Se ven
las lucecitas de los
cigarrillos cuando
les dan la pitada. Y
cada tanto, bajito,
se escucha algún
llanto. Y como no
hay luz a uno le
parece que la
habitación no
termina, que no hay
veinte o veinticinco
en las camas, que
hay millones, que
todo el mundo está
internado acá. Y
después se ve el
resplandor que viene
de la cocina y
recorta el marco de
la puerta, y la
sombra grande del
enfermero de la
noche, que camina y
se detiene a mirar.
Y es como un ser
agazapado. No es que
sea malo. Es el más
bueno. Pero de
noche, ver su sombra
en la puerta. Parece
como si esperara
algo. A veces viene
a tranquilizarme, de
madrugada, como si
también hubiera
visto la cabeza de
mamá. Pero igual me
cuesta dormir. Peor
ahora, que estoy al
lado de ese viejo.
Arana, se llama,
creo. El que está
paralítico. La mujer
dice que no, que no
quiere caminar. El
viejo grita que se
quiere dormir. Para
siempre. Que lo
dejen de joder,
grita. Yo lo vi
desnudo. Tiene una
manguera que le sale
del agujero del pito
y va hasta el
papagayo. Es bueno,
lástima que grita de
noche. Y se raya
cuando viene la
esposa. O esa hija
tan parecida a mi
maestra de segundo
grado. Yo siempre
que viene me le
acerco. Tiene un par
de piernas
increíbles la hija.
El Granadero se lo
dijo, una vez. El
Granadero era loco
pero no boludo.
Había tenido muchas
minas antes. Parece
que lo pateó un
caballo jugando al
polo, o al pato. Y
hablaba apagado.
Decía: “La familia
no me viene a
visitar”. Gladys me
decía que tuviera
cuidado; que era
violento. Pero el
Granadero siempre
fue bueno conmigo.
Era el único que me
daba los cigarrillos
enteros. Yo siempre
le tuve miedo,
porque era tan alto
y por lo que me dijo
Gladys. Y siempre
nombraba un caballo.
“Jacinto”, decía, y
Carson aseguraba que
era una potranca a
pesar del nombre.
Que tuvieron que
matarla.
Por qué se habrá
degollado el
Granadero. Ahí, en
la cocina, sin que
nadie se diera
cuenta. Nos mandaron
a todos abajo, me
acuerdo. Carson
gritó con la voz
finita, como una
mujer”¡Nononononoayayayayaylaputaqueloparioooó!”
y el Granadero ya
estaba en sangre por
toda la cocina. Y no
hubo caso. El viejo
dijo: “Dichoso de
él, los cagó a
todos, la puta
madre”. Mamá decía
que era una lástima.
Que era un muchacho
hermoso. Tan alto,
tan educado. Mamá
siempre se lamenta
de todos, acá.
El tío en cambio, no
se lamenta. Viene
los días de semana,
cuando no viene ni
mamá, ni Laura, ni
Cristina. Viene
siempre solo, con el
Billiken, y me
espera en la
galería, mirando a
los que pasean entre
el jardín y el
paredón. Lástima que
se va a morir el
tío. No sé cómo lo
sé, pero acá se
aprenden esas cosas.
Uno pasa tanto
tiempo pensando que
es como si viviera
acelerado. Entonces
sabe y ve. Y yo lo
vi una noche que no
podía dormir. Lo vi
en el piso, cerca
del kiosco de don
Segismundo. La
bicicleta volando
contra una puerta y
el tío sonriendo en
la calle. No le
salía sangre para
nada. Pero sonreía y
estaba muerto. Y el
hombre del Taunus
rojo se agarraba la
cabeza con
desesperación y
lloraba y el tío
estaba muerto. Se va
a morir así, el tío,
y no va a venir más.
Él es el único que
no me miente, que me
dice siempre la
verdad. Aunque algo
le debo haber hecho
a él también.
Pienso. Pero él no
dice nada, y si no
dice nada es como si
no se lo hubiera
hecho. Él me
contesta todo, menos
cuándo voy a salir.
Pero es porque no lo
sabe. Si fuera por
él me sacaría. Estoy
seguro. Mamá y las
chicas nunca me
dicen cómo es allá.
No me creen que me
olvidé. Me acuerdo
de casa, nomás. Del
barrio no. El tío me
cuenta sobre todo
eso. Y yo siento que
todo pasó hace mil
años y que no sé
cómo hacer para que
mamá y las chicas me
crean. No sé. Ellas
vienen, sí, pero
siempre te quieren
consolar.
“Tenés que tener
paciencia”, dice
mamá. “Tené un
poquito de
paciencia”, dice
Cristina.
“Paciencia, Mario”,
dice Laura.
Los sábados a la
noche yo me siento
en la cama. Pido
algún cigarrillo,
hago que leo el
Billiken del tío y
fumo, y me digo,
trato de
convencerme. Hace
tanto calor que me
desvelo y tengo
miedo de dormir. Y
pienso, pienso en
todo. Trato de hacer
memoria. Y cuando me
esfuerzo, escucho
voces raras, como
algo muy viejo y de
a pedazos, que no
termino de entender.
Me pregunto cómo era
la voz de mi papá,
cuando me hablaba, y
en la almohada es
como si estuvieran
los labios, con la
marca. Y me da la
sensación de que
nunca estuve allá
afuera. Que siempre
viví acá metido y
que aquello lo soñé.
Por eso yo sé que un
domingo, algún
domingo, mamá y las
chicas ya no van a
venir. O no las van
a dejar entrar.
Pero aunque vengan,
para qué van a
venir.
▲
LA
LUNA
Y
EL
POZO
La abuela
seguía
llamándola.
Silvana
gritó
que sí,
que ya
iba, pero
permaneció
un segundo cerca de los
cajones,
con
los
ojos
clavados
en
el
sauce.
O,
tal
vez,
a
escasos
metros
del
sauce,
donde
la
tapa del
pozo pegaba un
súbito
destello
con
la
última
luz
de
la
tarde.
Era
un sitio
casi
igual
al
de
una
telenovela.
La
luz demorada
en
las
ramas,
el
terreno
pobre.
No
pudo
recordar
a cuál
se parecía, pero en un
lugar
así,
la
protagonista
de
la
telenovela
había
hecho
algo
importante,
había
enterrado
algo,
y,
con
ese acto,
con
eso
que no
podía
recordar,
la protagonista
se había
despedido de lo
que
más quería
en el mundo.
Silvana
lamentó
no haberla visto
hasta
el
final
y entró
en
la
casilla.
La vieja
estaba
retorcida
en
el catre.
Se había
apoyado
la
tenaza
en
la espalda
y
jadeaba.
-¿Qué hago?
-dijo Silvana-
¿La
aprieto?.
La vieja
negó
con
la
cabeza.
Respiró
hondo
y soltó
el
aire
lenta,
trabajosamente,
mientras
con
la
mano libre
espantaba
un
moscardón.
- No -dijo-
Hoy
no pasa,
gran puta.
Traeme
agua
y una
toalla.
Silvana
le
llevó la
toalla
y
una botella.
Observó
cómo
la boca
de
la
vieja, sin
dientes,
se deformaba
alrededor
del
pico.
Después
mojó
ella
misma
la
toalla,
la
hizo
una bola y se
la
colocó
en
la
espalda,
al
costado de
la
mano
que hacía
presión
con la
tenaza.
Muy
bajo,
y de a ratos, la
vieja
gemía.
Silvana
sacó un
pedazo
de
carne
de
la
olla.
Le
echó
aceite
y comió
ahí
mismo,
en
la
mesita
de
la pieza.
La vieja,
al
fin,
se durmió.
Silvana
volvió
a
pensar
en
el
escuerzo.
Y en
el
temblor,
ese
temblor
chiquito
y
constante
de
las
manos,
que
le
quedó
desde
ese
día.
Casi
un
mes
había
pasado.
Y
había
pasado
el
dolor
y
todo
lo otro, esa sensación
de
desgarro,
el entumecimiento
de
la
cintura
y
las
piernas.
Pero
no había
pasado el
temblor.
Tampoco
el
miedo.
Porque
casi
un
mes
atrás
Silvana
se
había
doblado
entre
retorcijones,
unos retorcijones
bajos,
agudos
como
mordiscos.
Y
después
esas
gotas de
sangre.
La vieja,
al
minuto
de
haberse
enterado, le
puso
las
manos en las rodillas,
le
abrió
un poco
las piernas y chistó.
-¿Cuántos
años
tenés? Silvana dijo
once.
La vieja
volvió
a
la
pieza. Y desde
ahí,
después de una
risita,
dijo:
-Eso
les
pasa
a
las
atorrantas,
m'hija.
Se
te
ha
metido
un
escuerzo,
por
andar
mostrándola.
Y el
escuerzo
te
está
mordiendo.
Silvana
no
pudo
gritar.
Sólo
sintió
un
odio
terrible
por
Gustavo,
el
hijo
de
la
señora
Lidia,
que
tres días
antes,
en el
potrero, cuando
los dos
estaban agachados,
la
había
tocado.
Ahí,
ahí
mismo
la
había
tocado.
Y ella ahora
tenía
eso
adentro.
Era
imposible.
Si
no
lo
había
besado
ni
nada.
Nada
más
que Gustavo
no
creía
que
a
las
mujeres
les
salen
pelitos
ahí,
y
ella
le
terminó
mostrándo
para
taparle
la boca.
Porque
Gustavo
decía
que su
hermana
no
tenía
nada,
que
él
la
había visto
a
Fernanda
en el baño y
no
tenía
nada.
Y
después
la había
tocado.
Con
un
solo
dedo,
despacio
y
un
poquito.
Y
ahora esa
cosa babosa estaba
ahí
adentro,
lastimándola.
-Abuela
-dijo-
Me duele
mucho, abuela.
La vieja
sólo
agregó,
mientras
trataba
de ver
algo
en
el
televisor:
-Así es, nomás. Mejor
eso, que ser como
tu
madre.
Silvana
se acercó
un poco.
-¿Me voy
a
morir?
-Quién
sabe.
-Pero, ¿qué
es abuela?.
-Un escuerzo,
¿ha visto?
De andar
en cuero
por
los
fondos. Y después:
-Así
castiga
Dios.
Silvana
había
llorado.
La
abuela
siempre
la
perseguía
con
eso.
¿Cómo
se habría
enterado
que
a ella...?
A
la
mañana
siguiente
fue
hasta
la
casa
de
la
señora
Lidia.
Gustavo
y
Fernanda
todavía
no
habían
llegado
del
colegio. Pero
igual
no se atrevió a preguntarle.
La señora
Lidia se había
quedado sin
muchacha,
y estaba
preocupada
y
llena
de
trabajo.
El
marido
había
llegado
antes
de
la
fábrica
y
la estaba peleando.
Le decía
que
era
mejor
así,
que con
este país
él
se estaba
matando
para
pagarle
al
Estado,
y
que
a
la
señora
Lidia
le
venía
bien
un
poco
de
ejercicio
con
el
plumero
y
la
escoba.
Que así
se dejaba
de
gimnasia
jazz,
de
expresión
corporal
y
métodos
africanos
para
reducir
el
trasero.
Eso
también
era sano,
decía, y por
lo
menos
nadie la
tomaba
de
estúpida
para
sacarle la
plata.
Recién
a
la
hora
la
señora
Lidia
le
preguntó
si
la
abuela
había
vuelto
a
atormentarla.
Ella
no
le contestó. Y entonces
la
señora
dijo
que
la
abuela
de
Silvana
era
una
mujer
mala.
Una
perversa.
Y dijo que en cuanto
pudiera,
Silvana
se
iba
a vivir
con
ella,
y que
iba
a
ir
al
colegio
de una
vez por
todas.
A
Silvana
no
le
gustó
lo
de
volver
al
colegio.
Pero
Fernanda
tenía dos
cuadernos,
uno
forrado
de
verde y otro
de
azul,
y
siempre
salía
con
las
tablas
del
guardapolvo
bien
planchadas
y
con
trenzas
o
vinchas
de colores, y
la
señora
Lidia
le
había
puesto
un
par
de aritos
plateados.
La
señora
dudó, después, de
que
la
vieja
fuera
realmente
su
abuela.
Y
también
había
dicho,
la
primera
vez
que
la
abuela
tuvo
el
ataque,
que
debían
ser
cólicos
o
algo
peor,
que
fuera
al
hospital,
que
alguna
vez
le
iba
a dar demasiado
fuerte.
Y
esa vez,
parecía
ser ésta.
Silvana
la
miró
dormir.
Hecha un
ovillo, con
la cabeza
de
la tenaza
haciendo
presión
en
su
espalda.
Y si
no
era su abuela,
¿quién
era?
Silvana
no
recordaba
casi
nada
de
su
madre.
Recordaba
que
una vez,
ella era
muy
chica,
la
vieja
había
venido
a
la
casilla
con
un
bolso
y
la
tenaza
y
se
había
quedado. Y le
había
dicho
que
su
madre,
a
partir
de
ese
día,
no
iba
a
volver
más.
Que
se
había
ido atrás
de un degenerado,
y suerte
que estaba ella.
Al
principio
había
sido
buena. Hasta
le
había
hecho
vestidos,
con
cortes que
le
regalaba
su
patrona.
Pero después se
había
enfermado,
y
nunca
más
fue
a
trabajar.
Y
desde
entonces
había
pasado
mucho,
muchísimo
tiempo,
la
abuela
sentada
frente
al
televisor,
con
la
tenaza
en
la
mano
y
su pedazo
de alambre, que
torcía
y retorcía
y después
cortaba
en pedacitos.
Por
lo
menos,
al principio,
la dejaba
mirar
las
telenovelas.
Pero
desde un
tiempo
atrás
decía
que
la dejara de boludeces,
y había empezado
con
lo de
los hombres.
Silvana
pensó
que
quizá
la
abuela
también
tenía
eso
adentro.
Y pensó
que esta
vez
había
sido
muy
fuerte. Que
podía
morirse.
Si
la
abuela
se
moría,
lo
primero
que
iba
a
hacer,
era
tirar
esa
tenaza.
Después
iba a
dormir
en
el
catre,
y
no
iba
a
llorar.
En
la
casa
de
la
señora
Lidia
iba
a decir:
“Mi abuela
se
murió”
y
para
asombro
de
Fernanda
y
también
de
Gustavo,
se
iba
a
mostrar
seria
y
sobre
todo
valiente.
La
señora
Lidia
iba
a
abrazarla,
y entonces
Fernanda
le
diría
que
fueran a
su
habitación
y
aunque
era
más
chica
que
Silvana
-por
eso
no
tenía
pelitos
ahí-
las
dos
dormirían
juntas.
Gustavo
la
buscaría
como
siempre,
tratando
de
que
fueran
a
algún
potrero
o
galpón
de herramientas
del
padre,
pero
ella
ahora
iba
a
quererlo
como
un
hermano.
Lo
miraría
jugar,
o
hacer
los
deberes:
el
perfil delgado,
los
grandes
ojos
asustadizos
de Gustavo,
y
le diría
que a
lo
mejor cuando
fueran
grandes.
“Ahora,
más
que
amigos,
así”,
le
diría,
“pero
novios
no”.
Y
la
señora
Lidia
y
Fernanda
la
llevarían
a
comprar
ropa
nueva,
y zapatos,
y
le
cortarían
el
pelo
como
se
usa
ahora,
y
le comprarían
un
perfume.
Y
todos
los
amigos
de
Gustavo
y
las
amigas
de
Fernanda
la
invitarían
a
los
cumpleaños,
y
para su propio
cumpleaños,
para
el día
en
que cumpliera
los
doce,
la
señora
Lidia
seguramente
le
prepararía
una
sorpresa.
Iría de
mañana
muy
temprano
para
despertarla.
Le
daría
un beso
en
la frente
y
entonces
Silvana
vería
un
paquete enorme,
una
gran
caja
con
un moño
colorado.
Y
a Silvana
se
le
llenarían
los
ojos
de
lágrimas,
y
le temblarían
las
manos al deshacer
las cintas.
La vieja,
ahora,
se revolvió
violentamente.
La
mano
que
empujaba
la
tenaza
había
hecho
más presión.
Sin
embargo,
seguía
con
los
ojos
cerrados,
aunque
respiraba
mal,
y
Silvana
podía
ver
los
labios, blandos,
entrando y saliendo
de
la
boca.
Pensó
que
lo
mejor
era
llevarla
al hospital.
Pensó
avisarle
a
la
señora
Lidia
para
que
llamara
por
teléfono
y viniera
la
ambulancia.
En casa de
la
señora
Lidia
no
había
nadie.
Silvana
miró
con
desconsuelo
las persianas
bajas.
En
el piso
alto,
la
ventana
de
la
que
sería
su
habitación.
Desde
esa
ventana
ella
vería
entrar
la
luz,
el
día
de
su
cumpleaños,
y
la
luz
sería
algo
esplendoroso.
Ya
había
pensado
lo
que
haría.
Abrazaría a
la señora
Lidia
y
terminaría
de
abrir
la
caja.
Entonces
se
le
cortaría
la
respiración.
Adentro había
un vestido.
Un vestido
blanco, de seda y gasa, con voladitos
bordados en
los hombros, en el
escote
y en
la pollera.
Y
también
había
unas
sandalias
blancas,
con
una
delicada
rosa
entre
las
tiras.
Y
el
vestido
era
más hermoso
que
el
que había
tenido
Fernanda
para su
primera
comunión.
A
la
tarde
pondrían
luces
en
el
parque
de
atrás,
y
muchas
mesas
con
cotillón
y
tortas.
Y
el
marido
de
la señora
Lidia
le daría
un
tocadiscos a
Gustavo
para que pusiera
música,
y recién cuando llegaran
los
chicos
y
las
chicas
saldría
ella,
y
los
varones
tratarían
de
sacarla
a
bailar
todos
al
mismo
tiempo,
y habría un fotógrafo,
y
muchos
tíos y
tías
de Fernanda
y
Gustavo.
Ahora,
frente
a
la casa,
la
sobresaltó
un
vecino.
Silvana
le
dejó dicho
que avisara a la
señora
Lidia
que
su
abuela
estaba
mal,
y
volvió.
La
encontró
despierta.
Se
había
incorporado un poco
en
el
catre
y había
encendido el
televisor.
-¿Tiene
hambre?
-¿Dónde
te habías
metido?
Silvana
se
llevó el plato
que había
dejado
en
la
mesita.
Encendió
la hornalla
y volvió.
-¿Tiene
hambre?
-Perra
-dijo
la
abuela-
Seguro
que anduviste
con alguno.
-Mejor
que no coma -dijo
Silvana- Le
hago un
mate
cocido.
Fue
hasta
la
cocina
y
puso el
jarro en el fuego.
Desde
la
pieza,
la
vieja
hablaba
de
que
era
ardiente,
sangre
ardiente
como
tu
madre,
decía,
y
decía
que
cualquier
día
de
estos
iba
a
venir
llena,
bien
llena,
y
que
de
dónde
uban
a
sacar
para
más
malnacidos
en
ese
chiquero.
Y
que
la
comida
era
de ella,
por
más
que
la
fuera
a
buscar
Silvana,
y
que
en
vez
de
andar
por
ahí,
enyuyándose
y
metiendo
la
mano en cuanta
bragueta
había,
mejor
buscara
entrar
a
la
fábrica
en
el
lavadero
y
que
trajera
la quincena, y
que
era
una
desgracia
que
ella
estuviera
enferma
porque
si no
le
iba
a
dar
a
esa
culo
sucio
andar atorranteando
con
los hombres.
-Tome
-dijo
Silvana-
Azúcar no
hay.
-Esperá.
No
te vayas
-dijo
la abuela-
Un alambre.
Quiero
un alambrito.
-Por qué no se
deja
de alambres.
Por qué no se va
al
hospital.
Por qué no se...
Sintió
una
puntada
leve,
como
la
otra
vez.
Apenas
debajo
del
ombligo.
Y
de
nuevo
la
cintura,
y
las piernas.
Las
manos
le
temblaron
más
fuerte.
Pensó
con
miedo
que
volvía
el dolor de
un
mes
atrás
y pensó
en
el escuerzo.
-Abuela
.dijo.
-Va
a
pasar
como
siempre
-dijo
la
abuela.
Si
te
ven
vieja
y
enferma,
te
dejan
morir.
Te
tiran en un rincón
y
esperan.
Vienen a
la
mañana
y a
la
noche,
a
ver
si
ya
reventaste,
y si
pasan
cinco
días
y vos
seguís
coleando,
te
mandan
a
tu casa
de una patada en el
culo.
Silvana
se había acurrucado, con
las
manos
juntas,
apenas
debajo
del ombligo.
-... y como
una es vieja
y pobre, y no da propina a
esas
yeguas
de enfermeras,
enciman
te
maltratan.
-¿Y
usté?
¿Usté
no
maltrata?
-dijo
Silvana.
-Yo
quiero
morirme
acá.
Sos
mi
nieta
vos,
¿lo
sabías?
Mi
nieta
-miró
un
solo
segundo
a
Silvana-
¿Qué
te pasa,
che?
-Deme
eso -dijo
Silvana,
buscando
la tenaza
entre
las
sábanas.
Salió
a
los
fondos,
a
la
pila
de cajones que había
detrás
de
la casilla,
en
busca
de un
pedazo de alambre.
Se
había
hecho
tarde.
La
luna,
una
luna clara
como
un
agujero
en
un
trapo negro,
la
llevó
directamente
hasta
el
sauce.
Ahí
había alambre,
en
la
tapa
del
pozo.
Silvana
esperó
a
que
pasara
el dolor.
Y
entonces
recordó
el
cuerpo
menudo,
inundado
de
sombras
de
la
protagonista.
Llevaba
en
las manos
algo
importante.
Algo
tan
importante
como
su
misma
vida,
y
estaba
triste
aunque
no soltara
una
sola
lágrima.
Y
por
más
que
trató,
no
pudo
recordar
la
cara,
ni
la
ropa
que
llevaba
en
esa
escena. Al final,
forcejeó
con
la
tenaza
y
cortó
un
pedazo
mediano
de
alambre.
Con
el
tirón,
la
tapa de
chapa se corrió
y
el
vaho
a
podrido
le
cortó
la
respiración.
Abajo,
sobre
la
superficie
cenagosa,
flotaba
un
resplandor demacrado,
lúgubre:
el
cadáver de esa misma
luna
que brillaba
encima
de su cabeza; se arrastraba
en
la
inmundicia
pesadamente,
como
un
sapo.
Como
un
escuerzo,
pensó. Y
pensó
que
en
la
casa
de
la
señora
Lidia nadie
se
enteraría
de
lo
que
tenía
en
el
cuerpo.
Ella
guardaría
el
secreto y
disimularía
el dolor.
El
úni que comprendería,
el que
estaría
siempre
mirando
con
los
ojos
espantados,
era
Gustavo.
Él,
el
culpable
de
su
terrible
enfermedad,
con
pánico
de
de que
ella,
de que Silvana,
alguna
vez
confesara. Pero Silvana
guardaba
el secreto;
ella
no
iba a
pagar con
amargura
el
amor
que
le habían
dado
en
esa casa.
Guardaba
el secreto
aunque
ahí
mismo,
entre
las
luces
de
colores
del
parque,
entre
todos
los chicos
y
los
grandes
y el fotógrafo
y
la
música,
ella
tuviera
que
llevarse
las
manos al vientre,
donde esa cosa
la estaba
desgarrando.
Todo el camino
pensó
en
su
sufrimiento;
cuando
volvió
a
la casilla,
la señora
Lidia
estaba
en
la puerta.
Miraba
todo de
una manera
rara.
El
rincón
donde
habían
quedado
las
bolsas
de
basura,
el vidrio
roto
de
la ventana
y el
barro que
había
en
la entrada.
“Como
asustada”,
pensó Silvana.
-Está
loca,
nena -dijo
la señora-.
Esa mujer
está
loca.
Silvana
abrió
sin
contestarle.
Dejó
la
tenaza
y
el
alambre
en
el
catre
y
se
sentó
junto
a
la
mesita.
La señora
Lidia
la siguió.
.¿Todavía
está
acá?
-dijo
la vieja-.
Váyase.
-Señoraecesita
un
médico.
La vieja
había
empezado
a retorcer
el
alambre.
-Necesito
una
mierda -dijo-.
Necesito
una
mierda
y
menos
de
usté,
nariz
parada.
La
mirada
de
la
señora
Lidia
abarcó
la casilla.
-¿A usted
le parece
justo
lo que
sufre esta chica?
La
vieja
pareció
masticar
las palabras.
-Usté
me
la
quiere
quitar.
Eso
es
lo
que
pasa.
La
quiere
de
sirvienta,
¿no?
Para
que
haga
de
todo,
y para
su
marido.
Para
el cornudo ese.
-Abuela,
cállese
-dijo
Silvana.
-Vos
cuidá
que
la
señora
no
se
ensucie
-hacía
ademanes
con
la
tenaza,
y
reverencias-
Si
no,
¿qué van
a decir
en el
palacio?
-Señora,
usted
no puede
comparar.
Si
fuera al
hospital...
La
vieja
cerró
los
ojos
y
la
interrumpió.
-Ya
fui
tantas
veces
a
ese
hospital
que,
un
carajo,
me
van
a
terminar
matando
de
puro
aburridos.
Y
esas
yeguas, esas basuras.
Usté
tiene
un hijo,
¿no?
La
señora
Lidia
asintió.
Ah, si
está
clarito,
está.
No vaya
a ser que
arruine
a alguna
buena chica-
La
señora caminó
hasta la cocina.
Silvana
la
siguió.
-A
vos
te
pasa algo,
nena.
Vos estás
enferma.
Silvana
pensó
en
Gustavo,
en
el
propio
hijo
de
la
señora
Lidia.
Lo
que
estaba
pasando
era
su
culpa,
y
odió
de golpe su cara
asutadiza.
Entonces
supo
que
Gustavo
la
odiaría;
que
Gustavo,
lleno
de pánico
y de
rencor,
le
iría
con cuentos a la
señora
Lidia,
y peor,
que
la
noche
misma
del cumpleaños,
sacaría
una
joya
del
alhajero
de
la
señora
Lidia
y
la
escondería
en
el
colchón
de
ella.
Y entonces,
maliciosamente,
le
diría
a
la
señora
Lidia
que
se
pusiera
la
joya,
el
Topacio,
el
Topacio
con
piedras
preciosas.
Y
la
señora
Lidia
iría
a
buscarlo
a
su
alhajero
y
se
espantaría
de
ver
el
robo. Y
entonces Gustavo
la
llevaría
de
la
mano
hasta
la
habitación
de
las
chicas.
Y
levantaría
el
colchón
de
la cama
de Silvana.
“Yo
la
vi
anoche”,
le
diría,
“mientras
ustedes
se habían
ido a
la fiesta.
Ella,
la
intrusa,
te
la robó”
-¡Un carajo!
-gritaba
la
vieja-
¡Una
mierda!
-No ves que
está
loca,
Silvana
-la
señora
Lidia
movía
la
cabeza,
mirando
hacia
la
habitación-
¿Qué va
a ser de
tu vida?
-¡Vayase!
-gritaba la
vieja.
-En
mi
casa
tendrías
un
hogar
-dijo
la
señora-,
irías al
colegio.
Por
lo
menos
hasta
terminar
la primaria.
-Fernandita
te
podría
ayudar.
-¡Y va a tener
un delantal
gris!
-gritó
la vieja-
¡Y
va a lavar
y a planchar
sus
corpiños de tetona!
La
señora
Lidia
estalló.
-¡Por
lo
menos,
si
fuera así,
sería bastante
mejor
que esta
inmundicia!
La vieja
gritó
“¡Fuera!”
desde
la
puerta
de
la
pieza y
Silvana
vio
la
rápida
parábola
de
la
tenaza, girando
abierta
hacia
la
cabeza
de
la señora
Lidia.
Le dio
en
la nuca.
La señora
Lidia
cayó
de golpe
en
el
piso,
en cuatro patas, gritando:
-¡Ay,
ay,
ay,
Dios
mío,
Dios
mío,
ay!
-tocándose
la cabeza
y mirando
la
escasa sangre
que
le había quedado
en
la
mano.
Se
le
había
levantado
la
pollera
en
la
caída
y Silvana
pudo ver
el
elástico
de
la bombacha,
en
la pierna.
Estaba
descocido.
Silvana
se puso a
llorar.
Sintió
que algo
se
le desplomaba
en
la barriga y empezaba
a correrle
por
las piernas.
-¡Puta!
-dijo
la
señora
Lidia-
¡Yegua
puta!
Silvana
la
miró.
Lloraba
de una
manera
extraña,
ahogándose, largando
chillidos
estridentes.
Silvana
la
ayudó
a recorrer
los veinte
metros
de pasillo.
Antes
de
irse,
la
señora
Lidia
le
dijo
que
iba
a
mandar
al
marido
para
que
la
buscara,
que
sólo
tendría que
irse con él.
Cuando se
quedó
sola
pensó
un
momento
en
lo
que
había
pasado.
Había
dicho
yegua
y
puta,
e
inmundicia.
Silvana
supo
que
el
día
de
su
cumpleaños
la
señora
Lidia
vendría
caminando
hacia
ella,
lenta,
muy
lentamente,
mientras
Gustavo,
escondido
entre
los
invitados,
miraba
la
terrible
escena con ojos
de
víbora.
La
señora
vendría
con
la
mano
alzada,
y
en
la
mano
brillaría
el
Topacio.
“¿Qué
es
esto
Silvana?”,
le
diría,
“¿Por
qué
me
lo
robaste?”
“Yo
no
se
lo
robé,
señora.
Yo
nunca
haría
algo
semejante”
“Estaba
debajo
de
tu
colchón,
Silvana;
Gustavito
te
vio
anoche,
cuando
lo
sacabas
del alhajero.”
La
casa,
de
golpe,
se
había
paralizado.
Ya
no
había
música,
ni
voces.
Todo el
mundo había
hecho
ronda,
alrededor
de
ellas
dos.
“Yo
no
lo
saqué”,
dice Silvana;
“Gustavo
miente”
La señora
Lidia,
con
cara
de
indignación,
llama
a
Gustavo.
“¿Ves?,
dice
después,
mi hijo
nunca
miente”
“Él
ha
mentido”,
dice
Silvana
y
de
pronto
ve
la
mano
de
la
señora
Lidia,
la
misma
mano que
sostiene
el
Topacio
con piedras
preciosas,
acercándose
a
su cara.
La señora
Lidia
le
ha pegado. Silvana
se
quedó
junto
al
sauce.
Lejos,
desde
la
casilla,
salían
unos
gritos.
Eran
secos,
agudos.
La abuela
otra
vez,
otra
vez
el
ataque.
Silvana
entrelazó
los
dedos
y
se
apretó
la
barriga.
Después,
volvió
a
mirar
el
fondo
del
pozo:
la
basura
se
plateaba
con
los
resplandores
de
luna
que
filtraba
el sauce.
Hizo un esfuerzo
más,
pero
no
pudo
recordar
quien
era
la
protagonista
de
la
telenovela.
Sólo
volvió
a
sentir,
con
renovada
violencia,
que
en
un
sitio
así
el
mundo
se
le
había
desplomado
brutalmente
y
para
siempre.
Al
rato,
levantó
la
cabeza.
Del
otro
lado,
en
la
calle,
un
par
de
luces
iluminó
por un
momento
la vereda.
Después Silvana
adivinó
el
auto
del
marido
de
la señora
Lidia,
y
la
silueta
del
hombre
al
costado, mirando
desde
la puerta
del
pasillo.
Silvana
pensó
que
quizás
entraría
a
buscarla.
En
la
fiesta
también
se
le
acercaría.
Después
agarraría
a
Gustavo
por
los
brazos
y
lo
sacudiría
hasta que,
llorando,
Gustavo dijera
la verdad.
Ella
le
diría
gracias,
pero
habría
algo
roto,
destruido,
que
la
haría
salir
muy
lentamente
de
la
casa,
toda
vestida
de blanco,
sin
atender
a
los
llamados
de
los
que
la
seguían,
de
Fernanda
y
del
marido
de
la
señora
Lidia,
de
todos
los
chicos
y
las
chicas que
miraban
sin
entender.
Era
algo
incomprensible,
tal
vez, pero
ella se alejaba
de
las
calles
iluminadas
y
de
los
chalets,
de
la
vida
maravillosa
que por
milagro
se
le
había
ofrecido,
y
empezaba
a
dar
vueltas
por calles
de
tierra,
entre
zanjas,
cascotes
y
caballos
sueltos,
hasta
llegar
a un pasillo oscuro,
muy
estrecho
y retorcido,
por el
que entraría.
Afuera,
el
marido
de
la
señora
Lidia,
miraba
el
reloj.
Y
su
abuela
había
aparecido,
medio
arrastrándose, en la
puerta
de
la casilla.
La
llamaba
a
los gritos,
con una voz
quebrada.
Silvana
volvió
a
mirar
el
pozo,
el
resplandor
opaco
de
la
luna,
allá
abajo,
y
completó
la
historia
de
su cumpleaños.
Miró
hacia
adelante,
hacia
la
calle.
El
marido
de
la
señora
Lidia
hacía
gestos
de
impaciencia.
Silvana
lo
vio
meterse
en el
auto y levantar
la ventanilla.
Entonces
se
puso
de
pie.
A
su
derecha
estaba
la
abuela.
Cuando
llegó,
los
ojos
de
la
vieja
brillaron
un segundo.
-Ah, no te fuiste
–dijo después-. Vení,
ayudame.
Silvana le pasó una
mano por la espalda.
-¿Qué hacías en el
fondo? –preguntó la
abuela.
Silvana escuchó el
carraspeo de un
motor, arrancando.
Después miró la
sombra del sauce. Un
destello de luna
bordaba algo, como
de seda y grasa, en
la tapa del pozo.
-Nada, abuela
–dijo-. Métase en la
cama. |